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DELETRAS

16 Prodígos Analepsis

Segunda edición: abril, 2023

© 2023, Andrés Ramírez


El autor se ha reservado todos los derechos.

© Del diseño editorial: 2023, Jhon Simancas

La publicación y distribución de esta obra corresponde al autor.


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ISBN: 978-980-18-3340-6

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lucro. Créditos a quien corresponda.
CAPÍTULO I
PRELUDIO AL ORIGEN

La mañana, alegre y hermosa, resplandece en una humilde


comunidad de Ciudad Esperanza, en un barrio no muy leja-
no de la capital. Hoy es 2 de febrero del año 2000. Un viejo
milenio está muriendo y el año parece venir acompañado de
una buena nueva. María Victoria Álvarez se encuentra en
estado de parto. Mientras limpia la cocina después del desa-
yuno, su hijo, Gabriel, se resbala con el agua de la fuente.
Aunque por su inocencia de cuatro años a él no le importa
haberse caído, está más preocupado por el nuevo miembro
de la familia. No pasan cinco minutos cuando empiezan las
contracciones, ella llama a su esposo, Alonso Ramírez deja
de inmediato el trabajo para ir a buscarla, al llegar, María no
aguanta el dolor, le pide a su hijo que busque unas sábanas,
ya en el auto se dirigen al hospital maternal del oeste.
—Mi amor, necesito que respires, recuerda lo que dijo
la doctora, respira calmadamente, recuerda estar muy tran-
quila, no te vayas a desesperar, estamos muy cerca, ya sabes,
inhala y exhala, todo saldrá bien, te lo prometo.
—Alonso, cálmate, por favor, y mantén la vista en el
camino.
—Mami, ¿te sientes bien? Si quieres, me siento contigo.

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—No, Gabriel, quédate al lado de tu padre, yo estoy bien.
—Voy a tener un hermanito o una hermanita, ¿tú sabes,
papá?
—No, tu mamá y yo le pedimos a los médicos que nos
guardaran el secreto, a nosotros nos gustan las sorpresas.
—El rostro de su padre desborda felicidad.
Al llegar al hospital, se estacionan frente a la entrada,
Alonso llama en voz alta a las personas para que la atien-
dan, un enfermero trae una silla de ruedas y los asistentes
se encargan de llevarla a la sala de parto, Gabriel toma de
la mano a su mamá mientras llegan al sitio, su padre llena
algunas formas, algo poco conveniente para el momento,
él se las lleva y acompaña a su esposa. En ese momento
María entra a la sala, Alonso y su hijo se quedan afuera.
El doctor les dice que por motivos de espacio solo puede
entrar la señora, el rostro disgustado de Alonso de­­­muestra
cómo se siente, pide estar al lado de su esposa durante
el parto, pero el doctor le pide que permanezca calma-
do, le asegura que todo saldrá bien; el doctor entra en la
sala, Alonso se nota preocupado y con toda razón: no le
queda otra opción más que esperar con su hijo hasta que
termine todo.
María comienza a gritar por el dolor. Es muy fuerte la
angustia, y comienza a desesperarse. El doctor se le acerca
y le habla con calma y paciencia.
—Hola —le dice—. Me gustaría saber cómo se llama.
—El doctor sonríe mientras se prepara para el parto.
—Hola, doctor. Mucho gusto, me llamo María Victoria.
—Es un placer conocerla, María Victoria. Voy a pedirle
que se relaje por un momento. Sé que es difícil, pero claro
que puede hacerlo.
—¿Dónde está mi esposo? ¿Por qué no lo dejaron entrar?
—No hay mucho espacio, el señor se encuentra afuera

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esperando con un niño. Supongo que también es su hijo…;
se parecen mucho.
—Sí, es mi hijo Gabriel. Pero no entiendo, ¿por qué no
dejaron entrar a mi esposo? Él estuvo presente en mi últi-
mo… —Comienza a gritar. Su palpitación es tan fuerte como
el ruido que hace. El doctor toma su mano y la tranquiliza.
—María, tu esposo no pudo entrar porque no tenemos
mucho espacio aquí. Necesito que respires, ¿estuviste en las
clases de maternidad, cierto? Allí debieron enseñarte cómo
enfrentar el momento del parto.
—Doctor, ya está dilatada completamente —dice una de
las enfermeras mientras se preparan para sacar al bebé. María
se pone algo nerviosa, pero el doctor habla con ella, sujetán-
dole la mano y mirándola a los ojos.
—María, en estos momentos pasaremos por el periodo
expulsivo, eso quiere decir que vas a pujar para que el bebé
pueda salir. Yo solo no puedo hacerlo, necesito que me
ayudes, ¿okey? ¿Puedes hacerlo? ¿Cuento contigo?
María asiente con la cabeza. Logra estar más tranquila.
Mientras tanto, Alonso permanece afuera sentado en la
sala de espera, una enfermera se le acerca y le pide los formu-
larios, termina de llenar lo que hace falta y se los entrega.
Ahora, en plena angustia, su hijo habla con él:
—Papá, si el bebé es niña, ¿a quién se va a parecer?
—Gabriel, ¿cómo se supone que voy a saberlo? Aún no
he visto al bebé, estoy muy intranquilo, este sería el primer
parto en el que no estoy con tu madre… Si esa estúpida sala
fuera más grande estaría con ella justo ahora.
—Pero eso no importa mucho, porque, después de que el
bebé salga de la barriga de mamá, tú estarás con ella otra vez.
—Alonso mira a Gabriel con ternura. De pronto sus ojos se
humedecen, se seca las lágrimas y lo estrecha con un brazo.
—Papi, me asfixias —ríe—, no me dejas respirar. —Él lo

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suelta y también ríe. Le pide disculpas al pequeño, está muy
nervioso, la impaciencia lo carcome. Entonces su hijo conti-
núa preguntando otras cosas acerca del bebé:
—Papá, y si es niño, ¿crees que se parezca mucho a ti?
—No lo creo: un bebé no puede ser tan feo, ¿te imagi-
nas a tu hermano con una calva y una panza igual a esta? Tu
mama se desmayaría al verlo. —Ambos se ríen muy fuerte.
Una enfermera les pide silencio. Alonso le saca la lengua a
sus espaldas y se ríen más fuerte.
—Papá, ¿y si el bebé es niña, crees que se parezca a mamá?
—En realidad no me importaría mucho. Tu madre es her­
mosa. Si el bebé fuera niña tal vez herede su hermosa sonri-
sa, su cabello castaño, su piel clara y limpia, además tendría
ojos muy lindos, tal vez como los tuyos, color ámbar.
—Pero son iguales a los tuyos, mi mami tiene ojos ma­­­
rrones.
—Bueno, puede ser que tenga ojos marrones o de color
ámbar.
—Mis ojos a veces cambian de color y es muy extraño.
—No cambian de color, en realidad, es como si el color
de tus ojos fuera mezclado: amarillo con marrón y un poco
de rojo, igualmente son bonitos.
—Sí eres mentiroso, mis ojos no parecen un arcoíris.
Alonso se ríe ante la inocencia de su hijo, una de las pe­­
queñas cosas que le permiten disfrutar de la vida, aunque
provenga de una familia muy pobre. Ha luchado gran parte
de su vida para entregarle felicidad a su hijo y a su espo-
sa. Ellos viven en un barrio, su casa es parecida a todas las
demás, pequeña con un patio frontal, es una zona rural
donde abundan los hechos delictivos. A veces es muy difí-
cil vivir en esos lugares, donde la muerte es algo natural día
a día. Alonso es obrero, trabaja construyendo casas en los
alrededores. Antes utilizaba gran parte de su dinero para irse

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a tomar. Bebía mucho alcohol en aquel entonces. Aún fuma,
pero todo eso ha cambiado. El nuevo miembro de la fami-
lia ha permitido rectificar sobre sus excesos, se contenta de
llevarse bien con María, solían pelear todos los días, muchas
veces discutían, hasta el punto en que él la maltrataba, pero
eso quedó en el pasado, ha cambiado para bien, y su esposa
se lo agradece mucho.
Ya han pasado cinco horas desde que María entró a la sala
de parto, su esposo no aguanta la espera, comienza a cami-
nar de un lado a otro, Gabriel yace dormido en la silla, por
eso su padre le pidió las sábanas, en el hospital hace mucho
frio, Alonso va a buscarlas al carro y arropa a su hijo; siguen
pasando los minutos, cada uno más lento que el otro. La
paciencia, la calma, la tranquilidad está a punto de agotarse.
Cuando ya no puede aguantar más, le pide a la enfermera
que está en el pasillo que vigile al niño. Ella con gusto le dice
que sí, justo antes de entrar a la sala, el doctor abre la puerta.
—¡Oh! Qué bueno que está aquí, precisamente iba a bus­
carlo. Buenas noticias, señor Alonso, ya nació su bebé, es
un varón.
En ese momento el doctor le da paso. Sin siquiera entrar
a la sala se le alumbran los ojos, está muy emocionado, al
ver a su retoño en los brazos de su madre, tan pequeño, tan
vulnerable pero muy hermoso, el interior de su pecho se
estremece, su corazón late más fuerte.
—Perdona, amor, que no me pudiste acompañar, pero sé
que la espera valió la pena.
Ella alza al pequeño con mucha delicadeza; Alonso se
acerca y lo toma en sus brazos, no le quita la vista en ningún
momento, es tan bello que se queda pasmado, le da gracias
a Dios porque todo ha salido bien, tenerlo en sus brazos lo
pone sentimental.
—También le agradezco mucho por esto, doctor. Si no

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fuera por usted y su equipo…, bueno, de verdad que no
tengo cómo pagárselo.
—No se preocupe, señor, cumplí con mi trabajo.
Una señorita entra a la sala con una carpeta y unos pape-
les. Se acerca a los afortunados padres, los felicita por el
retoño y les pregunta cuál será el nombre del niño. Ambos
cruzan miradas un poco despistados.
—Pienso, María, que debería llamarse como tu padre
—dice Alonso.
—Mi amor, ¿estás seguro? Si quieres, le damos tu nombre.
—No, al fin y al cabo, jamás me gustó el mío. ¿Qué pien-
sas? ¿Te gustaría que se llame Miguel Andrés?
—No… no me gusta, me encanta.
Alonso sonríe. Una pequeña lágrima cae en la frente del
bebé, se mueve y hace sonidos, su padre emocionado le habla
con ternura.
—Bienvenido a la familia, mi pequeño Miguel.
Alonso camina fuera de la sala a buscar a su hijo, le toca
los hombros con suavidad para despertarlo. Lentamente,
Gabriel abre los ojos: «¿Y mi mamá? ¿El bebé ya nació?»,
dice. Alonso le dice que sí, lo toma de la mano y lo lleva
hasta la sala, el pequeño entra y ve a su hermanito en los
brazos de su madre. Se acerca, pero es muy pequeño en com­­
paración con la altura de la camilla. Su padre lo alza para
que pueda verlo. Se queda mudo por un momento hasta que
comienza a preguntar: «¿Mamá, te dolió mucho cuando salió
él bebé?». Ella se ríe al igual que el doctor. «No mucho», le
dice su madre. Valió la pena el esfuerzo, sentencia. El doctor
pide permiso y se retira.
—Se parece mucho a ti, pero tiene los ojos como los de
mi papá —dice Gabriel—, igual que los míos, aunque toda-
vía no tiene cabello.
—No, le crecerá en unos días. Me sorprenden tus pregun-

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tas, Gabrielito —su madre está sonriendo—. Pero se te olvi-
dó hacer la más importante.
—¿Más importante? Ah, verdad… ¿Cómo se llama mi
hermano?
—Miguel —responde Alonso—. Lo llamamos así en honor
a tu abuelo. Hace cuatro días cumplió veinte años de haberse
ido al cielo; fue una persona muy importante para tu madre,
así que decidimos llamarlo igual, Miguel Andrés es el nombre
de tu hermano menor —recalca—, tú lo cuidarás y lo protege-
rás, pase lo que pase. A partir de hoy serás su hermano mayor.
Que no se te olvide. Tu deber ahora es ser un ejemplo para él,
así como nosotros lo somos para ti.
Los ojos de Gabriel se ponen vidriosos. Le pide a su papá
que lo acerque hasta su hermanito. Él estira la mano y lo
acaricia, luego coloca su dedo meñique en la palma de su
pequeñita mano. El recién nacido lo aprieta con fuerza.
—¡¿Viste papá, lo viste?! Me agarró el dedito.
—Claro que sí, hijo, te voy a bajar ahora, estás algo pesa-
do, más vale que dejes de comer tanto pan o si no te pare-
cerás a mí.
En ese momento una enfermera entra y le pide que dejen
descansar a la madre; ambos salen de la habitación. Cuan-
do ya pasan algunas horas, van a la sala de recién nacidos.
Gabriel y su padre contemplan al nuevo miembro de la fami-
lia, que se encuentra allí, durmiendo con mucha serenidad.
—Gabriel, ¿ves la cuna donde está tu hermano? Le per­
mite estar tranquilo, protegiéndolo de los gérmenes.
—Yo quiero una, entonces, para no enfermarme a cada
rato.
—Ven. Vamos a sentarnos un momento a descansar.
—Papá, ¿cuándo podrá irse con nosotros?
—Bueno, hay que esperar que le den permiso a tu mamá
para que el bebé pueda irse, para que así ella se encargue

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del bebé, al igual que yo, tengo que comprar más pañales,
la ropa para el bebé, hay que hacer muchas cosas, tener un
recién nacido en casa no es nada fácil, pero tampoco es muy
complicado. Buscaré la manera.
Pasan dos días desde el nacimiento de Miguel. La comu-
nidad está muy feliz por la llegada del nuevo integrante de la
familia Ramírez Álvarez. Los vecinos esperan en las afueras
de la casa, cuando llega el coche de Alonso, todos van a reci-
birlos con alegre entusiasmo. Alonso se baja primero para
abrirle la puerta a María Victoria —ella tiene a Miguel en sus
brazos, trae puesto un vestido blanco que le queda precio-
so—. Ya teniendo al bebé en casa, María se queda adentro
junto con sus amigas y algunas vecinas, mientras que los
hombres están afuera en el patio celebrando con una parri-
llada y tomando cerveza.
—Vamos, Alonso, tómate una, para celebrar.
—Es verdad, viejo, ¿hace cuánto que no bebes? —le dice
uno de varios de sus compadres mientras el prepara la carne.
—Saben, muchachos, que le prometí a mi esposa que no
tomaría durante los primeros días de nacimiento del bebé,
y no lo haré.
—Vamos, no seas así, si no fuera tu amigo diría que no te
conozco. ¿Qué hiciste con el verdadero…? Al viejo Alon-
so le gustaba beber y que jode. —Sus vecinos comienzan a
bromear con él.
La única manera de que sus amigos cerraran la boca era
complaciéndolos, así que pide una cerveza. Mientras tanto,
los hijos de los vecinos jugaban fútbol, al igual que Gabriel
(es su deporte favorito). Muchas veces Gabriel comparte con
ellos, y no solamente sus pasatiempos como jugar y practi-
car deportes, no todos tienen la misma suerte, la mayoría de
ellos, al igual que Gabriel, no están estudiando (las escuelas
están muy lejos de donde viven, la educación se ha conver-

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tido en un privilegio para la población; lamentablemente,
como derecho inalienable que es la educación, para la socie-
dad, no es prioridad, y durante la presidencia de Michelena
—después de que este ganó su primera reelección—, el tema
de la educación ha pasado a segundo plano).
Tras tomarse un merecido descanso del partido, Gabriel
va a tomar agua acompañado de su vecino, su mejor amigo,
Jefferson.
—Gabriel, ahora eres el hermano mayor, ¿verdad?
—Sí, mi papá me dijo que debo cuidar mucho a Miguel.
—Pero no estás celoso, ¿verdad? —pregunta Jefferson.
Gabriel lo mira con duda.
—No te entiendo, ¿por qué debería estar celoso?
—Bueno, mi papá se divorció de mi mamá hace mucho
tiempo. Yo vivo con él ahora, tengo un hermanito, pero vive
con mi mamá, desde que mi hermano nació, ellos dejaron de
quererse, supongo que porque es hijo de otro señor, no de
mi papá. Por eso dejó de quererla. A veces no lo entiendo,
por eso te pregunto.
—Sí eres bobo, mi mamá y mi papá se quieren más que
nunca.
—Solo era una pregunta, no te molestes, yo espero que
no te pase lo mismo que me pasó a mí. Ellos al principio no
dejaban de hablar del bebé, ya no me prestaban atención,
después comenzaron a pelearse por cosas de adultos y ahora
están separados.
—Mi papá y mi mamá estarán juntos por siempre, ¿oíste,
Jefferson?, así que no digas más burradas.
Él se aparta del grupo y se sienta en las escaleras de la
casa, mirando a su mamá, que amamanta a su hermanito
mientras las vecinas hablan con ella (le dicen lo bonito que
es él bebé). En ese momento Gabriel comprende lo que le
quería decir su amigo.

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Así pasaron los días, con ellos las semanas, igual que
los meses y también los años, la familia ha cambiado desde
entonces. Alonso volvió poco a poco con sus vicios, tra­
bajaba más que nunca y eso dejaba muy desolada a María
Victoria. Ella siempre se quedaba en casa cuidando a sus
hijos, a un pequeño Miguel de tan solo seis años, muy sano,
muy alegre pero siempre tímido, a diferencia de su herma-
no mayor, Gabriel, quien ahora tiene diez años, bastante
cambiado, no es el mismo niño curioso y entusiasta de antes,
ahora es más apegado a su padre, muy serio y un poco egoís-
ta. Miguel tendrá los ojos de su padre y de su hermano, pero
en personalidad es casi idéntico a su madre, siempre insepa-
rable, algo inadaptado, un poco inseguro, cada vez que su
madre le pide que salgan a jugar, él siempre termina lloran-
do, Gabriel siempre le pega, ya que no soporta perder fren-
te a su hermano.
«¿Ahora por qué le pegaste? ¿Cuántas veces te he dicho
que no juegues así con él?, ¿no ves que es un niño peque-
ño?, ¿te gustaría que yo te pegara? ¡¿Hasta cuándo seguirán
peleando?!». «Mamá, él no me dejó jugar con mi pelota, yo
estaba…». «Sí eres embustero, estábamos jugando fútbol, yo
le gané, metí un gol, entonces me dijo que el gol no valía».
«Mentira, mamá, Miguel no hizo ningún gol, yo iba ganan-
do». «No me importa quién ganó, solo quiero saber por qué
le pegaste, dime, ¿no estás bien grande para decir mentiras?».
Gabriel no le responde. De forma malcriada le da la espal-
da. Su madre le llama la atención, agarrándolo del hombro;
lo reprende verbalmente.
—Sin importar qué fue lo que pasó, tú no debiste pegarle
a tu hermanito. Se los digo a los dos: no quiero más peleas.
—Yo dejaré de pelear cuando tú y mi papá dejen de pe­­­
learse.
—No me pongas condiciones, Gabriel. Vete a tu cuarto

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y piensa en lo que hiciste. A ver si así se te quita la altane-
ría de tu padre.
—¡Te odio! —grita el pequeño y sale corriendo a su
cuarto.
—¡Más te vale que dejes de seguir su ejemplo!
María Victoria suspira por un momento tratando de qui­
tarse la migraña que tiene. Se sienta en el mueble bastante
agobiada, Miguel apenado por la situación, le da un abrazo.
—Mami, yo no quiero que tú y mi papá se dejen de
querer.
—No, hijo, no pienses eso, pase lo que pase tu papá y yo
siempre vamos a estar juntos, es normal que todas las parejas
se peleen, cuando uno es niño a veces no entiende.
Justo entonces, Alonso cruza la puerta, se ve algo desa-
rreglado, lleva la camisa por fuera del pantalón, en su rostro
se aprecia lo ebrio que esta.
—Miguelito, sube a tu cuarto, ¿sí? Necesito hablar con
tu papá.
—Dios te bendiga, hijo, ¿cómo te fue hoy?
Miguel sube las escaleras muy callado sin responderle a
su padre. Alonso se sienta un momento en el mueble frente
a su esposa, toma un pañuelo y se seca el sudor; está muy
acalorado, ella comienza a discutir con él, acusándolo de
distintas cosas, el cansancio que tiene al limpiar la casa, la
comida, el estado de la casa, los niños.
—Gabriel golpeó otra vez a Miguel, ya es la quinta vez
que pasa. Esas mañas de pegarle a las personas no vienen de
mí. Cuando le dije que se fuera para su cuarto, me gritó, me
dijo que me odia. ¿De dónde crees que lo aprendió?
—María, es un niño, por el amor de Dios, a veces dicen
cosas sin querer, te aseguro que no tienes por qué preocu-
parte, no es nada.
—¿No es nada? Así que no es nada… Pues quiero decirte

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que ojalá no fuera nada para mí, nunca me había dicho eso
antes. Me dolió, así como me duele que malgastes tu dinero
en alcohol, que te la pases endeudándote con los vecinos.
Eso no es nada para ti, pero a mí me duele que ellos digan
que mi esposo es un vagabundo, me duele todo lo que haces,
que tenga que aguantarte esos días cuando llegas de mal
humor, que me maltrates, que me pegues frente a mis hijos
cuando estás ebrio. ¿Todo eso para ti «es nada»? ¿Acaso
piensas que no me duele?
—María, de verdad, no quiero empezar con esto otra vez.
—Pues ya lo empezaste, ¿por qué, Alonso, tienes que
venir a esta hora? ¡Mírate! ¿Se supone que tú luces así siem-
pre? Desde aquí puedo oler tu hedor a alcohol. ¿Qué haces
bebiendo tan temprano? ¿Por qué no estás trabajando? Hay
muchas cosas que resolver para que tengas que hacer lo que
te venga en gana, deudas que pagar, una familia que mante-
ner, sabes que no tengo empleo.
—Vine temprano porque te extraño, mi amor. Vine para
pedirte perdón, y prometerte que este estilo de vida se termi-
nó. Ya no fumaré ni beberé más, compartiré más contigo y
con mis hijos, seremos una familia feliz de nuevo, solo tienes
que darme algo de tiempo, buscaré la mane…
—Lo siento, Alonso —interrumpe María—, pero no pien-
so creerte esa patraña de que vas a cambiar, ya me lo has
hecho antes y no me lo tragaré de nuevo. —Camina hasta la
puerta, la abre y le hace señas para que se retire. Él se levan-
ta del mueble, se acomoda la ropa y se le acerca, intentan-
do darle un beso, pero ella quita la mejilla, no quiere recibir
nada de él, menos así.
—¿Sabes por qué he cambiado, Victoria? Todo lo que te
di para mantener a Miguel cuando nació, el gasto del hospi-
tal, la ropa, las medicinas y todas las cosas que necesitabas,
con el dinero que yo ganaba jamás me iba alcanzar, así que

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decidí juntarme con un grupo de personas… Ellos me pres-
taron dinero, me dieron algo que en un trabajo normal no
tendría: poder, poder, María Victoria, más allá de lo que
imaginas. Cuando fue pasando el tiempo, me di cuenta que
todo lo que gasté tenía que reponerlo. A las personas que les
pedí prestado, les pedí más tiempo, pero ellos se negaron, así
que estos días he estado ausente, amor, tratando de llenar ese
sentimiento de culpa, ese vacío, intente llenarlo con alcohol.
Pero fue inútil: esos días que llegaba aquí a la casa como un
desgraciado a insultarte y a maltratarte era porque me sentía
mal conmigo mismo. Transmitía ese sentimiento de odio a
las personas que más quiero (a ti y a mis hijos). En realidad,
jamás quise hacerlo, me arrepiento de verdad, soy un bruto,
María, un maldito desgraciado que no merece vivir conti-
go. Pero lo único que quiero de ti es tu perdón, nada más.
Ella lo observa. Sus palabras fueron muy sinceras, salie-
ron desde el fondo de su corazón, pero ella no se las cree;
se siente frustrada.
—Siempre dices «buscaré la manera», pero nunca lo haces.
Jamás cumples tus promesas. Si esto va a seguir así, busca-
ré la manera de mantener a mis hijos y darles un hogar sin
ti. Hasta nunca, Alonso. Ni se te ocurra volver a pisar esta
casa otra vez.
Una semana después, Miguel está jugando fútbol con
su hermano, con un balón algo desgastado. Gabriel le pega
muy fuerte a la pelota; velozmente esta pasa por encima de
la cerca de madera. Gabriel le pide a su hermano que vaya
a buscarla, pero Miguel no le hace caso. Discuten hasta que
él decide ir por ella. En ese momento, despacio, se aproxi-
ma un carro, que parquea frente al patio de la casa. Alon-
so se baja del carro algo molesto, comienza a pegarle muy
fuerte a la puerta, de un solo puñetazo rompe la manija y
entra a la casa. Miguel observa cómo sus padres discuten,

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hacen un escándalo, gritan y pelean desde el momento en
que llegó. El hombre comienza a desordenar todo lo que
hay en la casa, tomando todo lo que puede con sus manos,
no tiene reservas al expresar su frustración, descargando
su rabia con ella. María Victoria llora desesperada, intenta
calmar al hombre.
Gabriel regresa con el balón debajo de su brazo, sale
corriendo a abrazar a su padre; de pronto este lo empuja
al suelo. Al ver cómo maltrata a su hijo, María Victoria le
lanza un zapato a la cara. Adolorido, se desquita con ella,
propiciándole una cachetada que la deja privada en el suelo.
Alonso sigue gritando. Agarra a Gabriel del brazo y se lo
lleva bruscamente. La mujer sale afuera de su casa pidién-
dole que lo deje tranquilo. Le ruega que no se lo lleve, llora
y sufre en ese momento. El hombre abre la puerta del auto.
Gabriel rehúsa entrar; no quiere dejar a su madre. Sin tener
una pizca de paciencia, Alonso golpea al niño y lo amena-
za. Justo antes de empezar a llorar, lo agarra de los brazos,
empujándolo al asiento trasero. El niño suelta la pelota, que
cae en la calle. La mujer, envuelta en llanto, se queda de rodi-
llas mientras observa cómo el auto se aleja del lugar. Miguel,
con suma tristeza, recoge la pelota. Al darse cuenta de que
su hermano ya no está —su padre se lo ha llevado—, cami-
na hacia su madre, la abraza para tratar de confortarla, pero
él también se siente muy lastimado.
—Mamá, ¿por qué mi papá se llevó a Gabriel?
—Todo es mi culpa…, todo es mi culpa —lo abraza ella,
dejando salir su dolor; sus lágrimas mojan la franela del
Miguel, quien no sabe cómo reaccionar ante la situación.
—Ya no llores, mamá —suplica—. Sé que tú y mi papá
ya no se quieren, pero yo siempre te voy amar. —Un senti-
miento muy fuerte se asienta dentro de él, un dolor que
nunca antes había sentido. Que se llevaran a Gabriel de esa

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manera tan inesperada y violenta lo hace sentir muy mal. La
tristeza arropa su corazón cuando Miguel tiene la impresión
de que ya no volverá a ver a su hermano. Su hermano se ha
ido, quién sabe si para siempre.
CAPÍTULO II
LA FORMULA PERFECTA

Transcurren días y años. Todo es diferente. Gabriel vive con


su padre y Miguel con su madre; Alonso y María Victoria
no han vuelto a verse desde aquel día. Cada vez que algunos
de los muchachos mencionan el asunto, ninguno de los dos
padres ofrece una respuesta concreta. A Gabriel se le hace
inevitable preguntar por su madre. La mayoría de las veces
Alonso le responde con un golpe en la cabeza, lo amena-
za. En cambio, en el caso de María Victoria, cuando su hijo
Miguel le pregunta sobre su padre, ella lo ignora y se mantie-
ne muda. Las separaciones familiares siempre son difíciles; al
estar acostumbrado a vivir con la misma persona, y que de
un día para otro todo se derrumbe, el asunto es devastador.
Los muchachos han crecido. Miguel tiene diez años. Es
tímido, callado; ha cambiado bastante. Ahora es un chico
caritativo, honesto, ayuda a su madre en todo. Aún viven
en la casa, pero la vida no ha sido fácil. Miguel todavía no
estudia, su madre no ha podido inscribirlo en una escuela,
así que él trabaja con su madre vendiendo desayunos afuera
de la casa. En la tarde se va a vender caramelos y chucherías
en las camionetas. La mayoría de las veces, la gente lo igno-
ran. Él siempre entra y sale con todo respeto, saludando a

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los pasajeros y deseándoles un buen día. Cuando la tarde
se hace un poco incómoda, no le importa regalarles cara-
melos a las personas. Siempre dice: No me juzguen por mi
apariencia, estamos acostumbrados a ser engañados todo el
tiempo, pero mi intención no es mentirles ni hacerles pasar
un mal rato; solo quiero apoyar a mi madre en la casa y, si
me lo permiten, endulzarles la vida un poco.
María Victoria además de vender desayunos, consiguió un
trabajo hace poco en una peluquería del barrio. Ella, junto
a sus vecinas, montó un pequeño negocio donde, a precios
solidarios, atiende a quien sea, venga de donde venga. Al
llegar la noche, madre e hijo se reúnen en la mesa a cenar y a
compartir sus experiencias; por otro lado, Alonso Ramírez se
las ha tenido que arreglar para buscar un sitio donde dormir,
buscar el dinero para darle de comer a su hijo y resolver algu-
nos problemas personales.
Lamentablemente para Gabriel, de catorce años, no ha
sido feliz en mucho tiempo. Ahora es un muchacho rebelde
y rencoroso. Cada vez que su padre lo obliga a que lo acom-
pañe forma un zaperoco, pero su padre lo convence no con
palabras sino a golpes.
Recientemente se han quedado durmiendo en un motel
(uno de muy mala atención y servicio) cerca de la capital.
El padre le dice al hijo que se quede un momento en el
motel, mientras él va a resolver algunos asuntos persona-
les, el muchacho insiste en acompañarlo, pero su padre le
dice que no.
«No Gabriel, iré yo solo, quédate aquí, ve televisión si
quieres, no me interesa, volveré más tarde». Gabriel objetó:
«Papá, tú me dijiste que te acompañara en todo, no quie-
ro quedarme en esta pocilga de nuevo, quiero ir contigo».
—¡Te dije que no, carajo! Te quedas aquí, ya vuelvo.
Alonso cierra la puerta con seguro y se lleva la llave, deja

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a su hijo encerrado en el cuarto del motel. Gabriel comienza
a darle patadas y golpes a la puerta, haciendo un escándalo.
—¿Quieres que te caiga a coñazos otra vez? ¡Deja de
patear la maldita puerta! Si sigues con esto no te daré de
cenar.
El muchacho deja de patear la puerta, se sienta en el piso,
bastante impetuoso, respirando exaltadamente, Alonso se
aleja caminando por el pasillo, baja las escaleras y deja el
motel por los momentos, camina hasta la esquina de la
cuadra. Segundos después, un carro negro se detiene frente
a él, baja la ventanilla y un hombre con aspecto siniestro lo
saluda, lo invita a entrar al auto.
El vehículo recorre parte de la ciudad capital, mientras
tanto, Alonso charla con un conocido suyo, Gustavo Casti-
llo, un hombre de cabello negro, ojos verdes y piel blanca,
con una mirada llena de cizaña, como si desprendiera odio
con tan solo verlo.
—Buenas tardes, señor Gustavo, ¿cómo le ha ido?
—Siempre tan gracioso, ¿verdad? ¿Y eso que no viniste
con tu hijo?
—Esta vez no, lo dejé en el motel encerrado, nuestros
asuntos deben seguir siendo privados, por eso no lo traje.
—¿Y se puede saber de dónde sacaste dinero para quedar-
te en un motel? ¿Acaso ya mataste a alguien?
—No, señor, me estoy quedando en El Gran Chasco.
—¿En El Gran Chasco? —ríe histéricamente Gustavo,
secundado por sus hombres—. ¿En serio estás en El Gran
Chasco? Te salía mejor dormir en la calle: ese lugar es una
pocilga, ni los vagabundos se quedarían en un sitio como
ese. De ser así, no tengo por qué preocuparme por tu dine-
ro, aunque…
—Gustavo, he hecho todo lo posible para pagarle a tu
jefe, pero no he tenido suerte últimamente, ayer le di de

27
cenar a mi hijo un pan viejo, yo no comí nada, he estado
vendiendo medicamentos, pero no me es suficiente. Nece-
sito más tiempo, Gustavo, te lo suplico.
—Suplícale a mi jefe. Es a él a quien debes rendir cuentas.
El carro se detiene frente a un almacén. Todos se bajan
del vehículo y entran al lugar. Varias personas están cargan-
do cajas en pequeños camiones. Alonso camina junto a los
hombres mientras los observa, cuando llegan a una ofici-
na, Gustavo entra primero y le dice a Alonso que lo espere
afuera. Él permanece allí de pie, cuando comienza a darle un
vistazo más amplio al lugar, se percata de que varios de los
trabajadores están armados, al igual que los hombres que los
acompañan, se escucha alguien dentro de la oficina llaman-
do a Alonso. Él entra, se sienta y solamente ve a Gustavo
sentado en el escritorio, alrededor del cuarto se aprecian
varias cajas fuertes, una pila de dinero encima de una silla y
él solo se queda expectante.
—Apuesto a que no te esperabas esto.
—Creo que soy lo bastante listo para saber que usted es
quien manda aquí, solamente le gusta insertar algo de miedo
en las personas, en especial si esa persona se trata de mí.
—Me conoces muy bien, Ramírez, y de ser así, sabes muy
bien cómo soy yo cuando un cliente me debe dinero.
—Ya se lo expliqué. No he podido recolectar todo el
dinero.
—Creo que pudiste haber apreciado la cantidad de per­
sonas que trabajan aquí, la mayoría de ellos son criminales,
las cajas tienen todo tipo de contrabando, electrodomés-
ticos, aparatos médicos, cualquier cosa, en especial las
drogas. Como contrabandista y narcotraficante sé muy bien
la importancia de cada moneda, de cada trabajador, por así
decirlo, conociendo muy bien el sistema judicial que hoy
reina en el país, nadie se atrevería a delatarnos o a enjuiciar-

28
nos. El mismo sistema está podrido, eso nos da una ventaja,
y al ser el líder de la zona norte y oeste de la capital, nadie
se atrevería a meterse con nosotros, aquellas personas que
osen desafiarnos, terminarán muertas.
—Señor, de verdad, le juro que no tengo cómo pagarle.
—Sí, si tienes cómo pagarme, solo que tu mente embria-
gada no te deja ver lo que tienes frente a tus malditos ojos.
—Gustavo saca un revolver y lo coloca encima del escrito-
rio. Eso intimida mucho a Alonso, desesperado por salir de
ese lugar, pero al darse cuenta del embrollo en que se acaba
de meter, comienza a suplicar por su alma.
—Gustavo, te lo suplico, dame otra oportunidad, tengo
un hijo.
—¿Te acuerdas de aquel día, Alonso? Hace dos años
te salvé de la muerte, cuando estabas llorando por tu vida
frente a los cerdos del cartel Babrusa. —Alonso tenía una
deuda con ellos, pero no tenía como pagársela, así que los
del cartel amenazaron con matarlo. Por suerte, Gustavo
apareció y los convenció de que no lo aniquilaran. Y por
desgracia para ellos, siendo de los rivales más cercanos de
Gustavo en el contrabando, Gustavo decidió asesinarlos
con ayuda de sus hombres. Fue un encuentro poco usual,
pero Alonso salió ileso. Le dijo a Gustavo en aquel momen-
to: «Te debo la vida. Te juro por mi alma que buscaré la
manera de com­­pensarte»—. ¿Te acuerdas? Por eso deci-
dí contratarte como repartidor de medicamentos. Pero al
parecer tienes la mente demasiado frágil y el dinero que
has obtenido con estos no te ha hecho más agradecido. Has
abusado de la confianza. «Los policías me han decomisa-
do la mercancía», me decías. ¡Te la fumabas, que no es lo
mismo! Que te robaron el dinero…, ¡mentira! Te lo gasta-
bas en alcohol y prostitutas. No vales la pena, me dije. Pero
rectifiqué no gracias a tus plegarias, sino a nuevas circuns-

29
tancias que están sucediendo en estos momentos. Por eso
quiero hacerte una pregunta, tal vez la más importante que
escucharás en tu puta vida: ¿estás dispuesto a dar lo que sea
para saldar tu deuda conmigo? ¿Estarías dispuesto a renun-
ciar a lo más importante?
—Pues claro, Gustavo, lo que sea que me pidas. ¿Qué
quieres?
—Que me des al muchachito ese que tienes.
El rostro de Alonso tiembla, cambia por completo al oír
a Gustavo, ahora se siente desorientado, no entiende cual es
el motivo para que le pida a su hijo.
—Con el respeto que me merece, Gustavo, ¿para qué ne­­
cesita a Gabriel? Tiene apenas catorce años.
—Te explicaré algo, Alonso, algo confidencial. Si lo di­vul-
gas por ahí, dile adiós a tu maldita existencia.
Alonso afirma con la cabeza mientras Gustavo le cuenta:
—Hace cuatro meses, un gran científico, el doctor Fran-
cisco Acosta, uno de los pioneros más grandes en la rama de
la Biología, hizo un descubrimiento. Realizó un experimento
en algunas ratas de laboratorio, haciendo que estas se rege-
neraran de cualquier daño físico, mejorando sus capacidades
de razonamiento. El intelecto de las criaturas escaló más allá
de las expectativas de ese hombre, hace dos meses se hicieron
pruebas en humanos, por desgracia a los adultos no nos hace
efecto, así que decidió probar con niños, solo experimentó
con tres. Varios días después aceptaron el medicamento, su
inteligencia sobrepasó los estándares de cualquier superdo-
tado. Lamentablemente, una semana después los tres indi-
viduos fallecieron. Sus organismos no tardaron mucho en
rechazar la droga, ahora el científico fue contratado por una
nueva organización secreta del gobierno. Quieren utilizar
jóvenes para una siguiente fase de experimentos. De tener
éxito, podrán desarrollar capacidades intelectuales más allá

30
de lo imaginable. Estos días he recibido rumores de que la
organización además de tener a un departamento de investi-
gación, tendrá uno de defensa y seguridad. Ese departamen-
to se encargará de erradicar todo grupo irregular, contra el
crimen organizado, el contrabando y el narcotráfico, allí es
donde entras tú.
Gustavo continúa hablando, mientras un temeroso Alon-
so lo escucha.
—Ramírez, soy un empresario de las sombras. La longe-
vidad de mi trabajo depende no solo de mis clientes, sino de
las personas del sistema judicial y el mismo estado. Aunque
temo que estos se dejen manipular, temo por ese nuevo
grupo. Si tienen éxito, yo sería el primero en caer, la única
garantía momentánea son los contactos que tengo con algu-
nos miembros de ese grupo, están buscando un asesor en el
departamento de educación del programa de niños y jóve-
nes. Aunque suene ridículo, tengo mucha experiencia en
generar currículos falsos, así que no tendría ningún proble-
ma en infiltrarme. Solo me dejaran hacerlo si llevo a tu hijo
conmigo, esa es la cosa. Ellos buscan a niños de entre diez
y catorce años. Gabriel encaja perfectamente en esa descrip-
ción. Ahora, la decisión es tuya: ¿das tu vida para saldar la
deuda o me das a tu hijo? Si optas por lo segundo, te doy mi
palabra que estará a salvo. Me aseguraré de que tenga una
vida larga y feliz, la que tú nunca le diste.
—¿Quieres que te entregue a mi primogénito, para que
experimenten con él, a riesgo de que muera, solo para saldar
mi deuda contigo?
—Sabes muy bien, Alonso, que ese niño no vale lo que
tú me debes. Pero si lo haces, si me entregas al muchacho,
haremos como que todo este problema monetario jamás
existió. ¿Qué dices? —Gustavo ofrece la mano. Alonso está
en shock. La decisión está en sus manos. Gustavo le advierte

31
que el día de mañana vendrá a buscar a su hijo; si no lo ofre-
ce, asesinará al padre frente a al hijo, sin piedad.

Mientras tanto, cerca del edifico de la JSJ, se reúnen varios


funcionarios de la policía, del gobierno y del comité de in­­
vestigación, acompañados por el doctor Francisco, mantie-
nen una charla sobre la nueva organización secreta, la cual
tendrá un futuro bastante prometedor. La primera en dar
declaraciones es la señora Margarita Villanueva, una señora
de piel clara, cabello rizado y castaño, de baja estatura pero
con mucho carácter, ella es representante del gobierno.
—Muy buenos días a todos los presentes, primero que
todo quiero darles un saludo patriota por parte del ejecutivo,
hoy estamos presenciando el amanecer de una nueva era, la
era en la que el país, y principalmente nuestra capital, vivirá
una nueva época de confianza hacia el gobierno, le brinda-
remos seguridad al que no la tiene, le regresaremos la espe-
ranza al que la perdió… Pero sobre todo, a pesar de nuestras
diferencias, sé que trabajaremos juntos para alcanzar nuestro
objetivo: convertirnos en la primera organización policial
de todo el continente en combatir de manera eficaz y con
puño de hierro todos los males que nos aquejan.
Los presentes aplauden a la señorita Villanueva, ella se
baja del estrado y le da paso a un señor, un hombre alto, de
piel morena y cabello corto, bastante serio, su apellido es
Rodríguez, fue miembro del gabinete del gobierno pasa-
do, disidente de las ideas del actual presidente, tras un largo
período de retiro se reincorporó, se nota bastante entusias-
mado ante el proyecto, toca el micrófono y comienza hablar.
—Buenos días a todos. Soy el excapitán Rodríguez, anti-
guo miembro del gabinete, ahora nombrado por la junta
del resguardo ciudadano como jefe estratégico de opera-

32
ciones. Mi función será brindar todo el apoyo táctico y
téc­­­­nico a nuestra nueva policía, para así dar un mejor servi-
cio y garantizar la fuerza de nuestra institución, que aún
no tiene nombre concreto, pero ya pronto se nos ocurrirá
algo. También es buen momento para agradecerle a nues-
tros funcionarios, tanto ex militares como funcionarios de la
actual policía nacional. Las bandas criminales y los carteles
tienen mucho de qué preocuparse ahora, no permitiremos
más crímenes contra la humanidad en nuestro territorio, los
culpables serán castigados como se corresponde, no habrá
otro sistema corrupto bajo la tutela del gobierno, sin ánimos
de ofender, representante Villanueva, demostraremos que
nuestras acciones serán para el bien de la nación, no para el
bien de un solo sector.
Tras finalizar la intervención del capitán Rodríguez, el
doctor Francisco procede a dar su discurso, a pesar de su
apariencia de sabelotodo, realmente es una persona simpá-
tica, su tez blanca pálida, cabello fino y un poco robusto
refleja más su apariencia intelectual, todos lo reciben de pie,
aplaudiendo con mucha fuerza y alegría, el jefe estratégico
lo recibe con un saludo muy fraternal y un abrazo. Cuan-
do intenta dar su discurso, los presentes no lo dejan hablar,
ellos continúan aplaudiendo. Cuando todos se calman, él
procede a dar su discurso de bienvenida.
—Muchas gracias a todos ustedes por estar aquí. Como
dijo la representante, al igual que nuestro jefe estratégico, hoy
es un día para recordar. El país está pasando por mo­­mentos
muy angustiantes. Yo soy testigo y prueba viviente: ayer,
mientras salía a comprar comida al supermercado, un ladrón
apareció de la nada y me amenazó con un cuchillo. Me dijo
que me apuñalaría si no le entregaba el dinero. Le pregunté
por qué me estaba robando y con mucho desespero respon-
dió que tenía hambre. Extiendo mi brazo y le digo que tome

33
mi bolsa. «Si tienes hambre, toma esta comida», le dije, pero
el hombre me golpeó en el estómago. Caí al suelo y aprove-
chó para llevarse mi billetera. No me importó que me roba-
ra. Lo único que me perturbó fue que ese hombre justificó
su crimen con el hambre; pero prefirió el dinero antes que
llevarse mi comida. Esa experiencia me hizo reflexionar sobre
el papel que queremos en esta sociedad. No todas las perso-
nas que son asaltadas a diario tienen la misma suerte que yo
tuve. A la gente desquiciada que pierde la humanidad no le
queda otra que recurrir a estos actos para poder sobrevivir.
Sea la razón que sea, siempre hay esperanza y eso es lo que
nosotros queremos recuperar.
El doctor Acosta, tras una breve pausa, continua con el
discurso:
—Queremos que las personas puedan salir tranquila-
mente a las calles sin tener que voltear a cada rato sobre su
hombro, como si le tuvieran miedo a su propia sombra, no
queremos vivir con miedo, no queremos que estos malean-
tes sigan haciéndose más ricos mientras nuestro pueblo se
muere de hambre. Ese es el motivo por el cual estoy aquí.
Cuando escuché que el gobierno crearía un nuevo organis-
mo, capaz de luchar eficientemente contra la delincuencia,
mantuve mis reservas; pero luego me dije a mí mismo: si
queremos cambiar la mentalidad de las personas, si quere-
mos que la sociedad sea redimida, debemos empezar por
nosotros mismos; Nueva República merece mucho más
de lo que tenemos hoy día. Por esa razón me ofrecí como
voluntario.
Un joven se pone de pie y levanta la mano. Un cadete de
la fuerza de policía tiene una inquietud, así que la mencio-
na frente a las personas que se encuentran en la habitación.
Tiene muchas dudas, su rostro demacrado y delgado así lo
demuestra.

34
—Doctor Acosta, muchos de los presentes, incluyéndo-
me, conocen algunos logros suyos realizados en el campo;
pero, mi intriga es la siguiente: ¿qué es lo especial que ofrece
esta organización para luchar contra el crimen?
—Gracias, jovencito, por tu pregunta. Tengo cincuenta
y cinco años; he estudiado toda mi vida, y tras el proceso
de aprendizaje que obtuve, concluí que la mejor manera
de retribuir ese conocimiento a la sociedad, es buscando
la manera de crear mejores personas. Hace muchos años,
luego de varios experimentos fallidos, quise realizar una
fórmula que permitiera mejorar nuestro sistema. La primera
fue bastante exitosa en sus primeras etapas. En mi investiga-
ción quise realizarlo en el cuerpo humano; ya lo había hecho
con otras especies, así que decidí hacerlo. Quiero aclarar
que los tres niños que fallecieron, eran niños abandona-
dos que vivían en situación de calle, estaban desnutridos
y sumidos en las drogas. Aunque no lograron permanecer
mucho tiempo, pude darme cuenta que los primeros días
después de inyectar el suero, su desnutrición desapareció,
toda célula maligna fue reemplazada y eliminada, sus capa-
cidades mentales sobrepasaron las expectativas, sus heri-
das sanaron por completo y las cicatrices desaparecieron,
tanto el cuerpo como la mente de esos niños mostraron un
incremento acelerado, que ningún otro ser humano logra-
ría por sí mismo. Lamentablemente no lograron tolerar el
proceso dadas sus condiciones. Si hubieran estado saluda-
bles desde el principio antes del experimento, hoy estarían
vivos. Pero gracias a ellos pudimos llegar a donde esta-
mos ahora; no queremos crear mejores personas o mejores
soldados, necesitamos mejores ciudadanos. Con mi nuevo
suero, podremos lograrlo. Voy a ofrecer a esta organización
la oportunidad de cambiar al país con mi fórmula perfec-
ta. Que esto sea para Nueva República y los niños que

35
dieron su vida para cumplir este sueño. Que esto sea para
las familias que duermen sin comer, para los hogares que
no tienen sustento, para los niños de la calle, huérfanos
de amor. Nuestro país nos necesita, aquí estamos, que sea
por ellos.
CAPÍTULO III
ADIÓS, HIJO MÍO.
TE QUIERO MUCHO

Un día soleado como cualquier otro llena de luz y calor la


hermosa ciudad. Alonso pasó toda la noche en vela, pensan-
do profundamente en la condición impuesta por Gustavo. Su
hijo sigue durmiendo en el motel. Alonso está afuera, toman-
do de su pequeña botella llena de alcohol. Sus ojos, comple-
tamente cansados; un rostro demacrado que solo refleja la
derrota y la decepción. Desde el balcón de su habitación
observa un vehículo que se estaciona frente al motel. Gusta-
vo se baja del auto, alza la vista y saluda a Alonso; le hace
seña a su reloj. Alonso le pide que lo espere abajo mientras
busca a Gabriel. Entra a la habitación y despierta al mucha-
cho. Le agarra el pie y lo sacude lentamente.
—¡Gabriel, despierta! Necesito que te levantes, por favor.
—¿Qué pasa? ¿Nos vamos otra vez? —El muchacho se
ha despertado y se restriega los ojos. Da un bostezo largo
y se pone de pie. Su padre toma una maleta pequeña; mete
en ella toda la ropa de su hijo. Su culpabilidad lo mantiene
en silencio hasta que Gabriel le pregunta, por primera vez
en su vida—: ¿Papá qué tienes? ¿No vas a guardar tu ropa?
—Ponte los zapatos, abajo te están esperando.

37
Alonso apresura a su hijo. Le pide que se mueva. En
cambio, Gabriel trata de entender el comportamiento tan
extraño de su padre. Salen del motel. Gustavo, con una sonri-
sa de oreja a oreja, saluda al muchacho.
—¿Cómo estás, Gabriel? Espero que hayas descansado, a
diferencia de tu padre… Alonso, ¿qué tienes? Te ves horri-
ble; necesitas dormir un poco.
—Papá, ¿quién es este señor? Dime, ¿lo conoces?
—Alonso, ¿no le dijiste nada? Que mal padre eres. La
comunicación es vital en la familia, ahora va a pensar que
soy un sujeto extraño que se lo quiere llevar y lo único que
te importa es tomar a tempranas horas de la mañana.
El padre se siente muy defraudado; su mente no está muy
clara, pese a estar seguro de la decisión tomada (sin duda ha
sido la más difícil que ha tenido que tomar en la vida, desde
que dejó a su esposa).
—Gabriel, ven para acá. Necesito decirte algo importan-
te. Estos últimos días, he cometido muchos errores que me
podrían costar la vida. Por culpa de esto, estoy obligado a
tomar esta decisión, y no quiero que salgas perjudicado por
mis equivocaciones. Quiero que seas feliz, ¿me entiendes?…
A partir de ahora, vivirás con él.
—Papá, en serio, no me parece gracioso, déjate de ton­
terías.
—Te hablo en serio, Gabriel. Quiero que entiendas: no
puedo echarme para atrás. Te aseguro que tendrás una mejor
vida de la que yo te puedo dar. —Alonso comienza a llorar,
abraza a su hijo con mucha fuerza. Gabriel está algo confun-
dido. Se da cuenta de que su padre no le está mintiendo:
realmente lo dejará ir. En cambio, Gustavo no tiene tiempo
para sentimentalismos.
—Vamos, Alonso, no alargues más este momento sin sen­
tido; dile lo que tienes que decir y ya, tengo cosas que hacer.

38
—Papá, dime que me estás jodiendo, dime que es mentira,
yo no quiero irme, quiero estar contigo, ya perdí a mamá,
no quiero perderte a ti también.
—¿Es en serio, chico? ¿Prefieres vivir con este ser? Ni
siquiera actúa como un padre ejemplar: te maltrata, te golpea,
te encierra y, peor aún, te hace morir de hambre. ¿Cómo una
persona puede amar a alguien así?
—Podrá ser un alcohólico y todo eso, pero aun así se­­
guirá siendo mi padre, no pienso dejarte, papá, no lo haré.
—Gabriel se aferra a su padre, no quiere soltarlo.
—Conmigo tendrás una casa confortable. Jamás te faltara
la comida, tendrás todo lo que quieras. La decisión ya fue
tomada: tienes que venir ahora; nadie merece vivir en estas
condiciones. Además, tú odias a tu papá.
—Aunque eso fuera cierto…, seguiría siendo mi papá y
lo quiero mucho.
Alonso interviene:
—Hijo, tienes que entender, él tiene razón, soy un mal
padre, no mereces seguir aguantando esto. Entra al auto,
Gabriel.
—No, ¡no pienso moverme de aquí, no te dejaré!
—¡Te dije que te vayas! Ni se te ocurra discutir conmigo.
Abochornado por lo que sucede, sin tener control sobre
sus acciones, Alonso empuja al muchacho, Gabriel se tro­­
pieza y cae en el suelo, se queda por unos segundos allí; su
padre cae al piso arrodillado y no le queda más que lamen-
tarse por lo sucedido, comienza a llorar como un borracho
sin esperanzas, Gabriel se pone de pie, decepcionado de su
padre, toma su maleta, entra al auto y cierra la puerta con
fuerza.
—Prometo que bajo mi tutela Gabriel estará bien. No
le pasará nada. Estaré cuidándolo, hasta donde pueda. Por
los momentos solo te pido que intentes componerte de esta

39
situación, para que así vuelvas al trabajo. Necesito que me
pagues lo que me debes. Me hace falta la plata, Alonso.
—¡Me dijiste que si te daba a mi hijo, me absolverías de
esto! Creí que teníamos un trato, un pacto, Gustavo. —El
hombre no puede creer sus palabras.
—Cambié de parecer. Así que ruega que no haya más
cambios en nuestro acuerdo. No te preocupes por el mucha-
cho, pronto tendremos una reunión de padres a la cual debe-
rás asistir. Te agradezco que llegues presentable.
Alonso se enfurece y va hacia Gustavo, pero este le mues-
tra su pistola al levantarse un faldón del chaleco.
—Hoy no tengo intenciones de asesinarte —dice—,
tienes suerte de que tu hijo esté aquí. No quiero causarle
una mala impresión mía en su primer día. No quiero ser el
padrastro desgraciado, ese papel lo asumiste muy bien.
—No puedes hacer esto —dice Alonso—, no puedes pe­­
dirme que pague tus deudas, no puedes llevarte a mi hijo así
nada más, ¡no es justo!
—Debiste pensarlo antes de sumergirte en tus vicios.
Nos veremos pronto, Alonso. Espero que aprendas de esta
lección.
Gustavo se retira, el chofer enciende el auto y se van de
prisa del lugar. Gabriel voltea y ve por la ventana a su padre,
bastante enojado por lo ocurrido, aunque su relación con
él en estos últimos años no ha sido muy placentera. Tuvo
algunos momentos felices con él; sin importar lo negativo,
él descubrió un vínculo muy especial con su padre, pero
lamentablemente, para ambos, ese vínculo se ha roto hoy y
no habrá nada que lo repare.
—No te preocupes por tu padre, muchacho; todo esta-
rá bien. Ahora tendrás la vida que siempre has querido, sin
preocupaciones.
—Yo no quiero esto; quiero a mi padre, quiero estar con él.

40
—Necesito que comprendas esto, Gabriel: a partir de hoy
tu vida cambiará, tal vez sea el momento más importante de
tu corta existencia. Te aseguro que no lo lamentarás.
—¡Mierda, no quiero nada, solo quiero estar con mi papá!
Gustavo se molesta de la necedad de Gabriel, se voltea y lo
agarra del hombro muy fuerte y lo amenaza con su mirada:
«Escúchame, grandísimo hijo de perra, a partir de ahora no
tendrás a tu padre contigo. Él ya no existe, la única persona
que te tiene que importar soy yo. Sin mí, no tendrás comida,
no tendrás casa, no tendrás un carajo. Si sigues con tu nece-
dad, te juro que te lanzaré al río. Y apuesto a que a nadie le
importarás porque eres un niño olvidado, un miserable, así
que espero que te comportes. Mientras esté a cargo, tú solo
seguirás mis órdenes, ¿te quedó claro? ¿Te pregunté, mucha-
cho, que si te quedó claro? ¡Cuando te haga una pregunta,
respondes de inmediato!
—Sí, me quedó claro. —contesta Gabriel con impoten-
cia. Inconmensurable es la rabia que siente ahora. Gabriel
no sabe qué hacer. Gustavo jamás le dará motivos de compa-
sión al muchacho. Segundos más tarde, Castillo se calma y
se acomoda en el asiento. Gabriel, en cambio, sentado en
la parte de atrás, permanece callado, aprieta sus manos con
mucha fuerza, realmente se siente desesperanzado, no sabe
a dónde lo llevarán, no sabe dónde vivirá, lo único que le
queda es la rabia y la impotencia, el rencor que le tiene crece
cada vez más, llora con mucho dolor, con mucho resenti-
miento hacia su padre. Alonso lo ha abandonado.

Aún es temprano. La mañana sigue brillando en todos lados,


en especial, en la casa de María Victoria. El día anterior fue
muy lamentable para ella. Ha tenido que hacer sacrificios.
Ayer, por la noche, un maniaco, impregnado de alcohol y

41
drogas, entró a su peluquería, robó lo que pudo y prendió
fuego al negocio. El local ardió hasta los cimientos. Por suer-
te, ella no estaba dentro, pero el local quedó destrozado. Sus
compañeras, desconsoladas por lo sucedido, lloraban histé-
ricas. Su fuente de trabajo ya no estaba. Horas más tarde, el
hombre responsable terminó muerto en una zanja; la sobre-
dosis acabó con su vida.
María es una mujer luchadora. No acepta que nada la
desanime. Aunque sintió mucho dolor por el desastre, pien-
sa que las cosas mejorarán. Ahora está en el jardín plantan-
do flores, buscando la manera de distraerse, desaparecer su
tristeza.
Un automóvil se detiene frente a su casa.
Dos hombres vestidos con trajes negros se acercan, le
piden permiso para entrar. Le dicen que tienen una propues-
ta muy favorable para ella, pero que necesitan hacérsela en
privado. María acepta y los deja pasar.
—En nombre de nuestra organización queremos pedirle
disculpas por presentarnos de esta manera tan inoportuna.
También queremos brindarle nuestras condolencias por lo
que ocurrió con su negocio.
—Gracias —responde María, hay reticencia en su voz—.
Como decía mi madre, las cosas pasan porque tienen que
pasar.
—Bien —dice uno de los hombres—. Pero también que­­
remos brindarle una mano amiga en su situación actual. La
organización para la que trabajamos tiene un proyecto espe-
cial. Nos gustaría que usted fuera partícipe… Bueno, no
propiamente usted.
—Sino su hijo —apostilla el otro sujeto, que ve a los ojos
a María. Ella no entiende lo que quieren decir. El hombre
que parece llevar la voz de mando le pide a su amigo, con
palabras corteses, que guarde silencio.

42
—Disculpe a mi compañero, señora María, es entusiasta.
Eh, tenemos información sobre que usted es madre soltera,
vive con su hijo (el segundo, supongo) y tiene varios años
intentando inscribirlo en una escuela decente. Usted sabe,
tanto o más que nosotros, que la educación en este país dejó
de ser accesible.
—Así es. Mi hijo Miguel tiene diez años y hasta hoy no ha
pisado un colegio. Me ha tocado enseñarlo en casa. Creo que
es un chico muy inteligente para su corta edad, me ayuda
muchísimo en la casa. No lo digo porque sea mi hijo, por si
acaso —intenta sonreír.
—Una de sus vecinas, que también era socia de la pelu-
quería, nos dijo que, entre todas, la que estaba más urgida
por el futuro de su hijo era usted. ¿Es eso verdad? Enten-
demos que esto puede ser precipitado o difícil de digerir.
—No entiendo, oficial, ¿a dónde quiere llegar?
En un largo parlamento el oficial le explica la razón de
su visita. María Victoria queda perpleja ante la propuesta
completa. Ellos se disculpan por la urgencia con que abor-
dan el asunto, pero no tienen más opción que darle un plazo
muy corto para pensarlo. Le indican que vendrán mañana,
sin importar la decisión que ella haya tomado. Le dejan un
folleto con escasa información y se retiran.
A la mañana siguiente, María Victoria se despierta muy
temprano. Va a la habitación de su hijo, se inclina en el
marco de la puerta y observa que Miguel duerme placen-
teramente. Una pequeña lágrima le recorre la mejilla. Se la
quita con el pulgar.
Minutos más tarde, llegan los oficiales. María los invita
a pasar y les ofrece una taza de café. Cuando llevan unos
veinte minutos conversando, el rostro de ella cambia poco
a poco: se siente muy insegura, temerosa por lo que está a
punto de suceder. Antes de que ella se levante de la mesa,

43
Miguel baja de las escaleras y le pregunta a su madre qué
ocurre.
—¿Él es el pequeño Miguel? —dice el hombre que parece
a cargo—. Mucho gusto compañero, un placer.
—Mamá me dijo que no hablara con extraños.
—No te preocupes, pequeño, no hay nada que temer.
Todo está bien. Precisamente quería preguntarte algo ¿Vas
a alguna escuela por aquí cerca de tu casa? Tu madre nos
dijo que ella te da clases.
—Sí, así es, no estudio en el colegio más cercano porque
no ha habido cupo.
—¿Qué te parece, Miguel, si te dijera que nosotros po­­
demos ayudarte? ¿Te gustaría aprender? ¿Estudiar en un
colegio?
—Bueno, sí quiero. Me gustaría ir a la escuela y tener
amigos.
—Okey, perfecto. Precisamente de eso estuvimos hablan-
do ayer con tu madre, ahora solo falta que decida. ¿No es
verdad, señora Álvarez?
Ella, a diferencia de los oficiales, tiene una presión enci-
ma. Decide hablar con su hijo y decirle la verdad. Su voz
quebrada refleja su sentir.
—Miguel, no te lo dije porque no quería alarmarte. Ayer
quemaron la peluquería donde trabajo, así que el dinero que
ganaré solo vendiendo desayunos no será suficiente para
mantenernos. Toda madre daría lo que fuera por su hijo,
pero, lamentablemente, no tengo nada que darte en este
momento.
—Mamá, ¿por qué lloras?
—Me es muy difícil explicártelo, hijo. Yo siempre he
querido que estudies. Han pasado muchos años y aún no he
podido darte eso. Ahora… esta es la oportunidad… Quiero
que la aproveches… Tendría que…

44
—No entiendo, mamá, ¿qué me quieres decir?
El oficial a cargo interrumpe:
—Hijo, somos representantes oficiales del Nova Familia.
Ese es un internado para niños de bajos recursos, queremos
inscribirte. Tu madre no tendrá que pagar nada. Vas a apren-
der mucho ahí. Los chicos y las chicas pueden quedarse. Te
daremos todo lo necesario.
—¿Mi mamá no puede venir conmigo?
—Nos gustaría; pero el reglamento nos lo impide. Es la
cuestión, Miguel: estudiarás en Nova Familia con la condi-
ción de que te quedes, pero, en parte, la decisión es de tu
madre, nosotros al igual que ella queremos brindarte una
oportunidad.
María Victoria se seca los pómulos. Intenta retener la
emoción. Miguel tiene mucho miedo. Abraza a su madre,
le pide quedarse, quiere quedarse, no quiere despegarse de
ella. Ella lo estrecha, lo tranquiliza, le pide que no llore más.
—Tienes que entender —le dice—: para mí no es fácil.
Me siento muy contenta de que puedas estudiar. Ellos puede
que te den lo que soy incapaz de ofrecerte. Así es como tene-
mos que ver esta oportunidad. Yo quiero que estés bien, que
seas un niño sano y crezcas, que seas tan grande y fuerte
como… como sea posible. No te preocupes por mí, yo esta-
ré bien, buscaré la manera de volver a estar contigo pron-
tico, mi amor.
Miguel solloza. Los hombres sienten una ligera pena. El
oficial a cargo le da a María Victoria una carpeta que contie-
ne un documento sellado con un solo espacio en blanco. En
él debe ir su firma. Ella lee con detenimiento. Acepta. Firma
y devuelve todo. Ahora intenta que su hijo deje de abrazarla.
Miguel no la deja ir, la aprieta con fuerza. Para nada quie-
re separarse de su madre. Uno de los hombres se acerca a
Miguel y le habla con calma.

