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La

caza es el alma de esta historia. La caza como referencia permanente y


eje de la existencia de clanes, tribus, grupos y familias de homo sapiens de
hace varias decenas de miles de años, allá por el paleolítico, cuando la
naturaleza gobernaba a su antojo la tierra, y el cielo y el viento eran la
morada de los espíritus. Los personajes que integran este paisaje viven en
permanente relación con la presencia real de un mamut de extraordinaria
corpulencia y ferocidad. El temido animal será el responsable de su
constante peregrinar por la tundra. En este escenario, Torka y Lonit viven una
singular historia de amor, síntesis de los condicionantes culturales de la
época y de las constantes intemporales en la relación hombre-mujer.

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William Sarabande

Más allá del Mar de Hielo


ePUB v1.0
Ptmas 04.05.12

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Titulo original: Beyond the Sea of Ice
Edición original: Bantan Books

© por la traducción: Consuelo Reyes


© 2004, RBA Coleccionables, S. A., para esta edición

Dieño de la cubierta: Jaime Fernández


Traducción cedida por Maeva Ediciones

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Para Lyle

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LOS PERSONAJES
TRIBU DE TORKA
Torka: Cazador de 30 años, de la Edad del Hielo Paleoíndica, en el nordeste de
Asia.
*Umak: Abuelo de Torka, anciano de 45 años de edad.
Egatsop: Esposa de Torka, de 18 años de edad.
Kipu: Hijo de Torka y Egatsop, de 5 años de edad.
*Lonit: Mujer de Torka, de 12 años de edad y en el umbral de la pubertad.

TRIBU DE GALEENA
Galeena: Cazador que habita más al este que la tribu de Torka.
Ai: Esposa favorita de Galeena.
*Iana: Esposa de Manaak.
Ninip: Muchacho.
*Naknaktup: Matrona.
Oklanoo: Matrona.
*Lonit: Mujer de Torka, de 12 años de edad y en el umbral de la pubertad.

TRIBU DE SUPNAH
Supnah: Cazador-espoleador de mamuts.
*Karana: Hijo de Supnah.
Navahk: Hombre-brujo, hermano de Supnah.

*Se fueron de la caverna de la cornisa en unión de Torka.

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LOS PROTAGONISTAS
TORKA:Intrépido, inteligente, apasionado, un cazador de gran habilidad y
astucia. Con el corazón destrozado tras la pérdida de su familia, aniquilada por un
mamut, el Destructor, tiene el suficiente coraje para capitanear a un reducido grupo
de supervivientes del Pueblo, a través de las ignotas e inhóspitas estepas orientales,
hacia donde cree les espera una nueva vida para él y para su clan.

LONIT:Una extraña joven de ojos redondos, que ha amado a Torka toda su vida.
Es tan sólo una muchacha cuando inicia su decisivo viaje con Torka, pero en el curso
de sus desplazamientos florece en una plena feminidad. Confía en que el dolor de
Torka se convierta pronto en deseo y el deseo en ese amor por el que ella suspira
desesperadamente.

UMAK:Abuelo de Torka, es un "espíritu-jefe", una especie de patriarcal


hechicero. Condenado a morir por imperativos demográficos, su vida vuelve a tener
sentido al hilo de la odisea por la supervivencia y llega al convencimiento
esperanzador de que a los viejos destinos de su Pueblo se les abría un nuevo
horizonte de posibilidades en aquel exigente nuevo mundo.

KARANA:Un jovencito que ha sido abandonado por su propia gente, también por
imperativos demográficos. Vive —sobrevive— como un animal acorralado en la
montaña, a salvo de los peligros de la tundra, hasta que llegan Torka y su reducido
clan. Se adapta de tal forma a la nueva situación que Torka le adopta como hijo.

GALEENA:Doblemente "primitivo", es el jefe de una banda diezmada por el


mismo gigantesco mamut que aniquiló a la familia de Torka. Remoto antepasado de
los caudillos y señores de horca y cuchillo de épocas posteriores más "civilizadas",
compite astuta y ferozmente con Torka por el liderazgo de las dos bandas en una
enconada batalla psicológica que se resuelve con sangre.

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GLOSARIO ANIMAL
Mamut lanudo.-Intrépido, inteligente, apasionado, un cazador de gran habilidad y
astucia. Con el corazón destrozado tras la pérdida de su familia, aniquilada por un
mamut, el Destructor, tiene el suficiente coraje para capitanear a un reducido grupo
de supervivientes del Pueblo, a través de las ignotas e inhóspitas estepas orientales,
hacia donde cree les espera una nueva vida para él y para su clan.

León dientes de sable.-Casi tan grande como el actual león africano, este felino se
apoyaba sobre sólidas patas, más largas las delanteras que las traseras. El
sobrenombre le viene de que sus colmillos superiores se prolongaban en forma de
sables con los bordes dentados, lo que les permitía "apuñalar" a sus víctimas.

Perdiz nival.-Llamada también perdiz blanca, por el color de su plumaje invernal,


era una gallinácea de pequeño tamaño, algo más grande que la codorniz de nuestros
días.

Oso caricorto.-Un tercio más grande que los osos actuales, era un mamífero
principalmente carnívoro.

Teratorni-Una especie de cóndor con una envergadura de alas de hasta 3,5


metros.

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PARTE 1
EL ESPÍRITU AGAZAPADO

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CAPÍTULO 1
lgo avanzaba en mitad de la noche. Algo enorme, silencioso y terrible.
El cazador se paró en seco y prestó oídos, puesto sobre aviso por una
alarma interior que provocó una descarga de adrenalina en sus venas,
mientras todos sus sentidos le advertían de un inminente peligro.
Era un hombre joven, enflaquecido por los rigores del invierno, apuesto a pesar
de que su cuerpo aparecía en tensión, cubierto como estaba por una abigarrada
indumentaria de cuero y pieles de pelo largo. Sus poderosos miembros, ágiles y
flexibles como los de un animal corredor, le permitían mantener el equilibrio
adecuado para zafarse del peligro.
Lo había notado rondándole durante horas, tan implacable como la muerte. Por
dos veces había retrocedido para buscar huellas, pero la ventisca truncó sus esfuerzos
y no pudo ver nada, salvo la inmensidad de la tundra azotada por el viento, cubierta
por la nieve y perpetuamente helada, además de la infinita oscuridad de la noche
invernal del Ártico. Cuando el viento levantó espirales de nieve seca que danzaban
estremecidas bajo las relucientes manchas azules de las luces septentrionales, había
divisado una cima que se elevaba en la cara inmensa y lisa de la tundra, semejante a
la nariz rota de un gigante que yaciera allí muerto, boca arriba.
El cazador se había dirigido a paso ligero, casi corriendo, hacia aquel distante y
poco visible refugio, seguro de que Alinak y Nap le seguirían. Durante los últimos
días, tanto el uno como el otro habían dejado que fuera él quien les guiase. Esto no le
había sorprendido, porque él era Torka y la sangre de muchas generaciones de Jefes
espirituales corría por sus venas. Todos sabían que su instinto de cazador jamás le
fallaba. Alinak y Nap se habrían dado cuenta de que él buscaba refugio en lo alto de
la cima, lo que les proporcionaría al menos cierta ventaja sobre cualquiera que fuese
el peligro que les acechaba.
El cazador miró, ahora, hacia atrás, al horizonte velado por densas nubes de
ventisca. A través de ellas pudo distinguir a sus compañeros, dos figuras que surgían
de la niebla helada y ascendían por las estribaciones del montículo en dirección a él.
Encorvados para defenderse mejor del viento, apoyándose en sus lanzas para
mantener el equilibrio, se cubrían con pieles de astados. Las capuchas que protegían
sus cabezas aparecían rematadas por sendas cornamentas. Mitad humanos, mitad
animales, Alinak y Nap tenían el aspecto de apariciones cornudas arrancadas de una
pesadilla.
Mas no se trataba de un mal sueño. Aquello era la Edad del Hielo, y tendrían que
transcurrir por lo menos cuarenta mil años antes de que cazadores de otra época
bautizasen a aquella tierra con el nombre de Siberia. Para entonces habría allí
bosques y nuevas razas de hombres y de animales. Ahora sólo había un oscuro e

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inhóspito paisaje, a través del cual gemía el viento y los aullidos de los grandes lobos
retumbaban como el fúnebre lamento de mujeres presagiando su muerte.
Más hacia el este, sobre los picos cubiertos de hielo de la cordillera que rodeaba
la superficie desnuda y lisa de la tundra, los primeros resplandores del alba
empezaban a dorar el cielo. Era sólo una tenue franja de luz que aún tardaría bastante
en ser llamada mañana, en proyectar sombras malvas y grises sobre una tierra que no
había visto la luz del sol durante meses. El período de la larga oscuridad estaba a
punto de concluir. La época de la luz volvía después del invierno más prolongado y
riguroso que Torka había conocido jamás.
Sus dos compañeros, tocados con capuchas de astados, estaban ya a su lado. Al
igual que Torka, se protegían de las inclemencias del tiempo con diversas prendas
superpuestas. Su ropa interior estaba confeccionada con la suave piel de crías de
caribú. Pantalones de piel de perro salvaje protegían sus piernas de la frígida
dentellada del viento ártico. Debajo de estos pantalones usaban polainas de ante,
mascado por sus mujeres hasta darle una consistencia de terciopelo; encima de los
pantalones llevaban polainas de cuero de bisonte, sujetas sobre unas botas hasta la
rodilla de pelo largo y con triple suela para formar una barrera contra el frío. Los dos
hombres vestían túnicas de cuero de caribú y, encima de éstas, con el pelo hacia
dentro, un abrigo hecho con la piel del mismo animal, variedad del reno salvaje.
No había pieles que abrigaran tanto como la de los caribúes abatidos en invierno.
Aunque el caribú tenía el pelo relativamente corto en comparación con el espeso
pelaje del buey almizclero o con el bisonte gigante de paletillas lanudas, cada mecha
de pelo de caribú era un cilindro aislante, lleno de aire, que conservaba el calor
interno de un hombre y mantenía fuera el frío mortal del Ártico. Envuelto en esta
clase de prenda, un cazador podía permanecer indefinidamente en la tundra azotada
por el viento sin sentir el frío. De todos modos, aunque aquellos hombres estuvieran
abrigados, hacía tres días que salieron del campamento invernal de su gente. El calor
de sus ropas no les protegía de la fatiga ni del hambre. Tampoco de los errores.
Se mantenían juntos, con la luz del alba sobre sus cabezas; a Torka se le secó la
boca de inquietud al mirar las cornamentas que remataban los mantos de sus
compañeros. Era un sacrilegio ponerse el manto de acechar antes de avistar la caza.
Su propio manto estaba todavía atado con correas a su mochila en un rollo muy
apretado, con la cornamenta vertical a modo de alas esqueléticas extendiéndose a su
espalda.
De repente, un profundo bramido rasgó la mañana azotada por el viento. Torka
permaneció inmóvil, su rostro no experimentó la menor alteración, pero de nuevo sus
sentidos le advirtieron de un peligro inminente. Se volvió, imitado por los dos
hombres que tenía detrás. Aguzaron el oído y escudriñaron la lejanía mientras
trataban de averiguar de qué dirección había provenido el sonido. En las lejanas

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montañas agobiadas por glaciares, los grandes lobos guardaban silencio. Torka se
preguntó si también ellos se habrían dado cuenta de que lo que habían oído era algo
más que el acostumbrado retumbar de una avalancha al desplomarse desde los
elevados flancos frontales de los numerosos glaciares próximos a la llanura de la
tundra.
Aquello había sido el sonido de algo vivo, algo que pasaba por debajo y bastante
más allá de la cima donde se encontraban de pie los cazadores. Era algo que la
ventisca y la distancia hacían invisible, pero era tan enorme que su paso produjo
vibraciones en las capas de hielo e hizo que la tierra temblara. Su olor les alcanzó y lo
aspiraron para tratar de definirlo, ya que sólo ellos, cazadores expertos, podían ser
capaces de reconocer el olor de la vida en medio del pavoroso frío del viento del
Ártico que abrasaba los pulmones. Su desarrollado olfato les permitió inferir que se
trataba de un hálito tibio, de olor a carne viviente. El viento lo llevó hasta ellos,
jugueteó con él, luego se lo volvió a llevar antes de que pudieran darle nombre.
Transcurrieron los minutos, largos, intensos. Los cazadores aguardaban, pero el
sonido no se repitió. A Nap y Alinak se les hizo la boca agua. Tenían el estómago
vacío y el hambre les hacía sufrir. A diferencia de Torka, no percibían amenaza
alguna en el viento, ningún peligro en el amanecer. La fatiga había embotado sus
instintos. En su mente sólo tenían cabida visiones relacionadas con lo que con tanta
desesperación anhelaban ver: el caribú. Ansiaban ver vastos rebaños migratorios de
hembras y de machos jóvenes, con los adultos siguiéndoles por separado,
esparciéndose a todo correr por la tundra desde las distantes montañas en dirección a
los lejanos territorios del este donde parían las hembras.
Los rebaños no aparecían. La pálida luna salió y se situó sobre el campamento de
invierno que su tribu había instalado contra las violentas tormentas de la época de la
larga oscuridad. Era una tribu reducida. Formado por menos de cuarenta personas, el
grupo había trabajado hombro con hombro para cavar pozos que les sirvieran de
vivienda en la helada tundra, para levantar tejados en forma de cúpula con pieles de
bisonte sobre armazones de costillas de mamut. Con provisiones de reserva para
hacer frente a los largos y oscuros meses venideros, se instalaron allí para esperar el
retorno de la estación de la luz.
Como siempre, habían acampado a lo largo de una ruta conocida de migración de
caribúes, seguros de que antes de que pudieran llegar a pasar hambre volverían los
rebaños para alimentarles. Los caribúes, sin embargo, no habían regresado. El
invierno había sido el más riguroso de cuantos recordaban los miembros más
ancianos de la tribu. Tras un corto deshielo, el frío apareció de nuevo y las tormentas
se cebaron contra ellos desde el norte, con la furia de lobos voraces. A pesar del
clima, los cazadores habían salido todos los días en busca de presas, sólo para
regresar con las manos vacías. Sus provisiones no tardaron en agotarse. Las mujeres

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fijaban su mirada atónita en las trampas vacías, mientras la leche se secaba en sus
pechos y sus pequeños lloraban sin cesar. Barreras hechas con huesos de las patas de
antílopes de la estepa, levantadas por los niños al comienzo de la estación, no
sirvieron como otras veces para confundir y atrapar más aves de vuelo bajo, como la
perdiz nival de blanco plumaje invernal. Teenak, la mujer más joven del jefe, para
impetrar la gracia de los espíritus a fin de que los caribúes regresasen, les ofreció en
sacrificio a su hijo recién nacido, completamente desnudo. Compasivos, los espíritus
del cielo se habían llevado el doliente cuerpecito de la criatura, junto con su alma. El
pequeño se alimentaría en lo alto de las nubes, hasta que Teenak pudiera volver a
alumbrarlo en tiempos mejores. Otras dos mujeres siguieron su ejemplo, pero aun así
los caribúes no habían regresado.
Esta dramática situación había sido la causa de que los cazadores fueran enviados
en busca de los rebaños. Hacía ahora tres días que éstos abandonaron el campamento,
desplegándose en un desesperado afán por encontrar cualquier tipo de caza. Cada uno
de ellos deseaba ser el primero en avistar los rebaños tan largo tiempo esperados y de
los cuales dependía la tribu para todas aquellas cosas que eran imprescindibles para
su existencia. No había carne más sabrosa, pieles más cálidas o más aprovechables, ni
cornamentas o huesos más manejables. No había tendones más fuertes o más
elásticos, ninguna grasa ardía más tiempo en la concavidad ovalada de las piedras que
servían de lámparas. El caribú era el puntal en torno al cual giraba la vida entera de
los nómadas de la tundra ártica. Sin el caribú, no habrían podido sobrevivir.
Alinak y Nap, mientras aumentaba la luz de la mañana enseñoreada por la nieve,
miraron detenidamente en derredor. Los dos se preguntaban cuál habría sido la causa
de que Torka se hubiera parado de golpe. No cabía duda de que algo se movía en
medio de la niebla. ¡Tenía que ser el caribú! Cuando Torka había echado a correr
hacia la cima, el optimismo hizo que ambos se sintieran convencidos de que, por lo
menos, había divisado los rebaños. Entonces habían seguido adelante, envolviéndose
en sus mantos de acecho para no perder un segundo, seguros de que Torka les
conducía a la cima con el fin de dominar mejor el paso de sus futuras presas.
La mano enguantada de Nap asió con fuerza el asta de hueso de su lanza. Sobre
sus anchos pómulos, sus ojos relampaguearon de placer anticipado. Se imaginaba de
vuelta a casa, encorvado bajo una carga de carne recién cobrada, con el estómago
lleno por primera vez desde hacía meses. El hombre sentía que su sangre se
alborotaba.
Alinak compartía la visión de su hermano. Casi percibía el olor acre, húmedo, del
estiércol de caribú, cuyas bolas resbaladizas sentía entre sus guantes mientras se veía
frotando con ellas sus ropas para adquirir el olor de su presa, con el fin de
introducirse en las filas del rebaño y abatir así con mayor facilidad a los caribúes en
tanto Torka y Nap cazaban cerca de él.

