a) Líneas fundamentales La creación, la revelación, la gracia, la encamación, todo es humilde inserción de Dios en las dimensiones microscópicas del ser humano: «el Dios eterno se abaja humildemente y así eleva la arcilla de nuestra naturaleza» 24 Para la teología franciscana, la humilitas Dei es lo más profundo y nuclear que revela de sí Dios en la Encarnación y sobre todo en la cruz. De ahí que su moral espiritual esté completamente centrada en Cristo, pero en Cristo crucificado. La cruz es, sin más, la clave de toda la teología franciscana. Por ello en la autohumillación está consecuentemente la suma del seguimiento. Pero no alcanza el hombre el nivel de autohumillación de Dios en Cristo. Luego el camino del 07 IX 106b; Ed. B abajamiento y de la humillación es la vía amarga del abandono y de la traición. La Sagrada Escritura revela el corazón de Dios. El corazón profundo que se ha hecho «cor contritum et humiliatum» (Sal 50,19) en la cruz. Este corazón abierto y accesible por la herida del costado encierra un misterio insoluble. La revelación del corazón de Dios en el corazón de Jesús descubre el misterio fontal de Dios. Una ética que se centre en la capacidad para responder a Dios con todo el ser y con toda la vida es necesariamente una ética del corazón. El corazón de la persona está determinado por el valor central. Aquel que en libertad ha escogido el Reino de Dios tendrá luz toda su vida y elegirá el bien con cierto instinto del corazón. La ética teológica franciscana pone en relación el concepto de opción fundamental con la visión bíblica del corazón del hombre. En la Escritura, «el corazón del hombre, no quiere decir que la persona humana se encuentra aislada, en su mismidad». Más bien centra su atención en aquel punto focal íntimo donde la persona es sensible y está abierta a los demás. Allí se construyen los puentes del yo-tú-nosotros y se entrega la persona en totalidad al Otro y a los otros. Tanto el mundo que hay que explicar, como fundamentalmente el hombre, al que hay que comprender en todas sus dimensiones y quehaceres, están resituados en una condición existencial sobrenatural. La teología explicita al hombre salido de Dios en su concretez, en un proyecto amoroso y retornando a Dios. En el itinerario ético resulta imposible establecer separación alguna en la estructura ontológica del hombre y el soporte fundante dialógico entre Dios y el hombre. El mundo y el hombre hay que comprenderlos y explicarlos sin perder de vista este horizonte de sentido, el amor. La imposibilidad de domeñar la realidad no constituye ocasión para desesperarse ni angustia de un fracaso experimentado, sino perfecta dicha a la vista de lo inagotable de Dios. Pues, como indica el Doctor Seráfico, la «Sabiduría incomprensible con sus incomprensibles caminos es sabiduría amorosa» 25 Cuando la persona pierde la capacidad parar amar, pierde verdaderamente la mejor parte de su corazón. La teología franciscana, siguiendo la línea agustiniana y a la vez fiel a la cosmovisión bíblica, contempla y trata del corazón del hombre. La vida franciscana atribuye suma importancia a la vía afectiva y, por consiguiente, a la experiencia. No es suficiente la pura especu- lación teológica para la perfección del conocimiento, conviene tener en cuenta las vivencias afectivas de las verdades teológicas. Todo debemos situarlo en el plan amoroso de la Encarnación y de la Redención, obras supremas de la caridad y misericordia divinas. La ética franciscana es una ética de la compasión. La compasión tiene mucho que ver con el acompañamiento silencioso y contemplativo del prójimo, del hermano, del ser humano como hijo de Dios. La compasión comprendida como el impulso ético que convoca a la acción de aquellas personas y comunidades que se toman en serio el sufrimiento y dolor humanos. La compasión se inicia con el reconocimiento de aquel que es tratado como-no sujeto, o que vive como no-sujeto, es decir, como no-persona. El otro es digno de compasión porque su dignidad se encuentra herida, y ésta constituye la revelación del valor absoluto que encarna el ser humano. Por ello, la compasión no es una obligación, sino un deber que le devuelve a la persona su estatuto ontológico de filiación divina. La compasión no es un sentimiento tomado como un fin en sí mismo; no es una categoría que perpetúa la miseria y la injusticia; ni es signo de debilidad, porque sólo personas recias y sólidas pueden vivir la compasión como actitud moral, con todas las consecuencias sociopolíticas que esto conlleva. La compasión como ethos, como proceso, reconoce a la persona sufriente, doliente. Siguiendo el ejemplo de la parábola del Buen Samaritano constatamos tres hitos consecutivos y complementarios en la compasión. Según la parábola, parece que la primera tarea consiste en un ver de cerca compasivamente (actuar-ver); sigue el acercamiento con las manos y el corazón con actitud responsable (análisis de la trama de la vida, conflictos, problemas), y, finalmente, actúa compasivamente, solidariamente, comprometidamente con toda la realidad para transformarla, humanizarla y divinizarla. Primero, el momento de ir y ver. La actitud compasiva reconoce a la persona doliente. Si nos metemos en los personajes de la parábola constatamos que tanto el sacerdote como