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LOSURDO
¿En qué se diferencia este libro de las historias del liberalismo ya publicadas
y que en número creciente continúan viendo la luz? ¿O puede realmente dar a la
luz algo novedoso como promete el título? Al final del recorrido, el lector dará
su propia respuesta; por ahora, el autor puede limitarse a una declaración de
intenciones. Para formularla le puede servir de ayuda un gran ejemplo.
Ajustándose a escribir la historia del derrumbe del Antiguo Régimen en Francia,
Tocqueville observa a propósito de los estudios sobre el siglo XVI:
“Creemos conocer muy bien la sociedad francesa de aquella época porque
vemos claramente cuánto brillaba en su superficie, porque conocemos hasta en
los detalles más particulares la historia de sus más célebres personajes y
porque críticos geniales y elocuentes nos han hecho completamente familiares
las obras de los grandes escritores que la ilustraron. Pero acerca de cómo eran
conducidas las acciones, acerca de la verdadera práctica de las instituciones,
acerca de la posición exacta de unas clases respecto a las otras, acerca de la
condición y los sentimientos de aquellas que aún no habían logrado hacerse
escuchar ni ver, acerca del fondo mismo de las opiniones y de las costumbres,
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tenemos sólo ideas confusas y a menudo llenas de errores” .
No hay motivo para no aplicar la metodología tan brillantemente formulada
por Tocqueville al movimiento y a la sociedad de la que él es parte integrante y
prestigiosa. Sólo porque pretende llamar la atención sobre aspectos que
considera larga e injustamente olvidados hasta ahora, el autor habla en el título
de su libro de “contrahistoria”. Por lo demás, se trata de una historia, de la cual
es necesario precisar sólo el objeto: no el pensamiento liberal en su pureza
abstracta, sino el liberalismo, es decir, el movimiento y la sociedad liberales en
su concreción. Como para cualquier otro gran movimiento histórico, por
supuesto, se trata de investigar las elaboraciones conceptuales, pero también, y
en primer lugar, lasrelaciones políticas y sociales en las que se expresa, además
del vínculo más o menos contradictorio que se establece entre estas dos
dimensiones de la realidad social.
Y por tanto, al comenzar la investigación, estamos obligados a plantearnos
una pregunta preliminar sobre el objeto del que pretendemos reconstruir la
historia: ¿qué es el liberalismo?
D. L.
CAPÍTULO PRIMERO
¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?
1. HISTORIOGRAFÍA Y HAGIOGRAFÍA
Nuestra historia del liberalismo concluye con el estallido de la Primera Guerra
Mundial cuando, según el análisis de Weber, también en los países de más
consolidada tradición liberal, al Estado se le atribuyen “un poder ‘legítimo’ sobre
la vida, la muerte y la libertad” de los individuos y una “ilimitada disponibilidad
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de todos los bienes económicos accesibles a él” . Sí —para decirlo esta vez
con Furet— “los cañones de agosto de 1914 han sepultado en casi toda Europa,
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en sentido real y metafórico, la libertad en nombre de la patria” . Partiendo de
esta divergencia de fondo conviene echar una mirada hacia atrás.
Tras el preludio que constituyó la revuelta de los Países Bajos contra el
absolutismo de Felipe II, el liberalismo se impone en dos países situados en una
posición que los pone al amparo de las amenazas a las que están expuestos, por
el contrario, los Estados del continente. Hay que agregar que, no por casualidad,
la Revolución Gloriosa sigue a la victoria conseguida por Inglaterra, primero
sobre España y después sobre Francia; mientras que la revuelta de los colonos
norteamericanos comienza sólo después de la derrota de Francia en el curso de la
guerra de los Siete años. Es decir, las dos revoluciones liberales presuponen, en
ambos casos, una clara mejora de la situación geopolítica.
En lo que respecta a Europa continental, podemos distinguir dos fases: tras la
derrota de Turquía a las puertas de Viena en 1683 y el cese de la amenaza
otomana, se difunde ampliamente la crítica al absolutismo. La segunda fase es la
llamada paz de los cien años, que va desde el fin de las guerras napoleónicas
hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. Es en este período que el
liberalismo se impone también en el plano político concreto. Y así como las
instituciones surgidas de la revolución de 1789 no sobreviven a la guerra que
golpea a la Francia revolucionaria, del mismo modo, a partir de 1914, las
instituciones liberales que han florecido en Europa continental en el curso de la
Paz de los Cien Años sonsometidas a una crisis dramática. Tomados en su
conjunto —además de gozar de una situación de tranquilidad y seguridad
geopolítica más o menos grande— los países liberales presentan otra
característica común: en el período que aquí es objeto de estudio, tienen la
posibilidad, más o menos acentuada, de neutralizar el conflicto político-social en
la metrópoli mediante una expansión colonial, de tipo continental o bien
ultramarina.