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Los hermanos se miraron y asintieron con la cabeza, comunicándose, sin hablar,
sus pensamientos. La habilidad de un cazador del Ártico para entenderse sin sonido
constituía un sexto sentido, como ocurría con todos los depredadores cuya
supervivencia dependía de su habilidad para cazar en grupo o en manada. Hablar
suponía alertar a la presa de su presencia; romper la concentración de los demás
cuando comenzaba el acecho era impensable.
Fue el hambre, combinada con la fatiga, lo que puso la palabra en la lengua de
Nap. No se dio cuenta de que había hablado hasta que el soplido del viento devolvió
la voz a su rostro y le abofeteó con ella.
—Caribú…
La enormidad de su transgresión se le vino encima de golpe. Sofocó un jadeo de
alarma, como si quisiera borrar lo dicho, pero era demasiado tarde. La palabra
danzaba en total libertad de un lado para otro, zarandeada por el viento.
Estupefactos, Torka y Alinak guardaron silencio. Nap acababa de romper uno de
los tabúes más antiguos del Ártico. Todos sabían que nombrar una cosa era darle el
espíritu de la vida. Y los espíritus de la vida tenían sus propias reglas del juego. Si
eran convocados sin el adecuado ceremonial o cánticos de respetuosa alabanza
podían considerarse ultrajados y buscar la forma de castigar a quienes les habían
ofendido. En el caso de la cacería, tal vez no acudiesen para nada, castigando a los
transgresores por medio del hambre. O también podrían transformarse en espíritus
burlones, mitad de carne y hueso, mitad fantasmas… con garras y colmillos,
invisibles y malignos… lo bastante grandes como para atrapar hombres y
devorarlos… lentamente.
Nap se sintió enfermo. Podía ver el furor en la ancha cara de Alinak, sombreada
por su capucha con cornamenta. La de Torka estaba hecha con el pellejo de un lobo
grande, con la cola del animal cosida en ambos extremos para formar un collarín
circular dentro del cual su cara era poco más que un pozo de oscuridad a la tenue luz
de la mañana; pero Nap no necesitaba ver sus facciones enérgicas y regulares para
saber que las oscuras cejas de Torka se extendían en una horizontal negra sobre sus
expresivos ojos. Imaginó la bien formada boca de Torka abriéndose y mostrando los
blancos dientes al exhalar un bufido que era mil veces peor que una reprimenda.
Torka no necesitaba decirle a Nap que lo que éste acababa de hacer era
imperdonable. Su falta podía costarles la vida a los tres. Además, aunque se les
brindase la posibilidad de regresar sanos y salvos al campamento de invierno de su
tribu, la reputación de Nap como cazador quedaría arruinada para siempre. Sin
embargo, Torka, tras un primer arranque de cólera reprimida, no podía condenar a
Nap por el error cometido. Los tres estaban exhaustos, hambrientos y peligrosamente
cerca de la inanición y del agotamiento total. Se decía que este estado alimentaba la
luz de la imaginación. También se decía que el hambre provocaba el descuido de los

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hombres. En consecuencia, a cualquiera de ellos se le podía haber escapado la palabra
ansiada y de este modo, sin darse cuenta, romper el antiguo tabú. Pero si Nap había
desatado la presencia de algún espíritu burlón, indudablemente se trataba de una
entidad que nada tenía que ver con la que Torka notaba al acecho. Aquel fantasma les
había estado siguiendo durante horas, y fuera quien fuese, Torka estaba ahora más
seguro que nunca de que no era ningún rebaño de caribúes.
Los tres cazadores permanecieron inmóviles. Los tres veían espectros, la
sensación de peligro casi les hacía escucharlos, e imaginaban ver a la muerte
acechándoles entre la niebla y el azote del viento.
Torka, erguido, sujetaba con una mano su cuchillo de caza y con la otra blandía su
afilada lanza. Notaba el sabor a bilis en el fondo de la garganta al recordar las
palabras del viejo Umak, el abuelo que, muertos sus padres, le había criado y
enseñado a cazar: "Hay una luz que se enciende detrás de los ojos de un hombre
cuando la muerte está próxima, al acecho, esperando que el cazador cometa el error
definitivo. Sólo enfrentándose a la muerte podrá su espíritu vencerla".
Torka percibía ahora aquella luz. Quemaba las profundidades de sus ojos y
transformaba su visión. Hacía que el mundo ardiera, que brillase, tan blanco y
deslumbrante como el gran oso blanco del norte, y entonces pensó: "Lo que anda
merodeando por ahí, sea lo que sea, tiene ahora el viento a su favor. Nos olfateará, y
si es un oso, el hambre lo habrá enloquecido después de haber vivido varios meses de
su propia grasa. Vendrá por nosotros, aunque estemos aquí arriba. Vendrá."
La inquietud recorrió su sangre, calentándola. A pesar del frío, se dio cuenta del
acre olor que exhalaba su cuerpo a causa de la tensión. Deseaba que su abuelo
estuviera con él en aquellos momentos. Alinak y Nap eran cazadores de primera, pero
cuando el viejo Umak estaba junto a él, Torka siempre creyó poseer el valor y la
destreza de dos hombres. Pero Umak se había lastimado una pierna al abatir un
antílope de la estepa, en los comienzos de la estación. Ahora convalecía en la choza
subterránea de Torka, en el campamento de invierno, en compañía de Egatsop, la
mujer de Torka, la criatura que ésta acababa de dar a luz y su otro hijo, Kipu, de cinco
años.
Kipu estaba cada día más pálido y débil. Y mientras tanto, su padre, Torka, el
valiente cazador, estaba allí con la boca seca, asustado por una presa invisible cuya
carne alimentaría a su hijo y salvaría a su gente de la inanición. Frunció el ceño,
sintiéndose asqueado de sí mismo. Se preguntó qué clase de hombre era y por qué
permanecía quieto y en silencio, cuando debería estar entonando los cánticos que
atraerían a la presa desconocida hacia él.
Pero, ¿qué ocurriría si se trataba de un espíritu burlón? O peor todavía… ¿si era
un oso? Recordaba lo que el gran oso blanco podía hacer. Cuando Torka era todavía
un niño vio a su padre zarandeado y desgarrado por aquellas garras enormes. Le vio

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morir mientras otros muchos resultaban heridos, hasta que, por fin, el enorme
merodeador caricorto de los bosques pudo ser ahuyentado. Más tarde le encontraron
muerto a consecuencia de las heridas sufridas en el campamento. Los miembros
supervivientes de la tribu se lo comieron, mas el oso había destrozado diez lanzas y
arrebatado la vida a tres cazadores y una mujer, la madre de Torka, llevándoselos con
él al mundo de los espíritus.
Aquel recuerdo le encolerizó hasta el punto de tomar la resolución de apartar de sí
el miedo. Umak se había enfrentado a aquel oso. El valor de Umak le permitió asestar
el lanzazo mortal. Ni siquiera el gran oso blanco había sido tan intrépido como
Umak. "Y yo soy Torka", se dijo. "Soy el hijo del hijo de Umak. Puedo ser intrépido.
También yo tengo un hambre voraz, después de vivir varios meses de mi propia
reserva de grasa."
El viento había amainado algo, sólo soplaba a ráfagas, debilitada su potencia
mientras la mañana se enseñoreaba de la tundra y desterraba los terrores de la
oscuridad. Los ojos negros de Torka recorrieron el terreno cubierto de nieve, en busca
de un oso que no estaba allí. Nap y Alinak, en lontananza, fijaban su mirada atenta
convencidos de que los espíritus burlones cobrarían forma y se arrojarían sobre ellos
para arrebatarles la vida. No obstante, para su infinito alivio, allí sólo estaba la
acostumbrada y solitaria tundra extendida a sus pies, con las montañas circundando el
lejano horizonte y, en éste, la joya helada de un pequeño lago de aguas poco
profundas, centelleante en los fríos colores de la mañana. El lago se encontraba en la
base de las estribaciones empinadas del extremo de una morrena formada sin duda
alguna por el reciente deshielo y posterior congelación. Un enorme terraplén de
piedras desperdigadas y restos de rocas aparecía al pie de un glaciar. Y atascado en un
extremo del lago, semejante a una costra negra sobre el hielo, había un cadáver cuyo
color era inconfundible. Rojo. Rojo oscuro, el color de la sangre manando de una
herida.
Los cazadores resoplaron al unísono, sin acabar de creérselo. Olvidaron los
temores y la cautela de la noche. El hambre controló por completo sus sentidos al
darse cuenta de que al fin habían encontrado suficiente comida para hartarse, y que
después todavía quedaría más que de sobra para llevar a su gente hambrienta.
Torka rió aliviado. Al parecer, sus instintos le habían fallado. Se había
comportado como un auténtico imbécil. Lo único que le había acechado durante la
noche fue la bestia de su propio temor. La luz encendida en lo más hondo de sus ojos
tan sólo había sido el reflejo de aquel miedo.
—¿Lo ves? —inquirió Alinak quedamente, como si no se atreviera a dar crédito a
sus ojos y temiese recibir una respuesta negativa.
—¡Lo veo! —afirmó Torka, y le dio nombre a lo que yacía delante de ellos, sin
duda muerto, recién congelado en el hielo, esperando que lo cogiesen—: ¡Es un

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mamut!
Nap se mostraba entre contrito y avergonzado, pero Torka se le acercó y le
propinó una amistosa palmada en la espalda, como diciéndole que todo iba a salir
bien. Nap había roto un tabú, pero daba la impresión de que los espíritus lo iban a
pasar por alto.

Dejaron atrás la cima, dirigiéndose al lago a paso ligero, gozosos por la luz
matinal, liberados de los terrores de la oscuridad. Bendecían al espíritu, quienquiera
que fuese, que engañó al mamut y lo precipitó al tremedal a la orilla del lago durante
el último deshielo; adivinaban que su propio peso le había cogido en una trampa y
que su muerte debió producirse por hambre o por las tormentas que siguieron al
deshielo y fueron la razón de que el lago se helara de nuevo.
Mientras corrían entonaban estrofas de gratitud a los espíritus. Aunque la carne
del mamut lanudo no era su favorita —tenía un sabor amargo, debido a las ramas de
picea que eran su forraje preferido—, los tres hombres hambrientos no pensaban
hacerle ascos. Tampoco sintieron curiosidad alguna acerca de los motivos que
pudieran haber impulsado al mamut a desplazarse tan lejos de su hábitat preferido, el
territorio de las colinas próximo a la base de las montañas. Sólo sabían que algo le
hizo cambiar de rumbo para que ellos pudieran encontrarlo. En su recorrido
pronunciaban conjuros destinados a apaciguar el alma de la enorme bestia, cuya carne
iba a servir ahora para salvar su vida y la de los suyos.
Estaban sin aliento cuando alcanzaron el lago y se detuvieron frente al cadáver
del mamut. Éste yacía sobre un costado, con dos patas totalmente sumergidas, y la
mayor parte de su gran cabeza empotrada en el hielo. Era una hembra descomunal y,
cosa rara, los depredadores no la habían tocado. Deberían haberse extrañado, pero no
lo hicieron. El hambre les había hecho abandonar toda cautela.
El frío había cedido un poco al aplacarse el viento, si bien a la sombra del saliente
de la morrena y del imponente muro del glaciar que se alzaba detrás, la temperatura
del aire era aún extraordinariamente baja. Las largas crines del mamut formaban dos
columnas retorcidas de hielo encima de la piel igualmente rígida. Los cazadores
tendrían que hacer acopio de toda su energía para llegar hasta la carne congelada, a
través de las crines y del pellejo. Sin embargo, las evidentes dificultades no les
preocuparon, ni tan siquiera se les ocurrió pensar en ello.
Sin vacilar saltaron encima del cuerpo del mamut hembra y empezaron a trabajar
con sus lanzas, afanándose por dejar al descubierto las crines. A continuación
empuñaron sus cuchillos, poniéndose a la tarea de cortar el pellejo. El cansancio no
tardaría en calmar su excitación, a medida que arrancaban trozos de carne helada y
chupaban la sangre, conscientes de que, a menos de que se produjera otro deshielo, la
carne del mamut se pondría tan dura como una roca. Necesitaban instrumentos más
adecuados que los que entonces tenían para cortar suficientes trozos que llevar a su

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gente. Irían, pues, al campamento de invierno y traerían lo que necesitaban.
Entretanto, uno de ellos se quedaría de guardia para ahuyentar a los depredadores.
Mientras permanecían en cuclillas sobre el cuerpo del mamut, tratando de decidir
quién debería quedarse y quiénes marcharse, una sombra cayó sobre ellos. En un
primer momento no le prestaron atención. Se encontraban precisamente a la sombra
de la morrena y lo que caía sobre ellos parecía ser tan sólo una prolongación de esa
sombra.
De pronto, Torka tuvo la sensación de ser vigilado. Alzó la cabeza y su mirada se
clavó en los ojos de la muerte.
Un mamut macho, con una alzada de unos cinco metros y medio hasta la cruz,
estaba allí, plantado sobre sus poderosos miembros, con media tonelada de marfil en
sus largos colmillos, encorvados hacia arriba y hacia afuera. Casi de la misma
longitud que la altura del animal, los colmillos tenían las puntas descoloridas, ya que,
devorador empedernido de forraje, las había utilizado para rascar y desgarrar la frágil
costra de la tundra tan profundamente como las hincaba en la carne de sus congéneres
en más de una lucha por la posesión de una hembra.
Torka se levantó. Aquello era lo que había oído caminar por la noche. Sus
instintos no le habían traicionado. Jamás hubiera imaginado que una criatura viviente
pudiese ser tan enorme o tan amenazadora. Era una aparición, un fantasma escapado
de las historias que los ancianos narraban en la oscuridad del invierno, al amor de la
lumbre, en la Casa del Hombre. Historias de monstruos para asustar a los
adolescentes, para enseñar el significado del peligro y explicar en toda su magnitud
las terribles consecuencias de romper un tabú. La bestia que contemplaba a Torka
desde lo alto de la morrena hacía que el gran oso blanco que éste guardaba en su
recuerdo pareciera tan escuchimizado como una famélica liebre del Ártico. A su lado,
el peor de los espíritus malignos resultaba menos temible que una perdiz nival
debilitada por el invierno, aleteando en una trampa.
Instintivamente, Torka supo que el mamut era el macho de la hembra atrapada en
el hielo, cuyo cuerpo trataban de descuartizar él y sus compañeros, cuya carne habían
comido para alimentarse. Era el macho quien había mantenido alejados a los
depredadores hasta que, por fin, se decidió a errar por las inmediaciones, sólo para
regresar junto a su compañera en pos de los cazadores.
La gran cabeza del mamut se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Alinak y
Nap le vieron entonces. Se encogieron boquiabiertos, sin atreverse a creer lo que
veían, mientras llegaban hasta ellos las vaharadas de su rítmica respiración. Luego, de
repente, se alzó sobre las patas traseras y azotó el aire. Su enorme trompa se levantó
en tanto su poderosa quijada se abría para lanzar furiosos bramidos.
Torka nunca habría podido decir con exactitud cuál fue el momento en que el
animal cargó sobre ellos. Sólo supo que súbitamente se les echaba encima, y que él,

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Alinak y Nap asieron las lanzas que habían puesto a un lado. De un salto bajaron de
la hembra, resbalando y tambaleándose a lo largo del terraplén del lago cubierto de
escarcha. Corrían enloquecidos en busca de salvación, pero no había adonde correr.
Torka oyó el alarido de Alinak, seguido de un estertor estrangulado. En las
mentes de sus compañeros se abrió paso el espectáculo de su espeluznante muerte,
pero ni Torka ni Nap se volvieron a mirar. Ya no podían ayudar a Alinak.
Corrían el uno junto al otro.
—Aléjate de mí, Torka —dijo Nap entre sollozos, dominado por el terror—. Es
mi espíritu maligno. Viene por mí. ¡Busca un sitio alto! ¡Corre hacia la cima! ¡Yo le
desviaré!
—¡Correremos juntos! —respondió Torka, aunque sabía que el consejo de Nap
era prudente. Si se separaban para correr, la bestia no podría atacar a los dos al mismo
tiempo. No obstante, si ambos corrían juntos y en zigzag hacia la cumbre, tal vez
podrían marearla y ponerse ambos a salvo. Aquel mamut era el animal más grande
que Torka había visto en su vida, pero de alguna manera sabía que era un mamut y no
un espíritu burlón. Y los mamuts no podían trepar.
Fue esta certidumbre lo que le dio fuerzas para apretar el paso, para avanzar a
grandes zancadas hacia la cima. Estaba convencido de que podrían salvarse, cuando,
de pronto, vio que Nap se daba la vuelta en dirección al lago, justo donde el mamut se
encontraba.
—¡No! —gritó Torka— ¡Corre conmigo! ¡Casi hemos llegado!
Pero Nap se detuvo. Permaneció plantado, mirando a través de la extensa tundra
al lugar desde donde el mamut trotaba hacia ellos, con lentitud ahora, pero ganando
terreno. Se había quedado quieto después de derribar a Alinak. Había arrastrado y
pisoteado su cadáver, convirtiéndolo en una masa sanguinolenta dentro de la pesada
funda de sus ropas. La sangre del cazador aparecía en su trompa, en sus colmillos, y
también en los dedos de sus colosales patas. Tenía la cabeza gacha y sus orejas
peludas se contraían como alas bajo las elevadas bóvedas gemelas de su cráneo. Miró
a Nap, luego inclinó otra vez la cabeza, bramó y aumentó su velocidad del trote al
galope, mientras avanzaba en línea recta hacia él.
Torka estaba paralizado.
—¡Corre, Nap! ¡Ahora! ¡Corre!
Por increíble que pareciera, Nap no corrió. Permaneció inmóvil frente a la carga
del mamut, sin blandir su lanza hasta el último momento. Es posible que entonces,
cuando olió el hedor del hálito de la bestia y la peste que exhalaba su cuerpo,
desapareciera la superstición y comprendiese que lo que se abalanzaba contra él no
era un espíritu maligno sino una criatura de carne y hueso, tan mortal como él mismo
lo era. En aquel instante lanzó un grito y se volvió para escapar. Era demasiado tarde.
El mamut le había asido con su trompa. Su arma cayó, enredándose inútilmente en el

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tupido y enmarañado pelaje rojo de la bestia. Fue arrojado al suelo y pisoteado, sus
órganos reventados le salieron por la boca, mientras cada hueso, cada fibra de su
cuerpo quedaban reducidos a una masa informe y gelatinosa.
Inmovilizado por el horror de lo que acababa de presenciar, Torka no reaccionaba.
Seguía clavado allí, ensordecido por los retumbantes bramidos del mamut que
celebraba su victoria sobre quienes habían profanado el cadáver de su compañera. Era
como si el sonido de sus berridos penetrase la piel del mundo. La tierra tembló. En el
interior de Torka, aquel sonido fue debilitándose para dejar paso a un furor
incontenible que, poco a poco, ascendió y prendió una hoguera en el fondo de sus
ojos.
El mamut le miraba fijamente. Sus ojos redondos estaban dilatados por el odio
que sentía hacia el hombre. Su enorme trompa se levantó. Su gigantesco cuerpo
osciló. El animal levantó una de sus descomunales patas y al dejarla caer de nuevo
para golpear el suelo una y otra vez, parecía como si el mundo entero temblase.
Pero Torka no tembló. El propio terror le situaba por encima del miedo. La furia
ponía sus nervios en tensión. Aguardaba, consciente de que ya no había escape
posible para él. La cima estaba demasiado lejos. La muerte demasiado cerca. La luz
que ardía en las profundidades de sus pupilas se tornó más brillante. Pensó en Umak
y recordó unas palabras del anciano: "El cazador debe de afrontar la luz. Sólo si se
enfrenta a la muerte podrá su espíritu superarla."
Torka se enfrentó a la muerte. Con su cuerpo en equilibrio y sus armas
preparadas, la esperaba. Y cuando, por fin, el mamut inició la carga, Torka no se
apartó. Por él contrario, dio un alarido y salió a su encuentro.

