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Antonio Marimón
Así, menos que en las unidades del relato es en el orden del discurso —del
significante— que esta poética incluye como núcleo básico a la cultura del
peronismo y algunos de sus debates en los años '60. Pero además, en el orden de
las acciones el principal hecho dramático, o sea el levantamiento del narrador, el
ideólogo Sebastián y las dos mujeres contra la autoridad del Loco Rodríguez, bien
puede ser interpretado como una prefiguración de las difíciles relaciones
mantenidas por Montoneros con Perón. Vale decir, un proyecto de antropofagia de
un liderazgo que en el caso de El fiord implica la ingestión del sexo del jefe de esa
comunidad ficcional: "Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió (Alcira
Fafó) a cada uno un pedazo de porongo frito". Al jefe de dicho universo los
insurrectos le trozan los miembros y comen su órgano viril, que antes penetraba
con igual eficacia en mujeres como en hombres, lo dejan aniquilado, vacío de
poder y, cerrando el relato con una paroxística fiesta de consignas políticas antagó-
nicas, todos salen "en manifestación". Hoy se diría que es casi transparente el
anticipo alegórico que el texto ejecuta respecta a la historia, claro que con un
desenlace de ficción; esto ratifica, empero, el intenso pliegue simbólico con el
imaginario y la mitología del peronismo.
¿En qué medida ello incentiva una razón del mito que, a su vez, se articula
en derredor del texto? Por lo pronto, vale recordar que la búsqueda vanguardista
de una vinculación no especular, no ingenua, entre el trabajo literario y el fuerte
ascenso de las luchas populares que vivió la sociedad en las '60 y '70, fue una marca
de época. Sin duda. El fiord se corresponde cabalmente con esta demanda de
investigación en el lenguaje; y por otro lado, hay que considerar que existen más
rasgos que lo sitúan como un producto en cierta medida paradigmático. Uno de
ellos finca en la impronta experimental: la voz narrativa lamborghiniana, como
dice en el ensayo-epílogo de aquella primera edición Germán García, se constituye
desde "un lenguaje residual": esto es que además de la jerga política se halla
elaborada por otros elementos no menos "impuros" desde el ángulo bien pensante,
como son los que provienen de un uso actualizado del lunfardo, del habla popular
para referirse a la sexualidad y el erotismo, así como de los juegos lingüísticos de
la infancia o del consumo infantil de la historieta. Desde luego que todo eso
produce un narrador paródico, no realista, cuyo plebeyismo embona con una
materia narrativa en que a la alegoría de la destrucción del Loco se agrega un
constante intercambio de violencia entre los cuerpos, y un tono surgido de las
particularidades del experimento donde la voluntad de alterar también los usos
habituales de la escritura cierra el círculo de manera visible.
Sin embargo, para que lo anterior posea eficacia —la eficacia secreta de El
fiord— se debe considerar un tercer aspecto no menos interesante: sus vínculos
con el metalenguaje, o con el estado lábil que encarnaba entonces la teoría, no
ya de la literatura sino en términos generales. De una parte el formalismo, la
semiótica y los estudios basados en el modelo de la lingüística estructural habían
concretado avances sustanciales en el estudio de la función poética y del análisis
del discurso; a la vez, desde otras disciplinas, tales como la filosofía, la an-
tropología o el psicoanálisis se habían extendido préstamos con los estudios del
lenguaje, y múltiples escritores tentaron inscribir en sus organizaciones textuales
la reflexión por la naturaleza de las mismas. Esta recomposición de lo que pode-
mos llamar espacio literario, produjo efectos en cuyo interior escribimos hoy; pero
se traía de poner de relieve la influencia de uno de esos efectos: el de la nueva
posición que encuentra el metalenguaje, en una palabra: la participación ganada
por la teoría literaria y su contigüidad con otros saberes, ya no como cosa a la
sombra de los textos sino como factible textualidad también ella. La enorme
energía contenida por dicha erosión de viejos límites experimentó en los '60 una
vuelta de tuerca que me parece explícita en las siguientes frases de Roland
Barthes: "Creo que en una sociedad de tipo capitalista como la nuestra la teoría
es, precisamente, el tipo de discurso progresista, que se ha vuelto posible y
necesario (...) Estamos en el momento de la historia, de nuestra historia, que
exige que todas nuestras fuerzas se apliquen en la negatividad. De allí la prioridad
de la teoría sobre las obras. Puede imaginarse muy bien un período, por ejemplo
el nuestro, en que se produzca teoría y no obras (...) esto es lo que marca nuestro
decenio"[3]. Por si no bastara, conviene recordar que interrogado Sollers por la
necesidad de "una teoría de la escritura para guiar la escritura". respondió: "Es
absolutamente necesaria, pues sin ella se vuelve al empirismo más completo o al
positivismo, vale decir, que se recae en los residuos de la ideología dominante, no
pensada, de la burguesía"[4].
