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Avicena (Ibn Sina) nació el año 980; en su autobiografía nos ha dejado la referencia de los estudios

enciclopédicos a que se entregó desde su juventud; y vemos que, ya a los dieciséis años,
ejercía la medicina, después de haber asimilado el estudio de la literatura, de la geometría,
de la física, de la jurisprudencia y de la teología. Sin embargo, en la metafísica de
Aristóteles encontró un obstáculo que durante mucho tiempo le pareció infranqueable. La
releyó cuarenta veces y llegó a saberla de memoria sin lograr comprenderla. Pero
habiendo comprado por casualidad un tratado de Alfarabí sobre el sentido de la metafísica
aristotélica, cayeron las escamas de sus ojos, y se sintió tan feliz por haber comprendido,
que al día siguiente distribuyó a los pobres abundantes limosnas para agradecer a Dios el
prodigio. A los dieciocho años sabía ya todo cuanto tenía que saber; sus conocimientos
eran tan vastos que todavía podían ganar en profundidad, pero no en extensión. Después
llevó una existencia agitada, y a veces hasta novelesca, en la que el placer ocupó una gran
parte, tan llena de acontecimientos y de cargos públicos, que se veía obligado a redactar
sus obras durante los ocios que le permitía la noche. Avicena escribió más de cien obras,
que tratan de las materias más diversas, y murió en 1037, a los cincuenta y ocho años de
edad. En la Edad Media, el nombre de Avicena conservó la celebridad debida a un gran
médico. Aún hoy, cuando las ediciones antiguas de sus escritos filosóficos traducidos al
latín son rarísimas, todavía podemos procurarnos algún ejemplar de su Canon, que
durante siglos sirvió para enseñar la medicina. Pero su autoridad filosófica fue considerable
durante el siglo XIII, y se puede clasificar inmediatamente a un filósofo de la Edad Media
occidental, desde el momento en que se sabe quién es, para él, el más grande filósofo
moderno, si Avicena o Averroes. En verdad, el pensamiento personal de Avicena parece
haber sido más complejo de lo que creyeron los occidentales. Compuso una Filosofía
oriental, especie de mística especulativa que se expresa aun en algunos de sus poemas, y
que no HHL HHL 328 Las filosofías orientales fue conocida por la Edad Media cristiana. Una
de las obras que ejerció influencia decisiva sobre el pensamiento occidental es Al-Schifá (La
Curación), especie de Suma o enciclopedia ñlosófica, en dieciocho volúmenes —varias de
cuyas partes fueron traducidas al latín—, que contiene su interpretación de la filosofía de
Aristóteles. Aparte de sus méritos propiamente filosóficos, esta obra ofrece el interés de
no presentarse como im comentario a Aristóteles —cosa que, ijor otia pacte, xio eta—,
«xya covaa una exposición directa de la filosofía, en la que la doctrina de Aristóteles se
combina felizmente con el neoplatonismo, no sin acoger influencias religiosas árabes y
judías, particularmente en metafísica. Las partes de la obra de Avicena traducidas al latín
que ejercieron más profunda influencia en la Edad Media son la Lógica, la Filosofía de la
Naturaleza (Sufficientia o Communia naturalium), la Psicología (Líber VI Natura- 'lium) y la
Metafísica. La Lógica de Avicena reposa, como la de Aristóteles, sobre la distinción
fundamental entre el objeto primero del entendimiento, que es el individuo concreto
(intentio prima), y su objeto segundo, que es nuestro conocimiento de la realidad (intentio
secunda). E l universal es ima segunda intención, pero Avicena lo concibe de manera
distinta que Aristóteles. Para Avicena, cada noción- universal define una a modo de
realidad mental, que se llama esencia, cada una de las cuales se distingue de las demás por
propiedades definidas. Las esencias expresan exactamente la realidad, de la cual son
abstraídas por el pensamiento. Por tanto, el conocimiento lógico tiene un alcance físico y
hasta metafísico; no en el sentido de que la realidad esté formada de ideas generales, sino