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CAPÍTULO 2
l grito del cazador rompió la quietud del mediodía ártico. Era un grito
vibrante como una lanza bien arrojada, elevándose en dirección al sol de tal
forma que voló a través de la tundra cubierta de nieve como si fuera una
perdiz nival que, asustada, batiese alas para escapar a toda prisa de los rigores del
invierno.
Pero allí, en aquel lugar, no lucía el sol. La mañana llegó y ya se había marchado,
y aquello era todo lo que quedaba del día. No existía cazador. No había lanza, ni un
ave de blanco plumaje invernal que emprendiese el vuelo por temor a la muerte. Sólo
había un hombre que gritaba en sueños bajo la techumbre de un refugio subterráneo,
bajo el frío espantoso y la machacona oscuridad del cielo invernal asiático.
—¡Mirad! ¡Ya vienen! ¡No nos moriremos de hambre!
El júbilo impulsó al viejo a incorporarse en su estrecho jergón como movido por
un resorte. En realidad sólo se trataba de un revoltijo de pieles de pelo largo muy
usadas, extendidas sobre trozos irregulares de intestinos impermeables de caribú.
Estos trozos, concienzudamente dispuestos, formaban, con el complemento de una
especie de alfombra de cuero alquitranado, el solado de la pequeña cabaña. La fría
humedad de la escarcha, en la cual había sido trazado el suelo, se había fundido
convirtiéndose en légamo debajo de la cubierta impermeable. A pesar de ello, la
humedad no llegaba a calar el camastro del viejo, ni tampoco la frígida oscuridad
hacia mella en su cuerpo moreno y esquelético, arrebujado en las pieles de dormir.
Desde la muerte de su mujer se había acostumbrado a acostarse completamente
vestido. Ahora sudaba de excitación dentro de su túnica con mangas, confeccionada
con piel de caribú, y de su chaleco de colas de zorro, meticulosamente cosidas en
sentido vertical.
—Sí... —pronunció la palabra con reverencia dictada por su propio anhelo. Los
caribúes estaban a punto de llegar. Saltaban fuera de su sueño para internarse en la
oscuridad de la pequeña choza en una oleada tan desbordante que no alcanzaba a ver
el principio ni el fin. ¡Caribúes! Ya era hora de que se decidieran a iniciar su
migración anual de primavera a los territorios donde parían sus hembras. No tardarían
en regresar los cazadores con comida para todos.
Los ojos del viejo, negros y saltones a la sombra de pesados párpados, se
entornaron mientras sacaba la lengua para lamer de sus labios secos y agrietados la
dulce grasa del caribú con tanta fuerza anhelada. Descansó sus manos, poderosas y
descarnadas, sobre las pieles de dormir, apretándolas después. Sí; podía oír el
estruendo producido por el rebaño al golpear la tierra con sus patas, acercándose cada
vez más. Era una creciente y atronadora reverberación de vida que avanzaba hacia el
pequeño valle donde su tribu había instalado su campamento de invierno. Sin duda

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alguna los caribúes procedían de los secretos cañones que les servían de refugio en
las profundidades de las montañas circundantes, donde se cobijaron de las
interminables tormentas de la estación de la larga oscuridad.
Sí; los caribúes estaban a punto de llegar. Y si no era así, ¿dónde estaban?
Repentinamente desorientado, el viejo ladeó la cabeza para escuchar,
esforzándose por retener el sueño que se le esfumaba, llevándose con él la visión del
caribú. El estrépito de las pezuñas de los animales se transformó en otra cosa, algo
mucho más profundo, amenazador en cierto modo, aunque muy lejano. Al cabo de un
rato, también aquello había desaparecido, y el anciano tan sólo oía el rugido de su
propia hambre. Sus intestinos se retorcían y contraían provocándole espantosos
retortijones. Era el dolor inmisericorde de la inanición. Hacía semanas que no había
hecho una comida completa, y tres días que no había comido en absoluto.
—Las tripas de Umak hablan a través de su boca —la voz de la mujer sonó
desdeñosa.
El rostro del hombre ardía de vergüenza mientras a través de sus greñas negras,
todavía sin una cana, permitió que su mirada encontrara la de la mujer. Una vez más
había vuelto a despertarla con sus escandalosos gritos para anunciar la llegada del
caribú, gritos que sólo eran producto de las ilusiones disparatadas de un viejo.
—Si pudiéramos comer de los sueños de Umak, todos engordaríamos —dijo ella,
contemplándole con sus enormes ojos negros, tan fríos e implacables como la noche
ártica.
Sus palabras hirieron el orgullo del hombre. ¿Acaso había perdido su dignidad al
mismo tiempo que la juventud? ¿Cómo podía avergonzar a Egatsop, y a sí mismo,
permitiendo que ella se enterase de que padecía las punzadas del hambre cuando, por
derecho, la mujer había comido la ración que le correspondía a él de las últimas
provisiones de la familia?
Casi no podía distinguirla en la oscuridad. Sentada con las piernas cruzadas sobre
las pieles de dormir que compartía con su compañero y sus hijos, había colocado
varias pieles de pelo largo detrás de su cabeza, de forma que rodearan como una
tienda su figura pequeña y compacta. Su hombre no estaba allí. Estaba sentada con su
niño de pecho en brazos, mientras su hijito Kipu dormía a su lado.
Frente a ella, rodeada de guijarros, en medio del hogar, una pequeña piedra había
sido colocada debajo del rescoldo. La piedra, recalentada, crujió y cayó rota en dos
mitades. Este movimiento provocó que las cenizas de huesos quemados y estiércol se
hundieran y esparciesen produciendo una pequeña fisura cuyo resultado fue
incrementar el calor y la luz. Umak aprovechó la oportunidad y vio el rostro brillante
de la mujer, rojo y dorado. A pesar del evidente aborrecimiento que expresaba hacia
él, era el rostro de una mujer joven e indiscutiblemente bella: Egatsop, la mujer de
Torka.

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Otra piedra crujió en el hogar. Produjo una aguda explosión que sobresaltó al niño
de pecho. El bebé se quejó soñoliento, luego siguió mamando con pequeños
gorgoritos de satisfacción.
Egatsop continuaba mirando al viejo, con las comisuras de la boca hacia abajo
entre su nariz menuda y el mentón puntiagudo. Sus ojos negros le fulminaron.
—Todos los cazadores han regresado sin carne. Todos menos Torka, Alinak y
Nap. Si no vuelven pronto con lo que hayan cazado, la leche se secará en mis pechos.
Entonces a este pequeño le ocurrirá igual que a los otros... será abandonado a los
lobos, o a los perros salvajes, o...
—Los cazadores <<em>>volverán. Traerán caza. Tus pechos <<em>>no se
secarán.
—¿Lo has visto en tus sueños, Espíritu Jefe?
—Sí; lo he visto... —le dolió la forma sarcástica con que ella le recordaba su
título. Antaño se decía que él, Umak, era el mejor cazador de todos ellos, que podía
comunicarse con los espíritus de sus presas y hacer que los rebaños de caza
aparecieran o desaparecieran a su antojo. En la actualidad veía con penosa y creciente
claridad, lo mismo que el resto de la tribu, que no podía dominar nada. En especial la
lengua de la mujer de su nieto, la cual le contemplaba ahora con insultante frialdad.
—Los ancianos ven muchas cosas —dijo Egatsop, con un bufido de grosera burla
—; pero nunca ven con la claridad de la juventud, porque si fuera así deberían partir
con los cazadores, ojear la caza, en lugar de consumir la comida de otros cuando son
incapaces de buscarse la suya.
—Volveré a cazar. Mi pierna está casi curada.
—Casi no basta. Torka caza para ti. Torka siempre cazará para ti. Y le da a un
viejo lo que debería ser para su mujer y sus hijos.
Umak se sintió agraviado por aquellas palabras, a su parecer injustas. A los
cuarenta y cinco años era el miembro más viejo de la tribu. Sabía que muchos le
consideraban ya caduco, pero él no se sentía <<em>>viejo. Cualquier joven podría
haber resbalado y torcerse una rodilla mientras perseguía y derribaba a un antílope de
la estepa, como le había ocurrido a él a principios del invierno. Viudo recientemente,
sin una mujer propia que le atendiera, había accedido a pasar el resto de la larga
oscuridad con Torka. Desde los primeros días, dándose cuenta de que su presencia en
la cabaña molestaba a Egatsop, se las había arreglado para que la mitad de todo
cuanto Torka le proporcionaba fuera a parar a ella y a los niños. Comida, bebida,
pieles. Cuando Torka protestó, él se limitó a señalar que sus necesidades eran
menores que las de ellos. Y durante los tres últimos días, desde que Torka dejó el
campamento, no había probado bocado, dándole a Egatsop toda su comida para que
ésta continuase teniendo leche para el pequeño. Dolido, el hombre no pudo por
menos de recordárselo.

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La mujer emitió un gruñido. Le dijo que estaba obligado a entregar su comida. No
sentía la menor gratitud hacia él, sólo desprecio.
—Hace mucho tiempo, anciano, que deberías haber dejado que tu espíritu fuera
pasto de las tormentas. Torka ha sido demasiado amable contigo. Es una debilidad
suya. Pero ahora el jefe ha dicho que si Torka y los otros no regresan pronto,
tendremos que levantar el campamento y marcharnos sin ellos en busca de caza.
Siempre será mejor que permanecer aquí para morirnos de hambre. Pero sin Torka
para caminar a tu lado, ¿cómo te sostendrás en pie, anciano? Esta mujer no te
ayudará.
Una vez más, las tripas del hombre se retorcieron. Pensaba en sus sueños
poblados de caza. ¿Había sido la visión de un espíritu jefe? ¿O tan sólo la ilusión de
un viejo hambriento, incapaz de cazar por sí mismo? El invierno había sido tan largo,
tan frío, que quizá la nieve bloquease todavía los pasos utilizados por los caribúes
para sus migraciones. Tal vez los rebaños no aparecieran aquel año. ¿Y qué pasaba
con Torka? ¿Por qué no había vuelto aún? Él, Alinak y Nap formaban el primer grupo
de cazadores que salió del campamento. Ya deberían haber regresado... si es que
regresaban.
Por primera vez en su vida, Umak sintió el peso de sus años. Todos sus hijos
habían muerto, así como su última mujer. Torka era todo lo que le había quedado para
recordarle que los demás existieron. Torka, el pequeño Kipu y la recién nacida. El
viejo adoraba a los niños, casi tanto como a Torka. Era consciente de que se había
permitido profesar demasiado afecto a su nieto. Los años que habían pasado juntos
crearon un lazo que ahora le asfixiaba al pensar lo que sería su vida si Torka no
regresaba. Egatsop tendría otro hombre. Echaría a Umak de su choza y él se quedaría
solo, sin cobijo. ¿Y a quién le importaría, en aquellos tiempos de hambre, que un
viejo incapaz de cazar fuese alimentado? Sin duda el pequeño Kipu, pero el niño sólo
tenía cinco años. Egatsop le prohibiría compadecerse de un ser inútil. Era una mujer
práctica; le haría comprender que la supervivencia era de los fuertes. Los viejos, los
débiles, los niños endebles con escasas posibilidades de convertirse en miembros
cooperantes de la tribu no tenían derecho a ocupar un puesto en ella.
La desesperación era un viento helado y enloquecido que se revolvía en el alma
del anciano. ¡Él <<em>>no era viejo! ¡<<em>>No era débil! Su pierna tardaba un
poco en sanar, pero se <<em>>curaría. ¡La rodilla sólo estaba torcida! Ya podía
caminar, aunque cojease. Pronto estaría tan fuerte como siempre. Pronto.
—Pronto nos marcharemos de aquí —la voz de Egatsop era queda; no quería
despertar a Kipu, ni molestar a la criatura que se había quedado adormecida sin soltar
el pecho de su madre, mamando de vez en cuando—. Si Torka regresa, cuidará de ti,
Espíritu Jefe. Caminará a tu lado kilómetros y kilómetros, y perderá parte de su
fortaleza por ayudarte. Se ocupará de que Umak coma lo que debería ser para las

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bocas de su mujer y de sus hijos. Alguien que no es digno de vivir, <<em>>vivirá.
Torka lo verá. Luego, todos estaremos hambrientos porque Torka no tardará en estar
demasiado débil para cazar.
La vergüenza invadió a Umak. No podía hablar. Sabía que ella decía la verdad y
que los demás miembros de la tribu considerarían debilidad la bondad de Torka.
La mujer siguió con un canturreo apenas audible, dirigido ahora no al anciano
sino al bebé dormido.
—Me estás extenuando, hijita mía. Ahora casi no queda leche para ti. Si los
cazadores no vuelven pronto con caza, la tribu se marchará de aquí. Pero no te
asustes. Duerme. Sueña. En este sitio donde te quedarás sola, los espíritus calmarán
tu hambre. Sueña con eso. Quiero que sepas que, cuando vengan tiempos mejores,
esta mujer te dará a luz de nuevo.
Muy lejos de la choza, en la fría oscuridad del mediodía invernal del Ártico, un
perro salvaje ladró, y Egatsop escuchó atentamente, con el cuerpo en tensión.
—Aún está allí. Ayer se acercó más, lo bastante para tropezar con las trampas que
las mujeres habíamos colocado para atraparle. Pero es listo y cauteloso. Necesita un
cebo mejor que el que tenemos para abandonar toda precaución ante la esperanza de
saciar su hambre.
Umak tiró de sus pieles de dormir para taparse los hombros huesudos. Temblaba.
Sabía lo que ella iba a decir.
Egatsop meció a la niña dormida, que se agitó y gimoteó un poco.
—Vendrá por ti, sí. Ahora, cuando todavía tienes suficiente fuerza para llorar.
Vendrá por ti. Un perro de buen tamaño, adecuadamente troceado y bien cocinado,
alimentaría a nuestra tribu durante muchos días. Todos entonarían alabanzas en tu
honor. Tu muerte sería un acto de servicio en beneficio de la tribu. Esta mujer se
sentiría orgullosa.
—¡Mujer! ¡No te atreverás a alimentar a los perros salvajes con esta criatura, con
la descendiente de un hombre!
—¡La niña es de Torka, anciano, no tuya!
—¡Torka no lo permitirá!
—Torka no está aquí. Y aunque estuviera, sabría lo que esta mujer sabe. Dejó el
campamento antes de que esta recién nacida fuera lo bastante grande para ponerle un
nombre. Sin un nombre, todavía no tiene espíritu de vida. Sólo parece viva. Si la tribu
parte en busca de nuevos territorios de caza, esta mujer necesitará de toda su fuerza
para cargar con el bagaje que le corresponda. Egatsop no será la única mujer que
abandone a su hijito a los espíritus. No me mires así, anciano. Sabes que no hablo a
tontas y a locas. Egatsop sólo podrá engendrar más hijos si se mantiene fuerte.
Alégrate de que yo no sea tan insensible como la mujer del jefe. Aunque dijera que
los espíritus se habían llevado el alma y el cuerpo de su hijito, no fue así. La propia

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Teenak cogió el cadáver de su recién nacido. Ha servido de alimento a su familia
durante muchos días.
Umak humilló la cabeza. Él, que en su juventud se enfrentó a un gran oso blanco
y lo mató, que siendo ya anciano había perseguido y matado un antílope de la estepa
con sus propias manos desnudas, no soportaba oír las palabras de Egatsop. ¿Qué era
lo que le pasaba? ¿Por qué sentía tanto odio hacia la mujer? ¿Por qué le inspiraba
tanta repugnancia? Era una persona práctica y realista. Todos los hombres de la tribu
envidiaban a Torka por haberla conseguido. Tenía razón en todo lo que decía, incluso
en aquel momento. Era sensata, honrada y práctica. Y también fuerte. Sí; fuerte de
mente y de cuerpo. En cambio, él era viejo y débil, menos digno de vivir que la niña
de pecho sin espíritu a quien la mujer apretaba contra su corazón.
Ella vio su angustia y sonrió. Sus dientes eran pequeños y agudos, pero eran sus
palabras las que se clavaban hondo.
—Vete, anciano. Entrega tu espíritu a la oscuridad del invierno antes de que Torka
vuelva y te detenga. Vete. Vete, y esta mujer te jura que amamantará a esta criaturita
mientras quede leche en sus pechos. Si te quedas, esta mujer jura que lo que tiene en
sus brazos será ofrecido como cebo a los perros salvajes. Vete. Termina con tu
vergüenza. Y con la mía. Y con la de Torka.

Umak no cogió arma alguna, ni víveres. Salió sólo con las ropas sobre los
hombros y con las botas que por pereza no se había quitado al acostarse. Se envolvió
en la pesada piel de bisonte que durante años había usado como manto de viaje. No la
llevaba como protección contra el frío. Solamente era algo con que ocultar su
vergüenza.
Más allá de la choza subterránea, a la pálida luz azulada de la aurora boreal,
contempló un paisaje que era tan salvaje, inflexible y hermoso como la mujer de
Torka.
Torka. Sólo podía confiar en que aún estuviera vivo en alguna parte con Alinak y
Nap, tal vez incluso en camino hacia el campamento, con caza para todos.
Pero no para Umak. No; él no volvería a comer.
Al atravesar el campamento pasó junto a otras pequeñas chozas en cuyo interior
se protegía su tribu de las furiosas bocanadas del viento. No había nadie en el
exterior. Podía oír sus voces. Ruidos de gente viva. Mas él ya había dejado atrás todo
aquello. El futuro estaba allí, en aquellas pequeñas familias, con Egatsop y sus hijos,
y con Torka, si aún vivía. Él, Umak, era el pasado.
Aceptaba la irrevocabilidad de tal verdad, si bien se preguntaba por qué se le
hacía tan cuesta arriba. Siempre imaginó que sucedería. Tenía asumido que, si no
resultaba muerto en una cacería, algún día, al despertar, <<em>>sabría que era viejo,
y que entonces su espíritu aspiraría a librarse, y que él emprendería en paz el último
viaje, igual que otros muchos lo habían hecho antes.

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Mas ahora no experimentaba ninguna sensación de paz mientras caminaba,
luchando contra la idea de que no quería morir. ¿Sería aquello lo mismo que otros
habían sentido? ¿Cólera? ¿Frustración? ¿Una terrible sensación de engaño? Era como
si su alma fuera la de un hombre joven, atrapada en el cuerpo de un viejo, arañándole
las entrañas, introduciéndose en lo más hondo de su ser para intentar hacerse con el
control de su lengua y de su persona: "Yo he vivido, amado, cazado y sufrido contigo
toda mi vida. He sido tu espíritu jefe. He abatido al gran oso blanco y enseñado a los
jóvenes a cazar como sólo yo, Umak, sé hacerlo. En tiempos de hambre, he
compartido mi comida con todos los de mi tribu... ¿Cómo es posible que nadie se
ocupe ahora de mí? ¿Van a tirarme a la basura como si fuera un hueso viejo? ¿Cómo
no se dan cuenta de que desde las profundidades de mi espíritu, mi alma clama por la
vida?"
Frente a él, una figura femenina surgió de la última cabaña del campamento. Era
Lonit. La reconoció enseguida, a pesar de su abigarrada indumentaria, porque, si bien
era poco más que una niña, ya era más alta que ninguna otra mujer de la tribu y tan
fuerte y desgarbada como un potrillo nacido en la manada de caballos salvajes que
recorrían la tundra estival.
Había salido del refugio de su familia para asegurar una de las correas que
sujetaban y tensaban la techumbre de piel sobre las arqueadas costillas de mamut que
formaban la estructura del tejado. Al ver a Umak, se detuvo como si comprendiera
instintivamente cuáles eran los propósitos de éste.
Mientras el viento les azotaba a los dos, el viejo sintió fijos en él los ojos de la
muchacha, aquellos ojos tan poco corrientes, de un color marrón claro, tan parecidos
a los de un antílope, casi totalmente desprovistos del pliegue alargado de los párpados
considerado por las mujeres y las jóvenes de la tribu como un toque de belleza. Umak
sabía que la epidermis alrededor de aquellos extraños ojos estaba negra y azul a causa
de la reciente paliza propinada por su padre. En realidad era sorprendente que la niña
hubiera llegado a vivir lo suficiente para crecer. Desde la muerte de su madre, se
había convertido en el blanco de los abusos de su familia. No cabe duda de que esto
tenía algo que ver con su raro aspecto. Muchos decían que su padre, Kiuk, nunca
debería haber permitido que una chica tan fea viviera en el primer hogar; sin
embargo, Kiuk era un excelente cazador, lo que siempre era una buena baza para la
tribu, y lo que hiciera con sus mujeres era cosa suya. De cualquier modo, Umak
siempre había compadecido a la muchacha. Era una niña fuerte, decidida, que nunca
se quejaba y que, por razones que él no lograba entender, se desvivía por ser amable
con las personas muy jóvenes y las muy ancianas. Por un instante tuvo la seguridad
de que ella iba a pronunciar su nombre, de que intentaría disuadirle de sus propósitos.
Si lo hacía, echaría por tierra su resolución y estropearía aquel último acto de
dignidad, avergonzándole para el resto de su vida. Pero la muchacha permanecía

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inmóvil al viento, y aquel instante quedó atrás; Umak pasó de largo en silencio,
decidido a enfilar el último camino. La muerte le esperaba. Ahora la deseaba, por el
bien de todos.
—¿Dónde está Umak?
El pequeño Kipu buscó a su bisabuelo cuando despertó. El viejo le había
prometido ayudarle a perfeccionar su habilidad en el lanzamiento de huesos; se
trataba de un juego que los hombres practicaban con palos obtenidos de los
fragmentos de hueso inservibles para las mujeres. No había en toda la tribu un sólo
hombre que aventajara a Umak en aquel juego.
El niño frunció el ceño. Echaba de menos a su padre. Le parecía que había pasado
mucho tiempo desde que Torka se fue a cazar. Incorporándose, Kipu se frotó los ojos.
El rostro de su madre tenía un aspecto extraño, inexpresivo. Estaba tan liso como una
piedra de cocinar muy gastada, tan pulida como los huesos de tuétano astillados tras
largos años de uso, sin un sólo detalle en su superficie. Las piedras de cocinar eran
bonitas, relucientes; parecían fuertes, como si fueran a durar siempre, pero si se
utilizaban en exceso o se las colocaba demasiado cerca del fuego, se agrietaban. Kipu
pensaba en esto al mirar a su madre.
—¿Cuándo volverá Torka?
—Pronto —contestó Egatsop con total convicción.
El ceño de Kipu se acentuó. Si su madre hablaba con tanta seguridad, era porque
en realidad dudaba de lo que decía. El niño ya había aprendido que ella se
comportaba así cuando estaba asustada. Sus ojos oscuros recorrieron el interior
igualmente oscuro de la cabaña; ni siquiera había suficiente grasa que ardiera en las
piedras huecas utilizadas como lámparas. El niño deseaba con todas sus fuerzas que
el invierno terminara. Aguardaba con verdadera ansia la llegada del verano.
—Umak ha prometido enseñarme a cazar un antílope —dijo en tono confidencial
—. Cuando haya pasado la época de la larga oscuridad, Umak ha dicho que Kipu será
lo bastante mayor para aprender a cazar como un hombre.
—Umak se ha marchado para entregar su espíritu al viento.
Kipu ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Cuándo volverá? —preguntó. El niño la miró sobresaltado. Tenía cinco años,
pero había nacido en una tribu de nómadas de la tundra. Un perro salvaje aulló a lo
lejos y Kipu prestó atención. Se daba perfecta cuenta de lo que su bisabuelo había ido
a hacer, así como de las razones que le impulsaban a obrar así. Las lágrimas se
agolparon en el fondo de sus ojos. Adoraba a su bisabuelo. Le echaría de menos más
de lo que era capaz de expresar con palabras. Sin embargo, no lloraría por él. Era hijo
de Torka y pertenecía al linaje de Umak. Antes metería una mano en el fuego que
permitirse llorar.
Egatsop le observó, esperando ver lágrimas, algún signo de debilidad. Se sintió

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aliviada cuando el niño, con los ojos secos se sentó en silencio, mirando al frente.
Sabía que estaba pasando por un mal momento. La criatura que apretaba contra su
pecho se agitó, y aunque Umak no lo hubiera creído jamás, contuvo una oleada de
ternura hacia aquel pequeño ser, decidida a no dejarse ablandar. Si se veía obligada a
abandonar a su hijita tendría que hacerlo sin que su ánimo flaqueara; de lo contrario,
sería incapaz de dedicar toda su atención a Kipu y a Torka.
¡Torka! Estuvo a punto de pronunciar su nombre en voz alta, con anhelo. ¿Dónde
estaba su hombre? ¿Por qué no había vuelto junto a ella?