Nace un registro que cabe denominar acaso militante, jacobino, donde los
vasos comunicantes entre teoría y escritura literaria se hacen solidarios a la
manera de un verdadero programa de vanguardia, operación que, dentro de la
práctica social comprendida por la producción de textos, ocupaba el espacio
negador y desconstructor del enemigo histórico; desde lo específico, y no desde la
representación especular —he ahí lo novedoso—, se proponía y se encontraba un
lugar en un campo de batalla. Y el resto, decía Sollers, era "finalmente pre-
freudiano, pre-marxista y pre-moderno". Como en Europa, creo que tal inflexión
tuvo notable espacio en nuestra práctica, o sea, en los márgenes vanguardistas
de la Argentina durante la segunda mitad de los '60 y la primera de los '70, hasta
que el golpe de estado de l976 obligó a un corte. Con acentos múltiples que
señalaban diversas estrategias, desplazamientos de saber y ejes de lectura, se
convergía en apuntar hacia una investigación textual donde se solidarizaban teoría
y poéticas, en que la primera era condición necesaria y explícita de las segundas,
tal cual lo requería con exceso Barthes, objetivo potenciado como un paso
homólogo a la convulsión en la sociedad. Por eso, no es casual que El fiord lleve
un ensayo-epílogo de Germán García, no por discutible convención del editor si no
porque fue elegido casi como necesidad; y tampoco suena a casual, pese al
distanciamiento posterior de su autor con Lamborghini, que ese trabajo se firmara
con el seudónimo "Leopoldo Fernández": ocultar el nombre público, actitud
enmascaradora que muchos adoptábamos en esos tiempos, difuminaba la figura
teológica del autor, erosionaba la categoría de sujeto y liberaba con másvigor los
"nombres de la negación", es decir, la materialidad simbólica de los signos en el
mundo material de las relaciones sociales. Claro que el asunto es más sutil que la
yuxtaposición de un texto con otro donde se habla de él: la reunión dispuesta en El
fiord indica, por un lado, que la escritura y su cobertura metalingüística eligieron
y necesitaron marchar pegadas, pero además la voluntad de instituir un sistema
de préstamos con cieno plano de la teoría que Lamborghini dejó en evidencia en
todos sus escritos.
Desde luego, todo proceso seductor es protagonizado — tanto por los que
están adentro como por los que permanecen afuera— bajo una impronta en el
fondo irreductible, y en las líneas que ahora finalizan lo que menos se intenta es
convencer a nadie, sino proponer preguntas con algunas hipótesis de respuesta.
Un desenlace ficcional de los argumentos sobre el mito puede imaginarse de varias
maneras, pero siempre con el futuro. No obstante, previo al fin quisiera plantear
una última hipótesis: si es por lo menos dudosa la productividad literaria de esta
escritura, bien cabe entenderla unida a la singular personalidad de su autor, como
un enorme "evento", como una oscilación desplazada hacia el gesto, contigua por
lo tanto de expresiones como la bad painting o el arte efímero. Y ya se sabe que
los gestos están cargados tanto de productividad sintomática como de signos de
época; los buenos gestos, sin duda, hacen migas con la seducción.
[2] Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos. prólogo de César Aira, Ediciones del
Serbal, Barcelona, 1988.
[5] Sergio Chejfec,"De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini". Babel, nº 10, julio
de 1989.
"Osvaldo Lamborghini
El Fiord
Ed. China-Town, 50 págs.
Fuente: Steimberg, Oscar, “Reseña de El fiord”, Los Libros, nº 5, 1969, pág. 24.