45
—Mira, amiguito mío, tu mamá ha tomado la mejor deci-
sión, para ella y para ti. No te pasará nada. Tu madre podrá
visitarse una vez al mes. Siempre estará en contacto contigo.
Por ahora tenemos que irnos.
—¡No, mamá, no quiero irme, por favor, no me dejes ir!
—Descuida, hijo. Todo estará bien, solo tienes que ser
valiente. —María le da un beso muy tierno en el cachete,
alza la mirada y le habla al oficial—. Prométanme que esta-
rá a salvo, que cuidarán de él, prométanmelo.
—Con mi vida —responde el oficial con mucha seguridad.
Minutos después, Miguel sube a su habitación y toma
sus pertenencias —o lo que cabe en su pequeño bolso—, se
encuentra más calmado. Acompaña a los hombres al auto.
Se da la vuelta, suelta el bolso donde tiene algunas de sus
pertenencias y abraza a su madre por última vez.
—No quiero irme. No quiero dejarte sola.
—Estaré bien, hijo. Además, una nueva aventura te espe-
ra. Estoy segura de que la disfrutarás. Prefiero eso a que
sigas viviendo aquí conmigo: este lugar, este barrio no es el
indicado para que un niño como tú crezca. Estoy cansada
de escuchar a la gente de aquí.
Le acaricia el cabello.
—¿Por qué dices eso? No te entiendo.
—No quiero que termines como muchos niños del barrio.
Un delincuente, un drogadicto… No. Tienes que ser un gran
hombre. Créeme que todo esto es lo mejor —repite. Lo abra-
za, con aire de convicción. Ya no lloran.
—Prométeme que irás a visitarme —dice Miguel, mirán-
dola a los ojos.
—Siempre iré a visitarte —asiente ella. Su sonrisa es autén-
tica—. Nunca te dejaré solo, mi amor.
—Te amo, mamá. Muchísimo.
—Yo te amo más, mi tesoro. Quiero que sepas algo: cuan-

46
do te sientas preocupado, o triste, recuerda: yo siempre estaré
aquí pensando en ti. Un día, muy cercano, por cierto, cruza-
rás esa puerta con un diploma en la mano y tu medalla sobre
el pecho. Me darás ese regalo, y yo seré entonces la madre
más feliz del universo. Considera esto un hasta pronto. Que
tu conciencia te llene de fortaleza, que tu boca hable solo la
verdad y que tus manos obren por el bien del mundo. Solo
así podrás vivir en armonía. Solo así encontrarás la paz.
Miguel se echa para atrás. Se da la vuelta y se aleja, sus
ojos vidriosos se pueden apreciar desde lejos. Camina lenta-
mente y toma su bolso. Antes de entrar al auto se voltea y
se despide. María Victoria no puede contener las lágrimas;
un nudo en la garganta interrumpe su respiración. Se despi-
de con un gesto de la mano. Uno de los oficiales habla en
voz alta con ella y le dice que se comunique al teléfono que
le han dejado. Le asegura que su hijo se convertirá en una
gran persona, el ciudadano ideal. María Victoria los despi-
de. Observa cómo el auto se aleja lentamente calle arriba.
Al igual que Gabriel y Miguel, en las mismas circuns-
tancias, varios hombres y mujeres de la nueva organización
se dirigen a varias comunidades pobres cercanas de la capi-
tal, visitan los hogares más desfavorecidos, llegando hasta
el pueblo más humilde y ofreciendo las mismas propuestas
—brindar educación apropiada a niños y niñas de entre diez
y catorce años, en un recinto donde se les brindará todo, con
la única condición de que se queden en las residencias adya-
centes de la organización—. A algunos padres se les hace
muy difícil dejar ir a sus pequeños. Muchos de ellos lloran
y patalean, las madres, principalmente, son las más sensi-
bles. Sin embargo, todos tienen una buena motivación. La
estrategia tiene, en parte, su punto fuerte: ofrecen mejores
oportunidades a niños que el gobierno y demás instituciones
han descuidado o, de plano, no han atendido nunca. Niños

47
que podrán aprender lo que nunca aprendieron. Quieren
convertirlos en personas importantes para la nación, dicen;
sin embargo, jamás se atreverán a revelar la verdad, el moti-
vo por el cual están buscando a estos chicos. Por otro lado,
de ser exitoso el proyecto, estará más allá de lo que siquiera
son capaces de imaginar.
En cambio, otros padres dejan ir a sus hijos sin que les
importe mucho dónde van a vivir. Para los hijos es un alivio
no seguir soportando a sus padres; prefieren irse a otro sitio
que seguir estando con ellos. Esto es así, más que nada, en
el caso de aquellos que están empezando la pubertad —más
rebeldes y con pensamientos bruscos—. Los hombres y mu­­
jeres que reclutan a los muchachos, sin importar qué tan
interesados estén sus padres en darles permiso, le piden que
firmen un documento legal donde expresan las condiciones
del contrato. Con todos los beneficios que le brindarán a sus
hijos con la condición exclusiva de que permanezcan en la
escuela y que solo recibirán visitas una vez al mes. Durante
tres días, desde muy temprano hasta la tarde, los hombres
y mujeres de la organización han buscado exhaustivamente
a los niños y niñas que requieren para sus planes. En total
son dieciséis (ocho niños y ocho niñas).
He aquí los reclutados: en el grupo de los que tienen diez
años están Miguel Ramírez, Estefanía Goncalves, Christo-
pher Sánchez, Laura Parra y Eliana Maldonado; en el de
los de once, Rafael Figueredo, Victoria Morelos y Claudia
Rojas; los que tienen doce años son dos, Julia Flores y César
Urbina; Patricia Chacón, Carolina Vega y Gilberto Peña
tienen trece; y, por último, los mayores, que tienen catorce,
Carlos Sosa, Sebastián Pérez y Gabriel Ramírez.
Desde este día, sus vidas cambiarán para siempre.
CAPÍTULO IV
ALTER LOCUS, NOVA FAMILIA

Los nuevos reclutas llegan a la sede. Algunos no se sienten


muy cómodos. Para otros, es una experiencia completamen-
te nueva: nunca habían visto tanto orden, ni un lugar tan
limpio, con oficinas pulcras pintadas de blanco, una sala de
computadoras con equipo sofisticado —y con más de treinta
operadores en línea—. Tras un rápido recorrido por las insta-
laciones, son llevados en transporte privado a un pequeño
auditorio no muy lejano de la central, el personal los acom-
paña hasta sus asientos. Los niños se sientan al frente; los
adultos, en unas filas más arriba. Entran más personas. Los
niños están nerviosos, temerosos, algunos inquietos, tristes,
se secan las lágrimas, apartarse de sus familiares les ha afec-
tado mucho. Los más grandes tienen la mente en otras cosas
de menor importancia.
Las luces del auditorio se apagan y las niñas más pequeñas
sienten un poco de susto. De pronto se enciende una luz en
la tarima y aparece el doctor Acosta. Viste una bata blanca
que luce el logo de la organización. Los presentes comien-
zan a aplaudir y a vitorearlo. Francisco, sonriente, sujeta su
micrófono y se acerca al borde de la tarima.
—Muy buenas tardes a todos. Gracias por su entusias-

49
mo. Este reconocimiento tan caluroso de su parte es para
ellos, todo el agradecimiento debe ser para nuestros peque-
ños guerreros, los nuevos miembros de nuestra organiza-
ción. Gracias a ustedes, jóvenes, el sueño de tener un mejor
país está cada día más cerca, con nuestro apoyo y con su
ayuda estoy seguro que lo vamos a lograr. De corazón les
doy la bienvenida.
Nueva ola de aplausos. Los niños no tienen idea de lo que
sucede, sus rostros irradian inseguridad y temor. Al verlos
tan nerviosos, el doctor interactúa con ellos, para romper
el hielo.
—Buenas tardes, chicos. A algunos de ustedes les puede
parecer intimidante o extraño todo esto. Se preguntarán por
qué están aquí, así que me gustaría que alguno de ustedes
se acerque a la tarima a dar su opinión, vamos, no tengan
miedo.
Silencio. Muchos están apenados y nerviosos; se quedan
callados, un silencio incómodo, hasta que uno de los mucha-
chos levanta la mano. El doctor lo invita:
—Hola, amigo, ¿cómo te va? Me dices tu nombre, por
favor.
—Hola, me llamo Sebastián Pérez —responde, confiado.
—Mucho gusto, Sebastián. Soy el doctor Francisco Acos-
ta, ¿cuántos años tienes?
—Catorce. Mi cumpleaños fue hace dos semanas.
—Me contenta mucho, Sebastián. Sé que hoy ha sido un
día duro para todos: dejar a la familia no fue fácil, pero todo
se hace más sencillo cuando lo haces por amor. No piensen
que sus padres los han abandonado aquí. No es así, uste-
des están aquí por una razón, que nunca se les olvide: serán
ciudadanos de este país, honrarán a sus familiares.
—Me dijo uno de los hombres que viviríamos en la
escuela.

50
—Eso es correcto. En parte. Ustedes van a estudiar y
aprender en un internado. Tendrán un lugar muy conforta-
ble donde dormir, tendrán comida sabrosa y nutritiva… Es
un lugar de ensueño. La pasarán bien, te lo aseguro. Ahora
dime: ¿cómo reaccionó tu padre cuando te dejó venir con
nosotros? ¿Estaba alegre, estaba nervioso?
—Mi padre ya no está. Murió hace dos años, era moto-
taxista… Murió en un atraco, cuando intentaban robarle la
moto. Desde entonces he vivido con mi madre. Ella estaba
contenta por dejarme ir, pero triste al mismo tiempo porque
no me vería tan seguido como siempre lo había hecho.
—Lo lamento mucho, Sebastián. Seguro que tu padre está
muy orgulloso de ti, donde sea que se encuentre. Igual que
tu madre. Dentro de unas semanas la volverás a ver. Eso va
también para todos ustedes, muchachos. No hay por qué
llorar, sus padres vendrán a visitarlos pronto. Muchas gracias
por compartir tu historia con nosotros, Sebastián. Puedes
volver a sentarte con tus compañeros.
El muchacho baja de la tarima y se sienta de nuevo en su
lugar. A su lado se encuentra César, uno de los selecciona-
dos; este se mofa de Sebastián cuando se sienta y le susurra:
«Ay, sí, el niño bueno. Gafo».1 Sebastián se molesta y empu-
ja al chico, empiezan a desafiarse los dos hasta que el doctor
Francisco los ve discutir y decide intervenir:
—No peleen, chicos, ustedes vinieron aquí a ser amigos,
no a discutir ni a pelear. Eso no los conducirá a nada. ¡Vean,
señores, esto es a lo que me refiero! Hasta los más pequeños
están sometidos a esta conducta. Eso tiene que desapare-
cer. No podemos seguir tolerando la violencia, no podemos
seguir dándole más cuerda a las peleas y a la confrontación.

1 Es decir, tonto, que expresa ideas tontas o poco inteli-


gentes (N. del E.).

51
Si extrañamos tanto la buena fe de las personas, debemos
empezar por nosotros mismos dando el ejemplo.
El doctor menciona al público en general las virtudes y
bondades de la inclusión de estos niños a la organización;
no les revela el fin verdadero del proyecto, pero sí mencio-
na grosso modo el proceso de estudio intensivo al que serán
sometidos.
—Jóvenes —prosigue, agravando el tono—, coman bien
esta noche. Los llevaremos a su nuevo hogar, donde les dare-
mos todo. Esa es nuestra función. Ustedes protagonizarán
la historia. Dicen que los niños son el futuro del país, ¿no?
Pues yo pienso que ustedes no son el futuro; son el presen-
te. ¡Que no se les olvide! Si vamos a cambiar nuestro país,
tendrá que ser ahora. Como dijo Pitágoras: educar no es
dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificul-
tades de la vida.
Todos se ponen de pie y aplauden con estruendo. El
doctor hace señas a los pequeños, como símbolo de res­­
peto y admiración: ellos merecen esos aplausos. Se sienten
contentos de que los tomen en cuenta. Ninguno se imagina
lo que está por venir. Varios de entre el personal bajan las
escaleras para charlar con ellos; solo uno se aleja del grupo,
sube las escaleras con prisa, sale del auditorio y mira para
a los lados. Cuando corre hacia el pasillo se tropieza con
Gustavo; este se intriga un momento.
—¿Cuál es la prisa, Gabriel? ¿Ya te quieres ir? Mejor
regresas al auditorio y así te ahorras un problema.
—No quiero estar aquí, quiero largarme, así que déjame
solo. —Gustavo eleva un puño. De inmediato se detiene; ve
que una mujer lo observa. Disimula con un gesto al cabello
de Gabriel. El hombre le pone una mano en el hombro para
que regrese al auditorio.
—Ven, hijo. Pronto conocerás tu nueva casa. No te sepa-

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res del grupo. Ve con tus nuevos amigos, anda. —La seño-
ra lo sigue con la mirada, duda de Gustavo; este le muestra
una sonrisa falsa e intenta salir airoso—: Estaba peinándolo.
Esos niños son un desastre.
—Ni siquiera lo pienses, Castillo. Puedes engañar al chico,
pero no a mí. No es tu hijo. Ni se te ocurra hacerles daño en
mi presencia, a ninguno de ellos.
—Por favor, Carla, ¿cómo se te ocurre? No le haría daño
a ninguno, bueno, si ninguno se lo merece…
—Mi experiencia en Pedagogía, señor Gustavo, me deja
claro algo. Déjeme decirle: a un niño jamás, ¡jamás!, se le
debe reprender. Si hay que castigarlo, hay mil maneras más
sencillas de hacerlo. Nada de maltrato físico ni verbal: la
violencia nunca es la solución. Pensé que la charla se lo había
dejado claro. Los niños ven su ejemplo, señor Castillo.
—No hay necesidad de tener una discusión sin sentido.
Tú lo dijiste, nuestro queridísimo doctor no quiere nada de
violencia, así que ¿por qué no te vas con el grupo mientras
me voy a hacer algunos mandados? —La mirada sarcástica
de Gustavo no deja que la confunda. Carla se retira sin más
palabras. Él se queda un momento de pie, pensando, luego
se da la vuelta, camina por el pasillo y sube las escaleras.
Los niños están muy emocionados, comienzan a conocer-
se. Uno de los más pequeños, Miguel, al terminar de saludar
algunos de los adultos, voltea la mirada a las escaleras del
auditorio. Allí ve a un muchacho sentado, lo observa, pasa el
tiempo suficiente para reconocer la cara su hermano. Grita su
nombre. Él levanta la mirada y ve al pequeño. Su cara de tris-
teza cambia al ver a su hermano menor; sale corriendo hasta la
primera fila y se abrazan. Miguel se siente muy emocionado.
—Hermanito, ¿cómo estás? Pensé que no volvería a verte
nunca. Cómo has crecido, cuánto tiempo ha pasado. —Su
hermano lo sujeta con fuerza.

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—Te extrañé mucho, Gabriel. Mi mamá también.
—Ya Miguel, no te pongas así —dice Gabriel con un nudo
en la garganta—, no tienes por qué estar triste, ninguno de
los dos debemos estarlo. Lo que importa es que estamos
juntos otra vez.
—Prométeme que no me dejarás solo otra vez, hermano.
—Nada nos va a separar de nuevo, te lo prometo.
Los dos se unen al grupo otra vez. Los oficiales que se
encargaron de traerlos los llaman para llevarlos a la nueva
casa. La mayoría ha perdido un poco la timidez, tienen más
confianza en los adultos. Se suben al autobús que lleva el
nombre de la escuela, pintado de verde y vino tinto. El logo
es sublime y evoca los escudos romanos. Pasean un rato por
la capital. Se entretienen con la vista durante el viaje. Pasan
por las plazas y las iglesias hasta que llegan a una casa colo-
nial muy grande y espaciosa, con columnas de color blanco
y paredes pintadas de color amarillo y naranja.
Anteriormente, la casa pertenecía a un general adinerado
del siglo diecinueve. Ahora será el hogar de los muchachos.
Tiene casi treinta habitaciones, trece baños, un comedor
enorme, tan enorme como la cocina, una inmensa bibliote-
ca y distintos cuartos que servirán de salones de clases. Por
un tiempo, tras la muerte del general, la casa estuvo bajo la
supervisión del Ministerio de Cultura. Debido a la desidia
del gobierno, fue descuidada y finalmente abandonada. La
nueva organización compró la propiedad y la restauró por
completo, ampliando el patio trasero y la infraestructura
subterránea. Ahora su nombre no es Casa Generalista Fuen-
mayor. Simplemente se llama Nova Familia.
Los niños, por ser equitativo cada grupo, ocho varones
y ocho hembras, son enviados de dos en dos a cada habi-
tación. Gabriel pide quedarse con su hermano menor, pero
los encargados le dicen que no se puede, que la selección de

54
parejas será dentro de unos minutos. De igual forma le dicen
que será poco el tiempo que permanecerán con sus compa-
ñeros. Cambiaran las parejas cada cierto tiempo.
Los adultos llaman a todos al salón principal. Los niños
bajan y se sientan en el piso. No hay muebles, pero la alfom-
bra es bastante cómoda. Frente a ellos tienen una enorme
pizarra acrílica y una mesa con dos vasijas de color azul y
rosa.
Entran ocho personas bien vestidas. Los hombres con
trajes y las mujeres con vestidos. La mayoría de ellos son
de edad avanzada. Entre ellos está Gustavo. De todos los
muchachos, al único que le incomoda su presencia es a
Gabriel.
La tutora Estela Castellanos se presenta y les da la bienve-
nida. El resto de los profesores le hacen señas para que tenga
el honor de elegir a sus estudiantes primero. Mete la mano
en la vasija rosada y saca dos papelitos. Toma el marcador
del pizarrón y escribe el nombre de ella y de sus estudian-
tes. Así hacen también los otros profesores.

Tutora: Estela Castellanos


Estudiantes: Estefanía y Julia

Tutora: Celeste Sarmiento


Estudiantes: Laura y Eliana

Tutora: Lucia Valderrama


Estudiantes: Victoria y Claudia

Tutora: Luz Torrealba


Estudiantes: Patricia y Carolina

55
Tutor: Jorge Alarcón
Estudiantes: Miguel y Christopher

Tutor: Ramón Torres


Estudiantes: Rafael y César

Tutora: Carla Rodríguez


Estudiantes: Gilberto y Sebastián

Tutor: Gustavo Castillo


Estudiantes: Carlos y Gabriel

Para suerte de todos, los profesores brindarán la mejor


educación posible. Muchos están entusiasmados con asumir
su rol como si fueran sus padres. Pero, por desgracia, Gabriel
no quería ser estudiante de Gustavo, le parece el colmo. El
azar ha ganado esta, piensa, pero se mantiene callado, ocul-
tando sus sentimientos.
La profesora Castellanos enuncia las reglas de conviven-
cia. Nadie hasta ahora ha revelado la verdad: es muy tempra-
no para explicar por qué están aquí.
—Bueno, chicos, esto es todo por hoy. Mañana habrá
clases, ahí nos veremos. Por cierto, se me olvidó mencionar-
les: los alistados para cada tutor son también los que compar-
tirán habitación, así que espero que se conozcan bien y se
hagan amigos.
Una profesora da, en voz alta, la orden para que todos
se vayan a las duchas y dice que en unos minutos servirán
la cena. En eso, Laura se pone triste y comienza a llorar. La
profesora Celeste, su tutora, se le acerca:
—Mi amor, ¿qué tienes? —pregunta—. ¿Por qué lloras?
La niña dice que nunca en su vida había cenado. A Celes-
te se le encoge el corazón; ha olvidado que la mayoría de

56
estos pequeños vienen de barrios muy pobres y comuni-
dades olvidadas de la capital. Le responde con un abrazo
consolador. Al calmarse la niña, camina junto a ella rumbo
a su habitación, al igual que el resto.
Gabriel es el único que permanece abajo. Gustavo se le
acerca, pero antes de que diga algo, Gabriel le advierte:
—Espero que seas mejor como profesor que como perso-
na. Ni se te ocurra que puedes hacer conmigo lo que te dé
la gana. No soy tu hijo, así que trátame bien.
—Muchacho, aquí tú no tienes ni voz ni voto. A partir de
ahora, cuida tus palabras, porque pueden ser motivo sufi-
ciente para que te demuestre quién manda aquí. Ahora, largo.
Gustavo se aleja no sin antes darle a Gabriel un fuerte
espaldarazo. La mirada enfurecida del joven desaparece cuan-
do su hermano lo saluda desde el otro lado del pasillo.
Gabriel aprovecha el momento libre que posee para hablar
con su hermano. Hablan por horas; se cuentan detalles de sus
historias. El tiempo se les va como un suspiro.
CAPÍTULO V
MI NOMBRE ES… (I)

Pasadas las once de la noche, todos los muchachos están en


sus habitaciones, descansando como nunca lo habían hecho.
Solo uno permanece despierto, completamente apartado de
la realidad. Gabriel baja las escaleras, se encamina a la sala, se
acerca a la puerta e intenta abrirla. Está cerrada con seguro.
Decide tomar un camino hasta el comedor. Las luces están
encendidas. Con mucho sigilo, camina hasta la puerta trase-
ra. También esta está trancada. Gabriel suelta un suspiro de
frustración. En un instante las luces se encienden y se apagan.
Gabriel se asusta y luego voltea la mirada.
—¿No es muy tarde para que un chico como tú este des­­
pierto?
La profesora Carla Rodríguez lo sorprende; le sonríe
mientras trata de calmar sus ganas de reír. A Gabriel no le
pareció muy agradable el susto. Se retira de la cocina, pero
la señorita Rodríguez le coloca la mano en el hombro y le
pide que le regale un minuto.
—Veo que tienes insomnio —dice—. ¿Te gustaría acom-
pañarme un momento a ver el paisaje? La vista desde la
azotea es sublime.
Gabriel asiente tímidamente con la cabeza. Ella lo toma de

59
la mano y ambos suben hasta el tercer piso de la mansión. Van
a la azotea. Carla saca las llaves de su bolsillo y abre la puer-
ta, sin hacer mucho ruido. Estando allí, Gabriel contempla
el hermoso paisaje nocturno de Ciudad Esperanza, hipnoti-
zado por su espectacularidad. Se acerca a una esquina donde
se queda de pie sin decir nada, solo observando las luces,
escuchando el sonido que emite la brisa, sintiendo que esta
le mece el cabello. La señorita Carla se le acerca; desea tener
una conversación con él.
—Hoy ha sido un día muy difícil para todos —dice—.
Veo que no eres la excepción. Dejar todo atrás…, a tu fami-
lia…, a tus amigos. No es fácil digerir todo eso.
—Lo único que dejé atrás fue a mi padre. Pensé que era
la única familia que me quedaba. Pero hoy me enteré de que
no es así.
—¿Por qué dices eso? —pregunta la profesora Rodríguez
mirándolo a los ojos.
—Hoy en el auditorio me sentí desolado —confiesa Ga­­
briel—. Pasé por un momento muy triste. Mi padre no me
dejó aquí voluntariamente. Lo supe desde el momento que
me pidió que me fuera. Por muy loco que pueda sonar, sé
que él me quería a su manera. Después de los golpes y los
insultos que yo recibía, sé muy en el fondo que ese desgra-
ciado me quería mucho, y yo nunca se lo dije, nunca le dije
cuánto lo amaba.
Se siente desconsolado y a punto de llorar. La señori-
ta Carla le da un abrazo, escucha con bastante empatía su
historia. Gabriel le cuenta su reencuentro con su hermano.
—Así que el pequeño Miguel es tu hermanito —dice la
señorita Carla—. Qué coincidencia.
Gabriel se extraña:
—¿Cómo supo que estaba hablando de él?
—No es complicado saberlo —dice la profesora, con una

60
leve sonrisa—. Tienen el mismo apellido, y se parecen un
poco. Tienen el mismo color de ojos. Despiden el mismo
espíritu, por decirlo de alguna manera.
—Quizá sí. —Gabriel se encoge de hombros. Hace silen-
cio unos segundos y pregunta—. Profe: ¿nosotros estaremos
viviendo aquí para siempre? —Acaso sus ojos se humede-
cen, pero Rodríguez no parece advertirlo.
—Estarán aquí el tiempo suficiente para convertirse en
excelentes personas, ciudadanos capacitados para retribuir
a la sociedad lo que esta está haciendo posible para ustedes.
—¿Qué significa «retribuir a la sociedad»?
—En pocas palabras, trabajar. Tener una familia feliz, un
trabajo digno, un hogar. Trabajar por sus sueños. La socie-
dad necesita doctores abnegados, abogados honestos, policías
inteligentes y honestos también, que velen por la seguridad
de todos. Pero lo que más necesita la sociedad es ciudadanos.
—¿Por qué?
—¿Acaso no es obvio? Porque son la base de una socie-
dad fuerte.
A Gabriel le parecen sinceras las palabras de la profe-
sora Carla. La tiene por una señorita altruista y franca. En
todo caso, parece muy segura de lo que dice a continua-
ción: «La educación, el pilar que mantiene unida una socie-
dad exitosa».
Contemplan el cielo otros minutos.
—Gracias por traerme aquí, profe. Está bastante frío,
pero necesitaba aire fresco.
—No es nada, hijo. Yo también me estoy congelando.
Bajemos. Te voy preparar un té para que puedas dormir.
Justo antes de irse a dormir, Carla se le acerca a Gabriel
y le dice por lo bajo, con arrulladora amabilidad:
—Cada vez que necesites desahogarte, puedes contar
con­­­­­­migo, ¿okey?

61
Se despiden tras un abrazo. Gabriel entra a su habitación.
No pasa un minuto cuando oye que se abre la puerta prin-
cipal. Carla se asoma desde la escalera y ve a dos hombres
entrando. Uno de ellos se queda mientras le pide al otro que
se retire, al cerrar la puerta el hombre mira hacia arriba y la
profesora se agacha rápidamente. El señor no la distingue, así
que camina hacia las habitaciones que se encuentran abajo.
Se levanta y rápidamente entra a su habitación, con la duda
de quién era ese que entró.
Acostado en su cama, Gabriel se duerme rápidamente.
Las últimas semanas Gabriel solo ha tenido más que pesa-
dillas, pero esa noche es diferente. Ha conciliado el sueño,
sus recuerdos pasan fugaces por su mente: la despedida de su
padre, la llegada a la mansión, el reencuentro con su herma-
no… Luego todo cambia a un fondo claro, la combinación
armoniosa entre el sol saliente amarillo y el agua azul crista-
lina. Gabriel se ve en una isla. Tiene una pelota de fútbol, casi
desgastada. «Pásamela, hermano», dice Miguel. Gabriel así lo
hace. Sueña que juegan por horas, y que hablan, pero Gabriel
no oye palabras. Se da cuenta que quien está a su lado no es
su hermano. Como si estuviera observando desde lejos, él se
les acerca, pero no notan su presencia. Ambos se ponen en
pie y corren al agua. Cuando se adentran en el mar, el sueño
se troca. Un jardín. Gabriel contempla un jardín frondoso,
verde. Desde lo lejos reconoce a su madre, que camina junto
a un pequeño bebé, enseñándole a dar sus primeros pasos.
El pequeñín mueve sus piernitas. La mamá lo suelta. El bebé
sigue caminando por su cuenta, hasta que se tropieza, cae y se
convierte en Gabriel, cuando este tenía ocho años. Se levan-
ta, se sacude los pantalones y aborda una bicicleta. Aparece
su padre, Alonso, bien vestido y arreglado, sobrio —el padre
responsable que siempre quiso tener—. Camina hasta donde
está Gabriel, otra vez en el suelo, y lo ayuda a ponerse de pie

62
y a montar la bicicleta. Lo ayuda a impulsarse. Gabriel peda-
lea solo con fuerza; se da la vuelta y le grita a su padre «¡lo
estoy logrando!». El otro Gabriel contempla la escena desde
lejos. En otro plano ve a una gran cantidad de niños juntos,
jugando y compartiendo. Se trata del patio de la mansión.
Nunca en su vida había visto niños tan felices.
Amanece en Nova Familia. Los muchachos están levan-
tados con la excepción de Gabriel, que sigue durmiendo.
Son las diez de la mañana y todos ya han desayunado. Entra
Miguel a la habitación (algo desordenada) y se acerca a
Gabriel. Con la voz baja intenta despertarlo.
Gabriel abre los ojos y ve a su hermanito muy feliz.
—Hola. ¿Qué pasó? ¿Qué estás haciendo?
—Despertándote. Ya todos comieron. El profesor Jorge
dijo que habrá reunión. Es importante. Apúrate, que ya es
tarde.
—¿Qué llevas puesto? Pareces un payaso. —Detalla el
uniforme de su hermano: pantalones cortos azul marino, una
camiseta de franela de mangas largas, también azul marino y
con el logo de la casa en el lado izquierdo del pecho.
—A mí me gusta, es cómodo. —Va saliendo—: ¡Apre-
súrate, que es tarde!
Miguel lo ha esperado en la entrada de la habitación.
Ambos hermanos bajan corriendo cuando aparece Gusta-
vo y le pide a Gabriel que pare. El rostro feliz del mucha-
cho se desvanece.
—Ve con tus compañeros, Miguel —dice Gustavo—.
Necesito hablar con él a solas.
Miguel obedece en silencio, muy a su pesar, y se retira
al patio.
Gustavo, amablemente, le pide a Gabriel que lo acompa-
ñe a la cocina. El chef de la casa le pregunta qué va a comer
el niño.

63
—Dominico, dame dos desayunos normales, gracias —res­­
ponde Gustavo.
Gabriel permanece callado. Castillo toma un cuchillo de
la mesa y lo observa como si no supiera lo que es, hasta que
sus ojos se desvían hacia el chico.
—¿Y ahora qué hice? —La voz de Gabriel es un hilo—.
¿Dormir de más?
—Gabrielito —suspira Gustavo—, hay algo a lo que tene-
mos que estar acostumbrados… ¿Has oído a alguien decir
que «el flojo trabaja doble»?
—Sí.
—¿Y qué piensas de esa frase?
—No sé. —responde Gabriel, sin tapujos. No le apetece
contribuir a esa conversación.
Gustavo abandona el cuchillo sobre la mesa.
—Okey, tendré que explicártelo de otra manera.
Dominico trae dos desayunos. Castillo le dice gracias y le
pide que se retire de la cocina. Dominico no vacila. El silen-
cio se establece en la estancia. «Miguel dijo que todos habían
desayunado», piensa Gabriel. «Él también se ha levantado
tarde».
—El esfuerzo se mide por el compromiso, Gabriel —dice
Gustavo—. La responsabilidad de una persona se evalúa en
virtud del trabajo, y el éxito es recompensado por lo bien
que se haya hecho la tarea. En fin. Te lo dejo de esta mane-
ra: te vas a comer tu desayuno y el «mío». Así será cada vez
que te levantes tarde. Esa es tu tarea. No dejes nada. Así
aprenderás a ser responsable.
—¿Y qué tiene que ver esto con que me levante tarde?
—lo afrenta Gabriel.
Cada plato tiene dos arepas con queso, caraotas, carne
mechada y un huevo frito en el centro. A duras penas podrá
comerse el suyo; pero ¿ambos?

64
—No lo haré —dice—, no puede obligarme. No es justo.
—Ah, ¿te gustaría saber lo que no es justo? Que solo dos
personas del grupo comieron su desayuno completo. Las
demás, dejaron comida en el plato. Mientras hay gente que
se mueren de hambre, ustedes, pequeños mocosos, se dan
el lujo de esculcar la comida y comer con pinzas. Míralo de
esta forma: a ustedes, niñitos pobechitos, les hace falta disci-
plina; y si nadie quiere dársela, yo lo haré sin dudarlo. No
te irás de aquí hasta que te comas todo, como que me llamo
Gustavo Castillo.
Gabriel se enoja, se levanta de la mesa. Gustavo lo retiene
con un grito y lo manda obedecer. Varios minutos después,
ambos salen al patio, que es espacioso y lleno de flores. Hay
una pequeña fuente en una esquina y muchas áreas verdes
donde se sientan los muchachos con profesores y algunas
personas ajenas de la mansión, como el doctor Acosta y
varios de sus asistentes. La profesora Estela Castellanos se
encuentra hablando, pero se interrumpe al ver que Gustavo
y Gabriel se aproximan.
—Esperemos que sus alumnos no se acostumbren a llegar
tan tarde a las reuniones —dice.
—No se preocupe, profe. Ya eso está arreglado, ¿no es
así, Gabriel? Siéntate.
Al ver que todos los alumnos están presentes, la profe-
sora continúa hablando:
—Como decía, es hora de que se presenten. Pasarán
adelante y dirán su nombre, su edad, lo que les gustaría
aprender aquí y lo que quisieran ser en el futuro. Dejemos
que comiencen con los estudiantes del profesor Alarcón.
Pasa al frente Miguel, quien declama sus datos perso-
nales y dice que se considera amigable y alegre, que espera
aprender mucho en la escuela y que no sabe qué quiere ser
de grande.

65
—Pero —enmienda— me gustaría ser una persona que
ayude a este país a salir adelante, como de seguro también
quiere mi hermano Gabriel.
Los niños y las niñas comienzan hablar entre sí. Voltean a
cada rato para mirar a los hermanos y buscarles algún pare-
cido. Los profesores piden silencio.
El siguiente niño es Christopher. Es un niño entusias-
ta, de cabello lizo con un corte bastante chistoso. Dice que
tiene diez años y que espera aprender mucho para ser alguien
importante para el país.
—Estoy aquí porque mis padres no me quieren. Dicen
que soy fastidioso. Tal vez hablo demasiado; pero no pien-
so que sea por eso. Casi siempre me decían: «Mira tú, cara-
jito del co…».
—Hey, excelente, Christopher —lo interrumpe Alar-
cón—. Muy detallada tu presentación. Vamos a dejar que
tus otros compañeros sigan. —Acompaña al muchacho a
sentarse, sintiéndose apenado por su personalidad tan extro-
vertida, mientras algunos niños se ríen.
—Bueno, ahora le toca el turno al profesor Castillo —dice
Estela Castellanos—. Presente a sus dos estudiantes, profe-
sor. Adelante.
Quien se pone al frente es el compañero de cuarto de
Gabriel, Carlos. Se parece mucho a este en actitud. Es el
joven más alto del grupo, atlético y de tez negra. Es un
muchacho algo incomprendido. «Buenos días», dice Carli-
tos Sosa. «Tengo catorce años. Durante gran parte de mi
vida he estado junto a mi padre y madre. Por desgracia, ellos
ya no están conmigo. Mi papá murió hace un mes por culpa
de un maniático que prefirió dejar a mi viejo sin vida que
robarle la cartera e irse. Mi madre tampoco se escapó de la
delincuencia: la apuñalaron hace dos semanas, más o menos,
en una esquina del supermercado. He estado viviendo con

66
mi tío, que en realidad es otro maleante más (y no me da
pena admitirlo). Por eso vine aquí». Para finalizar, Carlos
dice que quiere ser una persona de bien «para proteger a
los inocentes». Y añade: «También espero que nos llevemos
bien todos sin importar de donde vengamos».
Carlos se sienta mientras un momento de silencio, de
pena y de respeto se impone en el ambiente.
Se levanta Gabriel. Saluda y dice su nombre.
—Tengo catorce años —sigue—, y solo espero ser un
ciudadano; es lo único que quiero de este lugar, además de
compartir con mi hermanito y con todos ustedes. Espe-
ro que podamos ser amigos. Pido disculpas de antemano
si llego a ser un poco odioso con ustedes. Sé que a veces
puedo parecer malasangre, pero, al igual que mi compañe-
ro Carlos, yo también he pasado por malas experiencias.
Quizá por eso soy así.
Una pausa. Sus compañeros están en suspenso de lo pró­­
ximo que sigue, así que continúa hablando:
—Ojalá pasen los malos tiempos y podamos todos defen-
der a los buenos de los malos. Si quisiera ser alguien, sería
policía o militar. Pero uno bueno, no como esos que hacen
cosas malas. He aprendido que ser un buen ciudadano es
lo más importante para tener una sociedad unida —reci-
ta, recordando su conversación de anoche con la profesora
Carla—. Solo espero que algún día el mundo sea un lugar
mejor donde vivir. Que no haya pobreza, ni sufrimiento.
Que nuestros padres se sientan orgullosos de nosotros. Y
felices por habernos mandado aquí. Para finalizar, solo quie-
ro decir que la sociedad solo saldrá adelante si los ciudada-
nos somos educados y tenemos valores, si honramos nuestro
nombre y hacemos lo decente. Respetar los derechos de los
demás es lo más importante en la vida. —Gabriel clava su
mirada en el rostro risueño de su tutor quien se regocija

67
del monólogo de su estudiante—. Espero que mi profesor
entienda eso algún día.
Los profesores, boquiabiertos, miran a Gustavo, quien,
experto en disimular, oculta a la perfección la vergüenza y
el odio que se extiende en su interior por las palabras del
muchacho. Sí, siente que lo ha insultado, pero como todo
un caballero. El rencor hacia él crece otro poco, mientras
Gabriel se regocija secretamente. Sabe muy bien que sus
palabras serán castigadas, pero aun así considera que hizo
lo que su corazón le pedía.
CAPITULO VI
MI NOMBRE ES… (II)

La actividad recupera su tranquilidad habitual después de


la intrépida intervención de Gabriel. A pesar de ciertos
puntos encontrados entre los alumnos y sus presentacio-
nes, el turno les corresponde a las estudiantes de la profe-
sora Estela Castellanos.
Estefanía Goncalves se presenta: tiene 10 años, espera ser
doctora comunitaria como su madre, agradece la oportuni-
dad que Nova Familia le ha dado para formarse como otra
de sus estudiantes y, al igual que el resto, aspira ser una gran
profesional. Cuando ella se va a sentar, uno de los niños que
está a su lado le hace una mueca, rebota sobre sí mismo y dice
en voz alta: «Sí que pesas, gorda». Varios niños —en espe-
cial los más pequeños e inmaduros— se ríen de su payasada.
Estefanía se cohíbe, la profesora le llama la atención al niño
y le pide que se disculpe; él lo hace, pero en tono de mofa y
sarcasmo. Pasado ese momento, le toca hablar a la otra chica.
Julia Flores se levanta. De 12 años, todavía no sabe ni le
entusiasma mucho saber cuál será su profesión de adulta, lo
único que agradece es tener la oportunidad de tener amigos
de su edad, antes vivía en uno de los barrios más empobre-
cidos de Ciudad Esperanza. Dicha experiencia le enseñó que

69
los más grandes tienen el deber de proteger a los más peque-
ños. Por eso, con una voz que inspira confianza dice: «… y
así como mi compañera Estefanía, espero que la respeten,
tanto a ella como a mí. Yo soy robusta y lo admito, pero si
te metes con alguien más por su físico, la pasarás muy mal.
Eso va contigo, payasito pelirrojo». El chico se ríe sin pres-
tarle mucha atención a la advertencia de Julia.
—Muy bien, chicas, debemos mantener el respeto con
nuestros compañeros para vivir en armonía, ahora es el
turno de los estudiantes de la profesora Lucia Valderrama
—sentencia Castellanos.
Victoria Morelos, de 11 años, pasa al frente, permane-
ce callada a pesar de que su tutora, haciendo gestos con las
manos, la motive a participar. La chica tan tímida regresa
con su profesora y le da un abrazo, ella le pregunta si quie-
re decir algo más, pero baja la mirada y se queda allí, enton-
ces se pone de pie su compañera, una chica muy linda, tiene
ojos verdes y cabello rubio, los niños la miran con mucho
asombro, pero más allá de su exterior, por dentro es comple-
tamente diferente de lo que muestra a simple vista.
−Mi nombre es Claudia Rojas, tengo 11 años de edad
y en realidad estoy molesta con mis padres por dejarme
aquí, realmente no tengo nada que compartir con ustedes,
no merezco estar en un lugar así alrededor de tantos niños
feos y niñitas modestas.
La profesora le pide que se siente y le pide que se discul-
pe con la clase, pero ella hace caso omiso, engreídamente se
rehúsa y se separa del grupo. La profesora Castellanos trata
de calmar las ansias de todos y volver a la normalidad con la
dinámica, que lentamente se ha tornado bastante aburrida
para los estudiantes. Con las miradas distantes o contando
los granos de tierra que yacen debajo de la grama, poco a
poco pierden el interés.

70
Segundos después se presentan los alumnos de Ramón
Torres. Rafael Figueredo de 11 años y Cesar Urbina, un año
mayor que su compañero. El primero, con mucha humildad
les desea al resto de sus compañeros que su estancia en la
academia sea memorable, por su parte, el hiperactivo Cesar
—el niño que se ha burlado de cada uno de los participan-
tes— dice que cuando sea exitoso y millonario, espera poder
ayudar a sus compañeros más feos para cambiarles su físi-
co. Dicha burla va directa a Rafael. Tras inflarse los cachetes
para imitar su gordura, este se le viene encima y empiezan a
pelearse, la charla se ha convertido en una clase de lucha. El
profesor Torres los separa y los regaña. Cuando se perca-
tan que Cesar tiene el ojo morado, Estefanía se burla de él.
—Eso te pasa por burlarte de nosotros, cabeza de zana-
horia.
—Soy pelirrojo, estúpida, el color zanahoria no existe.
Ahora es Julia quien se pone de pie y lo desafía, hasta
que la mayoría de los profesores intervienen, una de ellas
pide a la calma, pero solo lo logra gritándoles con mucha
fuerza, una profesora chapada a la antigua, la doctora Luz
Torrealba, quien ya ha hecho más de 2 doctorados en peda-
gogía infantil.
—¡Ya basta de tanto alboroto! Me parece abominable
su comportamiento, se supone que debemos pasar un rato
ameno entre todos, pero prefieren utilizarlo para descali-
ficarse los unos a los otros, eso no es correcto, si no quie-
ren estar aquí, preferimos entonces devolverlos a sus casas.
¿Quieren eso? ¿Volver a estar en las condiciones en que se
encontraban? Estamos aquí para ayudarlos a prosperar y eso
solo lo lograremos si trabajamos todos juntos, con respeto,
con disciplina, ¡así que me hacen el favor y se comportan!
La profesora Luz camina hasta donde se encuentra Clau-
dia y le pide que regrese al grupo. Luego de que su rabie-

71
ta terminara, ella accede sin ningún problema. Entonces la
profesora les pide a sus alumnas que se presenten, las ve con
mucho orgullo, son su mayor tesoro. Carolina Vega, de 13
años (quiere ser abogada) es una niña bastante madura para
su edad. Es simple y honesta. Su hermosa personalidad es
reflejo de su bella apariencia. Por su parte, Patricia Chacón,
de 13 años, dice con su dulce voz: «Quiero ser embajadora
para seguir impulsando nuestra nación y rescatar nuestros
valores, pienso que un mundo unido es posible si somos
capaces de admitir nuestros errores, y pienso que trabajan-
do juntos para corregirlo podemos llegar a ser un gran país».
Antes de seguir con la charla, el chef en conjunto con
sus asistentes trae algunos refrigerios para calmar las ansias
de los estudiantes. Tequeños horneados con queso crema,
salchichas de coctel con salsa agridulce y jugo de naranja
recién exprimido.
−Eso sí se lo comen enterito, ¿verdad? Esperemos que
el desayuno de mañana no se pierda —les recrimina Domi-
nico. Y con mucha razón, sus palabras le causan mucha risa
al doctor Acosta.
−No te preocupes, Dominico, no tendrás que esforzarte
mañana preparando el desayuno para los muchachos.
El doctor Acosta se siente muy seguro. La mirada de
Dominico expresa su incertidumbre al fruncir el ceño, mos­
trándose intrigado.
—En unos minutos te daré la razón. Puedes quedarte
aquí y acompañarnos. Estos chicos tienen carisma.
Ambos se quedan mientras le toca a otro grupo de estu-
diantes presentarse, los alumnos de la profesora Carla Ro­­
dríguez.
—Muy buenos días a todos los presentes. Mi nombre es
Gilberto Peña, tengo 13 años, estoy aquí gracias a mi papa,
el trabaja para la organización que nos está apoyando. Todos

72
los días rezo para que vuelva sano y salvo a casa. Él es poli-
cía, siempre ha defendido su honor, sé que el daría la vida
por mí y por cualquier otra persona solo para protegernos.
«Un policía corrupto es un policía sin alma, porque no tiene
una razón de seguir luchando»: eso me lo dijo él y compar-
to mucho sus ideales. Por eso quiero ser policía. Lo único
que tengo que decir es que debemos luchar juntos por un
mejor país, eso empieza desde abajo, y es nuestra respon-
sabilidad hacerlo.
De inmediato se coloca su compañero al frente y se pre­­
senta.
−Feliz mediodía a todos. Soy Sebastián Pérez, tengo cator-
ce años; no tengo que hablar mucho de mí, ustedes me escu-
charon en el auditorio cuando el doctor me llamó. No tengo
muchas aspiraciones a futuro: todavía sigo siendo un niño. Sin
embargo, comparto el mismo ideal de mi compañero Gabriel:
si quisiera ser alguien en el futuro, me gustaría ser policía o
militar, dar mi vida al servicio del país. Si mi padre murió
protegiendo a su familia, lo mínimo a lo que puedo aspirar a
futuro es dar mi vida por mi nación.
Tanto a Gilberto como Gabriel le brindan un estruendo-
so aplauso; luego de sentarse solo queda un grupo más —las
alumnas de la profesora Celeste Sarmiento—. Laura Parra,
de diez años, aspira a ser institutriz. Su intervención es corta:
no desea alargar la tarde, que ha estado tan llena de chachara.
Una última niña se pone de pie frente a sus compañe-
ros. Sus ojos marrones, su cabello rizado. Su sonrisa es lo
bastante hermosa como para llamar la atención de los más
pequeños, entre ellos Miguel, quien queda asombrado por
su presencia y su mirada, siente algo extraño en su pecho.
—Buenas tardes. Me llamo Eliana Maldonado. Tengo diez
años. De grande quiero ser arquitecta, ya que mi bisabuela
y mi bisabuelo también lo fueron. El edificio donde está el

73
presidente fue construido con la ayuda de mis bisabuelos al
igual que muchas otras casas importantes en la zona colo-
nial; lo sé porque mi padre me lo contó. —Hace una pausa.
El simple hecho de recordarlo, le estremece el corazón—. Él
ahora está en el cielo. Sé que todos los días me cuida como
un ángel guardián. Yo pienso que todos somos ángeles desde
el momento en que nacemos. Llegamos a existir para hacer
algo bueno de esta Tierra, y al morir, por las buenas acciones
que hicimos en vida nos ganamos nuestras alas para subir al
cielo. Allí es donde quiero estar, junto a mi padre.
Un momento de silencio y mucha emoción permanece
en el patio hasta que los profesores al igual que los alum-
nos aplauden con mucha admiración a la pequeña, quien
conmovió a los presentes. Sus palabras fueron lo suficien-
temente dulces para quedar grabadas en la mente de todos.
Al terminar las presentaciones, el doctor Acosta se aproxi-
ma a brindarles una última charla a los muchachos antes de
retirarse a su laboratorio con sus asistentes.
—En realidad, muchachos, me dejaron sin palabras. Quedé
sorprendido ante sus declaraciones. Realmente no sé qué
decirles, pero ahora estoy seguro de que este grupo de dieci-
séis serán la redención que nuestra sociedad necesita. Les
informo que más tarde vendrá una doctora, licenciada en
sicología infantil, que compartirá un momento personal con
cada uno de ustedes, así que espero que colaboren con ella
así como lo han hecho con nosotros. Que la sigan pasando
muy bien, muchachos. Mucho éxito.
La reunión termina y todos los estudiantes se dirigen a la
sala, esperando que sea la hora del almuerzo. Gabriel apro-
vecha de subir a la habitación justo antes de entrar. Carlos
aparece por atrás, lo empuja y cierra la puerta; entonces
Gabriel se pone de pie, gritando, exaltado:
—¿Qué rayos te pasa, por qué me empujaste? —Gabriel

74
lo golpea en el hombro. Carlos que es mucho más alto que
él, lo agarra del cuello y lo golpea contra la pared.
—Te crees muy gracioso por decirles a todos que tu vida
ha sido peor que la mía. ¿Qué es lo que pretendes?, ¿que les
inspire lástima?
—¡Suéltame, idiota, me asfixias! —Gabriel se pone mora-
do. Intenta con sus manos quitárselo de encima, pero no
puede.
Cuando Gabriel no puede aguantar más, aparece Gustavo
y rápidamente los separa. El muchacho recupera el aliento en
el piso mientras Castillo se le acerca a Carlos y le da un fuerte
coscorrón en la cabeza, castigándolo por lo que hizo. Sus ojos
están a punto de salir de sus cuencas por la rabia que siente.
—¡Ya basta! Si no es uno es el otro. ¿Ahora por qué cara-
jo están peleando? ¿Acaso no pueden durar un minuto sin
causar problemas?
—Yo no le hice nada, solo me empujó porque le dio la
gana.
—Lo empujé porque se burló de mí, me hizo ver misera-
ble frente a todos diciendo que su vida fue peor que la mía.
—Pues déjame decirte que él tiene razón, pero ahora la
vida de los dos será una verdadera miseria si no se compor-
tan. Baja a la sala y quédate ahí sin causar ningún problema,
negro buscapleitos.
Carlos mira con desafío y enojo a su tutor. Gustavo no
se intimida, hace un efecto contrario en ellos.
—No me mires así, Sosa, más te vale que cuides tu tempe-
ramento si no quieres que te golpee en la cabeza de nuevo.
¡Ahora lárgate!
Gabriel se soba el cuello, tratando de aliviar el dolor.
Gustavo suspira con gran fuerza, pasándose la mano desde
el rostro hasta la nuca. Antes de salir se le acerca a su estu-
diante, lo mira con cizaña.

75
—Que esto sea una lección para ti, Gabriel. No todos
podemos tratar con personas como tú, así que ten cuidado
de lo que dices, porque aquellos que se quieran pasar por
tus amigos tarde o temprano te apuñalarán por la espalda.
CAPÍTULO VII
NUEVO CICLO DE LA
EVOLUCIÓN HUMANA

Plácido y tranquilo se ve el pequeño Miguel, duerme con


serenidad. Acostado en su cama, se mueve de un lado a otro.
Una brisa templada entra por su ventana. Su compañero está
agotado, el viento helado no es capaz de despertarlo en la
madrugada, a diferencia de Miguel, quien abre los ojos y se
levanta lentamente, restregándose los ojos con los dedos.
—No puedes dormir, ¿verdad? —el pequeño ve a su
madre, sentada al borde de su cama. Se limpia los ojos nueva-
mente.
—¿Mamá, eres tú?, ¿qué haces aquí? —Incrédulo, se sien-
ta en su cama.
—Vine a visitarte, quería verte de nuevo, mi pequeño prín­­­­
cipe —María Victoria acaricia su cabello, desliza los dedos
hasta su mejilla—. Estás preocupado por lo que va a pasar
mañana, ¿no es así?
—Tengo miedo, mamá. —Se siente muy afligido por todo
lo que sucede. Su madre, quien lo acompaña, sostiene su
mano y la aprieta con fuerza.
—Yo también tengo miedo, hijo, de no verte de nuevo;
me haces mucha falta.

77
—Extraño despertarte en las mañanas —replica con nos­
talgia.
—Y yo echo de menos frotar tu nariz con la mía. —María
Victoria se le acerca y hace exactamente lo que más extra-
ñaba. Miguel se ríe con ella. De un momento a otro, fija la
mirada en la ventana, observa cómo la brisa mueve con fuer-
za las ramas de los árboles que están detrás del patio.
—¿Y si algo malo llega a pasar? —el pequeño permane-
ce en la duda.
—Solo piensa en aquello que más amas en el mundo,
aférrate a eso, sin importar lo que suceda. Lo que está en tu
corazón permanecerá contigo por la eternidad y yo siem-
pre estaré contigo.
—Mamá…, ¿ya saludaste a Gabriel? Él también está aquí
conmigo.
—Claro que sí, acabo de hablar con él, está muy feliz de
tenerte, le importas mucho, eres su hermanito.
—Soy el único que tiene —Miguel sonríe gustoso al igual
que su madre.
—Los amo tanto a los dos, son mi tesoro más grande.
Pase lo que pase, prométeme que estarán juntos, prométe-
melo Miguel.
—Te lo juro, mamá. —María Victoria lo acomoda en su
cama, extiende la sabana sobre él y le da un tierno abrazo.
El niño se siente mucho mejor ahora.
—Mamá… ¿Esto es un sueño, verdad? —Su madre asien-
te con la cabeza. Tras darle su bendición, besa su frente.
Miguel abre los ojos y se encuentra solo en su habitación, al
ver las cortinas mecerse con la fría brisa nocturna.

Una esbelta mujer camina por la acera, vestida con traje


negro y lentes elegantes. Carga un maletín en su mano y en

78
la otra lleva su celular. Al llegar a una clínica privada, pasadas
las horas de la noche, marca un número y llama, se escuchan
tres repiques. La persona a quien llama contesta su teléfono.
El doctor Acosta se asombra al escucharla.
—Buenas noches, doctora Smith, ¿en qué le puedo servir?
—Buenas noches, doctor. Estoy afuera de la clínica, nece-
sito hablar con usted. ¿Puedo pasar a su consultorio?
—Sí, claro, pase adelante, ya bajo a recibirla.
Se encuentran en el recibidor. El doctor la invita a pasar
y ella accede con gusto. Toman el ascensor. Al llegar al piso,
caminan al consultorio. Él invita a la señorita a sentarse y ella
lo hace con gusto. De su maletín ella saca algunas hojas; el
doctor Acosta se siente un poco curioso por la información
que ella le trae. Se sienta. Mueve mucho las manos. Ella se
da cuenta y se muestra contenta.
—Francisco, lo noto ansioso, ¿se encuentra bien?
—Sí —dice el doctor—. He estado muy ocupado estos
días, es eso. En realidad ha sido una semana difícil: cometer
errores no es una opción. Quiero que todo salga muy bien.
En fin, dime: ¿qué pudiste averiguar de los muchachos?
La doctora lo mira fijamente, se acomoda los lentes y
suspira un poco, luego hojea por un momento todos sus
documentos, saca solo los necesarios.
—Primero quiero decirle, Francisco, que no tiene de qué
preocuparse. Todo está bien. Durante mis sesiones con los
niños pude notar ciertas características particulares que tal vez
influyan en tu experimento; pero dudo mucho que provo-
quen algún problema al momento de hacerlo, así que voy
a empezar. La mayoría de ellos tienen problemas con sus
relaciones familiares. Algunos no se llevan muy bien con
sus padres, mientras que a otros les cuesta sobrellevar la
separación. Solo puedo destacar que Sebastián, Gilberto,
Patricia y Carolina son los muchachos que menos presen-

79
tan problemas. En realidad son los mejores candidatos del
grupo. Tienen muy bien definida su personalidad. A pesar
de que todos gozan de «buena salud», la mayoría tienen
problemas de nutrición: unos están por debajo de su peso y
otros por encima, como Rafael, Julia y Estefanía.
»Con respecto a Miguel, Christopher y César, son los
más extrovertidos (los más hiperactivos por así decirlo), en
especial César. Tiene serios problemas con la disciplina.
—Me doy cuenta, señorita Smith, de que su trabajo hoy
fue arduo. Necesitó mucho tiempo para sacar estas conclu-
siones. Con respecto a la salud mental y física de los mucha-
chos, no todos han tenido experiencias positivas.
—Tiene razón. Por eso le iba a decir que todavía falta
por decirle más: Laura, Eliana, Estefanía y Victoria pre­­
sentan dificultades para relacionarse con otras personas, es
decir, son la definición extrema de ser introvertidas, unas
más que otras. Por otro lado, la señorita Claudia: me pare-
ció fascinante su conducta, su forma de ser, a pesar de venir
de una zona humilde. Muchos de ellos no manejan concep-
tos tan simples como los valores, principalmente porque
nunca tuvieron la oportunidad de estar en una escuela. Pero
la educación también viene de la familia, siendo los princi-
pales responsables de sus condiciones, cosa que en realidad
no me sorprende con la situación actual de este país, son el
caso más común de la familia promedio neorrepublicana.
La doctora se queda pensativa un rato. Hace un ademán
mientras se acomoda los lentes. Tras analizar detenidamen-
te, el doctor Acosta intenta recapitular lo que la psicóloga
le ha mencionado hasta los momentos.
—En términos generales, la mayoría de ellos presenta
problemas físicos, de alimentación, personalidad —se rasca
los escasos vellos del mentón, pensativo—. Entre las que se
pueden definir desde traviesos hasta los retraídos.

80
El doctor hace un conteo con sus dedos, mira hacia arri-
ba tratando de recordar algo. Al darse cuenta, le hace una
pregunta a la doctora Smith:
—Señorita, me mencionó a catorce de ellos, ¿qué pudo
averiguar de los otros dos?
—Bueno, doctor Acosta. Carlos y Gabriel fueron los
chicos que más me costó analizar. Sus personalidades son
muy similares, ambos me contaron que han tenido muy
malas experiencias en sus vidas. Los dos fueron maltratos
por sus familiares. Entre otros aspectos que me obligarían
a catalogarlos, no aptos para el experimento.
—Doctora, a estas alturas no puedo darme el lujo de
sacarlos del proyecto. Tal vez sus personalidades sean poco
convencionales, son jóvenes, les falta crecer y madurar, pero
allí es donde entro yo. Nuestra fórmula ayudará a cambiar
todo lo que conocemos.
—Acosta, somos amigos desde hace mucho tiempo, espe-
ro que en esta ocasión sea yo quien se equivoque, pero la
ciencia nunca ha sido exacta. El ser humano siempre estará
pasos atrás de la perfección, solo espero que, si llega usted a
tener éxito, no olvide algo importante: dales la infancia que
siempre anhelaron tener.

Son las tres de la madrugada. Una noche tranquila como


cualquier otra en la playa de Puerto Madeja. Un poco más
alejado de la aduana, un grupo de lancheros se ven en el hori-
zonte. Llegan a la costa cinco lanchas —dentro de estas se
encuentran personas bajando lo que parecen ser panelas de
gran tamaño—. De inmediato aparecen cuatro camionetas
negras que se acercan a la playa. Personas armadas salen de
los vehículos, pero solo una se destaca del resto.
Un hombre delgado salta de su lancha a la orilla, acompa-

81
ñado de otros hombres que también están armados. Ambos
entablan una conversación amena en la oscuridad de la playa.
—¿Cómo está, Don Escrofano? Qué sorpresa verlo por
acá. Verificando que la transacción se diera sin ningún con­
tratiempo, ¿correcto? Me contenta.
—Déjate de halagos, imbécil. Terminemos con esto:
¿cuánto me trajiste?
—Don Escrofano, le traje más de cien kilos de nuestra
más fina materia prima. Solo espero que el precio que acor-
damos sea respetado esta vez. —El señor les hace seña a sus
hombres para que abran los maletines. Lo hacen y le mues-
tran la gran cantidad de dinero.
Ambos estrechan las manos y realizan el intercambio.
En ese mismo instante, del agua sobresalen dos personas,
vestidos con equipo de submarinismo. Ambos se separan y se
acercan sigilosamente hasta las lanchas sin que se den cuen-
ta de su presencia. Ellos colocan varios dispositivos dentro
y rápidamente se alejan. Uno de los hombres de Escrofano
gira la cabeza. El ruido de las camionetas que se aproximan
lo distraen. Advierte al grupo de la llegada. De pronto sus
hombres le apuntan con sus armas a los lancheros; ellos hacen
lo mismo, pero su líder les pide que se calmen.
—¿Qué pasa? ¿Cuál es tu problema?
—Nos quieres traicionar. Explícame a quien más le dijis-
te sobre esto. —El hombre se muestra bastante sorprendido
por lo que sucede. Entonces él le responde. Su voz quebrada
refleja su nerviosismo.
—Don Escrofano, le juro que a nadie más le he dicho sobre
nuestro arreglo. Llevamos trabajando juntos por mucho tiem-
po, créame que yo soy el que menos quiere que nuestra rela-
ción termine, y mucho menos así. No le he dicho a nadie,
¡lo juro!
Los dispositivos comienzan a liberar un sonido ensorde-

82
cedor y de inmediato estallan. El contenido de las lanchas
vuela por los aires junto a sus tripulantes. Los que queda-
ron en la playa disparan a los hombres de Escrofano. Justo
detrás de ellos aparece un grupo comando. Se mueven con
rapidez para inmovilizarlos, tanto a los vendedores como a
los compradores. Escrofano es resguardado por sus guar-
daespaldas, pero son alcanzados por una bomba lacrimó-
gena. El grupo comando corre de inmediato a las cuatro
camionetas y colocan dispositivos explosivos en el capó,
incendiándolos al detonarlos. Tanto los guardaespaldas como
los lancheros son interceptados, ninguno queda con vida
ante tanta confusión. La balacera dejó muchas bajas en la
orilla de la playa. Solo uno de los narcotraficantes quedó
con vida. Entre el gas lacrimógeno, se lo llevan, lo empu-
jan bruscamente hasta uno de sus vehículos y se retiran del
lugar sin dejar rastro. Las patrullas se dirigen al distribui-
dor más cercano donde conducen a toda velocidad. En ese
momento, dentro de los vehículos se encuentra el sobrevi-
viente, un trapo negro cubre su rostro. Al llegar a su desti-
no, los hombres lo llevan esposado hasta una oficina muy
familiar, lo obligan a sentarse. Frente a él, un hombre con
una máscara de gas puesta lo observa con recelo. Antes de
revelar su identidad, le retira el trapo negro.
—Mucho gusto, soy el nuevo accionista de su empresa,
señor Escrofano. A partir de hoy, usted estará subordina-
do a mí.
El hombre se quita la máscara de gas y muestra su rostro
con orgullo.
—Eres un maldito, Gustavo. Sabes muy bien que mis
hombres estarán buscándome en este instante, pronto ven­
drán por ti y te picarán en pedazos, desgraciado. Libérame
y te dejare vivir. —Castillo se ríe a carcajadas, le muestra un
artefacto descompuesto y se lo tira en el rostro.

83
—Antes de sacarte de la playa, te revisamos muy bien, tu
localizador lo dejamos dentro de tu vehículo para hacerles
pensar que te quemaste con la explosión. Nadie sabe con
exactitud cómo ocurrió todo, lo importante es que tengo al
Jabalí del Centro frente a mí, el narcotraficante más busca-
do del país. Ahora pediremos una ostentosa recompensa
por ti, y, al igual que tu fracaso, tus compañeros padecerán
el mismo final.
—¿A qué final te refieres? Tú nunca podrás ganarte lo
que con tanto esfuerzo he logrado. Eres un novato en el
negocio, Gustavo, y, como tu padre, terminarás con una bala
en el cráneo, eso tenlo por seguro. —Castillo se levanta de
la silla y le hace una última aclaratoria a Escrofano.
—A partir de hoy seré yo quien lleve la administración
de tu negocio, y si te niegas, las personas a quienes conside-
ras aliados serán castigados. El día que salgas de aquí, esta-
rás tan desnutrido que extrañarás los días en que celebrabas
tus victorias en los Tres Samanes. ¡Métanlo en la celda hasta
que se decida!
Gustavo se retira mientras el resto se quedan en el alma-
cén, se preparan para atrapar a los que faltan. El sistema
judicial del país está en la búsqueda de tres ciudadanos —los
criminales más peligrosos del crimen organizado—, entre
ellos, el señor Escrofano.

Han pasado cuatro días desde la llegada de los dieciséis


a Nova Familia. Luego de unos exámenes de laboratorio
exhaustivos realizados por el grupo de asistentes y biólogos
—compañeros del doctor Acosta—, se percatan de que los
ocho niños y las ocho niñas están en condiciones apropia-
das para que se les realice la prueba con la «fórmula perfec-
ta», bautizada por el mismo doctor. Considera trascendente

84
su medicamento genético. Sin embargo, todo permanece en
una tranquila y subrepticia sesión médica. No les dicen la
verdad, hablan con ellos durante una reunión, los preparan
para un examen médico prioritario para continuar con el
programa. Ninguno discrepa, aunque los nervios los domi-
nan, el doctor les dice que no tienen nada de qué preocupar-
se. Todos se dirigen al hospital central de Ciudad Esperanza,
allí se les realizara el examen. Una sala que se usaba para
los medios de comunicación fue habilitada como sala de
operaciones. Dentro de ellas, dieciséis camas, unas separa-
das con mucha distancia de las otras; dentro del mismo lugar
se encuentra una sala de monitoreo general, que trabaja en
conjunto con las máquinas de monitoreo individual para
llevar en tiempo real las condiciones de los muchachos.
Los niños entran a la sala —vestidos con la bata regla-
mentaria del hospital— y se sientan en su lugar. Antes de
empezar con los exámenes, Miguel, se pone algo nervioso
y corre hacia Gabriel. Su hermano lo abraza y trata de darle
ánimos.
—Sé que estás nervioso, hermanito, pero no te preocu-
pes, no pasará nada malo, estaré del otro lado pendiente de
ti, no tengas miedo.
—Está bien. Gracias, hermano. —Gabriel lo abraza con
fuerza y lo carga hasta su cama. Lo mira a los ojos con firme-
za, y con una sonrisa le dice:
—Nunca te dejaré solo.
Cuando todos los muchachos están en sus camas, entran
las enfermeras —cada una de ellas transportan un suero de
color verde—. Los pequeños, curiosos por saber de qué se
trata, les preguntan.
Poco a poco, a cada uno de ellos se les inyecta el suero,
a las niñas más nerviosas les cuesta un poco más, le tienen
miedo a las agujas desde que las conocieron durante el

85
examen de sangre. Después de unos minutos, sus profesores
los ayudan a calmarse y relajarse. Todos tienen el suero colo-
cado, la máquina todavía no realiza la transferencia, solo se
acciona desde la sala principal. El doctor Acosta se persigna,
con mucha fe, presiona el botón. El líquido verde se mezcla
con la sangre de los muchachos, y solo pasan minutos cuan-
do el proceso está completo, ahora solo queda esperar la
reacción. Ansioso como nunca antes había estado, Acos-
ta se queda de pie sin quitar la mirada de la ventana que da
vista a la sala. Pasan los minutos y no ocurre nada. Algunos
profesores se retiran al pasar las horas, otros se quedan por
un rato más; pero el sueño se apodera de ellos y no les queda
de otra que retirarse.
—Tengo sed. ¿Alguien me puede dar un vaso con agua?
Miguel comienza a hablar en voz alta, el doctor le respon-
de por el altavoz:
—Ten paciencia, Miguel. En unos momentos la enfer-
mera te traerá agua.
Transcurrido ocho horas desde la transfusión, la situación
sigue sin novedades. El doctor casi se desmaya del cansan-
cio (los días han sido demasiado ajetreados para él; no ha
dormido bien en semanas, por la preocupación que carco-
me sus pensamientos y lo mantienen en vela); sin embargo,
está completamente seguro, que su experimento será todo
un éxito.
Miguel todavía tiene sed, así que vuelve a llamar, pero
nadie le oye. El medicamento lo deshidrata rápidamente.
Inquieto, comienza hacer ruido para llamar la atención.
Todos los demás se encuentran dormidos, plácidos en un
profundo sueño. Al darse cuenta que sus esfuerzos son en
vano, Miguel cierra sus ojos e intenta dormirse. Mientras
lo hace, un recuerdo de su madre llega a su mente, la mira
desde lejos frente a la puerta de su humilde casa, muy feliz y

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contenta. María Victoria lo llama y él se acerca, justo antes de
caer en sus brazos, ella desaparece lentamente mientras una
penumbra de oscuridad nubla su visión. Miguel se asusta,
trata de encontrar a su madre nuevamente, pero por más que
lo intente no lo consigue. De inmediato se despierta, observa
a su alrededor. Sus compañeros continúan dormidos.
—No puedes dormir, ¿verdad? —El pequeño ve a su
madre sentada al borde de su cama. Se limpia los ojos nueva-
mente.
—Mamá, ¿eres tú? ¿Qué haces aquí?
—Vine a visitarte, quería verte de nuevo, mi pequeño
príncipe. —María Victoria acaricia su cabello.
—Estás preocupado por lo que va a pasar, ¿no es así?
—Tengo miedo, mamá. —Se siente muy afligido por todo
lo que está pasando. Su madre, quien lo acompaña, sostiene
su mano y la aprieta con fuerza.
—¿Recuerdas lo que te dije la última vez que hablamos?
—Que pensara en aquello que más amo en el mundo,
que me aferrara a eso, sin importar lo que suceda, lo que
está en…
Su madre completa su frase.
—Tu corazón permanecerá contigo por la eternidad al
igual que yo.
—Tengo miedo, no estoy seguro de si estoy prepara-
do para esto. No sé si quiero ser un ciudadano. —Hace lo
imposible para no llorar.
—Te preocupas demasiado por las cosas, hijo mío. Te
estás olvidando de lo más importante. Disfruta tu infancia.
Sé un niño; después, con el pasar de los años, te convertirás
en la persona que quieras ser, pero todo a su debido tiempo.
—Tienes razón —el pequeño baja la mirada con cierta
pena.
—Oye, no le tengas miedo a crecer. Tampoco dejes ir tu

87
infancia, es lo más sagrado que tienes ahora. Sé que duran-
te el tiempo en que estemos separados, tu hermano y tus
amigos estarán contigo, estoy segura de eso.
—Lo sé, mamá. Aun así, me siento muy solo.
—Aunque esté muy lejos, siempre estaré en tu corazón.
—María se da la vuelta.
—¡Espera, mamá! —Miguel estira los brazos, viéndola a
los ojos con mucho sentimiento. Ella se siente de la misma
manera, conmovida.
—¿Puedes darme un vaso de agua?, tengo sed —su tono
de voz se estremece al igual que el corazón de su madre.
María se acerca a una mesa, sujeta la jarra de agua y sirve
con mucha delicadeza.
—Prométeme que te vas a dormir.
—Está bien. —El temor y el miedo que tenía desaparece
de inmediato al ver cómo su madre le sonríe de vuelta. Se
acerca a su hijo, estira su brazo y el pequeño también hace
lo mismo.