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CAPÍTULO 3
angre y dolor. Torka despertó a estas dos realidades mientras yacía inmóvil,
angustiado y confuso.
¿Dónde estaba? ¿Por qué se encontraba solo? Recordaba haber
contemplado la salida del sol, y ahora estaba oscuro. Y hacía frío. El viento era una
constante fuente de sonidos que llegaban hasta él procedentes de la tundra. Escuchó.
Durante largo tiempo fue lo único que pudo hacer. Le producía daño moverse, pensar;
incluso respirar le resultaba penoso. Aspiró pequeñas dosis de aire, con tanto cuidado
como hubiera sorbido un líquido si alguien le hubiese dado algo a beber.
Sed. En un limbo negro y penoso, su sed se volvió de repente más intensa que su
dolor. Yacía boca abajo, con la mejilla medio helada sobre el suelo. Tenía la boca
abierta. Podía notar el sabor de la tundra. Era salado y dulce, como si la superficie de
la escarcha fuera la carne de alguien desollado vivo cuya sangre impregnaba su boca.
Sangre. Estaba relacionada con lo que le ocurría, con su dolor, y también con el
hecho de que estuviera solo. A través de los cuajarones de sangre que había en sus
pestañas, miró a lo lejos y súbitamente lo recordó todo.
El mamut.
Las muertes de Alinak y de Nap.
Y su propia muerte. Recordó su furiosa acometida. Lanza en ristre, había corrido
en línea recta hacia el mamut. Al agachar éste la cabeza, se había aferrado a uno de
sus colmillos. Mientras el animal levantaba la cabeza para desembarazarse de él, se
había lanzado contra la musculosa cruz del mamut. Agarrado con una mano a su
pelambrera, le había clavado su cuchillo una y otra vez hasta que, por fin, el
monstruo logró atraparle con su trompa y zarandearle, catapultándole luego como si
fuera una piedra lanzada con una poderosa honda. Al chocar contra el suelo, el
hombre sabía que estaba muerto.
Sin embargo, por increíble que fuera, estaba vivo. Sufría dolores demasiado
terribles para no estar vivo. Su instinto le decía que el mamut se había ido. ¿Por que?
¿Por qué no había acabado con él como lo había hecho con Alinak y con Nap?
La respuesta le llegó al tratar de ponerse en pie. Apoyándose sobre las manos para
hacer palanca, sobreponiéndose al dolor de varias costillas rotas, miró lo que había
debajo de él. Lo que había saboreado era la carne de un ser humano desollado vivo.
Era la masa sanguinolenta de lo que quedaba de Nap. El calor, que disminuía poco a
poco, de su cadáver pisoteado, destrozado, había impedido que Torka, inconsciente,
se congelara hasta morir; el olor de la sangre de Nap sobre el cuerpo de Torka, hizo
creer al mamut que Torka, a quien inadvertidamente lanzara sobre el cadáver de Nap,
estaba también muerto. Aplacado su furor, perforado apenas su grueso y peludo
pellejo por las cuchilladas de Torka, volvió grupas y prosiguió su camino.

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Con los sangrientos cuajarones de las entrañas de Nap sobre sus manos
enguantadas, Torka se levantó, apartándose. Sentía náuseas; embargado por la pena,
estuvo a punto de desmayarse. Nap le había salvado la vida dos veces en el mismo
día; la primera cuando estaba vivo, y la segunda, muerto. A su regreso al campamento
de invierno, Torka entonaría cantos de alabanza en su honor, y la mujer de Nap se
sentiría orgullosa en medio de su aflicción. Torka se ocuparía de ello.
Si es que volvía al campamento de invierno. El viento arreciaba. Un tenue velo de
nubes altas oscurecía la luz de la aurora boreal. Torka emprendía el retorno a su hogar
a través de un mundo oscuro y frío.
Transcurrían las horas. Torka avanzaba como podía. Estaba débil, le dolía todo el
cuerpo y, de vez en cuando, tenía que pararse a descansar. Una nieve menuda y seca
empezó a caer casi al mismo tiempo que se topaba con las huellas del mamut. Como
caminaba despacio, se dio cuenta de que avanzaba delante de él, siguiendo la ruta que
él, Alinak y Nap tomaron días atrás, en sentido opuesto, al salir del campamento.
Sacudido por sollozos que a duras penas podía reprimir, en abierta lucha contra el
viento y la debilidad que amenazaba doblegarle, Torka apretó el paso. Sabía cuáles
eran las intenciones del mamut. El desdichado, el insensato Nap había tenido razón.
El mamut era un espíritu agazapado y maligno, y su cólera no se había apagado.
Olfateaba al Hombre. Seguiría su rastro hasta dar con el campamento de la tribu de
Torka. Una vez allí, los mataría a todos.
Umak caminaba de noche, solo. Trataba de no preguntarse cuánto habría
caminado o lo lejos que estaría del campamento; ese tipo de cosas ya no deberían de
preocuparle. De cualquier modo, recordaba perfectamente el camino que había
seguido, hasta el punto de ser capaz de regresar por donde había venido con los ojos
vendados y en medio de una tormenta de nieve. La rodilla le dolía, pero no tanto
como había temido. Después de todo, era posible que estuviese casi curada.
"No importa", pensó, "es hora de morir, no de vivir y sanar". "Para Umak estas
cosas ya no tienen sentido."
Siguió andando, pero no podía por menos de asombrarse por su vigor, ya que, a
pesar de ser un viejo consumido por el hambre, no estaba cansado. Avanzaba sobre la
nieve con el paso lento, medido y seguro de quien se mueve con tanta facilidad como
respira, con la marcha de un nómada cuyos pies le habían llevado de un lado para
otro, a infinidad de lugares remotos bajo el inmenso y salvaje cielo del Ártico.
Miró hacia arriba. El cielo estaba repleto de nubes. Duras pellas de nieve no más
grandes que partículas de polvo golpeaban su rostro. Sin saber cómo empezó a hacer
pronósticos sobre el tiempo. No habría tormenta, pero el viento arreciaba. En unas
pocas horas dejaría de nevar, el cielo se aclararía, y un frío tremendo reinaría en la
tundra. Sería peligroso para cualquiera que no se protegiese de su inclemencia.
Umak se indignó consigo mismo. Frente a él se extendía la pendiente poco

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pronunciada de un altozano de la tundra. Era un montículo insignificante, azotado por
el viento, pero ofrecería una bonita vista de la tundra a un hombre que se sentara en
lo más alto, cediendo a las embestidas del viento mientras esperaba que la muerte
llegase.
Así lo hizo Umak. Y el viento le acogió, hablándole de muchas cosas: de pasadas
cacerías y de mujeres que fueron su orgullo, de hijos muertos mucho tiempo atrás,
de... de todo menos de cómo morir. Ni siquiera tenía frío. Se le ocurrió que podía
desnudarse. Eso sin duda aceleraría el proceso, pero no le parecía decorosa la idea de
entregarse a la muerte dando diente con diente, con sus viejos huesos apuntando bajo
la piel mientras todos los espíritus contemplaban el espectáculo verificando que ya no
era el hombre que fuera antaño.
Se indignó de nuevo consigo mismo. Recobró la compostura y comenzó a cantar,
a hacer de su vida una canción. El viento le transportaría al mundo espiritual. La
muerte le oiría y sabría que había llegado la hora de presentarse. Umak ya no podía
convocar a los espíritus de la caza. ¿Pero qué clase de espíritu jefe sería si no pudiera
convocar al espíritu de su propia muerte?
Cantaba con brío. Era un ritmo atonal, un cántico en el que se mezclaban palabras
y vibraciones de su garganta. Umak intentaba producir sonidos que armonizaran con
el viento, pero no lo conseguía ni mucho menos. Aun así, insistió una y otra vez. Se
le agotaron las palabras. Ahora el cántico era sólo sonido. Se aburría. Era probable
que aburriera también a la Muerte. Se irritó sólo de pensarlo. ¡Él era Umak! ¿Qué
otro cazador podía presumir de proezas más temerarias que las suyas? La Muerte
debería de sentirse impresionada. Claro está que ni siquiera el espíritu jefe más
grande del Ártico podía llenar con tantas historias la canción de su vida. ¿A cuántos
grandes osos podía enfrentarse un hombre en el transcurso de su existencia? ¿O a
felinos con dientes de sable, o a manadas de gigantescos bisontes en desbandada? Al
fin y al cabo, él era sólo un hombre, a pesar de sus hazañas extraordinarias. ¿Qué era
lo que la muerte quería de él? No se le daba bien inventar historias para alargar la
canción de su vida; además, eso era un tabú que ningún hombre rompería por miedo a
que su espíritu de vida fuese arrojado a las nubes. Reflexionó un buen rato acerca de
ello, y decidió que quizá a la Muerte le gustaban tanto sus relatos que le instaba a
repetirlos.
Umak lo hizo así, varias veces. Pero sus historias no atrajeron a la Muerte. Sí
atrajeron, en cambio, a un perro salvaje. Se trataba del mismo animal que durante los
últimos días había merodeado por las inmediaciones del campamento. Umak no se
sorprendió al verle. El perro había evitado prudentemente las trampas que Egatsop y
las otras mujeres colocaron para atraparlo. No cabía duda de que, al ver a un cazador
aventurándose a salir del campamento, el perro decidió seguirle considerándole una
posible presa.

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Ahora estaba muy próximo al anciano. Era un animal grande, lobuno, con una
máscara de pelaje oscuro rodeándole los ojos azules. Se movía a favor del viento, de
forma que su perseguido no percibiera su olor. Umak, no obstante, sabía que estaba
allí. Aunque continuara sentado sobre las piernas cruzadas, con las manos
descansando encima de las rodillas, alzado el rostro hacia la bóveda del cielo cubierto
de nubes, lo sabía. Y sonrió.
"No atacarás a traición a este viejo, Hermano Perro. Antes de que hagas presa en
Umak, él te romperá los huesos para que su tuétano mantenga vivo el fuego de su
vida."
No había hablado en voz alta. Sin embargo, el perro notó que había sido
amenazado. Se detuvo, bajó la cabeza, metió la cola entre las patas y permaneció al
acecho de la figura inmóvil, a la espera de descubrir el primer indicio de
vulnerabilidad.
Umak no quería complacerle. Permaneció como estaba. Por el rabillo del ojo vio
que el perro se sentaba sobre sus patas traseras. A pesar de su tamaño, los largos y
desproporcionados miembros del animal y su aire desgarbado revelaban su juventud.
Era un macho joven, solitario, expulsado tal vez de su manada después de haber
desafiado imprudentemente y sin éxito al jefe del grupo. Umak no sabía gran cosa
sobre los perros. A su juicio se parecían mucho a los lobos, a los cuales se solía ver
con más frecuencia. Eran animales sociables, que cazaban en manada y dependían del
grupo para sobrevivir. Un perturbador sentimiento de simpatía hacia el perro hizo que
Umak se diera cuenta, amargado, de su propia situación. Joven o viejo, hombre o
animal, ninguno de los dos podía confiar en sobrevivir mucho tiempo más, solos
como estaban, cada uno por su lado.
No es que Umak pretendiera sobrevivir. No; estaba decidido a morir. Ahora, por
vez primera, se movió justo lo necesario para echar una ojeada por encima del
hombro al perro salvaje. ¿Sería aquélla la manera que tenían los espíritus de
responder a la canción de su vida? Él había invocado a la Muerte. ¿Sería su liberador
aquel perro salvaje, enmascarado, de ojos azules?
—¡Hummm! —la exclamación sonó tan fuerte y con tanta vehemencia que
ambos, el hombre y el perro, se sobrecogieron.
El perro se levantó con un gruñido. Los dos parias se observaron mutuamente, y
Umak, de repente, se encolerizó al reparar en el animal flaco hasta los huesos, en su
afilado y rojizo hocico, en sus orejas tiñosas.
—¡Este anciano no ha vivido tanto tiempo para ser devorado por los perros!
¡Umak merece una muerte mejor! —Tras pronunciar estas palabras, se puso en pie de
un brinco, alzó los brazos y, con un alarido, se precipitó en línea recta contra el perro.
El animal, aterrorizado, reculó, y sin perder el tiempo en ladrar o gemir, giró y se
internó a todo correr en la noche a lo largo de la tundra nevada, desvaneciéndose por

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completo como si nunca hubiese estado allí.
El viejo se quedó largo rato con los ojos fijos en el sitio por donde había
desaparecido. Se preguntaba si habría sido una criatura de carne y hueso o un
espíritu. Las huellas del animal le respondieron. Había sido real, no cabía duda. Y con
toda probabilidad, volvería incluso demasiado pronto. Entretanto, cabía en lo posible
que hubiera ido a merodear de nuevo por las inmediaciones del campamento de
invierno. Umak pensó en Egatsop y en la promesa qua ésta le hiciera de no abandonar
a su hijita recién nacida en medio de la tormenta. Pensó en las otras mujeres que sí lo
habían hecho. Se preguntaba si el perro salvaje había sobrevivido gracias a la carne
de aquellas criaturas cuyas madres no habían sido tan prácticas como la mujer del
jefe, la cual había alimentado a su familia con el cadáver de su propio hijo recién
nacido.
Apretó los puños. Deseaba haber matado al perro. Hubiera querido disponer de
sus lanzas, de un cuchillo al menos; pero no había cogido ningún arma. Su boca
generosa se plegó en una mueca de enfado. Si el perro volvía, lo mataría sólo con sus
manos. Sería su última proeza. Quizá a la Muerte no le aburrirían entonces sus
historias y decidiría acudir a él de forma más digna que por medio de las quijadas de
un perro famélico.
Pero el perro no volvió. Por extraño que pareciera, Umak le echaba de menos.
¿Qué sería lo que ahora le esperaba? Se encogió de hombros. Fuera lo que fuese, lo
afrontaría, aunque apareciera furtivamente como sospechaba abalanzándose a traición
sobre él cuando estuviera dormido.
Regresó a la cima de la pequeña colina y se sentó. El viento amainaba. La nieve
había cesado de caer. Podía ver estrellas allí donde, sólo momentos antes, las nubes
cubrían la oscuridad. Hacía un frío terrible cuando el viejo entonó de nuevo el cántico
de su vida. Se congelaría poco a poco, y su espíritu quedaría libre de la envoltura de
huesos y piel que le habían mantenido cautivo desde que nació. No sería mala una
muerte como aquélla. La somnolencia empezaba a invadirle a medida que cantaba. Se
sentía cómodo y abrigado dentro de sus gruesas prendas de vestir y gozaba de la
protección contra el viento que le brindaba el manto de piel de bisonte en que se
envolvía. Recordó que, con aquella misma indumentaria, había soportado muchos
vendavales a la intemperie en plena tundra. Mientras siguiera con aquellas ropas no
era probable, pues, que pudiera congelarse hasta morir.
Sin vacilar, se despojó de ellas, arrojándolas lejos de sí. El viento traspasó su ropa
interior. Mordía su piel tan profundamente como podría hacerlo cualquier perro
salvaje. Al respirar, quemaba sus pulmones. "Este anciano morirá ahora", pensó. "La
muerte se lo llevará mientras duerme".
Se sentó. Esperaba a la Muerte. El tiempo transcurría con lentitud. Hacía
demasiado frío para cantar. Demasiado frío para dormir. Pensó que el tiempo pasaría