el levita pasan de largo ante el malherido porque no quieren apartarse de su propio camino, mientras que un samaritano compasivo, cercano, cordial, sensible, misericordioso, asistencial, voluntario, eficaz, etc., sale al encuentro del prójimo caído, y no como el que se pone en mi camino, sino aquel en cuyo camino yo me sitúo. Sólo es posible ir al encuentro del otro caído, herido, marginado, desde una sensibilidad entendida como el movimiento afectivo y volitivo necesario para ver, sin prejuicios, la verdad de la persona sufriente, doliente. Segundo momento, el de quedarse. La actitud compasiva se responsabiliza ante la persona doliente. Este quedarse responsable sig- nifica que en el encuentro con la persona sufriente se conmueve ante la situación de dolor, de sufrimiento, acompañando al que sufre. Al quedarse como conmoción —encuentro que afecta—, le sigue el quedarse como conversión —encuentro vinculante—. La respuesta no es el hacer, sino el decir, heme aquí, dar-se-quedándose. Esta actitud responsable comprende lo más objetivamente posible la etiología esfructural, económica, política, social, que conduce al dolor injusto de los inocentes, y así comienza una auténtica liberación solidaria. Tercer momento, el de salir. La compasión impele a cargar con la realidad del otro —como situación dolorosa—. Este asumir el sufrimiento, singularmente cuando es fruto de la injusticia, provoca un acompañamiento activo, que desemboca en un zambullirse libre y responsable en el camino de salvación. Entre el principio de la compasión —reacción interiorizada ante el dolor del otro— y el compromiso activo de la compasión comprendiendo la historia como un proceso en continua transformación, en virtud del cual se provoca la ruptura con la resignación y el fatalismo, frutos de la injusticia, promoviendo nuevas formas de realidad, discurre el amor como hilo conductor de la historia de salvación. El itinerario de la compasión está signado por el amor y guía hacia el fin, donde el encuentro acogedor, misericordioso, con el Dios compasivo de Jesús de Nazaret plenificará la realidad total. De ahí la profunda convicción de que la compasión es el signo creíble de que el mal no tiene la última palabra en la historia de la humanidad. La compasión se nutre de la esperanza en la posibilidad de un cambio eficaz para todos. La ética comienza apelando a Dios y presenta su llamada al seguimiento, al amor-compasión. La Palabra de Dios interpela a la persona y la impulsa a comprometerse en la construcción de un mundo más justo y solidario. Ahora bien, las condiciones necesarias para oír provechosamente la Palabra de Dios y de Cristo, maestro de toda ciencia, son éstas: El oyente debe observar la ley divina, conservar la paz divina y alabar a Dios en su Iglesia. Con esta condición acogerá la mediación de Cristo, en el que se fundamentan todos los tesoros de ciencia y de sabiduría 26 Toda la moral se concentra en el amor a Dios y al prójimo. La responsabilidad y la tarea de la persona consiste en vivirlo y actualizarlo. Señalamos dos dimensiones del compromiso ético en la vida concreta impulsado por la praxis del amor y que expresa con actitudes y actos el seguimiento de Jesús de Nazaret. c) Criterios éticos relevantes
1. La persona se ama a sí misma por inclinación natural, que
le conduce a luchar por su conservación y defenderse de aquello que pueda destruirla. Como indica el Doctor Seráfico, «la vida natural es el fundamento de los demás bienes temporales que el hombre posee» 28 . Toda vida humana es inviolable y debe ser respetada, conservada y protegida. 2. La dimensión social de la vida humana es el segundo rasgo que señalamos. La vida de cada persona pertenece de alguna manera al patrimonio común de la sociedad. Por ello, quien atenta contra la vida, lo hace contra la justicia. 3. La vida se considera como un don de Dios, Creador y Señor de todo lo creado. La vida es una realidad de la que no podemos disponer, porque sólo somos administradores, que tenemos que vivir y actuar conforme con la voluntad de Dios. 4. El valor de la vida humana está vinculado con otros valores, como el amor, la libertad y la responsabilidad. Desde el amor, la persona puede dar vida, entregarla. La libertad potencia la vida como vocación. Desde la responsabilidad, la persona se esfuerza por crear condiciones positivas que promuevan la dignidad de toda persona. La persona se tiene que comprometer por una cultura de la vida ante una cultura de la muerte. Estos rasgos justifican el respeto debido a la vida que se fundamenta en la raíz más profunda del ser humano, como es la dignidad de la persona. El compromiso por la vida humana debe asumir un carácter pleno y global. Urge tomar conciencia del valor de la vida humana en todas las situaciones. Las exigencias éticas postulan el discernimiento para orientar el comportamiento humano concreto a la luz de los valores éticos. En el ámbito de una sociedad plural, permisiva, tolerante y en ocasiones con actitudes inhumanas, la persona debe saber discernir y actuar en conciencia, iluminada por la Escritura, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia y la reflexión teológica. El comportamiento de las personas tiene que estar impregnado de la coherencia en la defensa del valor de la vida humana.