El asistente del doctor se despierta asombrado, incrédulo


ve por la ventana. Sacude a su jefe pidiéndole que se levan-
te. Mueve su espalda y lo exalta a ponerse de pie. Acosta
se molesta con su asistente por ser tan brusco, pero en el
momento en que fija la mirada por la ventana. Ve al peque-
ño cómo hace levitar un vaso con agua hacia él. Miguel se la
toma con mucho gusto, saciando su sed. Regresa el objeto
a su lugar haciéndolo levitar hasta la mesa. Tras esa acción,
Miguel se acuesta a dormir. Francisco no lo puede creer.
CAPÍTULO VIII
LOS 16 PRODIGIOS

Bitácora del doctor Francisco Acosta, fecha: 16 de noviem-


bre del año 2010. Un día que será recordado por el resto de
nuestras vidas. La humanidad ha dado un paso adelante. Mi
equipo y yo hemos sido testigos del acto más asombroso que
hayamos podido presenciar jamás. Hoy en la madrugada,
exactamente a la una y quince, el paciente, Miguel Ramírez,
fue el primero en mostrar reacción al suero, dando en mani-
fiesto los beneficios de la fórmula perfecta. Presenciamos alta
actividad cerebral, siendo originada por una necesidad tan
esencial como el de tomar agua. El simple hecho de hacer levi-
tar un vaso de agua con usar la mente, nos pareció extraor-
dinario. Quienes consideran imposible la telequinesis, hoy se
ha vuelto una realidad. Repetimos las grabaciones inconta-
bles veces, pensamos que nuestros ojos nos traicionaban ante
la fatiga del trabajo. El cansancio del esfuerzo realizado nos
pasó factura, pero al hacer a un lado todos nuestros miedos
e incredulidades, mi equipo y yo reflexionamos, razonamos
sobre lo ocurrido. Esto no es una fantasía, tampoco es ficción.
Señores, esto es real.

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Miguel, al darse cuenta de sus nuevas habilidades, sus com­­
pañeros —de la misma manera inesperada— manifestaban
sus nuevos dones. La primera niña en usar inconscientemente
sus poderes fue Laura. Asustada por lo que le podía ocurrir,
completamente aterrorizada, preocupándose sin razón por lo
que le podía pasar. Se sintió un poco mareada, el enfermero le
entregó un vaso de agua, al resbalarse de las manos —segun-
dos antes de que tocar el suelo— el vaso flota en el aire. Lenta-
mente, asciende hasta que Laura la asió con la mano, tomó
un pequeño sorbo de agua. Al regresarle el vaso, el enferme-
ro, pasmado por lo que acaba de presenciar, guarda silencio.
La mayoría de los muchachos están acostados en sus
camillas. Hay mucho ruido en la sala del hospital, muchos
intentan hablar con Miguel y Laura por sus nuevos dotes,
pero una de las chicas esta celosa de lo ocurrido. Claudia
siente envidia de su compañera, se queda callada sin decir
nada. Dentro de su mente solo abundan pensamientos errá-
ticos, minutos más tarde y sin darse cuenta, es escuchada
por todos en la sala.
No puedo creer que esos niños mugrosos sean los que reci-
ban toda la atención. No quiero ser la única ordinaria en esta
sala, yo también merezco esos poderes. Como quisiera irme
de aquí ahora.
Los compañeros observan a su alrededor, buscan la fuen-
te de esas palabras. Cuando reconocen la voz de Claudia,
todos la ven con mucha alegría, felices por ella, al revelar sus
nuevas habilidades. Tras quedar asombrado por la telepatía
de la niña, el doctor Acosta, entra a la sala. Con una sonrisa
pícara, intenta ocultar su alegría. Le cuesta mucho disimu-
lar su entusiasmo.
—Necesito que la señorita Rojas y la señorita Parra, junto
al caballero Ramírez, me acompañen para hacerles algunos
exámenes.

90
Ellos dejan la sala y los otros jóvenes permanecen en
observación rigurosa. Pasadas las horas de la madrugada,
tanta acción mantiene en vilo a todo el equipo médico, en
especial a Francisco.

Una hora más tarde, el segundo niño que revela sus poderes
es Cesar —quien bastante inquieto por salir de la sala— se
levanta de la camilla. Le dice al doctor que se siente mal, le
duele mucho la cabeza. Francisco no le cree al muchacho, ya
que está acostumbrado a escuchar sus mentiras y soportar
sus bromas. Cesar continua, pero esta vez coloca las manos
en la cabeza. Un dolor intenso comienza hacerle estragos.
Los asistentes chequean los signos vitales del muchacho.
Uno de ellos observa como el corazón de Cesar bombea
más sangre de lo normal, al momento en que el chico mira
a la puerta de la sala. Segundos antes de salir, Cesar libera
toda su energía al destrozar la puerta. Ya no le duele la cabe-
za, lo único que hace es disculparse por el desastre causa-
do, pero en vez de reprenderlo por su comportamiento, el
doctor se siente extasiado, tiene a un grandioso telequiné-
tico en el grupo.
Cada joven que manifiesta sus poderes abandona la sala
para pasar a otra donde entran en observación rigurosa. Les
realizan tomografías, exámenes físicos y también de sangre,
—para estar seguros que se encuentren sanos—. Quienes
han revelado sus nuevas habilidades, parece no afectarles en
lo más mínimo los nuevos tratamientos. Antes solían tenerle
miedo al piquete de una aguja, sin embargo, ya no les preo-
cupa en absoluto. Minutos más tarde, Sebastián y Gilberto
manifiestan sus poderes de una forma peculiar. Cuando el
doctor Acosta les habla desde la sala de monitoreo, se toma
un momento para charlar con los muchachos. Son casi las tres

91
de la madrugada, nadie tiene sueño. La emoción del momen-
to los mantiene en vela. Acosta aprovecha el momento de
calma y les pregunta cómo se sienten, física y mentalmente.
—Jóvenes, sé que ustedes no están acostumbrados a esta
rutina. Es posible que muchos de ustedes esperen con ansias
tener las mismas habilidades que sus compañeros. Tengan
paciencia. Sobre todo las niñas que están muy ansiosas,
pronto terminaremos.
—Disculpe doctor, pero en vez de decirnos que tenga-
mos paciencia,
¿por qué no mejor usted se tranquiliza un poco?, puedo
sentir que su corazón se acelera cada vez más y espera con
mucho ahínco que el resto de nosotros demuestre sus habi-
lidades como los primeros. Es eso es lo que está pensando
ahora, ¿Verdad?
Dice con mucha seguridad el joven Sebastián, secundado
por su inseparable amigo, Gilberto, que al parecer tiene que
decirle algo muy importante al doctor Francisco.
—Sebastián tiene razón. El piensa exactamente lo mismo
que yo. Por lo menos deberían darnos algo de comida, sé
que es tarde, pero algunos tenemos hambre desde hace rato.
—sentencia con una mirada humilde al igual que su sonrisa.
—¿Y cómo sabes tú que tus compañeros tienen hambre?
—Porque leí sus mentes. —dice Gilberto confiado.
—Yo también leí sus mentes doctor, al igual que la suya.
—Sebastián mira al doctor. Incrédulo y sin palabras por las
declaraciones de los dos jóvenes, él se voltea y le habla al
oído a uno de sus asistentes. Entonces Gilberto le dice:
—Señor, piense en un número de seis dígitos. Un lugar
lejano del país y en un color, el que menos le guste, le asegu-
ro que acertaré.
—¿Y qué quieres probar con eso? —le responde el asis-
tente de forma altanera.

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—Solo hágalo. —le pide seriamente al doctor. Gilberto
quiere probar su teoría y sus ganas de demostrar que tiene
la razón solo aumentan. Francisco asiente con la cabeza y
lo mira fijo. Gilberto observa a su amigo, hace una cuen-
ta regresiva con los dedos, hasta que no le quedan mas por
guardar. Ambos alzan la voz y responden:
—¡246281 es el número, Zamora es el lugar y el color
menos preferido por usted es el rojo! —contesta al uniso-
nó con Sebastián.
Sorprendido y completamente anonadado, el doctor les
hace seña a los enfermeros. Ellos entran a la sala para quitar-
les los aparatos médicos, sin embargo, ellos lo hicieron por
cuenta propia y sin ayuda. El doctor Acosta solo se queda
sentado en su silla con la mirada baja, sorprendido por lo
que acaba de pasar, o tal vez intimidado. Quien sabe. Se seca
el sudor de la frente. Aunque el agotamiento lo acecha, no
permite que interrumpa su jornada. Pasadas las cuatro de
la madrugada, y en contra de todo protocolo, le llevan la
comida a los muchachos. Galletas de soda y jugo de naran-
ja. Todos se enojan un poco, la comida no es lo suficiente-
mente atractiva para ellos, en especial para Christopher, que
con repudio observa el plato.
—¿Por qué debemos comer esto? ¿No nos pudieron traer
algo de dulces o algo más rico?, esto es lo que comen los
pájaros.
—Supongo que no quieren que comamos comida chata-
rra, sobre todo si estamos en observación médica— replica
Patricia, un poco cansada.
—Pues yo no necesito hacer dieta. Esta comida es buena
para ti Julia, te ayudará a adelgazar un poco, ¿Quieres partir-
me la galleta?
Luego del mal chiste, Rafael, comienza a reírse de Julia. Se
enoja sin remedio y toma su vaso con jugo de naranja, lanzán-

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doselo a la cara. El muchacho toma su bandeja y se la avienta
a Julia, pero justo antes de pegarle con ella, Estefanía, lanza
su bandeja para protegerla. Con sigilo, levita la comida tirada
en el suelo y se la avienta a Rafael. Molesto por eso, el joven
tira su vaso de vidrio. Victoria estira su mano y de repente el
vaso se rompe en el aire —cientos de fragmentos caen como
copos de nieve al suelo— por suerte nadie salió lastimado.
Christopher también se involucra. Tira su comida a la
chica solo por diversión. De esa manera comienza una guerra
entre ellos, los objetos vuelan por los aires —las almohadas y
todo lo que consigan a la mano—, tanto es el desastre que los
enfermeros y asistentes intervienen. Julia coloca sus manos
frente a Rafael y lo empuja solo con su mente, al levantar-
se del piso, el hace la misma técnica y le funciona. Uno de
los enfermeros intenta atrapar a Christopher, pero este, con
mucha agilidad se le escapa de las manos, corre con rapidez.
Un completo caos se ha desatado en la sala.
—¡Cállense todos ahora! —grita Carlos. Obstinado por la
guarimba que se ha formado. En ese instante, todos quedan
congelados sin moverse, hasta que llaman al doctor para que
venga a arreglar todo el alboroto.
—¿Qué rayos sucedió aquí? —se cuestiona el doctor
Acosta, bastante sorprendido y decepcionado porque lo
que acaba de ocurrir. Su rostro cambia por completo y así
lo demuestra con una mirada inquisidora que no pasa desa-
percibida por el resto.
—¡Exijo de inmediato una explicación!
—Disculpe doctor, nosotros intentamos calmarlos, hasta
que empezaron a lanzar comida con sus mentes y luego
todo…
—No diga ni una palabra más, asistente. Usted y el resto
del personal, quiero que se retiren de la habitación ahora.
Hablaré seriamente con ellos, a solas.

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Sin perder tiempo obedecen, los enfermeros salen de la
sala y solo quedan los niños junto con el doctor Acosta,
suspira con fuerza.
—Señor, todos tenemos la culpa, empezamos a pelear.
—Rafael, ¡Si eres mentiroso! tu empezaste todo. Doctor
le voy a decir quienes no hicimos nada, Eliana, Gabriel y
yo nos quedamos sentados en nuestras camillas hasta que
empezaron a lanzarse la comida. Luego todo fue un desas-
tre. Menos mal que Carlos intervino porque si no, seguiría-
mos peleando.
—¿Estás segura de lo que me estás diciendo, Carolina?
—Sí, y disculpe que sea chismosa, pero le diré quiénes
fueron los que causaron todo este alboroto: Estefanía, Chris-
topher, Rafael, Victoria, Julia y Patricia. Por lo menos Carlos
intervino, fue quien calmó a todos.
—¡Sapa! —Rafael la insulta, pero el doctor le pide que
haga silencio. Se limpia el sudor de la frente, todo el ajetreo
lo tiene bastante estresado como para soportar el desastre
causado por los niños. Pide a los involucrados que lo acom-
pañen hasta la otra sala.

Todo esto ocurrió durante la madrugada, hasta las cinco de


la mañana. Pasado el desastre, —«ese impredecible pande-
monio» según palabras textuales de Acosta— solamente
quedan en la sala Carolina, Gabriel y la pequeña Eliana.
La sala fue limpiada hace unos minutos por el personal del
hospital —quienes susurran que no volverán a servir galle-
tas de soda a los niños—, en ese instante, Eliana, comien-
za a llorar. Carolina se levanta de su camilla y se sienta a su
lado, preguntándole cómo se siente.
—Mi amor, ¿Qué ocurre?, ¿te sientes mal?
La niña permanece en silencio. Gabriel, desde el otro lado

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de la sala, se queda sentado en la camilla mientras abraza sus
piernas. Bastante serio, hasta que cambia la mirada a sus dos
compañeras. Observa fijamente a Carolina con cierta admi-
ración. Su cabello liso, tan oscuro como la noche, es tan
hermoso, al igual que su piel. Ella se voltea y el rápidamen-
te reacciona, desvía la mirada. Por su visión periférica logra
verla de nuevo mientras ella intenta consolar a la pequeña.
Eliana se siente muy triste.
—Eliana, ¿Puedes decirme que te pasa? ¿por qué lloras?
—Es que me duele mucho la cabeza. —responde dulce-
mente, casi un puchero.
—Bueno, podemos decirles a los doctores que te den
una pastilla para el dolor y en un rato se te quita rapidito.
—Carolina estira su brazo y la consuela. En ese instante,
Gabriel se le acerca, pero en vez de sentarse junto a ella, se
sienta al lado de Eliana.
—Hola pequeña, ¿Cómo te sientes?
Gabriel le pregunta amablemente, aunque la niña no mues-
tra muchos indicios de conversar. Carolina lo mira y le sonríe,
él también lo hace y ella le responde.
—Estaba llorando porque le duele la cabeza, eso es todo.
—Ah, ok, ¿Por qué no le dicen a uno de los enfermeros
que le den alguna pastilla para que se le quite?
—No hace falta. — responde Carolina, muy confiada.
—¿Y eso por qué? —Gabriel se cuestiona. Eliana levan-
ta la mirada y mira fijamente a la puerta de la sala, no aparta
la vista de ese lugar.
—¿Qué estás viendo?
—Deja que ella te muestre.
Carolina le pide a Eliana que tome la mano de Gabriel.
Apenas toca su piel, el joven experimenta algo que jamás
había sentido. Las paredes desaparecen una tras otra, el
hospital comienza a tornarse una caja de cristal, donde todo

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puede verse. Desde el objeto más cercano hasta el más leja-
no, las paredes se vuelven invisibles, un completo disfrute a
la vista de estos chicos. Se trasladan a la sala de observacio-
nes —donde se encuentran sus compañeros—, los tres ven al
mismo tiempo como les realizan algunos exámenes. Luego
observan los pasos acelerados del doctor. Acosta se apro-
xima a la sala con mucho entusiasmo. Las paredes vuelven
a la normalidad cuando Gabriel suelta la mano de Eliana,
sorprendido por lo que ella acaba de hacer.
—Por eso estabas llorando, no te dolía la cabeza, era la
manifestación de tus poderes lo que te hacía sentir así.
—Tienes razón, aunque ya se le está quitando el dolor.
Conversé con ella mediante mis pensamientos para calmar-
la, también noté que estabas maravillado por mi cabello
mientras estaba de espalda. —su risa entrecortada delata su
pillería.
—No, por supuesto que no. Las estaba mirando a las dos.
—Claro que sí… ¿Y supongo que esa fue la razón por
la cual te sientes apenado y te estás sonrojando?, también
puedo percibir tus pensamientos y emociones. Para nada me
siento apenada, sino todo lo contrario.
Gabriel se levanta de la camilla y se sienta dónde estaba,
viendo por la ventana. Con un rostro bastante insatisfecho
y algo afligido, siente mucha vergüenza, Carolina camina
hacia él para hacerle compañía.
—Está bien que te sientas así, Gabriel. Yo te entiendo.
—Puede que leas mi mente y mis sentimientos, pero no
me comprendes, así que deja de actuar así conmigo. —de
pronto el muchacho se siente molesto.
—Tranquilo, eso nos pasa a todos, no tienes por qué
enojarte.
—Si eso es así, entonces explícame ¿Por qué me siento
tan miserable?, ¿por qué mi vida ha sido un desastre?, lo

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único que tengo es un padre que me abandonó, un desgra-
ciado profesor que me odia, un imbécil compañero de cuar-
to a quien no le agrado y mucha rabia, mucho rencor dentro
de mí.
Carolina esta algo confundida, le toma tiempo entender
que su compañero comienza a solazarse sin remedio. Le toca
el hombro con gentileza.
—Pero también tienes un hermano que te aprecia, una
madre que no has visto en mucho tiempo que todavía te
ama, y nos tienes a nosotros. Tus compañeros, tus amigos.
Somos una familia ahora, ¿No es así?
—Puedes seguir leyendo mi mente todo lo que quieras,
pero te puedo asegurar que nunca me vas a entender. Déja-
me solo por favor.
—Gabriel, yo solo quiero que te sientas mejor, solo
déjame…
—¡No me toques! ¡te dije que me dejes solo! —le grita
Gabriel sin medir su tono de voz. Aparta la mano de Caroli-
na de su hombro. Ella se retira muy apenada, en ese instante
el doctor entra a la sala.
—Buenos días amigos, ¿Tienen alguna buena noticia que
darme?
—Buenos días doctor, Eliana y yo tenemos algo que
mostrarle, si nos permite. Carolina ayuda a Eliana a bajar-
se de la camilla y acompañan al doctor. El único varón que
queda en la sala es Gabriel. Francisco se da cuenta. Antes
de salir con las niñas, voltea la mirada, observa con deteni-
miento, sabe que el joven no se encuentra bien.
—Hijo, ¿Qué te ocurre?, ¿te sientes bien?
Gabriel no dice nada, solo mira la ventana, no le respon-
de ni tiene intenciones de hablar. A pesar de su actitud tan
cerrada, Francisco, le dice que volverá por él a ver como
sigue, pide permiso y se retira. Con la mirada puesta en el

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paisaje que yace tras el vidrio de la ventana, las lágrimas de
Gabriel solo representan el fracaso y la desilusión. Todos
sus compañeros resultaron exitosos en la prueba, por algu-
na extraña razón, él no tiene poderes, no logra comprender
el porqué. Siendo el único que no ha reaccionado al suero,
mira sus manos y observa sus palmas, decepcionado por no
ser como sus compañeros.

Bitácora del doctor Francisco Acosta, fecha: 17 de noviembre


del año 2010. La división experimental científica de la Socie-
dad Secreta de Protección Ciudadana ha tenido el orgullo y
el privilegio de presenciar, lo que a nuestras palabras consi-
deramos, uno de los momentos más históricos del país y del
mundo entero, quince miembros del proyecto 16, han reac-
cionado satisfactoriamente al suero.
La fórmula perfecta ha desembocado un sinfín de efectos
milagrosos en nuestros pacientes. Además de promover de
manera inconsciente el progreso físico y mental de los jóvenes,
se han manifestado una serie de efectos —que en realidad no
estaban contemplados en nuestros planes—, pero benefician
sustancialmente en nuestra búsqueda del ser humano perfecto.
Aunque me siento muy satisfecho y emocionado por este
gran logro, no puedo hablar en nombre de todo el grupo.
Por desgracia durante estas últimas horas, el único individuo
que no pudo aceptar de manera exitosa el suero, fue Gabriel
Ramírez, de 14 años, quien sorprendentemente no pudo dar
en manifiesto las habilidades que su hermano pudo obte-
ner. El muchacho se ha visto un poco decepcionado y frus-
trado, aunque admito tener buena comunicación con todos,
Gabriel se muestra apartado. Quiero alentarlo de alguna
manera, pero cada vez que lo intento, el joven simplemente
me da la espalda.

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A pesar de todo lo que ha ocurrido, estoy seguro que en el
futuro, al igual que sus compañeros, sus habilidades se mani-
festaran tarde o temprano, haciéndome de la idea que, este
ser humano pueda convertirse en el más poderoso de todos.
Es solo una hipótesis, y como científico, estoy acostumbrado
a equivocarme, pero me gustaría ver que eso llegara a pasar.
Para concluir con esta nota, quiero manifestar mi apoyo y
respeto, a todos estos muchachos, futuros hombres y muje-
res que serán ejemplo a seguir para una sociedad perfecta.
Se convertirán en la bandera de una sociedad más justa y
equilibrada. A partir de este día, ellos serán mis hijos, mis
descendientes. Quienes humildemente, a partir de hoy, serán
llamados, los 16 prodigios.

Un momento especial se lleva a cabo en el patio de Nova


Familia. Lucen sus nuevos uniformes, los prodigios se alis-
tan. Camisas de color celeste, como un cielo despejado de
verano. Las niñas usan falda y medias altas de color blanco.
Los varones, con pantalones azul marino, sus corbatas del
mismo tono. Todos presumen con elegancia el nuevo unifor-
me, cuyo sello bordado en el bolsillo izquierdo se converti-
rá en su insignia. El escudo que los alberga en Nova Familia
—cuyas letras en latín denotan el propósito de su misión—,
todos los estudiantes se preparan para una sesión fotográ-
fica. Los pequeños están muy emocionados, contentos por
el momento. Los adultos tratan de calmar sus ansias, pero
la emoción que llevan consigo es incontrolable. Minutos
más tarde, cuando toman en serio el momento, se acomo-
dan para la fotografía, dicho instante queda captado por un
flash —sonrisas escuetas y miradas traviesas, todos obser-
van con atención el lente de la cámara—. Un recuerdo que
llevarán por siempre, por el resto de sus vidas.
CAPÍTULO IX
EL PODER SOBRE
TODAS LAS COSAS

El tiempo se ha hecho cada vez más extraño. Un ciclo nace,


otra fase muere. Un período llega a su fin y otro lo reempla-
za. Así han pasado los días, tan influenciados por el cambio,
que es difícil comprender si la realidad sigue siendo la misma.
Tan corto para algunos y eterno para otros. Y así se refle-
ja, en la mente del doctor Francisco Acosta. Tras el exitoso
descubrimiento —que no ha hecho público— espera con
ansias los acontecimientos de los próximos días para gene-
rar conclusiones. Han transcurrido tres meses desde ese día
y todo ha marchado según el plan. Para algunos, ese período
de tiempo voló en un abrir y cerrar de ojos. Los profesores
se llevaron la mayor de las sorpresas. Tan acostumbrados a
exigir disciplina en el salón de clase, su trabajo se les hace
mucho más sencillo. Aquellos niños inquietos, traviesos y
distraídos han madurado; sus capacidades de aprendizaje
sobrepasan todo pronóstico científico. Durante los últimos
cien días, los talentosos «prodigios» ya dominan las materias
de matemática, física, química, historia, geografía, castellano,
inglés, latín, biología, economía, entre otras. Privilegiados
por la ayuda de sus profesores, los mismos alumnos —pica-

101
dos por la curiosidad— estudian por cuenta propia en sus
horas libres. Nova Familia cuenta con una biblioteca exten-
sa, con más de quinientos ejemplares, entre obras literarias,
históricas y de cultura.
Hace dos meses, se realizó la primera reunión de padres y
representantes —prometida por los mismos funcionarios de
la S.S.P.C.—; todos quedaron atónitos por los conocimien-
tos adquiridos. Ninguno de ellos lo podía creer. Quedaron
fascinados por las habilidades telepáticas y telequinéticas
de sus hijos. Por desgracia, el único que no se presentó a la
reunión fue Gabriel, quien prefirió quedarse encerrado en
su habitación por la vergüenza de no tener poderes. Sacrificó
su oportunidad de ver a su madre. Han pasado años desde
la última vez que estuvieron juntos. Ella quería compartir
con su otro hijo, pero ese día no se pudo.
Ahora todo es muy diferente, los vínculos fraternos han
cambiado. Miguel, su hermano menor, siempre pregunta por
él. Se pregunta porque lo está apartando de su vida.

Al día siguiente, los jóvenes se alistan para continuar las


clases. Acomodan sus uniformes con expectativa. En espe-
cial las niñas, siempre tan diligentes y educadas, visten con
mesura. La clase de historia será impartida por la profesora
Luz Torrealba.
—Buenos días a todos. Hoy hablaremos brevemente de
política. Es posible que el tema que vamos a discutir les pa­­­­­
rezca aburrido, pero les aseguro que será interesante. La
política ha formado parte de la historia de nuestro país por
muchas generaciones. Aunque el gobierno actual ha permane-
cido en el poder por muchos años, hay factores que contribu-
yen a que esto no cambie pronto, sino a que, por el contrario,
se arraigue más. Por eso es importante indagar en nuestro

102
pasado, determinar cuáles fueron los factores que nos lleva-
ron a este momento de nuestra historia. Y qué podemos hacer
para cambiarlo.
—Profesora, varios presidentes que precedieron al actual
tuvieron que enfrentar muchos problemas en la sociedad. La
pobreza, la pésima economía, el alto costo de la vida, la inse-
guridad —Sebastián se pone de pie para hablar sobre el tema.
—Bueno, no solo esos gobiernos, también este.
—Profesora, ¿cómo es posible que el actual presidente de
la república siga en funciones si él fue quien causó el golpe
de estado a su predecesor? Eso es inconstitucional.
—Responderé tu pregunta de la siguiente manera, Se­­
bastián.

Para el año 1989, cuando ocurrió el golpe de Estado, el actual


presidente Michelena era director de la central económica del
país, un organismo perteneciente al poder público, lo que hoy
en día se conoce como el Ministerio de Finanzas. Estaba segu-
ro que la nación se iría a la quiebra si no se actuaba a tiem-
po para detener la recesión. Nueva República se acercaba al
colapso. El pueblo, en conjunto con el ejército y altos mandos
del gobierno organizaron un ataque —todo el mundo sabe
que los golpes de estado los cometen los militares, no los
civiles—, y así fue usado como «coartada» para cometer sus
fechorías. En realidad, fueron los militares. Inconformes por
lo que estaba sucediendo en el país, decidieron actuar.
Seis batallones de distintas guarniciones del país se orga-
nizaron para dirigirse a la capital. El presidente Crespo —el
presidente en funciones— se encontraba resguardado en un
refugio, en los interiores de la casa presidencial. Las tanque-
tas y los hombres derrumbaron los muros perimetrales, pero
adentro les esperaba una sorpresa. Miembros del ejército,

103
fieles al presidente Crespo y a la Constitución, lucharon du­­­
rante horas hasta hacer retroceder a los insurgentes. Por
desgracia, la matanza no quedó ahí. Una guerra civil se desa-
tó en todo el país. Horas después del ataque, las fuerzas mili-
tares rebeldes se retiraron y llamaron a sus aliados a rendirse
y entregarse. Sus esfuerzos se vieron diezmados. Por supuesto
que Michelena evadió su responsabilidad, usó todas sus cartas
y todas las artimañas posibles para escapar de la capital. Con
los recursos del estado, movió sus influencias para culpar a
otros y salir ileso. Muchos ciudadanos todavía piensan que
fueron los militares los que dieron el coup d’etat, pero no fue
así, quien estaba detrás del golpe de estado era Michelena.
Fue en 1990, tras el fracaso de las medidas económicas
implementadas por su gabinete, un sistema político débil y
la inseguridad desatada, lo que obligó a Crespo a renun-
ciar. Un mes y medio después fue asesinado. Todavía no se
sabe quién cometió el crimen. Con tantos casos abiertos sobre
corrupción, no sería sorpresa para nadie que un miembro de
su propio gabinete haya cometido la fechoría.

Los pequeños están atentos ante las palabras de la profesora


Luz. Todos con los oídos compenetrados en el tema. Tras
una larga introducción, la profesora da la oportunidad a sus
alumnos. Quiere escuchar sus opiniones al respecto.
—Profesora Luz, ¿qué paso después? —pregunta Patri-
cia, quien levanta la mano.
—Sí, profesora, cómo es posible que en una sociedad
que se considera civilizada puedan observarse acciones de
tal magnitud, no me parece razonable —exclama el joven
Gilberto. Tras tomar un sorbo de agua del vaso que yace
sobre su escritorio, la profesora se aclara la garganta y conti-
núa con el relato.

104
Les puedo decir con certeza: lo que pasó después fue peor.
Muchos de los ciudadanos, incluyéndome, fuimos engañados.
La sociedad nunca será civilizada si su espíritu es corrupto
por naturaleza, si los valores son excluidos, si se aplaude la
mediocridad y la ignorancia. Ese mismo año, se convoca-
ron elecciones presidenciales. Para quienes todavía podemos
darnos el lujo de tener algo de memoria, fueron las últi-
mas que se pudieron considerar justas. Michelena se postu-
ló. Amasó una fortuna con recursos robados y logró atraer a
seguidores radicales que pregonaban sus ideales. Su discurso
de odio y represión atrajo a las masas acéfalas y resentidas
de la sociedad. Insultaba a los demás candidatos a diestra y
siniestra. Prometió hacer del país una potencia continental.
A diferencia de los otros candidatos, uno se destacaba del
resto. Jesús Esperanza —sí, ese es su apellido—, tataranieto
de quien fue fundador de la capital de Nueva República. Fue
representante del consejo del estado de Santa Ana. Tuvo una
carrera muy digna como Gobernador. Reconocido por darle
prioridad a los más humildes. Él y Michelena dominaron las
encuestas. Las campañas fueron intensas. Mientras uno prefi-
rió insultar y amedrentar, el otro optaba por la unión de los
pueblos y el trabajo en equipo. Michelena utilizó los recur-
sos del país para atraer más seguidores. En cambio, Jesús se
los ganó con el corazón.
Me da mucha pena mencionarles esto, muchachos. Sé que la
mayoría de ustedes puede leer mi mente, así que voy a decir-
les la verdad. Yo voté por Michelena, no porque quería; no
me identificaba para nada con su discurso. Si pudiera regre-
sar al pasado y corregir mi error lo haría, le daría mi voto a
Jesús. Cometí ese error por miedo; miedo a perder mi empleo
—fui profesora titular por muchos años en la zona educativa
de Ciudad Esperanza— y eran muchos los empleados públi-
cos quienes fueron amenazados por nuestros superiores. El

105
no votar por Michelena significaba perder nuestros empleos,
nuestros beneficios. Solo a ellos se les pudo haber ocurrido tan
vil chantaje. Fue por miedo que voté por él y no tienen idea
de cuánto me arrepiento de haberlo hecho.
En la noche de las elecciones, mi corazón latía apresura-
damente mientras esperaba los resultados. Allí estaba frente
al televisor, junto a mi familia, presenciando ese momento.
La comisión gubernamental del votante estaba lista para
dar los resultados. Todo el país se paralizó. Se podía cortar
la tensión en el ambiente con un cuchillo. El aire era tan seco
que ni siquiera la hoja más ligera podía moverse. Ni una sola
brisa o ventisca se asomaba por la ventana —un silencio tan
abrumador que dejaba sordo a cualquiera— la afonía era
lo único que predominaba en las calles hasta que apareció
el regente del CGV. Dio el anuncio del primer boletín. Los
datos suministrados correspondían al 80 % de la data electo-
ral, eso quería decir, que la persona que estaban por nombrar
sería el virtual ganador de la contienda. El futuro presidente
de Nueva República.
Cerré mis ojos y solo los abrí cuando mencionaron a Jesús
Esperanza como candidato ganador. Con un 49 % de los
votos en contra de Michelena, que obtuvo un 47 % —estaba
tan feliz, demasiado contenta por la victoria de ese joven—.
Jesús luchó en contra de todo pronóstico, en contra de cual-
quier predicción, en contra de la corrupción de los funciona-
rios electorales y seguidores del partido rojo de Michelena.
En ese momento pensé que todo este capítulo de intolerancia
y peleas sin sentido, iba a terminar, pero me equivoqué. Jesús
se estaba comunicando con la nación mostrando su satis-
facción con el pueblo, pidió que no celebraran todavía, que
faltaba una porción importante de votos por contar. Que
podría determinar si el de verdad sería presidente. Cuan-
do él daba su discurso, le pedía a sus seguidores paciencia

106
y mucha cordura. Con un nudo en la garganta nos pidió
mucho juicio, recordándonos que la única manera de cons-
truir un país exitoso era mediante el trabajo conjunto de los
ciudadanos. Él les hablaba a todos de esa manera, como si
de verdad fueran sus hermanos. Pedía por la unión y la tole-
rancia, el respeto a las diferencias y, sobre todo, el respeto a
la vida ajena.
A veces pienso que la vida es tan irónica… tan impredeci-
ble. Nos trae muchas coincidencias e infortunios que uno no
puede entender. A veces te tienes que pellizcar para saber si
estás despierto. Respirar profundamente y abrir los ojos para
saber si estás vivo. Yo veía en su rostro el futuro de mi país.
Al igual que su apellido y su descendencia, Jesús nos brindó
esperanzas, pero, por desgracia, en los capítulos de la historia,
los villanos siempre enfrentan a los héroes con la espalda. Y
eso fue lo que sucedió. Nos enterraron una daga filosa en el
corazón. Frente a cientos de sus seguidores, cuando Jesús esta-
ba arriba en la tarima, saludándolos, entre la multitud alegre
y jovial se pudo distinguir una persona. Desentonaba con el
espíritu del momento. Yo estuve ahí, presenciando el momen-
to por televisión, cuando ese misterioso hombre alzó su revól-
ver al cielo, dándole un disparo certero en la cabeza. Quede
en shock. Estupefacta ante lo que había presenciado. Casi se
me sale el corazón de la impotencia; ese mismo sentimiento
de odio fue lo que provocó una revuelta entre los seguidores.
No fueron justos con él; con la vara con que mides serás medi-
do, y así fue: lo molieron a golpes hasta que cayó muerto. La
alegría se transformó en tristeza. La tristeza en rabia. La rabia
en violencia, y todo lo que quedó después fue sufrimiento.
Ese joven no merecía morir de esa manera. Fue demasia-
do horrible lo que le sucedió. Tanto que luchó por la toleran-
cia y el respeto al pensamiento, rescatando los valores en la
sociedad, para que viniera este individuo, ¡este asesino!, y en

107
un solo segundo, lo derrumbara todo. A veces me pregunto
por qué Dios toma esas decisiones; de llevarse a las personas
que más queremos cuando más las necesitamos. Sin embar-
go, pienso que no fue la decisión de Dios; fue el egoísmo de
un ser hipócrita, responsable de lo ocurrido. Nos arrebataron
la esperanza ese día.

La profesora Luz se sienta un momento en su silla. Los mu­­


chachos —algunos tristes por la historia que les han conta-
do— sienten mucha pena. Ella abre una de sus gavetas y saca
un pañuelo, se seca las lágrimas, pero no aguanta la triste-
za. Les pide permiso a los alumnos para retirarse. Mien-
tras, va a buscar un vaso de agua. Cierra la puerta y el salón
queda en silencio hasta que Cesar, como buen niño educa-
do, interviene:
—Qué historia tan trágica. ¿Quién creería que las perso-
nas por alcanzar el poder harían ese tipo de cosas? ¿Vieron
la reacción de la profesora?
—El ser humano siempre se ha dejado dominar por sus
instintos más básicos. La corrupción y la avaricia son tan
solo uno de ellos. Si tuvieras los recursos de una nación
entera en tus manos, ¿qué es lo que harías? —Victoria le
preguntó al joven.
—Pónganse a pensar un poco más. La mayoría de noso-
tros venimos de la pobreza, si tuviéramos todo ese poder a
nuestro alcance, haríamos lo que quisiéramos, pero sabemos
que eso está mal —respondió Estefanía con empatía.
—Por supuesto que eso está mal —Sebastián irrumpió
en la conversación—. Con nuestras habilidades podemos
hacer lo que quisiéramos, pero no es así, es la responsabili-
dad que conllevan nuestros poderes para hacer algo bueno.
La perversión del alma es la razón que conlleva a la trai-

108
ción, a no valorar la importancia de una vida, producto del
ambiente hostil que lleva la sociedad hacia un estilo de vida
peligroso donde la delincuencia es el factor denominador
de la pobreza mental y la ignorancia. ¿Cómo un país puede
subsistir si las personas se matan los unos a los otros?
—Sebastián, sería bueno que hablaras en términos colo-
quiales para que todos te entiendan —respondió Claudia
de manera burlona. Dirige la mirada, sardónica, al único no
prodigio en el salón de clases. Unos se ríen, pero a otros no
les causa gracia.
—No se burlen de mi hermano, no está molestando a
nadie. Y tú, Claudia, que eres más delicada que el poliesti-
reno contra el concreto, mejor cállate.
Miguel se pone a la defensiva, cuando otros se ríen de su
chiste. De repente, toda seriedad desaparece al momento de
los insultos. Claudia lo desafía.
—¿Por qué no vienes y me lo dices en la cara, coprófago?
—Claudia, respeta. Hagan silencio que la profesora acaba
de tomar agua. Ya viene para acá, así que compórtense
—respondió Carolina, tras calmar los ímpetus del salón de
clase. Con ganas de seguir discutiendo sobre el tema, en ese
corto y breve momento, Sebastián le habla a Gabriel, quien
permanece sentado con la vista perdida en el horizonte. Su
compañero llama su atención al tocarle el hombro.
—Gabriel, me gustaría saber tu opinión: ¿qué piensas
ante la toma de poder de manera ilegítima? ¿Piensas que es
correcto lo que le hicieron al señor Esperanza?
Ramírez se encuentra algo distraído, vira los ojos como si
no le importase. Allí es cuando Sebastián hace otra pregun-
ta, lo que provoca que preste atención.
—¿Piensas que mantenerse en el poder por mucho tiem-
po es correcto? ¿Crees que un golpe de estado es bueno?
Yo pienso que no. ¿Tú qué opinas?

109
—Nunca será bueno, pero sí necesario. —Gabriel mira
fijamente a Sebastián con una actitud desafiante. Su aburri-
miento desaparece al unísono con su indiferencia.
—¿A qué te refieres con «necesario»? —la pregunta de
Sebastián quedó en el aire cuando la profesora Torreal-
ba entró de nuevo al salón. Calmada y mucho más tran-
quila, se sienta en su silla y continúa con la conversación.
Antes de decir algo, Eliana levanta la mano, mueve los dedos
diligentemente.
—¿Profesora, se encuentra bien? —La niña la observa
con preocupación.
—Sí, mi amor, me siento mucho mejor. ¿Dónde me
quede?
—En las elecciones de 1990 y la muerte de Jesús Espe-
ranza —responde Laura.
—Gracias por recordarme. Antes de continuar con el
tema, quiero recordarles algo muy importante (y considero
que es la lección más importante que aprenderán el día de
hoy). Para nosotros como educadores enseñar es mostrar
todos los puntos de vista sin tomar partido, ser imparcia-
les. Pero en esta historia no hay manera de estar de acuer-
do con lo que hizo Michelena, no hay justificación válida
para sus actos.

Fue una noche terrible para todo el país. Presenciar unas


elecciones presidenciales y la muerte del candidato ganador
el mismo día, eso es algo que no se olvida. Un suceso que
no ha ocurrido nunca en la historia de cualquier otro país.
Pero lo que ocurriría a continuación tampoco fue algo natu-
ral. La policía nacional, en conjunto con la guardia, trataron
de controlar las revueltas por todo el territorio nacional. La
muerte de Esperanza fue la mecha que terminó de encen-

110
der el barril de pólvora. Dos días después, el segundo boletín
informativo sobre las elecciones salió a la luz. El regente del
CGV dio a conocer los resultados oficiales. Con el 99,98 %
de la data electoral escrutada, proclamaron como ganador a
Michelena —con un 49 % sobre el total de votos—, en contra
de un 48 % de Jesús Esperanza. Nadie lo podía creer, sin
importar lo que pasó durante esos días, proclamaron como
ganador a Michelena.
Una desgracia. Si pudiera escoger una palabra que descri-
ba ese día, yo diría que sería «desgracia». Los meses previos a
las elecciones se inhalaban aires de esperanza, irónicamente
representadas por esa persona que murió bajo los brazos de
la intolerancia. Todos los ciudadanos salimos a las calles y de
allí fue difícil que nos sacaran, queríamos respuestas, a gritos
pedíamos justicia. Lamentablemente, muchos ofrecieron sus
almas al diablo: su indiferencia nos sentenció para la eterni-
dad. No importa cuántas veces manifestáramos, desde que
Michelena asumió el poder todos y cada uno de las institu-
ciones se fueron hundiendo en la complicidad. Aquello que
considerábamos un derecho, se nos fue brutalmente arreba-
tado. A partir de esos días, las noches se volvieron más oscuras
y los días más silenciosos, la felicidad nos abandonó. De vez
en cuando siento momentos de gozo, pero no me siento tan
feliz desde hace mucho tiempo, todo gracias a los traidores.
A partir de ese día, el CGV fue conocido como un órgano
independiente a un organismo político corrupto. Un sector
que solo defiende sus ideales a costa de la libertad de los
demás. El pueblo indignado salió a las calles, fueron lo sufi-
cientemente fuertes para reclamar justicia, sin embargo, ya
el plan estaba en marcha. A partir de ese día, comencé a
cuestionar la inteligencia de ciertas personas, de un discurso
prefabricado lleno de odio y de rencor. ¿Cómo era posible
una persona tuviera tanta rabia dentro de sí? Pero no me

111
sorprendía más que las personas quienes lo admiraban. El
gobierno les quitó todo, hasta su sentido común, sin impor-
tar que tan mal estuvieran las cosas, ellos nunca dejarían de
creer en su nuevo líder.
A partir de ese día, Michelena se convirtió en presidente.
Han pasado veinte años desde que asumió la primera magis-
tratura del estado, y lo que más sobra de este gobierno es la
pobreza, la corrupción, la caída de nuestra economía y nues-
tra sociedad decadente. La delincuencia que pasa factura a
toda persona, sin distinción de edad, sexo, religión o tenden-
cia política. A todos nos llueve, justos y pecadores por igual,
todo gracias al deseo de poder. El poder de gobernarlos a
todos, el poder que corrompe el alma y el espíritu, el poder
por sobre todas las cosas.

Esa fue la intervención de la profesora. Los prodigios apren-


dieron más por las experiencias de la tutora que de los libros
de historia adulterados, donde explican lo ocurrido. Minu-
tos más tarde, al finalizar la clase, todos dejan el salón con
excepción de los hermanos Ramírez. Con suma preocupa-
ción el pequeño se le acerca.
—Hola, Gabriel… Hace tiempo que no hablamos.
—¿Y quién dijo que yo quería hablar contigo? —con una
actitud llena de indiferencia, Gabriel desvía la mirada hacia
la ventana.
—Quería preguntarte si quieres jugar fútbol con los mu­­
chachos. Prometimos no utilizar nuestros poderes mientras
juegas con nosotros.
—La verdad, no tengo ánimos de jugar, hermano. Agra-
dezco la invitación.
—Pero es tu deporte favorito. Ven, comparte conmigo un
rato, por los viejos tiempos. —Miguel muestra una pequeña

112
sonrisa, pero al ver el rostro apático de Gabriel, sus ganas
de jugar a la pelota desaparecen.
—No me malinterpretes, hermanito, simplemente no
estoy de humor, no lo he estado durante tres meses y menos
lo estaré ahora.
El joven se levanta de su escritorio y toma sus cuader-
nos. Camina fuera de la habitación. Justo antes de marchar-
se, Miguel le alza la voz.
—¡Qué es lo que está pasando contigo! ¿Por qué me
tratas así?
—Tú no lo entenderías. —Gabriel se da la vuelta, pero
Miguel insiste y se le acerca, lo sujeta con fuerza del brazo
y le pide que lo escuche con atención.
—¡Claro que te entiendo! Sé que estás triste por no tener
poderes, que te sientes solo por no tener a nadie que te com­­
prenda, que estás molesto porque Gustavo te maltrata y
Carlos te molesta. ¿Sabes que no logro entender aún?
—Deja de meterte en mi mente, no te he dado permiso
de entrar.
—No hace falta leerla para saber qué es lo que piensas.
Con tan solo verlo me doy cuenta. Lo que no logro enten-
der todavía es que a pesar de lo observador que eres con los
demás, no lo eres contigo mismo —responde Miguel, algo
exaltado.
—No quiero seguir hablando de esto, me iré a mi habi-
tación.
—Y después preguntas por qué te sientes solo, ¿no es así?
Deja de ser un imbécil con las personas que te quieren. Si
sigues así, tarde o temprano dejarán de quererte.
Miguel toma sus cosas y se va caminando al pasillo, mo­­­­
lesto por los comentarios de su hermano.
Minutos más tarde, Gabriel se da cuenta de lo mal que
actuó con su hermano, se siente culpable por lo sucedido.

113
Su enorme orgullo no le deja ver con claridad. La disculpa
que quería decirle a su hermano desaparece por cada paso
que da en la casa. El resto del día permanece así, distante,
fuera de sí. Sus compañeros lo evitan. A pesar de querer
distraerse leyendo libros de historia, no logra concentrarse.
Al pasar los días, Gabriel permanece en vela, despierto sin
lograr conciliar el sueño, se mueve de un lado al otro en su
cama. En ese momento, una carta se desliza por debajo de
su puerta. El muchacho se da cuenta, se levanta cuidadosa-
mente sin hacer ruido. Al momento de abrirla con delicade-
za, observa que fue escrita por su hermano. En su interior
hay una foto. Los ojos de Gabriel se humedecen.

Cada vez que te sientas solo, quiero que mires esta


foto y recuerdes lo feliz que eras, ¿sabes por qué?
Porque tú me haces feliz. Te quiero mucho, hermano.
CAPÍTULO X
ENVICIADOS Y HONESTOS

La noche ha llegado. Una suave brisa recorre las casas y edifi-


cios de la capital. En las zonas rurales más pobres de Ciudad
Esperanza el viento se encuentra ausente. Un poco más aleja-
do de la capital, en la parte más alta de la barriada, un grupo
de jóvenes con aspecto demacrado y vestidos con ropa senci-
lla permanecen altivos. Con cautela vigilan la zona. Armados
hasta los dientes. Una camioneta de la policía estatal se detie-
ne frente a ellos. Tres policías se bajan del vehículo. Todos
llevan puesto un chaleco antibalas encima de su uniforme.
Antes de comenzar la conversación, se ven al rostro. Tras
confirmar la identidad de los involucrados, charlan con ellos.
Los individuos les entregan varias bolsas de cocaína y una
maleta —muestran el dinero en su interior—. El líder de
la banda hace un ademán, levanta el mentón. Los policías
sacan el armamento de la maletera. Cumplen con su parte del
trato. A una distancia prudente, un hombre —delgado y de
cabello negro— se acomoda en el techo de una casa cercana
al sitio del encuentro. El policía ajusta la mira de su arma,
indicándoles a los hombres que lo acompañan que observen
detenidamente.
—¿Por qué los obligan hacer un juramento, si de igual

115
manera no lo cumplen? ¿Dónde quedó el honor? —mascu-
lla el oficial, frustrado por la situación mientras apunta con
un fusil.
»Ok muchachos, no pierdan de vista a ninguno.
—Peña. He identificado a dos de los oficiales. Ambos
tienen antecedentes penales por tráfico de armas. —dice uno
de los acompañantes.
—Culpable por partida doble. No entiendo cómo esta
gente puede vivir así, pervirtiendo la causa de la policía
estatal.
—¿Qué hará con ellos, oficial Peña?, ¿los va a arrestar?
—Si les venden armas a nuestros enemigos, merecen ser
tratados por igual. Esta guerra entre barrios debe terminar.
Nuestra prioridad será liquidar sus fuentes de ingreso. Sin
importar de dónde provengan. No vacilen. Apunten a matar
y esperen mi señal.
Los maleantes siguen hablando con los oficiales con natu-
ralidad. Acostumbrados al sistema corrupto de la policía
estatal, tienen el consentimiento de los líderes de las bandas
criminales para ingresar a los barrios. Es una tregua que se
ha mantenido durante años. Las muertes en el país —en su
mayoría— se deben a enfrentamientos entre bandas, quie-
nes se disputan el control de la ciudad. Los ciudadanos son
los más perjudicados. Cancelan «tributos» a las bandas para
garantizar su protección; sin embargo, es un método nada
práctico cuando los grupos paramilitares se encuentran en
guerra. Para mantener a raya los asesinatos, los policías
corruptos les venden sus armas a cambio de dinero y drogas.
Peña está muy claro en que el sueldo de un policía no es tan
atractivo por el sacrificio que conlleva ser un guardián de la
justicia. Por eso, «los débiles de mente» caen tan fácil en este
negocio. Peña se prepara para actuar. Quita el seguro de su
fusil y da la orden. Se escuchan tres disparos, cada bala llega

116
a cada uno de los policías. Los delincuentes se protegen de
la ráfaga. La situación se sale de control. Uno de ellos apro-
vecha para robar una patrulla.
—Mordió la carnada. ¡Atención! El delincuente se dirige
por la calle principal hacia la salida, ¡intercepten con precau-
ción! —responde Peña, al transmitir la orden por la radio.
Abandonan la casa y se dirigen con el resto de los oficiales.
El delincuente conduce desenfrenado por las calles. Ace­­
lera sin importar quién se le atraviesa. Al llegar a la salida de
la barriada, varias patrullas de la S.S.P.C. bloquean el paso.
Resopla enojado e intenta conducir en reversa. Un oficial
lanza una cadena de púas. Las llantas estallan al cruzarlas. El
hombre no le queda más opción que huir de la escena, saca
su pistola y dispara a los oficiales, aprovecha el ajetreo para
salir corriendo. Otros oficiales se involucran en la persecu-
ción. El delincuente se escabulle entre las calles angostas,
saltando sobre los ranchos. Justo cuando piensa salirse con
la suya, uno de los hombres de Peña aparece por detrás y le
dispara en la pierna izquierda. Cae al piso de inmediato. Su
corazón le retumba el pecho. Teme por su vida.
—¡Suelta la pistola y coloca tus manos encima de la
cabeza!
Gilberto alcanza a su compañero, pero el maleante no
quiere rendirse tan fácilmente. Se da la vuelta y le apunta al
oficial. Tan rápido como le permiten sus reflejos, Peña se
lanza encima de su compañero. Corrió con suerte de no salir
herido. Él toma su arma y le dispara en el pecho. Una bala
fue suficiente para acabar con la vida del maleante.
—Nunca sobreestimes tus habilidades, oficial. Tarde o
temprano, un desquiciado te va a disparar por la espalda,
pero tú habrás muerto por la imprudencia, no por la bala —le
recrimina Peña. El hombre se encuentra bastante sorprendi-
do por lo que pasó. Minutos después, los oficiales marcan el

117
perímetro para analizar la escena del crimen. Peña habla con
el supervisor Costeña —uno de los directores estratégicos de
la S.S.P.C. —, mientras llegan la ambulancia y otros funciona-
rios, el hombre se muestra campante por la misión. Gilberto
se da cuenta con tan solo ver sus ojos llenos de satisfacción.
—Señor, a cuatro cuadras de aquí se encuentran los cuer-
pos de tres policías. Eran funcionarios de la policía estatal.
Creemos que estos oficiales eran los distribuidores de armas
de la zona. Los encontramos en el acto, mientras intercam-
biaban armas por cocaína y dinero en efectivo —dijo Peña.
Reportando con exactitud los acontecimientos.
—Estoy complacido con su trabajo y el de sus hombres,
oficial Peña. Sé que la directiva de la policía estatal buscará
motivos para culparnos, pero nosotros nos encargaremos.
Usted siga cumpliendo con su labor como lo ha hecho.
—Muchas gracias, señor. Si me disculpa, voy a retirarme.
Gilberto saluda a su supervisor y se retira de la escena. Su
compañero lo alcanza mientras baja por la empinada calle. El
joven —un agente inexperto y en entrenamiento— le agra-
dece por haberle salvado la vida. El rostro del oficial cambia
de pronto, y el agradecimiento queda en el aire.
—Tienes que tener más cuidado con lo que haces, casi
te matan hoy.
—Lo lamento, oficial Peña, es que sucedió tan rápido.
—Y en un parpadeo la vida de tus hijos y la de tu esposa
se hubiera ido al caño —Peña le recrimina con su mirada—.
Tienes mucho que aprender. Esto no es un juego.
—Hago mi mayor esfuerzo, oficial, usted es testigo de
eso.
—Otros oficiales de la S.S.P.C. dirían lo mismo que tú.
Conflictos como este se viven a diario. Lamentablemente,
no todos los oficiales de la ley son honestos. Tuviste que
verlo con tus propios ojos para darte cuenta.

118
—Sí —se lamenta el joven oficial—. No todos cumplen
con el juramento.
—Sin importar que sea policía o militar; funcionario o no
de la organización; si esa persona atenta contra los principios
que juró cumplir, no merece clemencia. Un juicio «justo» no
basta sabiendo lo pervertida que está la justicia en este país
—Peña camina altivo por las calles, observando cada rincón
del barrio—. Los criminales viven como reyes en las cárce-
les; nuestros hermanos dan sus vidas en las calles. Mientras
existan policías corruptos, nuestra lucha no llegará a nada.

Mientras tanto, en la zona suroccidental del país, varias per­


sonalidades se reúnen dentro de un lujoso hotel en la capi-
tal de Anaco. Todos se congregan en la sala de conferencia.
La entrada es custodiada por dos guardaespaldas, quienes
requisan a los visitantes y les piden que entreguen sus armas.
Dentro de la sala de conferencia, varias mesas se encuen-
tran unidas. Sentado frente a ellas se acomodan los líderes
del crimen organizado de Nueva República. Todos pregun-
tan por el señor Escrofano —siendo el único que falta en la
reunión—; ya han pasado semanas desde la última vez que
se supo de él. En la parte superior de la mesa se encuentra el
líder criminal del oeste del país. El señor Babrusa —hombre
de mediana edad, de cabello blanco, obeso y con un pésimo
gusto para vestirse— se muestra preocupado por la situa-
ción de su homólogo. En plena charla con sus aliados, uno
de ellos recibe una llamada telefónica de un número desco-
nocido. El hombre contesta y un sujeto le habla de forma
sospechosa. Su voz es grave y adulterada. Se escucha del
otro lado del parlante, como si fuera manipulada para ocul-
tar su identidad.
—Escuche con mucha atención, compañero. Si usted y

119
su grupo de patanes quieren saber sobre el estado del señor
Escrofano, encienda una computadora portátil e ingrese a
la dirección electrónica que le voy a enviar por mensaje de
texto. —De inmediato llega el mensaje y el hombre miste-
rioso cuelga la llamada.
Intrigado por lo que ocurre, Babrusa se precipita. Por
suerte uno de los invitados carga una computadora portá-
til consigo. Con diligencia le pide al sujeto que ingrese a la
página web que le fue suministrada. Picados por la curio-
sidad, se aglomeran alrededor de la computadora. Babrusa
pierde la paciencia con rapidez:
—¿Es necesario que se amontonen todos a mi alrededor?
¡Quítense!
Una imagen borrosa se aprecia en la pantalla. Un sujeto
permanece atado a una silla. Tiene la mandíbula rota —de
sus labios le cuelga un hilo de saliva teñida en sangre—. A
pesar de tener magulladuras en todo su cuerpo, los moreto-
nes no son suficientes para ocultar su identidad. Todos en
la sala lo reconocen, es el señor Escrofano.
No se escucha sonido alguno, solo la imagen del líder cri­­
minal. De pronto aparece un sujeto, vestido completamente
de negro. Una máscara cubre su rostro. Lentamente apare-
ce de espaldas al señor. Sujeta un bate de beisbol con ambas
manos. Hace un amague, apuntando a la cabeza del hombre y
segundos después lo golpea. Escrofano cae al piso. El enmas-
carado regocija el momento y lo golpea tres veces más. La
sangre salpica la cámara y el sujeto muestra con orgullo su
bate ensangrentado. Tras tomarse un respiro, introduce su
mano en el bolsillo y saca un celular. Dentro de la sala del
hotel se escucha el repique de un teléfono. El dueño de la
computadora portátil es quien recibe la llamada, todos se lo
quedan mirando. Así que deja el teléfono en la mesa para
que todos puedan escuchar. La voz del hombre se escucha

120
en la sala a través del altavoz. El sujeto de negro toma la silla
—donde estaba Escrofano sentado— y se acomoda en ella.
—Muy buenas noches a todos los presentes. Lo que
acaban de presenciar fue una muestra de la determinación
de mi banda. El reinado de los Cerdos del Crimen ha llega-
do a su fin. Al Jabalí del Centro le tocó primero —dice con
mucho orgullo el hombre misterioso. Atentos permanecen a
la transmisión. La mayoría molestos y asqueados por lo que
le sucedió a Escrofano—. Realmente no sé porque escogie-
ron esos nombres tan estúpidos. Aunque tengo que admitir
que, desde mi punto de vista, sí parece un cochino muerto.
—¿Quién es usted, señor, y qué le hace pensar que sus
amenazas le servirán de algo? —pregunta Babrusa, quien se
acerca al altavoz del teléfono.
—Sabía muy bien que el Ciervo del Oeste no se queda-
ría callado ante mi intervención —suelta un gajo, seguido
por una larga exhalación—. ¿Por qué mejor no hablamos de
negocios? Esa es la razón por la cual están reunidos, ¿no es
así? Bueno yo también quiero participar.
—¿Qué mierda es lo que le sucede? ¡Revélese y no sea
cobarde!
—Conque cobarde, ¿eh? Pues lo lamento, señor Babru-
sa, no pienso caer en su juego. Lo que sí puedo decirle es lo
que planeo hacer.
—¿Y qué es? —le pregunta el dueño del celular, temeroso.
—No pienso hacer nada con ustedes. Todavía no. Vengo a
mostrarles el último testamento del señor Escrofano. Como
el heredero no oficial de todos sus bienes, tengo la obliga-
ción de informarles que sus negocios pasaran a mi custodia.
Y así de una manera más eficiente, administraré sus finanzas.
Babrusa se echa para atrás. Suelta una escandalosa carca-
jada que es seguida por sus simpatizantes. Una situación
bastante irrisoria que le parece un acto muy teatral.

121
—Okey, entiendo. Me rindo. Caímos en la broma —res­­
ponde Babrusa, sardónico y con una risa escueta.
El sujeto de traje negro no ve el lado gracioso.
—Sé muy bien cómo funciona el sistema de Escrofano.
Sus negocios. Todos sus contactos. Los tengo en la palma
de la mano. ¿Cómo crees tú que el desembarco en Puerto
Madeja fue un fracaso? Yo estaba ahí. Y así estaré en todas
partes, porque sé con exactitud cómo piensan los cerdos
como tú, Babrusa.
—Tú no sabes nada de nosotros, imbécil pretensioso.
—Claro que lo sé. Así como los tres sectores del crimen
organizado han hecho durante todos estos años. Quien tiene
la información tiene el poder. Escrofano fue el traficante de
drogas por excelencia en el centro del país. Tú eres traficante
de armas de guerra y materiales químicos. Mientras que el
otro sujeto tiene el control de la zona sur y la zona este del
país. Aunque lo oculta con su multimillonario emporio de
telecomunicaciones. A mí nadie me engaña, Babrusa. Siem-
pre estaré un paso adelante.
Los hombres de la sala dejan de reírse al escuchar sus
declaraciones. La gota de sudor que recorre la frente de
Babrusa es la prueba que necesitaba. Su discurso ha hecho
efecto.
—Escúchenme con detenimiento —exhala de forma tene-
brosa—. A partir de ahora, la zona norte estará bajo mi
tutela; aquellos que estén en contra, aténganse a las conse-
cuencias. No querrán padecer el mismo destino que el señor
Escrofano. Es una advertencia para todos los sectores invo-
lucrados. Les aconsejo a no hacer caso omiso. El gobierno
no estará para apoyarlos esta vez.
—Sin duda alguna usted es un degenerado, comoquiera
que se llame. Lo que hace es blofear sin medida. Esto es tan
solo un vil montaje, hecho por un aficionado. Saboteador de

122
redes sociales. Tu a mí no me engañas —sentencia Babrusa
con un quejido.
—Supuse que no iban a tomarme en serio. Mientras esta-
ban concentrados con todas las porquerías que salían de
mi boca. El dueño de esta computadora acaba de salir de la
sala de conferencia sin que se dieran cuenta —mientras el
sujeto de negro continúa hablando a la cámara, Babrusa se
da la vuelta y confirma lo que había dicho, el sujeto se ha
ido—. Dentro de este aparato electrónico se encuentra un
dispositivo explosivo. Apenas cuelgue esta llamada telefó-
nica, toda la sala estará en llamas. Así que… la lección de
hoy cual es: en el futuro, tengan la amabilidad de tomarme
en serio.
La llamada se entrecorta. Todos los presentes pierden el
juicio cuando escuchan un titileo, proveniente de la compu-
tadora. El primero en abandonar la sala es Babrusa: se levan-
ta abruptamente de la silla y empuja al resto de los presentes
para poder salir. Los demás corren detrás de él. En cuestión
de segundos, la computadora portátil estalla. La explosión
queda confinada dentro de la sala. Las llamas se propagan
con rapidez. El fuego se esparce por todo el salón. Consu-
me con rapidez las elegantes cortinas. Los manteles de las
mesas se prenden. Todo el salón se incendia a una veloci-
dad impresionante.
Babrusa permanece de pie —atónito y sin palabras—. Se
puede ver un gran resplandor de luz proveniente del hotel.
El resto de los presentes ingresan a sus vehículos y huye de
la escena. Pocas permanecen en las afueras. A diferencia de
los heridos, Babrusa corrió con suerte de salir con quemadu-
ras leves. Observa furioso cómo las llamas se extienden por
todo el hotel. Más es la molestia porque es el actual dueño
del inmueble. Uno de sus guardaespaldas le implora que
entre al auto. Lo toman del brazo, pero se rehúsa.

123
—Averiguaré quién fue el responsable de este desastre y
lo haré pagar.
—¡Señor, tenemos que irnos! ¡No puede permanecer en
este lugar!
—¡Alguien debe saber quién es ese sujeto, lo quiero
muerto!
Tras las súplicas, el hombre entra al vehículo y abando-
nan el lugar. En cuestión de minutos, llegan las patrullas.
Intrigados por el suceso, los policías acordonan la zona.
Inmerso en sus pensamientos iracundos, Babrusa respira
y exhala con dificultad.
—Escrofano no era cualquier pendejo. —El hombre char-
la con uno de sus guardaespaldas mientras sostiene un vaso
de agua, saborizado con whisky—. Sus hombres son dema-
siado fieles como para traicionarlo. Sea quien sea ese tipo,
no la tendrá fácil.
El sujeto de negro se regocija ante el plan que ha maqui-
nado. Se levanta de la silla y les ordena a sus hombres que
enciendan las luces. Un pequeño set de grabación se aprecia
a su alrededor. Un montaje eficiente para el plan que tenía
en mente.
—Se acabó el show, caballeros. Por favor saquen a este
apestoso jabalí de mi vista.
—Señor, ¿dónde lo dejamos? —pregunta uno de sus
hombres.
—¿Tengo cara de que me importa un carajo? ¡Les dije
que se lo lleven! ¡Muévanse! ¡Métanlo en una compactado-
ra de basura si quieren, no lo quiero aquí!
Los subordinados recogen el cadáver de Escrofano. La
marca de las suelas queda regada por todo el almacén. El
nauseabundo hedor del cadáver les irrita las narices. Como es
muy pesado, lo llevan a rastras por el piso. Cuatro hombres
son necesarios para levantarlo. Abren la maletera de un auto

124
y lo lanzan adentro. Tras quitarse la máscara y el distorsio-
nador de voz, Gustavo Castillo se regocija ante el espectácu-
lo que ha formado. Saca de su bolsillo una caja de cigarros.
Toca la comisura de sus pantalones y revisa en la parte de
atrás. Suelta un gruñido.
—Maldita sea —repone con molestia—. ¡Necesito un en­­
cendedor!
—Yo le ayudo, jefe —uno de sus asistentes se le acerca.
Saca un yesquero del bolsillo. Castillo acerca el cigarrillo y
aspira para encenderlo. Una fuerte brisa azota el almacén.
El hombre le ayuda a mantener la llama tapándola con su
mano—. ¿Cuál es el siguiente paso, jefe? ¿Quién será nues-
tra próxima víctima?
—Tranquilo —Gustavo profiere una carcajada escueta
entre dientes—. A cada cochino le toca su sábado.
CAPÍTULO XI
EXTRAÑA INCERTIDUMBRE

Tengo días teniendo este sueño, Gilberto. Cada vez que lo


tengo, me trae de vuelta al momento en que todo comenzó.
Cuando entro por la puerta de la gran mansión, alzo la vista.
Me siento asombrado por su belleza. Camino por los pasillos,
deslizando mis dedos por la pared. Todo se ve tan oscuro y, sin
embargo, puedo ver claramente. Nadie me acompaña, cami-
no solo por la cocina hasta llegar al patio donde se encuentran
ustedes. Sentados en el jardín platicando, así como estamos
haciendo ahora… Ese sentimiento de haber estado ahí me
perturba. Algo significa, porque al darme la vuelta observo
la mansión envuelta en llamas. Mientras el resto de ustedes
actúan con naturalidad, solo yo puedo ver cómo se quema.