Sebregondi retrocede.1 Un incierto pulso (¿oral?: significantes que aparecen
como succionados; ¿anal?: significados que no se pueden retener, siempre
expelidos) hace de Sebregondi una práctica temblorosa de la Literatura. Por el
balbuceo de un sujeto en situación obsesiva de escribir (la lengua errante,
marcándolo a él mismo letra a letra) aparecen dibujados unos restos de anécdota
que no quieren cuajarse en representación: la llegada de un decadente marqués
a Buenos Aires; las peripecias de algunos encuentros homosexuales; la tortura y
el estrangulamiento de un niño; los hábitos domésticos de un pensionista de
barrio... Por añadidura, esos balbuceos alcanzan apenas para silabear algunos
nombres: yo —el narrador—, el marqués de Sebregondi, su amante Roxano,
Ramón, Pepe, Katsky... en dudosa pose de "personajes", todos ellos. La mecánica
de Sebregondi opera así, violentamente, entre un engolosinamiento —el de la
lengua— y un proceso doloroso para expeler los fantasmas de ficción que ella
permitió ingerir: personajes, géneros, anécdota, mensajes... La energía psíquica
("la exasperación no me abandonará nunca y mi estilo lo confirma letra por
letra..." -pág. 68—), la sintaxis retorcida y un sentido de múltiple filigrana que
sugieren, aquí, un estado de práctica ¿paranoide? (un juego de costuras
microscópicas que no dejan avanzar ingenuamente al trabajo, no lo dejan
"acabar" fácilmente), conviven con fragmentos que evocan los modos de relato
más tradicionales ("El niño proletario", los textos finales) en los que aquella
obsesividad abandona su exclusiva aplicación verbal y se dirige, sarcástica, al
Lector, aprovecha la presencia de un argumento y de una imaginación típica de
la narrativa, simula traducir inocentemente hechos de imaginación física en
hechos de imaginación verbal según una antiquísima creencia en la
representación.
Especie de vaivén que permite decir otra cosa sobre Sebregondi: unas mezclas de
textos "legibles" con textos desarticulados provocarían normalmente la asociación
con alguna imprecisa fantasía de dispersión o collage; esto es, la sola recurrencia
a la discontinuidad o al fragmentarismo no debería diferir, necesariamente, en el
complejo de ciertas prácticas de moda. Pero en Sebregondi hay un ojo crítico
que le da al conjunto su cualidad orgásmica: existe, de hecho, la
experiencia obrada de fabricar efectos de estructura múltiples grabados sobre el
texto —dibujados, borroneados, reescritos— de modo que la superficie muestre
coágulos, se opaque, se la vea (pero con una visión también retenida, intestinal,
espiralada, frente a la directa transposición ocular de las escrituras
concretistas). Y ese texto, ahora como objeto, se revelará objeto de una
producción psíquica de doble penetración verbal (tatuajes, remolinos de
significantes que conviven con la sombra de un estilo fuerte y reconocible) sólo
explicable por un juego de líneas cruzadas entre el practicante y su producto, el
inconsciente y la letra.
¿Cómo entender ese libre intercambio cuando se trata de organizar un texto de
"ficción"? "La lectura de estos textos llamados 'ilegibles' se abre, pues, cuando se
comprende que son mudos, que están hechos de palabra escrita, que no
proponen una 'comunicación' tal como la entendemos en el lenguaje cotidiano,
que 'juegan' (pero no en el sentido lúdico, sino como 'juegan' los engranajes de
una máquina) con la lengua... Ese juego con la lengua es al mismo tiempo un
juego con las formas de la lengua, con el saber, el goce que produce el ejercicio
de la lengua, su historia, sus diferentes 'Zonas'
(subcódigos)... Sebregondi propone una lectura como la que quería Macedonio
Fernández: infinitesimal, homeopática, microscópica; es un bordado con la
lengua hecho de 'puntos' diferentes... Borra toda barrera de separación y
exclusión de los opuestos, suprime la división clasista de los lenguajes: el
lunfardo, el gauchesco, el estilo 'culto', la retórica, arcaísmos, neologismos, lo
'obsceno': todo coexiste como en un tapiz."2
Localizado en un lugar ajeno a las formas inconciliables de la escritura-hacia-
otros y de la escritura-autista, Sebregondi realiza su utopía gracias a una red de
sentidos coagulados pero que van circulando en el conjunto, de "muestras" de un
ejercicio que hasta puede narrar al modo tradicional, de pequeños núcleos,
cortes, desarticulaciones, que sostienen al libro en esa oscilación neutral entre el
otro hábito de la literatura como "comunicación" y el de la literatura como
"espejo" para una compulsión personal. En ese trabajo, el texto será más bien "un
cuerpo 'proyectado' desde un fondo de angustia; el proyecto de un cuerpo ideal
que intenta organizarse según las líneas arquitectónicas de una fortaleza
diseñada por las huellas de satisfacciones perdidas"3. Organizarse y desorganizar
(en) el texto, materialidad, inmanencia, artificialidad: el negativo de otros tipos
de prácticas reaparece aquí gracias a un minucioso proceso de lecturas,
microscópico (habría que pensar en un "borrador" permanente), y de reescrituras
nunca clausuradas. Lo que trae al primer plano un fenómeno específico de
productividad (fuga del significado que hace lugar a la significación) y, también,
la reactivación de un proceso material de intercambio entre las escrituras y el
sujeto; es decir, aquí, entre la lengua y su residuo.4
A Osvaldo Lamborghini le tocó, sin que amagara desentenderse, una tarea difícil e
insidiosa. Cierto es que en una época de buscas exhaustivas, él había encontrado
algo que parecía precozmente inútil, pero es cierto también que eso no avala sino
de soslayo el reclamo que un medio pródigo en regateos, mezquindades y envidias
puede y podrá hacerle: "¿Qué hay en esta literatura aparte de su estentórea
procacidad?" No es menester dar explicaciones; sí, remitir a esos lectores
voluntaria o involuntariamente desorientados a las páginas 91/92, 174 a 178,
296/297 de Novelas y cuentos. También en ellas faltan explicaciones, si bien se
encontrará allí la voluptuosidad que la omisión adquiere en la obra de los grandes.