porque la generalidad lógica de los universales, y su misma predicabilidad, expresa esa
propiedad fundamental que la esencia tiene de ser una y la misma, cualquiera que sea el
individuo que la posea. De aquí se sigue que, en el orden de las esencias, todo lo que se
puede pensar separado y de manera distinta es realmente distinto de aquello separado de
lo cual se le piensa. Este principio encuentra numerosas e importantes aplicaciones en la
filosofía de Avicena. Por ejemplo: un alma unida a im cuerpo, pero que no recibiera de él
ninguna sensación interna ni extema, aún sería capaz de conocerse a sí misma, de pensar y
de saber que piensa. Consiguientemente, un alma puede concebirse de manera distinta sin
referencia al cuerpo; por tanto, la esencia del alma es distinta de la del cuerpo, y el alma es
realmente distinta del cuerpo. Así, pues, el universo aviceniano está compuesto de
esencias o naturalezas, que son el objeto propio del conocimiento metafísico. Considerada
en sí misma, la esencia contiene todo lo que contiene su definición, y nada más. Cada
individuo es singular con pleno derecho; la ciencia versa sobre los individuos; Toda idea
general es universal con todo derecho; la lógica se ocupa de los universales. La esencia o
naturaleza es indiferente, tanto para la generalidad^ como para la universalidad. La
«caballeidad», por ejemplo, ^es^la esencia del caballo, independientemente de que se
sepa lo que es preciso añadirle para que se transforme, ya en la idea general de HHL HHL
Filosofía árabe: Avicena 329 caballo, ya en un caballo concreto. Como dice Avicena en una
fórmula frecuentemente citada en la Edad Media: Equinitas est equinitas tantum. Y lo
mismo ocurre con las demás esencias; el conjunto de estas realidades abstractas, cada una
de las cuales impone al pensamiento la necesidad de su contenido propio, constituye el
objeto mismo de la metafísica. Por lo demás, no hay que extrañarse de ello. E l alma
humana no está ligada al cuerpo tan estrechamente como puede hacer creer la definición
aristotélica de alma. Es verdad que el alma es la forma del cuerpo organizado, pero su
esencia no consiste en eso; se trata sólo de una de sus funciones, y no de la más elevada.
Por ejemplo: señalo a alguien que pasa y pregunto qué es; me contestan: un obrero. Es
posible, pero lo que pasa ante mí no es un obrero, sino un hombre que ejerce la función de
obrero. De manera semejante, el alma es, de suyo, una sustancia espiritual, una de cuyas
funciones es animar a un cuerpo organizado. E l Liber VI Naturalium está dedicado a un
análisis detallado de las funciones animadoras y cognoscitivas del alma humana. La
clasificación aviceniana de las facultades del alma en cinco sentidos externos, cinco
sentidos internos, facultades motrices y facultades intelectuales, será recordada durante
mucho tiempo, bien para aceptarla, bien para criticarla. A través de Avicena,
efectivamente, la Edad Media trabó conocimiento con la doctrina —tan desconcertante
para los cristianos— de la unidad de la Inteligencia agente, fuente de los conocimientos
intelectuales de todo el género humano. En esto, sin embargo, Avicena no hizo más que
tomar y desarrollar la doctrina de Alfarabí. En efecto, admitía en cada alma un
entendimiento que le es propio: la aptitud para recibir las formas inteligibles despojadas
de toda materia, es decir, abstraídas. En su primer grado, el entendimiento se encuentra
absolutamente desnudo y vacío, como un niño que puede aprender a escribir, pero que ni
siquiera sabe lo que son letras, tinta ni pluma. En el segundo grado, este intelecto está ya
provisto de sensaciones y de imágenes, como un niño que ha comenzado a trazar palotes y
sabe servirse de una pluma: el entendimiento ya no está absolutamente en potencia
(potentia absoluta), sino ya casi en acto (potentia facilis, intellectus possibilis), en el