Con la ruptura epocal de 1914 irrumpe con todo su horror la segunda guerra
de los Treinta años, como a menudo ha sido definido el conjunto de los dos
conflictos mundiales de la primera mitad del siglo XX, separados uno del otro
por un frágil armisticio. ¿Qué relación tiene todo esto con el período histórico
precedente? ¿O debemos considerar que no hay ninguna relación y que la belle
époque sufre un final inesperado, provocado sólo por circunstancias por
completo externas al Occidente liberal? Es la conclusión que parece sugerir un
eminente historiador inglés del mundo contemporáneo (Alan J. P. Taylor):
“Hasta agosto de 1914, de no haber existido oficinas postales y policiales, un
inglés juicioso y observador de las leyes habría podido pasar la vida casi sin
percatarse de la existencia del Estado. Podía habitar dónde y cómo le
pareciera. No tenía número oficial ni carné de identidad. Podía viajar al
extranjero o dejar su país para siempre sin tener necesidad de pasaporte o de
autorizaciones de cualquier género; podía convertir su dinero a cualquier tipo
de moneda sin restricciones ni límites [...]. De manera distinta a lo que sucedía
en los países del continente europeo, el Estado no pedía a sus ciudadanos que
prestaran servicio militar [...]. El ciudadano adulto era abandonado a sí
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mismo .
Al referirse a este cuadro, ya de por sí muy problemático, un estudioso liberal
inglés de nuestra época lo eleva a “paradigma histórico de la civilización
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liberal” . En realidad, algunas páginas más adelante, es el propio Taylor quien
observa que “cerca de 50 millones de africanos y 250 millones de indios se
vieron envueltos [por Gran Bretaña], sin ser consultados, en una guerra de la
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cual no sabían nada” . Pero excluyamos a las colonias, y excluyamos incluso a
Irlanda, que también forma parte del Reino Unido y que, sin embargo, acusa tan
fuertemente la opresión estatal y militar del gobierno de Londres, hasta
convertirse —una vez más al decir de Taylor— en protagonista de la “única
insurrección nacional ocurrida en un país europeo en el curso de la Primera
Guerra Mundial, irónico comentario a la pretensión británica de combatir por la
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libertad” y de representar la causa de la libertad .
En lo que respecta a Inglaterra propiamente dicha: no sé si Cobden “se
percataba” del Estado que controlaba su correo, pero en realidad, el Estado se
había percatado de un ciudadano indudablemente “juicioso y observador de las
leyes”, que, sin embargo, tenía el defecto de ser sospechoso de simpatías
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cartistas . Y con mucha más facilidad “se percataba” del Estado el movimiento
cartista y obrero en general, que tenía que enfrentarse con la repetida suspensión
del habeas corpus y el recurso a la práctica de los agentes provocadores, que
suscitaba horror no sólo en el liberal Constant, sino también en un “estatalista”
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como Hegel . En la Inglaterra de la época actuaba “toda una subclase de
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informantes y espías de la policía” . Resulta errada incluso la contraposición
con el “continente” a propósito del reclutamiento obligatorio: este ya había
irrumpido algunos decenios antes en los Estados Unidos, durante el curso de la
guerra de Secesión y para imponerlo, sofocando una violenta resistencia, Lincoln
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no había vacilado en hacer marchar sobre Nueva York un cuerpo de ejército .
¡El reclutamiento obligatorio no es una práctica impuesta desde fuera, desde el
continente, al mundo liberal!
La historiografía tiende a esfumarse en la hagiografía. Recurro a este término,
atribuyéndole un significado técnico: se trata de un discurso concentrado
totalmente sobre aquello que para la comunidad de los libres es el estricto
espacio sagrado. Es suficiente hacer intervenir en el análisis —aunque sea
sumariamente— el espacio profano (los esclavos de las colonias y los siervos de
la metrópoli), para darse cuenta del carácter inadecuado y desviante de las
categorías (absoluta preeminencia de la libertad individual, anti-estatalismo,
individualismo) utilizadas por lo común para describir la historia del Occidente
liberal. ¿Es la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX el país de la libertad
religiosa? A propósito de Irlanda, el liberal Beaumont —el compañero de
Tocqueville en el transcurso del viaje a Norteamérica— habla de “una opresión
religiosa que supera cualquier imaginación”. Estamos ante un pueblo no sólo
despojado de su “libertad religiosa”, sino también obligado a financiar con el
diezmo, a pesar de la terrible miseria en que vive, la opulenta Iglesia anglicana
que lo oprime. Las vejaciones, las humillaciones, los sufrimientos impuestos por
el “tirano” inglés a este “pueblo esclavo” demuestran que “en las instituciones
humanas está presente un grado de egoísmo y de locura, del cual es imposible
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definir el límite” .