Lo que Lamborghini había encontrado, por lo demás, era un estilo, y ese estilo
acarreaba un sistema de representación formidable. El valor de ese estilo debe
apreciarse críticamente de acuerdo con el efecto de "oscilación/traducción" que
Aira detecta en el prólogo. Podría decirse que mientras otros escritores entendían
lo que leían, Osvaldo Lamborghini lo escribió, pero la fórmula es sospechosa. Está
exactamente en el nivel pavote que hace de lo aforístico un abuso de confianza,
algo que OL combatió, a su vez, convirtiendo al juego de palabras en una música
sorda con la fuerza de un argumento tajante. (Atajar, tal es, ni más ni menos, una
de las tácticas lamborghinianas por excelencia: tipos de guerras fabricados en el
acto, a la defensiva pero con gran disimulo.)
Ahora bien, esa práctica tenía un antecedente que, valga la paradoja, se ubica
después de Lamborghini, Borges, cuya estrategia fija con la lectura y su semejanza
da otro resultado: literatura traducida. Lamborghini, como se verá, se detiene
antes, haciendo que la lectura lo complique todo en una especie de festín
autofágico que no tiene nada que ver con un ritual obsesivo, dejando a la lengua
atragantada por su propia ingestión. Por lo tanto, y ese efecto de
"oscilación/traducción" es la prueba, el carácter del hallazgo estilístico
lamborghiniano parece confinarse a un género muy pequeño (minimal, dirían): la
frase. Que la frase encuentre toda la violencia de una síntesis poética y que al
mismo tiempo quede a un paso del programa narrativo, es improbable.
Lamborghini lo logra creando un sistema del entre.
El entre de Lamborghini, método de acuñación de frases que se extiende y se
expande a sus últimos trabajos —relatos y novelas—, obliga a un vaivén constante
entre el idiotismo y la explosión de ingenio, entre el gesto hedonista y el ademán
soez, entre el circunloquio modernista y la sentencia gauchesca, entre el cuarto
de hotel y la hacienda, entre el ajedrez y la payana, entre la esgrima y el pugilato,
entre el negociejo y la estafa de guante blanco, entre la entrada al salón literario
y la salida del sindicato. Simultáneamente, el juego de representación que se
formula resulta tan variado que el relato o la novela, por más dilaciones que sufra,
no puede cortarse, a lo sumo proliferar en otra dirección (cfr. El pibe Barulo).
Ante ese estilo de la oportunidad y la viveza, la gran mayoría de los estilos de
"redacción" de la narrativa argentina empalidecen, parecen sosos, insípidos,
manuales de zonceras fantásticas. "Si la cultura es culpable", decía uno de los
editoriales anónimos de Literal, "nuestra inocencia no tiene límites". Y ya que de
inocencia se trataba, la literatura de OL es la primera que aparece con los rasgos
y las fauces de la impunidad. Cuando el divertimento de una fracción local de
aficionados y profesionales era la "transgresión", OL podía exhibir una larga lista,
no ya de "textos", sino de relatos y poemas y fragmentos de novelas que hacían
imposible la lectura de los "textos", simplemente porque había atravesado lo
aleccionador y convencional de esas bravatas y había llevado —él solo— ese
malestar a un punto sin retorno. Esto es, a un lugar en el que lo literario, lo
inliterario, lo confesional y hasta lo autoconfesional se relevan vertiginosamente
en un verdadera travesía del estilo que podría describirse también como una
espiral de succión inagotable. Ni trampa ni prestidigitación: aplomo, ocurrencias
y mucha lectura (“la paciencia, el culo y el terror" que nunca le faltaron al Marqués
de Sebregondi). Si se tiene en cuenta además que OL había devuelto a la intriga
su carácter de arte refinado, nadie se sorprenderá de encontrar animosidades y
terceros en discordia, intrusos en el polvo que este temporal levanta. De modo
que ese periodo que avanza y se agazapa al mismo tiempo, tiembla y amenaza, se
contorsiona, se pliega, responde antes de preguntar o pregunta para satisfacer una
mera insinuación rítmica, atrasa todo desfallecer con una digresión melodiosa y
avecina el tumulto, no sólo parece poner en un lugar secundario a la literatura que
se producía simultáneamente sino acomodar en un lugar accesorio (casi diríamos
funcional) a la literatura que lo antecede. El resultado respondió a una ambición
personal, sin duda, como todas, pero el genio pertenecía a una persona, y se
disolverá —esperemos— en la impersonalidad de la literatura, no en el culto del
mito.