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tal vez más rápido si ejecutaba una danza del espíritu. El movimiento activaría la
circulación; sentiría más calor hasta que, por último, la Muerte haría acto de
presencia y él se derrumbaría. Lo intentó por un momento, pero la rodilla le dolía, y
le pareció estúpido danzar cuando no había nadie que le viera. Se hincó de rodillas
sobre la pequeña colina, bajo el inmenso y salvaje cielo del Ártico, y aguardó
estoicamente a que llegara el fin.
No fue así. Temblaba. Sus extremidades estaban entumecidas. Su pene se encogía
y sus testículos se retraían hacia el cálido hueco del que descendieron cuando era un
muchacho. Se le vino a la memoria su infancia. No parecía que hubiese pasado tanto
tiempo. Los recuerdos volvían. El ayer estaba más cercano que el mañana.
El tiempo continuaba pasando. Umak no moría. Se sentó y, a la larga, acabó por
reconocer que para alguien que había pasado la vida entera luchando contra el frío no
era posible sucumbir a éste pasivamente, sobre todo cuando sus ropas de abrigo
estaban tan cerca, al alcance de la mano. Las contempló mientras reflexionaba: "Este
viejo tiene demasiado frío para dormir. La muerte le sobrevendrá durante el sueño.
Umak se tapará con el manto. Se congelará... pero lentamente."
Hizo una tienda de campaña con el manto. Sin su túnica de piel de caribú y el
chaleco de colas de zorra, sin sus pantalones exteriores y sus polainas, aún tenía frío;
pero se había puesto las botas y los guantes. Resguardado del viento por el viejo
manto, las dentelladas del frío se amortiguaban; dio unas cuantas cabezadas. Cada
vez que abría los ojos creía estar muerto, pero estaba aún vivo. Refunfuñaba,
fastidiado, y volvía a dormirse.
En cierto momento, antes de que amaneciera, sintió a la Muerte muy cerca. La
llamó por su nombre, mas sólo el gruñido de un perro le recibió al despabilarse sin
darle tiempo a responder y dejar que su espíritu se marchase.
El perro salvaje había vuelto y se mantenía a corta distancia del hombre. Sin duda
había estado vigilándole durante horas, a la espera de que la Muerte llegase antes de
iniciar él su acometida. Umak se ahogaba de furia.
—¡Estúpido animal! —le increpó—. ¡Este anciano estaba a punto de penetrar en
el mundo de los espíritus! ¿Es que no podías esperar? ¡Umak intentaba morir! ¡De no
haber sido por ti, mi espíritu estaría libre y tú podrías estar dándote un banquete con
mis huesos inútiles! ¡Pero estos huesos no son todavía inútiles! ¡Y tú no devorarás a
este anciano mientras esté todavía vivo!
El perro escuchaba. Tenía la cabeza gacha, las orejas echadas hacia atrás y las
fauces entreabiertas. Su gruñido era ronco y amenazador.
—Grrr... —Umak le devolvió el gruñido—. ¡Lárgate! Si te acercas demasiado,
este viejo te comerá a ti!
El perro no se movió. Su gruñido continuaba, como un tamborileo de peligro
inminente, tan frío y preñado de amenaza como un viento del norte que soplase cada

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vez con mayor fuerza.
Umak no se dejó intimidar. El perro era grande, pero era también joven y flaco, y
probablemente estaba tan extenuado como el hombre a quien había elegido para que
fuera su próxima comida. La experiencia le decía a Umak que sabría arreglárselas
para salir con bien de la amenaza del perro. Se levantó, y acto seguido se envolvió en
la capa de bisonte con tal arte que su tamaño aumentó el doble. Gruñó de nuevo al
perro y, al hacerlo, le dio un nombre al animal.
Aar ... —gruñó el anciano.
Y el perro contestó "Aarrr:..", pero no se marchó.
—¡Hummm! —emitió Umak, molesto por la situación. Mientras el perro no se
moviera de allí, su cuerpo no consentiría que su espíritu le abandonara. Agachándose,
cogió una piedra para lanzarla contra el animal. Su puntería era buena; el perro aulló
y echó a correr. El esfuerzo realizado provocó el jadeo del viejo. Estaba muy débil.
Estaba muriéndose. Y de golpe se asustó, porque supo que no quería morir.
Recogió sus ropas y se las puso; luego echó a andar. Ignoraba adónde se dirigía.
Lo único que sabía era que caminaría hasta caer redondo. Y entonces el perro, que,
con toda seguridad, le seguía, le atacaría. El perro, por ser joven, sobreviviría a un
anciano. Ésa sería la muerte que le aguardaba. La muerte que Umak ya no deseaba.

El viejo y el perro vieron al mismo tiempo la presa muerta y abandonada por un


lobo. Ambos se aproximaron, y el hambre que Umak tenía le hizo recobrar en un
santiamén toda su energía y su audacia. Se movía igual que un joven, gritaba y
manoteaba para obligar al perro a retroceder, hasta que éste retrocedió, aturdido. El
animal, acobardado, contempló cómo se arrojaba el anciano sobre el antílope de la
estepa mutilado. Umak gruñía y gemía de placer mientras saboreaba la dulce sangre
de la vida, consciente más que nunca de que no quería morir.
Comía con tal ansiedad que no se dio cuenta de en qué momento se le unió el
perro. Estaba ocupado en devorar un trozo de carne del anca, cuando se le ocurrió
levantar la cabeza y vio que el animal comía a su vez, situado frente a él. Sus ojos se
encontraron. El perro dejó de comer; su actitud era sumisa. Umak continuó
devorando. El anciano, por extraño que pareciera, no deseaba echar al perro de allí.
La carne cruda, casi congelada, estaba devolviéndole su energía; sabía que, de no
haber sido por el perro, él estaría muerto en lo alto del cerro. Y el perro estaría
comiéndose ahora su carne en lugar de la carne de la presa que compartían. Mientras
seguía comiendo, se preguntaba si habrían sido los espíritus quienes le enviaron a
aquel perro joven, famélico, para decirle que no deseaban la muerte de Umak. Pero,
¿por qué?
Se apartó de los despojos del antílope. Había saciado su apetito, pero no ocurría
otro tanto con la curiosidad que despertaban en él las preguntas que se planteaba.
Echó una ojeada al perro, diciéndose que se sentía lo bastante fuerte para apedrearle y

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desembarazarse de él. Era el momento adecuado de darle muerte, ahora que se
mostraba confiado. Incluso pensó que podría servirle de alimento durante varios días
y después llevar el sobrante a la tribu. Así podría demostrarle a Egatsop cuán
equivocada estaba al juzgarle. La recordó dispuesta a utilizar a su propia hija como
cebo para atrapar al perro. Frunció el ceño, asqueado, aborreciéndola. "No", pensó
mientras miraba al perro, "tú no irás a ese estómago. La tribu ha expulsado a este
anciano. En cambio, tú has devuelto a Umak el espíritu para vivir. Ahora que hemos
comido de la misma presa, somos una única carne, Hermano Perro. Y Umak no
comerá la carne de su hermano."
Poniéndose en pie, bajó la cabeza para contemplar al perro. Al notar la mirada del
hombre, el perro le miró a su vez con sus ojos azules, rodeados de un antifaz negro.
El animal percibió un cambio en el hombre. La actitud de éste revelaba un renovado
vigor, una voluntad poderosa brillaba en sus rasgados ojos negros. Ya no constituía
una amenaza. El hombre había permitido al perro compartir "su" caza. En el lenguaje
instintivo y sin palabras de todos los animales que se agrupan en manadas, aquello
equivalía a ser aceptado en el grupo. Aquellos que comían de la misma presa
quedaban unidos para siempre por la sangre del animal, la cual era vehículo de vida.
Depredador y presa jamás podían comer juntos. Consciente de que el hombre también
lo entendía así, el perro se tranquilizó. Apartó los ojos de aquél y siguió comiendo a
sus anchas. El hombre no le haría daño. Él tampoco haría daño al hombre. Entre los
dos se había establecido un pacto. En adelante, ambos pertenecían a la misma
manada.
Umak y el perro permanecieron junto a los restos del antílope de la estepa hasta
dar buena cuenta de lo que quedaba. Era un animal recién muerto, sólo devorado en
parte por los lobos que lo habían abatido. Cuando Umak, sentado, rompía el último
hueso para chupar el tuétano, empezó a preguntarse cuál habría sido el motivo por el
que los lobos abandonaron una carne tan suculenta.
Para Umak la cuestión era seria, porque los lobos eran tan frugales como los
hombres y en consecuencia se llevaban y escondían lo que no habían podido
consumir en el escenario de su cacería. Y aquellos eran malos tiempos para los
cazadores, ya fueran éstos hombres o bestias.
La tenue mañana de la primavera del Ártico se oscureció. Era otra vez de noche.
El viejo se arrebujó en su manto de bisonte, disponiéndolo a modo de tienda de
campaña, y se durmió, con el perro salvaje a su lado, aunque no demasiado cerca. Ya
no eran adversarios, pero tampoco amigos por el momento. Transcurrió la noche y
amaneció de nuevo. Umak despertó y sonrió porque todavía estaba vivo y se sentía
contento, aunque no estaba muy seguro del porqué.
Reanudó la marcha. El perro le seguía. Cuando se paró, el perro se detuvo. Al
echar otra vez a andar, el perro continuaba a su lado. A la frágil luz de la mañana

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ártica, enfilaron la ruta que Nap, Alinak y Torka tomaron varios días atrás, al salir del
campamento. Umak hizo un alto, preguntándose si los tres estarían de vuelta. Puesto
que Torka formaba parte del equipo, Umak albergaba escasas dudas acerca de que no
hubiera sido así. Su nieto era un cazador consagrado, un hombre de instintos
extraordinarios. Algún día Torka sería un espíritu jefe, cuando Umak le hubiese
enseñado todo lo que tenía que saber. Los dientes del viejo rechinaron. Recordaba
que había sido expulsado, y que ya no podría enseñarle nada a Torka nunca más. Su
nieto sólo sabría lo que ya había aprendido. No volverían a encontrarse jamás.
Al viejo le produjo tanta aflicción aquel pensamiento, que deseó que Torka
hubiera muerto, para tener la seguridad de estar sólo en la tundra, expulsado de la
tribu, sin volver a ver nunca a sus seres queridos. Aquello era la muerte.
La repentina excitación del perro puso fin a los negros pensamientos de Umak.
Delante de ellos, varias huellas se cruzaban con las de Torka, Alinak y Nap. El perro
daba vueltas en torno, olfateándolas. El viejo acudió a investigar.
Mamut.
No pronunció la palabra en voz alta, por temor a convocar al espíritu de la caza
sin el ceremonial adecuado; pero desde luego se trataba de un mamut. Un solo
mamut, y, a juzgar por el tamaño de sus pisadas, debía ser el mamut más enorme que
Umak había visto en su vida.
Estudió las huellas. Las tocó. Las olió. Se cruzaban y volvían a cruzarse en
distintos sitios de la ruta de los cazadores; esto sugirió a Umak que el mamut estaba
siguiendo el camino escogido por los hombres al salir del campamento.
"Extraña conducta", pensó el anciano. Por lo general, los mamuts viajaban en
reducidos grupos familiares dirigiéndose al monte bajo que se extendía al pie de las
montañas lejanas, con las hembras y sus crías apiñados todos juntos, mientras los
machos se mantenían solitarios o en pareja, reuniéndose con el rebaño sólo en época
de apareamiento. Evitaban al Hombre.
Las pisadas del gigante solitario indicaron a Umak que se trataba de un macho
enorme. De rodillas, tendió una mano para calcular el ancho de la colosal pisada.
Relatos de antaño acudieron a su memoria, entre ellos el de una leyenda que los
viejos susurraban cuando él era un niño pequeño. Hablaban de La Voz del Trueno, de
El Que Hacía temblar al Mundo, de El Que Aparta las Nubes, de un mamut al que los
hombres llamaban El Destructor, porque caminaba por donde ningún hombre podía
seguirle, y porque cualquiera que se atravesara en su camino moría.
Encogiéndose de hombros, apartó de sí los recuerdos. Sonrió ante su propia
necedad. La bestia de los recuerdos de su infancia era tan sólo una fábula. Los
mamuts eran criaturas huidizas. Si aquel viejo mamut avanzaba en dirección al
campamento de la tribu, los días de hambre se habrían acabado para su pueblo. Los
cazadores, que salían del campamento día tras día, le verían; oirían el ruido de sus

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pisadas haciendo estremecerse la tierra cubierta de hielo. Aunque estuvieran
extenuados, la necesidad de saciar el hambre les haría fuertes. Con la ayuda de sus
armas y su destreza, sacarían fuerzas de flaqueza para matar a la bestia.
Se puso en pie, contento por su pueblo y triste por haber escuchado a Egatsop y
escogido morir. Hacía años que no cazaba mamuts. Su experiencia podía ser valiosa
para el grupo. Sin embargo, no podía retroceder; su decisión de caminar con la
Muerte era, una vez tomada, irrevocable. Regresar después de haber emplazado a la
Muerte, podía provocar que la Muerte le siguiera y devorase a los espíritus de vida de
la tribu entera.
No quiso seguir pensando en ello; era demasiado horrible. Le gustaría ayudar,
decirles que un mamut del tamaño de una montaña andante iba hacia ellos.
—¡Hummm! —exclamó en voz alta, sin darse cuenta de que le estaba hablando al
perro—. No necesitarán a este anciano. Un mamut tan enorme como una montaña,
también será tan viejo como una montaña. Tal vez, igual que Umak, vague solo a la
espera de morir. Estará débil. Será fácil de matar.
El perro le miraba. Y con tanta claridad como si el animal pronunciase las
palabras, Umak leyó su pensamiento y se desazonó. ¿Acaso no le había enseñado su
propia experiencia que no todo lo viejo es necesariamente débil... o fácil de matar?

Cayó la noche, y el viento que en ella reinaba era espantosamente frío. Protegido
por la tienda de campaña que con tanta maña se preparara con el manto de bisonte,
Umak rememoró pasadas cacerías y gloriosas batallas libradas contra ejemplares de
caza mayor. Empezó a cantar. El viento arrebataba sus palabras y las silbaba a través
de la tundra.
El perro escuchaba. Se había acostado cerca del hombre, aunque no demasiado,
hecho un ovillo para defenderse del viento, con el hocico debajo de la cola, entregado
a sus propios sueños, estremeciéndose de vez en cuando por el recuerdo de sus
propias batallas.
A una distancia no demasiado grande, el cántico de Umak resonó transportado por
el viento, y Torka lo oyó, pero sin atreverse a creerlo.
Trató de levantarse y gritar, pero cayó otra vez, medio inconsciente, allí donde se
había desplomado horas antes.
El perro salvaje oyó su grito. Su cabeza se alzó al tiempo que el pelaje de su lomo
se erizaba. Umak también lo oyó, pero había sido un sonido tan rápido e inesperado
que no pudo identificarlo.
Dejó de cantar. ¿Habría sido proferido el grito por una presa o por un depredador?
Incapaz de responder a la pregunta, todos los recuerdos de su juventud se
desvanecieron. Volvía a ser un anciano, solo, desarmado, que aguardaba a la muerte
en la oscura y salvaje tundra. ¿Habría oído tal vez la voz de la Muerte?
Se levantó y echó hacia atrás la cabeza, con el mentón apuntando al cielo en

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actitud desafiante. ¡El era Umak! No se asustaría. No obstante, a pesar de todos sus
esfuerzos, notó que sus manos se doblaban al ir a coger sus armas. Tenía la boca seca
y sintió en la garganta un sabor ácido que, sin duda, estaba estrechamente relacionado
con el miedo. Estaba asustado. Era viejo; estaba solo y extenuado, pero no quería
morir. La muerte debería haber acudido cuando la llamó por primera vez. Pero no
luego. Ahora, el deseo de vivir era en él muy poderoso. Sus ojos entornados para
defenderse del viento brillaron resueltos. Su mentón dejó de apuntar al cielo. Se dijo
que si todavía era el espíritu jefe que fue en otros tiempos, lo mismo podía despedir
perfectamente a quienquiera que hubiese llamado antes.
Empezó a cantar otra vez. Era una canción nueva; una canción entonada a pleno
pulmón. El ruido siempre expulsa a los espíritus del miedo de las entrañas de un
hombre. A lo mejor también serviría para echar a la Muerte con cajas destempladas.
Pero la canción de Umak se dispersó en el viento de la tundra y llegó hasta Torka,
quien reconoció aquella voz aunque se encontraba al borde mismo de la
inconsciencia. Oírla avivó las brasas mortecinas del espíritu de vida del joven
cazador, infundiéndole una nueva esperanza en medio del dolor y la desolación.
—¿Umak? —Sí, hubiera reconocido aquella voz amada en la más oscura de las
noches, en la peor de las ventiscas, en el más atroz de los vendavales—. ¡Umak! —
gritó el nombre contra el viento.
Umak lo oyó.
Con el perro al trote delante de él, el anciano no tardó en dar con su nieto. Se
arrodilló para acunar a Torka entre sus brazos, mientras escuchaba su relato de
sangriento terror.
—Umak... padre de mi padre... tienes que avisar a los nuestros... tienes que
regresar a tiempo... —las palabras de Torka salían entrecortadas de sus labios, en
tanto luchaba por no perder la conciencia. Instantes después se desmayó.
El anciano le estrechó contra su pecho, sosteniéndole. Allí, bajo la oscuridad
invernal, Umak supo al menos cuál había sido la razón por la que la Muerte no acudió
para apoderarse del espíritu de un viejo: ya se había alimentado con otros espíritus de
vida más jóvenes y también más débiles. Y ahora, con Torka gravemente herido,
comprendió que bajo el disfraz de la voz del Trueno, de El Que Hacía Temblar al
Mundo, de un gigantesco mamut lanudo al que los hombres llamaban El Destructor,
la Muerte, la cazadora definitiva, se dirigía hacia el campamento de invierno de su
tribu.
Sólo quedaba un viejo para detenerla.
—¡Y este viejo lo intentará!

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CAPÍTULO 4
través de kilómetros y kilómetros, a través de lo que quedaba de la larga
noche, Umak avanzaba hacia el campamento dando traspiés, con Torka
desvanecido sobre su espalda y el perro a su lado. El alba aún no asomaba en
el horizonte cuando él se detuvo jadeando de fatiga, obligándose a aspirar grandes
bocanadas de la oscuridad como si se tratara de una comida que pudiera alimentarle.
No fue así. Permaneció encorvado, con el peso muerto de Torka cruzado sobre
sus hombros mientras los lobos aullaban en lontananza y, en lo más profundo de su
ser, la voz de la extenuación le aconsejaba: "Anciano, tu meta no está lejos. Sólo a
unos cuantos kilómetros. Pero la rodilla te duele y el cuerpo te falla. Nunca lo
lograrás; no con Torka a la espalda".
No podía decir a ciencia cierta si aquella voz respondía a la verdad o si era fruto
de su propia conveniencia. Sólo sabía que no abandonaría a su nieto, no mientras
quedase en cualquiera de los dos un soplo de vida.
Notó los ojos del perro salvaje fijos en él, estudiándole, y recordó la censura de
Egatsop, la mujer de Torka. Debilidad. Sí; ella lo hubiera llamado así. Él era
consciente de que tenía que regresar al campamento de su tribu lo más rápidamente
que pudiera. Le constaba que debería dejar atrás a Torka. Si Torka estuviera en
situación de poder hablar, insistiría en ello.
—¡Hum! —exclamó el viejo, tras prestar atención al aullido de los lobos—. Lo
que la Voz del Trueno no pudo matar, Umak no lo abandonará para que sea pasto de
las bestias. —Hizo acopio de toda su energía y capacidad de concentración para
seguir adelante. Acopló lo mejor que pudo sobre su espalda el cuerpo de su nieto y se
dispuso a reanudar la marcha, dirigiéndose en voz alta al perro, a los lobos y a la
remota distancia de tundra abierta que aún le quedaba por cubrir—. Este hombre es
Umak, un espíritu jefe. Correrá en alas del viento y éste prestará celeridad a su
avance. Umak estará pronto de vuelta a casa. Avisará a su pueblo. Se enfrentarán
juntos al gran mamut. Celebrarán un banquete con su carne y aventarán su espíritu.
Y como era un espíritu jefe, le pareció que el viento arreciaba para impulsarle en
su recorrido, que fortalecía sus miembros para mantenerlos en movimiento. Y así,
mientras proseguía su camino tambaleándose, caída tras caída, levantándose una y
otra vez, en su imaginación Umak volaba en medio de la noche, con un Torka
ingrávido sobre sus hombros y el perro salvaje saltando junto a él a través del cielo.