Mucho tiempo ha pasado desde aquel día, cuando los niños


pobres llegaron a la gran mansión. La vida de los marginados
ha cambiado para siempre, a diferencia de la sociedad —que
los había olvidado—, que permanece igual. Su estado mental
es territorio inexplorado para los adultos. Desde el momento
en que adquirieron sus poderes, nunca les han quitado el ojo
de encima. Los profesores velan por su protección, aunque

127
eso represente una disminución de privacidad. Ellos nunca
salen de Nova Familia —a menos que sea estrictamente nece-
sario— el programa educativo es intensivo y requieren de la
mayor concentración posible. Sin distracciones. Son escasas
las horas de esparcimiento que les dan. Algunos aprovechan
para socializar. En cambio, la gran mayoría se deja llevar por
sus pensamientos introvertidos. Son expertos en compartir
sus sentimientos en compañía de la soledad.
El adoctrinamiento en pro de la monotonía se les hace
insoportable. Los más grandes se sienten encadenados a tan
rigurosas normas. «¿Si tenemos estos poderes, por qué no
nos permiten usarlos?»; preguntas como esa deambulan por
sus mentes. Conocen con exactitud las normas. El uso de sus
poderes sin consentimiento de los tutores está prohibido. Se
sienten tan presionados que comienzan a cuestionar su razón
de ser en la escuela. Dicha preocupación los mantiene en vela
durante las noches. Demasiado tiempo ha pasado desde que
llegaron a Nova Familia. Gilberto aprovecha su hora libre y
llama a su mejor amigo. Sebastián, quien permanece sentado
en los bancos que están ubicados frente al jardín, lo espera
en silencio.
—Creo que ambos sabemos el motivo por el que segui-
mos aquí.
—¿Y qué has averiguado tú? —Sebastián busca indagar
un poco más.
—Bueno, sé que muchos de nuestros profesores se sien-
ten inútiles —Gilberto observa por encima de su hombro,
esperando que nadie lo esté espiando—. Ellos saben que
podemos aprender por nuestra cuenta, sin su ayuda. Ese
pensamiento les hace caer en la duda. A estas alturas, y con
el tiempo que ha pasado, no tenemos nada más que aprender.
—Piénsalo bien, Gilberto. Nos dijeron que estaríamos
aquí por un solo motivo: aprender. Aunque tú mismo lo

128
has dicho. Si ya nos enseñaron todo, ¿qué pasará entonces?
¿Por qué seguimos aquí, qué nos ocultan? —se cuestiona
Sebastián al voltear la mirada.
—Hemos aprendido demasiado. Y tal vez sea la razón
por la cual nos quieren mantener aquí. No entiendo. ¿Por
qué siguen insistiendo en que nos quedemos?
—¿A qué te refieres con que «siguen insistiendo»? —inda-
ga Sebastián. Gilberto suspira por un momento. Observa
a los alrededores para asegurarse que no haya nadie cerca.
Vuelve la mirada a su amigo y le habla en voz baja. Sebas-
tián se le adelanta—. No te preocupes: todos están dentro
de la mansión. Puedes decir lo que quieras, nadie tiene que
leer el pensamiento de nadie —dice, muy confiado, Sebastián
mientras se reclina un poco hacia adelante. Coloca los codos
encima de las rodillas.
—Qué casualidad que dices eso. Recientemente he trata-
do de leer las mentes de los profesores y cada vez que lo
hago piensan en otra cosa. Es difícil de controlar, y por
mucho que lo intente no puedo entrar. Sus mentes están
en blanco.
—A los profesores no se les puede hacer eso, Gilberto
—le recrimina su amigo—, dudo mucho que estén involu-
crados en algo perverso. Tenemos que ser más listos que
ellos. Ya aprendimos lo suficiente en esta escuela, ¿ahora
qué? —Tras rascarse la cabeza ante la duda, Sebastián alza
la mirada. Patricia, quien está en el borde de la puerta, los
llama a ambos para que entren a la mansión. Los profesores
han convocado una reunión.
Todos los estudiantes atienden al llamado. Los profeso-
res entran uno por uno. Carlos se da cuenta de que su tutor
no se encuentra entre ellos. Tiene tiempo que no lo ha visto.
Antes que la profesora Estela tome la palabra, Carlos levan-
ta la mano.

129
—Buenos días, tutores, ¿por qué el profesor Gustavo no
se encuentra? Han pasado dos semanas y no lo hemos visto.
—Es mejor así, tú eres el único que lo echa de menos
—contesta Gabriel en tono sardónico. Demasiado despec-
tivo como para darle satisfacción a Carlos.
—Sosa. El profesor Castillo se encuentra ausente por
compromisos con la división estratégica de la S.S.P.C. Es
por eso que no ha estado con nosotros últimamente. Pero no
te preocupes, pronto volverá —repone Estela, quien espera
haber sacado de dudas al alumno. Segundos después, busca
una pizarra acrílica y la coloca frente a los muchachos. Mien-
tras escribe en ella, la profesora Carla saluda a sus niñas.
Les pregunta cómo les ha ido. Ellas le dicen que todo está
muy bien, contestan con una sonrisa en sus rostros. Cuan-
do la profesora Estela termina de escribir, Gilberto levanta
la mano.
—Profesora, observo que acaba de escribir un cronogra-
ma para nosotros. Aunque no le veo ningún sentido. Pienso
que ya hemos aprendido lo suficiente. —El comentario no
sienta muy bien a los tutores. Gilberto no se ha dado cuen-
ta de su indiscreción.
—No pienso que sea la manera correcta de manifes-
tar tu opinión, Gilberto. Ni siquiera tu padre hablaría de
esa manera. Y él es un oficial que sigue órdenes, deberías
seguir su ejemplo y evitar comentarios como el que acabas
de hacer —responde la profesora Carla, quien se siente muy
apenada por lo sucedido. Ella regaña a su alumno, aunque
no estará solo. Sebastián decide apoyarlo. No le importa
jugar con fuego.
—Profesores, no queremos desacreditarlos ni juzgarlos.
Más bien es todo lo contrario. Como sus estudiantes, esta-
mos muy agradecidos por las enseñanzas que nos han dado.
Pero, analizando la situación, concuerdo con él. Si nos dije-

130
ron que estaríamos aquí para aprender a ser buenos ciuda-
danos, a prepararnos para enfrentarnos ante la sociedad y
hacer algo bueno de ella. ¿No es un poco egoísta mantener-
nos aquí, después de todo lo que ha pasado? Tenemos los
conocimientos, tenemos la madurez, ¿qué más hace falta?
—Perdóneme, señor Pérez. Lamento decir que eso es erra-
do. Nosotros somos sus tutores, es nuestro trabajo inculcar-
los valores. A todos. Lo que estás manifestando son deseos
de rebeldía. Sé que no estás hablando en nombre de todos.
¿Les disgusta estar aquí? ¿Hicimos algo malo, como para que
ustedes se sientan de esa manera? —pregunta la profesora
Luz, de forma retórica. Se siente molesta por los comenta-
rios de Gilberto y Sebastián. El resto del grupo habla entre
dientes y con la mirada baja. En especial los más pequeños.
Les manifiestan a los profesores que no se quieren ir. En ese
momento tan tenso, Gabriel siente la obligación de hablar-
le con sinceridad a Sebastián. Aunque eso involucre que sus
palabras sean demasiado toscas, como él.
—Profesora Luz. Sebastián no está hablando por todos.
En lo que a mí respecta, cada uno de nosotros pensamos
diferente. Puede que el sabiondo le disguste seguir aquí.
Deje que se vaya. Podrás sobrevivir con tus poderes, de eso
estoy seguro, pero al menos tú tienes una familia a donde
ir. La mayoría de nosotros no tenemos nada. Así que deja
de hacerte la víctima. Prodigio ingrato. Y agradece lo que
se te ha dado.
—Gracias a Dios tengo a mi madre con vida. A dife-
rencia de ti, no me encierro en mi cuarto cuando me visita.
¡Ese eres tú! No tienes a nadie. ¡Tú no valoras a nadie, ni a
tu propio hermano! Por eso no tienes poderes, porque no
te los mereces. —Sebastián se desahoga con él. Gabriel se
queda callado. Eso le ha dolido.
—Jóvenes. Cordura, por favor. No sé qué les está pasan-

131
do hoy, ¿Muchos de ustedes se levantaron con el pie izquier-
do o son ideas mías?
—Profesora Lucia, yo no estoy de mal humor, solo quie-
ro saber por qué debemos seguir aquí. ¿Es que acaso nos
están ocultando algo? —insiste Gilberto en su duda. Se
les queda viendo fijamente a los profesores. Espera alguna
respuesta. Entrecierra los ojos y se concentra, como si trata-
ra de leerles la mente. El profesor Jorge comienza a sentir-
se algo nervioso. Se guarda un collar de color verde dentro
de su camiseta y Gilberto se da cuenta. La profesora Estela
aplaude con fuerza y despista al muchacho. Alterada por lo
que está sucediendo, no pierde un segundo más en mostrar
su molestia.
—El motivo de esta reunión era para mostrarles los planes
recreativos que teníamos con ustedes en los próximos días.
Pero si van a tener esa actitud con nosotros, mejor lo deja-
mos para otra ocasión. Si de verdad se cree muy listo, Sebas-
tián, sería bueno que usted dé la clase. Puedes pedirle ayuda
a Gilberto, veo que están siempre sincronizados al momen-
to de hablar. Si consideras que el resto de los tutores esta-
mos de adorno en Nova Familia, léanse todos los libros de
la biblioteca. Les aseguro que así aprenderán más cosas de
las que nosotros pudiéramos enseñarles a ustedes.
—Jamás dije que ustedes no son prescindibles para noso-
tros —replica Gilberto.
—Bueno, tus palabras no lo dicen, pero tu intención lo
refleja —la profesora Estela se siente un poco mal. Se retira
de la sala y se va a la cocina a sentarse. El profesor Torres la
acompaña. Antes de retirarse, les pide a todos los alumnos
que salgan al patio. Estando más tranquilo, Gilberto se reúne
a solas con Sebastián. Sin embargo, Patricia y Carolina se les
acercan y comienzan a discutir entre ellos.
—¡Viste! Por tu culpa a la profesora Estela se le bajó la

132
tensión. Ahora está tomando un vaso de agua con azúcar
—le recrimina Carolina, agitando sus manos.
—Cómo sabes que la profesora se le… Olvídalo, es una
pregunta estúpida. ¿Por qué dices que fue mi culpa si sabes
que yo no hice nada malo? Solo les dije la verdad —Sebas-
tián se excusa frente a sus compañeras.
—No es por la pregunta, es por la actitud que tomaron
frente a los profesores. Es muy ingrato de su parte pensar
de esa manera. Ellos nos han dado un hogar, nos han dado
de comer, nos han enseñado mucho. Pero haces pensar que
por ser un prodigio no necesitas nada más —responde Patri-
cia, disgustada por su actitud.
—¿Pueden hacer silencio? Intento escuchar a los pro­­
fesores.
—Gilberto. No seas falta de respeto, no es correcto leer
sus mentes.
—Podrías dejar de ser tan apegada a lo correcto y comen-
zar a pensar con lógica y frialdad —Gilberto le responde
a Patricia casi susurrándole—. Sabes que algo está pasan-
do. No logro leer sus mentes. Es como si algo me estuvie-
ra bloqueando. Así que no dejaré de hacerlo hasta saber la
verdad.
—¿Cual verdad? ¿Que eres un muérgano malagradeci-
do? —repone Carolina.
—Ya basta. —Patricia le sujeta la mano con fuerza a Gil­
berto—. Deja de usar tus poderes de esa manera. Si ellos nos
ocultan algo, solo espero que sea por nuestro bien.
—Me sorprende que ustedes sean tan ignorantes. Dejen
de mirar directo al sol porque quedaran ciegas. Les digo
que nos están ocultando algo, y no es casualidad que estén
hablando de eso, justo ahora.
—¿Que Gilberto te hizo qué? —pregunta la profesora
Estela llena de asombro.

133
—Sí, el muchacho se me quedo mirando a los ojos y
sentí cómo él me leía la mente. —El profesor Jorge se rasca
el cuello mientras disimula al ocultar su collar—. Fue una
sensación muy extraña. Lo sé porque se estaba esforzando.
Por eso me preocupo. Espero que no haya llegado y descu-
bierto lo del proyecto. No están listos.
Los profesores están discutiendo en la cocina. Nervio-
sos sobre la situación. La profesora sostiene el vaso de agua
bebiendo sorbos para recobrar energías. La salud de la pro­
fesora Castellano ha ido decreciendo últimamente.
—Debemos seguir con el plan. Francisco nos dijo muy
bien sobre lo que debíamos hacer desde el principio. Es por
eso que estamos aquí. Tarde o temprano, llegará el día y
debemos prepararlos para ese momento —suspira la profe-
sora Castellano.
—Es increíble que no seamos justos con ellos. Los esta-
mos utilizando. Deberíamos decirles —interviene la pro­
fesora Carla. Se nota muy molesta por como manejan la
situación a espaldas de los prodigios. Sin embargo, el profe-
sor Ramón discrepa.
—Carla, eres profesora al igual que yo. Ambos sabe-
mos que estos muchachos están aquí no solo para apren-
der. Tienen un reto muy grande por delante. Tiene miedo.
Incertidumbre. Por eso hacen tantas preguntas. Por eso se
cuestionan. Pero lo importante de todo esto es que tenemos
que apoyarnos mutuamente. No tienen otra opción.
—Me parece un plan enfermizo utilizarlos como solda-
dos —contesta Carla.
—¡Nadie ha dicho que se convertirán en soldados! —le
replica Jorge.
—Entonces ¿me puedes explicar, con detalle, cuál es
el siguiente plan? Porque, sin importar desde qué punto
de vista lo vea, ese es el destino que les quieren imponer.

134
¿No sería más fácil creer en su futuro que apresurar su
presente?
—Carla. Estás exagerando las cosas. Además, ya no son
niños. Lo sabes.
—Ese es el principal problema de esta escuela. Están más
preocupados por los futuros oficiales de la S.S.P.C. que de
sus propios alumnos.
Cansada de dar su opinión y no ser escuchada, la profeso-
ra Carla se retira de la cocina. El resto de los tutores perma-
necen allí, a la expectativa. Minutos más tarde, los alumnos
y sus tutores se reúnen de nuevo. Todos calmados y con la
mente serena. La primera en tomar la palabra es la profeso-
ra Estela, quien se encuentra bastante aliviada.
—Quisiera pedirles disculpa a todos ustedes. Me sentí
un poco débil y necesitaba reflexionar sobre lo ocurrido.
Ahora que estamos mucho más tranquilos, retomaremos
la reunión y discutiremos nuestro cronograma de activida-
des. La profesora toma el marcador en su mano izquierda y
el borrador con su mano derecha. Borra la pizarra y la deja
en blanco. En ella solo escribe la palabra «madeja». Se da la
vuelta y mira al grupo con expectativa. Es entonces cuando
Laura levanta la mano.
—¿Dime, mi amor?, ¿qué crees que significa para ti
madeja?
—Se trata de un hilo recogido —responde Laura, sin
conocer el significado.
—Eso es correcto, pero no es la respuesta que estoy
buscando.
Ahora le señala a Cesar, quien se ríe por un largo rato.
—¿Dije algo muy gracioso, Cesar? A ver, dime qué sig­
nifica.
—No sé, ¿se refiere al General Pablo Madeja, que luchó
en la batalla de Astillas en el siglo XIX?

135
—No, tampoco es esa la respuesta que estoy buscando,
aunque está muy bien tu acotación sobre el general —con­
testa la profesora Estela.
—Profesora. Usted se refiere a Puerto Madeja. La playa
más cercana a la capital, el origen de su nombre se debe a que
los barcos podían amarrarse con un hilo de madeja debido
a que las aguas son muy tranquilas. Bueno, es tan solo una
metáfora —responde Sebastián, con ganas de terminar el
juego. Su tono de voz altanero no ha cambiado.
—Por eso les pregunté a los más pequeños. Porque sabía
que tú ibas a leerme la mente para decir la respuesta —repu-
so la profesora Estela, disgustada con razones.
—Profesora, yo no le leí la mente, solo respondí a su…
—Por favor, Sebastián, no sigas discutiendo. No inte-
rrumpas a la profesora. —Carla le habla con mucha sumi-
sión para que el joven no se altere de nuevo.
—Sé que estos últimos días han sido muy tediosos para
todos. Por eso, decidimos entre todos los profesores darles
un merecido descanso. Vamos a olvidarnos de las clases,
de las tareas y de las investigaciones por un instante. Es
momento de relajarnos un poco. Así que mañana ¡a levan-
tarse temprano! porque nos iremos a la isla ovillo en Puer-
to Madeja.
Los niños, en especial los más pequeños, celebran la noti-
cia con aplausos y silbidos. Alegres por su primer viaje a la
playa. Los profesores también aplauden.
—Bueno, muchachos, pueden retirarse a sus habitacio-
nes. Recuerden que a las siete de la noche es la cena y a las
ocho y media es la reunión con los tutores. Nos acostare-
mos temprano. Mañana será un día importante y no se lo
querrán perder.
Algunos profesores se reúnen con sus estudiantes, bas­tan-
te alegres y emocionados por la buena noticia. Pero Gilber-

136
to es el único que no se sorprende por el viaje de mañana.
Sebastián sí se emociona. Se le olvidó por completo la discu-
sión anterior. Así pasan las horas cuando ya se hace de noche.
Todos duermen cómodamente en sus camas. Inmersos en
sus sueños tan profundos que sería desagradable despertar
a alguien. Y eso es lo que le hace Gilberto a Sebastián. Se
despierta emocionado creyendo que ya amaneció.
—Sebastián, levántate, necesito hablar contigo.
—¿Para qué me levantaste? —el muchacho revisa su reloj,
deja caer la cabeza sobre la almohada—. Chamo, son las tres
de la mañana. Déjame dormir.
—No te parece extraño que de un momento a otro hayan
decidido hacer un viaje a la playa. ¿Será que hicieron eso para
cubrir su mentira? ¿Qué es lo que nos ocultan? —Gilberto
insiste tanto que su compañero deja de prestarle atención.
Se acomoda nuevamente en su cama abrazando la almohada.
—Podrías dejar de pensar en conspiraciones. Es de ma­­
drugada; además, comienzo a pensar que estaba equivocado.
Como dijo Carolina: fui muy ingrato con ellos.
—Si Carolina te dice que te golpees la cara, yo apostaría
mi alma sabiendo que lo harías. Cada vez que ella te dice
algo, siempre le sigues la corriente. Comienzo a pensar que
le gustas, ¿o es al revés?
—Claro que no, ¿por qué exageras las cosas? Pareciera
que estuvieras celoso de mí. Desde el día que te dije que me
gusta Carolina te has comportado extraño. ¿Por qué mejor
no le dices a Patricia que te gusta?
—No estamos hablando de gustos. Y de ser así, sería
Claudia a quien le diría que me gusta. Estamos hablando de
lo fácil que te dejas hipnotizar por ella.
De pronto se escuchan tres golpes en la habitación. Re­­
tumban con fuerza en la pared donde duerme Gilberto.
Carlos alza la voz desde su habitación.

137
—¡Cierren la boca y déjenme dormir!
Con algo de vergüenza, Gilberto se ríe y se acuesta en
su cama, no sin antes recordarle a su compañero sobre la
conversación que tuvieron en el día.
—Gracias a ti perdí el sueño. Te lo agradezco, Gilberto.
—Siempre a la orden —repone Gilberto, tras soltar un
largo suspiro. El cansancio comienza apropiarse de él.
—Gilberto, ¿ya te dormiste? Es que, quiero hablarte de
mi sueño.
—Te dije que eso no va a pasar. Es solo eso. Una pesa-
dilla. No es real.
—Lo fue para mí —Sebastián suspira y se da la vuelta, la
mirada queda fija a la ventana mientras acomoda las sába-
nas—. Solo espero que no se vuelva realidad.
—Tranquilo, amigo —Gilberto se da la vuelta y lo mira
a los ojos, en la oscuridad—. Si eso llega a pasar, estaré a tu
lado para ayudarte.
—Muchas gracias, mi pana. Que tengas buenas noches.
—¡Hasta cuándo, señor! ¡Que se acuesten a dormir!
—grita Carlos desde el otro lado de la habitación. Gilber-
to y Sebastián se mueren de la risa, intentan recuperar el
sueño, pero les es imposible. Solo provocan más ruidos con
sus carcajadas y así duran un rato hasta que el sueño les cae
encima. Ahora es Sebastián quien permanece en vela. Piensa
en el sueño, donde observa una vez más cómo la mansión
se incendia. Esa imagen le perturba lo suficiente como para
quitarle el sueño. Ya no puede dormir.
CAPÍTULO XII
PERTENECEMOS AL MAR

La emoción que sienten los jóvenes no se compara con


nada. Los prodigios —entusiasmados y con muchas ganas
de salir— devoran a mordiscos el desayuno que Dominico
les ha preparado el día de hoy: arepas con huevo revuelto,
tocineta con crema de leche y jugo de naranja. Todos los
platos quedan limpios, sin rastros de migajas. Desespera-
dos por conocer Puerto Madeja, se quedan de pie al frente
de la mansión. Esperan la llegada del transporte con mucha
expectativa. Para distraerlos un poco, los profesores charlan
con el grupo. Hablan un poco sobre las actividades del día.
—Profesor Jorge, ¿qué se siente bañarse en agua sala-
da? —el joven Miguel pregunta con mucho entusiasmo a
su tutor.
—Bueno, es bastante agradable, en especial las islas de
Puerto Madeja. El agua es cristalina, puedes ver tus pies en
el fondo junto a muchos peces. El sol ni se diga, calurosa-
mente agradable —responde con alegría, mientras desaco-
moda su cabello.
—Profe —Miguel pregunta de nuevo—: ¿y vamos a que­
darnos bastante tiempo?
—Bueno, el tiempo suficiente.

139
—Cómo quisiera quedarme todo el día —suelta un suspi-
ro y se pierde en su fantasía—. Debe ser bastante hermosa
la noche en la playa. —Miguel le sonríe al profesor y este
asiente con la cabeza.
Si de hermanos se trata, Miguel se siente muy entusias-
mado por el paseo. En cambio, Gabriel es el único que se
queda dentro de la mansión. Sentado en uno de los marcos
de la ventana que da vista al frente. Está preparado para salir
—trae puesto un short azul, la toalla la usa como bufan-
da—, pero no quiere hacerlo. Sebastián entra e intenta darle
ánimos, se sienta a su lado y conversan.
—¿Qué pasó, Gabriel? ¿Todo bien? Mira, ¿por qué no
sales? Te estamos esperando. Solo faltas tú. —Sebastián toca
su hombro de forma fraternal.
—Por favor. Tal vez no pueda leer tu mente, pero sé muy
bien cuando la gente me extraña y cuándo no. —Gabriel le
sujeta la mano y la aparta de su hombro.
—Sabes, nunca he comprendido por qué te comportas
de esa manera, en especial conmigo. Se supone que somos
compañeros. Muchos de nosotros hemos tenido problemas,
pero siempre lo superamos.
—De eso se trata, Sebas. Yo no sé lidiar con los proble-
mas. Muchos piensan que soy un desadaptado, pero no es
así. Simplemente prefiero estar solo.
—Pues… no permitas que eso sea un problema. Solo
tienes que enfrentarlo y ya.
—Lo dices como si fuera tan sencillo —repone al instan-
te que voltea la mirada.
—¿Estás triste por la noticia que te dio el doctor?
—¿Qué noticia? —Gabriel lo mira con recelo, entrece-
rrando sus ojos.
—La razón por la cual el suero no funcionó contigo —le
aclara Sebastián.

140
—Se supone que era algo privado, ¿acaso leíste mi mente?
—No hizo falta. El doctor Francisco me lo comentó. Si
quieres podemos hablar de eso durante el viaje. Ven, el auto-
bús se encuentra en el semáforo. Ya está por llegar.
Sebastián se pone de pie y estrecha su mano, pero Gabriel
no se mueve y voltea la mirada. Después de tanto insistir,
Sebastián lo deja tranquilo. Sale de la mansión sin cerrar la
puerta principal. Apenas llega el transporte, los niños pier-
den la cordura. No esperan a que se detenga. Se amontonan
desordenadamente para entrar; quieren agarrar los mejores
puestos, sobre todo, los que tienen ventanas. La profeso-
ra Lucia alza la voz. Pide a sus alumnos cordura y decoro.
Pero la ignoran mientras suben a empujones. Cuando todos
están adentro, el profesor Ramón comienza a contarlos. Se
da cuenta de que falta uno. Sentado cerca de una ventana,
Sebastián no le quita el ojo a la puerta de la mansión. Tras
tomarse su tiempo, Gabriel sale. Cierra la puerta y se monta
de inmediato en el autobús.
Comienza el viaje y los niños se entusiasman al llegar a
la autopista. Todos cantan a coro una pegajosa canción que
suena en la radio y siguen cantando hasta que se cansan.
Ciudad Esperanza quedó atrás, y todos permanecen con la
vista puesta en el camino. Durante el recorrido, el profesor
Torres les cuenta sobre los sitios históricos del municipio.
Los distraídos y entusiasmados dejan de prestarle atención
cuando Christopher grita en voz alta:
—¡Ay, Dios! ¡Allí está! ¡Llegamos a la costa!
Todos miran por la ventana. Hipnotizados al ver el océa-
no por primera vez. Tan azul y tan vasto. El olor a salitre
ingresa al autobús y los sentidos se agudizan. La brisa del
mar es placentera. Los profesores se conmueven al verlos.
Tan felices y animados por el viaje.
El autobús llega al estacionamiento de la playa. El desor-

141
den es incontrolable cuando los más pequeños quieren salir
del transporte. Sebastián levanta la voz y pide que se calmen,
pero los muchachos lo ignoran. Les ordenan a todos que se
sienten, de lo contrario, nadie se bajará del autobús (adver-
tencia que es ignorada por completo). Cesar se abre paso a la
puerta. Usa su fuerza para abrirla. Todos corren a la playa,
los turistas presencian el escándalo cuando ven a un nume-
roso grupo de niños galopando directamente al agua. Al
llegar a la orilla se detienen abruptamente. Inmóviles como
estatuas, observan cómo el agua viene y se devuelve. Victoria
coloca su pie en la orilla y lo levanta, viendo cómo el agua
borra sus huellas. Entonces Rafael grita con mucha algara-
bía, invitando a sus amigos a lanzarse al agua.
Entran a la playa saltando, gritando de alegría. No les
importa en absoluto mojarse la ropa que traen puesta. Sebas-
tián los alcanza. Camina con calma por la arena y les habla
mentalmente, sin que los turistas lo escuchen.
—Muchachitos estúpidos. Esta no es playa, la isla está
por allá.
Sebastián señala a la isla, mostrando un rostro decepcio-
nado, molesto por la travesura de sus compañeros. A pesar
de cargar la ropa húmeda de pies a cabeza, se sienten frescos
al caminar así. Los profesores se aproximan. Un silencioso
Gabriel los acompaña. Fue el único que no salió corriendo
despavorido a la playa. Estela les llama la atención. No tolera
la desobediencia y les advierte que, si vuelven a comportar-
se como una «manada de simios», regresarán a la mansión.
Pasado el tiempo, la excursión se divide en dos grupos.
Mientras, esperan las lanchas. Miguel y Gabriel se van con
el primer grupo. El hermano mayor le coloca el chaleco sal­
vavidas.
—Si eres inquieto, ¿por qué rayos te metiste al agua con
la ropa puesta?

142
—En un rato se secará —responde el menor con una indi-
ferencia inocente—. La dejaré cerca de un árbol y dejaré que
se escurra sola. Debiste meterte con nosotros al agua, esta-
ba muy fresca. —Miguel ve a su hermano. Tiene una cara
muy seria. Intenta averiguar con su mente lo que le sucede.
Gabriel se da cuenta de inmediato.
—¿Te cuesta mucho leer lo que hay en mi mente? Nece-
sitas practicar.
—Es muy difícil dominarlo. Hermano —hace una pau­sa—,
¿qué tienes?
—Nada —responde Gabriel a secas; su hermano en
cambio, no le cree —, no estoy acostumbrado a este tipo
de cosas, ¿entiendes? Casi siempre me pasan cosas malas.
Cuando suceden momentos felices como estos… me pregun-
to si mi mente no me estará jugando un truco. Es que… es
tan irreal.
—Claro que es real. Por eso estamos juntos —Miguel le
sonríe. Gabriel coloca el brazo en la espalda de su hermano.
Emocionado por la aventura. Su corazón se acelera cuan-
do el motor de la lancha se enciende. Al tomar velocidad,
la lancha golpea las crestas de las olas. Un grupo de delfi-
nes aparece saltando dentro y fuera del agua. Miguel queda
boquiabierto, es un momento realmente hermoso. Disfruta
compartirlo con su hermano. Cuando las lanchas arriban al
muelle, los más grandes ayudan a las profesoras de más edad
a subir. Todos se encuentran en la isla. Caminan lo suficiente
hasta encontrar un buen sitio en donde quedarse. La profe-
sora Lucia da algunas indicaciones.
—Mis niños. Este es nuestro regalo, tanto para ustedes
como para nosotros. Sé que pasaremos un día excelente. Les
recuerdo que estamos en un sitio público, así que traten de
no mostrar absolutamente nada fuera de lo común. Si van a
nadar, que sea cerca de la orilla. Si se van a bañar, por favor,

143
no se metan al agua con la ropa puesta, ¿okey? En fin, pásen-
la bien y disfruten.
Apenas la profesora termina de hablar, todos corren a la
playa. Se quitan la ropa hasta que llegan al agua y se lanzan.
Tras soltar un suspiro cansado, Carolina se cambia tranqui-
lamente mientras observa a sus compañeros dejar la ropa
regada en la arena. Observa de un lado al otro y espera que
nadie la vea. Estira su mano y recoge toda la ropa tirada,
levitándola hasta donde se encuentran los profesores.
—Carolina —los ojos de Lucia casi salen de sus cuen-
cas—, les dije bien claro que nada de poderes. —Le pide que
se acerque, llamándola con sus manos.
—Profesora, no se preocupe, nadie me vio. El único que
estaba mirando para acá era aquel señor. Así que cree una
ilusión óptica bastante llamativa para distraerlo. —La niña
se dirige a la playa riéndose mientras ve el señor hablar con
su ilusión. Una mujer muy hermosa con un cuerpo especta-
cular le pasa, por un lado. El hombre le silva sin darse cuen-
ta de que no es real. Los turistas que arriban a la playa lo
observan con desagrado al ver cómo un viejo escuálido les
piropea a los visitantes.
Entretanto, los muchachos se divierten dentro de la playa.
Un grupo de chicas se queda en la orilla. Construyen casti-
llos de arena. Hablan tranquilamente. Por otro lado, los
varones compiten para saber quién es más rápido nadan-
do. Algunos luchan en el agua. Sebastián en los hombros de
Gilberto; y Miguel, en los de su hermano. Todos disfrutan
el momento mientras los rayos de sol iluminan la mañana.
Era el respiro que les hacía falta para distraerse de las tareas
y los exámenes. No se sienten tan asfixiados de estar senta-
dos frente a un escritorio, con cuatro paredes y un techo a su
alrededor. Al sentirse en confianza con el grupo, a Gabriel
se le ocurre una idea. Este se acerca a Sebastián y le habla al

144
oído. Ambos se emocionan y chocan sus manos. Caminan
dentro del agua y se dirigen con Carolina y con Patricia. Así,
poco a poco, se esparce la idea.
Bebiendo refresco y deleitándose con unos pasapalos
deliciosos (preparados por la experticia y el deleite culina-
rio de Dominico), los profesores descansan en sus sillas.
Disfrutan de un delicioso coctel de frutas y galletas con cevi-
che. Carla y Lucia mantienen una conversación aparte del
grupo. Sin quitarle la vista a los más pequeños. Observan
cómo se divierten en la playa. Verlos sonreír de esa manera
tan jovial les reconforta el corazón.
—De verdad que los niños se merecían esto —Lucia se
llena de júbilo—. Tenía tiempo que no los veía tan felices.
Les hacía falta un poco de diversión.
—Coincido contigo —responde Carla—: han pasado por
muchas cosas. Me sorprende ver a Gabriel tan alegre jugan-
do con sus compañeros.
—Ese muchacho sí ha pasado por muchas cosas. Y coin-
cido con su manera de pensar acerca de Gustavo. No es el
profesor que merece, tampoco Carlos. Necesitan un adul-
to que este ahí para ellos. Que les muestren afecto y cariño
—repone Lucia.
—Ahora que me doy cuenta, es cierto: Castillo solo ha
dado cuatro clases al grupo; luego no volvió más. ¿Tú sabes
por qué? —pregunta Carla, un poco dubitativa.
Sebastián vigila la playa de punta a punta. Mira a su alrede-
dor, observa a los profesores y al resto de los visitantes. Segun-
dos después, grita en voz alta a sus compañeros dando la señal.
Tanto los tutores como los turistas y lugareños permanecen
tranquilos, viendo a los muchachos jugar tranquilamente en la
playa. Pero ese es el engaño que ellos quieren que vean. Juntos
crean una ilusión. Sebastián permanece atento, así que todos
aprovechan el momento para usar sus habilidades.

145
Los más grandes forman un círculo. Colocan sus brazos
en la espalda de cada compañero. Los más pequeños se
ubican en el centro. El primero en participar es Christo-
pher, quien no para de reírse. Le cuesta contener la emoción.
Carlos lo ayuda a colocarse en posición. Los muchachos lo
suben y lo bajan formando un trampolín con sus brazos.
Cuando finaliza el conteo, expulsan a Christopher por el
aire. Supera la altura de los cuatro metros y cae en picada
al agua. Su estómago es lo primero que impacta la superfi-
cie. Todos ven su caída. Christopher permanece sumergido
pero emerge alzando los brazos.
—¡Estuvo genial! —grita, emocionado. Su pecho, rojo
por el impacto. Laura se le acerca y le pregunta si le ha
dolido. Con una sonrisa le dice que no. Al ver lo diverti-
do que fue, todos quieren intentarlo. Van pasando uno por
uno. Todos quieren intentarlo. Sebastián, Gilberto, Carlos y
Carolina son los que ayudan a que el impulso sea más fuerte.
Usan sus habilidades telequinéticas para que así sea. Mien-
tras los muchachos siguen con su juego, los profesores no
se percatan de lo que sucede.
—Carla —le pregunta Lucia, inclinándose en la silla—,
sé que esta pregunta te puede parecer bastante incómoda,
pero ¿por qué no estás de acuerdo con el proyecto de Fran-
cisco? Desde un principio se nos informó qué iban a hacer
con los niños después de finalizar la primera fase. Ya noso-
tros terminamos con nuestro trabajo, ahora quedará en las
manos de él y su equipo.
—A mí me dijeron que mi trabajo como profesora era
formar y educar a los niños. Prepararlos para la sociedad.
Construir un mejor mundo para nosotros. Ese era el proyec-
to que me prometieron. Jamás me hablaron de la segunda
fase. Me enteré por la profesora Celeste días atrás. Noticia
que por obvias razones me cayó mal.

146
—Comprendo tu manera de pensar, Carla, pero yo fui
una de las primeras en creer que la fórmula del doctor Fran-
cisco jamás funcionaría. ¿Qué pasó luego? Niños de diez
años levitando objetos con la mente. Niñas de trece años
usando la telepatía. O sea, jamás se me hubiera pasado por la
mente. Es posible que el plan a largo plazo de la S.S.P.C. te
parezca muy cruel para niños de su edad; solo queda darles
el beneficio de la duda a Francisco y a su equipo. Y que sea
el tiempo el que le dé la razón.
—No estoy de acuerdo, Lucia. Hay mil maneras de apro-
vechar sus dotes y muchas otras de ayudar al país. Curan-
do enfermedades, mejorando el funcionamiento del cuerpo
humano. Funcionarios policiales sobran en este país; y mira
hasta dónde nos han llevado. —Carla suspira mientras se
sacude las migajas de galleta que cayeron en su blusa—. Con
tu permiso, me voy a dar un chapuzón. Luego continuamos
con la charla.
La profesora se levanta de la silla. Pide permiso y se reti-
ra. Camina en dirección al agua. Llama al grupo desde lejos,
pero los niños no la escuchan. Sin que nadie se lo espere, cae
en un hoyo. Se lastima el tobillo. En ese instante la ilusión
desaparece. Sebastián corre adonde está la profesora para
auxiliarla, justo cuando Miguel estaba siendo expulsado por
el aire. Por suerte, ninguno de los profesores ve cómo cae
al agua. Gabriel también va a auxiliarla. Se mete en el hoyo
y la ayuda a salir.
—¡Profesora! No se preocupe, tome mi mano.
—¿Quién rayos hizo este hueco tan grande en medio de
la playa? Alguien más pudo haberse lastimado. —Carla disi-
mula su molestia, pero siente mucho dolor en su pie.
Cuando logran sacarla, el profesor Ramón le pide que se
siente. Sebastián llega al sitio y revisa su cuerpo por completo.
Al ubicar la molestia, coloca las manos en el pie y en cuestión

147
de segundos la hinchazón desaparece. Cura el tobillo lesio-
nado sin dificultad. Agradecida por la ayuda, Carla le besa la
mejilla. No por eso dejará pasar la oportunidad de regañarlos.
—Entonces, ¿no me van a decir quién hizo esto?
—Fui yo, profesora —la pequeña Eliana se acerca, soste-
niendo un balde de plástico, se siente muy apenada—. Victo-
ria y Laura me estaban ayudando a construir una pequeña
piscina, aquí en la orilla. No queríamos lastimar a nadie.
—No te preocupes, hija. Creo que yo fui la torpe al no
darme cuenta de por dónde camino —repone Carla, y se ríe
para aliviar la tensión.
—Le pido disculpas, profesora. —Sebastián se le acerca,
apenado—. Fue mi idea de hacer la ilusión. Si va a castigar
a alguien, castígueme a mí.
—Sebastián, no tienes por qué disculparte; eres un mu­­
chacho, y los muchachos comenten travesuras todo el tiem-
po. —Carla gira la cabeza y observa cómo todo el grupo la
acompaña—. Merecen disfrutar de su infancia. Así que no
te preocupes. Sigan jugando. Eso sí, mucho cuidado: sería
desagradable que otra señora se caiga en este hueco.

El tiempo transcurre rápidamente, en especial cuando uno


se divierte. La hora del almuerzo ha pasado. El sol comienza
a ocultarse por el oeste. Todos son testigos de un hermoso
atardecer. Los profesores recogen sus pertenencias, Claudia
y Patricia —tan diligentes y serviciales— ayudan también. La
costa está desolada y los únicos que permanecen en la orilla
de la playa son ellos. Eliana camina por la arena húmeda,
recoge algunos caracoles del suelo. Se da la vuelta y observa
a Miguel haciendo lo mismo.
—¿Cuántos tienes? —pregunta Eliana, al mostrarle una
linda sonrisa.

148
—Tengo cinco, y este que acabo de recoger. Tiene un
color bonito, ¿quieres verlo? —Miguel camina hacia ella y
le muestra el caracol. Eliana lo ve detenidamente. Lo toma
y lo coloca en su oído, mientras escucha un sonido muy
característico.
—Las personas dicen que cuando colocas un caracol en tu
oído puedes escuchar el mar. Pero en realidad, lo que escu-
chas son las ondas de sonido. El aire… —Antes de terminar
de explicar, ella completa la frase:
—El aire que pasa a través del orificio. Interesante.
Ellos se sientan en la arena mientras observan el atardecer.
Tan placentero y hermoso. Ninguno de los dos ha presen-
ciado algo tan bello en sus vidas. Y eso es lo que menciona
Miguel mientras coloca los caracoles en el piso.
—Mi hermano dice que estos momentos son muy cortos.
—¿Por qué te diría eso? —le pregunta Eliana, curiosa por
escuchar la razón.
—Bueno, según Gabriel, son los momentos bonitos los
que nos distraen de la realidad. Dice que la vida está llena
de decepciones. No a todos les va bien.
—Pues…, es una manera triste de vivir, ¿no crees?
Ella se le queda mirando con una linda sonrisa. Sus ojos
reflejan el color amarillo y rojizo del atardecer. Miguel tarda
algunos segundos en responder. Permanece callado por un
largo rato. Se pierde en su ternura y sus rizos —es la prime-
ra vez que Miguel se siente atraído por su amiga—. Cuando
recupera la concentración, el niño se sonroja.
—Yo pienso que la vida es como nosotros queremos
verla. No todos los días serán buenos. De los malos también
se aprende.
Ambos ven el horizonte nuevamente y observan como
el último rayo de sol se oculta por el oeste. Ese momento
tan tierno se convierte en algo mucho más profundo. Para

149
los dos es algo completamente nuevo. Lo que sienten en su
corazón. Palpita con fuerza. No los deja respirar con tran-
quilidad. Miguel voltea la mirada y se la queda viendo.
—Sabes, Miguel, nunca me había sentido así. Tan con­
tenta.
—Yo también. O sea, hace tiempo que no me sentía tan
feliz de estar con mi hermano y mis amigos. De venir a la
playa por primera vez.
—No me refiero a eso. —Eliana baja la mirada. El entre-
cerrar de sus ojos la delata. Se siente muy cohibida y se
esfuerza por expresarse—. Lo que quiero decir es que…
nunca me había sentido tan contenta de estar con alguien.
De tener a un amigo tan lindo como tú.
—Gracias. —La respuesta automática del niño lo hace
sentir estúpido. Piensa una mejor respuesta que esa; pero
al ver que Eliana se siente más tímida, Miguel, sin pensar-
lo mucho, toca su mano. La niña se paraliza—. Yo también
quiero decirte algo desde hace mucho tiempo, pero no he
tenido el valor de hacerlo hasta que tú lo hiciste.
Gabriel está listo al igual que sus compañeros. Tiene a
sus espaldas el bolso de su hermano. Gira la mirada a todos
lados, buscándolo. Cuando logra ubicarlo, se calla. Estaba a
punto de gritarle, pero es lo suficientemente listo como para
no interrumpir el momento que tiene con su amiga.
—Se está haciendo tarde, ¿no crees? —Eliana se pone
de pie.
—Mira —la interrumpe—, antes de que te vayas quie-
ro regalarte esto. —Miguel estira sus brazos, sujetando con
fuerza el caracol más bonito que logró encontrar.
—¿Para mí? —pregunta Eliana. Se muestra sorprendida
y conmovida a la vez.
—Algo me dice que tienes muchos, pero quiero dárte-
lo. De todos los que encontré, me pareció el más bonito.

150
—Miguel no la mira de frente. Mira a la playa al intentar
ocultar sus mejillas sonrojadas. Se ha ruborizado tanto que
le apena.
—Muchas gracias. —Eliana lo sujeta con ahínco, se siente
muy alagada—. Será mi nuevo amuleto de la suerte.
Tras verse las caras por un largo rato, Gabriel los llama
desde lejos. La lancha está esperando por ellos y ya es hora
de marcharse. Ambos corren al muelle y compiten para
saber quién llega primero. En el camino de regreso —dentro
del autobús—, todos están superagotados. Algunos profeso-
res aprovechan la ocasión para tomarles fotografías, viendo
los rostros soñolientos de sus alumnos, que son dignos del
recuerdo. Solo dos de los prodigios permanecen despiertos:
Eliana, quien sujeta su regalo con mucho cariño, y Miguel.
Quien voltea esporádicamente a la parte de atrás del auto-
bús, sintiendo algo que nunca había sentido hacia otra perso-
na. Amor.

Sin importar qué tan lejos sea el viaje, disfrutemos de los


grandes momentos que nos regala la vida. Tan vastos y enor-
mes como el mismo océano. Pero ten en cuenta algo: nuestro
hogar nunca será reemplazado. Lo que sea que me depare el
destino, recuérdalo siempre: pertenecemos al mar.
CAPÍTULO XIII
EL GRAN INCENDIO

Luego de un fin de semana inolvidable en las cristalinas playas


de Puerto Madeja, los prodigios regresan a clases. La experien-
cia hizo que los lazos de amistad se volvieran más fuertes. La
camaradería rebosa en todo momento. Los amigos compar-
ten gustos con el resto. Pero no todos respiran el mismo aire
fraternal. Gabriel continua apático. No muestra intenciones
de socializar con alguien más. Solo comparte con su hermano,
a quien le ha dado la oportunidad de conocerlo mejor. Si hay
algo que no soporta a estas alturas es ser el único estudian-
te que no tiene poderes; y parece que a nadie más le interesa
sino a él. Al terminar el receso, todos regresan a la mansión.
Gabriel observa a los profesores reunidos en la sala. Su día
cambia radicalmente al reconocer al individuo responsable de
sus rabietas. Gustavo Castillo ha vuelto. Con valentía atravie-
sa el grupo, buscando a su tutor. Justo antes de poder alcan-
zarlo, el doctor Francisco lo saluda.
—Tenía tiempo sin verte, Gabriel. Espero no incomodarte.
—Por supuesto que no, doctor. Para nada. Estaba por
preguntarle algo.
—Sé que ha pasado demasiado tiempo —responde Fran-
cisco, conmovido—. Pero tienes que creerme. He hecho todo

153
lo que está a mi alcance para averiguar por qué el suero no
surtió efecto en tu organismo. —En los ojos de Francisco
no hay mentiras.
—Si es por mi «condición», descuide. Ya me acostumbré
a vivir así entre superdotados. Tal vez no aprenda tan rápi-
do como ellos pero estoy seguro de que lo lograré. Como
suele decir mi papa.
—«Buscaré la manera». —Gustavo interviene en la con­
versación de forma abrupta. Le pide a Gabriel que regrese a
clases. El pequeño se aparta sin decir una palabra.
—Descuida. Más tarde hablaré contigo. —Se despide
Fran­­­cisco, mientras camina a la entrada de la mansión. Por
su parte, Castillo espera que su alumno se retire gentilmente
de la sala. Tras un intercambio intenso de miradas, lo hace.
El ocaso se escurre sutilmente por las verdosas monta-
ñas de Ciudad Esperanza. Profesora y alumno observan con
tranquilidad, mientras el viento sopla por sus cabellos.
—¿Entonces el doctor Francisco te llamó? —Carla se
mantiene a la expectativa de la respuesta del joven. Ambos
observan la caída de la noche en la azotea de la mansión. Con
la mirada baja, Gabriel le contesta a la profesora.
—Me dijo que las probabilidades en que el suero fallara
era una en dos millones —responde Gabriel con un toque
de decepción en el habla.
—Yo nunca dejé de mostrar mi desencanto por las malas
experiencias de mi vida. Pero jamás permití que eso me
desanimara. Ahora no sé qué pensar. Tal vez era el desti-
no el que me tenía a prueba. No creo que me merezca esos
poderes.
—Gabriel, no digas eso. No pienses ni por un segundo
que ese líquido te hará una mejor persona. Tal vez no era el
momento. Quién sabe si más adelante, cuando la situación
lo requiera, esos poderes se revelen dentro de ti. Pero tienes

154
que estar claro en algo: ser superdotado no es garantía de
que seas una buena persona.
Sin importar lo sincero de las palabras de Carla, el joven
continúa desanimado.
—El doctor Francisco me dijo que iba a hacer lo posi-
ble para solventar ese problema, pero a estas alturas ya no
me importa.
—Gabriel, sin importar lo que suceda en los próximos
días, quiero que sepas algo (y lo digo desde el fondo de
mi corazón): no existe nada en este mundo que no puedas
hacer siempre y cuando confíes en ti mismo. Todo es posi-
ble. —Carla le da un beso en la frente y le pide que vaya
a la cama. Gabriel se despide, no sin antes darle un fuerte
abrazo y agradecerle por la amena charla.

—Buenas noches, señor; esperamos sus órdenes. Los pilotos


están afuera, en la pista, solo denos la señal. —Un hombre
habla a través de la radio. Al fondo se oyen las aspas de los
helicópteros girando con ferocidad.
—¿Qué tan preparados están tus hombres? —pregun-
ta Babrusa. Contesta del otro lado del celular. De pie en el
balcón de su lujoso apartamento.
—Tenemos suficientes hombres para iniciar una guerra.
Usted de la orden y partiremos de inmediato al objetivo.
—No se trata de iniciar una guerra —repone el hombre
mientras toma una pausa—. Se trata de enviar un mensaje.
—Cuente con nosotros, señor. Estamos más que listos.
El señor Babrusa cuelga la llamada. Guarda su costoso
celular en el bolsillo de su albornoz de seda. Observa el
paisaje nocturno de Ciudad Esperanza con mucha expec-
tativa. Detrás de él aparece una mujer —de esbelta figura y
bastante provocativa—, quien porta asimismo una bata de

155
seda a juego con la de Babrusa. Camina descalza por el apar-
tamento y se aproxima a él.
—Mi amor, te estoy esperando. ¿Vamos a hacerlo esta
noche o no? Ni se te ocurra decirme que tienes trabajo que
hacer a estas horas.
—Si yo no trabajara a estas horas, todo lo que ves a tu
alrededor no existiría. Ni el anillo que tienes puesto en tu
puto dedo. O el auto que te regalé. ¡Si estás cachonda, ya
sabes qué hacer! ¡No me molestes mientras esté ocupado!
—Está bien…, viejo impotente —responde la mujer con
decepción.
—¿Qué fue lo que dijiste? —Babrusa se da la vuelta.
Casi le arranca el cuello con la mirada—. Cuida tus palabras
«cortesana» o regresaras al agujero de donde te encontré.
Un estruendo retumba el cielo cuando las hélices de tres
helicópteros sobrevuelan la ciudad. Pasadas las horas, es un
escándalo poco usual. La fría noche y su calma se ven inte-
rrumpidas por el grupo comando. Surcan los cielos en cami-
no a su objetivo. Los tripulantes aprovechan el tiempo para
cargar los cartuchos de sus armas. Ninguno de ellos porta
una identificación o placa. No son oficiales de algún orga-
nismo gubernamental; solo comparten un oficio en común:
todos son mercenarios.
Del otro lado de la ciudad, tras un largo día de estudios,
los prodigios descansan en sus habitaciones. Ignoran por
completo el ruido que segundo a segundo se hace más fuer-
te. Gabriel es el único que todavía sigue despierto. Las pesa-
dillas que ha tenido en las últimas semanas lo mantienen
en vela. No logra conciliar el sueño como el resto de sus
compañeros. Se levanta de la cama y camina hacia donde
esta Carlos. Le habla en voz baja.
—Carlos… Carlos —sacude los hombros de su compa-
ñero—, despierta, por favor.

156
—Déjame en paz —repone Carlos al darle la espalda. Se
cubre la cabeza con su almohada y deja la vista fija en la
pared. Gabriel insiste.
—¿Es que acaso no escuchas ese ruido?
—¿Qué ruido? Yo no escucho nada. Ahora acuéstate. Si
no te callas te golpearé.
Gabriel sale de la habitación y se dirige a la azotea —por
suerte la profesora Rodríguez le regalo una copia de la llave
de la puerta—. Se le ve muy agitado. Un mal presentimien-
to le recorre el ser, lo advierte del mal que está por venir.
Se asusta al ver tres helicópteros sobrevolando la mansión.
Dos de ellos se alejan, pero solo uno se queda. Tres hombres
descienden del helicóptero, bajan con mucha cautela en el
patio de la mansión, caminan sigilosamente hacia la puerta
y entran sin forzarla. Solo con una llave maestra logran tras-
pasarla. Gabriel corre de prisa para advertirle a sus compa-
ñeros. Entre el apuro, al llegar a las escaleras, se resbala. Su
talón se desliza y pierde el equilibrio. Queda tendido en el
piso después de golpearse la cabeza contra un escalón.
Eliana se despierta abruptamente, asustada por el ruido.
Laura está muy cansada como para despertarse por su cuenta.
Eliana la deja tranquila y camina fuera de la habitación. Desde
las barandas del piso superior observa cómo un grupo de
sombras entra a la mansión. Se agacha, se esconde, evitando
ser vista por los intrusos. Aterrada por lo que ocurre, se tapa
la boca con las manos. No tiene idea de lo que está ocurrien-
do. Llama mentalmente a Patricia, pero no se despierta. Así
que decide regresar a su habitación.
Los hombres revisan la cocina y la sala. Pasan desaperci-
bidos. Caminan con sigilo entre los muebles. Uno se percata
de las cámaras de seguridad que rodean la sala. Se comunica
con los demás por radio, informando su estatus. Otro de los
helicópteros se acerca al patio. Otro grupo desciende por las

157
cuerdas. El ruido es demasiado fuerte como para ser igno-
rado. El profesor Ramón se despierta. Sale de la habitación
bastante preocupado. Justo al abrir su puerta, observa a los
hombres irrumpiendo en la mansión. Con un nudo en la
garganta y el corazón latiendo con fuerza les grita:
—¿Qué rayos está sucediendo aquí? Esto es propiedad
privada. ¡Lárguense ya!
Sin dirigir una sola palabra, uno de ellos le dispara un
dardo tranquilizante. Ramón cae, paralizado. Uno de los
intrusos lo carga sin dificultad. Lo arrastra hasta ocultarlo
dentro de un armario. El grupo comando se divide en dos.
Unos se dirigen al cuarto de vigilancia. El resto rodea la
mansión. El ruido de las hélices hace que todos se levanten
de sus camas con preocupación, desesperados por averiguar
qué ocurre. Tras dar un salto, la profesora Estela se preo-
cupa. Sale de su habitación bastante furiosa. Pero su rostro
cambia por completo al ver a los perpetradores.
Los sujetos llegan al cuarto de vigilancia. La destrucción
comienza y son las ametralladoras quienes destrozan todo a
su paso. Equipos de vigilancia. Cámaras, televisores. Nada
se salva. Los guardias de la mansión son las primeras vícti-
mas. Uno de ellos saca una granada de su arsenal. Libera el
seguro y la arroja dentro de la caseta. La explosión retum-
ba las paredes de la propiedad y las llamas iluminan la calle
que da hacia el portón. Los prodigios escuchan el escándalo
que se está formando afuera. Algunos salen de la habitación
mientras que el resto deciden ocultarse. Gilberto y Sebas-
tián se aventuran a salir. Observan a uno de los perpetrado-
res, sosteniendo del cuello a la profesora Estela. El sujeto se
desespera cuando trata de calmarla. Estela no deja de gritar
y pedir ayuda. Su corazón martilla su pecho, aterrorizada.
Son pocos los segundos que el hombre tolera mientras la
sostiene. Decide empuñar su cuchillo y cortarle la yugular

158
de un solo zarpazo en presencia de los jóvenes. Ellos, impac-
tados por lo ocurrido, gritan de dolor. El profesor Jorge ve
el incidente desde abajo. Corre con furia para defenderse.
Su embestida es frenada por los tres balazos que perforan
su cuerpo. Los jóvenes —paralizados como gacelas ante el
ataque de un león—, no reaccionan ni se mueven. Entran
en estado de shock.
El helicóptero sobrevuela la mansión una vez más. Mien-
tras el piloto maniobra sobre el techo, los demás lanzan bote-
llas de vidrio —llenas de combustible—. Una a una cae sobre
la azotea. Lanzan una bengala encendida al techo. Como
polilla a la llama, se prende en candela. Las llamas lentamente
se apoderan de la mansión, consumiendo todo a su paso. Un
momento de instinto y reflejo, el piloto se desconcentra y
voltea bruscamente. Sin querer deja caer el resto de las bote-
llas frente a la puerta principal de la mansión. Los prodigios
intentan escapar del humo. Abandonan sus habitaciones.
Cuando el aire se vuelve escaso, todos tosen al huir por las
escaleras. El resto de los profesores los ayudan a mantener la
calma, pero se ven obligados a retroceder cuando les dispa-
ran. Una bala alcanza la pierna de la profesora Torrealba.
Carla corre en su ayuda y la lleva cargada. Los niños bajan
las escaleras para escapar del fuego. Los criminales dispa-
ran a los pequeños y ellos se agachan, no hay adonde correr.
El fuego se apropia de las paredes. La situación se esca-
pa de control. Al darse cuenta de que el mensaje fue lo sufi-
cientemente claro, los perpetradores intentan escapar. En
un momento de ira desenfrenada, Sebastián por fin reac-
ciona. Estira las manos en el aire y les arrebata sus armas.
Las arroja fuera de la sala. Carolina le implora a su amigo
que se detenga, pero es demasiado tarde. Sebastián usa sus
dotes para desprender la gran biblioteca de la sala. La antigua
madera rechina y se desprende de sus bases. Los hombres

159
quedan atónitos ante lo que sus ojos logran ver. El pesado
mueble sale desprendido con fuerza y los aplasta en seco.
El mueble golpea la puerta principal de la mansión con tal
potencia y velocidad, que destroza por completo el marco
de la entrada. Las astillas de madera se encienden cuando los
escombros caen al suelo. Los libros de la biblioteca avivan
la llama que ahora se ha vuelto incontrolable. Como la ira
de Sebastián. El muchacho lidera al grupo y los guía a través
de los pasillos para abandonar la mansión.
Julia cae en llanto al ver a la profesora Estela tirada en el
suelo. Rafael pierde el juicio y se lamenta por ver el cuerpo
de su profesor, su sangre se escurre por todo el piso. Gilber-
to ve a sus decaídos compañeros en la sala. Ahora compar-
te su dolor. Siente mucha ira y odio por los responsables de
semejante tragedia. Voltea hacia el patio y observa como
los cobardes intentan huir. El helicóptero se posiciona para
proceder con la extracción. El joven no tiene intenciones de
dejarlos salir con vida. Corre hasta la puerta trasera. Esti-
ra sus manos y expulsa los marcos que la mantenían sujeta.
Gilberto corre a protegerse cuando uno de ellos le apunta
con su arma. Dispara sin medida por todo el patio. El joven
escapa ileso y se oculta detrás del jardín. De inmediato y
fugaz como el pensamiento. Decide tomar control del pilo-
to. Entra a su mente con facilidad y lo obliga a maniobrar de
forma peligrosa. El sujeto da giros bruscos, mientras intenta
recuperar el control.
—¡Maldita sea! ¿No puedes manejar bien esta mierda?
—Eso intento. Algo me está pasando, los controles no
responden —grita el piloto al darse cuenta de que es inútil
resistirse. El helicóptero se tambalea al sobrevolar el patio.
Casi toca el suelo. El hombre que faltaba por subir al heli-
cóptero corre rápidamente. Cuelga por los costados mien-
tras sus compañeros lo ayudan a subir. El vehículo asciende

160
rápidamente, pero Gilberto no piensa dejarlos escapar. Esti-
ra el brazo en dirección a ellos. Uno de los hombres sale
volando por los aires. Su reflejo no es tan veloz. La cuerda
que lo sostiene se enreda en su cuello. Un jalón es suficien-
te para partirle la tráquea. Por su peso, el cuerpo cae abrup-
tamente al suelo.
Gilberto, invadido por la venganza, controla por comple-
to la mente del piloto. En su último esfuerzo por recupe-
rar el control de la nave, se eleva. Pero no es suficiente. La
tracción que genera los poderes telequinéticos del prodigio
sobrepasa la potencia del motor. El helicóptero cae empica-
do sobre la mansión. Las pocas botellas que estaban a bordo
estallan de inmediato. Una bola de fuego se eleva, iluminan-
do la oscura noche de Nova Familia. Los cimientos de la
mansión están por ceder.
Los prodigios y profesores abandonan la mansión. Logran
salir por una de las ventanas laterales. Carlos ayuda a cargar
a la profesora Torrealba. Patricia intenta calmar a Julia y a
Rafael —desconsolados por la muerte de sus profesores—,
las llamas están cerca de la sala. No les queda de otra más que
abandonar a los profesores. Julia se rehúsa a dejar a la profe-
sora Estela —sin importar que las manos están teñidas por
la sangre que bota de su cuello—. Tras insistir lo suficiente,
logran salir ilesos. La mayoría de los varones están en shock.
Las niñas lloran con desesperación, mientras observan como
Nova Familia se cae a pedazos.
—Muchachos, por favor. Necesito que se calmen. ¿Están
todos aquí? Díganme que no falta nadie. Busquen a sus com­­
pañeros de habitación.
Carlos miente al decir que está con el suyo. Laura se preo-
cupa porque no encuentra a Eliana. Sebastián gira la cabeza en
todas direcciones, buscando a sus compañeros. Al darse cuen-
ta de que faltan ellos dos, se ofrece para buscarlos. Miguel

161
se le adelanta y sale corriendo a la mansión. Gilberto va tras
él, pero la pared de la ventana se derrumba. Se echa para
atrás cuando el calor se le hace insoportable. Miguel grita el
nombre de Eliana varias veces, pero no sucede nada. Poco a
poco las paredes comienzan a ceder. Sube las escaleras e inten-
ta llegar a su habitación. El calor lo sofoca. Se tapa la boca,
pero no es suficiente para contrarrestar los efectos. Sin que
él se lo espere, un brazo se escabulle entre los escombros y
lo sujeta. El pequeño se echa para atrás. Forcejea y se sacu-
de. Miguel estira la mano y expulsa al hombre hasta el otro
lado de la sala. Miguel no puede creer lo que acaba de hacer.
El sujeto se pone de pie; logra dar un paso más cuando un
enorme pedazo del techo le cae encima. Acabando con su
vida. Tras asombrarse por el gran poder que tiene, Miguel
continúa buscando a su amiga. Grita su nombre, pero no la
escucha. Cuando llega a su habitación, una cortina de humo
nubla su visión. Se agacha y busca debajo de la cama. No hay
nadie. Ve debajo de la otra cama. Se alivia. Allí estaba todo el
tiempo. Eliana tiene miedo de salir.
—¡Eliana, vente!, ¡tenemos que irnos, la casa se incendia!
—No —responde con un nudo en la garganta—. Tengo
mucho miedo.
—Tienes que venir conmigo o morirás.
El humo comienza a sofocarlo.
—Tengo mucho miedo, Miguel. No quiero morir.
—Tienes que venir conmigo si quieres vivir —grita
Miguel, al estirar el brazo.
—¿Me prometes que no me pasará nada?
—Te prometo que mientras esté contigo, nada malo suce-
derá. Ahora toma mi mano.
Confiando a ciegas, sujeta la mano de su amigo y los dos
salen de la habitación. Afuera de la mansión, el nerviosísi-
mo tiene a todos a la expectativa. Sebastián intenta mante-

162
ner la calma. Entra en la mente de Miguel y se reconforta
al saber que Eliana está bien. En ese instante se voltea y los
mira a todos. Comienza a sacar cuentas. Se queda mirando
a Carlos. Tras leer su mente se da cuenta de la mentira. Se
acerca a él y lo empuja.
—¿Qué rayos te sucede, Pérez? ¿Qué haces? —pregun-
ta Carlos.
—¿Por qué dijiste que Gabriel está bien si no está conti-
go? ¿Dónde está?
Carlos se pone nervioso y Sebastián lo agarra por el
cuello. Los demás intentan tranquilizarlos. Cesar y Clau-
dia los separan. Molesto por la falta de aprecio a su compa-
ñero, Sebastián lo deja tranquilo y se aparta de él.
Tras recuperar la conciencia, Gabriel se despierta. Pasa
la mano por la frente y ensucia su cabello con la sangre que
corre de una herida. Se levanta asustado y corre despavo-
rido de las llamas que se le acercan. Miguel y Eliana corren
fuera del pasillo hacia las escaleras. Se sujetan de las manos
y no se separan. Revisan en todas direcciones y no logran
encontrar una vía de escape. El techo comienza a colapsar.
—¿Ahora qué vamos hacer? — la pequeña Eliana pre­
gunta nerviosa. Abraza a Miguel y no lo suelta. El pequeño
intenta calmarla. La situación los ha sobrepasado. El oxíge-
no se agota y el tiempo también.
—Encontraremos una salida, te lo prometo.
El muchacho abraza con fuerza a Eliana. Intenta reco-
brar el aliento. En ese momento, escuchan como parte del
techo se quiebra. Gabriel cae en el pasillo, golpeándose muy
duro contra el suelo. Eliana corre por él. Revisa su estado.
Se encuentra muy lastimado, sin embargo, puede caminar.
Ella y Miguel lo ayudan a levantarse. Al regresar a las esca-
leras, —aun con magulladuras en todo su cuerpo—, Gabriel
le da una idea a su hermano.