Durante bastante tiempo la literatura de Osvaldo Lamborghini fue custodiada por
lectores amistosos, sin que existiera otro convenio para la exclusividad que el
entusiasmo privado o la manía —mientras se publicaban libros en la Argentina—
de coleccionar fotocopias. (Y no obstante, tampoco pareció existir para esos
lectores una literatura más publicada que esas fotocopias; en esta irrevocable
confusión entre lo público y lo privado acaso resida un grave error). Ahora, los
lectores subrepticios, mientras el error empieza a disiparse, se vuelven a encontrar
en el reino de la paradoja: pueden sospechar la hondura del misterio —porque la
literatura de Lamborghini parece insondable—, pero no pueden dar muchas
explicaciones —porque no se trató nunca de un secreto profesional.
La terca y tersa unidad del prólogo de Aira a Novelas y cuentos tal vez provenga
de este hecho. Los hechos exigen demostraciones, a menos que la confianza en el
juicio de los lectores demuestre lo contrario. La unanimidad y la concordancia que
Aira evoca en el prólogo —tal vez para amplificar la cortesía— es, uno sospecha
con mezquina previsión, ilusoria. El prólogo trabaja lo controvertido de un modo
tan absorto y elegante que a menudo parece ilustrar una historia ausente. Pero,
al fin de cuentas, hay en los argumentos del discípulo una ambigüedad depravada
que siempre defraudará, a los detractores tanto como a los feligreses. Y es que
unos y otros querrán un maestro constante o una aversión fija, una circunstancia
sin yo o un yo con circunstancia. Nada les gustará leer, si de enemistad se trata,
algo distinto de un epitafio. No querrán entender, si se trata de feligresía, que los
excesos de taradez que acarrea un seguimiento menos distanciado volverían
ilimitada la tarea de imitación. Aira los trata con despiadada ecuanimidad, y hasta
deja asomar una clave en la parábola del magisterio que intercala: el maestro dice
algo que el discípulo oye mal; el discípulo lee en la mirada del maestro (o en el
pasado mismo) una especie de consagración del malentendido. En esa anécdota
satori, el discípulo ya es, aparte de prologuista, maestro.
Sobre El Fiord de Osvaldo Lamborghini, muchos han escrito o han pensado. Sobre
ese Fiord me animo a escribir por haber aceptado una cauta sugerencia de Liliana
Lukin. Desoírla, me hubiera incomodado. Acatarla, tampoco consigue ser una
incomodidad remediada. A quienes no lo leímos en su momento —¿pero qué
momento es el que nos corresponde?— El Fiord sorprende como un imposible
literario. O si se desea, como una inaudita abreviatura —ya veremos esto— que la
pura ideología es capaz de hacer con la historia. El consuelo del que se resiente
por las fallas en su contemporaneidad, consiste en postular que lo único que nos
permite leer es quedarnos por fuera de determinado tiempo. Ante esto, ¿qué
respondería el que apenas ve el placer de la comprensión siendo coetáneo o
concomitante a los hechos? Que nada está destinado a sorprender sino en el
momento en que fue escrito. Sin embargo, si El Fiord fuera una anunciación —una
anunciación, digamos inicialmente, sobre el horror de y en la historia argentina—
el gusto oscuro de la premonición solo lo logra la conciencia simultánea, y el
deleite efervescente del hecho cumplido, apenas lo saborea la conciencia ulterior
o sucesiva. ¿Qué es mejor para nosotros, sufrir la tensión del anuncio o verlo ya
consumado?