Cayó sobre ellos en plena noche, como se presentaban todos los terrores
auténticos, y en silencio, procedente de ese pozo negro donde es acunado el miedo y
desde el cual se deslizan todos los horrores que evitan la luz del día. Llegó
furtivamente, andando a favor del viento para que su hedor no le delatara. Lo único

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que le traicionó fue la presión de sus pisadas sobre la superficie de la escarcha.
En el interior de la choza subterránea de Torka, el pequeño Kipu se agitó en
sueños. Era el sueño profundo que sobreviene al término de la noche, cuando los
latidos del corazón se hacen más lentos mientras la sangre corre profunda y la mente
descansa inerte y sin sueños.
A través de la sustancia caliente y negra de aquel sopor, una vaga e indefinida
conciencia de peligro se deslizaba como ráfagas de viento a lo largo de la superficie
negra de un estanque en una noche sin luna: invisibles, pero provocando sutiles
temblores en sus profundidades. No había nada tangible que provocase temor... sólo
la oscuridad, sólo el silencio, sólo el acostumbrado olor a mohoso de la cabaña y el
suave roce, el golpeteo de la piel al chocar contra los huesos cuando ráfagas
intermitentes de viento azotaban los muros exteriores de la cabaña.
El niño suspiró y cambió de posición debajo de sus pieles de dormir. Gimió
suavemente, todavía profundamente dormido aunque no tan tranquilo como antes.
Egatsop le oyó. Con la criatura dormida y hecha un ovillo contra su pecho, yacía
medio despierta, escuchando. Las ventanillas de su nariz se dilataron al captar el
tenue olor a corteza de picea aplastada y sangre coagulada, en tanto una sensación de
enorme peso y altura alteraba sus sentidos. Las paredes de piel de la pequeña choza
cónica chocaban suavemente contra el armazón de costillas de mamut que la
sostenían. "Sólo es el viento", dedujo. "Viene de las montañas lejanas donde hay
bosques de piceas. Pero, ¿por qué ese olor a sangre?"
La mujer abrió los ojos y escudriñó la oscuridad al mismo tiempo que olfateaba el
aire como un pequeño animal oculto en su madriguera, temeroso de que algo enorme
y hambriento esté acechándole desde lo alto. Sin embargo, no pudo oír ningún
movimiento extraño en el exterior. Si algún depredador rondase el campamento, los
cazadores hubieran notado su presencia, persiguiéndole con lanzas y cuchillos
mientras alertaban a las mujeres y a los niños con sus gritos para que se mantuvieran
en lugar seguro. Pero los cazadores parecían dormir tranquilamente, cada cual dentro
de su propio refugio.
Egatsop yacía con su hija recién nacida y su hijito, sintiéndose vulnerable y sola
al carecer del calor y la tranquilizadora compañía de su hombre. "¡Torka!". Nunca le
había echado tanto de menos. ¿Por qué no había regresado? Si no volvía pronto al
campamento, Egatsop tendría que aceptar a otro hombre. El jefe de la tribu insistiría
en ello. Una mujer no podía vivir sola.
Sintió un nudo en la garganta. Había otros hombres que la deseaban, pero ella no
quería pensar todavía en eso. No en tanto existiera la posibilidad de que Torka
estuviese aún con vida.
No quiso moverse. En el exterior había alguien o algo. Pero, ¿qué era? Trató de
tranquilizarse, de pensar que lo único que caminaba en la noche era su propio miedo.

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Una punzada de remordimiento le hizo lamentar por un instante su
comportamiento con Umak. Si él hubiera estado allí, habría salido a echar un vistazo.
Pero se había ido, y ella no se sentía triste en absoluto. Por razones que nunca había
alcanzado a comprender, el viejo la consideraba indigna de ser la mujer de Torka y la
madre de sus bisnietos. Se preguntó si ya habría muerto. Esperaba que fuera así;
entonces recordó que los espíritus de los muertos siempre vagan alrededor del
campamento hasta que un recién nacido reciba el mismo nombre que ellos, lo que
permite su retorno al mundo de los vivos. Tal vez lo que la había despertado fuese tan
sólo el fantasma del viejo Umak arañando la pared de pieles de la pequeña cabaña,
con el propósito de entrar en ella y protegerse del frío.
Egatsop estrechó al bebé entre sus brazos con más fuerza. Por vez primera se
alegraba de que no fuese varón. Ahora que el viejo había entregado su espíritu de
vida, la tradición hubiera impuesto que la criatura llevase, si era varón, el nombre de
Umak, con el objeto de que el anciano viviera de nuevo en el cuerpo del niño.
Egatsop se estremeció de asco al imaginar semejante posibilidad: nada menos que el
viejo Umak succionando nueva vida de los pechos de aquella que le había enviado a
la muerte.
Como si se diera cuenta de los pensamientos de su madre, la niña dormida buscó
sus pechos, encontró un pezón y lo aferró entre sus encías, calientes y duras.
Egatsop hizo una mueca de disgusto. ¿Ya se habría introducido el anciano en el
cuerpo de la criatura? En tiempos, Umak fue un espíritu jefe, y de los buenos. Quizá
recurriría a algún truco para volver al mundo. Egatsop recordó su tenacidad
aferrándose a la vida, cómo se negaba a reconocer su edad o la gravedad de su lesión,
y cómo se había visto obligada a avergonzarle para que se decidiera a entregar su
espíritu al viento. De cualquier modo, ¿podría cualquier varón sentir tal avidez por la
vida como para degradar su espíritu masculino destinándolo a vivir en calidad de
hembra? No. Ni siquiera Umak haría tal cosa.
La pequeña emitió suaves gemidos de protesta. Egatsop no había mentido al
decirle al anciano que temía quedarse sin leche. Era justo lo que empezaba a ocurrir.
Si Torka y los otros no regresaban en la oscuridad del día siguiente, abandonaría a su
criatura a la intemperie antes de privarla de la fortaleza necesaria para mantenerse
con vida ella y su hijo.
Continuó acostada, sin moverse. Pensaba en cómo lo haría. "Sin ceremonia.
Puesto que no tiene nombre, no tiene espíritu. No está viva. La suerte que corra no
tendrá consecuencias. Esta mujer la llevará muy lejos del campamento. Esta mujer
taponará su boca y su nariz con nieve, de forma que ninguno de los vivos sea
perturbado por los gritos del que es abandonado para morir, desnudo, a la
intemperie". Así era como lo haría; para la vida de su hijo y la de los miembros
famélicos de su tribu. Aquella criatura serviría de cebo para los perros salvajes,

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mientras tuviera fuerzas para chillar haciéndoles caer en las trampas.
El olor a picea y sangre llenó de pronto el aire, al tiempo que la superficie de la
escarcha se contraía como el cuerpo de un mosquito gigante al clavar el aguijón.
Egatsop se incorporó sobresaltada. El movimiento paró, luego volvió a empezar con
fuertes sacudidas. Eran pisadas.
Kipu se despertó y enseguida se incorporó, frotándose los ojos con los nudillos.
—¿Qué es eso? —su voz sonaba trémula, aunque se esforzara por darle un tono
masculino, indiferente, como si su pregunta no fuese producto del miedo y de la
curiosidad que sentía, sino una idea tardía, como un cazador que preguntase
cortésmente a su amigo la clase de presa avistada por éste, cuando él ya había abatido
todas las piezas que esperaba ser capaz de consumir a lo largo de un invierno entero.
Los ojos de Egatsop estaban desorbitados por el miedo. El niño vio el terror de su
madre y reaccionó con valentía. A sus cinco años, se puso en pie, decidido a erigirse
en protector de la mujer de su padre.
El olor a corteza aplastada de picea lo invadía todo. Kipu levantó la cabeza. Las
ventanas de su nariz se dilataron. Aspiró el olor para tratar de identificarlo, como
Umak le había enseñado; "Guarda el olor en lo más hondo de tu memoria, en el lugar
donde quedan registradas las imágenes de un hombre". Pero Kipu no era un hombre.
Era un muchachito. En su interior, el lugar donde se almacenaban las imágenes era un
depósito que distaba mucho de estar lleno. Nunca había estado en las montañas
lejanas. No había visto jamás un bosque ni ninguna especie de árbol.
Por su parte, Egatsop acababa de comprender que su temor estaba bien fundado.
El hedor que llenaba las ventanillas de su nariz era no tanto el de la picea como el del
animal que la comía. Un animal cuya dieta se componía casi exclusivamente de
picea, de tal manera que su carne, su piel y su pelaje, al igual que su aliento, exhalaba
el olor a aquel árbol rico en savia cuando se desplazaba desde los bosques lejanos a la
llanura de la tundra.
—¡MAMUT!
Fue el jefe de la tribu quien lanzó el grito; un grito de aviso lanzado en el preciso
momento en que la bestia rasgaba el cielo con su horrísono trompeteo.
Fuera de las paredes de piel de la pequeña cabaña, el campamento entero se llenó
de alaridos de terror. Los gritos de las mujeres y el llanto de los niños asustados le
dijeron a Egatsop todo lo que necesitaba saber.
La Voz del Trueno... El Que Hace Temblar Al Mundo... El Que Aparta las Nubes y
Destroza las Vidas de los Hombres... la letanía de nombres prohibidos desfilaron por
su mente mientras recordaba los antiguos relatos de terror. Aspiró el hedor del hálito
del mamut, de su pelaje y de su piel ensangrentados y supo con absoluta certeza que
la sangre que olía era la de Torka. El Destructor había matado a su compañero.
La bestia, loca de furia, iba de una lado para otro. Desgarraba y destrozaba cuanto

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le salía al paso. La mujer notaba los movimientos del animal en el suelo de su
vivienda. Escenas surgidas de sus pesadillas de niña se agolparon en su cerebro
mientras se levantaba de un salto, estrechando a su hijita contra su pecho, sin pensar
ahora que la criatura carecía de alma. Ahora era real, era su hija.
Todo era demasiado real para ella, ahora...
Mientras Kipu reunía las lanzas abandonadas allí por el viejo Umak, lanzas que
serían inservibles en manos de un niño, Egatsop le propinó un puntapié. El chiquillo
cayó sobre el vientre; luego la madre se inclinó y con una mano le levantó de un
tirón.
—Tenemos que correr. Si nos quedamos aquí dentro, eso nos aplastará.
Eso.
—¡Yo mataré a ese mamut! —exclamó el niño con altivez, atreviéndose a
pronunciar el nombre de su proyectada presa, forcejeando con su madre mientras ésta
apartaba las pieles que servían de puerta a la cabaña, obligándole a salir a una noche a
punto de desvanecerse. Kipu estaba furioso con ella; dio unos cuantos pasos y se
volvió para decirle que él era ahora su único protector, que tenía que coger sus armas.
Ella estaba quieta, todavía inclinada, sosteniendo con una mano la cortina de la puerta
mientras miraba hacia arriba y detrás de Kipu. En su rostro había una expresión
realmente extraña, y Kipu no comprendía por qué gritaba su nombre con una especie
de alarido estrangulado, desfiguradas sus hermosas facciones por una súbita
crispación.
Ella fue lo último que vio, ni siquiera la vio muy bien a través de la azul
oscuridad de la madrugada ártica. Luego, por espacio de un segundo, todo se volvió
muy brillante mientras algo le golpeaba desde lo alto y por detrás. Kipu ni siquiera
tuvo tiempo de preguntarse qué era lo que le mataba.
Pero Egatsop lo vio. El gigantesco animal se detuvo para aplastar a su hijito con
una de sus enormes patas y a continuación, se dirigió hacia ella. Egatsop hubiera
podido correr, puesto que era pequeña y ágil. Habría podido esquivarle como una
danzarina en un festín de caza, arrojándole al monstruo la criatura sin espíritu para
frenar su acometida. Sin embargo, no lo hizo, no pudo. En aquel momento, cuando la
mujer de Torka miró a los ojos de la Muerte, se esforzó por apartarse de su camino.
Protegió a su hijita cubriéndola con su cuerpo, en un vano intento de salvarle la vida a
costa de la suya propia.
El mundo era azul. Arriba, abajo, nieve, cielo, hasta el aire y los sonidos distantes
de muerte y de terror, todo parecía azul. También Torka a lo largo de kilómetros y
kilómetros, bañado en aquella luz azulada, como un hombre caído en una grieta
glacial, precipitado a una sima sin fondo de hielo azul, desplomado mientras un
compañero le llamaba en vano desde arriba, debilitándose su voz... debilitándose...
hasta no quedar otro sonido que el de su propia respiración entrecortada, y gemidos,

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sollozos de terror mientras caía... y caía... con su cuerpo rebotado contra las paredes
de hielo cada vez más angostas, hasta que...
—¡Torka!
Era la voz de Umak. Muy lejana, en lo alto de la hendidura, rodeada de una luz
azulada, en cierto modo compartiéndola. El anciano le llamaba como si quisiera,
mediante artes mágicas, detener la caída de Torka en la inconsciencia, devolviéndole
al dolor de la realidad.
Torka yacía de costado sobre la nieve, con unos dolores insoportables.
Precipitarse en picado hacia la muerte, caer en el abismo azul parecía preferible a un
dolor semejante. Por un instante tuvo la impresión de que volvía a hundirse, pero
Umak, que estaba junto a él en la nieve, lo impidió aferrándole con sus implacables
manos enguantadas, y le sacudió después con fuerza.
—¡Torka! Tenemos que marcharnos. Pero la rodilla ya no responde a los poderes
de espíritu jefe de Umak. Le ha fallado. Umak se ha caído, ya no puede seguir
llevándote sobre sus hombros.
—¿Llevarme? —la palabra pronunciada por el joven cazador era más una protesta
que una pregunta. El era Torka. Ningún hombre le llevaría a cuestas. Ni siquiera
Umak. A no ser que... Antes de que pudiera dar forma a su suposición cayó de nuevo
en el abismo, sólo que esta vez no era azul ni estaba lleno de hielo, sino brillante y
lleno de recuerdos punzantes que eliminaron en él todo vestigio de sopor.
Ayudado por Umak, se incorporó, medio desvanecido por el dolor; luego, sacando
fuerzas de ese mismo dolor, se dijo que ya no lo sentía y casi llegó a creérselo. Se
apoyó en Umak, en aquel cuerpo viejo y correoso, con un corazón en el pecho tan
grande y poderoso como las firmes e inmutables rocas que servían de puntal a la
llanura de la tundra. Torka siempre había hallado consuelo y renovados bríos sólo con
acercarse a Umak, y ahora le sucedía lo mismo, mientras el alba desfalleciente se
dejaba arrastrar por el resplandor de la aurora boreal, robaba su color e inundaba el
mundo con la luz dorada de la mañana.
—¡Escucha! —ordenó Umak, y había algo en la voz del anciano que aguzó los
sentidos maltrechos de Torka y le sacó del letargo causado por el dolor.
Escuchó el silencio de la mañana del Ártico, la anormal ausencia de viento, los
latidos irregulares de su corazón, el jadeo del anciano y su propia respiración
sincopada. Reinaba un silencio excesivo, extraño, como si sobre la tierra, bajo la capa
del cielo, sólo quedaran con vida él y Umak.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo el viejo, sin que su voz sin matices
denotara la angustia que sentía. Todo había sido inútil. Había llegado a un límite que
cualquier otro hombre hubiera aceptado como el último de la resistencia humana.
Pero él, Umak, había querido sobrepasarlo. Cargado con Torka, había recorrido
kilómetros y kilómetros —de nuevo joven, fuerte, invencible— hasta el extremo de

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que el perro salvaje, jadeante, le había mirado incrédulo mientras se esforzaba por
continuar corriendo a su lado.
Ahora el perro estaba echado en la nieve, no demasiado lejos, en la suave
pendiente de una elevación de la tundra que se extendía sobre el pequeño valle donde
la tribu de Umak instalara su campamento de invierno. Fue en aquella pendiente
donde la rodilla del anciano le gastó una broma pesada a su fortaleza. Por muy
espíritu jefe que se creyera, las rótulas carecen de espíritu y la suya se torció sin
previo aviso. Cayó pesadamente; no pudo agarrarse a Torka como era su intención y
ahora yacía en la nieve, maltrecho y sin aliento, aturdido.
El trompeteo del mamut despejó su cabeza. Sin embargo, no llegaron a sus oídos
los gritos de terror de su gente; entonces comprendió que era demasiado tarde para
avisarles. Levantándose como pudo, se acercó renqueante al punto más elevado de la
loma y lo que vio le hizo caer de rodillas. Se había esfumado Umak, espíritu maestro
y matador de bestias. Volvió a ser un viejo, viejo y sin nombre, que ya no se sentía
invencible sino impotente. Humilló la cabeza; el silencio de la catástrofe de su tribu
le agobiaba y deseó con todas sus fuerzas que su espíritu se fundiera con el de
aquellos que habían muerto. Pero Umak ya había aprendido que la Muerte no quería
nada con un viejo correoso ni con el cazador herido que yacía sobre la nieve,
gimiendo en su delirio.
Se aproximó a Torka y se arrodilló junto a él; al poco rato le ayudó a levantarse
mientras trataba de consolarle, robustecida su voluntad porque sabía que el joven le
necesitaba. El anciano había llegado demasiado tarde para avisar a su pueblo del
peligro, pero los suyos todavía necesitarían de la habilidad de su espíritu jefe como
curandero, si es que aún quedaba alguien con vida. Este pensamiento le devolvió un
poco de su propia estimación. Habló a Torka diciéndole que tenían que seguir.
El silencio continuaba y Umak escuchaba, sabedor de que el mamut se había
marchado. Pronto, cuando la conmoción de su paso por el campamento hubiera
saltado sobre la gente como una ola enorme y terrible, los supervivientes del desastre
empezarían a llorar y a lamentarse. En bien de Torka, Umak intentaría no hacer
demasiado alarde del placer que experimentaría al demostrar a Egatsop lo equivocada
que estaba al no creer en su pericia como curandero.
Pero pasaban los minutos y el silencio proseguía. Mejor dicho, iba en aumento, se
hacía palpable. Y, de repente, Umak supo la verdad, lo mismo que Torka, a su vez, la
conocía.
El Destructor llegó y se marchó. Y en el mundo entero, bajo la capa del cielo
inmenso e inmisericorde, Torka y Umak eran los únicos que quedaban vivos para oír
la reanudada canción del viento y para escuchar el desolado lamento de un lobo
solitario que aullaba en dirección a ellos desde el lindero del valle que se abría a sus
pies.

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CAPÍTULO 5
staban sentados en silencio, con el oído atento a la canción entonada por un
lobo.
Ni Torka ni Umak supieron cuál de los dos fue el primero en darse cuenta
de que no se trataba de la canción de un lobo. Sin embargo, el perro lo supo desde el
principio y se mantenía en pie, con la cabeza algo gacha y las orejas hacia atrás.
Reconocía el sonido de una posible presa.
Umak se levantó lentamente, imitado por Torka. Éste se apoyó en el anciano
mientras luchaba contra el dolor y el mareo. Logró sobreponerse y permanecer en pie,
en medio del viento, que había girado y soplaba ahora del este, dirigiéndose más allá
del valle, a través del campamento devastado, prestándole un nuevo acento a la
canción del lobo, transformándola en lo que realmente era: los alaridos, el llanto
enloquecido de una mujer.