163
—Tenemos que saltar. Es la única forma.
—No, no creo que podamos hacerlo. Es peligroso —le
dice Miguel, aterrado.
—Confía en mí, hermano. Solo tienen que crear una
barrera psíquica protectora que nos ayude amortiguar la
caída.
—¿Crees que funcione Gabriel? —pregunta Eliana. Tiene
mucho miedo. No está segura que el plan resulte, sin embar-
go, Gabriel les da ánimo y los alienta.
Los prodigios lo meditan por un momento. La situa-
ción exige la solución más viable. El tiempo se agota y no
hay margen de error. Aceptan lo inevitable. Pero el rostro
confiado de Gabriel les da ánimos.
—Sé que tú puedes, hermano, ¡sé que tú puedes!
Todos saltan al mismo tiempo y, justo antes de caer, per­­­
manecen flotando por unos segundos en el aire. Eliana extien-
de las manos y los mantiene a flote. Luego tocan el suelo. El
cansancio los agobia por completo. Se acuestan en el suelo
con las energías agotadas. El aire se está acabando. Miguel
y Eliana permanecen boca arriba, con la espalda al piso. En
cambio, Gabriel se queda de pie. Eliana suelta un grito deses-
perado al ver que el techo cede por completo. Observan cómo
cae lentamente. Los pequeños se abrazan creyendo que es
el final. Pero Gabriel no quiere que esto termine así. En ese
momento, el tiempo se ralentiza. Las palabras de sus mento-
res resuenan en su subconsciente y provocan en él un senti-
miento de voluntad indescriptible.
Quién sabe si más adelante, cuando la situación lo requie-
ra, esos poderes se revelen dentro de ti.
A pesar de todo lo que ha ocurrido, estoy seguro de que,
en el futuro, al igual que sus compañeros, sus habilidades se
manifestarán tarde o temprano. Haciéndome de la idea que
este ser humano pueda convertirse en el más poderoso de

164
todos. Aunque solo es una hipótesis y como científico estoy
acostumbrado a equivocarme. Pero me gustaría ver que eso
llegara a pasar.
No existe nada en este mundo que no puedas hacer, siem-
pre y cuando confíes en ti mismo.
Gabriel estira las manos hacia arriba y cierra los ojos,
esperando que todo salga bien. Miguel y Eliana se sorpren-
den al ver una barrera protectora sobre ellos. Saben que no
fueron quienes la crearon —estaban demasiado agotados
como para hacerlo—, ambos alzan la vista y observan a su
amigo. Gabriel demuestra sus poderes por primera vez en
su vida. El hermano mayor no puede creerlo. Siente el peso
del escombro sobre sus dedos, sin embargo, es tan ligero que
puede cargarlo. Al tener la situación bajo control, rápida-
mente salen por la ventana. Segundos más tarde, la mansión
se derrumba.
Todos los profesores se alegran al ver que los tres niños
salen con vida. La alegría de tener poderes es sumamente
gratificante, sin embargo, no quita el hecho de que ha suce-
dido una tragedia en Nova Familia. Lo que una vez fue su
hogar ahora se ha convertido en polvo y cenizas. Las lágri-
mas derramadas no son suficientes para drenar su dolor.
—¡Mis niños están bien! ¡Vengan para acá! —les grita
Carla anonadada. Se encuentra estremecida al igual que el
resto de los profesores. Con el corazón en la mano, lloran
por los fallecidos. El horror reflejado en sus ojos no se com­­
para con el que sienten en sus almas. Al ver cómo las llamas
consumen los cimientos de la mansión, lo que una vez fue
su hogar, se está convirtiendo en tan solo un recuerdo.
—Mi sueño… yo tuve este sueño —repone Sebastián
dejando escapar un último y cansado suspiro. Con el alma
destrozada, al darse cuenta que su predicción era ahora una
realidad.
CAPÍTULO XIV
LA INFANCIA QUEDÓ ATRÁS

Preocupado por los acontecimientos recientes, Gustavo llega


a la base secreta de la S.S.P.C. Camina lo más rápido posible
a través de los pasillos pulcros de la instalación. Luego del
funesto incidente, los prodigios y sus tutores permanecen
en custodia dentro de una oficina muy amplia. Los ánimos
están por los suelos. Un silencio sepulcral reina sobre ellos.
Todos permanecen en shock. Muchos lloran desconsolada-
mente. Perder su hogar les ha roto el corazón, pero ser testi-
gos de la muerte trágica de sus profesores los ha devastado
por completo. Julia se arrincona al fondo de la sala. Se suje-
ta las piernas como si fuera lo único que pudiera abrazar. La
profesora Carla intenta consolarla, sin embargo, es inútil.
—¿Se encuentran todos bien? —Gustavo entra a la ofici-
na. Su respiración agitada lo delata—. Vine lo más rápido
que pude.
—Al parecer no fue suficiente —contesta Carla. Se levanta
y con lágrimas en los ojos lo encara. Planta sus pies a escasos
metros de su presencia—. Es increíble lo que acaba de pasar.
Se supone que tú estás a cargo de la seguridad aquí. Entiendo
que no tengas tiempo para educar a tus muchachos, pero eso
no implica que descuides tus funciones como jefe de segu-

167
ridad de Nova Familia, ¿Dónde rayos estabas? —Carla ha
alzado la voz.
—Te juro que nadie se esperaba esto —con las manos
a los lados, Gustavo le pide que se calme—. Asesinaron a
los guardias. Bloquearon las comunicaciones y destruye-
ron las cámaras. No eran delincuentes cualesquiera. Eran
profesionales.
—Tenemos la mayor fuerza de seguridad policiaca de
la capital. Con la tecnología más avanzada del país ¿Y no
fueron capaces de reaccionar ante este tipo de situaciones?
¿Acaso piensas que soy estúpida? —cuestiona con furia y sin
pelos en la lengua. Carla alza la mano e intenta abofetear a
Gustavo. Este le agarra el brazo. La señora Lucia se levanta
y los separa. Les implora calma y cordura.
—No es momento para pelear entre nosotros, ¡estos niños
casi mueren hoy! Ya habrá otro momento para discutir esto.
—La profesora se sienta y comienza a llorar. Le es inevitable
controlarse. Gustavo la observa con una pizca de compasión.
Observa a su alrededor y ve las mismas caras. Niños deses-
peranzados. Niñas desconsoladas. La impotencia y la rabia
de los profesores no se puede expresar en palabras.
—¿La profesora Castellanos dónde está? ¿Dónde está
Alarcón?
Nadie le responde a Gustavo. Todos se quedan callados.
Cabizbajos, sin ánimos de generar conversación. Gustavo
entonces interpreta su silencio.
—¿Y el profesor Torres? ¿Nadie lo ha visto?
—No logró sobrevivir —responde Gabriel mientras se
pone de pie. Se limpia las lágrimas de las mejillas. Mira a su
tutor con una rabia desbocada. Un nudo en la garganta no
le permite respirar, sin embargo, habla con claridad y se da
a entender.
—Qué casualidad. Tuvo que pasar todo esto para que por

168
fin mostraras tu cara. Eres miembro de operaciones espe-
ciales de la S.S.P.C y aun así no hiciste nada para evitarlo.
¿Hasta cuándo nos seguirán ocultando esto? ¿Cuándo nos
van a decir la verdad?
—No entiendo de qué me estás hablando. —Gustavo
peca de ignorante.
—Hacerte el imbécil no funcionará más. Queremos saber
la verdad; si no me la dices, tendré que sacártela a la fuer-
za. —La respuesta de Gabriel es contundente. Gustavo se
sorprende ante una actitud tan rebelde. Segundos después
de indagar y perderse en sus pensamientos, escucha la voz
de una persona familiar.
Que esto sea una lección para ti, Gustavo. No todos pode-
mos tratar con personas como tú. Así que ten cuidado de lo
que no dices. Porque aquellos que se quieran hacer pasar por
tus amigos, tarde o temprano te apuñalarán por la espalda.
—Así que eres un prodigio… —repone Gustavo con un
aire mezclado de decepción e ironía—. Me alegro por ti.
Ahora, si me disculpas, volveré en un momento. Llama-
ré al hospital donde se encuentra la profesora Luz. Quiero
saber cómo está. Y no se preocupen por sus preguntas. Serán
respondidas a la brevedad posible… —Gustavo abandona la
oficina con una sensación de miedo y preocupación.
Minutos después, cuando todos han recuperado la nor­
malidad, Gustavo regresa a la oficina. Entra acompañado
con un surtido grupo de soldados. Lleva consigo unas cuan-
tas carpetas.
—Veo que son muy testarudos. Los bomberos me dije-
ron que la mayoría de ustedes no querían ser llevados al
hospital. A pesar de respirar la humareda por mucho tiempo,
se recuperaron muy rápido del incidente. —Gustavo busca
una silla y se pone cómodo—. Con respecto a la profesora
Torrealba, se encuentra estable, necesita descansar al igual

169
que todos ustedes. Sé que fue un día bastante trágico para
todos nosotros. Así que les sugiero que intenten dormir. Si
quieren les buscamos algunas colchonetas también.
—¡Puedes callarte la boca y decirnos la verdad de una
maldita vez! —El grito de Sebastián espabila hasta al más
soñoliento. Gustavo se echa para atrás, sorprendido por su
arrebato. A pesar del tono de voz y el vocabulario, esta vez
los profesores le dan la razón y no lo corrigen. Dejan que
se desahogue—. Llevamos meses con esta incertidumbre.
Los más grandes sabemos que no estamos aquí solo por el
derecho que tenemos a aprender. ¿Acaso tiene sentido que
una especie de «escuela privada» sea subsidiada por un orga-
nismo secreto de seguridad del gobierno? —El muchacho
busca apoyo en las miradas de sus compañeros—. No hay
momento más propicio que este. Basta de secretos. Basta de
mentiras. ¡Queremos la verdad!
Castillo no tiene más opción que responder a esas in­­
quietudes. Aunque los profesores conocen del tema, jamás
pensaron que llegaría el momento de hablar con ellos del
Proyecto 16. Mucho menos en estas circunstancias.
—Antes de comenzar, quiero decirles, en nombre de
todo el equipo de profesores, que estábamos esperando un
momento adecuado para decírselos. Pensamos que, con un
grado de madurez suficiente podrían comprender el tema.
Si existe alguien a quien culpar por ocultárselos no sería ni
al doctor Francisco Acosta ni a la directiva. Yo asumo la
responsabilidad de esto.
Gustavo se acomoda nuevamente en la silla. Suspira
pro­fundamente. Cierra los ojos por un momento y luego
comienza a leer. Todos los prodigios permanecen atentos a
sus palabras. A partir de este momento, la perspectiva que
han tenido acerca de sus vidas, cambiará para siempre.
La meta principal de la sociedad secreta de protección

170
ciudadana es velar por la sana convivencia y resguardo de la
población en la capital y en el resto del territorio nacional con
los recursos disponibles para la protección de la ciudadanía.
Contaremos con un gran equipo técnico profesional, militar
y de funcionarios de la policía nacional. Nos brindarán su
apoyo. Convertir a nuestro país en el lugar del continente con
menos criminalidad e inseguridad será nuestra prioridad. No
solo con el apoyo de nuestro equipo sino también con el de
la población en general. Gracias a nuestro equipo científico
de investigación. Se crearon varios mecanismos —con gran-
des avances en la medicina— para ayudar a incrementar la
inteligencia humana. No solo mental, sino también física.
Gracias a la fórmula perfecta, nuestros pequeños desarro-
llaron habilidades que ningún ser humano ordinario —en
plena etapa de crecimiento— llegaría a tener jamás. La pri­
mera fase de nuestro plan fue superada con creces. La segun-
da etapa del Proyecto 16 se basa en el entrenamiento físico y
mental. Los dieciséis jóvenes pasarán por un riguroso adiestra-
miento. Sus habilidades se pondrán a prueba, ante cualquier
acción que se pueda presentar. Y cuando estén preparados.
Saldrán al campo, en conjunto con nuestro equipo de opera-
ciones especiales. Acabaremos con los actos criminales y de
vandalismo que azotan la vida del ciudadano común. Cuidad
Esperanza será un lugar seguro de nuevo. Solo lo lograremos
con ayuda de nuestros amados prodigios.
—Estas son palabras textuales del doctor Acosta. —Gus­
tavo muestra la carpeta con el resto de su bitácora—. A
Francisco le tocaba regresar la semana que viene. Pero con
los sucesos del día de hoy, me llamó, me dijo que tomará
un avión para llegar lo más pronto posible a Ciudad Espe-
ranza. Desea reunirse con ustedes. Espera que su presencia
les pueda servir de consuelo a tan difícil y trágica situación.
—Termina su charla y observa al grupo.

171
La profesora Carla se pone de pie y abandona la habita-
ción con lágrimas en los ojos. —Nadie sabe porque se retira
de esa manera—. Claudia va a acompañarla mientras Castillo
continúa hablando. Trata de no dejarse llevar por el drama
formado en la oficina.
—Como dije anteriormente, soy el responsable de no
haberles dicho la verdad. Por ahora, les pido que descan-
sen. Es lo que más necesitan ahora. Mañana será otro día.
—Entonces… no estaba equivocado. —Gilberto chas-
quea y hace ruidos con la boca—. Tenía razón acerca de
ustedes. Esta absurda escuela solo fue una fachada.
—Gilberto, cálmate, nosotros no… —Gustavo es inte-
rrumpido por el muchacho:
—¡Claro que sí! —impropera Gilberto sin guardarse abso-
lutamente nada—. Por eso la profesora Carla se fue llorando.
Tanto esfuerzo por educarnos. Convertirnos en ciudadanos
ejemplares para Nueva República. ¡Todo fue para nada! Uste-
des nos utilizaron. Solo quieren que peleemos en su nombre.
—Gilberto respira tan fuerte y exhala tan rápido, que se le
quiebra la voz al desahogarse—. Nos enviarán a las calles a
combatir las guerras que ustedes jamás pudieron ganar. Imbé-
ciles. Si ese era el plan de ustedes, no cuenten conmigo. —Sale
corriendo del lugar.
—¡Regresa aquí! ¡Gilberto, que vengas aquí!
—Mientras más grite, menos le hará caso. No se preo-
cupe. No dejará la base. No sería capaz de dejar al resto de
sus amigos a su suerte. No como otros. —Sebastián camina
fuera de la sala sin quitarle la mirada a Gustavo.

Mientras tanto, en el baño de mujeres, la profesora Carla se


lava la cara. Quiere quitarse el maquillaje cubierto de hollín.
La pequeña Claudia le hace compañía.

172
—Lamento que se sienta así, profesora. Usted no tiene
la culpa.
—Nadie la tiene, mi niña. Pasó lo que tuvo que pasar y
no podemos hacer nada para cambiarlo —responde Carla,
sollozando.
—Pero pudimos evitarlo. —La niña la toma de la mano;
sus ojos expresan lo que sus palabras no pueden hacer. La
abraza sin querer soltarla.
—Me siento mal por ustedes, Claudia. Yo no quería que
esto pasara. Ahora no se trata de aprender. Se trata de sobre-
vivir. Los van a enviar allá afuera y eso me aterra. No quie-
ro pensar en lo peor. Ustedes son como mis hijos. Ninguna
madre quiere ver a sus hijos irse a la guerra. No quiero eso.
Carla se seca las lágrimas y sale del baño. Claudia la
acompaña de vuelta a la oficina. Todos siguen despiertos,
tienen colchonetas a su alrededor para acostarse. Pero nadie
logra dormir. Conciliar el sueño es una tarea casi imposible.
Gabriel se mueve a un rincón. Alejado del grupo. Miguel
observa cómo busca apartarse y por eso lo sigue. Se sienta
a su lado. Lo mismo hace Eliana, quien se les acerca y con
mucha educación, pide permiso. Ahora los tres se abrazan
hombro con hombro.
—No tuve la oportunidad para darte las gracias por sal­
varnos —le dice Miguel.
—No hacía falta. Me siento feliz de que estén a salvo. No
puedo pedir más.

Pasan las horas y el sueño se apodera de ellos. Olvidarse de


ese día será imposible. Cuando el cansancio los posee, el
sueño se hace inevitable.

173
Cuatro días después del incendio, todos los prodigios junto
a sus tutores y gran parte del equipo de la S.S.P.C. se encuen-
tran en el Cementerio Retorno al Cielo, el más grande y
antiguo de Ciudad Esperanza. Portando trajes elegantes y
oscuros, se apersonan para darle el último adiós a los profe-
sores Jorge Alarcón, Estela Castellanos y Ramón Torres. La
ceremonia sepulcral es amena, conmovedora y silenciosa.
El entierro no deja de ser más que un momento de mucho
dolor y pena para quienes fueron sus más allegados compa-
ñeros. Los familiares también se encuentran presentes. No
encuentran alivio ante este infausto suceso. Después de las
dulces y aliviadoras palabras del padre, Julia, Rafael y Chris-
topher dan un pequeño discurso a quienes fueron sus tuto-
res en vida. Quienes les enseñaron que ser profesor también
implica ser padres y madres devotas.
—Mi maestra Estela siempre estuvo allí. Como un faro de
luz que se ve desde el rincón más oscuro del mar, guiándo-
me por el camino correcto. Me enseñó a no dejarme vencer
por las crueles palabras de aquellas personas que quieren
hacerme daño. Sin importar las adversidades y los obstácu-
los que se nos presenten. Debemos mantener la mirada en
alto. Doblegarse ante alguien más es impensable. Si tengo
que mencionar uno de tantos consejos que ella me dio, fue
el de ser valiente. Para encarar la vida, se necesitan volunta-
des fuertes. Gracias por estar allí profesora. Gracias por ser
mi segunda madre.
Julia no puede contener las lágrimas, llora desconsola-
damente. Usa el borde de su blusa para taparse la cara. No
quiere sentir más dolor. Sus compañeras se levantan de sus
sillas y la abrazan. Muestran su afecto. Entienden su dolor.
Antes de acercarse al público, Rafael aprovecha el momento
de darle su afecto. Abraza a su amiga y la deja caminar a su
puesto, mientras que él se prepara para leer su carta.

174
—Todos hemos perdido a alguien en la vida. Y cuando
menos te lo esperas es cuando más necesitamos de la ayuda
de quienes se van. Así me sentí yo cuando estaba afuera de
la mansión viendo el fuego devorar por completo mi casa.
Mi hogar. Al darme cuenta de que mi profesor no estaba
a mi lado sentí mucho miedo. Las lágrimas me brotaban
como un torrente y mi corazón no dejaba de latir aterrado.
—El muchacho hace una pausa. Pelea con su garganta para
evitar que pierda la voz por la tristeza—. El profesor Ramón
siempre estuvo para apoyarme en todo. Me dijo que amaba
su profesión. No le importaba el dinero ni el prestigio de
los postgrados o los títulos universitarios. Lo único que le
importaba era la enseñanza. Con formar profesionales le
bastaba, pero tener la oportunidad de tener cientos de hijos
a través de la educación…, eso no tenía precio. Profesor,
dondequiera que esté, no se sienta decepcionado. Usted dio
la vida por nosotros. Siéntase tranquilo, que sus ciudadanos
haremos lo mismo. Gracias por enseñarme el valor del traba-
jo; tu sacrificio será mi impulso para ser mejor cada día.
Rafael también se ve inútil y no resiste más. Sucumbe al
dolor. Llora demasiado y no le importa llenar de mocos su
camisa blanca. Por último, le toca a Christopher.
Arreglado para la ocasión al igual que el resto. Al princi-
pio, le cuesta hablar. El nudo en la garganta no lo deja siquie-
ra decir una palabra. La profesora Carla le habla desde lejos
y lo invita a respirar profundo. Ambos comparten una mira-
da ensombrecida. Tras dar un largo suspiro, inicia:
—Hoy vengo a despedir a quien fue como un hermano
mayor para mí. Me enseñó de todo un poco y que me dijo
un día. Que, enfrentara cualquier circunstancia o dificultad
con una gran sonrisa. El profesor Jorge me enseñó a leer, fue
quien me enseñó a escribir. Sacó la paciencia de donde no
tenía para seguir conmigo. Reconozco que me portaba mal

175
en algunas ocasiones. Le faltaba el respeto, pero él nunca
llegó a lastimarme; a diferencia de mis padres, que en cada
oportunidad que tenían, me maltrataban. Cómo quisiera
regresar el tiempo y decirle que lo siento. Siento que tuve al
mejor profesor, pero reconozco que no tuvo al mejor alum-
no. Lo siento mucho, señor, de veras lo siento. Perdóneme.
Christopher observa al cielo hasta que las lágrimas no lo
dejan ver bien. El ambiente se siente muy pesado. Muchos
de los chicos están muy deprimidos y las niñas no encuen-
tran consuelo. La profesora Carla se coloca al frente de ellos
y les da el último discurso. Antes de proceder con el entie-
rro de los ataúdes.
—Que este momento sea para homenajear a nuestros
héroes, quienes dieron sus vidas por esta causa: ustedes. Que
el mundo sepa que no hay maldad en la tierra que derrote
la buena voluntad de sus hijos. Sus palabras nos inspiran a
continuar. La memoria de Jorge Alarcón, Estela Castellanos
y Ramón Torres estará en buenas manos.
Lentamente ven descender los ataúdes. El sentimiento a
flor de piel los martilla. Aunque los tutores estuvieron en
desacuerdo con la asistencia de los niños al funeral, Carla
estuvo a favor. Era su derecho de darle el último adiós a sus
profesores; los jóvenes lanzan flores en tan triste momen-
to. Al finalizar la ceremonia, los prodigios regresan a la base
central. Solo permanecen en el cementerio la profesora Carla
y Gustavo Castillo, quienes no se han dirigido una palabra
desde la noche del incidente. En un momento tan triste, el
hombre decide tomar la iniciativa: se acerca lentamente y le
entrega una rosa blanca.
—Mi sentido pésame, señora Rodríguez. Reconozco que
esto es una pérdida irrecuperable para todos nosotros. Me
siento culpable por esto. Si quiere insultarme ahora, puede
hacerlo. Está en su derecho.

176
—No es el momento apropiado —responde con recon-
comio. La profesora se aleja y camina hasta un banco que
se encuentra en el camino asfaltado del cementerio. Se pone
cómoda al reclinarse. Saca su pañuelo y seca sus lágrimas;
Gustavo se agacha frente a las lápidas. Deja una flor blanca
en cada una de ellas. Alza la vista y observa a la profesora
sentada en soledad. Aun con la pena, Gustavo se le acerca.
Le pide permiso para sentarse a su lado, pero ella no le dice
nada. Su silencio es su forma de decir que no.
—Es un momento bastante difícil para usted, profesora.
Para todos nosotros… no me imagino cómo deben sentir-
se los niños. Pero en realidad vengo a pedirle de su pacien-
cia y comprensión. Necesitamos hablar. Sobre algo muy
importante.
—¿En serio, Gustavo? ¿Después de todo lo que ha pasa-
do vienes con el tema nuevamente? ¿Acaso no tienes ningún
respeto por los muertos?
—Al igual que usted, yo también me siento desconsola-
do. De nada sirve seguir llorando, esperando que las cosas
mejores sin actuar.
—De verdad que no tengo ganas de hablar en este momen-
to, Gustavo. Mucho menos sobre eso. Se nota que nunca has
velado a un familiar. Debes tener el corazón tan frio como
para no sentir pena por ellos. Por los niños.
—Solo quiero que entienda. Con la ayuda de esos niños,
podemos evitar que otra tragedia ocurra. ¿Tiene alguna idea
de cuantas personas mueren a diario por la delincuencia?
Usted sabe perfectamente que ellos pueden ser el cambio
que requiere este país. ¿Acaso no le importa que otras fami-
lias también sufran?
—¿No pudieron con esto antes y piensas que con su ayuda
podrán evitar que se siga derramando sangre? —masculla
Carla, aprieta sus manos y respira profundo para no insul-

177
tarlo—. La vida de esos niños es más importante de lo que
tú piensas. Si existe una manera de combatir el crimen sin
que ellos participen, dímelo. Desconozco la respuesta.
—La vida de los prodigios no se verá afectada. Sus habi-
lidades serán perfeccionadas a través de un entrenamien-
to adecuado para ellos. Con decirte que quedé estupefacto
cuando me contaron que Gilberto derribó un helicóptero
¡Un helicóptero, maldita sea! Imagínate ese poder bajo nues-
tro control. Cuántas familias podríamos salvar. ¿Ahora te
retractas? ¿No confías en que ellos pueden hacerlo realidad?
Dime si miento, Carla, dime si miento al decir que alguna
vez pensaste que nuestro país pudiera surgir de este abis-
mo. Si el pueblo no es capaz de salvarse, debemos dejar que
se hunda en el abismo para siempre, ¿no crees? —Gustavo
habla con una confianza subrepticia que incomoda a Carla
con tan solo verla a los ojos—. La verdad es que sería muy
egoísta pensar así. Yo les tengo fe, porque estoy seguro de
que harán cosas maravillosas. Solo si nosotros les damos la
oportunidad.
Gustavo se toma unos segundos para recuperar el alien-
to. Con solo ver a los ojos a la profesora se agota. Siente que
no lo quiere escuchar. Aunque no es motivo suficiente para
que deje de hablar.
—Basta de culpar al gobierno y a los mafiosos por nuestra
desgracia. Las personas de este país son igual de culpables.
La manera de demostrar que podemos cambiar es median-
te la buena fe. Un salto al vacío, y eso es lo que nos corres-
ponde hacer ahora. Tener fe en ellos. Hiciste lo que tenías
que hacer. Cumpliste con tu trabajo, Carla. Te agradezco
inmensamente por ello, ahora déjame cumplir con el mío.
—Por favor, Gustavo, no sigas hablando más, ya no quie-
ro escucharte.
Carla le regresa la flor. La conversación no irá a ninguna

178
parte. Así que Gustavo se resigna, se pone de pie y le deja la
rosa en el banco, camina hacia la salida. Segundos después,
Carla le grita con lágrimas en sus mejillas.
—¡Tú le debes una infancia a mis niños!
—¡Ellos dejaron de serlo cuando se convirtieron en pro­
digios, la infancia quedó atrás! —exclama un Gustavo enfu-
recido mientras se aleja.

Horas ya han pasado cuando el sol se oculta en el horizon-


te. Carla se levanta del banco. Sus mejillas humedecidas se
secan con la templada brisa de la tarde. Una mirada indife-
rente se muestra en su rostro. Allí permanece la rosa blan-
ca meciéndose con el viento. Aunque no se encuentre bien
emocionalmente, la recoge y la lleva consigo mientras cami-
na hacia la salida con la mirada baja.
CAPÍTULO XV
ENTRENAMIENTO

Se escucha la brisa soplar con gran fuerza. Desde el rincón


más alejado del cerro Sapuco, las hojas caen lentamente. Las
mismas que cubren el suelo y pintan de amarillo los cami-
nos del cerro. Al llegar la noche, una implacable tormenta
cae desde las alturas y agita estrepitosamente las ramas. Solo
los árboles con raíces fuertes permanecen de pie después de
la tempestad. Ráfagas de viento azotan las ventanas de las
casas y apartamentos. Y así, el diluvio desaparece en cues-
tión de semanas.
Mucho tiempo ha pasado. Los prodigios no son los niños
que solían. Sus personalidades cambiaron radicalmente desde
ese fatídico día. No solo perdieron a sus profesores. También
perdieron su hogar. A pesar de las circunstancias, ninguno
de ellos ha vuelto con sus familiares. Semanas después del
incendio, se remodeló un lugar especial dentro de las insta-
laciones de la S.S.P.C. No es un lugar cómodo para ocho
varones —compartir espacios en la habitación ha provoca-
do riñas entre ellos—. El mismo caso aplica a las hembras.
Por motivos de seguridad, no se les tiene permitido aban-
donar la base sin autorización. Órdenes directas de Gustavo
Castillo. El cargo de los tutores quedó relegado a un grado

181
inferior. Entrenar a los prodigios se convirtió en la priori-
dad. En los últimos días, el adiestramiento ha sido extenuan-
te. Les ha costado mantener una condición física apropiada
para las exigencias. Los entrenamientos son extremadamen-
te rigurosos. Hoy en la tarde, una reunión se lleva a cabo en
las instalaciones. El doctor Acosta hace acto de presencia.
Ansioso por compartir sus planes y métodos de aprendiza-
je. En especial, el uso correcto de sus poderes.
—Buenas tardes, mis queridos prodigios. Sé que ha pasa-
do mucho. Los asuntos con la directiva de la división cien-
tífica me han dejado sin tiempo de ocio. Pero eso es harina
de otro costal. Por los momentos me dedicaré a ustedes por
completo. Y este día quiero mostrarles algo. —El doctor
Francisco saca de su bata, un pequeño cuaderno. Se los
entrega para que todos lo vean. Observan con curiosidad el
cuaderno. No es muy grueso y no tiene mucho contenido.
Se lo pasan a sus compañeros y se lo devuelven.
—Apuesto que algunos de ustedes pudieron leer lo que
está aquí escrito, ¿no?
—Doctor, es un manual que tiene escritas varias hipó-
tesis sobre el uso de nuestras habilidades como prodigios
—responde Rafael. Muestra una actitud optimista.
—Eso es correcto, Rafael. Bien dicho. Algo que me sor­­
prende de sus habilidades, es que no necesitan pasar todas las
hojas de este manual. Con el simple hecho de tocarlo, ustedes
pueden conocer su contenido. Imagínense que otras posibi-
lidades esconden sus brillantes talentos. Solo Dios sabe. Y sí.
Soy un científico, pero también creo en el de arriba. Porque
solo él fue capaz de hacer este milagro, esta realidad.
El doctor Acosta se conmueve. Sus palabras fueron
amenas, cordiales y un poco sentimentales. Sin embargo,
no hay mentiras ni embustes. Lo que siente por ellos es real.
Así que prestan atención con mucha expectativa.

182
—Quiero decirles que me complace compartir este mo­­
mento con ustedes. Los días que vienen no serán fáciles,
pero estoy seguro que juntos podemos enfrentarlos. Como
prodigios es vital comprender la importancia que tiene llevar
esos poderes. Estas habilidades las utilizaremos por el bien
de nuestro país. Serán los portadores de la esperanza que
yace perdida en nuestra sociedad. Ahora quiero decirles
algo importante. Aunque sus extraordinarias habilidades
les pertenecen, hay ciertas cosas que no pueden ni deben
ignorar. Estas reglas que les nombraré a continuación son
inexorables. Número uno: nunca lastimar a un ser vivo (sin
importar cuáles sean sus intenciones o qué crímenes haya
cometido). Número dos: nunca utilizar sus habilidades para
beneficio propio.
Los prodigios enmudecen. Uno que otro mira al com­­
pañero, esperando que diga algo. Pero nadie dice nada.
Comprenden sin problema los nuevos lineamientos. Tras
una breve pausa, el doctor Francisco aborda con más pro­
fundidad el tema.
—Eso quiere decir, muchachos, que por ninguna circuns-
tancia (sea la situación que se pueda presentar) está permiti-
do lastimar personas. Puede ser el criminal más buscado del
país. Ustedes no pueden intervenir. Su trabajo será netamen-
te de rastreo, búsqueda y rescate. Si existe algún llamado de
alerta sobre una banda criminal que esté a punto de desatar
una balacera contra una comunidad. Inmediatamente loca-
lizarán el objetivo y el equipo de operaciones especiales se
encargará de la situación.
—Doctor Acosta, ¿puedo plantearle lo siguiente? —aser-
tivo como siempre, Gabriel interrumpe a Francisco, levan-
tando la mano al mismo tiempo—: En el caso de que a usted
lo secuestren (Dios no lo quiera), y esté rodeado de crimi-
nales armados hasta los dientes, y la única persona que se

183
encuentre al frente de la situación sea yo, ¿no sería más fácil
provocarles un paro cerebral a todos esos vándalos sin que
eso lo afecte a usted? ¿No cree que sería más sencillo?
La pregunta de Gabriel es algo atrevida. Las niñas susu-
rran entre ellas, en parte avergonzadas por su hipótesis. En
cambio, los varones se ríen a carcajadas de su ocurrencia.
Contento por la inventiva del joven, el doctor Francisco usa
palabras más adecuadas para responder y aclarar sus dudas.
—Y si los desmayas, ¿no crees que es más fácil? —suelta
una risa ahogada, al mismo tiempo que acomoda sus gafas—.
Pero en sí, Gabriel, no se trata de hacerles daño, se trata
de hacer lo correcto. Son tus acciones las que te definen.
Y según tus acciones, dependerá de ti escoger el camino
correcto. Ahora te pregunto yo: ¿qué prefieres?, ¿la paz o
la violencia? —cuestiona al arquearle una ceja, esperando su
respuesta. Gabriel se sume en sus pensamientos y prefiere
quedarse callado, no sin antes asentirle al doctor, dando a
saber que entendió la lección. Vuelve a sentarse. Antes que
el doctor Francisco continúe con la conversación. Patricia
levanta su mano. Se nota un poco inquieta.
—Doctor Acosta, a mí me quedó claro la primera regla.
Aunque la segunda me confunde un poco —toma una pausa
mientras se rasca la cabeza—. Nunca se me pasaría por la
mente usar mis poderes para beneficio personal. Mucho
menos para herir a alguien. Sin embargo, aún no me queda
clara esa regla. Si me puede aclarar un poco…
—Es cierto, Patricia. Te voy a dar un ejemplo: en estos
momentos ustedes tienen puesta su atención aquí; pero cuan-
do yo no esté, ustedes pueden utilizar sus habilidades para
distraerse. Eso es normal. Eso está bien. Lo que no es correc-
to es leer las mentes de las personas sin su permiso. Influen-
ciar en el pensamiento de otros para que hagan su voluntad
tampoco es bien visto. Lo digo porque he recibido quejas

184
de ustedes por utilizar sus dotes. Ustedes no están aquí para
estar fisgoneando en la vida de otros. —Francisco agita el
manual frente a todos para recuperar su atención—. En vez
de darles otro extenso sermón y hablar de chismes. ¿Por qué
mejor no hablamos de cómo usar sus habilidades de forma
decente y honesta? Con este cuaderno nuestro aprendere-
mos cómo utilizarlos de una mejor manera.
Después de la reunión con el doctor, los prodigios van a
un campo de tiro —muy alejado de la ciudad— en compa-
ñía de un escuadrón de seguridad de la S.S.P.C. Gustavo
Castillo supervisará el entrenamiento en persona. Antes de
comenzar, quiere hacer una prueba especial. Se acerca al
grupo con una actitud prepotente. Luciendo su uniforme
oscuro —cubierto de medallas y condecoraciones de dudosa
procedencia—. Se planta frente a los niños y aplaude frente
a ellos. Así recupera la atención perdida.
—Voy a ser directo con ustedes. Estamos en un polígo-
no de tiro. Como podrán observar, es bastante amplio. El
día de hoy ustedes no aprenderán a manejar un arma. El día
de hoy ustedes van a aprender cómo soportar el disparo de
una bala.
Todos los muchachos se quedan perplejos ante la desca-
bellada idea de Castillo. Poco a poco, retroceden. Difícil es
ocultar lo nerviosos que están. Ninguno tiene intenciones
de hacer la prueba. Los prodigios susurran entre dientes
y comparten miradas inquietas. Ninguno está dispuesto a
hacer semejante prueba.
—¡Dejen la cobardía! Les advertí que el entrenamien-
to sería más riguroso en cada sesión. Me prometieron que
trabajarían duro para honrar la muerte de sus profesores. Y
lo único que puedo ver aquí es un grupo de carajitos llorones
que no cumplen con su palabra. ¡Ya maduren!, ¡ustedes no
son niños! ¡Son adultos! ¡Son prodigios! El día en que uste-

185
des enfrenten a un desgraciado con un arma. No se quedarán
parados esperando lo peor. ¡Ustedes se defenderán!
El grupo sigue sin decir nada. Ninguno de ellos quiere
avanzar con la prueba. Hay mucha tensión en el ambiente.
Hay más alegría en un funeral.
—¿Y bien? ¿Quién será el primero? —El silencio casi se­­­­
pulcral termina de colmarle la paciencia a Castillo—. Maldita
sea…, son todos unos cobardes. No vale la pena seguir con
esto. —Frustrado por la actitud del grupo, Castillo se retira
por un momento. Se toma el tiempo necesario para despe-
jar la mente. Trata de relajarse y no tomarse tan a pecho lo
sucedido. Cuando regresa al lugar, observa que el grupo se
encuentra sentado. Solo Gabriel permanece de pie. Trae pues-
to el chaleco antibalas más una careta que usa por protección.
El instructor del polígono le entrega la pistola a Gustavo.
—¿Qué es esto? —pregunta Castillo bastante intrigado.
Mira hacia donde está el muchacho. Su ceja se arque dema-
siado y Gabriel no dice ni una palabra. Solo alza el mentón.
Está preparado para comenzar el entrenamiento.
—Disculpe, oficial —el joven instructor le toca el hom­
bro, Gustavo se da la vuelta—. El niño se ofreció como
voluntario para la prueba. Siempre y cuando sea usted quien
le dispare. En la cara.
—¡Gabriel! ¿Acaso te volviste loco? —la simple idea de
hacerlo le aterra.
—De nada sirve un chaleco antibalas en un enfrenta-
miento. —Sin importar la distancia, Gabriel le expresa sus
pensamientos dentro de su mente—. Con protección o no.
Ninguno de ustedes será capaz de protegernos. Lo reto, oficial
Castillo. ¿Quiere que el resto de mis compañeros complete el
entrenamiento? Entonces usted será quien dispare.
Gustavo niega con la cabeza en repetidas oportunidades
mientras deja un vistazo desconfiado al instructor. Camina

186
de un lado a otro mientras lo piensa. Tras deliberar por unos
minutos, accede. Gabriel se coloca al final del campo de tiro.
El sitio es bastante amplio. El joven camina con temple hasta
donde se encuentran los blancos. Castillo se pone nervioso
por algunos segundos. Pierde el juicio en el instante en que
Gabriel se quita el chaleco antibalas y el casco. Es demasia-
do peligroso y no desea continuar.
—¿Qué demonios estás haciendo? Ponte el chaleco anti-
balas de inmediato, no pienso dispararte sin que tengas
protección.
—Son mis condiciones, no las suyas. Se hace de esta mane-
ra o no se hace.
—¡No me jodas!
Gustavo suelta la pistola. La lanza con desprecio a la
mesa mientras el instructor recoge del piso los objetos que
el oficial derrumbó.
—Ésta es la única manera que el grupo aprenderá a dete-
ner una bala. Debe ser en el momento en que nos encontre-
mos desprotegidos. Si no, no tiene sentido. No necesitamos
un chaleco antibalas, cuando nuestra mente es un escudo,
¿cómo lo sé? Pues la verdad no tengo idea. De una forma u
otra… «buscaré la manera».
Todos los muchachos se sorprenden por las palabras de
Gabriel. Su voz retumba por la mente de todos los que
observan aterrados en el polígono. La idea del entrenamien-
to ha tomado un rumbo inesperado. El resto del escuadrón
teme por la seguridad del muchacho. Cansado de la angus-
tia, Gustavo toma el arma. Sus brazos tiemblan al apuntar-
le. Con tantos años de entrenamiento, es la primera vez en
su vida en que teme disparar un arma. De todas formas, lo
hace. Le dispara a Gabriel al cerrar los ojos. Las palabras del
doctor Francisco recorren la mente del muchacho segundos
antes que Gustavo le dispare.

187
«Estoy seguro que en el futuro, al igual que sus com­­
pañeros, sus habilidades se manifestarán tarde o temprano.
Haciéndome la idea que este ser humano, pueda convertirse
en el más poderoso de todos. Aunque solo es una hipótesis y
como científico estoy acostumbrado a equivocarme. Pero me
gustaría ver que eso llegara a pasar».
El tiempo se detiene. Los corazones dejan de latir. Gabriel
pierde la respiración. Su corazón deja de palpitar. Una enor-
me ráfaga de aire abandona su cuerpo. Poco a poco, abre los
ojos y ve ese pequeño trozo de plomo flotando frente a él.
Detenido en el aire. Tarda unos segundos en darse cuenta.
Por primera vez en la historia, un ser humano logra dete-
ner una bala. Solo con el poder de su mente. A partir de
ese instante, Gabriel descubre lo poderoso que puede ser.
Ninguno de los prodigios piensa de esa manera. A partir de
ese día, el sentido de la mortalidad humana se convirtió en
algo irrelevante para ellos.

Estos días han sido muy difíciles para mis queridos hijos. El
entrenamiento más peligroso fue superado por ellos. Exce-
dió todas las expectativas. Fue imposible mantener en secre-
to lo que había ocurrido. Todos los miembros de la S.S.P.C.
hablaban sobre el tema. En vez de buscar fama por la magni-
tud de sus logros, los jóvenes siguieron comprometidos con
el entrenamiento. Con la ayuda de sus tutores y el resto del
equipo, los prodigios desarrollaron con creces sus habilida-
des. Cada uno de ellos manejaba anteriormente con gran
destreza su poder. Pero el tiempo les dio la oportunidad de
magnificar sus habilidades. La pequeña Eliana, por ejemplo.
Su habilidad de rastreo es envidiable, sin embargo, ahora
puede leer las mentes al igual que sus compañeros. Cosa que
no podía siquiera lograr antes. El travieso Christopher, que

188
puede manejar los objetos con su mente y hacerlos levitar.
También ha mejorado en sus capacidades telepáticas. Cada
vez se hacen más inteligentes, más fuertes y veloces.
Parte primordial del entrenamiento ha sido la profundi-
zación de sus poderes para tácticas defensivas. Una de las
mejores técnicas de defensa que desarrollaron fue la onda
expansiva, creada por la energía de los prodigios. Esta surge
desde el subconsciente y recorre todo el cuerpo hasta que es
transmitido por las manos. Las inmovilizaciones también se
desarrollaron sin problema.
Mantener la energía necesaria en casos vitales es primor-
dial para jóvenes en desarrollo como ellos. Descubrimos que
el organismo de un prodigio es ciento veinticinco veces más
efectivo que el ser humano promedio. Eso quiere decir. Lo
que le toma a una persona para cicatrizar una herida profun-
da a ellos solo les toma tres días. Tuvimos la mala suerte de
presenciar una escena bastante desagradable en uno de los
entrenamientos. La pequeña Estefanía, se cayó de un segundo
piso —los muchachos estaban practicando tácticas de resca-
te—. La niña fue muy valiente, a pesar de haberse fracturado
la tibia de su pierna izquierda. El asombro no me cabía en el
pecho cuando me enteré de lo sucedido: le tomó tres semanas
curarse por completo.
Es importante acotar que todo lo que hemos hecho ha
sido con respeto y consideración con sus profesores. Nunca
pondré en duda la importancia de una educación de calidad.
Al igual que yo —que he estado formándome desde el día
que nací—, pienso que el sacrificio que han hecho nuestros
maestros es admirable. Por eso los involucramos nuevamen-
te en el programa. No podía apartar a los prodigios de sus
amados maestros.
Aunque dispongo de poco tiempo para charlar y conocer
más a los tutores, la pérdida de la profesora Luz Torrealba

189
es irreparable. Era una mujer ejemplar, digna de recordar.
Murió por una infección —a causa de la herida que recibió en
su pierna el día del incidente en Nova Familia—. Fue tutora
de las hermosas niñas Patricia y Carolina. Cada día que pasa
me sorprenden. Su madurez quedó clara el día de su fune-
ral. Los discursos de ambas me estremecieron como nunca
alguien lo había hecho. Mis pobres prodigios. Les ha toca-
do vivir una desgarradora realidad, y a tan temprana edad.
Son estos momentos en que nos preguntamos si de verdad
estamos haciendo lo correcto. Si de verdad lo estamos hacien-
do el bien. Si tenemos que darnos prisa para que la maldad
no se siga propagando como un virus. Tanta inseguridad que
reina Nueva República. De nosotros depende ahora la paz
que merecemos. La tranquilidad que merece este pueblo tan
asqueado de las injusticias. Molestos por la indiferencia de
los organismos públicos. No hay nadie que vele por la segu-
ridad de ellos.
A veces me pregunto cómo un país puede llegar a vivir así.
Con tanta pobreza. Tanta corrupción. Todo es una conse-
cuencia. La degradación que existe en la sociedad y que se
ha multiplicado como una plaga. La delincuencia imperante.
Distribución y venta de drogas ilegales. La violencia domés-
tica. El maltrato infantil y el maltrato hacia los animales. Yo
no quiero vivir en un país así, donde un gobierno autoritario
y comunista decida hacer lo que le plazca. El más humilde no
tiene por qué sufrir. Ya basta de crear cizaña entre herma-
nos. Si ellos no propician el cambio, seremos nosotros los que
daremos el primer paso. Por eso me siento tranquilo al saber
que nuestros amados prodigios harán realidad ese cambio
que el pueblo tanto implora.
No hay mejor luz que nos guíe en el camino que la sonrisa
de una niña llena de fe. No hay mejor sorpresa que la inocen-
cia de un niño cuando descubre que puede lograr lo que quie-

190
re si se lo propone. No hay mejor sentimiento de esperanza
que la de ver a estos prodigios convertirse poco a poco en el
futuro que Nueva República requiere. Los necesitamos, hoy
más que nunca.
(Bitácora del doctor Francisco Acosta; fecha: 1 de abril
de 2011).
CAPÍTULO XVI
AJUSTE DE CUENTAS

La perspicacia y la voluntad de los prodigios no se compara


con las ganas de hacer justicia. El momento ha llegado. Los
dieciséis prodigios entrarán al campo de batalla. El equipo
de operaciones especiales se prepara para infiltrarse en una
de las propiedades de Babrusa. Los almacenes y contene-
dores aduaneros de la costa son de su propiedad —todas
adquiridas gracias al contrabando de armas químicas—. No
hay nadie en el mercado negro que pueda competir contra
su monopolio.
No muy lejos de la capital, en la zona industrial, se en­­
cuentra un galpón bastante amplio (se presume que Babru-
sa esconde su alijo). Gracias a la pericia y astucia del equipo
de inteligencia, conformado por Miguel, Eliana, Estefanía,
Laura, Rafael y Christopher, juntos usan sus poderes para
localizar a los criminales. Desde la base de operaciones de la
S.S.P.C., el equipo se prepara para arrestar al líder criminal.
Gustavo convoca a un grupo reducido a la redada.
—Quiero agradecer a mi equipo de inteligencia por su
trabajo. Los felicito, muchachos. Sigan así. Ahora, llegó el
momento de poner a prueba sus habilidades. Cuatro de uste-
des me acompañarán. —Por la emoción del momento, todos

193
se desordenan. Levantan la mano esperando que sean escogi-
dos para la misión. Las ansias en participar supera la paciencia
de Castillo—. ¡Primero se calman! Yo no trabajo con niños.
¿Cuál es el alboroto entonces? —Gustavo mantiene al grupo
controlado tras el llamado de atención—. Las cuatro perso-
nas que nombre se van a dirigir conmigo. No quiero escuchar
berrinches del resto. —Antes de nombrarlos, les explica el
motivo de la encrucijada—: Este criminal tiene un historial
muy amplio. Experto en el contrabando de armas de guerra
y materiales químicos. Es sumamente peligroso, así que no
se confíen. Según nuestras investigaciones, hemos concluido
que este individuo fue el responsable del ataque a la mansión.
Enajenados se sienten los prodigios al escuchar la decla-
ración de Castillo. Si la misión era importante, con el nuevo
dato toma una relevancia distinta. Los sentimientos de rabia,
ira y colera serán suprimidos para garantizar el éxito de la
misión.
—Esta redada no es una retaliación. Esto será un ajus-
te de cuentas. Cuando los criminales estén tras las rejas, la
justicia se encargará de ellos. Ahora, den un paso al frente
cuando los llame:
»Gilberto Peña.
»Victoria Morelos.
»Eliana Maldonado.
»Y Cesar Urbina.
»Ustedes vendrán conmigo. El resto vuelva con el equipo
de inteligencia y espere nuevas instrucciones.
Eliana se encuentra nerviosa ante semejante tarea. Se ase
el cabello de forma nerviosa; trata de alizar sus naturales
risos. En ese momento, Miguel se le acerca y le da un abrazo.
Espera que esa muestra de afecto sea suficiente para redu-
cir la ansiedad.
—Sé que lo harás bien. No tienes por qué preocuparte.

194
—No estoy segura —titubea—, tengo miedo.
—Recuerda que los prodigios no tenemos miedo, mante-
nemos la esperanza. Aunque no esté a tu lado. Yo siempre
voy a cuidarte. Ahora, confía en ti misma —contesta Miguel
con dulzura. Sujeta las manos de su amiga con fuerza.
—No te preocupes, Miguel. Cuidaré a tu angelito. Estaré
al lado de ella siempre —repone Victoria. Toma por sorpre-
sa al muchacho. Sus cachetes se sonrojan al igual que Eliana.
Ambos se despiden con un fuerte abrazo. Claudia aparece
y se coloca a la diestra de Miguel, quien levanta la mirada
preguntándose qué es lo que quiere.
—Eliana estará muy bien. Aunque se muestre temerosa
en ocasiones, siempre será valiente ante cualquier proble-
ma que se le presente. —Claudia se toma su tiempo para
finalizar su punto—. No estarás con ella todo el tiempo. Es
importante que lo sepas.
Claudia le apunta el corazón con el dedo. Asiente el peque-
ño en forma de agradecimiento, le parece un poco extraño
que una chica como ella fuera tan sincera con sus palabras.
Claudia se retira del lugar y Miguel permanece a la expecta-
tiva. Mientras tanto, los cuatro prodigios se preparan para la
redada. Se dirigen a los vestidores. El equipo de operaciones
especiales los ayuda a colocarse el nuevo uniforme. Un chale-
co antibalas. Botas de seguridad con goma flexible. Guantes.
Radios, entre otros elementos. Todos portan con orgullo el
escudo de la S.S.P.C.
—Muchachos. Les presento a los jefes de los escuadro-
nes Ypsilon y Épsilon. Los acompañaremos en el día de hoy.
Gilberto y Victoria irán con el oficial Herrera (jefe del escua-
drón Y); Eliana y Cesar irán con el oficial Olivero (jefe del
escuadrón E). Seguirán nuestras instrucciones sin reclamos
ni quejas. Permanecerán en resguardo dentro de las camio-
netas. Tienen prohibido involucrarse en el campo.

195
—Si vamos a utilizar solo nuestros poderes telepáticos,
¿de qué sirve ir con ustedes si no vamos a entrar al lugar?
—cuestiona Gilberto, consciente de su indisciplina.
—Gilberto, lo hacemos para salvaguardarlos a todos.
Solo usarán sus poderes…
—¿Para qué? —lo interrumpe nuevamente el mucha-
cho— ¿Para quedarnos como idiotas dentro de los vehícu-
los a ubicar criminales? Da lo mismo hacerlo desde la base.
No tiene sentido que vayamos. —Se muestra impetuoso al
hablar. Gilberto pierde la paciencia.
—Modera tu tono, jovencito —Castillo lucha contra su
propia tolerancia. Desea mostrarse sereno frente al resto de
los oficiales quienes lo miran entrañado—. Apuesto que tu
padre jamás les faltaría el respeto a sus superiores. Él solo
sigue órdenes, y es momento de que tú hagas lo mismo.
—Castillo pone punto y final a su altanería.
Gilberto se desdice de sus palabras y pide disculpas. Sin
perder más tiempo, todos abordan los vehículos en cami-
no al objetivo. Salen con rapidez del sótano de la JSJ —sus
instalaciones son la fachada de la S.S.P.C.—. Los mucha-
chos se van con el grupo al que se les asignó. En el trans-
curso del camino, un convoy se adhiere a la caravana oficial.
Los vehículos se detienen a quinientos metros del galpón.
El resto del equipo rodean el perímetro. El oficial Herrera
transmite instrucciones a través de la radio. Mientras todo
luce en calma allá afuera, la evidente ansiedad de los prodi-
gios los irrumpe.
—Los infiltrados van a hacer una transacción con los
sos­­­­­­­­­pechosos. Nuestro grupo comando espera nuestra seña.
Cuando confirmen la presencia de Babrusa, ellos van a entrar.
—Castillo, sentado en el asiento del copiloto, se vira y les
habla a los prodigios que custodia—. Su trabajo será locali-
zar a cada persona del lugar y descubrir que tácticas usarán

196
para defenderse. Mándenlos a dormir mientras el equipo hace
lo que le corresponde.
Mientras tanto, en el escuadrón E, se encuentran a la
expectativa. Cesar y Eliana usan sus poderes para conocer
la ubicación de los sospechosos. De pronto la tranquilidad
desaparece cuando Cesar se exaspera. Un presentimiento
muy fuerte nubla su juicio.
—Oficial Olivero —hace una pausa sepulcral—, dígales
que se retiren.
—¿Por qué dices eso, muchacho? ¿Qué es lo que ocurre
ahí dentro?
—No se creen la trampa —irrumpe Cesar—. ¡Los van
a matar!
Una ráfaga de disparos se propaga por los muros del gal­­
pón. El equipo táctico retrocede mientras los oficiales se
ponen de acuerdo. El encubrimiento no fue del todo sigiloso.
—Confírmame si viste a Babrusa, ¿Lo viste? —pregun-
ta Herrera.
—No lo sé, oficial —le dice Gilberto—, hay como trein-
ta personas allí adentro. No sé quién es ese tal Babrusa. Tal
vez pueda ver a través de alguien más.
—Oficial —responde Cesar mientras su mirada yace per­­­­­
dida entre la mente de sus compañeros—, lo veo. Está dentro,
acompañado con varios de sus hombres. Revisan los cuerpos
de nuestros oficiales… Se dieron cuenta de que los compra-
dores eran espías.
»Señor, yo puedo ayudar a capturarlo. Déjeme ir.
—Negativo, joven —le responde Olivero. Sostiene la radio
con tal fuerza que siente que lo va a romper—, ya perdí a
varios de mis hombres. No pienso responder por la muerte
de un niño.
Cesar no razona. Se deja llevar por sus instintos; aban-
dona el vehículo. Sale corriendo hacia el galpón. Uno de los

197
policías lo sigue, pero no logra atraparlo: su velocidad es
sobrehumana. Oliveros se lleva las manos a la cabeza, enaje-
nado. Sale del vehículo y llama a sus comandados a rodear el
perímetro. No les queda otra opción más que entrar.
—Te quedas aquí, Eliana. Ni se te ocurra bajarte del auto.
—Pero Cesar estará solo. Necesita de mi ayuda.
—No permitas que salga, quédate con ella. —Olivero
corre con los demás policías y le ordena a uno del grupo a
permanecer en el vehículo con Eliana.
—Demonios. —Exaltado, golpea la puerta y le habla a
su oficial en jefe—: Cesar acaba de entrar al galpón solo.
—Gilberto de pronto siente un poco de envidia.
—¿Quién lo autorizó? —responde Gustavo por radio,
notándose exasperado.
—Decidió entrar por su cuenta. Nadie le dio permiso.
Gilberto quiere abandonar el auto, pero el oficial Herre-
ra no se lo permite. Al ver la negativa de los adultos, usa
una onda expansiva. Destruye la puerta de un solo impulso.
Victoria sale corriendo tras él.
—¡Maldito carajito, me debes una puerta! —Castillo
pierde el juicio y se involucra en la redada. Uno de los poli-
cías comunica su estatus por la radio.
—Hombres caídos, repito, tenemos hombres caídos.
Necesitamos refuerzos en el área. El prodigio César Urbi-
na acaba de entrar a la zona de ataque.
—Dime algo que no sepa, idiota —impropera Gustavo
a través de la radio—. Los prodigios que estaban conmigo
también escaparon. ¿Alguien tiene idea que es lo que debe-
mos hacer? Nuestra misión pende de un hilo y ahora tenemos
que preocuparnos por estos niños del demonio. —Castillo
se golpea con el aparato en la frente y suelta un fuerte queji-
do—. Aquí Castillo a todos los escuadrones: repliéguense,
repito, repliéguense. Esperen nuevas instrucciones.

198
—Olivero a Castillo, ¿acaso te volviste loco? No pode-
mos confiar en estos niños, no tienen idea de lo que hacen.
—Yo tampoco pienso que sea buena idea. Esperar a ver
qué pasa es lo único que podemos hacer por los momentos
¡Que ningún oficial entre al galpón!
Cesar sube las escaleras del galpón y llega hasta el techo.
Una rejilla cercana a su posición le facilita el acceso. Con su
fuerza sobrehumana dobla los barrotes. Gilberto y Victoria
entran por otro lado. Un reducido grupo de guardias vigi-
lan la parte posterior del galpón. Sin darse cuenta de que
una prodigio ingresa a sus mentes y les provoca somno-
lencia. Victoria cumple efectivamente con el plan. Los pro­­
digios los despojan de sus armas. Los apresan en un poste
cerca del cuarto de basura. Urbina entra al galpón, desplaza
su delgado cuerpo por las tuberías del aire acondicionado.
Piensa que tiene el camino fácil cuando pasa por encima de
una tubería podrida por la humedad. Se cae por accidente
y hace bastante ruido. El escándalo alerta a los hombres de
Babrusa. De inmediato se dirigen al lugar. Como rata arrin-
conada, Babrusa no tiene opción más que vociferar. Con
una mirada molesta, se acerca a uno de los cuerpos. Toma
el radio y se comunica con los oficiales.
—Les advierto que no tengo intenciones de salir vivo de
este lugar. Mis hombres están dispuestos a dar la vida por la
causa. Los invito a dar su mejor golpe, hijos de puta.
Gustavo escucha las palabras de Babrusa con atención
—impotente al darse cuenta que no puede actuar hasta que
los prodigios salgan a salvo—. Con mucho enojo le contesta:
—¡Muerto no me sirves!
Los hombres suben al nivel superior del galpón. Recar-
gan sus cartuchos al ver una silueta correr entre las cajas.
—¡Quién anda allí! ¡Sal para que pueda verte!
—Oblígame, detrito con piernas. —El pequeño se descu-

199
bre al insultarlo de una manera peculiar (nadie tiene idea de
lo que dijo realmente).
A pesar de estar acorralado, Cesar sigue haciendo de las
suyas. Su sentido del olfato revela el contenido de las cajas.
Materiales tóxicos en abundancia. El olor a ácido clorhídrico
le provoca una migraña. Afronta la consecuencia de sus actos
y, sin pensarlo, corre a enfrentarlos. Uno de los maleantes
lo golpea en la cabeza con su metralleta. No sienten lástima
por él a pesar de ser un niño. Cuando revisan sus pertenen-
cias, se dan cuenta que es tan solo una ilusión.
—Idiotas —Cesar los sorprende por la espalda—, más
vale que corran porque esta mierda volará en mil pedazos.
—Extiende su mano con pujanza. El hombre que lo golpeó
intenta atrapar la granada que le ha quitado, sin embargo, la
destreza del prodigio es superior. Ataja la granada. Quita el
seguro y se la lanza de vuelta. Cesar huye de la escena y deja
a los hombres a su suerte. La explosión en cadena cobra más
fuerza cuando el fuego se mezcla con los materiales tóxicos.
Los sujetos caen al piso de forma abrupta. Se deslizan por
el suelo intentando aplacar las llamas.
De repente se escucha un tiroteo en la parte trasera del
almacén. Los hombres disparan a discreción. Gilberto y
Victoria se refugian detrás de unas cajas con recipientes de
metanol y benceno. El joven expulsa los recipientes contra
de los criminales. El químico les produce mareos y nauseas.
Gilberto se levanta del piso y agarra a Victoria, sujetándola
del brazo. Cuando las balas impactan contra los químicos,
las llamas fuliginosas se propagan.
—¡No le disparen a la mercancía! ¡Idiotas! —Babrusa se
siente inútil. El aire se le escapa de los pulmones al sentirse
atrapado. Mientras un grupo comando intenta ingresar por
la entrada principal, los prodigios vuelven el almacén en un
experimento químico que está a punto de fallar.

200
La pequeña Eliana se llena de coraje. Observa impotente
desde la ventana cómo los oficiales son masacrados. Pare-
ce una batalla campal. No piensa perder un segundo más.
El oficial que la custodia intenta detenerla, pero en segun-
dos cae dormido en sus piernas. Por seguridad, lo saca del
auto. Cesar llama la atención de varios criminales. Disparan
a mansalva sin siquiera apuntarle. Solo quieren deshacerse
de él. Con mucha destreza esquiva las balas. De repente,
una granada estalla el corredor aéreo donde se encuentra.
Cesar cae abruptamente. Se lastima el codo al tocar el suelo.
Un sujeto se le acerca y le apunta con su pistola en la
cara. Sin que nadie se lo espere, un auto atraviesa el portón
principal del almacén. El carro acelera y justo cuando va a
frenar, golpea al sujeto, su cuerpo sale expedido por los aires.
Cesar suelta un suspiro exasperado.
—Gracias—responde Cesar—. ¿Manejaste tú sola hasta
aquí?
—El oficial Oliveros me dijo que no saliera del auto
—repone Eliana—, y eso hice.
Cesar entra al auto. Su amiga conduce a toda velocidad. En
su intento por escapar, hombres les disparan a los cauchos.
Eliana pierde el control y se estrella contra la pared. Los
compañeros se miran al rostro al ver que los criminales
rodean el vehículo. Se preparan para disparar. Victoria apare-
ce fugaz entre la multitud. Una onda expansiva los expulsa
por los aires. Babrusa es testigo de la increíble fuerza de los
prodigios. Sus hombres caen al suelo como gotas de lluvia
sobre el asfalto.
—¡Les juro que, si no logran sacarme de aquí con vida,
me encargare de matarlos a todos por ineptos! —Babrusa
regaña a sus lacayos, implora que lo saquen a toda costa. El
galpón es rodeado por fuerzas especiales de la S.S.P.C. La
distracción de los prodigios le dio el tiempo suficiente para

201
que los refuerzos llegaran a la zona. Las fuerzas de Babrusa
se ven diezmadas. Gustavo no piensa detenerse hasta atra-
par al líder criminal.
—Todas las unidades, avancen. —Castillo agita la mano
al equipo mientras habla por la radio—. Nuestro objetivo
es capturar a Babrusa. ¡No dejen que escape!
Victoria corre tras Babrusa, quien se dirige a una salida
secreta con sus escoltas. Uno de ellos se voltea y arroja una
granada. Veloz como un rayo sale Gilberto, golpea el obje-
to con el puño cerrado hacia otro lado. Se lanzan al suelo
ipso facto.
—¡Por todos los cielos! —Victoria quedó atónita ante la
rapidez de su compañero. Los fragmentos de la explosión
caen sobre ellos. Por suerte, ninguno de ellos resultó heri-
do. Es el momento perfecto para escapar. Babrusa no pier-
de tiempo. Se escurre —como la rata que es— a través del
túnel. Los prodigios se sacuden el polvo y corren tras él.
CAPÍTULO XVII
PERSECUCIÓN EN LA AUTOPISTA

Los oficiales ya se encuentran dentro del galpón. Toman


control de la situación, sin embargo, no hay rastro de los
prodigios, tampoco del objetivo. Los muchachos llegan al
final del pasillo secreto. Babrusa corre junto a sus hombres.
El grupo táctico que se encontraba cerca dispara a mansalva.
Una bala atraviesa el hombro derecho de Babrusa. Maldice
e insulta cuanto puede. Logra llegar a una gandola. El resto
de sus hombres ingresan en otras dos. Encienden los moto-
res y conducen a toda velocidad. Los prodigios no dudan
por un segundo. Saltan a la parte trasera del último vehículo.
Gilberto es el primero en subir, ayuda a Eliana extendiendo
ambos brazos. Cesar hace lo mismo con Victoria. Las gando-
las ingresan a la autopista.
Herrera y su escuadrón custodian el galpón. Revisan la
mercancía de contrabando esperando nuevas instrucciones.
Mientras tanto, Gustavo y el oficial Olivero se dirigen a la
entrada más cercana a la autopista. Castillo solicita refuerzos
para la búsqueda. Se ve tan agitado que le cuesta concentrar-
se. Al respirar profundo en varias ocasiones, una idea se le
atraviesa por la cabeza. A unos cuantos kilómetros de distan-
cia, los prodigios se aferran al vehículo.

203
—Gilberto, ¿me comunico con el oficial Olivero?
—Sí. Asegúrate de decirle nuestra ubicación exacta para
que puedan venir. Y, Cesar…, ten mucho cuidado.
El joven se comunica telepáticamente con el oficial Oli­­
vero. El hombre se aterra al escuchar su voz dentro de la
cabeza.
—Cálmate —le indica Gustavo—, ellos se comunican así.
Pregúntale donde está.
Sin tener ningún cuidado con los demás conductores,
las gandolas aceleran por el canal rápido. Cambian de carril
bruscamente para adelantar al resto. Golpean a los vehícu-
los más pequeños que se interponen.
—Gilberto y Eliana están sobre un tractocamión rojo.
—Cesar se comunica telepáticamente con Olivero—. Victo-
ria está conmigo en una gandola parecida, pero de color azul.
Más adelante se encuentra un volquete de color azul. Todos
custodian al que se encuentra adelante. Es un camión tándem
de doble cabina blanca. Allí está Babrusa.
—¿Puedes repetirme la ubicación exacta?
—Estamos pasando por el distribuidor Los Manzanos,
sentido norte.
Las instrucciones son dadas y las unidades más cercanas
se dirigen al lugar. Las patrullas de la S.S.P.C. ingresan a la
autopista. El tráfico les impide maniobrar. César le pide a
Victoria que lo ayude a tomar el control del tractocamión.
Camina con mucho cuidado hasta la cabina. Pisa con cuida-
do los bordes. El copiloto se da cuenta de lo que sucede y
advierte al conductor. Gira bruscamente el camión. Cesar
se aferra con mucha fuerza. Al pasar por el costado derecho
de otro distribuidor, Cesar siente nauseas. Sin importar el
peligro, camina hacia la cabina. El copiloto saca una pistola
y comienza a dispararle. Victoria se encarga de desviar las
balas. Crea un campo de fuerza alrededor de su amigo. Cesar

204
llega a la puerta. El hombre trata de empujarlo. Varios puñe-
tazos dejan marca en la cara del prodigio, sin embargo, resis-
te. Victoria desmaya al copiloto para que deje de golpearlo.
—¡Es en serio! —le grita Cesar—. ¡¿Esperaste tanto para
mandarlo a dormir?!
Sin perder un segundo más, Cesar logra entrar a la cabi-
na. El conductor le apunta con el arma, pero el prodigio se
la arrebata con facilidad.
—Detén esta maldita cosa ahora, o lo haré yo.
—Ni tu ni tus amigos podrán atrapar a mi jefe.
—¡Te dije que detengas el camión ahora! —grita Cesar
exasperado.
—Solo espero que sepas conducir, imbécil. No pienso
volver a la cárcel.
El hombre quita las manos del volante. Se desabrocha
el cinturón, abre la puerta y se deja caer. Durante la perse-
cución, un helicóptero de la S.S.P.C. sigue a los fugitivos.
El piloto transmite el mensaje a los oficiales. Maniobra con
cuidado mientras sigue la persecución. Victoria logra entrar
a la cabina. Aparta al copiloto del asiento y lo deja tirado en
el piso. Cesar habla con el oficial Olivero para aclararle la
situación mientras conduce.
—Oficial —se toma su tiempo para recuperar el alien-
to—, el sospechoso abandonó el camión por su propia cuen-
ta. Ninguno de nosotros intervenimos. Repito: el hombre se
suicidó. Me dirijo a auxiliar a mis compañeros.
Gilberto y Eliana siguen en la parte trasera del tracto-
camión. Se sienten contentos al ver a sus amigos con vida.
Cesar acelera lo suficiente para acercarse.
—¡Rápido, Suban! —grita Victoria al hacerles señas con las
manos. Ambos prodigios se levantan y de pronto se tamba-
lean. El conductor de la gandola roja le ordena al copilo-
to que se deshaga de ellos. Eliana ayuda a repeler las balas

205
y Gilberto usa la telequinesia para quitarle el arma. Las
arroja fuera del vehículo. El conductor arremete contra el
otro camión. Cesar maneja con pericia, pero no logra resis-
tir mucho. En ese momento tan peligroso, Gilberto decide
hacer algo arriesgado. Provoca que las llantas delanteras de
la gandola estallen. El vehículo comienza a zigzaguear de un
lado a otro. Las chispas del camino, producidas por los rines,
vuelan por los aires. Un pandemonio se adueña de la auto-
pista. Los prodigios piensan con rapidez en el siguiente plan.
—Okey, ahora necesito que saltes a la parte trasera —le
dice Gilberto con seguridad.
—No sé si pueda hacerlo. —Eliana comienza a dudar—.
¿Y si me caigo?
—No pasará nada. Confía en nosotros. Ninguno te deja-
ra caer.
Calma las ansias de Eliana al tocar sus rizos. Tras asentir,
Gilberto la ayuda a saltar al otro lado. Alcanza la parte de
atrás por poco. Queda guindando de un costado. Los pies
casi rozan el suelo. El corazón se le paraliza al igual que el
de sus compañeros.
—Esto tiene que ser una maldita broma. Aquí Halcón
Siete. Observo a una niña colgando del camión azul. Esto es
increíble. —La emoción del piloto del helicóptero se puede
sentir en su habla. Su acompañante no puede creer lo que
están presenciando. Castillo (frustrado por demás) le pide
al conductor de la patrulla que conduzca más aprisa. Elia-
na comienza a gritar, desesperada por subir. Gilberto da un
poderoso salto y llega al otro lado. Socorre a la pequeña.
Eliana lo aprieta con fuerza y no quiere soltarlo.
—Tranquila —la abraza mientras recupera el aliento—,
ya está bien, ya pasó todo. —Gilberto observa cómo la
gandola sin cauchos pierde el control y se estrella contra el
muro de contención de la autopista.