La literatura de Osvaldo Lamborghini parece tomar esta aflicción como materia, Y
de ahí, creo, su profunda meditación sobre la frase hecha, o más ampliamente,
sobre el peso de la frase hecha en la historia. El Fiord vive buscando la frase
original entre las frases hechas, frases congeladas para las que no hay sujetos sino
humanidad, no hay pensamiento sino creencia, no hay historia sino expectativa,
no hay progreso sino resignación y contienda. La locución prefabricada es la
partícula momificada que persiste en el repudio íntimo de quienes la emplean.
Sienten que deben hablar con palabras-cadáver y sin embargo ellas permiten
situarnos en la enorme mortandad con la que se nos presenta inevitablemente el
mundo, por lo menos, el mundo del lenguaje. Ya manufacturadas, ya
pronunciadas, esas frases nos otorgan el enigmático derecho de decirlas como si
fuera la primera vez. En realidad, es el hablante con frases hechas —frases hechas
que no son capaces de señalarse a sí mismas— el que pone a punto toda la
literatura. La frase-hecha puede ser el temor de nuestras vidas, pero si el clishé
inadvertido no tiene severos enemigos es porque lo hace todo soportable al
combinar el ejercicio de la pertinacia con la creencia en la autenticidad. No
creemos que erramos más al pronunciar frases sin ton ni son, que al decir la frase
hecha, que es la actitud contraria. En la frase sin ton ni son, recibimos y saludamos
la alegría de hablar. La historia solo ideológica, la historia con cuerpos, es cierto,
pero sin economías ni sentido común, es la historia en el péndulo que se traza
entre la frase desubicada y la frase prefabricada, la frase como letra o como sigla.
Entre ambas, podemos poner el afán de Osvaldo Lamborghini en El Fiord.
La historia como frase hecha en la letra o en la sigla, es la historia detenida. No
deja de serlo por estar aprisionada, pero pierde pulsación y vida. La putrefacción
de la historia es una frase que Osvaldo Lamborghini le atribuye a Lenin en Las Hijas
de Hegel, un breve cuento escrito en Mar del Plata por lo menos 15 años después
de El Fiord. La historia desquiciada por un acontecimiento de la carne, entendida
como una degradación fatal en dirección a lo hediondo, vendría a ser lo contrario
de una sigla, de una construcción intelectual paralizada. Pero la idea leninista de
corrupción de la carne —en este caso la carne burguesa— no se corresponde
exactamente con la idea de lo descompuesto en Lamborghini. Lo que se
descompone en él, como en un trance ensimismado, una suerte de Macedonio
Fernández Obsceno, equivale a un intento de romper el orden del lenguaje.
Empleo aquí esta expresión conocida por todos, como si la literatura pudiera
convertirse en una tragicomedia foucaultiana (perdónese el conjunto de esta
expresión) y como si ninguna palabra estuviera segura en un espacio establecido
por lo que vendría a ser una fatua institución lingüística. Osvaldo Lamborghini
propone en El Fiord la destrucción trascendental de las instituciones oficiales —
como las llamó Freud— y de las instituciones éticas basadas en el signo del
lenguaje, como las llamó Hegel. Instituciones artificiales o de signos, la familia de
Hegel y Freud, basadas en el amor y en el suplicio, a las que había que disolverlas
por medio del goce estupendo del redactor filosófico que hace añicos un lenguaje
histórico extremando su ritual ideológico y haciendo de la política una
antropofagia fanática.
Intercalo dos escritos salidos en el mismo día 28 de junio en Clarín —una manera
no distante a la ironía de mentar esta afable reunión— para acercarnos a cierto
modo lamborghiniano de tomar las frases hechas, las frases de la institución. Estos
dos escritos se refieren, uno al aniversario de la muerte de Augusto Timoteo
Vandor, uno de los fantasmas que recorren El Fiord y el otro a una eufórica
salutación que un aficionado a un club de fútbol le dedica a su entrenador de buena
estrella. (El lector puede apreciar ahora la imagen visual de estos dos recortes
periodísticos, luego de los cuales prosigue este escrito).