sentido de que puede conocer. En el tercer grado se vuelve hacia la Inteligencia agente
separada para recibir de ella las formas inteligibles correspondientes a sus imágenes
sensibles: entonces se encuentra en acto, gracias al inteligible que recibe (intellectus
adeptas); a fuerza de repetir este esfuerzo alcanza una cierta facilidad, que TÍO es otra cosa
que el conocimiento adquirido (intellectus in habitu). Poseer la ciencia es, pues, la aptitud
—adquirida por el ejercicio— para recibirla de la Inteligencia agente. Esta epistemología,
característica de la doctrina de Avicena, se reduce a establecer un solo entendimiento
agente para toda la especie humana, al mismo tiempo que atribuye un entendimiento
posible a cada individuo. Entre los objetos inteligibles que el metafísico considera, hay uno
que goza de un privilegio notable. Pensemos en lo que pensemos, lo concebimos
primeramente como «algo que es». Ser hombre no es ser caballo ni HHL HHL 330 Las
filosofías orientales ser árbol; pero en los tres casos es ser un ser. «Ser» y «cosa» son,
pues, lo que primeramente cae bajo la mirada del entendimiento; o también: el ser
acompaña a todas nuestras representaciones. Sin embargo, la noción de ser no es
absolutamente simple. Se desdobla inmediatamente en ser necesario y ser posible. Esa
distinción se presenta primero como puramente conceptual. Se llama posible a un ser que
puede existir, pero O-d'^^' que jamás existirá si no es producido por una causa. E l posible
mismo se^eA'Tí desdobla, por lo demás, en aquello que sólo es puro posible (porque
todavía no existe la causa) y aquello que, siendo posible por esencia, viene a ser necesario
de hecho, porque su causa existe y lo produce necesariamente. Así, una cosa que no pueda
no existir sigue siendo «posible», a no ser que, en virtud de su propia esencia, no pueda
existir. Por el contrario, lo necesario es lo que no tiene causa y, en virtud de su propia
esencia, no puede no existir. En una metafísica cuyo objeto propio es la esencia, estas
distinciones abstractas equivalen a una división de los seres. Efectivamente, la experiencia
únicamente nos da a conocer objetos cuya existencia depende de causas determinadas.
Cada uno de ellos es, pues, simplemente «posible»; pero también sus causas no son más
que «posibles»; la serie total de los seres es, por tanto, un simple posible; y como lo
posible es lo que requiere una causa para existir, si no hubiera más que posibles no existiría
nada. Consiguientemente, si existen los posibles es que existe también un necesario, causa
de la existencia de aquéllos. Ahora bien, existen posibles; luego existe un necesario, causa
de la existencia de los posibles, que es Dios. Así, pues, el Dios de Avicena es el Necesse
esse por definición. Por este motivo, posee la existencia en virtud de su sola esencia; o,
como también se dice, en él la esencia y la existencia son una sola cosa. Por eso Dios^es
indefinible e inefable. Dios existe; pero si se pregunta qué es, no hay posibilidad de
responder, porque en Dios no hay quid al que pueda referirse la pregunta quid sit. El caso
de Dios es único. Por el contrario, todo lo que no es más que posible tiene una esencia; y
como, por definición, esta esencia no tiene en sí la razón de su existencia, hay que decir
que la existencia de todo posible es, en cierto modo, un acompañamiento accidental de su
esencia. Observemos que este accidente puede, de hecho, acompañar necesariamente a la
esencia, en virtud de la necesidad de su causa; pero, de derecho, no es un resultado
necesario, estrictamente hablando, de la esencia, ya que no dimana de la esencia en
cuanto tal. Por consiguiente, en todo lo que no es Dios se distinguen la esencia y la
existencia. Se advierte que la división del ser en necesario y posible desempeña, en
Avicena, el mismo papel que la división de lo Uno y lo múltiple en Plotino y en Erígena, de
lo Inmutable y lo mudable en San Agustín, del Ipsum esse y los seres en Santo Tomás de