206
Babrusa sigue adelante. El conductor no muestra clemen-
cia con los autos que transitan por la autopista. Los arrolla
a un costado. El conductor del volquete sigue detrás de él.
No le pierde el rastro. Estando los cuatro prodigios en la
misma cabina, se acercan a toda velocidad hacia el objetivo.
—¿Se han dado cuenta de la estupidez que estamos hacien-
do? Jamás creí que haría esto en mi vida. —César se nota
incrédulo al igual que el resto.
—Ve acostumbrándote, porque este será nuestro traba-
jo a partir de ahora. Pónganse los cinturones. —responde
Gilberto, bastante confiado.
—¿Cuánto falta para que los alcancemos? —Victoria no
logra ver con claridad.
—Allí están —señala Eliana con su brazo derecho—.
Babrusa está delante de ese camión azul. —Siente un gran
dolor en todo su cuerpo debido al impacto del salto.
El conductor del volquete distingue en el retrovisor a sus
perseguidores. Se restriega los ojos con sus manos al tratar de
comprender lo que sucede. Ver una gandola conducida por
niños. Eso es algo que nunca en su vida ha visto. Sin embar-
go, no permite que se le acerquen. Gilberto le pide a Cesar
que lo ayude a llegar al camión. Antes de salir de la cabina,
Eliana le desea buena suerte. El muchacho se lo agradece;
con mucho cuidado se guinda de la puerta. A pocos centíme-
tros del volquete, él cierra los ojos. Toma aire y con todo el
coraje se impulsa hasta el vehículo. Se sujeta con las manos.
Le implora a su cuerpo resistir la tensión. Poco a poco logra
subir. Se llena de tierra al caer dentro del volquete.
El copiloto hala la palanca. La carga trasera comienza
a inclinarse. Cesar, Victoria y Eliana se aterran al verlo.
Gilberto camina rápidamente hasta llegar a la parte supe-
rior de la caja de carga. Se aferra con fuerza. En ese instante,
el joven voltea y observa que los escombros caen por toda

207
la autopista. Cesar mueve el volante demasiado rápido y el
vehículo se vuelca bruscamente.
—Halcón Siete, aquí habla el oficial Castillo: díganme
qué está pasando.
—No me lo podrá creer. El camión volquete dejó caer
toneladas de escombros por toda la autopista. El vehículo
donde iban los niños acaba de volcarse —responde el pilo-
to. No quiere pensar en el peor de los casos, aunque, la sola
idea de pensarlo lo carcome. Gustavo permanece conge-
lado (sostiene la radio con fuerza, la aprieta de tal manera
que se lastima a si mismo). Olivero yace perplejo. Ambos
esperan lo peor.
Solo quedan dos camiones adelante. Gilberto es el único
que puede detenerlos. Las patrullas de la S.S.P.C. dejan las
marcas de caucho en la autopista. Frenan bruscamente. Los
escombros regados por la autopista bloquean el paso. No
pueden seguir adelante. En ese instante, una voz melodiosa se
escucha en la mente del prodigio. Es Victoria quien le habla.
—No te preocupes por nosotros. Estamos bien. Ahora
ve por ese malnacido.
Cesar suelta una carcajada al escuchar a su amiga usar
lenguaje soez. El muchacho tiene toda la frente ensangren-
tada. Eliana se sostiene el brazo. Se siente muy adolorida al
salir de la cabina. Victoria tiene una herida en la pierna dere-
cha, pero se aboca en auxiliar a sus compañeros. Con la tran-
quilidad de conocer el estado de sus compañeros, Gilberto
decide tomar el asunto en sus manos. Salta con agilidad hasta
el techo de la cabina. Explota el vidrio del parabrisas. Duer-
me a los tripulantes y sujeta el volante.
—¿Qué carajos hace un niño de doce años conduciendo
el camión que nos custodia? ¿Dónde están los demás? —le
pregunta a su piloto. Babrusa no puede creer lo que ve. Su
rostro demacrado demuestra escepticismo.

208
—No lo sé, jefe. No tengo la menor idea de cómo pudo
llegar ahí.
Gilberto decide hacerles una advertencia. Transmite su
mensaje como mejor lo sabe hacer. A través de su mente.
Soy Gilberto Peña, miembro de la S.S.P.C. Les ordeno
que se detengan ahora y se entreguen a la justicia. Si no lo
hacen, sufrirán las consecuencias.
Las amenazas del joven no causan respuesta alguna. Sin
importar que un niño les hable dentro de sus mentes, siguen
con el plan. Babrusa se mueve hasta los asientos de la parte
de atrás —le cuesta un poco debido a su obesa figura—.
Abre un compartimiento secreto y saca una metralleta. Tira
los cartuchos al suelo y recarga el arma.
—Vamos a ver qué tan poderoso eres, maldito fenómeno.
Babrusa destruye la ventana posterior. Golpea los peda-
zos que quedan colgando y despeja el lugar para apuntar
mejor. Lanza un poderoso alarido y dispara a mansalva. Las
municiones se le acaban. No logra siquiera darle al prodi-
gio. Un campo de fuerza invisible lo protege. Gilberto pisa
a fondo el acelerador. Babrusa regresa al compartimiento
secreto. Saca una bazuca de tamaño discreto. Los ojos ner­
viosos de Gilberto se ven a leguas. Babrusa dispara. El tiem-
po se ralentiza y el prodigio toma ventaja de su intuición. A
pocos centímetros de la cabina, logra esquivarlo.
—¿Por qué no simplemente los desmayas? —pregunta
Victoria a su amigo.
—No es un buen momento para charlar contigo ahora.
—Leer tu mente no tiene sentido. Si haces que se duerman
será más fácil atraparlos. Así como hablas conmigo, puedes
hacer que se detengan.
—Ahora que lo pienso… Tengo una mejor idea.
Gilberto reduce la velocidad del camión. Se aleja de ellos
lo suficiente. Babrusa se siente muy agotado tras destruir

209
la autopista. Se le acaban los cohetes. Justo antes de regre-
sar a su asiento, observa cómo el niño se guinda de la puer-
ta del vehículo. Gilberto conduce el camión con su mente
al mismo tiempo. Alza la mano y señala su objetivo. Un
campo de fuerza invisible toma forma frente al camión de
Babrusa. El piloto ignora la barrera que yace frente a él. En
ese momento, Gilberto salta del camión. Segundos antes de
caer al suelo, crea una onda expansiva para aliviar la caída.
—Niño estúpido. —Babrusa celebra su victoria—. Se
lanzó del camión sin razón.
—Jefe —responde su piloto con la voz quebrada—, ¿acaso
ve lo mismo que yo?
—Pero que mier… —Babrusa no logra terminar su oración
cuando el vehículo impacta con brutalidad contra la barre-
ra invisible. Si el golpe no fue suficiente para detenerlo, el
camión (pilotado de forma remota por el prodigio) acelera a
fondo e impacta por la parte trasera del tándem. Pedazos de
metal y caucho vuelan por los aires. Una humareda negra sale
expedida por el capó del vehículo. Destrozado en su totalidad.
—Aquí Halcón Siete. El camión acaba de colisionar, repi-
to, el camión acaba de colisionar. El sospechoso sigue en el
vehículo. No hay señales de movimiento. —De inmedia-
to gira la cabeza en búsqueda del prodigio—: ¡Alla está! El
niño sigue con vida.
Mientras esperan la ambulancia, el oficial Olivero y otros
dos de sus subordinados le brindan primeros auxilios a Victo-
ria, Eliana y Cesar. Muy cerca de donde se encuentran, un
grupo de obreros detienen sus labores. Se apersonan con sus
palas y despejan los escombros del camino. Las patrullas se
abren paso. Conducen rápidamente al lugar donde se encuen-
tra el camión colisionado.
Gilberto llega corriendo hasta el lugar. Se sostiene el hom­
bro izquierdo. Trata de aplacar el dolor que siente. Camina

210
con cuidado cuando se acerca al camión. El conductor está
inconsciente (ha sobrevivido gracias al cinturón que cargaba
puesto, aunque los vidrios incrustados en su frente dicen lo
contrario). Gilberto camina al otro lado y observa a Babru-
sa. Sigue con vida. El hombre recupera la conciencia. Suel-
ta un horrible quejido, casi parecido al de un jabalí a punto
de morir. Sin importar que su cuerpo esté magullado, logra
respirar lo suficiente como para dirigirle la palabra.
—¿Cómo es posible? ¿Por qué sigo con vida? —mascu-
lla. Un hilo de sangre le cuelga de la boca. Su respiración se
le hace muy pesada y cuesta entenderle.
—Quiero que vivas lo suficiente para que puedas pagar
por todos tus crímenes. Por lo que hiciste. Esa es la razón
por la que te dejé vivir, grandísimo cobarde. —Gilberto no
oculta su odio hacia el sujeto.
—¿A qué demonios te refieres? Yo ni siquiera te conozco.
—Tú eres el responsable por la muerte de mis profesores.
Del incendio que provocaste en la mansión Nova Familia.
—¿Nueva Familia? Que yo sepa esa mansión siempre se
llamó Generalista Fuenmayor. Años atrás intenté comprarla,
pero me retracté. ¿Quién querría vivir en esa pocilga colo-
nial? —Babrusa no mide sus palabras. Se ríe a carcajadas. Lo
hace con tanta fuerza que empieza a toser—. Decidí inver-
tí mi dinero en un negocio más lucrativo. Lástima que mis
hombres no dieron la talla. Tú, por otro lado, serías una muy
buena adquisición a mis filas.
A Gilberto no le causa gracia su descarada oferta. Mantie-
ne al sujeto despierto. Lo suficiente para que pueda escuchar
la razón por la cual atacó a sus amigos y profesores.
—Deja de reírte y respóndeme: ¿fuiste tú quien lo hizo?
—Si te refieres al causante de dicho ataque a la mansión,
pues sí. Yo soy el responsable y no me arrepiento de nada.
Enfurecido ante su indiferencia, el joven desprende la

211
puerta del camión. Lo expulsa abruptamente. Lo golpea
contra el suelo sin importarle que sangre más.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué los mataste?
—Yo no maté a nadie, fueron mis hombres. Yo solo
quería ver arder esa maldita casa. Y tenía mis razones para
hacerlo.
—¡Mentiroso de mierda! ¡Di la verdad!
Las patrullas de la S.S.P.C. se acercan. Gilberto no quiere
terminar con el interrogatorio hasta saber la verdad. Babrusa
se arrastra por el piso. Su respuesta es casi inaudible.
—Piensas que eres parte de un sistema perfecto, pero
te equivocas. Eres tan pequeño e inocente que todavía no
logras verlo. Se hacen llamar protectores pero son la misma
basura con un nombre distinto. Piénsalo bien, muchacho.
—Babrusa lo sujeta de las piernas—. Tarde o temprano te
darás cuenta de que no existe manera de restaurar este país.
—Babrusa, poco a poco, se levanta. Los brazos se sujetan
del chaleco del muchacho—. Este régimen lleva años en el
poder y nadie ha hecho nada al respecto. ¿Sabes por qué?
Porque a nadie que nace en las tinieblas le importa surgir
de ellas. Ahora te pregunto, ¿quién es más culpable? ¿Los
criminales que cometen delitos o la indiferencia de las perso-
nas que se lo permiten?
Los vehículos llegan al sitio. Varios policías se apersonan
para arrestar al conductor y a Babrusa. Una de las patrullas
se detiene muy cerca de Gilberto. Se bajan cuatro perso-
nas —entre ellos Gustavo—. El oficial le ordena al prodi-
gio entrar en la patrulla. Por muy extraño que le parezca,
Gilberto no replica esta vez. Obedece y entra en silencio al
vehículo. Gustavo se acerca al jefe criminal. Le es imposible
contener la alegría.
—Por fin te tengo, grandísimo bastardo. —Castillo lo
obliga a ponerse de pie mientras lo esposa—. Ahora piensa

212
que en la cárcel la pasarás de maravilla. Vivirás en la peni-
tenciaría por el resto de tu miserable existencia. Sin costo
alguno.
—No pensarás también tomarte el crédito de esto. Fue el
carajito ese quien me atrapó, tú no hiciste un carajo —respon-
de Babrusa, haciendo muecas con la boca.
—Entra a la patrulla, asqueroso cerdo. —Castillo lo escol-
ta a la patrulla. Antes de perderlo la vista, Babrusa le grita a
Gilberto.
—¡Escúchame, muchacho!, ¡Si eres tan inteligente, espe-
ro que algún día te des cuenta de que solo eres parte de una
gran mentira! —Babrusa sigue hablando, aunque forcejea
con los otros policías que intentan apresarlo—. Castillo. Te
juro que tú y tu familia de fenómenos lo pagarán. Tienes una
deuda conmigo. ¡Aun me debes y tienes que pagar!
Uno de los policías lo golpea en la cabeza. Se necesitan
tres personas para obligarlo a entrar a la patrulla. La perse-
cución ha llegado a su fin. El helicóptero se retira del sitio
(quienes están dentro permanecen incrédulos ante lo ocurri-
do). La serie de eventos ocurridos en la autopista sin duda
alguna darán de qué hablar. Las patrullas se retiran del lugar
con rapidez. Todo el ajetreo ha hecho que los pensamientos
del joven se entremezclen. Una sensación nueva llega a su
conciencia y las palabras del criminal resuenan en su mente
desde ese momento hasta llegar a la base.
—¿Quién es más culpable? ¿Los criminales que cometen
delitos o la indiferencia de las personas que se lo permiten?
—Gilberto permanece pensativo por horas.
CAPÍTULO XVIII
EL FENÓMENO PRODIGIO

Las patrullas arriban a la sede de la JSJ. Gustavo Castillo


escolta personalmente a los prodigios —en compañía de los
oficiales Olivero y Herrera—. Caminan por un pasillo custo-
diado por dos guardias que los dejan pasar. Llegan a plan-
ta baja frente a los ascensores. En el edificio solo funcionan
dos. Se colocan frente al tercero —el que se supone que está
averiado pero en sí es la entrada al cuartel subterráneo—.
Castillo y el oficial Herrera introducen una llave en un com­­
partimiento escondido. Giran la llave al mismo tiempo. Las
puertas se abren y el pequeño grupo ingresa al elevador.
—No tienen idea de las consecuencias que nos han traí-
do a todos —Gustavo impropera—. Las palabras de la fiscal
general no serán suficientes para callar a la prensa. Ocul-
tar el espectáculo que formaron en la autopista nos saldrá
muy caro.
Los prodigios entienden la gravedad del asunto. Más que
golpeados, se sienten culpables por el accidente. Cuando las
puertas del elevador se abren, una gran multitud los recibe
con aplausos y gritos de celebración. Los oficiales no entien-
den lo que ocurre. Los prodigios se sienten como celebrida-
des. Uno de los funcionarios de investigación se les acerca y

215
los felicita por haber ayudado en la captura del jefe criminal.
Sus compañeros prodigios van a saludarlos. Todos conten-
tos por verlos nuevamente, a salvo. En ese instante, Gusta-
vo les dirige la palabra.
—Sí. Atraparon a Babrusa, ¿pero a qué costo? ¿Expo-
nernos a la luz pública? La autopista está vuelta un caos.
Tengo que responder al alcalde y al gobernador por estas
acciones. Todo el mundo está hablando de los niños super-
dotados. ¿Nadie tiene la mínima idea de las consecuencias
que esto puede traer? —Castillo clava una mirada inquisi-
dora a todo aquel que lo oye—. Nos afectará a todos, en
especial a ellos.
Gustavo observa la sala con un ambiente de pesadumbre.
Los hombres y mujeres regresan a sus puestos de trabajo.
Antes de dar un paso dentro del salón prodigio. La primera
persona que se le coloca al frente apenas cruza las puertas
es la profesora Carla.
—No me sorprende. Realmente no me sorprende lo que
ocurrió hoy. ¿Te das cuenta del error que cometiste al invo-
lucrarlos en un asunto como este?
—Ellos tenían órdenes y las desobedecieron.
—Ahora quieres lavarte las manos y quitarte la respon-
sabilidad. Qué maravilla —Carla frunce el ceño y coloca los
puños en la cadera—, pues déjame decirte algo «oficial en
jefe Castillo». La próxima vez que uno de mis niños regrese
lastimado, te prometo que yo te romperé un brazo.
—Esas son palabras muy fuertes para venir de usted,
señora.
Carla le da una cachetada que le voltea el rostro. Gustavo
sostiene la sonrojada mejilla. Antes que la escena se ponga
más intensa, el maltratado Gilberto interviene.
—Profesora. Por favor. Ya basta de peleas.
—Recoja sus cosas, señora Rodríguez —Castillo le habla

216
sin ocultar su desprecio hacia ella—, sus servicios ya no son
requeridos. Está despedida.
Los prodigios permanecen a su lado. Se niegan a aceptar
la decisión de Castillo. En cambio, la profesora les hace una
aclaratoria a los involucrados de la redada.
—Tienen que entender: por mucho que los defienda, uste-
des tienen parte de la responsabilidad por lo ocurrido. Si se
les dijo al principio que no podían desobedecer a sus supe-
riores, ¿por qué lo hicieron?
—Profesora, si no hubiéramos actuado ese criminal y sus
hombres habrían escapado, no podía permitir que eso pasa-
ra —responde Cesar. Se muestra a la defensiva.
—¿Arriesgando tu vida? ¿Y la de tus compañeros?
—Profesora —Gilberto da un paso al frente—, todos nos
responsabilizamos por lo que hicimos. Si hay algo que poda-
mos hacer para remediarlo, solo díganos que hacer.
—Usen el sentido común y no vuelvan a involucrarse
como lo hicieron hoy.
La profesora le pide a Cesar, Gilberto, Victoria y a Eliana
que se dirijan de inmediato con el médico de la base. Ellos
—como adolescentes rebeldes— se rehúsan.
—No todos sanamos tan rápido como ustedes, mu­­­
chachos.
Carla se retira de la sala, no sin antes acompañarlos hasta
llegar con el médico. Mientras tanto, se realiza una reunión
improvisada en la oficina de Gustavo. Acompañado con los
oficiales de los escuadrones, Olivero y Herrera. El doctor
Acosta, la señora Villanueva y el capitán Rodríguez también
se apersonan a su oficina.
—Me parece increíble la manera en que ustedes reac-
cionan sobre todo esto. ¿Ahora aplauden la intervención
de los niños? —a Gustavo le parece inaudito la actitud de
todos.

217
—Aunque reconocemos que la participación de los pro­
digios fue poco convencional, tienes que admitir que los
muchachos hicieron un buen trabajo —responde el capitán
Rodríguez. Lo dice con un tono jocoso, pero a Gustavo no
le causa gracia. Olivero también quiere dar su punto de vista
de lo ocurrido.
—Con todo respeto, capitán. Nuestro trabajo ha sido
impecable durante los últimos meses. Hoy se quebrantó el
código con la intervención presencial de ellos.
—¿Y cuál es ese código, oficial Olivero? —pregunta la
señora Villanueva.
—Jamás exponernos —Castillo se adelanta a la respues-
ta de su homólogo.
—Reconozco tu manera de pensar —repone el doctor
mientras acomoda sus lentes—, pero estás subestimando las
posibilidades de los prodigios, ¿Por algo los entrenamos?
¿No es cierto?
—¿Subestimar? —pregunta el oficial. Se jala el flequillo
que le cuelga de la frente—. ¿Crees que los subestimo? —se
levanta Castillo de su cómoda silla y golpea el escritorio—.
¡Ellos destruyeron tres camiones! ¡La autopista regional
hecha trizas! Imagínate de lo que serían capaces de hacer si
no los controlamos.
—Cálmese, oficial Castillo —responde Villanueva, mien-
tras le pide al hombre paciencia y decoro—, tenemos a
Babrusa y a sus hombres. Herrera permanecerá a cargo del
allanamiento de las propiedades. Decomisaremos todos los
químicos de contrabando. Yo me encargare de tratar con la
prensa. Usted recupere el control de su equipo.
La señora Villanueva se despide del grupo. El capitán
Rodríguez le abre la puerta y también se retira, no sin antes
hacerle una pregunta a Gustavo:
—Oficial Castillo, ¿quién lo autorizó a despedir a la pro­

218
fesora? Esa decisión le corresponde al Departamento de
Pedagogía. No a usted.
—Su comportamiento ha sido inaceptable estos últimos
días, capitán.
—El trabajo de la profesora ha sido de vital importancia
para nuestra organización. Y usted lo sabe, oficial —contesta
el capitán. Se da cuenta de la grima que se tienen.
—¿Supongo que son parientes para tenerle tanta estima?
—Conozco sus aportes al sistema educativo desde hace
años; que tengamos el mismo apellido es mera coincidencia.
Y si de verdad posee una pizca de respeto, oficial, sepa que
esa no es la manera de hablarle a un excapitán del ejército.
Todos en la oficina se retiran, a excepción de Francis-
co. Se sienta en una silla para calmar sus ansias. A pesar del
agotamiento que trae consigo, Gustavo lo escucha.
—Castillo, opino igual que tú. Los muchachos deben
per­­­­­manecer encubierto si trabajan contigo. Les hace falta
disciplina, lo sé. Pero si trabajamos arduamente —juntos—
podremos lograrlo. Y estoy seguro de que ellos te lo agra-
decerán.
—Si estás tan seguro de lo que dices, Francisco, explíca-
me por qué los muchachos decidieron romper tus reglas.
—Gustavo se reclina en la silla a la espera de su respuesta.
—Si te refieres a la persona que se lanzó voluntariamen-
te del camión, fue por decisión propia. ¡El tipo se suicidó!
Cesar no me mentiría.
—¿Y los criminales que hirieron? ¿Acaso eso no cuenta?
—Cuando me refería a que no usaran sus poderes para
lastimar a alguien, me refería a no matar, ¿entiendes? —suel-
ta una risa difícil de ocultar. Gustavo siente que se está excu-
sando—. Que se tomaran la libertad de hacer justicia por
su cuenta podría caer en la definición de insubordinación.
Aunque —hace una pausa y levanta la mirada a su amigo.

219
Francisco no miente— fuiste tú quien les dijo que Babru-
sa fue el responsable de la tragedia en Nova Familia. —Los
dos permanecen en silencio. Al ver que la conversación ya
no tiene lugar, el doctor Francisco se retira de la oficina.
Le pide a Gustavo que tenga paciencia con los muchachos,
promete que no cometerán más errores.

Entretanto, en la sala de prensa de la JSJ, la señora Villanue-


va se dirige a la ciudadanía para aclarar ciertos puntos sobre
la persecución de hoy. Uno de los reporteros interrumpe a
la fiscal.
—Muchas personas y testigos aseguran que un grupo de
niños intervinieron en la persecución, ¿qué opina acerca de
esto?
—Estoy segura de que son rumores sin sentido y sin base.
—Villanueva suelta una mirada absorta a la cámara y a los
reporteros—. De ninguna manera se puede creer que unos
niños puedan interferir en las operaciones de la policía nacio-
nal. Sería algo muy insensato y poco creíble, ¿no? —Villa-
nueva intenta recuperar el liderazgo de la rueda de prensa.
Sin embargo, las preguntas siguen apareciendo. Los flashes
la dejan ciega por instantes. Su equipo la ayuda a abando-
nar la sala. Las personas no le dejan espacio para caminar.
De repente, los reporteros se dispersan del lugar como si
nada hubiera pasado. Villanueva se muestra confundida por
lo que sucede. Al mismo tiempo, los prodigios observan la
transmisión desde la sala. Julia le sonríe al televisor, con los
dedos anular y medio en su sien. Francisco y Carla se ríen
entre dientes.
—¿Qué les dije de usar sus poderes en beneficio propio?
—reclama el doctor.
—No lo hice —responde Julia con atención—, solo ayudé

220
a la señora Villanueva para que saliera de la sala. Aparté a los
reporteros chismosos de su camino.
Francisco admite no haberse explicado muy bien con res­­
pecto a las reglas inexorables. Suelta un largo suspiro cansa-
do. Se sienta en la silla más próxima a su posición. El resto
de los prodigios guardan silencio.
—Muchachos, sé que el día de hoy fue muy agotador.
—Somos prodigios. Los días normales ya no existen
—comenta Christopher con voz chillona. Ayuda a que el
resto del grupo libere un poco de tensión.
—Cuando les mencioné acerca de las reglas, no me refe-
ría a ellas como una norma. Sino como una guía. Estar en
su posición no es nada sencillo. En sus hombros llevan una
importante carga. La responsabilidad que conlleva ser un
prodigio no es fácil.
El doctor Francisco se expresa parsimoniosamente. Los
muchachos comprenden que, obedecer las reglas es seguir
el camino de lo correcto sin perjudicar a otros.
—Ahora, vamos a trabajar todos juntos. No se trata de
demostrar quién tiene más razón, quién tiene la mejor idea.
Se trata de trabajar como un equipo, con un solo fin. Lo que
pasó, pasó. Para la próxima lo haremos cien veces mejor.
Pero, si nadie pone de su parte para cambiar, perderemos la
voluntad de hacer lo correcto.
Son palabras muy sabias. Tan sabias que Miguel lo inter-
preta distinto. Esa pequeña idea que lentamente se transfor-
ma en una razón para pelear.
—La única manera de hacerlo bien es trabajando juntos
—una epifanía expresada en palabras sale por la boca del
joven prodigio—. Es como usted dice, doctor: si no hace-
mos lo correcto, perderemos la voluntad; sin ella seremos
como la hoja caída a merced del viento, un pez que nada
contra la corriente. —Miguel se da la vuelta para tener una

221
vista más amplia del lugar. Observa a sus compañeros con
esperanza—. Yo diría que es la definición de nuestra fuerza,
profesor. La voluntad de permanecer unidos. La voluntad
de proteger lo que amamos. —El joven voltea y observa a su
hermano conmovido—. Es la voluntad que nos da fuerzas.
—Que la voluntad nos dé fuerzas —responde Gabriel
en voz baja.
—Qué hermosas palabras has dicho, Miguel. Bellísimas.
La profesora Carla se emociona lo suficiente para agra-
decer ese último momento en compañía con los prodigios.
Francisco le da una sorpresa al revelar que su cargo como
institutriz permanece intacta. En ese momento tan emoti-
vo, los prodigios dan muestra de su afecto y se dan un abra-
zo grupal.
Pasan los días y las operaciones de la S.S.P.C. le hacen
justicia a su nombre. La protección ciudadana se lleva a un
nivel más secreto. Los prodigios fueron asignados a tres equi-
pos estratégicos. El Grupo de Observación e Inteligencia
Criminalística —GOIC— trabaja de la mano con el perso-
nal de la base. Atienden los reclamos de la ciudadanía y se
anticipan ante cualquier intento de robo, secuestro y asesi-
nato. Este equipo está integrado por Rafael, Eliana, Laura,
Estefanía, Christopher y Miguel.
El Departamento de Investigación Científica y Experi-
mental —bautizada por el doctor Francisco como DICE—
trabaja de la mano con el equipo forense. Como los índices
de criminalidad se han ido reduciendo en los últimos meses,
el departamento se ha diversificado. Los prodigios han
creado equipos electrónicos y dispositivos de alta calidad.
Instrumentos que ayudan a los oficiales en la captura de
criminales. Conformada por Patricia, Julia, Victoria, Cesar
y Claudia.
El Cuerpo policíaco está conformado por los patrulle-

222
ros y servicio de vigilancia. Grupo de inteligencia. Equipo
aéreo y terrestre. Sin embargo, donde más intervienen los
prodigios es en el equipo de operaciones especiales. Caro-
lina, Carlos, Gilberto, Gabriel y Sebastián son los que más
han participado en el trabajo de campo. Con la información
suministrada por el GOIC y apoyados por el equipo de alta
tecnología del DICE, su trabajo se ha incrementado en los
últimos días. Ciudad Esperanza no se ha sentido tan segura
en mucho tiempo. No solo en la capital, sino en toda Nueva
República. Los criminales y delincuentes ya no tienen el
control que solían tener.

Un grupo policiaco se apersona a un bar a pasadas horas de


la noche. Los implicados iniciaron una revuelta. La pelea se
convirtió en tiroteo, por suerte no hubo muertos. La patrulla
más cercana era la de Gabriel, quien se encuentra en compa-
ñía con otros cuatro oficiales.
—Gabriel, quédate adentro. Te llamare si te necesito.
El oficial de policía se baja del vehículo. Gabriel asoma la
vista por la ventana y observa lo que ocurre. El personal no
es suficiente para la cantidad de personas que intentan arres-
tar. El oficial regresa. Lleva esposado a un joven —no debe
tener más de dieciocho años—, su físico es bastante deplo-
rable. Tiene demasiados tatuajes en los brazos. El oficial
le abre la puerta y lo obliga a sentarse en la parte de atrás.
Gabriel lee su mente y averigua parte de su vida. En ese
instante, el joven lo mira de vuelta, como si sintiera que algo
está entrando en su cabeza. Para ser alguien que está muy
drogado, es bastante suspicaz.
—¿Qué rayos estás haciendo? —pregunta el joven es­­­
posado.
—Nada, solo te estoy viendo. Se nota que estuviste en

223
la cárcel. Por eso tienes esos tatuajes en los brazos. Te los
hiciste mientras estabas preso.
—¿Acaso eres un espía? ¿Cómo rayos sabes tanto de mí?
—Solo lo supuse. Aunque tu olor a cocaína te delató.
—Admito que no soy un hijo ejemplar. Así me hizo la
calle.
—¿Tienes familia? —Gabriel solo quiere mantener la con­­­­­
versación.
—Yo tenía familia. Nunca conocí a mi padre —el joven
deja caer su cabeza en el vidrio de la puerta—. Era un maldi-
to alcohólico. Eso fue lo único que supe de él. Vivía con mi
madre, pero un día decidí irme. ¿Para qué me preguntas
tanto? ¿Eres un minipolicía o algo así, trabajas con estos
imbéciles?
—Si —responde el prodigio a secas—, trabajo con ellos.
De una manera distinta.
—¿Eres hijo del oficial de policía? ¿Te lleva a su trabajo?
—No, él no es mi padre. Solo trabajo con ellos. Eso es
todo.
El joven se le queda mirando —algo indiferente por las
palabras de Gabriel—, así que se atreve a decirle algo cerca
del oído. Invade su espacio personal.
—Estés o no estés trabajando con ellos, tú no deberías
estar aquí. Esta no es vida para un muchachito. Aunque te
cueste creerlo de un drogadicto, yo reflexiono a veces.
—Me imagino que reflexionas varias veces con metan-
fetaminas.
—Sé que eres uno de esos fenómenos —las palabras del
joven hacen que los vellos de sus brazos se ericen—, los que
han estado ayudando a los policías. Si, esos que leen mentes
y hacen cosas muy locas. No creas que nosotros los crimi-
nales somos imbéciles. Todos los barrios y jefes criminales
lo saben.

224
—¿De dónde sacas esa loca idea? —le pregunta Gabriel,
algo intrigado.
—El choque que hubo en la autopista meses atrás…
muchos rumoran que vieron niños en la persecución. Con
todo lo que sucede en este país de mierda, hasta las cosas
más estúpidas dejan de parecer increíbles.
—Puedes pensar lo que tú quieras, pero te equivocas.
—Gabriel se aparta de él.
—Claro que tengo razón. Te utilizan. Como un perro.
Obedeces las órdenes sin cuestionarlas. Si son tan poderosos
como dicen, ¿por qué no se gobiernan solos? Si yo tuviera
esos poderes, haría lo que me diera la gana.
—Yo no le pertenezco a nadie. Ni respondo por nadie.
—Ah… entonces no lo niegas. Si eres un prodigio.
A Gabriel se le ruborizan los cachetes. La rabia comien-
za a nublar su juicio.
—Escucha bien mis palabras —el delincuente le susurra
por última vez—. Nunca te dejes dominar o doblegar por
nadie. Menos si tienes el poder para evitarlo.
—¡Cierra la maldita boca! —Gabriel reacciona de forma
violenta y le da un puñetazo en la cara. Lo golpea tan fuerte,
que rompe el vidrio de la puerta con su cabeza.
—Gabriel, ¿por qué hiciste eso? —El oficial interviene—.
Tenía que interrogarlo.
—No me diga lo que tengo que hacer.
—¿Qué fue lo que me dijiste? —sus ojos denotan la sor­­
presa y la insubordinación del muchacho. Gabriel perma-
nece callado. Se arrima al asiento y se coloca del otro lado
de la puerta. Ha quedado afectado por las palabras del vaga-
bundo. A partir de ese momento, tan crudo y violento, se da
cuenta de la verdad. Sus poderes le pertenecen.
CAPÍTULO XIX
SUBREPTICIA TRAICIÓN

Gabriel pasa las siguientes noches en vela. Recostado sobre su


cama mirando el techo de la habitación. Pensativo. Recosta-
do en la esquina que escogió como su lugar favorito. Perma-
nece encerrado en cuatro paredes. Sin nada que hacer. A la
espera de una próxima incursión. Se convierte en una criatura
nocturna. Sus pensamientos no lo dejan dormir bien. Hace
guardia sin necesidad de que se lo pidan. Y así transcurre en
las últimas dos semanas.
El trasnocho comienza a pasarle factura. Le cuesta recu-
perar el sueño y no descansa lo suficiente. (El metabolismo
de un prodigio es cuatro veces más acelerado que el de un
niño normal. Por eso llevan una alimentación completa y
adecuada a sus requerimientos). Convertirse en un sonámbu-
lo a costa de sus pensamientos iracundos lo llena de rabia.
Una noche en particular, Gabriel no logra conciliar el sue­­
ño. Se acuesta sobre un hombro diferente cada media hora. El
resto de sus compañeros duermen plácidamente, con excep-
ción de uno: Carlos se mueve sospechosamente. Se cubre con
la sabana. Al darse cuenta de que ya no lo observa, Gabriel
sale de la habitación. Domina sus habilidades sin ningún
problema y camina entre las personas como si no existie-

227
ra. El personal de la base continúa con sus labores y el pro­
digio pasa desapercibido usando la técnica etérea (una que
el mismo ha desarrollado y que no le ha contado a nadie).
Como el aire que respira, se hace invisible frente al resto.
La base de la S.S.P.C. está integrada por cuatro pisos sub­­
terráneos. El pasillo que conduce a la GOIC se encuentra
en el primer piso. Justo al final, está la sala prodigio y a los
laterales están las habitaciones. El área del DICE está ubica-
do en el segundo piso. Los archivos y expedientes —tanto
físicos como digitalizados— se encuentran en el tercer piso.
El joven recorre por primera vez todos los pisos sin super-
visión. La curiosidad de los jóvenes siempre estará por enci-
ma de cualquier acto de sentido común —Gabriel lo sabe
muy bien—. Piensa dos veces antes de seguir adentrándose
en las instalaciones. El insomnio lo mantiene atento, pero
las palabras de aquel criminal resuenan en su cabeza y lo
mantienen despierto. Pasadas las horas de la madrugada,
Gustavo sale de su oficina. Igual de trasnochado con ojeras
pronunciadas. Gabriel modera su respiración mientras el
oficial camina hasta el ascensor. Un pensamiento estúpido
cruza por su cabeza y decide entrar a la oficina para aplacar
las ansias. Gabriel trata de hacer el menor ruido posible. Un
monitor permanece encendido. La imagen de un video en
pausa alumbra la pequeña oficina. Fisgonea las carpetas del
escritorio. Revisa cada gaveta. No encuentra nada sospecho-
so. Por accidente toca el teclado y reproduce el video. Baja
el volumen de inmediato. Asoma la cabeza por la puerta.
No hay nadie. Su angustia desaparece en el momento en que
deja fija la mirada en el monitor. Imágenes muy explicitas
se reflejan en el video. Sube un poco el volumen para escu-
char. Un reportero da su opinión sobre los últimos suce-
sos ocurridos en la capital y la crisis social reinante en toda
Nueva República.

228
—Supongamos que tenemos la siguiente situación: pri­­
mero, en un país donde los servicios básicos no sirven, donde
se cocina a leña y no a gas, donde no hay internet, porque las
redes de telecomunicación le pertenecen a los más acauda-
lados, donde no hay luz ni agua y, para colmo, le dices a la
población que todo está bien. ¿Es una broma? No solo gene-
ras desconfianza, sino una innumerable cantidad de ciuda-
danos que saldrán a las calles a protestar. Admítanlo. Las
políticas actuales de Michelena y su gabinete nos matarán
a todos antes que la inanición. Y ellos están en pleno cono-
cimiento, sin embargo, no piensan soltar a la burra, mucho
menos al mecate que la mantiene atada.
Por alguna razón aparente, las palabras del señor resue-
nan en la conciencia del prodigio. Gabriel sabe muy bien de
lo que está hablando. Su familia —al igual que el resto de la
sociedad— ha sufrido lo mismo durante años. El joven se
acerca lentamente al monitor. Quedó atrapado ante la labia
y la elocuencia del reportero. Pero son sus palabras las que
lo mantienen a la expectativa.
»Segundo: en un país donde tienes a la población a tu
merced, las familias se convierten en una bomba de tiempo
y la violencia intrafamiliar entra en escena. —Justo al escu-
char esa parte, Gabriel regresa al día en que sus padres discu-
tieron. El vivo recuerdo de ese momento lo hace sentir mal.
Aun así, oye detenidamente al reportero.
»Sin educación. Sin cultura. Sin un hogar cálido donde
inculquen los valores —al reportero se le acaban los dedos
de las manos de tanto contar—, esos niños, esos jóvenes que
hoy merman los barrios. Su primera opción para tener una
«vida digna» será entrar al mundo criminal. Vendes drogas o
te integras a una banda criminal. Punto. No hay más opcio-
nes. No hay trabajo digno. Eso es lo único que les queda a
esos pequeños.

229
Gabriel se ha concentrado demasiado en el video, que
olvida estar pendiente de Gustavo. El oficial sube nueva-
mente por el ascensor. Las puertas se abren y camina hacia
su oficina.
»Tercero, sin importar cuantos planes de seguridad ciu­
dadana haya propuesto Michelena, ninguno (hasta ahora) ha
dado resultado. Es casi imposible luchar contra una delin-
cuencia organizada. Ellos controlan las urbes más pobla-
das. Rescatar los territorios tomados por las bandas será
una tarea titánica para las fuerzas de seguridad —aquí es
cuando el reportero mira fijo a la cámara y gira los ojos—.
¿Y saben qué es lo peor de todo? Que esas mismas bandas
fueron fortalecidas por el mismo gobierno. Ellos pensaron
que podrían controlarlos, lo siento, no salió como esperába-
mos. ¿Será que nos pueden devolver las armas que les entre-
gamos y nos prometen portarse bien? ¡Estúpidos!
Gustavo sujeta la perilla de la puerta. Gabriel observa
como gira lentamente. Se oculta debajo del escritorio. No
deja de usar su técnica.
—Pensé que había apagado el monitor —responde de
forma retorica el oficial. Justo antes de presionar el botón
de apagado tanto el joven como Gustavo escuchan las pala-
bras finales del video.
«Los derechos humanos. La transparencia. La verdadera
justicia no parece importarle mucho a esta nueva organiza-
ción. O como dicen llamarse “sociedad”. El costo político
que no quiere llevarse el gobierno, se lo están llevando ellos
—el reportero estira su brazo y señala al vacío—. Es difícil
ignorar que el crimen organizado está en su mejor momento
y la S.S.P.C. solo quiere llevarse gran parte del pastel. Solo
Dios sabe cuándo terminará esto, pero algo es inevitable.
Una guerra civil está por venir. Eso ténganlo por seguro».
—Otro reportero que saldrá esta semana en los obitua-

230
rios —chasquea y niega con la cabeza mostrando su decep-
ción. Castillo apaga el monitor. Recoge algunos objetos de su
escritorio y sale nuevamente. El prodigio da un largo suspi-
ro. Tras tomarse unos segundos, decide ir tras él. Gabriel
llega al tercer piso. Visualiza a tres hombres uniformados
que permanecen sentados en la cabina de vigilancia. De pron-
to Gabriel se aparta para no chocar con Gustavo. El oficial
entra y charla con los vigilantes. Curioso por saber de lo que
hablan, el joven escucha la conversación.
—Buenas noches a todos, ¿ya prepararon el café? —Casti-
llo fraterniza con ellos—. ¿Cómo estás, Villegas, todo bien?
¿Cómo sigue tu hijo?
—Todo está bien, oficial Castillo, se está portando mejor.
—Excelente —agarra un pequeño vaso de plástico y se
sirve café de la jarra—. Mira, necesito decirte algo: ¿no tienes
problemas que conversemos afuera, verdad?
—Claro que no, oficial. Muchachos, espérenme aquí.
Regreso en un rato.
Gustavo sale de la cabina acompañado con Villegas. Obser-
van con sigilo al final del pasillo. No desean visitas inespe-
radas. Por desgracia para ellos, el secreto no quedará entre
ellos. Conversan en voz baja —casi inaudible—, pero no para
Gabriel, quien escucha todo.
—¿Cómo vas con lo del mapeo? —cuestiona Castillo
alzando las cejas.
—No he terminado, señor. Es muy difícil hacerlo solo.
—¿Y no has querido involucrar a los demás vigilantes?
—Tengo miedo de que me delaten con usted —repone
Villegas, apenado.
—Por favor, casi todo el departamento de policía viene
de fuera. Tengo unos cuantos del DICE y a muchos otros
funcionarios. Deja de preocuparte del resto y concéntrate en
el trabajo, lo necesito listo para mañana —Gustavo cambia

231
de tono y se ve mucho más serio. Termina de tomarse el
pequeño sorbo de café. Tira el vaso en la papelera.
—Lo lamento, oficial, pero necesito más tiempo.
—Tiempo no tendrá tu hijo cuando lo manden a la cárcel
si sigue con esa conducta. Tiempo no tendrás para librarte
de los que te quieren ver muerto —Castillo invade su espa-
cio personal y lo arrincona contra una pared— y no pienso
darte más tiempo del que te he dado. Necesito el mapeo para
mañana, ¿cómo lo harás? Me importa una mierda.
Aunque discuta en un tono bajo, se ve una expresión
amenazante en el rostro de Gustavo. Intenta hacer el menor
escándalo posible. La curiosidad obliga a Gabriel a acercar-
se. En ese momento, un vigilante entra a la sala y se tropieza
con él. Cae al suelo mientras los demás se le quedan vien-
do. Aterrado al ver cómo su reflejo se vuelve visible, huye
del lugar.
Cuando amanece, todos los prodigios son convocados a
una reunión. Ninguno de ellos ha desayunado. Lucen despei-
nados. Traen el pijama puesto todavía. Largos y profundos
bostezos se escuchan mientras se van sentando. Alterado
sin razón, el oficial Castillo entra a la sala prodigio. Lleva
un CD con él. Saca el disco de la funda y lo reproduce en el
televisor. El corazón de Gabriel acelera los latidos al reco-
nocer la imagen.
—Ayer a las tres y media de la madrugada, conversaba
con uno de los vigilantes del tercer piso. De repente, entra
un compañero y, por arte de magia, se tropieza de la nada
sin que tenga un objeto que entorpezca su andar. Si obser-
van bien, el señor se golpea con un objeto muy grande. Uno
tan grande que no se logra a ver.
Gustavo observa a los pequeños como buen inquisidor.
Guarda silencio a la espera de una respuesta. Nadie le contes-
ta. Gabriel se inmuta. Sentado al lado de su hermano menor,

232
permanece tranquilo. El momento se convierte en un inte-
rrogatorio brusco cuando Gustavo los intimida. Les toca el
hombro en forma déspota. A las niñas les habla en un tono
soez. Su actitud no va acorde con su cargo y Sebastián se lo
hace saber.
—Oficial Castillo, le voy a pedir que se calme —tranqui-
liza al oficial, pero no se deja intimidar por el—, la agresión
física está demás.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Te afecta que les apunte con el
dedo? Sé muy bien que cualquiera de ustedes pudo haber
sido, ¿ahora quieres defender al culpable?
—Yo no defiendo a nadie. Solo le pido respeto para mí
y mis compañeros.
—Tu tono me parece desafiante, Pérez —de pronto Cas­­
tillo comienza a perder la cordura—. Así no se le habla a un
oficial en jefe. Le queda muy grande la gracia.
—¡Es usted el que no se comporta a la altura, oficial Cas­
tillo! Deje de tratarnos como niños. —Sebastián le deja claro
quién es el agresor. Lo empuja para recuperar su espacio
personal—. Usted mismo lo dijo: somos adultos ahora. Si
no quiere arreglar este asunto con palabras, dígame cómo
piensa hacerlo.
Fue un golpe duro el que ha recibido. Castillo no se deja
amedrentar por el comentario. Segundos antes de respon-
der, Carlos se pone de pie.
—Oficial Castillo, yo sé quién estuvo en la sala de vigi-
lancia. Fue Gabriel. A esa hora todos estábamos durmiendo.
Y el único que no estaba en su cama era él.
—Mentiroso —impropera Gabriel—, no tienes ni una
maldita prueba.
Gabriel se molesta e intenta llegar a Carlos. El tamaño y
la fuerza de Gustavo es suficiente para detenerlo en el acto.
El oficial le clava un atisbo pulsante al muchacho.

233
—¿Tú fuiste quien estaba fisgoneando ayer? ¡Di la
verdad!
—¡No! —responde y se aparta de él—. Yo no estaba allí.
Ese vigilante pendejo se cayó solo, ¿ahora van a culparme a
mí porque no estaba en mi cama?
—Si no estabas en la habitación, ¿dónde estuviste
entonces?
Un duelo de miradas toma relevancia en la sala. Nadie
suelta un sonido o un simple quejido. De pronto, la concien-
cia del prodigio comienza hacer estragos. No quiere alargar
la absurda reunión. Sabe perfectamente que él fue el respon-
sable. Justo cuando estaba por admitirlo, la alarma de la base
suena por los altoparlantes. La fastidiosa sirena pone en aler-
ta a todo el personal.
«Atención. Atención. Esto no es un simulacro. Repito.
Esto no es un simulacro. Todo el personal diríjase de inme-
diato a la salida posterior de la JSJ. Escuadrón Y, despliégue-
se con urgencia al Banco Universal de Ciudad Esperanza.
Tenemos una situación de rehenes. Prodigios del equipo de
operaciones especiales, repórtense a la salida a la brevedad
posible».
Los jóvenes del equipo se retiran de inmediato de la sala.
Gabriel no logra dar un paso al frente cuando la mano de
Gustavo lo sujeta por el brazo.
—Tienes suerte, pequeño amigo. Te salvó la campana.
Él quita su mano y, con una sonrisa hipócrita en el rostro,
lo deja ir. Gabriel no quiere quedarse callado. Su abuso de
poder le corroe la poca tolerancia que le queda. Carolina
regresa a la sala y lo toma de la mano. Ambos se retiran. De
la manera más inesperada posible, un segundo llamado se
escucha en la base.
«Atención al personal. Atención al personal. Escuadrón
E, diríjase a la salida posterior de la JSJ. Despliéguense con

234
urgencia a la avenida Francisco Cáceres. Tenemos otra situa-
ción de rehenes en el Banco del Sur. Los prodigios en guardia,
procedan con el escuadrón a la salida de manera inmediata».
Patricia da vuelta a su cabeza en un giro de trescientos
sesenta grados. Los miembros del equipo especial se han ido.
Solo quedan los del DICE y los del GOIC.
—Oficial Castillo —se le acerca Patricia—, ¿tenemos que
ir nosotros, entonces?
—No tenemos opción —el rostro intrigado de Gustavo
no tiene nada que envidiarle a la incertidumbre del resto—.
¡Vamos! Para eso fueron entrenados. Ya saben qué hacer.
Obedezcan a sus oficiales y sigan sus órdenes. Por favor, no
destrocen nada.
Castillo va escogiendo uno por uno. La alarma sigue
sonando y el siguiente grupo sale corriendo con el otro equi-
po de operaciones especiales.
—Patricia. Victoria. Rafael. Estefanía. Julia y Cesar. Todos
diríjanse con el escuadrón E de inmediato. ¡Corran, que los
están esperando! —Castillo aplaude y ellos aceleran el paso.
—¿Y nos vamos a ir sin desayunar? Tiene que ser un
chiste —dice Cesar.
—No es momento de estar pensando en comida. Vámo-
nos —responde Rafael.
«Atención al personal. Atención al personal. Escuadrón
Kappa. Diríjase de inmediato a la salida correspondiente.
Tenemos una situación irregular en la avenida Francisco
Cáceres. Dos vehículos blindados fueron interceptados por
un grupo táctico criminal. Procedan con urgencia».
Un suceso sin precedentes ocurre en las narices de la
S.S.P.C. Al ver que no le queda más remedio, el oficial Casti-
llo les pide que lo acompañen. Los prodigios restantes se
preparan para salir al campo. Minutos después, se encuen-
tran en el estacionamiento. Con todo su equipo listo. Gusta-

235
vo les avisa a los muchachos sobre el plan a seguir. Un grupo
irá en una patrulla y el resto en otra. Castillo tomará otra
ruta en un vehículo aparte. Cuando el convoy se separa del
resto, el vehículo en donde se encuentra Gustavo se devuelve
a la base. Antes de llegar hace una llamada telefónica desde
su línea privada.
—Villegas, ¿está todo listo? Estoy regresando a la base.
—Listo, señor —contesta el vigilante, atento a las cámaras
de seguridad—. Hice lo posible por cumplirle. Solo dígame
cuándo activo el dispositivo.
—Solo espera mi señal.
El vehículo se acomoda en el estacionamiento. Una lluvia
de balas atraviesa parte de la puerta. Un equipo armado los
intercepta y los obliga a bajar. Los escoltas de Gustavo son
asesinados apenas se bajan del vehículo. Castillo presume
una tranquilidad inmutable. Permanece sentado sin hacer
nada. Llama nuevamente a Villegas.
—Listo, comienza con el plan.
Cuelga el teléfono y acompaña a los asaltantes a entrar al
estacionamiento. Seis vehículos más ingresan sin problema.
Mientras tanto, las computadoras de la base comienzan a
fallar repentinamente. La energía eléctrica se corta y el siste-
ma auxiliar no responde. La base se encuentra a oscuras. El
equipo comando se dispersa por todos los pisos. Gustavo
transita por los pasillos y se dirige al piso inferior. Aprove-
cha la distracción para conversar con su chivo expiatorio.
Felicita al hombre por su excepcional trabajo.
—Bien hecho. Ahora… dime cómo ingreso a la sala del
DICE.
—Desconecté todo el sistema operativo. Las alarmas,
las luces y las cámaras. Tendrá que ingresar manualmente,
¿trajo lo necesario?
—Claro que sí. Vine acompañado con mi equipo.

236
Haciendo alusión a los hombres que lo acompañan, suben
hasta el segundo piso. Se dividen por grupos y recorren toda
la base. Intimidan al personal de la base. Los policías que
se resisten son ejecutados. Cuando llegan al segundo piso,
nadie los molesta. El plan de Gustavo se cumple sin contra-
tiempos. Villegas se le acerca y le ofrece su ayuda.
—Dígame en que puedo ayudarle, oficial. ¿Qué busca?
—Toda persona en el mundo tiene una debilidad —Casti-
llo hurga por toda la habitación— y el doctor Francisco no
es la excepción. Es demasiado confiado. Tanto así que me
comentó sobre algo especial. Los prodigios son tan moralis-
tas que, en su sentimiento de culpa por leer los pensamientos
de sus profesores, fueron capaces de crear algo único. Un
artefacto que puede bloquear sus habilidades telepáticas, lo
que evita que cualquier prodigio pueda entrar en la mente de
las personas comunes. Cuando me la ponga, mis pensamien-
tos e ideas estarán a salvo. Nadie entrará a mi mente jamás.
—Señor, ¿está seguro de que funcionará? Es posible que
ya conozcan su plan.
Gustavo revisa por todos lados hasta que encuentra una
pequeña caja fuerte. Con la ayuda de sus hombres, la abre.
Con tan solo echarle un ojo por encima, sabe cuál es. Un
collar metálico que se asemeja al plástico. De esta cuelga una
tarjeta de color negro con bordes verdes que rodean las esqui-
nas. Castillo no pierde tiempo y de inmediato se la pone.
—¿Sabes por qué la mente de un prodigio no es omnipre-
sente? —el oficial pregunta de forma retórica. Villegas niega
con la cabeza y espera la respuesta—. Porque mientras más
distraída y ocupada esté su mente, menos atención prestará
a su entorno. Y son esos detalles, mi estimado amigo, donde
uno saca ventaja.
El oficial da la orden de retirada. Los hombres a su cargo
colocan explosivos alrededor de toda la habitación del DICE.

237
Los asaltantes salen de inmediato hasta el estacionamiento.
El tiempo fue preciso como para que el resto de las patru-
llas regresaran a la base. Cuando arriban tres patrullas de
operaciones especiales, no tardan en arremeter contra los
criminales. Las patrullas bloquean la salida. Gustavo no tiene
intenciones de rendirse tan fácilmente. Habla con Villegas
y le pide que restablezca el sistema después de accionar los
explosivos. El vigilante obedece y se retira. Estallan los inte-
riores del piso tres. Las llamas se extienden por los cables y
equipos electrónicos. El fuego se vuelve más volátil cuando
las llamas alcanzan los químicos de la sala. Villegas regresa a
la sala de vigilancia. Sus ojos se clavan en las pantallas. Veri-
fica que ninguna esté grabando ese momento. Ignora por
completo el hecho de la ausencia de sus compañeros. Son
los cuerpos de ellos los que están tirados en el piso a unos
cuantos pasos. Una figura surge de las sombras. Gustavo se
comunica con Villegas una vez más.
—¿Restableciste todo el sistema? ¿Por completo?
—Si. En unos segundos estará listo.
Las luces se encienden otra vez. Las computadoras arran-
can de nuevo. El fuego es controlado por el sistema contra
incendios —desactivado por los protocolos de Villegas—,
los disparos del estacionamiento se escuchan en el celular.
—Señor, ¿se encuentra bien? Ya reactivé el sistema como
dijo.
—Bien. Ahora date la vuelta para que recibas tu re­­com-
pensa.
Villegas no comprende las palabras de su jefe. Aun así,
se da la vuelta. La silueta de un hombre misterioso aparece.
Toma el rostro del vigilante con sus manos y gira su cabeza
bruscamente. Su cuello truena y cae acompañado por todo
el cuerpo hasta el suelo. Su mano suelta el celular. El hombre
se agacha lentamente y lo recoge.

238
—Gustavo. Ya está listo. Sin cabos sueltos.
—Excelente. Ahora baja para que me puedas sacar de
aquí.
Cuando llega al estacionamiento. El hombre corre y
lanza un dispositivo. Una luz roja titila por varios segun-
dos. Gustavo grita en voz alta un código especial. Todo
su equipo se coloca audífonos especiales. De repente, un
sonido muy agudo aturde a los oficiales de la S.S.P.C., uno
de ellos se monta en la unidad y conduce el vehículo hasta
chocar contra la pared. Aplasta el objeto de inmediato. Con
el espacio libre que dejó el hombre y viendo que su equipo
ha sido reducido a la mitad, Gustavo da la señal de retira-
da. Cubre su rostro con una capucha negra. Otra patrulla
baja por la rampa del estacionamiento. Sebastián aparece y
se baja de inmediato. Dispara al primer vehículo que se le
acerca. El carro acelera a gran velocidad. Una bala alcanza
el hombro izquierdo del conductor. El hombro derecho de
Gustavo corre con la misma suerte. Un policía corre hacia
Sebastián y lo aparta del camino. El carro que se dio a la
fuga no pudo arroyarlo. Otros dos vehículos abandonan
las inmediaciones de la JSJ. Se queja y maldice por la sangre
que le brota del hombro. Castillo se quita la máscara para
calmar la hemorragia. El conductor tiene la misma herida,
sin embargo, continúa manejando.
—No se preocupe, jefe. Esa herida sanará rápido —el
conductor trata de darle ánimos—, no es la primera vez que
me disparan. Ya me ha pasado antes.
—¿Y se supone que eso deba ser un consuelo para mí?
Sebastián se levanta del piso. Extiende su mano mientras
agarra la mano del policía.
—No tenía por qué preocuparse —repone Sebastián—,
lo tenía bajo control.
—A mi parecer, jovencito, estás equivocado. ¿Ahora qué?

239
Estos malditos escaparon, ¿cómo es posible que todo esto
sucediera en un día, bajo nuestras narices?
—Esto no fue improvisado —la intuición del prodigio se
refleja en sus ojos claros—; fue planificado desde hace mucho.
La situación de los bancos solo fue la carnada. El asalto a
nuestras instalaciones era el objetivo principal de quienes
nos querían afuera de la base. Una coartada para justificar
el asedio a nuestra base, pero qué estúpidos. —Sebastián se
culpa así mismo y al resto—. Como polillas a la llama. El deta-
lle que me intriga ahora es saber quién fue el responsable de
tan elaborado plan.
—¿Lograste identificar alguno de los criminales? —pre­
gunta el policía.
—Todos son delincuentes a sueldo que trabajaban para
Babrusa. Al parecer tienen un nuevo jefe. Lo que me pare-
ce extraño es que no pude identificar a uno de ellos. Era el
único que tenía su rostro cubierto. No sé cómo explicarlo
—arquea la ceja y se lleva la mano al mentón—, apenas lo
vi, sentí en su mirada que me conocía.
Castillo ingresa a un edificio que le pertenecía a Escro-
fano y ahora es de su propiedad. Llegan al estacionamien-
to —en el sótano, para ser exactos—. Allí, un grupo sube
a los apartamentos y otros se quedan acompañando al jefe.
—Imbécil —Gustavo señala a un hombre de forma male-
ducada—, sí, tú. Ven acá. Lleva esto al técnico —le entre-
ga una pequeña caja fuerte a uno de sus vasallos—. Él sabrá
qué hacer con esta información. Era de Villegas. Guárdenla
en un sitio seguro. Si se te llega a perder esa mierda, perde-
rás tu vida también.
CAPÍTULO XX
EL ASESINO DOBLE CARA

Los prodigios arriban a la base de la S.S.P.C. Un horri-


ble escalofrío les recorre la espina. Decepcionados. Sin
palabras. Observan el caos desatado en las instalaciones.
El sistema operativo fue pirateado. Cámaras de seguridad
chamuscadas. Un ataque ejecutado con malicia —y plani-
ficada con antelación para salir airosos—. Varios oficiales
caídos —muchos heridos—, equipos destruidos. Fue un
golpe duro para ellos. El oficial Gilberto Peña llega con
un grupo de funcionarios a observar lo ocurrido. Todo
el personal se avoca con la limpieza. Intentan recuperar
algunos equipos, a pesar de las condiciones en las que se
encuentran. Mientras se hace la requisa respectiva, una alti-
va Patricia zigzaguea por todo el lugar. Observa los rastros
dejados por los perpetradores.
—Explosivos, granadas, bengalas incendiarias. No deja-
ron nada al azar. Simplemente destruyeron todo sin que les
importara nada.
—Al parecer sí les importaba algo —sentencia Claudia,
hablando con la misma preocupación que su amiga. Se aleja
de los policías con diligencia, toma a Patricia por el brazo y
la lleva consigo para hablar en privado.

241
—Se llevaron la caja fuerte —le susurra al oído—, no está
por ningún lado.
—¿Estás segura? Tal vez esté calcinada.
—De ser así, el metal se hubiera derretido. Entiende,
Patricia. Nuestras creaciones más importantes estaban allí
adentro. El mapeo de sistema. El localizador global y…
—¡… el collar de asedio! —ataja Patricia, se ve muy cons-
ternada.
—La persona que posee nuestras creaciones, tendrá prác­­­­
ticamente un control absoluto sobre cualquier sistema electró-
nico de comunicación —redunda Claudia en la información
que su amiga ya conoce—. Alguien debió decirle.
—La persona que se lo llevó sabía lo que estaba buscan-
do. Desgraciadamente, si él o ella tiene puesto el collar, no
podremos localizarlo.
—Claudia —se acerca a su amiga agarra por los hom­
bros—, si nosotras éramos las únicas que conocíamos su
existencia, además del doctor Francisco, ¿quién pudo habér-
selo llevado? Trato de leer la mente del responsable, pero
me es inútil —Patricia se siente preocupada. Y con mucha
razón. Suelta un sollozo inaudible.
—No sigas intentándolo. Debe tener puesto el collar. Lo
único que podemos hacer es esperar que el doctor Francisco
regrese. Ahora concuerdo con Sebastián. El culpable viene
de adentro. Pronto descubriremos quién fue.
El piso superior está muy ajetreado. Los analistas luchan
para recuperar el sistema. Al ver que ninguna de sus acciones
hace efecto, Estefanía se coloca al frente de una computado-
ra. Christopher se sienta a su lado. Ambos unen esfuerzos
para reiniciar el sistema operativo.
—¿Qué intentas hacer? —pregunta el muchacho—.
Apagaron el sistema.
—Sé que esta máquina no es como el cerebro humano.

242
Pero se le parece mucho. Solo debo ubicar el origen del
problema, eliminarlo y reiniciarlo todo. —Estefanía usa la
computadora de una manera extraordinaria. Sus conocimien-
tos en la informática le ayudan a resolver el problema. De
inmediato, reinicia todo el sistema.
—Necesito que bajes hasta el cuarto de vigilancia. Busca
las últimas grabaciones que pudieron captar las cámaras. Yo
iré al cuarto de servidores a rastrear los archivos que fueron
extraídos.
En el instante que Christopher sale corriendo al tercer
piso, se tropieza sin querer con Gilberto. Se guarda la moles-
tia de reclamarle por la situación. Solo le dice que tenga más
cuidado. Gilberto continúa caminando hasta toparse acci-
dentalmente con su padre. Coloca ambos talones juntos. La
palma de la mano derecha se afinca en la frente.
—Descanse, cadete. Tiene permiso para abrazar a su
superior.
Padre e hijo se dan una muestra muy grande de afecto.
Los ojos de ambos se humedecen. —El primogénito trata
de no soltar una lágrima frente al resto de los oficiales que
lo acompañan—. Hace tiempo que no veía a su padre.
—¿Estás bien, hijo? Pudieron con los vándalos del banco.
—Sí. Actuamos a tiempo y nadie salió herido.
—Los perpetradores utilizaron las escaleras de la base
para poder movilizarse. A la vez que todo el sistema eléctri-
co no servía, inhabilitaron la red de respaldo ¿Qué lograste
averiguar con tus poderes? —pregunta sin quitarle la mira-
da llena de orgullo.
—Ninguno de nosotros pudo reconocer al jefe de la opera-
ción. Lo único que sabemos es que eran matones de Babrusa.
Huyeron al oeste, eso sí lo sé.
—Si conocen la ubicación, deberíamos organizarnos e
ir tras ellos. Puedes acompañarme con el escuadrón Zeta.

243
—Me gustaría —discierne con serenidad—, pero mis
compañeros me necesitan. Tenemos que recuperar la base
—le contesta a su padre, contento por su respuesta.
—Ese es mi hijo. Igual que su papá. Todo un luchador.
—Tanto luchar me cansa, papá. Abandonaría todo esto
con tal de tener un día contigo. A tu lado. Volver a ser una
familia normal. Como éramos antes.
—No podemos darnos ese lujo, cadete —su mirada cae
al mismo tiempo que las arrugas de su frente—, la situación
actual no da para eso. Lo importante es seguir juntos. Tú
sabes que nunca dejaré de ser tu padre, y tú nunca dejarás
de ser mi hijo.
—Comprendo que su trabajo es muy importante, oficial
—levanta la mirada con un ligero toque de reconcomio en
los ojos—, pero debería saber que a ningún hijo le gustaría
estar en segundo lugar. Es una lástima que el trabajo sea la
prioridad más importante.
El oficial Peña entiende las palabras de su hijo. Nunca le
ha sido fácil demostrar sus emociones con él. Es muy terco.
La única solución que ilumina su cabeza es que, mientras
más se aleje de su hijo, más estará a salvo.
—Gilberto —se acerca a él, arrimándolo con el brazo—,
tienes que entender una cosa sobre los policías. Nosotros no
somos enemigos. Trabajamos para el mismo equipo. Mien-
tras otros oficiales entregan su honor y sus principios por
millones en el bolsillo. Hombres como yo intentan mante-
ner la poca moral que hay en el país.
—Y pensamientos egoístas como ese fueron los que des­
truyeron tu matrimonio con mamá. —El niño no puede
resistir más y se deja llevar por la emoción. Una tibia lágrima
se desliza por el hoyuelo ruborizado de su rostro. Gilber-
to se desahoga.
—Soy pésimo padre, lo sé. Y pido perdón por haberte

244
decepcionado en el pasado. Tú todavía eres un niño y apenas
conoces la cruda realidad de la vida. Me alejo de ti porque te
quiero a salvo —el padre aprieta con delicadeza el hombro de
su hijo. Aunque se siente decepcionado de sí mismo, quiere
remediar su relación—. Un día, cuando llegues a tu casa y te
encuentres frente a frente con un malnacido apuntado con
su arma a los seres que más quieres en este universo, debes
estar preparado para lo que pueda pasar. A esa persona no
le importará matarlos. Le basta con que seas testigo de su
crimen. Así que escúchame bien, Gilberto. Mientras menos
te involucres con las personas que amas, estarás más cerca de
salvarlos. Es un consejo para ti y tus amigos. Amar demasiado
a una persona puede traerte consecuencias. Yo lo sé porque
pasé por eso. Y tú más que nadie sabes a lo que me refiero.
Al oficial no le es fácil ser un padre para su muchacho.
Ambos se sienten muy tristes. Sus lágrimas caen al haber
recordado ese lamentable y trágico suceso, donde la madre
del niño fue asesinada en presencia de su padre. De no haber
intervenido, su hijo hubiera muerto. El oficial se despide
de Gilberto no con un abrazo, sino estrechando su mano.
Su cuerpo policial lo acompaña mientras el hijo lo ve partir
por la puerta.