Los dos hombres descendieron juntos al valle, seguidos a prudente distancia por
el perro. No le prestaban la menor atención; Umak incluso se había olvidado de su
existencia.
Los gemidos de la mujer cesaron, aunque a Torka le hubiera gustado seguir
oyéndolos. El sonido de aquella voz le devolvía su vigor, hacía que el pulso le latiera
con más fuerza, brincándole el corazón de esperanza. Estaba convencido de que era la
voz de su mujer. Aunque estaba exhausto por el dolor y la pérdida de sangre, un
nuevo día estaba amaneciendo. No había forma de saber cuántos de los suyos habían
muerto y cuántos estaban heridos, pero Torka estaba vivo, con Umak a su lado.
Egatsop le llamaba. Kipu le necesitaría. Los otros supervivientes, también.
Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que era un insensato; Torka sabía
que sus pensamientos eran divagaciones absurdas. Aun así, era incapaz de afrontar la
verdad. Sus pensamientos eran como costras que cubrían una herida peligrosa. Le
calmaban y mitigaban el dolor que sentía a cada paso que daba, o simplemente al
respirar. Sin ellas, hubiera sucumbido a la locura.
Cuando, por fin, llegó a la linde del campamento y vio lo que su mente se negaba
a admitir, Torka se detuvo. Miró y se dijo que en algún lugar, en medio de aquella
espantosa carnicería y del ominoso silencio, los supervivientes esperaban…, su mujer
y sus hijos esperaban…, pero las costras crujieron un poco y la herida que había
debajo empezó a sangrar. Su próximo paso fue menos seguro.
Umak fue el primero en descubrir la forma de una mujer. Estaba arrodillada en el
extremo opuesto del campamento asolado, en un sangriento lago de chozas
derrumbadas y cadáveres esparcidos. El anciano miró por encima de ellos, no quería
verlos, si bien la mayoría estaban aplastados e irreconocibles, con sus ropas tintas en

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sangre, acribillados además por los colmillos del mamut. El Destructor no se había
contentado con matarlos; había aplastado, triturado y mutilado hasta que la mayoría
de los que antes fueran hombres, mujeres y niños formaban ahora parte de la tierra de
la tundra, fundidos con ella definitivamente en una repugnante mezcolanza, de tal
modo que, en ciertos sitios, Umak no hubiera podido decir dónde terminaba la carne
humana y empezaba la tierra.
La mujer se había arrodillado de espaldas a la carnicería. Se había cubierto con un
chal de cuero y semejaba una pequeña tienda de campaña alzándose solitaria en
medio de la devastación hasta que se movió, balanceándose hacia atrás y hacia
adelante, como Umak había visto hacer con demasiada frecuencia a las madres
cuando morían sus hijitos, apretando a los bebés contra su pecho, en un trágico
intento de amamantarlos y devolverles la vida con sus canturreos.
Era lógico que Torka creyera que era Egatsop la que estaba sentada allí, con su
hija recién nacida en brazos. Deseaba con toda su alma que lo fuera. Cruzó el
campamento en dirección a ella. La cogió por los hombros y la levantó, volviéndola
hacia él mientras pronunciaba su nombre. El manto cayó, llevándose sus ilusiones.
No era Egatsop. Era una jovencita; era Lonit.
Con los ojos desorbitados, la cara sucia y densamente pálida a causa de la
impresión sufrida, no sostenía a ningún niño sino que, en un gesto instintivo para
protegerse, había cruzado los brazos sobre su pecho, balanceándose sentada mientras
trataba de impedir que el horror se apoderase de su mente. Ya le había ocurrido antes,
cuando los gritos de los suyos la hicieron despertarse en un mundo que se
desplomaba a su alrededor. La choza de su padre se había derrumbado, aplastándola,
o al menos así se lo parecía mientras las mujeres de su padre gateaban por encima de
ella, chillando y abriéndose camino a través de una maraña de pieles y de huesos,
abandonándola medio asfixiada. Oyó chillar a su padre y a los otros hombres; todos
gritaban que era preciso reunir lanzas y cuchillos y hacer antorchas para expulsar de
allí a "la cosa". Luego, la voz de su padre se había perdido; había demasiadas voces,
confundidas en una masa de sonido. Sin embargo, "la cosa", imponiéndose a la
batahola, se dejó oír y ella permaneció acurrucada, envuelta en sus pieles de dormir,
atrapada debajo de la estructura derribada de la choza de su padre, incapaz de
moverse, incapaz casi de respirar, con sollozos estrangulados de terror en tanto el
mundo se estremecía una y otra vez, hasta que se hizo el silencio.
Salió como pudo de la choza para ver qué era lo que la había vuelto loca. Todos
los suyos estaban muertos y ella se sentía contenta. ¡Contenta! Su mente estaba
rebosante de recuerdos de amargura y humillación, de crueldad y falta de compasión.
En los últimos tiempos, Kiuk se había acercado a ella en la oscuridad para pegarla, y
aunque todavía no era mujer, la penetró porque como padre le asistía ese derecho.
Hasta que otro hombre la solicitara, Kiuk podía hacer con ella lo que se le antojara.

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Desde que sus dos mujeres quedaron embarazadas y sus vientres crecieron de manera
desmesurada, Kiuk la utilizaba para aliviarse. La montaba con saña, penetrándola
hondo. Algunas veces Lonit pensaba que con aquellas embestidas pretendía
alcanzarle el corazón y matarla. Él se descargaba una y otra vez hasta que los muslos
de la muchacha resultaban magullados y el lugar por donde la penetraba en carne
viva, tumefacto y ensangrentado por la brutal acometida del hombre. Ella no se había
quejado nunca, ni siquiera cuando él la amorató un ojo porque le costaba realizar sus
propósitos. Cuando terminó y se apartó, ella lloró en silencio, como había aprendido
a hacerlo para que ni él ni sus mujeres la oyeran y acudieran a pegarla por
molestarles. El papel de las hembras era ser silenciosas, fuertes y complacer a los
hombres en todo cuanto quisieran. La muchacha lamentaba su torpeza para satisfacer
a su padre cuando éste la montaba de noche. Su deber era darle gusto, pero nada de lo
que hacía le complacía nunca. Y en adelante ya nada le complacería jamás. Estaba
muerto. Todos estaban muertos. Y ella estaba contenta. De entre todos ellos, ¿quién
se había mostrado amable alguna vez con ella? Sólo el viejo Umak. Sólo Torka. Pero
los dos se habían marchado; tal vez estuvieran muertos como los demás.
Lo atroz de semejante posibilidad estuvo a punto de hacerla rodar por el suelo. En
un instante, su alegría se trocó en un sentimiento de culpabilidad. Era una criatura
infame. Su padre la despreciaba con razón. Todos tenían derecho a despreciarla. Y
ahora estaban muertos, y sólo ella, todavía a medio crecer, un mísero remedo de
muchacha, estaba viva para correr por todo el campamento y aullar como un animal
enloquecido hasta desplomarse, incapaz de llorar o de gritar por más tiempo. Sin su
pueblo, moriría. Sin la protección de la tribu, los enormes lobos, los osos y los leones
caerían sobre ella para devorarla. Tal vez a ellos les gustase su carne. A lo mejor
había nacido para correr precisamente aquella suerte.
Ahora contemplaba a Torka como si no se atreviera a creer que era real. La
mirada vacía de la locura aparecía en sus ojos. Parpadeó, deseosa de arrancarse del
borde de la demencia, de volver de aquel mundo obtuso en el que se había refugiado
desde la marcha del mamut, dejando ruinas y despojos sangrientos a su alrededor,
dejándola a ella sola sin la menor esperanza de supervivencia. Hasta aquel momento.
—¿Torka? —pronunció su nombre con voz entrecortada; sus rodillas estaban a
punto de doblarse, pero ella las mantenía rígidas por temor y vergüenza a desmayarse
delante de él. El hombre era real. El poderoso apretón de sus manos le decía que lo
era. A ella la alegraba el dolor que sin querer la causaban. Estaba viva y Torka estaba
con ella. No estaba muerto. Había vuelto a casa. Los espíritus habían escuchado las
súplicas que ella, día tras día, les dirigía al ver que no regresaba al campamento junto
con los otros. Había vuelto, como estaba segura de que lo haría, aunque los demás
creyesen que no. Nadie lo había dicho con palabras, pero Lonit las vio flotar en el
campamento como el humo de una fogata mal encendida. Un humo malo. Oscuro,

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manchado por cosas no quemadas, tales como la envidia, la codicia y el
resentimiento. Torka había sido amigo de todos. Todos llorarían su pérdida. Muchos
lamentarían la extenuación que les había dejado demasiado débiles para salir en su
busca. Otros, en cambio, recordarían que él les superaba en tantas cosas que, si no
regresaba, automáticamente serían mucho más valientes, fuertes y listos a los ojos de
sus mujeres y de sus hijos… y a los suyos propios.
Así fue instruido el pueblo. Hacía mucho tiempo que ella lo sabía. Nadie debía
destacar. Todos tenían que ser iguales, mantenerse a idéntico nivel para unificar la
tribu, para existir en su seno con el único propósito de la supervivencia colectiva. La
tribu era un organismo vivo, en funcionamiento, cuya fuerza dependía
exclusivamente del conjunto de las partes que lo integraban. Por eso eran expulsados
sus miembros débiles. Por eso los más dotados ocultaban su fortaleza, con el fin de
impulsar a los menos afortunados a conseguir un nivel superior que todos estaban
obligados a alcanzar. La experiencia demostraba que veinte cazadores buenos,
resistentes, siempre volvían a casa con más caza que cualquier otro que actuase en
solitario, por muy extraordinaria que fuera su habilidad y valentía. Torka lo había
comprendido. Lonit le había observado desde lejos, maravillada al ver cómo se
desenvolvía. Era como un corredor conteniéndose al final de una carrera, sabedor de
haber ganado con excesiva frecuencia y demasiado fácilmente; en bien de los demás,
se mantenía a la zaga para permitir que los otros conservaran su orgullo, sin darse
cuenta de que esta deferencia les resbalaba. Torka era el mejor. Todos lo sabían. Lonit
lo sabía; no recordaba ningún momento en que no le hubiera adorado.
Ahora, la vergüenza la invadía al levantar la cabeza para mirarle. Se daba cuenta
del viento que soplaba a través del campamento devastado. La rodeaba, susurraba
como para recordarle que era la única que quedaba con vida para pronunciar las
obligadas y tradicionales frases de salutación de una mujer a un cazador de regreso a
casa.
Su mente estaba en blanco. No se le ocurría que, ante un espectáculo como aquél,
las palabras de bienvenida serían un escarnio; sólo sabía que no podía recordarlas. Su
vergüenza aumentó. No era digna de estar viva cuando todos los suyos yacían
muertos a su alrededor. Cuánto debía de odiar Torka la presencia de la fea y
desgarbada Lonit, cuando su propia mujer estaba muerta, cuando todas las mujeres
estaban muertas… todas las preciosas mujeres de cuerpos pequeños y compactos, de
rostros iguales y bonitos, redondos y planos como lunas. Torka no querría ser
saludado por alguien a quien deberían haber abandonado al nacer, de no haber sido
alumbrada por la mujer favorita de Kiuk durante una temporada de caza abundante.
Era tan fea que su madre no debería haberla amamantado, pero su padre lo permitió
en un momento de debilidad para dar gusto a una pobre mujer, ninguno de cuyos
embarazos anteriores llegó nunca a feliz término.

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Su madre le había dicho que era hermosa. Lonit nunca entendió por qué. Desde el
principio debió saltar a la vista que era diferente. Su rostro era ovalado, en lugar de
ancho y redondo. El puente de su nariz no era aplastado, lo tenía grande para ser
hembra. Y lo más imperdonable de todo: había nacido sin el pliegue de piel que
cubría los párpados extendiéndose desde el lagrimal a las sienes. Además de ser una
especie de escudo contra el viento y la luz deslumbrante de la nieve, el pliegue en
cuestión era más que una exigencia para la belleza femenina; sin él, no se permitía
que ninguna niña viviera. No obstante, Lonit había vivido a pesar de su deformidad.
Su madre había suplicado para que le fuera impuesto un nombre, concediéndole de
este modo un espíritu de vida. Kiuk consintió en ello. Pensaba sin duda que la niña
vencería la fealdad. No fue así; por el contrario, creció sana y fuerte. A la muerte de
su madre, las otras mujeres de su padre no la echaron a la calle. Kiuk sí lo hubiera
hecho porque su fealdad le sacaba de quicio. Pero las mujeres siempre tenían algún
trabajo que encargar a la niña. Para ella eran los fardos más pesados, las tareas más
tediosas. Aun así, se sentía agradecida. Era indigna de una vida mejor. Más adelante,
cuando llegara el momento de su menstruación, algún hombre podría llevársela para
que fuera su mujer; un hombre mayor que ella, viudo quizá, o lisiado, o de alguna
manera indeseable. Entretanto, Kiuk encontró la forma de utilizarla para sus propios
fines. Pero aunque la larga oscuridad se presentó once veces y se marchó otras tantas
desde su nacimiento, la niña todavía no había sangrado como mujer. Otras chicas de
su edad ya tenían niños de pecho, pero eso no importaba. El deseo que Lonit tenía de
vivir era muy poderoso. Era un hecho que en ocasiones le resultaba desconcertante,
pero siempre recordaba las palabras de su madre moribunda:
"No eres como los demás, pequeña mía. Te llaman fea. Dicen que no hay sitio en
la tribu para una muchacha fea. Por tanto, has de ser útil. Tienes que ser valiente. Y
por encima de todo, has de ser fuerte. Si no lo eres, serás expulsada y tu espíritu
caminará en medio del viento, los zorros irán en pos de los lobos para darse un festín
con tus huesos".
Lonit escuchó. Aprendió. Supo hacerse útil. Se obligó a ser valiente. Sabía que
mientras fuera fuerte siempre habría un sitio para ella en la tribu.
Pero ahora la tribu había desaparecido. Su padre estaba muerto, y sus mujeres, y
todas las jóvenes, y todos los niños de pecho. Todos muertos. Y allí estaba ella, el
miembro más despreciable de la tribu, sana y salva, incólume, tan fuerte como
siempre. Se sentía confusa. ¿Cómo podía estar delante de Torka, el mejor de todos
ellos, y osar dirigirle la palabra?
—¿Dónde está la mujer de Torka… su hijo… su hijita?
La jovencita se ruborizó al oír el sonido de su voz. Se dio cuenta entonces de que
estaba malherido. Lo veía en su actitud y en sus ojos febriles. La voz del hombre
sonaba extraña, distante y hueca, tan seca y quebradiza como huesos viejos. Lonit

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sabía que, cuando le contara la verdad, algo se rompería dentro de él.
Y así fue. El hombre sintió que algo sangraba en lo más hondo de su pecho.
Instintivamente sabía que no aceptaría como ciertas las palabras de Lonit hasta que
viese a Egatsop y Kipu con sus propios ojos, Y tal vez incluso entonces… No; no
podía ser verdad.
Umak vigilaba a Torka y a la muchacha desde la linde del destrozado
campamento. También él notaba la acometida del viento que soplaba a su alrededor.
Entornó los ojos para protegerse del vendaval mientras escudriñaba el cielo y el
lejano horizonte circundante. Las aves de presa ya habían encontrado el campamento.
Aún era temprano, pero Umak sabía que, en aquella época del año, la oscuridad no
tardaría en llegar y con ella, atraídos por el olor a tanta sangre, zorros, linces, perros
salvajes y lobos.
A decir verdad, las perspectivas eran inquietantes. Los lobos, con sus anchas y
poderosas mandíbulas, podían partir con facilidad el muslo de un hombre. Los
agudos y fuertes dientes de los lobos estaban perfectamente dispuestos para quebrar
los huesos a través de la piel y los músculos. Trató de no pensar en ello, pero los
lobos caminaban dentro de su mente y minaban su valor. Por si fuera poco, a los
lobos se sumaron otras visiones de enormes y voraces carnívoros: osos veloces de
elevada talla, caricortos; leones de enmarañada melena; ágiles felinos con dientes de
sable. Con sus afilados colmillos casi tan largos como el antebrazo de un hombre y
unos ollares situados muy hacia atrás encima del hocico, estos felinos parecidos a los
leones podían respirar mientras hundían la cara en su presa y succionaban la sangre
de su víctima antes de que se desperdiciase al brotar de las heridas.
Umak se mantenía de cara al viento. Contra semejantes depredadores, sabía que
un viejo, una jovencita y un cazador gravemente herido estarían prácticamente
indefensos. No era conveniente permanecer allí. El viento se había estabilizado y era
cada vez más frío. Umak percibía en él la amenaza de una tormenta. Él, Torka y Lonit
tenían que rescatar lo que pudieran de las cabañas destrozadas y encontrarse lejos de
allí a la mañana siguiente, resguardados de los depredadores y de la tormenta en
algún refugio improvisado, con los objetos para una nueva vida recogidos de entre los
restos de la antigua.
Umak frunció el ceño. No sería tarea fácil convencer a Torka y a Lonit. En
realidad, a él tampoco le convencía aquel arreglo. A los vivos no se les permitía
reclamar las pertenencias de los muertos, ya que hacerlo supondría despojar a los
espíritus que habían partido de sus armas, útiles y techo en el mundo espiritual.
Errarían a través del viento por siempre jamás, incapaces de dormir o descansar,
dedicados a dar caza a aquellos que les robaron hasta que también ellos se
convirtieran, a su vez, en espíritus. Pero, ¿qué clase de vida sería la de ellos tres si no
se llevaban aquellas cosas? Tal vez si entonaban los cánticos adecuados, los espíritus

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entenderían… Ésa sería la tarea de Umak en su calidad de espíritu jefe, hacer que los
comprendieran.
Umak observó a Torka mientras éste se movía de un lado para otro entre los
restos del campamento de invierno. Caminaba rígido, obligándose a ignorar el dolor
de sus heridas, sin darse cuenta de que la muchacha, Lonit, le seguía pegada a sus
talones como un potrillo aturdido, temeroso de ser abandonado. Los pasos del
hombre eran lentos, cautelosos, como si pisara el hielo de primavera sobre la
superficie de un lago profundo y peligroso. Y en cierto modo, pensó Umak, era así.
Cuando Torka encontrase lo que buscaba, el hielo se rompería y el cazador se
hundiría a través de él para ahogar su aflicción. Después moriría un poco… Una parte
de su espíritu vagaría siempre por el mundo de los espíritus con su mujer y sus hijos
muertos; pero el hombre que renacería tras la abrasadora agonía de la verdad a la que
Torka tendría que enfrentarse, sería un hombre más duro, más fuerte. Lo mismo que
ocurre con la punta asesina de una lanza bien hecha, Torka tendría que ser ahora
rehecho y perfilado de nuevo en el fuego de su angustia.
Umak hubiera querido ayudar a su nieto a soportar su pena; sin embargo, tenía
que sufrirla a solas. Umak no podía compartir ni mitigar su aflicción. No obstante, su
decisión de mantenerse a distancia en plan de observador estoico, habituado al
sufrimiento en razón de su edad y experiencia, se vino abajo de repente. El mentón
del anciano tembló al ver a Torka arrodillado entre los escombros de la que fuera su
choza. Umak sabía lo que Torka estaba viendo en aquel momento y se precipitó hacia
él. Deseaba tener el poder de ordenar a las chozas que se alzaran de nuevo y mandar
que la vida volviese a los cadáveres de los miembros de su tribu. Un auténtico
espíritu jefe debería ser capaz de hacer esas cosas. Un auténtico espíritu jefe no
hubiera tropezado en la nieve. Un auténtico espíritu jefe hubiera llegado a tiempo
para arrojar una lanza invisible al corazón del mamut.
Pero Egatsop tenía razón con respecto a él: Umak ya no era un espíritu jefe. Era
un viejo inútil, que lo único que podía hacer era permanecer allí en sus brazos… algo
pequeño y destrozado, tan fláccido como las muñecas de piel de caribú que las
mujeres confeccionaban para sus hijas pequeñas, muñecas rellenas de plumas de
perdiz nival, trozos de liquen y algún que otro retazo de pieles de pelo largo
procedentes de prendas desgastadas y ennegrecidas por la podredumbre. Deformadas,
con sus costuras desgarradas y su relleno ensangrentado saliéndose, con sus pequeños
brazos y piernas colgando en ángulos grotescos de un torso aplastado que no caía
hecho pedazos porque lo sujetaba la funda de sus ropas tintas en sangre, aquella
muñeca no era tal muñeca. Era todo lo que quedaba de un niño.
—¡Kipu! —Umak gritó el nombre en voz alta. Respondía al terrible gemido de
angustia de Torka con el suyo propio. Hasta aquel momento había olvidado al
chiquillo, tan ensimismado estaba, tan lleno de vergüenza por su fracaso al no poder

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demostrar que seguía siendo Umak, jefe de espíritus, vencedor de obstáculos. Ahora,
al ver a Torka que sostenía en sus brazos el cuerpecito sin vida, destrozado, de su
adorado Kipu, su orgullo se quebró.
Umak cerró los ojos. Las lágrimas abrasaban sus párpados. Su larga cabellera
suelta ondeaba al viento, le azotaba la cara mientras pensaba: "Este viejo es viejo.
Este viejo no es jefe de nada. Este viejo ha vivido demasiado".
Pero no lo suficiente.
El alarido agudo, entrecortado, de un perro salvaje sacó a Umak del sofocante
pozo de la desesperación. El perro se mantenía cerca, aunque no demasiado,
vigilando al anciano con sus familiares ojos azul celeste.
Umak le devolvió la mirada, pensativo. De modo que, una vez más, el Hermano
Perro le había seguido. Una vez más, la intrusión del animal en sus pensamientos le
hacía darse cuenta de que aún no era el momento de morir. Por viejo que fuese e
indigno de llamarse espíritu jefe, todavía estaba vivo. Todavía era Umak, un hombre.
Y si Torka y Lonit tenían que sobrevivir, aún le quedaba mucho por hacer antes de
entregar su espíritu para que caminase en alas del viento.

