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3.

Etica del corazón y de la compasión


a) Líneas fundamentales La creación, la revelación, la gracia, la
encamación, todo es humilde inserción de Dios en las dimensiones
microscópicas del ser humano: «el Dios eterno se abaja
humildemente y así eleva la arcilla de nuestra naturaleza» 24
Para la teología franciscana, la humilitas Dei es lo más profundo
y nuclear que revela de sí Dios en la Encarnación y sobre todo en la
cruz. De ahí que su moral espiritual esté completamente centrada en
Cristo, pero en Cristo crucificado. La cruz es, sin más, la clave de toda
la teología franciscana. Por ello en la autohumillación está
consecuentemente la suma del seguimiento. Pero no alcanza el
hombre el nivel de autohumillación de Dios en Cristo. Luego el
camino del
07 IX 106b; Ed. B
abajamiento y de la humillación es la vía amarga del abandono y de la
traición.
La Sagrada Escritura revela el corazón de Dios. El corazón
profundo que se ha hecho «cor contritum et humiliatum» (Sal
50,19) en la cruz. Este corazón abierto y accesible por la herida del
costado encierra un misterio insoluble.
La revelación del corazón de Dios en el corazón de Jesús
descubre el misterio fontal de Dios. Una ética que se centre en la
capacidad para responder a Dios con todo el ser y con toda la vida
es necesariamente una ética del corazón. El corazón de la persona
está determinado por el valor central. Aquel que en libertad ha
escogido el Reino de Dios tendrá luz toda su vida y elegirá el bien
con cierto instinto del corazón. La ética teológica franciscana pone
en relación el concepto de opción fundamental con la visión bíblica
del corazón del hombre. En la Escritura, «el corazón del hombre,
no quiere decir que la persona humana se encuentra aislada, en su
mismidad». Más bien centra su atención en aquel punto focal íntimo
donde la persona es sensible y está abierta a los demás. Allí se
construyen los puentes del yo-tú-nosotros y se entrega la persona
en totalidad al Otro y a los otros.
Tanto el mundo que hay que explicar, como fundamentalmente
el hombre, al que hay que comprender en todas sus dimensiones y
quehaceres, están resituados en una condición existencial
sobrenatural.
La teología explicita al hombre salido de Dios en su concretez,
en un proyecto amoroso y retornando a Dios. En el itinerario ético
resulta imposible establecer separación alguna en la estructura
ontológica del hombre y el soporte fundante dialógico entre Dios y
el hombre. El mundo y el hombre hay que comprenderlos y
explicarlos sin perder de vista este horizonte de sentido, el amor.
La imposibilidad de domeñar la realidad no constituye ocasión
para desesperarse ni angustia de un fracaso experimentado, sino
perfecta dicha a la vista de lo inagotable de Dios. Pues, como indica
el Doctor Seráfico, la «Sabiduría incomprensible con sus
incomprensibles caminos es sabiduría amorosa» 25
Cuando la persona pierde la capacidad parar amar, pierde
verdaderamente la mejor parte de su corazón.
La teología franciscana, siguiendo la línea agustiniana y a la vez
fiel a la cosmovisión bíblica, contempla y trata del corazón del
hombre. La vida franciscana atribuye suma importancia a la vía
afectiva y, por consiguiente, a la experiencia. No es suficiente la
pura especu-
lación teológica para la perfección del conocimiento, conviene tener
en cuenta las vivencias afectivas de las verdades teológicas.
Todo debemos situarlo en el plan amoroso de la Encarnación y de
la Redención, obras supremas de la caridad y misericordia divinas.
La ética franciscana es una ética de la compasión. La compasión
tiene mucho que ver con el acompañamiento silencioso y
contemplativo del prójimo, del hermano, del ser humano como hijo
de Dios. La compasión comprendida como el impulso ético que
convoca a la acción de aquellas personas y comunidades que se
toman en serio el sufrimiento y dolor humanos.
La compasión se inicia con el reconocimiento de aquel que es
tratado como-no sujeto, o que vive como no-sujeto, es decir, como
no-persona. El otro es digno de compasión porque su dignidad se
encuentra herida, y ésta constituye la revelación del valor absoluto
que encarna el ser humano. Por ello, la compasión no es una
obligación, sino un deber que le devuelve a la persona su estatuto
ontológico de filiación divina.
La compasión no es un sentimiento tomado como un fin en sí
mismo; no es una categoría que perpetúa la miseria y la injusticia;
ni es signo de debilidad, porque sólo personas recias y sólidas
pueden vivir la compasión como actitud moral, con todas las
consecuencias sociopolíticas que esto conlleva. La compasión como
ethos, como proceso, reconoce a la persona sufriente, doliente.
Siguiendo el ejemplo de la parábola del Buen Samaritano
constatamos tres hitos consecutivos y complementarios en la
compasión.
Según la parábola, parece que la primera tarea consiste en un
ver de cerca compasivamente (actuar-ver); sigue el acercamiento
con las manos y el corazón con actitud responsable (análisis de la
trama de la vida, conflictos, problemas), y, finalmente, actúa
compasivamente, solidariamente, comprometidamente con toda la
realidad para transformarla, humanizarla y divinizarla.
Primero, el momento de ir y ver. La actitud compasiva reconoce
a la persona doliente. Si nos metemos en los personajes de la
parábola constatamos que tanto el sacerdote como el levita pasan de
largo ante el malherido porque no quieren apartarse de su propio
camino, mientras que un samaritano compasivo, cercano, cordial,
sensible, misericordioso, asistencial, voluntario, eficaz, etc., sale al
encuentro del prójimo caído, y no como el que se pone en mi
camino, sino aquel en cuyo camino yo me sitúo. Sólo es posible ir
al encuentro del otro caído, herido, marginado, desde una
sensibilidad entendida como el movimiento afectivo y volitivo
necesario para ver, sin prejuicios, la verdad de la persona sufriente,
doliente.
Segundo momento, el de quedarse. La actitud compasiva se
responsabiliza ante la persona doliente. Este quedarse responsable
sig-
nifica que en el encuentro con la persona sufriente se conmueve ante
la situación de dolor, de sufrimiento, acompañando al que sufre. Al
quedarse como conmoción —encuentro que afecta—, le sigue el
quedarse como conversión —encuentro vinculante—. La respuesta
no es el hacer, sino el decir, heme aquí, dar-se-quedándose. Esta
actitud responsable comprende lo más objetivamente posible la
etiología esfructural, económica, política, social, que conduce al
dolor injusto de los inocentes, y así comienza una auténtica
liberación solidaria.
Tercer momento, el de salir. La compasión impele a cargar con
la realidad del otro —como situación dolorosa—. Este asumir el
sufrimiento, singularmente cuando es fruto de la injusticia, provoca
un acompañamiento activo, que desemboca en un zambullirse libre
y responsable en el camino de salvación.
Entre el principio de la compasión —reacción interiorizada ante
el dolor del otro— y el compromiso activo de la compasión
comprendiendo la historia como un proceso en continua
transformación, en virtud del cual se provoca la ruptura con la
resignación y el fatalismo, frutos de la injusticia, promoviendo
nuevas formas de realidad, discurre el amor como hilo conductor de
la historia de salvación.
El itinerario de la compasión está signado por el amor y guía
hacia el fin, donde el encuentro acogedor, misericordioso, con el
Dios compasivo de Jesús de Nazaret plenificará la realidad total. De
ahí la profunda convicción de que la compasión es el signo creíble
de que el mal no tiene la última palabra en la historia de la
humanidad. La compasión se nutre de la esperanza en la posibilidad
de un cambio eficaz para todos.
La ética comienza apelando a Dios y presenta su llamada al
seguimiento, al amor-compasión. La Palabra de Dios interpela a la
persona y la impulsa a comprometerse en la construcción de un
mundo más justo y solidario. Ahora bien, las condiciones necesarias
para oír provechosamente la Palabra de Dios y de Cristo, maestro de
toda ciencia, son éstas: El oyente debe observar la ley divina,
conservar la paz divina y alabar a Dios en su Iglesia. Con esta
condición acogerá la mediación de Cristo, en el que se fundamentan
todos los tesoros de ciencia y de sabiduría 26
Toda la moral se concentra en el amor a Dios y al prójimo. La
responsabilidad y la tarea de la persona consiste en vivirlo y
actualizarlo.
Señalamos dos dimensiones del compromiso ético en la vida
concreta impulsado por la praxis del amor y que expresa con actitudes
y actos el seguimiento de Jesús de Nazaret.
c) Criterios éticos relevantes