A la mañana siguiente, todo vuelve a la normalidad. A pesar


de los percances —tanto para el personal como para los equi-
pos—, el daño estructural del segundo piso tomará tiempo
en ser reparado. El equipo GOIC regresa al trabajo. Soltan-
do un fuerte grito acompañado de un «eureka», Estefanía
logra encontrar el archivo extraído de la S.S.P.C.
—¡Aquí está! —exclama la pequeña, y todos se le acercan.
—¿Qué encontraste? —pregunta el oficial Herrera.
—Tengo la ubicación exacta de los archivos. —Estefanía

245
teclea con una velocidad impresionante. Tuvo que instalar
una memoria adicional que vaya al ritmo de su prodigiosa
mente—. No son muchos los que lograron vaciar la base de
datos, pero sí se llevaron los más importantes. Usaron un
pendrive muy avanzado. Me di cuenta del origen del archi-
vo cuando este se estaba enviando a otros equipos. Están
enviando nuestros documentos a otro servidor. Para nuestra
suerte, sus equipos no tienen un cortafuego tan sofisticado.
—Si puedes decirme el sitio de origen sería de mucha ayu­­
da. —Herrera se muestra fascinado por su talento. Estefanía
muestra un mapa de Ciudad Esperanza frente al monitor.
—La torre Celta —señala la chica con su dedo índice—,
allí están los archivos.
—Me parece extraño —el oficial se nota perplejo. Si su
acotación no fue suficiente para mostrar sus dudas, el rasca-
do de su escasa barba lo delata—. ¿Ustedes saben quién es
el dueño de ese edificio? Por si no lo saben, es David Celta.
Literalmente es el empresario que ha mantenido a flote la
empresa privada en Nueva Republica. —Las observaciones
de Herrera hacen dudar a los prodigios. Uno en especial le
clava una ojeada inquieta.
—¿Y porque estaría tan seguro de eso? —pregunta Cris-
topher.
—Es uno de los proveedores de telecomunicación más
importante del sector. Nunca ha estado implicado en algún
delito. Además, es un buen amigo mío.
—Respetado o no, tiene lo que nos pertenece. Iremos
a recuperar nuestros archivos. Le guste o no —responde
Estefanía mientras aprovecha sus cinco minutos de fama.
El resto de sus compañeros también la apoyan—. Después
nos preocuparemos por el empresario.

246
Un poco más alejado del centro. Específicamente en los
barrios bajos. Varias patrullas de la organización permane-
cen a la espera. En seguida llega otro vehículo. Gustavo se
baja de él con un rostro cansado y físicamente agotado, se
toma algunas pastillas para aliviar el dolor. Camina en direc-
ción al oficial Gilberto, quien lo estaba esperando con ansias.
—Tienes cara de que no dormiste ayer. ¿Dónde estabas?
—Ocupado —el simple hecho de hablar lo molesta—.
Dile a tu copiloto que se baje de la unidad. Me iré contigo.
—Todavía no me has dicho qué es lo que vamos a hacer.
—Te lo explicaré muy bien en el camino. Los demás,
súbanse a los vehículos. Nos vamos. —Gustavo se sube al
auto y cierra la puerta con su brazo derecho. El simple gesto
de mover el hombro le causa un dolor intenso. El oficial
Peña se percata enseguida.
—¿Y ahora qué te duele? ¿Te dieron una paliza ayer?
¿Dónde estabas? No te vimos en la base. —Peña algo sos­­
pecha.
—Por qué no solamente conduces y dejas de preguntar
tanto.
—Te haré una última pregunta si me prometes res­­
ponderla.
—¡Coño! —Gustavo da vuelta a sus ojos, obstinado—.
Llamé a tu escuadrón para buscar a todos los padres y repre-
sentantes de los prodigios. Nuestro personal de inteligencia
nos informó de un posible atentado. Nos aseguraremos de
que eso no ocurra.
—De habérmelo dicho antes te hubiera dejado de moles-
tar —el oficial regresa la vista en el camino—. Además, estas
muy alterado. No sé si te enteraste, pero la base fue atacada
y todo es un caos. Ahora alguien amenaza con matar a los
padres de los prodigios y tu idea más brillante es buscar-
los a todos y reunirlos en un solo lugar. ¿No crees que es

247
demasiado riesgoso tenerlos juntos en un solo lugar? —Peña
acelera mientras conduce por una desolada autopista. Gusta-
vo hace el ademan de ponerse el cinturón. Aunque lo inten-
te, le cuesta, por el dolor que siente en su hombro.
—Tú también eres representante. Así que esto también
te concierne. Si le estoy dejando en bandeja de plata al fula-
no terrorista, ese es asunto de él. Pero si piensa atacar, tenlo
por seguro. Mucha sangre será derramada, y no serán mis
hombres.

En la base, los prodigios se reúnen para formar un plan


de infiltración. Discuten sobre la mejor manera de entrar
a la torre Celta sin ser detectados. El escuadrón Ypsilon
se prepara para entrar, pero son frenados por un pequeño
grupo. Christopher se pone al frente de los prodigios, se le
acerca al oficial y le da instrucciones sobre el plan.
—Disculpe, oficial Herrera. Nosotros nos encargaremos.
Lo único que requerimos de usted y su equipo, es apoyo
aéreo. Al terminar con la operación. Necesitaremos de dos
helicópteros para la extracción. Los esperaremos en la azotea
de la torre Celta.
—¿Estás escuchando las palabras que salen de tu boca?
—Herrera abre sus ojos al oír las osadas palabras del prodi-
gio—. Negativo, cadete Sánchez. Esta operación necesita
de un equipo eficaz y con experiencia. No tenemos tiempo
para sus estupideces.
—Gallina vieja no empolla huevos —responde Cristo-
pher sin guardarse nada.
—¿Qué fue lo que me dijiste, muchachito? —Herrera
pierde lentamente la paciencia. Dicho juego de toma y dame
asciende a un nivel más fuerte cuando el niño le dice:
—Si nosotros nos hubiéramos quedado en la base desde

248
un principio, nada de esto hubiera pasado. Pero henos aquí.
Haciendo el trabajo que ustedes no hicieron bien.
—Suficiente insubordinación por un día. ¡Cadete Sán­
chez, se retira de inmediato antes que lo mande a una corte
marcial por grosero! —repone el oficial, ofendido por su
rebeldía. Carlos se interpone entre los dos. Por muy ofen-
dido que se encuentre el oficial Herrera, le habla con since-
ridad sobre el plan.
—Considérelo de esta manera, oficial. Entramos nosotros
al edificio o no entra nadie. Tenemos la ventaja con nuestras
habilidades. Saldremos en minutos y los helicópteros esta-
rán afuera en el momento preciso. Los demás prodigios se
quedarán en la base para protegerla, solo nosotros iremos
a recuperar los archivos. Ya es momento en que nos dejen
involucrarnos sin supervisión. Si usted cree en la S.S.P.C.
tanto como nosotros, entonces, es momento de que confié
en nosotros.

Después de recoger a todos los padres y representantes, los


llevan a una casa muy alejada de la ciudad. Una zona resi-
dencial que apenas se está construyendo. La principal vía
de comunicación está a tres kilómetros. Todos los adultos
conversan entre ellos. Tienen meses sin ver a sus hijos. Sin
tener idea de lo que está pasando, Gustavo los invita a pasar
a la casa. Los acompaña hasta una habitación muy amplia.
Aunque apenas tiene el friso de la pared recién pintada y un
techo de zinc que le da colorido, el lugar es bastante ameno.
Las sillas dispersas en el lugar para hacer su estadía confor-
table. Peña permanece afuera de la casa, vigilando el perí-
metro al igual que el resto de sus compañeros.
—Bienvenidos, padres y representantes. El día de hoy los
hemos traído hasta acá para darles buenas noticias —Gusta-

249
vo muestra su cara más simpática y aplaude para llamar
la atención de los distraídos—. Dentro de unas horas, sus
hijos vendrán a saludarlos. Llegarán dentro de unos minu-
tos. Mientras, pueden disfrutar de la comida que está en la
mesa. Siéntanse como en su casa. Regreso en un momento.
Castillo sale de la habitación y cierra la puerta con llave.
Un policía se le acerca y le habla al oído, con rostro reservado.
—Listo, jefe. Ya conectamos la ventilación y el aparato
está listo para ser activado.
—Bien. Comunícate con todos nuestros hombres. Trans-
míteles la información —Gustavo se le acerca al oído—, que
nadie se lo diga a Peña. ¿Quedó claro?
Mientras esperan al oficial, los padres se dan un festín con
la comida. Parece un compartir navideño ante tanta comida.
Algunos degustan como si no hubieran comido en días. La
única persona que permanece en su silla es María Victoria.
El tiempo ha recaído en su físico. La situación económica
le ha afectado demasiado. Se encuentra preocupada por sus
hijos. Al ver la indiferencia de los representantes les llama
la atención.
—No puedo creer la actitud de todos ustedes. Ni siquiera
tienen la menor idea del porqué están aquí, ¿o sí la tienen?
—María se muestra inquieta.
—Yo sí. Para ver al bastardo de mi sobrino.
El tío de Carlos responde en voz alta y con un tono
soberbio.
—El mismo oficial nos dijo que ellos iban a venir. Así
que no tengo por qué preocuparme —responde y mastica
al mismo tiempo—, todavía estoy ebrio y desde ayer que no
como nada. Si me disculpa, seguiré jartándome.
—¿Y los demás? ¿Qué tienen que decir? ¿Acaso no les
importa la situación de sus hijos? ¿Tienen meses sin verlos
y ustedes no se preguntan por qué?

250
María Victoria se siente ignorada. Nadie la comprende.
—Desde que mi hija ha estado en esa escuela todo ha
resultado de maravilla. Sé que han hecho un excelente traba-
jo desde la última vez que la vi.
La madre de Claudia responde con mucha serenidad.
Como si no le molestara saber de su hija. No todos los repre-
sentantes se hacen de la vista gorda —muchos de ellos se
han quedado callados—. Enseguida entra Gustavo y todos
toman asiento nuevamente.
—No soy la persona adecuada para contarles esto, pero
estoy muy orgulloso de sus hijos. Han sido meses muy grati-
ficantes en compañía de estos prodigios. Les aseguro que
nunca han estado mejor. Ahora, si alguien quiere opinar
sobre algo o si tiene alguna pregunta, adelante.
Todos se quedan callados. Nadie dice nada, hasta que
María Victoria se pone de pie. Se acomoda el vestido blan-
co que lleva puesto. Le habla con claridad al oficial Castillo.
—Solo quiero hacerle tres preguntas. Primero: ¿por qué
no hemos vuelto a ver a nuestros hijos? Segundo: ¿cuál es
la razón por la que estamos aquí?
—Señora —la interrumpe enseguida antes de terminar
con sus preguntas—, no tiene que preocuparse más. El día
de hoy los volverán a ver. Esa es la razón por la que están
aquí. Lamento haberla interrumpido. ¿Cuál es su última
pregunta?
—¿Por qué no les ha dicho a todos lo que pasó con nues-
tros hijos después del incendio en la mansión Nova Familia?
Gustavo lo que hace es sonreírle. Ella se le queda miran-
do fijamente a los ojos. Sin embargo, su inquisidora vista se
pierde en el desconcierto. Segundos después voltea y obser-
va a los representantes muy callados. Reacios en partici-
par. Como si no les importara en absoluto los sucesos del
pasado.

251
—¿Acaso no saben que el sitio donde estudiaban y vivían
sus hijos se quemó por completo? Me enteré por las noticias
y fui directo al lugar. No encontré a mis hijos por ningún
lado. Nadie del personal de esta agencia me dio una respues-
ta certera. Pasé días esclavizada al teléfono esperando que
repicara. Cosa que nunca hizo —a María le llega una piqui-
ña irritante en su garganta—. Han pasado meses desde la
última vez que pude ver a Miguel y a Gabriel. Y todavía me
pregunto qué es lo que nos están ocultando.
María Victoria no puede creer la actitud de los represen-
tantes. Le parece tan insultante. En ese momento, Gustavo
le explica el motivo de su indiferencia.
—¿Sabe lo que es el dinero, señorita Ramírez? Todos
en este mundo tenemos un precio. Sin importar lo humilde
que son, todos en esta sala —a excepción de usted— cono-
cen todos los asuntos de la S.S.P.C. Los sucesos más recien-
tes que han ocurrido…, absolutamente todo, ellos lo saben.
Sus paisanos decidieron mantener la boca cerrada a cambio
de una cuantiosa y humanitaria ayuda en efectivo. Esa es la
razón por la cual son indiferentes con usted. Eso, señorita
Ramírez, es lo que hace el poder del dinero.
—¿Quiere decir que usted les pagó para que no hablaran?
—Su pregunta es redundante, pero sí. He estado en cons-
tante comunicación con todos ellos. La verdad es que sus
hijos trabajan para una organización secreta del gobierno
que combate el crimen organizado y la delincuencia. Lo que
usted, señorita María, conoce como escuela privada para
niños con bajos recursos fue tan solo una fachada. Todo
lo que ha ocurrido desde el día que entregó a su hijo hasta
ahora es de conocimiento de todos en esta sala. Me di cuen-
ta de que es una mujer de principios. Por eso no intente
chantajearla.
María Victoria esta anonadada. Un nudo irrumpe de pron-

252
to en su garganta. Se siente marginada al escuchar las crudas
palabras de Gustavo. Se seca las lágrimas y se le acerca.
—Es increíble que todo este tiempo, todo lo que conoz-
co sea una mentira, ¿Así es como decidiste tratarme a mí en
especial? Me siento indignada estando alrededor de uste-
des, creí haberlos conocido —María recorre la habitación
con una mirada llena de asco—. Creí que hacían esto para
darles una mejor educación y un mejor futuro para sus hijos,
de darles la oportunidad que con nosotros nunca iban a
conseguir. ¿Van a permitir que este engaño los someta para
toda la vida? —María se emociona sobremanera. El padre
de Rafael se pone de pie e intenta consolarla. Le ofrece un
vaso de agua.
—Nosotros no decidimos vender nuestra moral, señori-
ta. Este señor está usando mal sus palabras —el hombre de
tercera edad le apunta con el índice a Gustavo—. Esa ayuda
que nos dan, la utilizamos para mejorar nuestra situación.
La aceptamos porque al mismo tiempo nos prometieron que
cuidarían de nuestros hijos.
—Si piensa que su hijo es una forma apropiada de obte-
ner dinero sin esfuerzo, déjeme decirle algo: usted no sirve
como padre. —Le niega el vaso de agua; se lo tira al piso.
Recoge sus cosas y decide marcharse. Energúmena, se diri-
ge hacia la puerta, pero el oficial se interpone en su camino:
—¿Qué, acaso no va a esperar ver a sus hijos? —pregun-
ta Gustavo, muy sarcástico.
—Oficial, le pido por favor que se quite de la puerta y
me deje salir. Me iré caminando a mi casa. No quiero estar
aquí ni un segundo más.
—No hay razón para ponerse agresiva conmigo, señori-
ta. Solo estoy haciendo mi trabajo. Si quiere, puede esperar
a que lleguen sus hijos. Luego de eso, se puede ir.
—Sé que mis hijos no vendrán —responde la mujer, tajante.

253
—¿Y cómo está tan segura, señorita Ramírez?
Gustavo le toca el hombro con gentileza, la hace retro-
ceder. María no piensa tolerar su agravio. Le quita la mano
con fuerza, sin tapujos.
—Se va a arrepentir de lo que está haciendo si vuelve a
tocarme, ¡quítese de la puerta que me quiero ir! —grita con
furia. Sin embargo, Gustavo siente placer al molestarla. Le
parece divertido verla perder los estribos. Insiste en tocar-
la de nuevo. De inmediato recibe una vigorosa cachetada.
Molesto por el golpe, saca su arma.
—Se equivocó de persona, señorita. Siéntese ahora y no
me obligue a usarla en su contra. Se lo quería pedir con todo
el respeto, pero usted me irrespetó primero. Siéntese.
Ella no da ni un paso atrás. Se queda firme. Lo mira a la
cara sin mostrarle temor. Gustavo se ríe sínicamente y luego
suspira con fuerza.
—Ya vino a mi memoria la razón por la que nunca quise
chantajearla. Ahora entiendo por qué Alonso la dejó.
—¿Quién le contó sobre Alonso? —María Victoria queda
conmocionada al escucharlo—. ¿Dónde está?
—No la chantajeé porque no tenía la motivación para
hacerlo. Su hijo Gabriel fue mi alumno a finales del año pasa-
do. Desde el primer día, supe que me causaría un sufrimiento
inimaginable. Lo curioso del sufrimiento es que solo ocurren
desgracias a quienes lo rodean. Al igual que su padre. La últi-
ma vez que lo vi fue en una carretera. Era de noche cuando
me lo encontré. Arrodillado. Rogando por su vida. Él tenía
una deuda y jamás quiso pagármela. Así que la única manera
de recuperar el tiempo perdido fue terminando con el tiem-
po que le había prestado a su esposo.
Todos los representantes comienzan a notar que la situa-
ción se está saliendo de control. María entra en shock. Sus
pupilas se dilatan al escuchar la macabra noticia. El corazón

254
se le hace más pequeño con cada latido. Es entonces cuando
comienza a gritar.
—¡Eres un mentiroso, un desgraciado mentiroso!
—¡Le dije que se sentara! —apunta el rabillo del arma a
la frente de la mujer, Gustavo comienza a sudar de pron-
to— ¡No quiero hacerle lo mismo que le hice a su esposo!
¡Ahora, apártese y siéntese!
María se acerca y estira el brazo. Da otra fuerte cache-
tada en la misma mejilla. Él la aparta y la empuja. María se
regresa e intenta golpearlo. Castillo la empuja de nuevo hasta
que ella cae al suelo.
—Le advierto, señora Ramírez, ¡si no se sienta, jalaré del
gatillo! —La mano de Gustavo comienza a temblar. En el
fondo, no quiere lastimarla, pero la mujer insiste. Se pone
de pie y corre a enfrentarlo. Forcejea con él apartarlo de la
puerta.
—¡Le dije que se sentara!
Fugaz se escucha un sonido. Un ruido ensordecedor. El
tiempo se ralentiza desmedidamente. Gustavo abre los ojos.
Después de un fugaz parpadeo. Observa cómo el pecho de la
señorita María se torna escarlata. El vestido que era blanco
se tiñe de rojo mientras cae lentamente al piso. Un horrible
escalofrió le recorre la espalda. Las personas yacen inmó-
viles y conmocionados. Es una situación completamente
irreal. Estando en el suelo con los ojos abiertos, de su heri-
da comienza a brotar la sangre. Es el momento más horrible
que ha presenciado Castillo. El nerviosismo provocó que
jalara del gatillo. Por primera vez en su vida, se da cuenta de
que sus acciones lo han llevado por un camino sin retorno.
Siente vergüenza de sí mismo al abusar de su poder. Nunca
había asesinado a una mujer.
CAPÍTULO XXI
EL PECADO DE NUESTROS PADRES

Horrible. Ha sentido un dolor en el corazón como si un


objeto contundente lo atravesara por completo. Absoluta-
mente afligido y desconsolado, Miguel se desmaya en frente
de sus compañeros. Eliana se acerca a su amigo, lo ayuda a
ponerse en pie. Aunque quisiera, las fuerzas de sus piernas
han desaparecido al soltar un sollozo agonizante. De pronto
su hermano mayor aparece. La agonía que invade a Gabriel
es inconmensurable. También rompe en llanto. El resto de
los prodigios no tiene idea de lo que está ocurriendo.

Las mujeres en la sala entran en pánico. Los hombres perma-


necen de pie sin hacer nada. Solo una persona en la habita-
ción se siente igual o peor que el resto. Gustavo se agita; su
respiración se hace más rápida al igual que los latidos de su
corazón. Al ver que ha perdido el control por completo, se
deja llevar por la locura.
—¡Todos siéntense ahora! ¡No me obliguen a dispararles!
—a Castillo se le ha escapado la situación de las manos. Todos
le gritan «asesino», «homicida», «cobarde» y otros impro-
perios que le causan ceguera a su sentido común. Levanta el

257
arma y dispara tres veces al techo—. ¿Acaso creyeron que
iban a volver a ver a sus hijos? Son los padres más irrespon-
sables y egoístas que he conocido. Ya es tiempo de saldar
cuentas. No quería terminar así, pero ustedes no me dieron
otra alternativa.
Uno de los representantes corre a hacerle frente. Un bala-
zo lo detiene en seco. El hombre se cubre el orificio de sangre
que rebosa de la pierna.
—¿Por qué quiere matarnos? —pregunta aterrada la madre
de Estefanía—. Nosotros no hemos hecho nada malo. Le
dimos nuestra confianza. Creímos en ustedes. ¿Por qué nos
hace esto? —Se apoya en la pared para evitar desmayarse.
Llora despavorida.
—¡Claro que los ayudamos!: a convertirlos en unos fenó-
menos superpoderosos. Ahora sé lo que tengo que hacer.
—Gustavo se acerca cada vez más a la puerta. Aprieta la
manija con su vida. Con la otra mano los mantiene a distan-
cia con su arma—. Tarde o temprano descubrirán mi secreto.
Pero eso no me importa ahora. Antes de que me arrebaten
todo lo que he hecho, les voy a arrebatar a las personas que
más aman.
El oficial enciende un aparato pequeño —de este titila
una pequeña luz roja—. El resto de los policías reciben la
seña. El oficial Peña, recostado en la puerta del copiloto de
su patrulla, observa con curiosidad el movimiento de sus
compañeros. Un grupo recorre el resto de la casa. Los demás
se dirigen a la parte trasera. Litros de gasolina son derrama-
dos en las esquinas de la casa. Los que están dentro hacen
lo mismo. En ese instante, Gustavo sale de la sala. Tranca la
puerta. Los deja encerrados bajo llave. Bombas molotov son
encendidas con las flamas de yesqueros. Todos sincroniza-
dos para encender la casa al mismo tiempo. El oficial Peña
se da cuenta de la situación tan irregular. Saca su arma regla-

258
mentaria y avanza a la casa. Observa cómo algunos funcio-
narios corren a sus patrullas. Aceleran a fondo y huyen de
la zona. Segundos más tarde, Gustavo sale corriendo hacia
donde está su compañero.
—¡Súbete a la patrulla!, ¡que no escapen!
—¿Qué rayos está sucediendo, Castillo? ¡Dime qué suce-
de! —La reacción lógica de Gilberto Peña es ayudar a los
representantes que están dentro de la casa. Empuja a su
compañero a un lado, pero este intenta detenerlo. El impacto
de una explosión lo tumba al suelo. Al dar contra el suelo,
su espalda impacta contra el pavimento. Castillo se sacude
las cenizas que cayeron en su cabellera. Agarra a Peña por
detrás y lo ayuda a ponerse de pie. El hombre está perdi-
do en sí. No tiene ni la remota idea de lo que está pasando.
—Ya no hay nada que puedas hacer por ellos, Peña. —Lo
sujeta por los hombros y sacude su cabeza. Lo obliga a entrar
en razón—. Tenemos que atrapar a los traidores, Gilberto.
¡No podemos dejar que se escapen!
Ambos ingresan a la patrulla y siguen el rastro de las
demás unidades que no se encuentran muy lejos del lugar.
Peña recupera parte de la audición mientras acelera por la
desolada autopista. Logran alcanzar al grupo después de
recorrer un kilómetro. Al mismo tiempo, una camioneta
—que se encontraba estacionada al borde del camino—,
arranca y los sigue. La persecución se torna violenta cuando
las patrullas los acorralan. Los vehículos intentan descarri-
larlos. Peña saca su pistola y dispara a mansalva.
—¿Estás loco? Deja de disparar y conduce. Nos mata-
rás a ambos.
—¿Y a ti qué carajo te ocurre, Gustavo? ¿Por qué no
disparas?
Peña comienza a ver a su compañero con otros ojos. El
tono de voz, su nerviosismo, el nihilismo en sus acciones

259
son lo que lo delatan. Así que le apunta al rostro. Maneja
con cuidado, a pesar de las patrullas que intentan embestirlo.
—Tarde o temprano tenía que pasar, Gilberto. La S.S.P.C.
está corrompida desde el día que se fundó. No hay forma de
que salgas vivo de esta. Entrégate. No tienes opción.
—Debí sospecharlo —repone Gilberto con un aire de
desánimo y decepción.
—Esto no tiene que terminar así. Te lo pido como amigo.
Entrégate.
—Pues yo pienso que no habrá manera de que los dos
salgamos vivos de esta.
El vehículo recibe un golpe muy fuerte y provoca que
Gilberto jale del gatillo. La bala sale disparada y roza la cien
de Gustavo. El oficial aprovecha el momento para quitarle su
arma. El forcejeo se da entre empujones y golpes. El arma de
Gilberto se vacía por completo. De momento Peña mantiene
la ventaja. Dándole un fuerte puñetazo en la cara a Castillo
que lo deja mareado. Cuando estira el brazo derecho para
tomar la pistola de Gustavo, el copiloto de la camioneta a su
diestra le dispara. La patrulla que está del otro lado desace-
lera y se coloca en la parte de atrás. La persecución continúa
a toda velocidad al subir por el distribuidor de la autopista.
Castillo se desabrocha el cinturón y se sienta en la ventana
de la patrulla. Gilberto usa las pocas energías que le quedan.
Lo sujeta de la pierna. El perpetrador vuelve a dispararle
—dándole esta vez en el brazo izquierdo—. Al darse cuenta
de que el vehículo comienza a perder el control, Gustavo se
abrocha el cinturón nuevamente. La patrulla golpea con fuer-
za la baranda metálica de seguridad. Peña usa su otro brazo
y gira con brutalidad el volante hasta la baranda. El hombre
de la patrulla termina de empujarlo. El vehículo se sale del
camino. Las ruedas siguen girando mientras caen en picada
al suelo. Pedazos de metal y vidrio vuelan por los aires. A

260
pesar de la caída —por los siete metros de altura— siguen
con vida. Gilberto se siente casi desfallecido. Su pecho esta
contraído. Siente cómo el aire se escapa abruptamente de sus
pulmones tras cada respiro. Aunque no lo suficiente para
decir sus últimas palabras.
—Los traidores como tú no merecen una segunda opor-
tunidad. —Peña se encuentra boca arriba, sujetado por el
cinturón de seguridad. Observa a Gustavo, quien intenta
escapar de ese capullo metálico—. Aunque creas tener el
control, tu mentira no tardará en ser descubierta. Vas a pagar
por todo lo que hiciste. Eso te lo juro.
Gilberto ve al cielo y su mirada se pierde en el horizon-
te. Un último suspiro se escucha en ese momento. Casti-
llo solo se queda allí. Tiene el cuello fracturado y la frente
ensangrentada. Se queda mirándolo fijamente. Carente de
pena o culpa por haberlo asesinado. Sus hombres llegan al
lugar y lo ayudan a salir del vehículo. Castillo es ingresado
a una unidad. Antes de abandonar la escena. Los oficiales
usan la gasolina que les queda para desaparecer el cuerpo
del oficial Peña.

El joven no comprendía qué les estaba pasando a sus compa-


ñeros, hasta que comenzó a sentirse de la misma manera.
Gilberto es golpeado por un sentimiento profundo de gran
tristeza. Su mente se desmorona al igual que su espíritu.
Los adultos de la base observan inmutados como el resto
de los prodigios comienzan a sentirse igual. Una sensación
lúgubre y oscura los arropa. Como si la luz que permane-
cía encendida en sus corazones se apagara de repente. Era
una pesadilla que se volvía a repetir. Así como sucedió en
Nova Familia, el hogar donde se encuentran sus padres se
derrumba en pedazos, devorada por las llamas que se extien-

261
den por las paredes hasta el techo. Quienes fueron en vida
los progenitores de los prodigios, ahora están muertos. La
carga sentimental tan pesada que experimentan los prodi-
gios es demasiado fuerte.
El grupo de infiltración ya se encontraba en camino a la
torre Celta. Laura, Christopher, Rafael, Claudia, Patricia,
Carlos… Todos a bordo de las patrullas del escuadrón Y.
Tras pasar por ese momento de tristeza y de extraña expi-
ración, ellos intentan calmarse. Carlos les llama la atención
a todos, pidiéndoles que se concentren en la misión. El sol
se oculta detrás del Sapuco. Pintando el cielo de un rojo
atardecer.
—Recuerden —Herrera les habla a todos a través de la
radio—: solo tendrán veinte minutos para entrar y salir sin
ser detectados. Les deseo suerte.
La patrulla del oficial en jefe Herrera se retira. El peque-
ño grupo observa con detenimiento el exterior del edificio.
No hay presencia de fuerzas de seguridad como ellos esti-
maban. Caminan lentamente por la acera y hablan entre ellos
mediante telepatía.
Laura. Recuerda: tenemos que entrar de incognito. Usa la
técnica del engaño. Te encargarás de eso mientras nos encon-
tramos con el resto —Carlos imparte las instrucciones a sus
compañeros—. Patricia. La sala de servidores se encuentra
en el piso cuarenta y tres. Supongo que allí debe estar ubica-
do el archivo.
El pequeño Christopher se queda parado de repente. Inti-
midado por la majestuosidad y la altura del edificio. Nunca
había visto una tan alta.
—Necesito que te concentres. —Patricia lo espabila al
chasquear los dedos frente a él—. Recuerden no nos pode-
mos separar hasta que lleguemos arriba.
Patricia le hace señas a su compañera y Laura ejecuta

262
la técnica. Los tres caminan juntos. Muy pegados el uno
con el otro. Las personas que recorren el lobby del edifi-
cio solo ven a tres adultos caminando hacia los ascensores.
Usan gafetes que los identifican como empleados de la torre
Celta. Tanta tensión hace que Christopher comienza a sudar.
Tan diligente como siempre, Laura la da una palmada en el
hombro para que se calme.
Tres patrullas transitan con cautela por las calles de la
abarrotada ciudad. Los transeúntes ignoran su presencia.
Entramos al edificio —responde Patricia a Carlos, quien
la escucha con atención—. Llegamos al piso cuarenta y tres.
Usen el engaño, por los momentos es bastante efectivo.
El otro grupo ingresa de la misma manera al edifico. Minu-
tos después llegan al piso donde sus compañeros los espe-
ran. Solo Carlos permanece adentro del ascensor. Se dirige a
la azotea para armar el plan de escape. Observa la cámara de
seguridad que apunta a los espejos del ascensor. No mueve
los labios; pero habla con claridad con sus compañeros.
Los estaré esperando arriba en la azotea del edificio.
Cuando obtengan los archivos robados, asegúrense de no
dejar rastro. Los helicópteros llegarán en veinte minutos.
Si después de ese tiempo siguen adentro, tendrán que arre-
glárselas solos.
El grupo se moviliza con sigilo por el pasillo. De sus bol­
sillos sacan dispositivos diminutos que los ayudaran a entrar
a la sala de servidores. Patricia coordina la estrategia. Por los
momentos, ningún agente de seguridad de la torre Celta se
ha dado cuenta de la presencia de los jóvenes superdotados.
—Rafael, tú te irás con Laura hasta la sala de vigilancia.
Comuníquense con nosotros si ellos ven algo sospechoso.
Claudia y Christopher entrarán en la sala de servidores. El
archivo tiene que estar dentro. Yo me quedaré a vigilar el
perímetro.

263
Los grupos se separan y corren con velocidad a ejecutar el
plan. El cuarto de vigilancia se encuentra tres pisos más arri-
ba. Los muchachos usan la escalera para llegar. El otro grupo
se acerca con cautela hasta la puerta. Christopher asoma la
mirada y observa que solo hay un guardia de seguridad. Se
encuentra sentado viendo televisión. La puerta de acceso es
diferente —se abre desde adentro—, se agacha y suspira por
algunos segundos.
—Vamos, chico —dice Claudia con calma—, no deberías
sentirte presionado.
—La puerta se abre desde adentro —Christopher le seña-
la el botón desde la ventana—, es aquel verde que sobresale
en el tablero.
—Usa tu mente y oblígalo a abrir la puerta.
—Necesitamos entrar de la manera más incógnita posible.
Claudia tiene mucha prisa, pero su compañero tiene razón.
Se comunica con Patricia y le pregunta si los demás ya están
en el cuarto de vigilancia. Acaban de llegar apenas. Rafael se
comunica con el grupo e informa su situación. De ocurrir
algo, ellos darán la alarma. Claudia se toma la molestia de
controlar al vigilante. Lo obliga a presionar el botón. La
puerta presurizada los toma por sorpresa por un segundo.
Al momento de abrirse, Christopher es el primero en entrar.
El muchacho señala a las cámaras de seguridad. Laura enga-
ña la vista de los guardias para que no se den cuenta de su
presencia. Claudia se acomoda el chaleco que lleva puesto,
siempre tratando de verse elegante a pesar de usar un unifor-
me. Entra a la sala y duerme al vigilante. Lo deja descansar en
la silla. Frente a la sala de servidores se encuentra una pared
de vidrio de lado a lado. El tamaño y amplitud de la habita-
ción es impresionante.
—¿Ahora cómo rayos vamos a entrar? — Claudia se rasca
la cabeza.

264
—La pregunta es cómo hacen estos tipos para hacerle
mantenimiento.
Por los momentos el plan transcurre sin problemas. Patri-
cia les recuerda a ambos que les quedan siete minutos. Claudia
lanza al piso al vigilante y se sienta en la silla. Adentrándose
en la computadora mientras el pequeño revisa el tablero. La
intuición del muchacho le rinde frutos al descubrir el botón
oculto que yace debajo del tablero. Al presionarlo, las pare-
des de vidrio se elevan al techo.
—Asegúrate de no dañar nada —le recuerda Claudia a
su amigo.
Entretanto, Carlos despliega un equipo avanzado de cuer-
das a tensión —por si necesita subir a los prodigios desde el
exterior del edificio—. Aprovecha esos segundos disponi-
bles para comunicarse con Patricia.
—Dime cómo va todo por allá. ¿Lograron encontrarlo?
—No, todavía no. Están en eso. Acaban de entrar a
la sala.
—Necesito que se apresuren. El tiempo se nos agota.
—Carlos —Patricia baja la mirada y observa a los guar-
dias que tuvo que mandar a dormir—, no eres el único con
necesidades. Yo también quiero salir de aquí. El pánico
me hizo dudar y ahora tengo a tres guardias durmiendo en
el piso.
—Trata de no exponerte demasiado —Carlos suelta un
gajo exasperado—, y díganles a los muchachos que se den
prisa.
Christopher camina por los pasillos de esa enorme habi-
tación. Mientras maneja la computadora principal con faci-
lidad, Claudia le da instrucciones.
—Hay muchos servidores en este piso, te vas a dirigir a
donde te lo indique. —Claudia mantiene un ojo con el guar-
dia, y el otro, con Christopher. El muchacho recorre con

265
rapidez la sala. Cuando Claudia le dice que se detenga, el
muchacho se queda paralizado. Justo al frente se encuentra
el equipo. Con extremo cuidado abre un compartimiento.
Saca de su bolsillo un almacenador de datos creado por el
mismo y extrae la información.
—¿Estás segura de que aquí están todos nuestros archivos?
Claudia no le responde la pregunta. El muchacho observa
en su dispositivo que los archivos fueron descargados. Deja
todo como estaba y se dirige de vuelta con ella. Aprovecha
el tiempo de sobra y asoma su cabeza por la puerta. Varios
guardias de seguridad se encuentran dormidos, tirados en
los pasillos.
—Patricia, ¿qué rayos hiciste? —pregunta asombrado.
Christopher se da la vuelta.
Si no se apuran seguirán llegando más personas al piso.
Él le hace señas a su compañera por la cámara. Todo está
listo. Cuando se le acerca a Claudia, observa entrañado el
monitor.
—Vámonos. Ya hicimos nuestro trabajo. Nos tenemos
que ir.
—Los archivos que tú guardaste representan tan solo un
cuarenta por ciento de nuestra data —le aclara la muchacha
mientras desvela más información—. Con el poco tiempo
que llevo aquí, me di cuenta de algo inusual. Esta multina-
cional en telecomunicaciones ha cometido varios fraudes.
—¿A qué viene todo esto, donde están nuestros archivos?
Claudia saca un pendrive de la computadora y se la entre-
ga a Christopher en la mano. Frunce el ceño al no entender
que es lo que está pasando.
—Cuida ese pendrive con tu vida. El resto de nuestros
archivos están ahí.
Ambos están tan inmersos en la conversación que ignoran
lo que ocurre bajo sus pies. El vigilante que estaba dormido

266
se desliza silenciosamente. Acciona una alarma oculta deba-
jo de la silla. La puerta de la sala se sella. Christopher se da
la vuelta y le da una patada en la cara. Lo deja inconsciente.
De inmediato, suena una sirena en todo el edificio.
—¡Se supone que debías mantenerlo dormido, ahora toda
la fuerza de seguridad se dirige hacia acá! —Christopher le
reclama a Claudia por su despiste.
Patricia llega al piso donde se encuentran sus amigos.
Golpea la puerta con todas sus fuerzas, pero no logra abrir-
la. Claudia presiona el botón verde, pero es inútil.
—Muchachos, ustedes suban las escaleras y diríjanse a
la azotea.
—Claudia, no digas estupideces —Patricia les reclama
a ambos, no piensa irse sin ellos—; los vigilantes ya vienen
para acá. No nos iremos sin ustedes.
Rafael se comunica con Carlos. El tiempo es un recurso
que no pueden darse el lujo de perder. Carlos les dice a todos
que suban por la parte de afuera. Un contingente de guardias
se reúne en el lobby para resguardar la torre. Varios oficiales
de seguridad suben por los ascensores y por las escaleras de
emergencia. Rafael le pide a Laura y a Patricia que usen sus
fuerzas para tumbar la puerta. Christopher usa la telequine-
sis. La puerta solo se sacude. No logra siquiera moverla. En
ese instante, los guardias arriban al piso. Les gritan a todos
y les piden que alcen las manos. Patricia se coloca frente
al grupo. Antes de generar una reacción indeseada por los
guardias, usa una onda expansiva para apartarlos.
—¡Muchachas, ayúdenme a empujarla! —Christopher
suelta un poderoso alarido al intentar arrancar la pesada
puerta de la pared. Usan gran parte de su energía. Observan
cómo la puerta comienza a ceder. Las paredes se agrietan
y, dando un último impulso, logran tumbarla. Más guar-
dias se dirigen al piso. Consideran hostiles a los jóvenes y

267
comienzan a dispararles. Todos entran a la sala a resguar-
darse. Apresurados y con mucho temor, solo les queda salir
por la ventana.
—Pensé que esto iba a ser fácil. —El comentario de Rafael
viene acompañado de un pesado suspiro. Se acerca a la venta-
na. Observa las luces de la ciudad reflejadas en el vidrio que
está a punto de romper. Lanza una onda expansiva. Una fuer-
te ventisca irrumpe en la sala. Los pedazos de cristal se riegan
por el piso.
—¡Carlos! —grita Patricia, mientras se abre paso por los
servidores—. ¡Lanza las cuerdas! —De pronto detecta la
presencia de más guardias. Christopher extiende la mano y
le dice que quiere ayudar. Juntos le darán tiempo suficien-
te al equipo.
Rafael, Laura y Claudia sujetan las cuerdas que guindan
de un extremo del techo. Las abrochan con las hebillas espe-
ciales que sobresalen de sus cinturones. El equipo que armó
Carlos es justamente pequeño para ser transportado, aunque
suficientemente fuerte como para levantar quinientos kilos
al mismo tiempo. Enciende el motor y las cuerdas elevan
a los prodigios hasta la azotea. Christopher hace una últi-
ma técnica para apartar a los guardias. Patricia corre hasta
la ventana, pero se resbala pisando los pedazos de vidrio.
Casi se cae del edificio. Se pone de pie. Se abrocha la cuerda
y sube a la azotea.
—¡Christopher, apresúrate! —le grita Patricia mientras
se eleva. El pequeño se queda afuera en el pasillo por un
momento. Con las manos extendidas, usa sus poderes para
paralizar a los guardias. Lanza ondas expansivas para inmo-
vilizarlos. El sonido de las aspas lo alertan. El tiempo se ha
acabado. Los helicópteros se aproximan a la azotea.
Un guardia llega por el ascensor y sale de la nada. Le
dis­­­­para al muchacho. Christopher —con algo de suerte—

268
logra desviarla. Corre rápidamente por el pasillo. Ignora
por completo los fragmentos debajo de sus pies. Se resbala
con los vidrios. Cae de espaldas al suelo. Se desliza hasta el
borde de la pared y comienza a caer. Por fortuna, la cuerda
que lo estaba esperando yace frente a él. Extiende su mano
y se ase de ella. La palma de su mano se le quema al instan-
te. Pero el dolor que siente por la quemadura no se compa-
ra con lo que acaba de ver. Los pendrives que cargaba en el
bolsillo se le caen.
Carlos se desespera y utiliza la fuerza: agarra la cuerda
y lo ayuda a subir. Laura y Rafael lo ayudan. Christopher
logra llegar a la azotea. Todos se apresuran a abordar el heli-
cóptero. Varios guardias llegan al techo y les disparan. Sus
esfuerzos han sido en vano al ver que los vehículos volado-
res se alejan de la torre Celta. Con la mirada baja, Christo-
pher les pide disculpas a todos. Se seca el sudor de la frente
y sus compañeros lo ven algo preocupado. Más de lo que
normalmente está.
—Lo siento mucho, amigos.
—¿Por qué dices eso? —le pregunta Claudia al muchacho.
—Se me cayó —dice Christopher, defraudado de sí mismo.
—¿Qué se te cayó? ¡Habla de una vez! —Molesto por
saber lo que pasa, Carlos le exige una respuesta. Todos espe-
ran de igual manera.
—Los pendrives que contenían nuestros archivos roba-
dos — traga saliva y hace una pausa para recuperar el aire,
luego Christopher les dice—: los perdí.
Claudia se nota muy molesta y no le dirige la palabra
en todo el viaje. Rafael enmudece. Laura y Patricia sienten
compasión por él. Sin embargo, Carlos no oculta su decep-
ción. La misión. Toda la operación ha sido en vano.
CAPÍTULO XXII
METAMORFOSIS FORZOSA

El grupo de asalto, junto con los funcionarios, llega a la


base. «Decepcionados» no es la palabra que usarían en estos
momentos. Los prodigios —igual de abatidos— le reclaman
a Christopher por su error. Pero todo el asunto de la incur-
sión pasa a un segundo plano. Los prodigios no encuentran
a sus compañeros en las estaciones del GOIC y el DICE.
Se dirigen a la sala prodigio donde esperan encontrarlos.
Un sentimiento de pesadez y tristeza se siente al cruzar la
puerta. Sus amigos lloran desconsolados. Algunos tirados
en el suelo.
A la profesora Carla se le ha roto el corazón. Los oficia-
les le han comunicado el atentado, pero ella se ha ofrecido a
trasmitirles el mensaje. No ha podido contener las lágrimas
ni verlos a la cara. Le sudaban las manos. Estaba tan nerviosa
que ellos podían escuchar sus latidos. El grupo que acaba de
arribar a la base no puede creer lo que sus oídos están escu-
chando. Ahora comprenden la razón por la cual se sentían
tan abatidos antes de la misión. Cuando Carla les dio la noti-
cia, absolutamente todos cayeron de rodillas. Sus padres. Sus
madres y familiares. Todos fueron asesinados.

271
Ya no lo soporto. No se dé que está hecha la sociedad. Desco-
nozco los seres que habitan en ella. ¡Cómo alguien puede
cometer un acto tan atroz, tan horrible! Ni el más odiado
merece semejante castigo. No tenía el valor para decirles a
mis niños de lo ocurrido, pero no quería que nadie más se
los dijera. Saqué coraje de donde no tenía y se los dije. No
me arrepiento de haberlo hecho. De lo único que me arre-
piento es de no haber estado allí para evitarlo. No encuentro
las palabras apropiadas ni las frases indicadas para describir
ese trágico momento. No podía respirar, ni siquiera hablar.
Trataba de ayudarlos a ponerse de pie, pero era yo quien caía
al suelo. Mis fuertes niños, mis amados prodigios, han queda-
do huérfanos. Lamento profundamente lo que ha ocurrido.
Jamás fui partidaria de que los involucraran en este mundo.
El país en que vivimos no es el que merecen nuestros hijos.
Que esta tragedia sea un ultimátum para la organización
de seguridad más poderosa de la nación. Tras haber recibi-
do un ataque a nuestras instalaciones y los últimos sucesos
trágicos que han ocurrido —que desgraciadamente a quie-
nes más afectan son a mis queridos prodigios—, invito a la
S.S.P.C. a reflexionar. Que los errores que ustedes come-
tan mis niños no tengan por qué pagarlos. La violencia no
perdona ni distingue. Afecta a todos por igual. Esta lucha
nos sobrepasa. No se trata de capturar a criminales y malhe-
chores. Se trata de cambiar la sociedad. Si queremos que el
país cambie, debemos empezar con nuestro ejemplo. Ahora
me dirijo a mis hijos. Mis retoños. Mis queridos y amados
prodigios. Estoy consciente del dolor que están afrontando.
Lloren. Mantengan su duelo el tiempo necesario. Pero que
esto no sea motivo suficiente para dejar de luchar. A partir
de este día, cuídense entre ustedes. Apóyense como herma-
nas y hermanos, que eso son. Las cicatrices que ahora cargan

272
consigo sanarán con el tiempo. Su país los necesita. Esta no
es una carta de despedida. Mi mano estará extendida, mi
hombro dispuesto y mi corazón abierto. Ahora, cambiemos
la tragedia por la fe. Sustituyamos la apatía con la valentía.
Y el miedo que tanto nos ha torturado enfrentémoslo con el
más poderoso sentimiento que se encuentra en el fondo de
nuestro ser: la esperanza. El momento en que crean que todo
está perdido, acudan a ella. Nunca los abandonará. Al igual
que yo, estaré con ustedes. Solo tienen que voltear la mira-
da y ver a su lado.

La profesora Carla permanece en su oficina por horas. Evita


a toda costa que sus lágrimas empapen la carta que yace fren-
te a ella. Con la ayuda de un papel y un bolígrafo, expresa
su pesar. Camina hasta la oficina del director general de la
S.S.P.C. y pega la carta en la puerta con cinta adhesiva. Se da
la vuelta y Gilberto —con su cara manchada y sucia— se la
queda viendo. Las mejillas del muchacho muestran rastros
de su tristeza. Con los ojos rojos y completamente devas-
tado, la sigue hasta el pasillo.
—Profesora, ¿también se va? —pregunta con decepción
y tristeza. Gilberto permanece de pie, inmutable.
—Voy a renunciar, Gilberto. No es necesario decirte las
razones, porque… a ti y a Sebastián se las he repetido en
varias oportunidades. Esto no quiere decir que los dejaré
solos. Cuentan conmigo para toda la vida.
—Pero no quiero que se vaya —a Gilberto se le quiebra
la voz—. Mis amigos perdieron sus familias. Yo perdí a mi
padre. Sin usted aquí a nuestro lado quién nos va a defen-
der. —Carla entiende el dolor que sufre el muchacho. En
ese momento, siente pena por él. Carla se le acerca y le da
un caluroso abrazo.

273
—Gilberto, si un día quieres visitarme, las puertas de mi
casa estarán abiertas.
—¿Lo dice en serio, profesora? —pregunta Gilberto al
levantar la mirada.
—No tengo ningún problema. Sebastián puede venir. Si
quiere, claro está.
—Siempre la he considerado como una segunda madre,
profesora. Me gustaría ir con usted, pero… no puedo dejar
solos a mis compañeros.
Ella seca sus lágrimas y Gilberto la suelta.
—Ellos no son tus compañeros Gilberto, tampoco son
tus amigos… —Carla hace una breve pausa, mientras se
coloca en cuclillas frente a él—. A partir de hoy serán tus
hermanos, y es responsabilidad de todos mantenerse juntos.
Ahora ustedes son su propia familia. Cuídense mucho. Y tú
cuídate más.
Gilberto se siente muy sentimental, pero llega el mo­men-
to de todo muchacho de demostrar que es un adulto. Se
calma y deja de gimotear. Seca sus lágrimas con el borde de
su camisa. Levanta la frente y se muestra firme. Con mucha
fortaleza.
—Le juro, profesora Carla, que protegeré a mis herma-
nos y hermanas a toda costa. Es una promesa. —Gilberto
se despide de ella con un abrazo y regresa a la sala con los
demás. Sigue de largo y sin dar vuelta atrás. Carla se retira
de la base, sin despedirse del resto. Con un dolor en el pecho
que le perturba la respiración. Tal vez sea la conmoción de
todo lo que ha vivido. Tal vez sea algo más.
En la base, todo el personal se reúne en el primer piso.
Rinden un homenaje a quienes fueron los padres y madres
de los prodigios. Ellos no los conocían muy bien. Muchos
fueron un mal ejemplo, otros simplemente malos padres.
La mayoría sí los amaban. Siempre los quisieron. Trajeron

274
seres maravillosos e increíbles a esa tierra, y nunca deja-
ron de luchar por ellos. Durante ese intenso y prolonga-
do minuto de silencio, el luto se podía palpar en el aire. Al
terminar el homenaje, ninguna persona se va del lugar sin
antes darle el sentido pésame a los muchachos. Condolen-
cias bien recibidas por parte de los prodigios, quienes se
despiden —simbólicamente— de sus padres y también de
su inocencia. Lo que una vez los identificó como infantes,
ha desaparecido ese día.
En el hospital central de Ciudad Esperanza se encuentra
recluido un golpeado y magullado Gustavo. Con el collarín
mantiene una conversación amena con los oficiales Olivero
y Herrera. Conversan sobre lo ocurrido, entre otros temas.
Cuando ellos se retiran, entra de sorpresa el doctor Francis-
co. Acaba de llegar de viaje. Tomó el primer avión que pudo
de regreso a la capital. Pasó primero por la base y se quedó
tres horas con los prodigios. Cuando les dijo que visitaría al
oficial Castillo, solo Carlos quiso acompañarlo.
—Esto lo confirma. No les simpatizo —repone Castillo
al enterarse—. Aunque no me sorprende, en realidad. Nunca
me gané su confianza.
—No diga eso, oficial —Carlos se sienta a su lado—, por
eso estoy aquí. Yo aprecio todo el esfuerzo que ha hecho
por nosotros. Sé que hizo todo lo que estaba a su alcance
para proteger a nuestros padres.
—Hubiera dado mi vida, con tal de haberlos salvado.
El oficial le pide al doctor un momento a solas. Necesi-
ta hablar en privado con el muchacho. Francisco accede y
espera afuera.
—¿Tu confías en mí, Carlos?, Tú me crees ¿verdad?
—Desde siempre. Nunca he dudado de usted. Mucho
menos de su espíritu.
—Quiero pedirte algo, muchacho. Antes de tomar la

275
decisión, piensa muy bien en las consecuencias. Porque será
la decisión más importante de tu vida.
—Lo acompañaré hasta donde sea, sin importar que.
La conversación transcurre con normalidad. Luego de
unos diez minutos, Carlos sale de la habitación. Invita al
doctor a pasar y él se queda afuera. Francisco frunce el ceño,
pero el rostro apacible de Gustavo lo conmueve.
—Carlos te estima demasiado, Gustavo.
—Merece una persona que lo comprenda realmente —Cas­­­­
tillo contesta, mientras intenta aplacar la comezón que siente
debajo del cuello—, él me dijo que le dolió mucho la muerte
de su tío. A pesar de haber sido un desgraciado con él. Por
eso quiero protegerlo.
—No quiero cambiar de tema tan radicalmente. Pero si
hay cosas que quiero saber de primera mano. Solo quiero
conocer tu punto de vista de todo lo que ha sucedido recien-
temente, ¿Cómo fue posible que un grupo comando entrara
en la base, así nada más?
—Eso fue un trabajo interno. Si lo supiera, ya hubiéra-
mos apresado al culpable. Con todo lo que ha pasado, con
todo lo que ha ocurrido, ¿se supone que yo debo resolver
el caso? ¡Mírame! —grita y sacude sus brazos, Gustavo se
siente adolorido, pero eso no le impide expresar su descon-
tento—. Francisco, fue el intento de salvar a la familia de
los prodigios lo que me dejo así. Nos traicionaron y nadie
se lo esperaba. Ni si quiera con sus habilidades pudieron
prevenirlo.
El doctor mira a su compañero con duda y sospecha.
Sabe que está malherido y necesita recuperarse. Sin embar-
go, antes de retirarse, decide hacerle una aclaratoria.
—¿Sabes? Me parece peculiar que los perpetradores que
atacaron nuestra base sabían lo que estaban buscando.
Aunque otra cosa llamó mi atención. Tú eras el único (apar-

276
te de los prodigios) que conoce la ubicación de los disposi-
tivos avanzados que ellos crearon. Da la casualidad de que
esa caja fuerte también fue robada.
—¿Insinúas que fui yo quien los robó?
—No —responde en tono seco. Francisco se quita los
lentes y lo mira al rostro—, intento averiguar qué fue lo que
pasó con la caja. Nada más.
—Sabes, Francisco, si quieres, llama a Carlos y dile que me
lea la mente. Que busque en el fondo de mi maldito cerebro si
te estoy mintiendo. Puedes preguntárselo a todos ellos. Que
descubran si estoy mintiéndote o no. Sabes que yo nunca
te haría algo así, eres más que un amigo. Pero comienzo a
pensar que esta amistad se está quebrando, gracias a tu ausen-
cia. Aquí es cuando te detienes a analizar tus acusaciones.
—Y aquí es donde fingimos que no ocurre nada. Está
bien. No te molesto más.
El doctor no comprende la actitud defensiva y prepo-
tente de Gustavo. En ese momento ingresa la enfermera.
Amablemente le pide a Francisco que se retire. Él accede sin
hacer réplica. Se despide del oficial con un ademán. Horas
más tarde, al estar seguro de que nadie lo vigila, se acomo-
da la gargantilla, oculta el collar de asedio que tomó como
posesión.

Días después de la tragedia, los prodigios llegan al sitio


donde fueron asesinados sus padres. Sin ayuda de su equi-
po. Sin el apoyo de los funcionarios de la S.S.P.C,, los prodi-
gios trabajan en equipo para limpiar la zona y les dan una
simbólica sepultura a los restos calcinados. Acondicionan
el lugar para mantenerlo en el recuerdo. Una idea ingenio-
sa se le ocurrió a Estefanía. Decide plantar una semilla que,
con el paso del tiempo, tal vez irá creciendo hasta conver-

277
tirse en un gran árbol que brindará sombra a la memoria de
sus padres. El lugar era muy inhóspito. Las residencias que
se estaban construyendo fueron abandonadas. Nadie quería
vivir cerca de ese lugar. La tragedia los ahuyentó. A pesar
de todo, eso no estaba impidiendo las constantes visitas de
los jóvenes. Con el pasar del tiempo, la grama se tornó más
verde. Aquella semilla fue creciendo con rapidez. Tallaron
un cartel en madera. «En nuestra memoria por siempre»,
tiene escrito en la parte frontal, con la firma de cada uno de
los prodigios en la parte de atrás. Lo colocaron justo frente
al pequeño árbol (un diminuto samán).

El tiempo se ha convertido en un indiferente aliado. A veces


da la ventaja y en otras ocasiones, cobra desmedidamente.
Sin que las personas se den cuenta, es el tiempo lo único
que permanece siempre. Pasan los días. Ese trágico septiem-
bre queda atrás. Como el calor del mediodía o el frío de la
madrugada. Las semanas se hacen extensas, como las ramas
de los arbustos florados. Los años se pasan volando, como
las hojas de los árboles cuando el otoño llega. Cuando la
brisa golpea con fuerza la naturaleza. O cuando, simple-
mente, un niño que pasa por la adolescencia poco a poco
se va convirtiendo en un hombre. Como la niña dulce e
inocente que madura y se vuelve más inteligente. No solo el
cambio de su cuerpo, también el de su conciencia. Al igual
que todo lo que pasa por esta vida, no hay nada permanen-
te. El cambio es el que se hace presente. El hoy se vuelve
predominante y la historia se transforma en un mero recuer-
do. Aquella semilla crece. Sus raíces se arraigan muy profun-
do del suelo. Surge con gran fuerza y manifiesta su belleza.
Ramificándose con deleite. Su corona esbelta que cubre un
gran espacio. Un corpulento tronco que le brinda fuerza y

278
estabilidad. Siendo testigo del paso implacable del tiempo.
Ese lugar se convirtió en sinónimo de resiliencia. El verdade-
ro significado de crecer en la adversidad. Todo ha cambiado
desde entonces. Las cosas no son como solían ser.

Han transcurrido diez años. La S.S.P.C. ha cambiado su


forma de ayudar a la sociedad. No solo brinda resguardo
y protección al pueblo. Por desgracia, en todo este tiem-
po, mucho ha cambiado radicalmente. El gobierno se ha
vuelto cada vez más autoritario, extremista, ha promulga-
do decretos polémicos que atentan con el desenvolvimiento
normal de la república. La democracia popular era tan solo
una fachada de un estado corrupto. Han sido muchas las
manifestaciones cívicas en contra del gobierno. Pero se han
encargado de castigar con dureza a todos los que lo adver-
sen. La económica disminuyó drásticamente. La sociedad
decayó en la pobreza. Los servicios básicos no eran sufi-
ciente para satisfacer a la población. Las políticas eran extre-
mistas. Promulgaban la intolerancia entre ciudadanos. El
gobierno solo se ha preocupado por mantenerse en el poder
a costa del bienestar del pueblo.
Todos estos sucesos han afectado a la S.S.P.C. Sentencias
sin sentido han sido dictadas. Los presos con cargos menores
han sido liberados. La infraestructura carcelaria está hacina-
da. Mientras que los gobernantes corruptos utilizaban los
recursos del país a su antojo, eran cada vez más las perso-
nas que les tocaba vivir en las aceras. Los desposeídos de
un estado indolente dormían en las calles. Las instituciones
del poder público han ido adoctrinándose ante un mode-
lo déspota y abusivo. Poco a poco, la población ha decidi-
do apoyar la indiferencia. Nadie tiene idea de lo perjudicial
que sería tomar esa actitud ante los problemas reales del

279
día a día. La maldad fue apoderándose del país. Durante
todos estos años, los prodigios se han mantenido bajo perfil
en la S.S.P.C. Por desgracia, el incremento de la inseguri-
dad en toda Nueva Republica ha hecho que las labores de
dicha sociedad queden diezmadas. Por cada criminal que
han capturado, dos han salido a la calle con el permiso del
sistema judicial. El chantaje y la corrupción se han hecho
amigas. Aquello que una vez se consideró un ultraje, con los
años se ha vuelto normal.
La relación entre los jóvenes ha ido cambiando con el
tiempo, al igual que sus pensamientos. Quienes mantenían
una relación sentimental y no tan platónica fueron Gilberto
y Patricia. Por otro lado, a Carlos y a Claudia no les impor-
taba la opinión de los demás. Su relación amorosa no era
secreto para nadie. Miguel ya no es el niño alegre y espon-
táneo que fue. Ahora es un adulto sensato, muy prudente
y serio. Su relación con Eliana trataba de esconderla lo más
que podía. Ella en cambio siempre ha sido dulce y tierna,
todavía con pequeños rasgos de timidez. Entre ellos siempre
se han querido, pero han tratado de mantenerlo en secreto
por mucho tiempo.
Cuando arrestaron a David Celta —implicado en casos de
corrupción y terrorismo—, todo el ámbito criminal del país
cambió radicalmente. Lo que una vez fue controlado por
los cerdos del crimen, pasó a las manos de Gustavo Casti-
llo. Los negocios de narcotráfico jamás fueron tan fructífe-
ros como ahora. Gracias a su pequeño asedio, disfrutaba de
los excesos que como oficial de la S.S.P.C. no se podía dar.
Los cimientos de su gran patraña rindieron frutos. Aunque
sabía en el fondo de su corazón, que las mentiras del ahora
director general de la S.S.P.C, no durarían para siempre.
CAPÍTULO XXIII
MÁS ALLÁ DE LA AMISTAD

Sentado en la cómoda grama, Gilberto permanece callado


frente al gran samán. Al igual que la semilla que sus amigos
plantaron, el joven ha crecido inmensamente. Visitar aquel
lugar lo llena de paz. Los restos simbólicos de su padre
reposan bajo el árbol. De su bolsillo saca una fotografía anti-
quísima, algo malgastada en los bordes. La acaricia como
si el tacto le permitiera revivir ese momento en su mente.
Media hora después, Sebastián llega al sitio. A bordo de
una patrulla. El resto de su equipo lo escolta al lugar. Luce
con orgullo su uniforme de oficial. Camina en dirección a
su compañero.
—¿Cómo estás, Gilberto? —Sebastián se le acerca son­­
riéndole a su amigo.
—Todo está bien, hermano —el joven se pone de pie, lo
saluda de forma muy fraternal—. ¿Cómo le va al oficial en
jefe del escuadrón Kappa? Supe que frustraste un secuestro.
—Gilberto comienza a ojearlo—. Pero qué bonito uniforme.
—Bueno, tú más que nadie sabes lo rutinario que es esto
—responde Sebastián al percatarse de la actitud de su compa-
ñero. Lo nota un poco afligido.
—Gilberto, no lo vayas a tomar a mal. Todos pasamos

281
por lo mismo. Yo también extraño a mi familia. Pero eso
fue hace mucho, pienso que es momento de seguir adelante.
—Disculpa por no mostrarme tan recio como tú, oficial
Pérez. Yo jamás olvidaré quién soy y de dónde provengo.
No puedes esperar que cambie cuando toda la vida he sido
así. Déjame disfrutar de la poca paz que tengo al venir aquí.
Solo te pido eso.
—La nostalgia no es un sentimiento inherente en los pro­
digios. Tú lo sabes. Aferrarte al pasado te causará más dolor
del que imaginas. Amigo, te lo pido de corazón.
—Puedes sentarte conmigo si quieres —responde Gilber-
to mientras cruza las piernas y regresa a la grama. Todavía
sostiene la vieja foto en la mano.
—Gilberto —su amigo suelta un pesado suspiro—: no te
pido que los olvides, solo… no dejes que el pasado entorpez-
ca tu vida. La organización te necesita sereno y con la mente
clara. Para todos ha sido difícil, créeme. No te aflijas más.
Gilberto se levanta y se aparta de su compañero. Deja la
fotografía en la grama. Lentamente, Sebastián se agacha para
agarrarla. Un pequeño vacío de nostalgia aparece de pronto
en la boca de su estómago.
—Cómo quisiera cambiarlo todo —Gilberto sigue hablan-
do mientras camina alrededor del samán. El oficial se pier-
de en el recuerdo que le trae la fotografía al verla—. Quiero
volver atrás. Daría lo que fuera para estar con mi familia.
Dejaría de ser prodigio el resto de mi vida con tal de tener
un día más al lado de mi familia.
Sebastián se queda fijo, mirando la foto por varios minu-
tos. Recuerda tan entrañable día. Gira la cabeza y observa a
su amigo, haciendo un ademan con la foto.
—Me acuerdo muy bien de este día. Nos tomaron la foto
junto a los profesores. El día siguiente de la manifestación de
nuestros poderes. No me sorprende ver a Gabriel molesto en

282
la foto —suelta una pequeña risa—. Éramos tan felices y no lo
sabíamos. Fuimos un grupo singular, con muchos defectos y
problemas paternales, pero, a fin de cuentas, siempre fuimos
una familia. —Sebastián se le acerca a su amigo, le entrega la
foto en sus manos—. Tienes razón, Gilberto, a mí también
me gustaría revivir esos momentos, pero ambos sabemos que
eso no pasará. Vivir en el pasado no le ha hecho bien a nadie.
—Pero, si fuera posible volver atrás, ¿qué estarías dis­­
puesto a dar?
—No sé. Nunca me he hecho esa pregunta. No he tenido
la necesidad de ver hacia el pasado. Aunque, si fuera posible,
con tal de salvar a alguien, daría mi vida con gusto.
Ambos se acercan al cartel y lo observan con detenimien-
to. Recuerdan ese día y muchos otros acontecimientos que
ocurrieron en tan entrañable lugar.
—Me parece increíble que este cartel de madera siga aquí.
Ni las termitas se lo han podido comer. —Sebastián toca las
cadenas que sujetan la madera.
—Este lugar ha permanecido así porque varios de noso-
tros nos hemos preocupado por mantenerlo. Estefanía y
Julia vinieron hace dos semanas. El mes pasado vinieron
Patricia y Laura. Hasta a Rafael se le ocurrió una idea —le
dice Gilberto, sonriente, quien no puede quitarse la añoran-
za del pensar—. Él dijo que el día que nos toque abando-
nar nuestro cuerpo mortal, que este repose aquí, al lado del
samán, con nuestros ancestros.
—Si yo muero, me gustaría descansar al lado de una
montaña —suelta Sebastián conmovido—, para así estar más
cerca del cielo cuando mi alma parta de este mundo.
—Ay, qué lindo. Eso sonó muy romántico —repone Gil­
berto, sarcástico.
—Cállate —Sebastián le da con el codo—. Estoy hablan-
do en serio.

283
Uno de los funcionarios agarra su radio para comuni-
carse con el oficial Pérez. Justo antes de hablar, Sebastián
le responde en su mente. Pidiéndole que tenga paciencia.
—Gilberto —el oficial coloca la mano en el hombro de Gil­
berto—, sé que no ha sido fácil adaptarnos. Hemos pasado por
intensas expiaciones. Combatir el crimen cuando no puedes
confiar en nadie es un problema muy grave. Por eso acudí a ti.
—Tampoco ha sido fácil cumplir las exigencias de Casti-
llo. Cada vez aplica medidas más descabelladas. La S.S.P.C.
busca emparejarse con la locura del gobierno.
—Sabes que la idea de borrar la memoria de los testigos
fue idea nuestra.
—Sí, ya era hora de rendirle homenaje al nombre —res­­
ponde con una sonrisa complacida—, somos una organiza-
ción secreta que trabaja a plena luz del día ¿Suena un poco
irónico si lo piensas?, ¿no?
—Te recuerdo, Gilberto, que fuiste tú quien nos expuso
destrozando esos camiones y parte de la autopista —respon-
de Sebastián, más sonriente que de costumbre. Su compañe-
ro lo empuja. Detesta que le recriminen sus viejas acciones.
—¿Cuántas veces tengo que decirte? Fueron los hombres
de Babrusa los que lanzaron los escombros. Yo solo me en­­
cargue de detenerlo. Yo solito.
—No te enojes —le da una palmada en la espalda, cosa
que le causa más risa—, solo quería molestarte un momento.
Me estaba cansando de verte tan triste y deprimido.
—Aprovechando que estas aquí, ¿cómo te ha ido con
Carolina?
Sebastián se aleja por un momento y comienza a caminar
alrededor del árbol, como si tratara de ignorar el tema. Sin
embargo, Gilberto insiste:
—Tú sí me puedes echar broma, pero uno no te puede
preguntar sobre tu vida.