Si se quiere son los dos extremos del arco de un periódico, la lápida conmemorativa
a la congratulación festiva, la remembranza devota o la jactancia de la
inmortalidad. El escrito de la Unión Obrera Metalúrgica nos coloca frente a un
abismo pues si quisiéramos, podríamos leer allí los pujos de Atilio Tancredo Vacán,
que emerge en El Fiord con una boquita no mayor que un punto de un lápiz,
nacido, parido, escupido y caído dentro de una bolsa como una momia azteca. Las
iniciales de un nombre, son la maqueta bordada de una alegoría que, como las
verdaderas alegorías, no reclaman el sentido sino que lo expulsan. Si hay un
vaticinio en El Fiord solo podría ser el de la búsqueda de una oculta fuerza que
martiriza todos los conjuntos humanos, una “putrefacción” que se investiga con la
precaria brújula de las iniciales de los nombres. Nombres que cargan un choque en
la historia y que los ingenuos ven como un destino fácil de percibir y que los duchos
suelen desdeñar por insuficientes. ¿Esta solicitada de la UOM se podría
considerar ya escrita si recombináramos de alguna manera casual —una entre
varios millones, quizás— todos los gajos del idioma partido de El Fiord? Y al revés
¿es posible considerar este idioma de ceremonia oficial metalúrgica, que no se
priva de decir tragedia, oscuros intereses e insignie dirigente, como una palabra
moldeada en un orden al que El Fiord ya había escuchado en las catacumbas
patológicas de la lengua?
En cuanto a la jaculatoria velezana querríamos observar la oración que desea que
el tiempo se detenga para que el 30 de junio, día del retiro del bienaventurado
adiestrador, no llegara nunca. ¿Cómo haremos para mirar el banco y no verlo a
Carlitos? Es evidente que aquí estamos ante un deseo: que el tiempo se enfríe para
siempre. Esta eternidad está invocada por una voz colectiva, la de “nuestra
tribuna”, que habla a modo de un vasto resumen que no dejará nada fuera del
presente compartido. En El Fiord hay frases así: flotaba en el aire que estábamos
ante grandes cambios. Aquí habla una conciencia colectiva sobreviviente. Un alma
destemplada pero en sosiego que ya lo ha visto todo y está en condiciones de hacer
un balance condescendiente. Se trata de un plural que corresponde al testigo que
resta con su voz para relatar la gesta, la orgía, el festín. Osvaldo Lamborghini,
según creo —pero esta es una creencia que solo me trae el azar de la lectura de
un periódico— es capaz de reutilizar esa frase que corresponde al relato colectivo
de una falta o añoranza —el hincha fanático— o de una expectativa —los poetas de
la revolución.
En ambos casos se trata de un trabajo de maldición hecho sobre la frase-hecha,
pero sin abandonarla. Tan solo poniéndola en estado de despojo, colocando su
pellejo reventado en las más diversas emulsiones anímicas. Tal es el soplo mayor
de la ideología de la historia lamborghiana que se le opone al progresismo.
Candoroso, el progresismo —una palabra que especialmente no nos gusta, pero que
es la palabra más frontal y timbrada del propio progresismo— es al fin la aceptación
de que no hay más que un único plano del lenguaje y un único plano de la
comprensión. Ese solo plano reposa sobre la confianza de que las intenciones se
agotan, se declaran y se disuelven armoniosamente en el lenguaje que las sirve.
El progresismo como intención literaria impide leer estremecido, desconsidera la
literatura de anunciación y le adjudica motivaciones reaccionarias al rechazo
fáustico de la inteligibilidad burguesa. El Hegel de Osvaldo Lamborghini es en
cambio el que consigue escribir con palabras que intentan escapar a la
argumentación —alguien que sabía bien lo que decía ha señalado esto— lo que al
fin sería una amenaza a la idea de progreso inmanente. Osvaldo Lamborghini
parece pertenecer a esta discusión, un brillo de fraude y neón es una de sus
conocidas frases hechas —todo en él, en verdad, es frase hecha— que después
vuelve a escribir en sus escritos marplatenses. Un Hegel que ya ha llegado al
lenguaje como autoconciencia de brillo y falsedad, un "hegel" que se anula a sí
mismo al convertir toda su parábola del amo y del esclavo en una adulteración que
resplandece en el espejismo luminoso del fiord.
Insoportables aun hoy —y habría que investigar si lo necesario está adherido para
siempre a ciertos escritos— los cuentos y noveletas de Osvaldo Lamborghini hacen
de la frase hecha una exaltación a la disgregación general de la materia. Al hacer
sobre lo ya hecho, deshace, deja solo una bacanal de puras voces sin cuerpos: el
Loco tenía dientes postizos, nariz de cartón, una oreja ortopédica de sarga. Esa
marioneta solo continúa infundiendo pavor cuando se transfiere al brillo
inauténtico de las palabras fosforescentes, que le dan a él la identidad del gesto
con que se lo quiebra. El loco es mordido y se transforma en el Mordido,
es capado y se transforma en el Capado, es apretado y se transforma en el
Apretado, es baleado y se transforma en el Baleado, está sangrante y se
transforma en el Sangrante. El chorro enloquecido de la sangre acaba siendo un
sujeto pensante, como resultado de que el escritor se decide por una desesperada
asociación de ideas. Todo es asociable a todo porque finalmente hay un
nominalismo bestial que deja al mundo en estado de pujo político, pues toda
acción lleva a un nombre. Entre el nombre y el asco se halla Lamborghini.