Aquino. Por ahí pasa el corte ontológico que separa a Dios del universo, puesto que nada
puede hacer que el Necesario se convierta en posible, ni al revés. Por el contrario —y HHL
HHL Filosofía árabe: Avicena 331 esto lo han visto muy claramente aquellos pensadores
cristianos que han conocido bien a Avicena; Dims Escoto, por ejemplo— la relación entre
los seres posibles y Dios, en su doctrina, aunque efectivamente conserva intacto este corte
ontológico, es, sin embargo, ima relación de necesidad. Profundamente penetrado del
pensamiento griego, para el que sólo es inteli^ble lo necesario, Avicena ha concebido la
producción del mundo por Dios como la actualización sucesiva de una serie de seres, cada
uno de los cuales, siendo posible de suyo, se. hace necesario en virtud de su causa, la cual,
a su vez, lo es en virtud de la suya; y todos lo son, en conjunto, en virtud del único Necesse
esse, que es Dios. Para hacerse después asimilable al pensamiento cristiano, el universo de
Avicena tendrá que admitir, en su origen, la decisión de una voluntad divina
soberanamente libre. Esta metamorfosis radical, que transformará la escala jerárquica de
las necesidades condicionadas de Avicena en una vasta contingencia, será realizada por
Duns Escoto. Esta contingencia de los posibles es, precisamente, lo que Avicena no ha
querido admitir, por su parte. La producción del mundo por Dios es eterna. La sola
prioridad del Primero sobre lo demás es la del Necesario sobre lo posible. El Necesario, o
Primero, es simple y uno, porque su esencia se basta; ahora bien, de lo uno no puede salir
más que lo uno. Por otra parte. Dios es simple y uno porque es una sustancia inteligible;
mas el acto de una sustancia inteligible es conocer; el acto creador no puede ser más que
el acto mismo por el que Dios conoce. E l Primero se conoce a sí mismo, y el conocimiento
que tiene de sí constituye el Primer Causado. Este primer ser causado es una sustancia
inteligible, o Inteligencia; puesto que es causado es, de suyo, posible; pero es también
necesario de hecho, en virtud de su causa. Esta Inteligencia piensa ante todo en Dios, y
este acto de conocimiento engendra la segunda Inteligencia separada. Ella se piensa luego
a sí misma como necesaria por su causa, y ese acto engendra el alma de la esfera celeste
que contiene el mundo. Ella se piensa, finalmente, como posible en sí misma, y dicho acto
engendra el cuerpo de esta esfera. La segunda Inteligencia procede del mismo modo; al
conocer a la primera Inteligencia, engendra a la tercera; conociéndose a sí misma como
necesaria, engendra el alma de la segunda esfera; conociéndose como posible, engendra el
cuerpo de esta esfera. E l proceso continúa hasta la última Inteligencia separada, la que
preside a la esfera de la luna; por lo demás, ya conocemos a esta Inteligencia, puesto que
ella es nuestro entendimiento agente. Dicha Inteligencia cierra la serie de las emanaciones,
porque ya no tiene fuerza para producir otra Inteligencia, pero irradia las formas
inteligibles, que vienen a ser como sus imágenes degradadas y, al apoderarse de las
materias terrestres dispuestas a recibirlas, engendran en ellas los seres que percibimos por
los sentidos. Cada hombre es uno de estos seres; el alma que anima a su cuerpo es una
sustancia inteligible emanada del alma de la última esfera; el alma del hombre considera,
compara y clasifica las imágenes de los cuerpos que percibe mediante los sentidos, y
entonces se encuentra con aptitud para HHL HHL 332 Las filosofías orientales que el
correspondiente inteligible emane en ella viniendo de la Inteligencia agente. Así, pues, lo
que se llama abstracción es la recepción de una de las formas inteligibles, continuamente
irradiadas por la última de las Inteligencias, en un entendimiento humano dispuesto a
recibirla. La metafísica aporta aquí la última justificación de la teoría del conocimiento.