284
—Sabes muy bien que he tratado de distanciarme lo su­­­
ficiente. Para que ninguno salga herido. Involucrarme sen­ti-
mentalmente con alguien siempre será necesario. Te recuerdo
que vivimos en Nueva República y somos agentes de la
S.S.P.C. Mientras la mitad del país nos admira, el resto nos
quiere ver muertos.
—Por esa razón he discutido con Patricia, por no querer-
me ir de la casa de tía Carla.
—¿Ahora la llamas tía? —Sebastián se ríe un poco.
—Sí. Le gusta que le digan así. La semana pasada hablé
con ella. Está preocupada por ti, hay días que se ha queda-
do despierta…
—Esperando que llegue sano y salvo a casa —Sebastián
ataja la oración, mostrando un rostro decaído—. Sí. Lo sé.
Yo también la echo de menos.
Dejan de caminar un momento y se quedan quietos. Los
policías se impacientan. El calor es sofocante, por eso entran
en las patrullas. La ventaja de ser prodigios es que pueden
controlar su temperatura a voluntad. Un día caluroso como
este no impide que sigan hablando con tranquilidad bajo
el sol implacable. Uno de los policías comienza a tocar la
corneta con fuerza. Quiere apresurar a su jefe.
—Es increíble el grado de impaciencia que tienen estos
señores. Aun así, seas su comandante, siempre habrá uno
que no le importe ser irreverente. Me gustaría seguir char-
lando, pero tengo que irme.
—No se preocupe, oficial Pérez. Hablaremos en persona
cuando pueda. Ahora vaya con Dios y dese a respetar. Que
la voluntad te dé fuerzas.
—Que la voluntad nos dé fuerzas.
Sebastián estrecha su mano y luego le da un abrazo a su
compañero. Gilberto se despide y se queda allí por una hora
más en el cementerio.

285
Aunque los prodigios continúan en las filas de la S.S.P.C.,
no todos han tenido éxito como Sebastián. Quienes integran
el grupo comando siguen trabajando en el mismo pues-
to. Hay quienes piensan que no les hace falta ser ascendi-
dos, como Gilberto. Él no tiene aspiraciones de subir de
puesto. Se siente bien donde está, a diferencia de Carlos,
quien ha asumido una posición importante en la organi-
zación. Es el prodigio que más ha trabajado de la mano
con Gustavo Castillo. Su misterioso cargo en la organi-
zación es tan secreto como el lugar donde guarda el collar
de asedio.
Ninguno de los prodigios vive en la base. La sala prodigio
se encuentra cerrada. Desde hace años, las puertas están bajo
llave. Tan olvidada está como la relación entre los herma-
nos Ramírez. Se han ido distanciando con el tiempo. Miguel
quiere ser más inclusivo, más amable. En cambio, Gabriel
se distancia más. Todos los días amanece con rencor, con
dolores de cabeza —casi todas las noches tiene pesadillas—.
Su comportamiento errático es cónsono con su persisten-
te ausencia.
En la base, Miguel permanece sentado frente a la compu-
tadora. Así ha estado las últimas tres semanas. Su oficio lo ha
vuelto sedentario. Disfruta de los momentos de corta feli-
cidad que le transmiten sus compañeros cuando se reúnen,
pero la mayoría del tiempo se queda solo. Durante ese tiem-
po, Eliana —su mejor y más confidente amiga—, ha trata-
do de ayudarlo. Los sentimientos entre ambos siempre han
estado a la vista de quienes los rodean. Lastimosamente para
ambos, el continuo trabajo, las recurrentes protestas, el creci-
miento de la criminalidad imperante en Nueva República les
han causado un gran vacío emocional. Eliana quiere expre-
sarle el amor que no recibe. Tanta tolerancia ha llegado a su
fin. Un día, ambos discutieron. El pleito provocó una fisu-

286
ra en su relación laboral. Verse las caras en los pasillos era
insufrible. Pasaron los días hasta que Miguel dio un paso
al frente. Admitió su error con Eliana, pero ella no aceptó
sus disculpas. Días más tarde, Eliana quiso entrar en la sala
prodigio. Ningún empleado de la organización podía verla.
Usó la técnica etérea para desaparecer de la vista del resto,
pero no para Miguel. Se dio cuenta de su presencia un día
cuando pasó al lado de la habitación. Ella lloraba sentada en
un rincón. Miguel se le acercó con delicadeza.
—Hola, Eliana, ¿puedo sentarme aquí, si no te molesta?
—No —responde con la voz ronca—, no tengo problema.
—Lamento mucho haberte insultado, Eliana —Miguel
se expresa con una voz suave y compungida—. No era mi
intención. Te lo juro. No era yo ese día.
—Te entiendo —usa la manga de su cárdigan para secarse
las lágrimas—, aunque no tenías que ponerte así. Lamento
que la relación con tu hermano no esté mejorando. Eso no
significa que la pagaras conmigo de esa manera.
—¿A qué te refieres? —pregunta Miguel, quien entrecie-
rra la mirada, confundido.
—Hace tres días, Gabriel se me acercó. Me dijo que esta-
ba sorprendido por nuestra relación. Yo le llamé la aten-
ción. Se metió en mi mente sin permiso y le pedí que me
dejara en paz. No es problema ni incumbencia de nadie lo
que nosotros compartimos. Se tomó la molestia de decirme
que, si seguíamos juntos, nuestra relación iba a perjudicar
a la S.S.P.C.
—Mi hermano es un idiota, lo sabes —repone el joven,
mientras aprovecha el momento de acercarse a ella—. No
estoy de acuerdo con la forma en que te habló. Pero, él tiene
razón. —Miguel se desdice de sus palabras luego de recibir
una mirada inquisidora.
—¿Estás defendiendo a tu hermano? —impropera—, ¿a

287
la persona que ni siquiera te dirige la palabra?, ¿a la persona
que cada día se distancia más de ti?
—Si lo dices de esa manera y con ese de tono, obviamen-
te suena muy cruel.
—¡Hablamos de la persona que dice ser tu hermano y que
tiene la misma sangre que tú, Miguel! —Eliana se levanta del
rincón, malhumorada—¡Cómo se supone que no sea cruel
si ya no te demuestra afecto! Él mismo se ha encargado de
que el resto de nosotros lo odiemos. Por sus pensamientos
cerrados, por quien se ha convertido.
Eliana camina hacia el otro lado de la habitación. Miguel
no se siente a gusto con mirar su espalda. Se levanta y cami-
na hacia ella. Intenta agarrarle la mano.
—Gabriel ha cambiado demasiado, ¡lo sé! —Miguel agita
las manos, tratando de expresar su sentir no solo con pala-
bras—. Es mi hermano y, por mucho que lo deteste en estos
momentos, tengo que reconocer su punto de vista. Sí, es
verdad. Si queremos ser felices, tenemos que abandonar esto.
—¿Te refieres a renunciar a la S.S.P.C.? —Ella voltea la
mirada y se sorprende.
—No necesariamente. Lo que sí podemos hacer es tomar-
nos unas vacaciones. Dime: ¿hace cuánto que no salimos
juntos? ¿Cuándo fue la última vez que fuiste al parque o la
playa? ¿Cuándo fue la última vez que dejamos de pensar en
nuestras obligaciones y comenzamos a pensar más en noso-
tros? Te pregunto a ti porque yo no tengo la respuesta.
—Desde que éramos pequeños —Eliana lo ve, afligida—,
hace tiempo atrás.
—Hemos dado tanto por este país y esta organización…
—el joven se toma la molestia de sujetar las manos de su
mejor amiga. Las sostiene con delicadeza—. Ya estoy cansa-
do de trabajar sin que nadie nos reconozca. Celoso de que la
policía nacional se lleve el crédito, mientras nosotros hace-

288
mos el trabajo sucio. Cansado de borrar memorias, atrapan-
do criminales y llevándolos a la cárcel. ¡En vano! —continúa
hablando sin quitarle la mirada—. El sistema judicial no
sirve; ni la sociedad; el país se cae a pedazos a pesar de nues-
tros esfuerzos. —Miguel trata de calmarse por un momen-
to. Sacude la cabeza de un lado a otro. Eliana se muestra
sorprendida cuando se arrodilla frente a ella—. Querida,
nos merecemos un tiempo a solas. Nada de reglas, ni opera-
ciones, ni trabajo en oficina. ¡No quiero saber nada de la
S.S.P.C.! —Agacha la cabeza, se toma una pausa para recu-
perar el aliento—. A pesar de que todo se vea gris, regre-
semos el color a nuestras vidas. Sabes que te amo, Eliana.
Siempre lo he hecho. Ni de pequeño, ni cuando tenía veinte
años quise decírtelo. Me sentía tan presionado. Era dema-
siado tímido. Aunque tengo la fuerza de mil hombres, no
me siento un prodigio si no estoy a tu lado.
Eliana deja de llorar de tristeza. Ahora son lágrimas de
alegría las que recorren sus mejillas sonrojadas. Se toma su
tiempo. Suspira por un momento sin soltar sus manos. Plan-
ta una mirada estremecida en Miguel. Levanta sus manos y
les da un tierno beso.
—Y pensar que yo era la tímida… —una pequeña risa se
esconde bajo el sollozo de su alegría—. Sabes que siempre
te he querido, Miguel. Tú me salvaste la vida cuando era
niña. Lo haces todos los días. Cuando me siento temero-
sa, tú me inspiras valor. Cuando me siento agobiada, tú me
das calma. Pero, sobre todo, en los momentos más difíciles,
siempre has estado a mi lado. Yo también te amo, Miguel
—su llanto cesa, y es reemplazado por una hermosa sonrisa
que sobresale su pesar.
—Nunca nos separaremos. Es un pacto de por vida
—Miguel se pone de pie. Aun sujeta sus manos. Se acerca
poco a poco, frente a frente, suelta un caluroso y tierno beso

289
en los labios. Fue a partir de ese momento que la amistad
se convirtió en algo más.
Para el director de la S.S.P.C. darles unas extensas va­­
caciones no le pareció una idea tan descabellada (eran los
primeros que se lo habían solicitado), así que les dio cuatro
meses.

Los días siguientes se convirtieron en una gran aventura para


ambos. Cumplieron su sueño de conocer su tierra. Recorrie-
ron gran parte del país —visitando los lugares más hermo-
sos de Nueva República—. Desde oriente hasta occidente.
Escalaron montañas. Los sitios históricos eran sus paradas
favoritas. Exploraron la selva y visitaron la costa. Todo el
viaje no tendría sentido si no hubieran tenido a alguien con
quien compartirlo. Ambos demostraban su afecto de forma
singular, y eso era lo que más importaba.
Durante semanas, recorrieron todo el país. Amables luga-
reños expresaban su más grata alegría al tener turistas visitan-
do sus pueblos, sus aldeas. A pesar de que muchas personas
viven en la pobreza, la mayoría desea vivir tranquilamen-
te y en paz, y eso fue algo que los marcó. Subestimaron las
maravillas que ofrece una nación tan bendecida por la natu-
raleza. Agradecían cada momento y cada nueva experiencia.
Alegres por cada rostro nuevo que conocían. Entristecidos
cuando decían adiós.

Un día decidieron acampar en una playa. Miguel —usan-


do sus habilidades—, distrajo la mente de Eliana para darle
una sorpresa. Cuando llegan al lugar, se sientan en la playa,
descalzos. Las olas siguen un vaivén que brinda frescura a
sus pies. Eliana se asombra cuando se da cuenta de que están

290
sentados en el mismo sitio que visitaron hace doce años: la
playa de la isla Ovillo. Los ojos se le humedecen de repente.
—Te agradezco muchísimo esta sorpresa. —Le da un
fuerte abrazo que lo asfixia.
—Los días pasan, pero los recuerdos permanecen —dul­­
cemente le habla, mientras deja caer un poco de arena en su
ondulado cabello. Eliana lo empuja y se ríe—. Siempre quise
volver aquí. Y ver tu rostro como aquella tarde.
Entre risas y carcajadas, el cariño y el apego, se divierten
como nunca lo han hecho. La han pasado tan bien que deci-
den quedarse unos días más. Instalan una carpa cerca de un
arbusto de manglar. Sentados uno al lado del otro, observan
el caluroso ocaso.
—«Yo pienso que la vida es como nosotros queremos
verla. No todos los días serán buenos. De los malos también
se aprende».
—¡Oye! Fui yo quien dijo eso. —le dice Miguel, son­­
riéndole.
—Me gusta esa frase —la risueña señorita le da un leve
empujón, al chocar con el hombro de su amado—. Aunque
tengo que admitir que el ejemplo que diste sobre las tortu-
gas fue muy bonito. Criaturas creadas por Dios destinadas
a vivir en el mar.
—Porque es donde pertenecen. Sí, me acuerdo de eso.
—Miguel deja caer la cabeza sobre el hombro de Eliana.
Ella se sonroja de inmediato al compartir su afecto—. Fue
el día que conocí el mar, el agua tan cristalina, la suavidad
de la arena y el cálido atardecer. —Nuevamente levanta la
cabeza, planta un tierno beso en su mejilla mientras se delei-
tan por el sonido de las olas en el atardecer—. Pero lo único
que me cautivó más ese día, fue ver tu rostro iluminado por
el calor del sol.
—Siempre tan romántico —ahora es Eliana quien ladea su

291
cabeza y la deja reposar en el hombro de Miguel—. ¿Qué otra
sorpresa me tienes guardada? Lo sé, te miro a los ojos y sé que
me ocultas algo. Leo tu mente y me distraes. Dime qué es.
Miguel se ríe por dentro. Sabe que lo han descubierto.
Le pide que cierre los ojos y le dé un minuto. Ella accede.
Permanece sentada en la arena y él entra al agua. Nada con
rapidez en la profundidad del agua. Se sumerge. Toma un
objeto del arrecife y vuelve a la superficie. Con la ropa moja-
da, camina hasta la orilla mientras moldea con sus uñas un
pequeño caracol. Se acerca a Eliana y le pide que se ponga
de pie. Le advierte que no siga tratando de leer su mente.
Cuando le pide que abra los ojos, ella lo ve con una rodi-
lla en la arena, extendiéndole una sortija hecha de caracol.
Eliana enmudece.
—Sé que puede parecer algo apresurado —agita la cabeza
como si tratara de sacudirse los nervios—, aunque me ves
tranquilo y sereno, por dentro, me siento aterrado. Somos
prodigios, lo sé —tartamudea—, pero eso no nos quita lo
humano. Y no hay nada más característico de un ser humano
que demostrar su amor y afecto por alguien. Ese alguien que
quiero que me acompañe el resto de mi vida… —de pronto
se queda sin habla. Eliana lleva su mano la boca, emociona-
da—. Así que no lo expresaré con palabras.
Eliana está completamente conmovida. No se siente pre­­
parada para asumir ese compromiso. Realmente, nadie lo
está. A pesar de todo, lo analiza con claridad.
Mi querida Eliana Maldonado, ¿quieres casarte conmigo?
En su mente escucha sus tiernas palabras. Puede sentir su
afecto. El cariño de su propuesta. La emoción de sus pala-
bras. Y el sentimiento de su pregunta. El corazón de Miguel
jamás había latido tan rápido. Tantas misiones peligrosas
donde su vida ha corrido peligro no se comparan con lo
que siente ahora.

292
Mí amado Miguel: por supuesto que acepto casarme conti-
go. Gracias por darme tu corazón. Prometo cuidarlo, así como
tú lo harás con el mío. Acepto compartir mi vida contigo, tener
una familia contigo, crecer y envejecer contigo.
Ese día tan hermoso que vivimos, jamás lo olvidaré. Al
igual que aquella noche estrellada. El universo fue testigo de
nuestra demostración más emotiva. Nuestra declaración de
afecto. Aunque los dos estábamos nerviosos —siendo nuestra
primera vez—, lo único que importaba, era que nos teníamos
el uno al otro. Sentimos miedo, también dolor, pero a pesar
de todo, era nuestro testimonio de amor lo que importaba.
Días después seguimos en nuestro viaje por nuestro amado
país. Ahora juntos, de una manera distinta que al principio.
Tan coloridos como el hermoso caracol que me regalaste. Su
simplicidad es lo que lo hace más precioso que el diamante.
Las noches siguientes fueron maravillosas. Cada vez más
unidos físicamente, juntos como la arena y el mar, el río y el
caudal. Esa pasión que traspasó el desasosiego, y quedábamos
tan agotados que queríamos seguir divirtiéndonos, jubilosos,
expresando el amor más puro. Fuiste como un ángel que me
llevó al cielo y me trajo de vuelta.
Pero todo cambió unas semanas después. Me sentí mal.
No quería salir de la habitación. Varias sensaciones físicas
y emocionales me tenían alterada. Hasta que lo analicé con
claridad. El presentimiento que algo maravilloso había ocurri-
do. Te pedí que colocaras tu mano en mi barriga. Esperé que lo
descubrieras por tu cuenta. Tardaste unos segundos hasta que
reaccionaste. Tu sonrisa lo decía todo. Un milagro ocurrió ese
día. Una bendición que cayó del cielo. «Vamos a ser padres»,
dijiste con alegría y esperanza.
CAPÍTULO XXIV
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE DICIEMBRE

Miguel y Eliana caminan por los pasillos del hospital central


de Ciudad Esperanza, alegres y contentos por la buena nueva.
Han acudido lo más rápido posible al enterarse de que el
doctor Francisco Acosta se encuentra en la capital. Justo antes
de realizar la llamada para comunicarse con la S.S.P.C. Miguel
ha hablado con él —telepáticamente—, así que los ha espe-
rado en el consultorio de una colega, amiga de la infancia
de Acosta. Toman el ascensor. Llegan al piso y reciben con
mucho entusiasmo al doctor. Su rostro ansioso demuestra
cuánto los extrañaba. Reencontrarse después de tantos años
les causa una enorme felicidad.
—Por el amor de Dios —repone el doctor, asombrado—.
¡Muchacho! Cómo has cambiado —le da un abrazo frater-
no—. Miguel, ya eres todo un hombre. Y, Eliana, te ves
com­­­­­pletamente diferente —también muestra su afecto con
un abrazo, tiene mucho cuidado de no apretarle el vientre—.
Qué mujer tan hermosa.
—Basta… —a Eliana le causan gracia y vergüenza sus
halagos—. Me sonroja, doctor. Pero gracias. Nos da gusto
verlo de nuevo.
Los tres caminan hasta el consultorio. Hablan sobre los

295
futuros planes familiares. Al momento de entrar, el doctor
le presenta a su amiga, la ginecóloga Beatriz Muñoz, una
señora de cincuenta años pero con mucho espíritu y carisma.
—Bienvenidos —estrecha la mano de los futuros pa­­
dres—, es un placer conocerlos. Pueden sentarse con gusto
por acá. En un momento los atiendo.
La señora muy amable le da un cariñito en la barriga.
Se ríen jocosamente. La doctora se retira a su consultorio,
mientras Miguel y Eliana esperan. Ambos se quedan miran-
do al doctor. Él los observa con pena y luego trata de romper
el silencio:
—Okey. Creo que no les tomó más de treinta segundos
conocer mi historia. Ahora me toca averiguar sobre ustedes.
El doctor coloca los dedos en la cien. Entrecierra los ojos,
como si intentara leer sus mentes. Ellos se ríen jocosamente.
—Trata de no hacerlo muy seguido. Te dolerá la cabeza.
—Miguel sigue riéndose al igual que los demás.
—Doctor —interviene Eliana—, sé que estuvo de viaje
por todo el país durante todos estos años. Conozco el moti-
vo, pero me gustaría que me lo explicara usted mismo.
—Bueno. Ustedes saben más que los últimos años han
sido muy difíciles para todos; vivimos una situación muy
precaria. Pero como científico, como amante del estudio y
del aprendizaje, no quise mantenerme estancado en el mismo
sitio. No soy de esas personas que se conforman con estar
todos los días encerrado en una casa. Puede que se hayan
sentido abandonados. O defraudados conmigo. Por no haber
estado con ustedes todo este tiempo.
—No se preocupe profesor. Tenía sus motivos. Y ambos
lo respetamos por eso —Miguel interviene al mismo tiem-
po que sujeta la mano de su amada esposa—. De no ser
por usted, nada de esto hubiera pasado. No tenemos como
pagárselo.

296
—Gracias por tus palabras. —Francisco asiente, agra-
decido—. Ahora, cuéntame, Eliana. Yo no sabía que tú y
Miguel eran novios. Logré hablar con Sebastián. Ahora es
oficial en jefe. Me comentó que estaban de vacaciones. Y,
bueno… durante esos días de asueto, pude darme la idea de
qué fue lo que pasó.
—Sí. Fue una sorpresa gigantesca, ¿no lo ve? Apenas lleva
dieciséis semanas y pareciera que hubieran pasado treinta y
dos. —Miguel está entusiasmado.
El doctor Acosta se sorprende ante la declaración de
Miguel. La barriga de Eliana es bastante grande. Ella hace
un ademan con la mirada y lo invita a tocar su vientre. Una
sonrisa se le dibuja en el rostro cuando el bebé se mueve.
Francisco se emociona y ella le sonríe de vuelta. La seño-
ra Muñoz invita a pasar a la madre al consultorio. Miguel y
el doctor la acompañan. El consultorio es bastante amplio,
limpio y pulcro, como debe ser.
Al finalizar, ambos doctores se encuentran anonadados
con los datos recaudados en el examen. Beatriz concluye que
el embarazo de Eliana no tiene precedentes. Al ser una prodi-
gio, el proceso de gestación se ha acelerado el doble. Su emba-
razo —que apenas lleva dieciséis semanas— se encuentra en
la etapa final del tercer trimestre de un embarazo normal.
Gracias al oportuno cuidado de los padres, el bebé se encuen-
tra en excelentes condiciones. Conocen con exactitud el sexo
de la criatura, pero desean esperar el día del parto para darle
un nombre. Realizado los exámenes propicios, la doctora
Muñoz los felicita. Estima que el parto ocurrirá dentro de
unas semanas.
La buena nueva no se hace esperar, y el resto de los pro­
digios celebran con orgullo. Las mujeres organizan un
baby shower a Eliana, mientras que los caballeros se diri-
gen a un bar a celebrar con Miguel. Estefanía se luce con

297
abundantes obsequios, pero las demás no se quedan atrás.
Como no tienen idea del sexo del bebé —y Eliana no quie-
re echar a perder la sorpresa—, le dan obsequios unisex.
Los recuerdos del pasado —antiguas experiencias y memo-
rias placenteras— abundan en la tranquila noche. Pero un
tema en particular comienza a tomar fuerza: sus relacio-
nes amorosas. Claudia habla de su noviazgo con Carlos;
es la única que presume. El resto prefiere guardar el secre-
to entre risas y burlas. La noche transcurre con una sutile-
za palpable en el ambiente. Una hora más tarde, Eliana se
dirige al baño, pero es interceptada por Laura. Se coloca
detrás de ella usando la técnica etérea y le causa un susto
tremendo.
—¡Estúpida! —le da una palmada en el hombro—. Casi
te expulso por la ventana.
—Sabes que suena mejor cuando le dices «onda expansi-
va». —Laura se sujeta la barriga mientras ríe—. ¿Cómo no
te diste cuenta de que era yo?
—Para la próxima, te golpeo —responde con una risa
cómplice, Eliana se muestra risueña—. Amiga, acompáña-
me al cuarto. Los tobillos me están matando.
—Más tarde te sientas. Necesito decirte algo.
—¿Por qué miras a los lados así tan raro? ¿Alguien nos
persigue?
Laura la toma por los hombros y la obliga a entrar al
baño. Pasa el seguro de la puerta y de inmediato crea una
barrera psíquica. Nadie podrá escucharlas.
—Lamento encerrarte en el baño de tu casa. Pero tienes
que saber algo. Últimamente las cosas no lucen tan rosas
como tú piensas. Desde que ustedes se fueron de sabático,
el gobierno comenzó a proclamar leyes absurdas. La insegu-
ridad comienza a afectarnos a todos, hasta llegar al punto…
—Laura suspira muy fuerte, no aparta la mirada del piso

298
hasta que su amiga le toca el mentón—. Todo lo que hemos
hecho fue en vano.
—No digas eso. No creo que las cosas estén peor que
antes.
—¡Eliana, reacciona! —espabila su amiga al chasquearle
los dedos—. Aunque tengo la fe plena en que ustedes podrán
salir adelante, traer un bebé al mundo en esta situación es
peligroso. Temo por ti, amiga. Por todos.
—Miguel y yo estamos conscientes de eso, Laura. Si el
país está en declive, es nuestra obligación como prodigios
salvarlo —repone mientras una mirada justificada se planta
en su rostro—. He visto las manifestaciones. Recorrimos el
país entero buscando un escape a la realidad. Nueva Repúbli-
ca no es Ciudad Esperanza. Vi los rostros de todos nuestros
hermanos. Y todas esas miradas comparten algo en común.
Hambre —Eliana se pone de pie e invade el espacio personal
de Laura, al mismo tiempo que el tono de voz se transforma
en susurros—. Este gobierno los asfixia a todos. Y mientras
esa cúpula corrupta nos gobierne ¿qué nos garantiza que las
cosas puedan cambiar a mejor? ¿Por qué no intervenimos?
¿Por qué la S.S.P.C. se hace de la vista gorda?
—No te alteres, Eliana. Eso le hace daño al bebé.
—Tienes razón —suspira—; no debería molestarme.
Ahora respiro por dos.
—Eliana, la organización no ha hecho nada desde que
empezaron las revueltas. Nosotros protegemos a las perso-
nas de la inseguridad, no peleamos contra el pueblo. Recuer-
da lo que pasó aquella vez que decidimos intervenir.
—Pero si pueden intervenir de nuevo, olvídense del pro­
tocolo.
—¡Somos una organización secreta! —impropera Laura,
en un susurro casi inaudible—. Protegemos al pueblo, no
luchamos en su contra. Además, Gustavo Castillo sigue

299
siendo el director general. No tenemos otra opción más que
seguir sus comandos. Nos gusten o no.
En ese momento en que la angustia las arropa, solo queda
esperar que las cosas sucedan. Muchas son puestas en rele-
vancia para Eliana. Tras ausentarse tanto tiempo, la situa-
ción no es la misma de antes. Ahora su deber como madre
es velar por su bebé y mantenerse atenta.
—Sabes que yo te quiero mucho, amiga —le habla con
sinceridad al extender la mano y deslizar los dedos en su
ondulada cabellera—, pero llegará un día en que esta situa-
ción nos supere a todos. Expresar amor en este mundo tiene
un precio.

Entretanto, los muchachos en el bar cercano a la casa de


Miguel celebran durante toda la noche, mientras los comen-
sales van y vienen. Están todos, a excepción de dos perso-
nas —su hermano, Gabriel, y Carlos Sosa—. Desde que el
joven se fue de vacaciones, no ha podido verlo. La reunión
se torna incómoda cuando el grupo realza el comportamien-
to errático y ermitaño de su hermano.
—Miguel —el joven Rafael se le acerca—, queremos ser
francos contigo. Nos alegra que tú y Eliana hayan descan-
sado. De verdad se lo merecían. Pero, desde que te fuiste,
tu hermano nos ha vuelto la vida difícil —comenta bastante
irritado mientras bebe.
—El mes pasado decidió quedarse encerrado en la ofici-
na que le asignaron y se quedó pegado a la computadora
por cinco días seguidos —Cesar interviene en la conversa-
ción luego de recargarle la bebida al celebrado—. Se volvió
fanático de las biografías, en especial, sobre dictadores. De
repente comenzó a tomarle gusto a la labia de esos hombres.
No sé por qué. Simplemente se obsesionó.

300
—Pero —Miguel yace pensativo, muestra una mueca
risueña al escucharlo—… ¿qué tiene que ver una cosa con
la otra? Dudo mucho de que mi hermano tenga aspiracio-
nes de ser presidente. Sí, se ha vuelto déspota, pero, a pesar
de todos sus defectos, seguirá siendo mi hermano —replica.
Sus compañeros mantienen seriedad.
—No eres el único que se preocupa por él. Cada día que
pasa se aleja más de nosotros. Se ha vuelto más errático,
subversivo, desobediente, descarado, sinvergüenza…
—¡Sí, Cesar! Ya entendí. No hace falta echar más leña
al fuego.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron? —Rafael le
lanza esa pregunta arriscada, esperando que le responda
mientras se sirve más licor. Luego, Gilberto toma con cuida-
do la botella y se la aparta.
—No juzgues a Rafael por su comportamiento. Todos
nos sentimos de la misma manera. Esperaba que tu propio
hermano te lo dijera.
—¿Decirme qué? —Miguel manifiesta seriamente la
cuestión.
—Que puso en riesgo varias misiones —lo ataja Christo-
pher al responder con veracidad. Gilberto lo juzga con una
mirada inquisidora. No le gustó que lo haya interrumpido.
Regresa la mirada a Miguel y continúa hablando.
—Hubo un operativo. Eso fue hace poco. Nuestro equipo
estaba preparado para la redada. Decomisamos el contraban-
do de una famosa banda. Arrestamos a unos cuantos involu-
crados. Fue en ese entonces que Gabriel apareció. Comenzó
a interrogar a los detenidos, ansioso por conocer al respon-
sable; pero ninguno le respondió —con la jarra de vidrio
goteándole sobre los dedos, Gilberto termina de beberse la
pinta. Carraspea la garganta y continua—. En su arrebato,
comenzó a golpearlos.

301
—Sí. Sebastián me contó esa anécdota. —levanta los ojos
hacia el oficial, quien ha permanecido sereno y muy callado
durante la reunión. Sebastián exhala un suspiro por la nariz.
—Creo que Gabriel está haciendo lo que ninguno de
nosotros se ha atrevido a hacer. Encargarse de las personas
irreformables —mientras Gilberto habla, puede verse un
desengaño escondido en el iris de sus ojos—. Sabemos que la
justicia tiene la balanza inclinada hacia el gobierno. De nada
sirve atraparlos si dentro de unos meses los sueltan de nuevo.
Por eso entiendo a tu hermano. Por eso Gabriel se comporta
de esa manera. Prefiere tomar la ley por sus propias manos
antes de dejarse ganar por la impunidad.
—Aun sabiendo que lo que hace está mal, Gilberto —Se­­
bastián golpea la mesa con sus nudillos, atrayendo su aten-
ción—. Recuerda lo que pasó con Carlos.
—¿Qué pasó? —pregunta Miguel, girando la cabeza a
los lados.
—Carlos estaba presente en uno de esos hechos y quiso
detenerlo. —Tras levantar la mano para intervenir, Chris-
topher le responde—: Pero Gabriel estaba tan alterado que
colocó su mano en el rostro de Carlos. Una onda expansiva
lo sacudió hasta el otro lado de la acera. Desde ese día, todo
cambió. Tu hermano ya no puede controlarse a sí mismo.
—Será mejor que cambiemos de tema —arguye Gilber-
to tras interrumpir a Christopher. Todos en el bar se dan
cuenta de lo que sucede afuera. Sebastián observa fijamen-
te la puerta.
—Él está aquí. —exclama Sebastián en voz baja. Un
exabrupto ocurre en el que el oficial se levanta de su silla.
Camina rápido hacia la puerta. Cesar es lo suficientemente
rápido como para detenerlo. Sebastián le pide que se apar-
te de la puerta.
—Miguel, tu hermano está afuera. Si quieres hablar con

302
él, este es el momento —Cesar le pide a Sebastián que se
tranquilice, pero este no hace más que empujarlo—. Que
sea rápido. La paciencia de Pérez no es tan benigna como la
mía. Sal y háblale.
Tras escuchar la acotación de su compañero, Miguel se
incorpora y les pide permiso a todos. Va a la puerta y sale
tranquilamente. La calle luce desolada. A la vista solo obser-
va la fila de carros aparcados frente al local. Gira la cabeza
en todas direcciones: no ve nada.
Veo que tus habilidades se han ido inmutando con el paso
del tiempo. Eres un prodigio y fuiste incapaz de usar tu mente
para localizarme.
Luego de dar un salto de casi tres metros de altura, Ga­­
briel se le para al frente.
—Escuché la conversación —muestra una sonrisa, para
nada hipócrita—. Todo estaba bien hasta que sacaron el
maldito tema y comenzaron hablar a mis espaldas.
—Hola, hermano, ¿cómo te ha ido? —con una educa-
ción que no está al nivel del momento, Miguel lo saluda—.
Espero no incomodarte con lo que te voy a decir. Admito
que tengo la mitad de la culpa en esta relación de herma-
nos. Aunque no me parece justo que tú, siendo el mayor, no
mostraras ni una pizca de preocupación por mí. Ni siquiera
por tu futuro sobrino o sobrina. Gabriel, hermano… ¿por
qué ya no me hablas?
—Las personas cambian, Miguel. Tu más que nadie lo
sabes. Así como todos ustedes, la vida me ha puesto a prue-
ba estos últimos días. Me la pone difícil.
—Eso no es excusa para que no arreglemos nuestras dife-
rencias. A todos nos suceden cosas malas. Tú mismo lo dijis-
te hace tiempo: la vida está llena de decepciones. No permitas
que eso nuble tus pensamientos y trastorne tu conciencia.
Gabriel deja de mirarlo a la cara y le da la espalda mien-

303
tras camina por la acera. Inspecciona al área como si estu-
viera cazando a otro maleante que lastimar.
—¿Te fuiste un buen rato, hermanito? Qué bueno que los
muchachos te pusieron al día después de tus lindas vacacio-
nes. Apuesto a que ellos te aclararon sobre el tema, ¿verdad?
—las preguntas acompañadas con un poco de desahogo hacen
que el rostro de Gabriel se tense—. Resulta que soy el villano
de la historia. Que me haya distanciado de ti no significa que
he dejado de quererte. Los pensamientos que me martillan
la cabeza no me dejan dormir, Miguel. Si tan solo supieras
como me siento realmente. Si lo supieras, entenderías cómo
me siento.
—Puede que tenga una noción de lo que sientes, hermano.
—¡Eso es falso, Miguel! ¡Falacias! Como las historias que
te comentaron tus amiguitos del bar. —Gabriel sacude los
brazos al expresarse con desdén—. ¿Sabes por qué golpee
a Carlos? ¡El maldito me partió la nariz! Luego nos dimos
una tunda tan brutal y desalmada que destruimos la calle.
Causamos más desastre que los criminales que estábamos
arrestando. —De pronto, Gabriel sonríe a carcajadas.
—¿Te parece gracioso todo esto? ¿Ser ejemplo negativo
de nuestra organización?
—La indiferencia de ese grupo es lo que me da risa.
Además, si Carlos o Sebastián tienen cargos superiores en
la S.S.P.C. para mí no significa nada. No puedo darles su
merecido a los criminales, pero sí tengo que obedecer sus
estúpidos protocolos.
—Sabes muy bien que esa no es la manera en que resol-
vemos las cosas.
—¿Y cuál es la manera? —la pregunta se torna agresiva
cuando Gabriel toca a su hermano por el hombro, casi pare-
ce un empujón—. Sí sabes que vivimos en Nueva República,
¿no es así? ¿No hay espacio en las penitenciarías, pero sí en

304
las calles? Qué realidad tan ridícula la que vivimos, donde
hay más espacio en los bolsillos del corrupto que celdas en
las cárceles.
—¡No, Gabriel! ¡Eres tú el que vive en otra realidad!
Conozco a la perfección lo que está ocurriendo en el país.
Eso no es excusa para que actúes de esta manera. ¿Qué pasó
con la persona que prometió seguir siendo fiel a sus idea-
les?, ¿a la persona que, sin importar las adversidades, segui-
ría luchando por lo que cree?
Gabriel se queda callado cuando Sebastián sale del bar
acompañado de los demás, esperando que no ocurra otro
incidente. Luego el prodigio decide continuar la conversa-
ción de otra manera.
Mis ideales siempre se han mantenido, Miguel. Estamos
en una lucha desigual, no te hagas pasar por ignorante. Sabes
que en la organización hay personas que trabajan para los
criminales a quienes capturamos. La S.S.P.C. está corrom-
pida. Desde la muerte de nuestros padres, todo ha cambia-
do. Y después de una década, todavía no sabemos quiénes
fueron los responsables. Nos llevan a un callejón sin salida.
Será muy tarde para ustedes cuando se den cuenta del error.
Yo no quiero que salgas lastimado. Tampoco Eliana. Admi-
to que me he distanciado demasiado, pero tenemos tiempo
para remediarlo. Para hacerlo, tienes que admitir tu natu-
raleza única. Las habilidades que poseemos son nuestras. No
le pertenecen a nadie. Solo tienes que darme una respuesta.
Somos hermanos, la sangre no es lo único que nos une. Sin
importar cómo pienses, Miguel, siempre estaremos unidos.
Ahora es tu decisión.
Gabriel extiende la mano, esperando estrechársela. Con
miradas penetrantes, los prodigios juzgan premeditadamen-
te al joven. Miguel todavía no le contesta.
—Ahora tengo que pensar por mi familia, Gabriel.

305
Quisiera apoyarte, pero estás tomando un camino que no
puedo seguir. Mientras más radical te vuelvas, más nos esta-
remos separando. ¿Quieres que tome una decisión ahora?
Pues lo haré. Perdóname, hermano, pero esta vez no estre-
charemos las manos.
El hermano mayor se siente decepcionado. La mano des­­
ciende lentamente mientras sus ojos reflejan lo desamparado
que está. Anonadado por las palabras, Gabriel traga un gajo
de saliva fuerte para aplacar el nudo en su garganta.
—Lamento tener que decírtelo, hermano, pero no puedo
estar más en desacuerdo con tu pensar. Ser prodigios no sig­­
nifica que seamos más poderosos que los demás. Mi compro-
miso ahora es con Eliana y con mi bebé. Aunque me duela en
el alma, sé que no podrá crecer con un tío a su lado. Que le
quiera, que lo ame. Porque ahora está corrompido y desorien-
tado. Lo siento muchísimo, Gabriel, pero mi respuesta es no.
Miguel siente mucho dolor por sus palabras, pero no
está afligido por habérselo dicho. Espera que lo compren-
da. Aguarda que esas rudas, e intrincadas, palabras ayuden
a su hermano a rectificar. Gabriel, antes de despedirse, le da
una advertencia:
—Aproveché de leer tu mente mientras esperaba que
salieras del bar. Sé que querías invitarme a esa fiesta de fin
de año con la comunidad. Lamentablemente no podré ir.
Vienen momentos oscuros para nuestro país. Tratar de ocul-
tarlo no servirá de nada, así que te dejaré por estos momen-
tos, con esta acotación.
En el instante en que fija la mirada llena de cizaña en
contra de sus compañeros, muchos de ellos se sienten de
la misma manera. Su vista regresa al rostro de su hermano,
quien con el corazón estremecido siente un presentimiento
muy lúgubre.
—Espero que disfrutes estos días de diciembre, porque

306
serán los últimos días de felicidad que tendrás. —Gabriel
entonces cambia el tono de voz. Le importa un bledo que
los demás lo oigan—: No es una amenaza; reflexiónalo como
una verdad. Adiós, hermano. Espero que la próxima vez que
nos veamos, ninguno de los dos salga herido.
Gabriel se voltea y camina hacia la calle sin rumbo fijo,
mientras su hermano lo ve desaparecer entre la oscuridad.
Miguel se siente apenado por lo ocurrido, pero a la vez
necesitaba aclarárselo. Por muy crudo que haya podido ser,
trata de olvidarse de esa incómoda escena. Con tranquili-
dad, Cesar se le acerca.
—Entra, muchacho. Hiciste lo que tenías que hacer, solo
espero que recapacite y vuelvan a ser unidos como antes.
Como en los viejos tiempos.
Regresan al bar, con la mente más calmada. Tras semejan-
te conversación, Miguel no siente ninguna dicha en festejar.
Deseaba compartir ese momento con su hermano, lamen-
tablemente, los siguientes días no cambiaron la realidad.
Miguel se sentía muy culpable por lo sucedido, queriendo
volver al pasado, queriendo borrar las palabras que le dijo,
esas palabras, que, sin darse cuenta, los han lastimado.
CAPÍTULO XXV
31/12/2021

Como la venida de los vientos templados en diciembre, la


celebración de fin de año ha llegado al fin de forma abrupta.
Algunos miembros de la S.S.P.C. desean festejarlo con una
pequeña comunidad del sector Altos de la Trigueña. Orga-
nizan las mesas frente a las casas de la localidad, sin impor-
tar que la situación económica se haya agraviado, la gente de
Ciudad Esperanza se da un espacio para celebrar. Creyen-
tes piden a gritos un cambio positivo para el año venidero.
Familiares de los agentes agradecen el gesto con abundan-
te comida y buena música, preparándose para una noche
inolvidable.
A pesar del día festivo, la organización continúa con sus
operaciones regulares. Algunos funcionarios y agentes hacen
guardia. Pasadas las horas de la tarde, el doctor Francisco
—con maletín en mano— camina hacia la salida. Sebastián
se apresura y corre a saludarlo. Acosta se voltea y le da un
fuerte abrazo.
—Doctor, ¿cómo está? ¿Se marcha tan pronto? Yo pensa-
ba que celebraría el año nuevo con la comunidad. Nosotros
pasaremos un rato antes de la medianoche.
—Lo lamento, Sebastián. Ya tengo planes para reunirme

309
con mi familia. Tengo meses que nos los veo y quería estar con
ellos esta vez. Ya me ha tocado recibir el año fuera de mi casa
en muchas ocasiones. Me hubiera encantado acompañarlos.
—No se preocupe. Comprendo. Que disfrute entonces
con su familia, estoy seguro de que lo están esperando. Sí le
pediré una sola cosa: viaje con cuidado.
—Claro que sí, Sebastián. Que pasen un feliz año nuevo.
—Igualmente, doctor —el oficial estrecha su mano. Un
abrazo de caballeros media entre ellos.

Muy alejado del sector Altos de la Trigueña, se realiza una


pequeña reunión clandestina en una casa. A pesar de lo
angosto, muchas personas se congregan ahí. En su mayo-
ría son criminales —delincuentes de distintos barrios de la
capital—, cuando están a punto de escuchar las palabras de
su nuevo dirigente. De pronto aparece Carlos bajando las
escaleras. Coordina un plan taimado y falaz.
—Hoy, como todos ustedes saben, las personas de esta
ciudad se reúnen en sus casas para celebrar la víspera del
nuevo año. Su misión es dirigirse al sector Altos de la Trigue-
ña, a dos cuadras de la plaza. Allí se estará realizando un
compartir con la vecindad. Van a sabotear el evento. Nada
más. Esa es la tarea que les estamos encomendando —Carlos
recorre la casa con una mirada inquisidora e inquieta—.
Tengan mucho cuidado, ya que el lugar estará custodiado
por funcionarios policiales. Queda terminantemente prohi-
bido asesinar a los civiles. Solo queremos crear una distrac-
ción. Quienes quieran servir a nuestro líder, deben cumplir
con lo que se les ha ordenado. ¿Preguntas?
Uno de los hombres que se encuentran allí —de aspec-
to sucio y marginado— levanta la mano para hacer una
pregunta:

310
—Si nos dejamos capturar por los oficiales, ¿existe una
garantía? ¿Nos sacarán de la cárcel? —El hombre se reser-
va las dudas que rondan por su cabeza al ver que el prodi-
gio comienza a juzgarlo con la mirada. Carlos sonríe por un
momento y contesta:
—Sí, hay una garantía: mi palabra. ¡Ahora lárguense de
aquí!
El grupo se retira de inmediato. Se dirigen a sus vehícu-
los en camino a la zona.
En ese instante, Carlos se comunica con su jefe. Las órde-
nes fueron ejecutadas y espera nuevas instrucciones. Casti-
llo lo felicita por su trabajo. Le ordena regresar a la base.
En el elevado de la autopista regional, el doctor Francis-
co toma una siesta en el asiento trasero. Acompañado de
dos funcionarios de la S.S.P.C., lo escoltan en camino a su
hogar. Pasan por el viaducto interestatal. El conductor se da
cuenta de que las luces del túnel no funcionan. Al momen-
to de encender las luces altas, una patrulla —que conduce
en sentido contrario— se aproxima. El conductor reacciona
rápido. Frena bruscamente el vehículo y conduce en reversa.
Francisco se despierta abruptamente. La patrulla arremete
contra el carro y lo arrastra varios metros atrás. De pron-
to, otro vehículo aparece detrás e impacta contra ellos. Se
encuentran inmovilizados. Los perpetradores se bajan del
vehículo. Francisco se protege. Obedece las instrucciones
que le dan los funcionarios. Ellos se bajan del vehículo y
sacan sus pistolas, pidiéndoles a los hombres misteriosos que
levanten sus manos. De pronto, inicia un tiroteo. El doctor
se resguarda detrás de los asientos. Algunos disparos impac-
tan el vehículo. Pedazos de cristal caen al suelo. Francisco
no puede creer lo que está pasando.
Los oficiales se quedan sin municiones. No les queda
de otra que rendirse. Suben las manos y piden que nos les

311
disparen. Los atacantes los obligan a ponerse de rodillas y
los esposan. Uno de ellos se dirige al vehículo y descubre
a Francisco. Lo saca a rastras. Lo obliga a ponerse de rodi-
llas ante las luces altas de la patrulla. Gracias a su buen ojo,
Francisco se da cuenta de que la patrulla que los ha atacado
pertenece a la S.S.P.C. Allí aparece un hombre enmascara-
do. Saca su pistola y se coloca detrás del funcionario que ha
hablado primero. Quita el seguro y, sin perder otro segundo,
le dispara en la cabeza. Hace lo mismo con el otro policía.
Camina lentamente hasta acercarse por la espalda de Fran-
cisco, pero él no desea morir en silencio.
—Me parece increíble que nuestros propios hombres nos
estén matando. Ustedes cuatro, pueden sentirse avergonza-
dos. Yo no le deseo el mal a nadie, pero esta vez no pienso
quedarme callado. Sé que vivirán la eternidad en el infierno
por lo que han hecho.
El enmascarado acerca la pistola al doctor. El calor del
cañón quema su nuca. A pesar del dolor, aunque se siente
aterrado, respira profundo y le habla al enmascarado.
—¿Por qué no me matas de frente? ¡Mírame a la cara!
—Francisco se sacude en el piso. Podrá tener las manos
esposadas, pero su espíritu vaga libre, al igual que su cora-
je—. Concédeme un último deseo antes de morir y déjame
ver tu rostro. Así sabré quien fue el traidor que hizo todo
esto. ¡Deja de ocultarte debajo de tu máscara y revélate!
El hombre le concede su deseo. Se planta frente a Francis-
co. Apunta su pistola a la cara y al mismo tiempo se quita la
máscara. El doctor no siente más que vergüenza. Se llena de
una rabia iracunda e incontrolable. Baja la cabeza al aceptar
la verdad: esa persona —a la que dio su confianza— acaba-
rá con su vida.

312
Pasan las horas; llega la noche. Inmenso y estrellado está
el cielo. Los vecinos celebran los últimos minutos que le
quedan al año. Miguel y Eliana se encuentran en el lugar,
compartiendo buenos momentos, bailando al ritmo de la
música tradicional, mientras los demás comen y se divierten.
El resto de los prodigios permanecen atentos. Sin perder la
alegría y el entusiasmo. Hace años que no tenían una cele-
bración de este tipo.
De pronto, en la base, Sebastián y Gilberto reciben dos
llamadas. Una acerca de un incidente ocurrido en el viaduc-
to, la otra sobre una posible amenaza de ataque a la concen-
tración. De inmediato se despliega Sebastián, acompañado
de Carolina y Patricia. Gilberto se va con Julia de regreso a
la reunión. Tras abandonar momentáneamente sus oficinas,
Carlos y Claudia entran a la base con Gustavo a su lado.
—Espérenme aquí. Iré al tercer piso. Asegúrense de que
nadie me siga. —Gustavo camina con mucho sigilo y toma
el ascensor hasta llegar al lugar. Desoladas se encuentran las
instalaciones, como si la mayoría de los oficiales hubieran deja-
do sus obligaciones por unos minutos. Esa sensación de tran-
quilidad culposa desaparece en el instante en que cruza hacia
la oficina de archivos. Gabriel yace de pie en medio del pasillo.
—¿Qué demonios haces aquí? —pregunta con un nervio-
sismo difícil de ocultar. Castillo trata de calmar los pálpitos
de un corazón aterrado—. ¿Tú no te habías ido?
—Así fue. Vine a buscar algunas pertenencias. Como vi la
base tan desolada, me dieron ganas de ir a tu oficina —mo­­
viendo sus pies como si lo estuviera acechando. Gabriel se le
acerca, muy despacio—. Luego vine para acá a validar la infor-
mación. Hay ciertas cosas sospechosas entre toda esta basu-
ra y no me sorprende que tú estés involucrado en la mayoría
de ellas. Por eso te estaba esperando. Me gustaría hablar un
poco del tema.

313
—No sé de qué rayos estás hablando —responde tan
rápido que disimula el tartamudeo—. Será mejor que regre-
ses a tus funciones.
—Me encantaría obedecerte como el perro faldero de
Carlos —Gabriel no escatima en acercarse más a Gusta-
vo—, pero no pienso irme hasta aclarar ciertas cosas.
—Ah, si… pues, dime, ¿de qué quieres hablar?
—Acerca de los nuevos bienes que tienes. Ahora eres
accionista de la torre Celta. Felicidades. Tampoco sabía que
las propiedades incautadas a Babrusa estaban a tu nombre.
Para ser el director general de la S.S.P.C. fuiste demasiado
meticuloso en ocultárnoslo.
—Esos documentos son evidencias, mi nombre está allí…
—¡Tu nombre no me importa! —impropera al momen-
to de interrumpirlo—. Lo único que me importa es saber
cómo hiciste para que ninguno de nosotros nos diéramos
cuenta.
La transpiración se adueña de Gustavo. Las acusaciones
del prodigio provocan que sus axilas transpiren en exceso,
marcando el sudor en su camisa.
—Siempre me pregunté, desde el día que tuviste el acci-
dente, por tu gusto por las corbatas. Nunca las usaste. Desde
que tengo memoria, siempre las detestabas. Al igual que tu
uniforme de tutor, te rehusabas a usarlas. Y de la noche a la
mañana decidiste ponértelas.
Gabriel invade su espacio personal. Estira la mano y le
quita la corbata de un zarpazo. Los botones de la camisa
caen a sus pies. Allí es cuando Gabriel deja de hablar. En su
mirada se refleja un objeto que creía perdido. El collar de
asedio se revela frente a él.
—Ahora entiendo que lo que colgaba de tu cuello no era
un simple collar. Fue el asedio que nos hiciste a todos duran-
te diez años y fuimos tan imbéciles que caímos en tu juego.

314
Gustavo —ante el nerviosismo— saca la pistola y le apun-
ta al prodigio.
—¿Es en serio, Castillo? ¿Piensas lastimarme con una
bala? Si mal no recuerdo, fuiste tú quien me enseñó a
esquivarla.
El joven se acerca bruscamente hacia Castillo. Estira su
mano al cuello. Agarra el collar de asedio y se la arranca con
todas sus fuerzas. Destruye el objeto en pedazos. Le toma
solo segundos entrar a la mente de Gustavo. Observa todas
las atrocidades que ha cometido. Su conciencia comienza
a colapsar ante tanta información. Todos los secretos y
misterios sin resolver son descubiertos de manera brusca.
El incendio de Nova Familia. Su relación con el narcotráfi-
co. El ataque a la base. El responsable de que el suero que le
inyectaron estuviera adulterado. Pero sobre todas las cosas,
sus sentimientos se vuelven trizas al descubrir al responsa-
ble de la muerte de sus padres. Revive el momento exacto
en que perdieron la vida a causa de una bala. Quien disparó
el arma yace frente a él. Dicha anamnesis le causa el dolor
más grande que haya podido experimentar jamás.
Gustavo se queda viendo cómo el joven coloca sus manos
en la cabeza. Se aprieta tan fuerte que las uñas se clavan en la
piel. Presencia el dolor y la desgracia que sus secretos le han
revelado. La poca fe que tenía Gabriel para ser una perso-
na de bien desaparece. La maldad carcome su alma y hace
metástasis en su sentido común. Todo lo bueno que tenía
en su corazón desaparece. Solo queda el odio, el rencor, la
mentira y la venganza. Repentinamente, una energía de color
verde emana por todo su cuerpo. Gabriel manifiesta un haz
de luz que lo rodea —parecida a un aura, pero de forma
volátil—. Tras descubrir su engaño, Gabriel clava una mira-
da penetrante en los ojos aterrorizados de Gustavo. Lanza
un grito desalmado, tan fuerte que retumba por toda la base.

315
Todos los vidrios de la base se rompen. Los objetos con­
tundentes vuelan por los aires. Las paredes se agrietan. De
pronto, comienza a temblar. Carlos se da cuenta de lo que
está ocurriendo y baja hasta el tercer piso. Claudia se queda
a resguardar la entrada. El espíritu de Gabriel termina de
corromperse. El color ámbar de sus ojos desaparece. Son
reemplazadas por las venas hinchadas de color escarlata.
Dejan caer lágrimas de impotencia. Con el pulso cardíaco a
lo máximo, Gabriel extiende la mano, empuja a Gustavo y
le aprieta la tráquea. Lo ahorca con brutalidad. El director
general de la S.S.P.C. se retuerce en el aire. El prodigio no
tiene intenciones de soltarlo hasta que el aire abandone su
cuerpo, hasta verlo muerto.
—Durante una década convertiste nuestras vidas en un
verdadero infierno. Ahora yo veré cómo pierdes la vida en
diez segundos, ¡maldito!
Gabriel lo estrangula poco a poco. Gustavo comienza a
perder el aliento. Sus piernas se sacuden con fuerza, pero al
pasar los segundos dejan de moverse. Ya no puede respi-
rar. Las pupilas se le dilatan y un último aliento se escapa
de sus pulmones. De pronto, Carlos aparece en su ayuda.
Expulsa a Gabriel con fuerza, hasta el otro lado del pasi-
llo, golpeándolo contra la pared. Castillo se levanta mien-
tras intenta recobrar el aliento. Tose con fuerza al tratar de
respirar nuevamente.
—¿Qué demonios está esperando? ¡Salga de aquí! —tras
escuchar el improperio de Carlos, un espavorido Gusta-
vo huye hacia las escaleras. El iracundo prodigio no piensa
dejarlo escapar. Gabriel reacciona y se levanta. Pero Sosa se
interpone entre él y su víctima.
—Desde el día que te conocí, siempre supe que eras un
desgraciado —con la manga de su uniforme, Gabriel se limpia
la sangre que brota de su labio inferior—, pero convertirte

316
en el lacayo de ese bastardo no tiene nombre —no le quita la
mirada de encima—. Sé que fuiste tú el causante de todas mis
pesadillas. Esta vez no dejaré que me quites el sueño. Sabes
que iré tras él, y tú no estarás ahí para salvarlo.
—No quiero pelear contigo, Gabriel —responde al mo­­
mento en que abre las manos a los lados, se muestra confia-
do ante él—. Tú nunca me has ganado una pelea.
—Siempre hay una primera vez para todo, imbécil.
Gabriel y Carlos corren —uno contra el otro— y dan
comienzo a la pelea. Ondas expansivas rebotan en los angos-
tos pasillos, destruyendo todo a su paso. Puñetazos y pata-
das se entremezclan en una danza violenta que se acrecienta
con cada golpe. La fuerza de Carlos es superior. Lleva la
delantera al impactar los nudillos en el rostro de su rival. Por
desgracia, la ira que corre por las venas de Gabriel lo hace
inmune a sus ataques. Este da un salto y patea su cuello. Se
escucha un crujido. Carlos cae al suelo sin poder hacer nada
para disminuir el impacto. Gabriel aprovecha cada segundo.
Se coloca encima para que no pueda levantarse. Ahora es él
quien deja los nudillos marcados en la cara del rival.
—Siempre me caíste mal, Carlos —le suelta otro puñetazo
que le parte la nariz—. Usaste tus habilidades para torcer mi
realidad, a favor de ese traidor. —Gabriel recrudece el ataque
cuando le quiebra la mandíbula—. Mató a nuestra familia
y tú simplemente lo aceptaste. ¿Acaso no te dolió que los
asesinara a sangre fría? ¿No te dolió que te hiciera huérfano
al igual que nosotros? —Los nudillos se empapan de sangre
al propinarle más golpes a la cara, luego, lo agarra del cuello
de la camisa, explanando su molestia al escupirle—. ¿Piensas
que no tienes nada que perder? Pues te equivocas.
El prodigio coloca sus manos alrededor de la cabeza.
Carlos forcejea y trata de levantarse, pero es inútil. Siente un
dolor intenso en el cráneo. Su cerebro comienza a hinchar-

317
se. La sangre borbotea en sus venas. El rostro de Gabriel se
torna más sanguinario. No piensa dejarlo ir. De la cabeza de
Carlos comienza a salir humo blanco —como si se estuvie-
ra cocinando por dentro—. La interminable tortura termina
cuando observa cómo la cabeza de su compañero se agrieta.
El cráneo se rompe y deja a la vista su cerebro hinchado y
seco. Luego deja caer su cabeza, como si toda la rabia indu-
cida encontrara su punto de ebullición. No esperaba matar
a Carlos de esa manera, pero se siente satisfecho de haberlo
hecho. No se arrepiente de nada.
Gustavo aprovechó ese tiempo para escapar. Sin embar-
go, Gabriel no descansará hasta verlo muerto. Con las habi-
lidades que le fueron conferidas, destruye toda la base. La
devastación se abre camino. La infraestructura y los equipos
se convierten en cenizas a su paso. Todo policía o funcionario
que lo enfrenta, termina muerto. Usa las técnicas prohibidas
contra ellos: paraliza los pulmones y les provoca paros respi-
ratorios o cardíacos. La única persona en permanecer de pie
es Claudia, tan leal a su jefe. Ella le hace frente.
—¿Tú también, Claudia? Me sorprende que el bastardo
de Carlos corrompiera tu mente —masculla al presumir la
sangre que le gotea de los nudillos—. Esto es entre Gustavo
y yo. Te aconsejo que te apartes. No te lo pediré dos veces.
—El único corrupto aquí eres tú, Gabriel —responde con
valentía, aunque su tono de voz revele su aprensión. Claudia
no retrocede—. ¿Acaso te volviste loco? Todos sabrán que
fuiste tú. Desiste de esta misión suicida antes de que mates
a alguien más.
—¿Por qué te cuesta reaccionar tanto, estúpida rubia?
¡Asesinó a nuestras familias! ¡Usó esta organización para
eliminar a sus adversarios y convertirse en el rey del crimen
organizado! —Gabriel cruza los brazos y aparta con agre-
sividad los escritorios que yacen en su camino—. Tu novio

318
está muerto gracias a ese bastardo. Su lealtad lo ha llevado a
la muerte, y si continúas defendiéndolo, te pasará lo mismo.
¡Quítate de mi camino!
Ella usa varias técnicas de expulsión —ondas expansi-
vas y técnicas de defensas—, pero no le hacen daño alguno.
Gabriel hace lo mismo, pero con más potencia. Absorber los
poderes de Carlos, hizo que aumentara su fuerza. Manipula
a Claudia a su voluntad. La golpea contra la pared como si
fuera una muñeca de trapo. No siente vergüenza por maltra-
tar a una mujer. Tirada en el piso, Claudia recupera el alien-
to. Al darse cuenta de que no tiene posibilidades de vencerlo,
sale corriendo. El prodigio usa la parálisis contra ella. La
arrastra por el piso hacia donde está él. Más oficiales se aper-
sonan a detenerlo. Gabriel usa la técnica del colapso con tan
solo pestañear. Los pisos se llenan de sangre mientras un
sonido lúgubre toma protagonismo en el pasillo. Tenién-
dola bajo su poder, se coloca encima de ella. Claudia llora
de miedo. Se le coloca encima —sin que le importe restre-
gar sus partes íntimas contra las de ella en forma sugestiva
y degradante—, le impide moverse.
—De todas las mujeres prodigio —Gabriel olfatea su
cabello y baja hasta sus senos, mientras la tiene atrapada
por los brazos—, siempre fuiste mi favorita. Lástima que te
asociaste con ese negro. Si tan solo pudieras imaginar qué
hubiera hecho contigo en la cama, hubiera sido espectacular.
—Maldito degenerado, suéltame, ¡déjame ir!
—Te daré una oportunidad más, querida. Ríndete ahora
o tendré que hacer contigo lo mismo que le hice a tu amado
noviecito. Y te aseguro…, hará explotar tu cabeza.
—¡Vete a la mierda, Gabriel! —Claudia le escupe en el
ojo, sin embargo, no le molesta. Solo suelta una macabra
sonrisa al ver cómo sufre.
—¿Sabes de qué me acabo de dar cuenta? De que a los

319
prodigios se les puede quitar los poderes… Lo único que
tengo que hacer es poner mis manos en su cabeza y desear
con toda mi alma que no hubieran nacido. Así fue como lo
hice con Carlos.
—Entonces mátame de una vez, animal.
—Como usted ordene, traidora.

La reunión de la comunidad se ha visto interrumpida por un


grupo de maleantes. Han llegado a la comunidad causando
destrozos. A pesar del mal momento, los prodigios retoman
el control. Arrestan a los delincuentes y tratan de calmar a
los vecinos. En ese instante, Gilberto recibe la llamada. La
base fue destruida por Gabriel y él ha huido de la escena.
Le confirman la muerte de muchos funcionarios y policías,
incluidos sus compañeros, el prodigio no puede creer lo que
acaba de oír. En el momento en que todos se preparan para
ir a la base —por culpa del ajetreo y los nervios—, Eliana
comienza a sentirse mal. Miguel la ayuda a sentarse mien-
tras los demás se acercan a ayudarla. Sin embargo, el joven
les dice que vayan de regreso a la base. En ese momento, ella
mira con preocupación a su amado.
—Ya viene en camino —responde Eliana, como si le falta-
ra el aire. Miguel se consterna al saber que tiene que llevarla
de inmediato al hospital. Aborda una de las patrullas asig-
nadas a su equipo y conduce sin demora.
—Mi amor, será mejor que te sientes atrás.
—Déjate de tonterías. No pasará nada. Tengo puesto el
cinturón, tú deberías ponértelo también. —Eliana es abor-
dada por la incertidumbre—. ¿Qué habrá pasado en la base?
¿Tienes alguna idea de qué fue lo que sucedió?
—Leí la mente de Gilberto apenas se comunicaron con
él —justo antes de gesticular, Miguel se aprieta los labios.

320
Revelarle la situación a su amada es contraproducente, pero
el dolor que siente no se puede ocultar—. Gabriel atacó la
base —aprieta con fuerza el volante, evita que la impoten-
cia nuble su vista—. Asesinó a varios funcionarios, inclui-
dos Claudia y Carlos.
—¡Oh, por Dios! —de inmediato, las lágrimas empapan
los ojos de Eliana—. ¡No puede ser! ¿Por qué haría eso?
—La noticia la ha estremecido.
—No tengo idea. Lo que si supe fue que Carlos y Clau-
dia intentaron detenerlo, pero no lo lograron. —Eliana lee la
mente de su prometido y comienza a llorar cuando se entera
de la muerte de ellos. Miguel no siente más que indignación
al enterarse del hecho. Se niega a creer que su hermano haya
sido capaz de asesinar a sus amigos—. Por todos los cielos,
hermano… ¿Qué fue lo que hiciste?
Miguel, consternado por la situación y la trágica noticia,
conduce a toda velocidad para llegar al hospital central. Al
pasar por debajo de un puente, una silueta se observa en la
lejanía, caminando en medio de la autopista. Miguel toca la
corneta, desesperado. Sin embargo, el sujeto no se aparta.
El pavimento de la autopista se parte en pedazos. Los gran-
des escombros se levantan del suelo e impactan contra el
vehículo. Miguel pierde el control. Los objetos impactan
con uno de los cauchos y el auto se desvía bruscamente del
camino. El joven maniobra para mantener el control, pero
es inútil. Golpea contra la barra de seguridad y el auto cae
por un acantilado. En ese instante, de los pocos segundos
que le quedan —con una velocidad sobrehumana que ralen-
tiza el tiempo a la vista de una persona ordinaria—, Miguel
crea una barrera protectora para Eliana. Se asegura de que
esté a salvo y no corra peligro. Intenta tomarla de la mano,
pero no alcanza. Al momento de impactar contra un árbol,
sale despedido fuera del vehículo. Rompe el parabrisas. Al

321
salir expedido del auto, su cabeza se golpea brutalmente
con una roca.
El sujeto baja el acantilado sujetándose con fuerza. Preo-
cupado, busca a los sobrevivientes. Al llegar al sitio del inci-
dente, observa dentro del auto a una mujer inconsciente con
la frente ensangrentada. Sobrevivió no gracias a la bolsa de
aire, sino al campo de fuerza protector que la rodea. Sintién-
dose culpable por lo sucedido, el hombre continúa bajando
por el acantilado. Metros más abajo, observa un cuerpo. Se
conmociona cuando ve a la persona tirada en el suelo. De
su cabeza saltan chorros de sangre. La luz de la luna alum-
bra la oscura avenida. Es la misma luz que ilumina su rostro.
Siente que su mundo se cae a pedazos al darse cuenta de que
la persona que lastimó es su hermano. Sintiéndose bastan-
te trastornado, Gabriel queda en shock. Se culpa de haber-
lo matado, se acerca lentamente a él. Miguel no se mueve.
Allí es cuando comienza a llorar de dolor y camina hacia
atrás. Los deja desamparados a su suerte. Cuando sube de
nuevo a la calle, huye del lugar. Intenta escapar del dolor y
la desgracia, pero muy en el fondo sabe que esa tragedia la
llevará consigo por el resto de su vida. La única familia que
tenía ha desaparecido para siempre.
Andrés Ramírez (Mérida, Venezuela, 1990) siempre
demostró curiosidad por las historias de ciencia ficción,
afanado escritor desde los 21 años, los sucesos políti-
cos en Latinoamérica y las películas de culto sirvieron
como inspiración para su primera trilogía. Licenciado en
administración comercial egresado de la Universidad de
Carabobo, Scout, Karateca, cinéfilo y escritor acérrimo.
16 Prodigios es su primera incursión como autor en el
mundo de la literatura juvenil.

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