El congelamiento de la acción por la vía de los nombres puede ser representado —
o evocado— en la muerte del Loco Rodríguez con un punzón. Los nombres aparecen
luego de que se congela una acción arquetípica. La alusión a los combativos
periódicos que en su momento abogaron por el Terror, a la Guardia Restauradora,
a un suboficial dado de baja por la Revolución Libertadora que pacientemente nos
enseñaba el marxismo, al COR, Comando de Operaciones Revolucionarias, a Perón
o Muerte, a que Sebas pretendía refregar en el rostro del Loco un panfleto recién
redactado o hipaba sobre unos titulares revolucionarios, hace del fiord unas
acciones escarchadas en nombres y unos nombres extraídos del catálogo general
de la sigla y el emblema, que acaban personalizados. La inicial y la frase
compendiada vuelve al torrente de la historia. La única condición para que eso
ocurra es la historia convertida en pura ideología, puro sueño, pura percusión
sonora de una furia.
El Fiord también es quizá la forma en que los nombres se disponen en un desagüe
irregular, sinuoso y glacial, o quizá la voluntad de escribir con las últimas palabras,
con las palabras finales, después de las cuales nada queda, las palabras del origen
del idioma, la conversación de un loco que repite un idioma ya hablado durante
millones de años, buscando la palabra-acción, y también buscando el discurso que
se apergamina, buscando las palabras bruscas, los cambios de rumbo. El Fiord no
se mueve como se dice en El Fiord que se mueve el barco “mugiendo desde el río
hacia el mar”, o con escenas “que se encadenan eslabón por eslabón”. El Fiord es
la utopía de liberación del lenguaje y a la vez el lugar de contracción que no
perdona ningún vacío, convirtiendo cada eventual vacío “en un punto nodal de
todas las fuerzas en tensión”. El Fiord incluía su propia teoría escrita con palabras
perdidas del estructuralismo o de la dialéctica del amo y el esclavo. La pregunta
si “yo figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas” es la
frase-hecha arrojada contra una pared constituida por otras frases-hechas. Sebas
parecía un judío de campo de concentración si es que alguna vez habían existido
los campos de concentración. Lamborghini toma el postulado mayor de la no-
historia, proposición central de la ideología hecha fraude y neón. Esto significa el
confín de la investigación literaria en el secreto de la historia: finalmente todo
puede ser negado, para establecer un horror si se quiere mayor que el horror que
la historia de por sí contiene.
Las palabras se cortan como ríos o escurrideros que dejan frases por la mitad y la
alegoría animista hace que la sangre actúe encarnada, subjetivizada. AI fin, el
horror con ironía es más que una atribulada combinación, es una utopía literaria.
Existe el horror con etiqueta, el horror con ceremonia, pero no con ironía. El horror
con displicencia es una categoría esencial de la historia contemporánea.
Lamborghini lo investiga a través de su rastro soez y escribe el banquete filosófico
más abrumador de la literatura argentina, pero no en la huella de Kant con
Sade sino en la de Hegel con Sade. Este último es el camino lamborghiano,
torturada versión argentina de las filosofias espirituales de la acción que actúan
bajo el nombre de lacanismo o de estructuralismo.
Dialéctica y Vejamen son las dos respiraciones filosóficas de El
Fiord. Hay eticidad y no contrato, dice Hegel y Lamborghini hablará de Pactos
imposibles con El Loco. Él mismo se atribuyó el papel hegeliano de una conciencia
desdichada que piensa que el Martín Fierro es la constitución nacional, la carta
Magna. La conexión entre peronismo y marxismo, entre militares nacionalistas y
guerrilleros, la fórmula del peronismo iraní, o el fascismo mexicano que
Lamborghini dice que pedía Artaud no son ideologías literales. Son los juegos
ideológicos —si ustedes quieren, un lenguaje del infierno— de un entrenamiento
espiritual que busca un imposible ser sin ley: el imposible literario. En esa
convulsión, la idea de creencia en la historia desaparece para dejarnos tan solo
frente al horror que es tan puro como para que las palabras intenten tomarlo, y
tan evasivo como para que la literatura sienta el acoso de la misión final, ser ella
misma el horror.
Fuente: Narrativa Argentina, n° 11, Buenos Aires, Fundación Roberto Noble, 1996,
pp. 15-20.