También es ella la que guarda el secreto de los destinos humanos. No todos los hombres
tienen el mismo grado de aptitud para unirse a la Inteligencia agente. Algunos casi no son
capaces de esa unión; otros la consiguen con esfuerzos más o menos grandes; y, entre
éstos, los hay que se elevan, gracias a la pureza de su vida, hasta comunicar con esa
Inteligencia divina tan fácilmente que cada una de sus preguntas es como una plegaria oída
de antemano. Ese estado del entendimiento es el intellectus sanctus, cuyo ápice es el
espíritu de profecía. Un musulmán tenía el deber de reservar ese puesto de honor al
Profeta; pero el Cristianismo tenía los suyos, y Albeto Magno no se mostró negligente en
recurrir al «intelecto santificado» de Avicena para explicar los excepcionales conocimientos
de que estaban dotados aquellos profetas. Por su amplitud de miras y por la perfección de
su técnica filosófica, esta obra mereció, seguramente, la influencia profunda y duradera
que ejerció sobre los pensadores cristianos de Occidente. Sin olvidar todo lo que Avicena
debe, y reconoce deber, a su predecesor, Alfarabí, se Ip puede atribuir el mérito de haber
realizado una feliz fusión de aristotelismo y neoplatonismo, para uso del pensamiento
árabe, manteniendo al mismo tiempo el principio de su concordancia con la religión. No es
menos cierto que algunos espíritus se inquietaban por las consecuencias nocivas que podía
tener ^ara la fe ese extraordinario desarrollo de la especulación racional. Al Gazali (murió
hacia 1111) intenta un esfuerzo de reacción y publica varias obras célebres, cuyos títulos
resultan bastante significativos: Restauración de los conocimientos religiosos. La
destrucción de los filósofos. Ninguna de estas obras fue conocida por el mundo latino
medieval. Pero Gazali había compuesto otra obra, Las intenciones de los filósofos, en la
que se limitaba a exponer las doctrinas de Alfarabí y de Avicena, a los que pretendía
refutar en otro lugar. Esta última obra fue traducida al latín; y, como se desconocían las
otras, Gazali tuvo la mala fortuna de pasar, en Occidente, por defensor de aquellas mismas
tesis que había querido destruir. A consecuencia de este error, todos los teólogos del siglo
xiii considerarán a «Algazel» como un simple discípulo de Avicena. El verdadero Algazel es
completamente distinto. Profesa una especie de escepticismo filosófico, de] que se
propone salga beneficiada la religión. No comienza, pues, por exponer en sí mismas las
doctrinas o tendencias de los filósofos, si no es para arruinarlas seguidamente con mayor
seguridad. Su gran adversario es Aristóteles, el príncipe de los filósofos; pero en sus
ataques contra él engloba con frecuencia a los dos grandes intérpretes musulmanes del
aristotelismo Alfarabí y Avicena. Por lo demás, evita voluntariaHHL HHL Filosofía árabe:
Algazel. Avempace 333 mente la crítica de todo cuanto entra en el ámbito de la ciencia
pura y deriva de la demostración matemática. Tal como ha ocurrido frecuentemente en el
curso de la historia de la filosofía, sus mismas exigencias en materia de pruebas y su
distinción rigurosa entre ciencias y filosofía le 'permitían eliminar todas las doctrinas
filosóficas de las que hubiera podido recelar la fe. Sus críticas versan sobré veinte puntos,
ya de metafísica, ya de física. Establece, por ejemplo, que los filósofos se equivocan al
afirmar la eternidad de la materia; que no pueden demostrar la existencia de xm
demiurgo, ni establecer que Dios es uno, o que es incorpóreo; que no pueden probar,
desde su ptmto de vista, que Dios conoce las cosas fuera de sí, ni que el alma humana es
independiente del cuerpo e inmortal; que se equivocan al negar la resurrección de los
muertos, así como el paraíso, el infierno, etc. Algunas de estas críticas son verdaderamente
agudas, y prueban cuan dotado estaba de espíritu filosófico este adversario de los
filósofos. Así, para probar que no se tiene razón cuando se niega la posibilidad del milagro,
esboza una verdadera crítica de la noción de causa natural: «No es necesario, según
nosotros, que, en las cosas que ocurren habitualmente, se busque ima relación y un nexo
entre lo que se cree ser la causa y lo que se cree ser el efecto. Son, al contrario, dos cosas
perfectamente distintas, de las que la una no es la otra, que no existen ni dejan de existir la
una por la otra» (trad. Munk). Semejante crítica de la filosofía no había de detener su
desarrollo, ni siquiera en los medios musulmanes; pero había de dar por resultado que la
filosofía musulmana emigrase desde el Oriente a España, donde aún alcanzará gran altura
con Avempace, Ibn Tofail y, sobre todo, Averroes. Avempace (Ibn Badja, tll38), árabe de
España, igualmente versad

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