Pero, concentrémonos en la metrópoli. Al celebrar el individualismo y el anti-
estatalismo atribuidos a la tradición liberal, Hayek rinde homenaje a Mandeville,
según el cual “el ejercicio arbitrario del poder por parte del gobierno sería
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reducido al mínimo” . En realidad, el autor ensalzado aquí como modelo no
sólo se muestra absolutamente imperturbable ante el espectáculo de los
centenares o miles de miserables “ahorcados a diario por bagatelas”, sino que se
pronuncia a favor de los procesos sumarios y de una aceleración de las condenas
a muerte; exige la intervención del Estado hasta en la vida privada de esos
miserables, sobre los cuales, desde la infancia, debe ser impuesta la observación
del precepto dominical (supra, cap. III, § 8). Está claro: lo que suscita la atención
de Hayek no son ni las colonias ni los siervos de la metrópoli.
Y sin embargo, de todas formas la situación no está clara, incluso si se quiere
considerar inocua tal desatención. Particularmente esclarecedora es la historia de
las colonias inglesas en Norteamérica que después se convierten en los Estados
Unidos. La fuerza de trabajo servil, semi-servil y libre fluye desde el otro lado
del Atlántico según modalidades y reglas fijadas por el poder político, que
desempeña un papel decisivo también en la delimitación del área gradualmente
abierta a la colonización. La esclavitud o la marginación y la degradación
impuestas a los negros terminan por afectar la “libertad moderna” de los propios
blancos, y por afectarla de manera tan fuerte que la elección equivocada de la
pareja sexual o matrimonial amenaza con transformar al responsable en un
“felón”, ¡en un traidor a su propio país y a su propia raza! La población blanca
en su conjunto y los propios dueños de esclavos están sometidos a toda una serie
de normas que interfieren en exceso hasta en la esfera más íntima de la vida
privada. El poder político vigila atentamente para que no exista miscegenationy,
sobre todo, para que el futuro eventual de esta desgraciada mezcla no conozca la
emancipación y no amenace con su presencia espuria la pureza de la comunidad
de los libres; es delito impartir o incluso sólo suministrar material para la
escritura a los esclavos; la administración postal impide la circulación de
material incluso vagamente crítico con respecto a la institución de la esclavitud;
en el Sur un clima de terror se cierne sobre los ciudadanos sospechosos de
alimentar ideas abolicionistas.
No se trata sólo de la cuestión racial y de la pesada sombra que ésta proyecta
sobre los derechos civiles de la propia comunidad blanca. Tomemos un Estado
clave de la historia de la revolución y de la república norteamericana: “En el
siglo XIX, Pennsylvania era conocida por la severidad de sus leyes sobre la
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impiedad, la irreverencia y la inobservancia de las fiestas de precepto” .
Independientemente de la prohibición de miscegenation, que permanece en vigor
hasta la segunda mitad del siglo XX, la libertad sexual en los Estados Unidos
sufre limitaciones en gran medida extrañas a la despreciada y “estatalista”
Europa continental. He aquí el cuadro dibujado en 2003 por un prestigioso diario
estadounidense:
“Hasta 1961 los cincuenta estados tenían leyes que proscribían la sodomía
[...]. El número se redujo a 24 estados en 1968 y hoy está en 13 [...]. La mayor
parte de los estados que todavía tienen leyes contra la sodomía prohíben el
sexo anal u oral entre adultos consentidores, independientemente de su sexo y
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del tipo de su relación” .
A todo esto hay que agregar la enmienda constitucional que en 1919 trata de
bloquear la producción y el consumo de “licores nocivos”, mediante una nueva
intervención en la vida privada de los ciudadanos que muestra escasos paralelos
en otros países de Occidente.
En general, la historia de las colonias inglesas en Norteamérica y más tarde de
los Estados Unidos (por tanto, están involucrados —en distinta medida— los dos
países clásicos de la tradición liberal), puede ser explicada mediante la
complejidad del proceso de construcción y tutela del espacio sagrado mucho
mayor que con las categorías de antiestatalismo e individualismo.