1. La persona se ama a sí misma por inclinación natural, que


le conduce a luchar por su conservación y defenderse de aquello
que pueda destruirla. Como indica el Doctor Seráfico, «la vida
natural es el fundamento de los demás bienes temporales que el
hombre posee» 28 . Toda vida humana es inviolable y debe ser
respetada, conservada y protegida.
2. La dimensión social de la vida humana es el segundo rasgo
que señalamos. La vida de cada persona pertenece de alguna manera
al patrimonio común de la sociedad. Por ello, quien atenta contra la
vida, lo hace contra la justicia.
3. La vida se considera como un don de Dios, Creador y Señor
de todo lo creado. La vida es una realidad de la que no podemos
disponer, porque sólo somos administradores, que tenemos que
vivir y actuar conforme con la voluntad de Dios.
4. El valor de la vida humana está vinculado con otros valores,
como el amor, la libertad y la responsabilidad. Desde el amor, la
persona puede dar vida, entregarla. La libertad potencia la vida
como vocación. Desde la responsabilidad, la persona se esfuerza
por crear condiciones positivas que promuevan la dignidad de toda
persona. La persona se tiene que comprometer por una cultura de la
vida ante una cultura de la muerte.
Estos rasgos justifican el respeto debido a la vida que se
fundamenta en la raíz más profunda del ser humano, como es la
dignidad de la persona. El compromiso por la vida humana debe
asumir un carácter pleno y global. Urge tomar conciencia del valor
de la vida humana en todas las situaciones. Las exigencias éticas
postulan el discernimiento para orientar el comportamiento humano
concreto a la luz de los valores éticos.
En el ámbito de una sociedad plural, permisiva, tolerante y en ocasiones con actitudes inhumanas, la
persona debe saber discernir y actuar en conciencia, iluminada por la Escritura, la Tradición, el Magisterio de
la Iglesia y la reflexión teológica. El comportamiento de las personas tiene que estar impregnado de la
coherencia en la defensa del valor de la vida humana.

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