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Cap.

IV: La misión que viene de Dios

La Misión como movimiento

En ciertas ocasiones los seres humanos, los grupos, los pueblos se dejan llevar y mover hacia el
bien de todos, hacia la invención, la creación, la trascendencia, se dejan atraer y seducir por el
reino de Dios. Este movimiento ya es considerado misión porque responde al mandato de Dios
en la creación: “creced, multiplicaos, dominad”.

Ahora bien, este movimiento de los pueblos puede ser explicado desde dos perspectivas. Desde
el ámbito secular se puede entender que este movimiento nace de la autonomía y libertad del
hombre, como proyecto, como creación y como tarea. Por otro lado, desde lo religioso también
puede entenderse que todo nace del mandato de Dios, es decir, como Iglesia nos sentimos
pueblo en movimiento hacia el reino.

A su vez, nos podemos preguntar por la misión en general del ser humano. Y a una pregunta
general surge también una primera respuesta genérica: la misión del hombre, de la persona es
auto trascenderse, sobrepasarse. En el ser humano encontramos un deseo profundo de
comunión con Dios. Ahora bien, en este movimiento de auto trascendencia el hombre descubre
su límite e incapacidad para llegar a aquello que soñamos. De esta manera, la misión pierde su
carácter de autosuficiencia para convertirse en añoranza, deseo, súplica de gracia: “Venga a
nosotros tu reino”

De las misiones a la Misión

Antiguamente se entendía misión como aquellas actividades de evangelización que realizaba la


Iglesia. A partir de la década del 50 la palabra “misión” comenzó a utilizarse en singular pasando
así a entenderse como categoría teológica. Posteriormente, el Concilio Vaticano II afirmó que la
Iglesia nace de la acción trinitaria y que la misión de ella se inserta en el dinamismo de estas
misiones que vienen de Dios, del amor fontal y entrañable del Padre. Por lo tanto, misión
comienza a entenderse no como actividad eventual de la Iglesia, sino como constitutivo de su
ser. Es decir, ser Iglesia es ser misión, no sólo hacer misión.

Las teologías políticas o la teología de la Liberación han contribuido a distinguir que misión no
es entendida solamente en sentido de salvación, sino también de liberación, y liberación no sólo
del pecado sino también de estructuras de injusticias y de muerte. Por eso, para estas teologías,
no son las necesidades de la Iglesia o su deseo de expandir su mensaje, sino las necesidades del
mundo las que definen nuestra misión.

En este progresivo ir entendiendo esta categoría de misión se han ido superando una serie de
binomios que se presentaban como alternativos: sagrado o profano, salvación o liberación,
sobrenatural o natural, escatología o historia doxología o praxis. La visión dualista tendía a
entenderla como sagrada, salvadora, sobrenatural, escatológica y doxológica en detrimento de
las otras.

En la época postconciliar (específicamente en algunos documentos eclesiales como Justica en el


mundo y Evangelii Nuntiandi) se manifiesta que el compromiso por la justicia forma parte
integral de la evangelización y misión de la Iglesia

Es por estas ideas que el autor afirma la necesidad de renunciar a una definición que no
contemple la complejidad, lo cual significa que, aunque la misión sea una, los ministerios son
muchos según sus modos y estilos para realizarla
La Iglesia en la misión del Espíritu

Ahora bien, la Iglesia es un acontecimiento de con-vocación para la misión. Ella misma, el cuerpo
de Cristo, actualiza el proceder de Jesús que llamaba para encomendar una misión especial. De
esto se desprende que todo en la Iglesia tiene dimensión misionera, o más específicamente, la
misión no es una tarea o función, sino un ser-en-misión. Esto nos deja entrever que todos los
creyentes estamos responsabilizados de la misión total de la Iglesia; sin embargo, cada creyente
la realiza desde sus carismas y ministerios.

Por otro lado, cabe aclarar que la misión no es propiedad de la Iglesia. Ella procede de Dios, de
su Espíritu. El Espíritu Santo es quien testimonia el amor de Dios padre-madre por su pueblo y
su creación y actualiza la misión de Jesús en el tiempo, en la Iglesia.

Distintos carismas para la misión

Quien ha sido llamado a la fe lo ha sido para ser misión en la Iglesia-misión. De esta manera se
puede afirmar que la misión y sus urgencias históricas son la explicación última de las diferentes
formas de vida que el Espíritu suscita en cada tiempo.

A ciertas personas, el Espíritu Santo las consagra por medio de un don personal, intransferible.
A otras por un carisma dual, que se comparte en la conyugalidad o esponsalidad; o en la
paternidad-maternidad espiritual. Otros son consagrados por un carisma comunitario, en el que
muchos se encuentran y comunican. De esta manera, el Espíritu Santo, a través de la Vida
Consagrada hace memoria y representa en la Iglesia la forma de vida de Jesús liminal: obediente,
pobre y célibe por el reino de Dios. Teniendo en cuenta estos presupuestos, podemos vislumbrar
que ninguna forma de vida o ministerio tiene la capacidad de absorber y expresar toda la riqueza
y pluridimensionalidad de la misión.

La vida Consagrada como carisma colectivo para la misión

Teniendo en cuenta que la vida Consagrada tiene diferentes formas de vida según sea su carisma
y, a su vez, sabiendo que la misión es una, porque es en la Iglesia-misión donde nos encontramos
podemos diferenciar algunas características en los diferentes modos de vida Religiosa. La vida
contemplativa concretiza la misión de testimonio e irradiación de aquella experiencia fontal
humana de Dios, de su reinado y del mundo. La vida Consagrada apostólica refleja la misión de
aquella acción y pasión transformadora a través de las cuales Jesús decía y hacía lo que había
escuchado y visto hacer al Abbá. Las sociedades de vida apostólicas y los institutos misioneros
representan al Jesús itinerante, siempre en camino, libre y liberado para que el mensaje y la
gracia del reino llegue a todos los pueblos. Por último, los institutos seculares realizan la misión
en la dispersión y desde la individualidad personal.

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