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CAPÍTULO 6
ntre los tres colocaron los cadáveres de acuerdo con las normas de la
tradición: hombres, mujeres y niños en grupos de familia, boca arriba, en la
posición llamada mirando al cielo. Era una tarea desagradable, y cuando, por
fin, terminaron el espantoso montaje, los supervivientes, en pie, contemplaron la
terrible finalidad del espectáculo que tenían ante sus ojos.
Mientras Torka caía de rodillas cerca de los cadáveres de su familia, Lonit
temblaba de forma incontrolada y Umak alzó los brazos para ofrendar la canción de
la muerte. Era un conjuro breve, quebrado repetidas veces por estallidos de
desolación en la voz del anciano, pero éste continuó hasta el final, y al concluir el
cántico, elevó una súplica más.
—Ahora marchaos, Espíritus de Vida. Dejad este lugar de muerte. Sed ahora
jinetes del viento y los guardianes de Umak, Torka y Lonit. Naced de nuevo por
medio de esta mujer y vivid en las palabras de estos hombres, que siempre os
recordarán en sus cánticos de vida.
Bajó los brazos y miró a la muchacha.
—Ven. Tenemos que prepararnos ahora para abandonar este sitio antes de que la
oscuridad se nos eche encima.
Lonit permaneció muda, con el rostro tenso por el frío y los ojos desorbitados por
la inquietud. ¿Qué era lo que Umak sugería? ¿Acaso había olvidado que estaban
obligados a quedarse junto a sus muertos durante cinco días? Era el tiempo que
obligatoriamente tenía que durar el velatorio, cuando los espíritus de los fallecidos
rondaban sus cuerpos tumbados y algunas veces escogían volver a la vida. Por eso,
familiares y amigos tenían que permanecer junto a ellos por si necesitaban ayuda en
el caso de que decidiesen despertar del sueño de la muerte. Les harían falta alimentos
y cuidados, cobijo y protección contra los depredadores. Abandonar a su pueblo
durante aquel período tan crítico era impensable.
Lonit creía que Torka discutiría las órdenes del anciano, pero el joven cazador no
estaba en condiciones de discutir nada. Vio que había cogido de nuevo el cadáver del
pequeño Kipu en sus brazos; su corazón sangró por él. Torka había colocado su
manta de dormir sobre los cuerpos de Egatsop y de su hijita. Las pieles de pelo largo
ondulaban como la hierba de primavera al soplo del frío viento invernal. Torka las
atravesaba con la mirada, con sus ojos oscuros brillantes de fiebre. Cantaba en voz
queda; imploraba al espíritu de vida de su hijo que regresara al pobre cuerpo
aplastado de Kipu. Parecía estar en otro mundo, en trance, más allá de aquel lugar de
muerte.
—Ningún espíritu volverá a vivir en el cuerpo de este niño —dijo Umak con
suavidad, reconciliándose con una verdad que Torka aceptaría a su debido tiempo—.

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Ahora, Torka tiene que descansar—. Miró de nuevo a la jovencita: —Ven, Lonit y
Umak tienen muchas cosas que hacer.
Los extraños ojos de Lonit se abrieron como platos a causa de la confusión que
sentía. Resaltaban enormes en su rostro ovalado de pómulos marcados, tan distinto de
las caras redondas y lisas que representaban la belleza uniforme de las mujeres de la
tribu. Parecía un antílope asustado al mirar a Umak fijamente para luego, despacio,
apartar de él los ojos. Estaba prohibido mantener la mirada de otra persona por
cualquier espacio de tiempo: la mirada podía succionar los espíritus de vida de los
ojos de una persona para ir a parar a los ojos de la otra. Y en el breve espacio de
tiempo en que había sostenido la mirada de Umak, notó el poder de su espíritu de
vida que penetraba directamente en ella. Aquel poder anonadó su propio espíritu; la
hizo sentirse insignificante, asustada y cobarde.
Umak se dio cuenta de la reacción de Lonit ante sus palabras; era la que había
esperado, y ahora tenía que emplearse a fondo para disiparla. Cogió a la muchacha
por los hombros y la sacudió un poco.
—Escúchame, Lonit, hija del Pueblo. El Pueblo ya no existe. No podemos
permanecer aquí. Si queremos seguir con vida, hemos de marcharnos. Ahora. Antes
de que los devoradores de los muertos acudan para darse un banquete. Antes de que
nos veamos indefensos ante ellos y sin refugio contra la tormenta que se avecina.
Pero primero tenemos que coger algunas de las cosas que los muertos usaron en vida.
Nosotros somos todo lo que queda de ellos. Si morimos, el Pueblo morirá para
siempre jamás. ¿Lo entiendes?
No; la muchacha no lo entendía. De cualquier modo, no le correspondía a una
hembra desafiar la autoridad de un varón. Sobre todo de aquel varón. La aterrorizaba;
no porque fuese un espíritu jefe, ni por ser anciano, sabio y fuerte a pesar de sus años.
La aterrorizaba porque estaba segura de que era más que un hombre. Le había visto
abandonar renqueante el campamento para entregar al viento su espíritu de vida. Era
un cazador anciano, encorvado, que emprendía un viaje del que nadie retornaba
jamás.
Pero Umak había regresado. Al descubrirle erguido en la linde del campamento
asolado, con un perro de ojos de fantasma contemplándola a su sombra, la muchacha
supo que el anciano era un fantasma. Y el perro era un perro fantasma; de otro modo
habría seguido a Umak al campamento para devorar a los muertos. Por el contrario,
se había mantenido a distancia; ahora estaba sentado en el mismo sitio donde le vio
por primera vez, a la entrada del campamento. Su espeso pelaje se agitaba al viento
como las pieles que cubrían los cadáveres de los muertos de Torka.
Lonit temblaba violentamente. Las manos de Umak oprimieron sus hombros.
Pudo sentir la dureza de sus huesos en el interior de sus nervudas palmas y de sus
largos y fuertes dedos al clavarlos en la gruesa piel de caribú de la andrajosa túnica

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con que se cubría. ¿Tenían huesos los fantasmas? ¿Podían aferrar así a los vivos, con
un propósito tan firme de dar consuelo? Se atrevió a lanzar una rápida mirada al
rostro del hombre. No parecía estar muerto. Era igual que Umak. Igual que el espíritu
jefe. Era exacto al viejo cazador que había salvado la vida de Torka y regresado al
campamento de invierno de su tribu a tiempo para ayudar a una fea muchacha, el
único ser que no había muerto.
Las lágrimas se agolparon de pronto en los ojos de Lonit. El anciano la atrajo
hacia sí y la estrechó en sus brazos. En medio del viento frío, él era el olor a vida. La
muchacha lo aspiró, dándose cuenta de que no era un fantasma. Estaba vivo.
Entonces se colgó de su cuello y lloró.
—Tengo miedo —susurró cuando no le quedaron más lágrimas.
Él no la soltó enseguida; se sentía tan aliviado por la proximidad de la muchacha
como ésta por la suya.
—Ven, Lonit —dijo a continuación con voz suave—. Ya no hay tiempo para tener
miedo.
A pesar de todo, ella se sentía asustada mientras le ayudaba a buscar los objetos
más diversos entre las ruinas del campamento. Recogían utensilios, armas, prendas de
vestir, cueros y restos de comida. Lo que hacían estaba prohibido y seguramente
provocarían la cólera de los espíritus de la muerte. Para que les fuera perdonada su
osadía, Umak pronunciaba conjuros que Lonit repetía temerosa, mientras rebuscaba
entre los escombros para reunir después en un heterogéneo montón lo que ambos
encontraban.
El cántico de Torka fue debilitándose hasta que, por fin, se dejó caer sobre el
cadáver de su hijo como si quisiera protegerlo. Lonit hubiera querido correr a su lado,
pero Umak le aseguró que en aquellos momentos no podían hacer nada por el joven
cazador.
—Dormir es una buena medicina —afirmó, y la retuvo sin dejarla abandonar la
tarea.
Colocaron todo lo que habían recogido encima de una piel de bisonte: las pocas
lanzas intactas que Umak encontró, puñales, tiras de cuero, rollos de tendones,
herramientas para picar y estacas de hueso. Por su parte, Lonit había encontrado una
red tejida con el áspero pelo de un buey almizclero, cuchillos para descuartizar,
cuñas, tres leznas para coser, una estupenda azuela de diorita y un cincel hecho con
uno de los afilados dientes de un enorme oso caricorto.
A la muchacha le parecía que había infinidad de cosas encima de la piel, pero
Umak rezongó y sacudió la cabeza, diciéndole que fuera a buscar esto y lo otro en
tanto él trataba de encontrar otros artículos imprescindibles. Dentro de la choza
derruida de su familia, Lonit encontró su colección de agujas de hueso en el interior
de la tira de piel de tejón donde las guardaba. La piel había quedado medio hundida

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en el líquido fangoso que rezumaba de la escarcha. Increíblemente, sólo se habían
roto unas pocas. Sacó las que estaban bien, las lavó con su saliva y a continuación las
frotó contra sus mangas hasta dejarlas limpias, antes de insertarlas en el agujero que a
todas las mujeres se les practicaba en la base de la nariz en su niñez con el exclusivo
propósito de que les sirviera para llevar cosas. Cuando no transportaba frágiles agujas
de coser de campamento en campamento, el agujero de la nariz era utilizado para
exhibir adornos tales como abalorios de piedra o conchas de agua dulce. Cosas
bonitas. Lonit nunca se había considerado digna de lucirlas, pero resultaban muy
atractivas en las otras chicas y en las mujeres. Aquel recuerdo la entristeció, por lo
que se alegró cuando Umak la llamó diciéndole que volviera para acabar de reunirlo
todo.
Por fin satisfecho, el hombre empezó a montar un trineo grande, en el que
transportarían el grueso de sus pertenencias, capaz de soportar también el peso y la
longitud de un hombre recostado. Saltaba a la vista que Torka, ahora en pleno delirio,
sería incapaz de viajar por su propio pie.
El trineo consistía en unas cuantas pieles de bisonte sujetas por correas de
tendones a un armazón de cornamentas de caribú sobre unos patines construidos con
costillas de mamut. Estos patines tendrían más tarde un segundo uso como puntales
del refugio que levantarían para protegerse de la inminente tormenta. Con la ayuda de
Lonit, pronto quedó montado el trineo. Umak gruñó en señal de aprobación.
Mientras Lonit observaba, el anciano dio comienzo al importante barnizado de los
patines. Lo primero fue frotar las costillas de mamut con una pasta hecha con barro,
musgo y nieve, previamente preparada por la muchacha en un mortero. Era difícil
impedir que la mezcla se congelase a causa del frío, pero Umak se las compuso para
untar con ella rápidamente los patines. Luego se sentó, dejando que la pasta se
solidificara, por la acción del viento cada vez más fuerte, antes de rasparla
suavemente con su puñal.
Lonit se ofreció para encender una hoguera en la cual derretir la nieve, en una
bolsa de piel, convirtiéndola en agua, con el fin de utilizarla para la definitiva puesta
a punto de los patines. Umak sacudió la cabeza y lanzó una ojeada de preocupación al
cielo. El día se desvanecía rápidamente, la oscuridad se acercaba.
—No hay tiempo que perder —gruñó, y dio unos cuantos pasos hasta encontrar
un pedazo de piel de oso—. Esto será más rápido y servirá lo mismo.
Mientras la muchacha observaba, impresionada por la capacidad de recursos del
anciano, éste orinó a lo largo del borde de la piel de oso. El líquido caliente,
desprendiendo vaho, penetró el grueso pelaje. Umak hizo un gesto de asentimiento
con la cabeza y le dijo a Lonit que se fijara mientras él pasaba suavemente la piel
empapada sobre el fango helado. Al cabo de varios frotamientos realizados con toda
meticulosidad, Umak consiguió producir una capa dura y resbaladiza de hielo fino

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que permitiría que los patines se deslizasen suavemente sobre la tundra nevada.
—Ahora, ¡vámonos! —exclamó—. Rápidos como el viento…
A continuación se afanaron para repartir en tres montones los diferentes objetos
rescatados de entre los escombros. Dos de ellos fueron envueltos y sujetos a
estructuras especiales para el transporte de bultos; el tercero fue enrollado en una piel
de bisonte y cargado en el trineo. Terminados los preparativos, el anciano intentó
convencer a su nieto con afectuosas palabras para que soltara el cuerpo de su hijo.
Torka le miró fijamente, con ojos inexpresivos.
—Torka no abandonará a Kipu —murmuró en su delirio.
—Kipu no está aquí. Su espíritu espera en un lugar lejano.
—¿Iremos allí? —el rostro de Torka era una máscara blanca.
—Iremos —respondió el viejo, luchando contra la terrible tristeza que le asaltaba
de nuevo mientras Torka se desplomaba inconsciente en sus brazos.

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PARTE II
CAMINANTES DEL VIENTO

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CAPÍTULO 1
as huellas del gran mamut se dirigen hacia el sur. Por tanto, nosotros iremos
hacia el este, a lo largo de la senda que siguen los caribúes cuando emigran
lejos de la cara del sol naciente. Pronto interceptaremos los rebaños. Pronto
comeremos.
Tras estas palabras optimistas pronunciadas por Umak, se desplazaron a través de
la tierra helada, bajo un cielo encapotado que presagiaba tormenta, dirigiéndose hacia
el este, al país desconocido, seguidos a corta distancia por el perro salvaje.
Lonit miraba hacia atrás, deseosa de que el perro se marchara. Después de todo,
tal vez fuese un perro fantasma. No se le ocurría ninguna otra razón para que el
espíritu jefe no hubiera intentado darle muerte. Si el perro era de carne y hueso,
matarlo supondría un festín para ellos. Mantendría sus fuerzas hasta que avistasen
una caza más sabrosa, pero el viejo no daba señales de querer hacerlo ni de
deshacerse de él, y Lonit, como hembra que era, sabía que no tenía derecho a
preguntar.
Caminaban encorvados bajo el peso de sus bultos, además de compartir el peso
del trineo y de Torka, que iba acostado en él, inconsciente. Al cabo de un rato, la
muchacha se había olvidado del perro. Tenía bastante con concentrarse en cada paso
que daba. El arrastre del trineo resultaba casi insoportable; parecía más pesado y
voluminoso a medida que dejaban atrás los kilómetros. Lonit se decía que no
importaba. El peso de Torka no sería jamás una carga para ella. Jamás. Ella le amaba
desde los primeros días de su memoria. Torka era el hermoso cazador, el mejor de
todos, alguien que sería algún día espíritu jefe y que dirigiría la tribu cuando el jefe
fuera demasiado viejo. Torka era el único hombre que nunca se había burlado de ella
a causa de su extraño aspecto. Y una vez, cuando ella era muy pequeña y se había
cruzado en el camino de su padre ganándose una patada de éste, Torka contempló
aquel castigo con ojos severos y el ceño fruncido. Cuando Kiuk se alejó, Torka se
acercó para ayudarla a ponerse de nuevo en pie. La sonrió… era una sonrisa de
ánimo… una sonrisa que borró su dolor. No olvidaría nunca aquel momento. Desde la
muerte de su madre, era la primera vez que alguien se mostraba amable con ella.
—Sé valiente, pequeña Ojos de Antílope —había dicho Torka y, en sus labios, la
referencia habitualmente cáustica a sus grandes ojos, anormalmente redondos, sonó
casi como una frase cariñosa.
Le amaba desde entonces. No importaba que él no correspondiera nunca a ese
amor. No era digna de que se preocupara por ella, y mucho menos de su afecto. Se
conformaba con vivir a su sombra, con verle, con oír su voz. Si el espíritu de Torka
abandonaba su cuerpo para alejarse en alas del viento, Lonit sabía que su propio
espíritu le seguiría exactamente igual que su cuerpo seguía ahora la dirección

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marcada por Umak, hacia el este, bajo un cielo de tormenta, a través de la tundra
blanca de nieve, dejando tras de sí todo cuanto había conocido.
Pero, ¿cuánto tiempo sería capaz de resistir? Tenía hambre y estaba cansada,
afectada no sólo por el sufrimiento de aquel día, sino por semanas enteras sin apenas
probar bocado. Ella y Umak tan sólo habían comido unos pocos trocitos de sebo
rancio que el viejo descubrió en las ruinas de la cabaña del jefe. Él había ingerido su
ración a disgusto, comiendo con una repugnancia manifiesta que la intrigaba. La
comida era comida, por sucia que pudiera estar. Ella lo hubiera devorado todo en el
acto, de no haber insistido él en guardar la mitad; cortaron el sebo en rodajas finas y
lo guardaron en un saco de almacenamiento, confeccionado con intestinos de ave
engrasados. Después, Umak había aplastado concienzudamente el saco, poniéndolo a
continuación debajo del manto de viaje de Lonit, entre el suave revestimiento interior
y la túnica de la muchacha, con el peso de la mochila encima para que el bulto no se
desplazara sobre su espalda. De esta forma, los trozos de sebo viajaban a salvo del
viento, calentados por el calor que se desprendía de su cuerpo a través de su túnica,
suavemente frotados por el efecto del movimiento mientras la muchacha avanzaba
con ímprobo esfuerzo a través de la nieve. Cuando ella y Umak hicieran alto y se
sentasen para consumir aquel tesoro, compartiéndolo con Torka, el sebo estaría
blando y desmenuzado en glóbulos grasientos que les proporcionarían una
inapreciable energía mientras dormían y sacaban fortaleza de su exiguo alimento. A
la muchacha se le hizo la boca agua al pensar en ello, y de la misma forma que el
estómago empezaba a dolerle de hambre, también el cuerpo le dolía a causa de la
necesidad de descansar.
El viento arreciaba. La luz del día era tan sólo un aura vaga y fría que brillaba
tenuemente más allá del horizonte encapotado. La noche se extendía sobre la tundra.
Lonit se preguntó cuánto tiempo podría mantenerse al ritmo de Umak. Por el rabillo
del ojo le echó una ojeada a través de los largos pelos del cuello de piel de zorro con
que se abrigaba.
Umak andaba con ánimo resuelto, encorvado, la cabeza echada hacia adelante.
Podía ver su perfil destacándose entre los pliegues de su pesado manto de piel de oso.
Largos mechones de pelo flotaban al viento sobre su frente surcada de arrugas. Sus
ojos, protegidos por gruesos párpados y fuertes pestañas, miraban al frente por
encima de su prominente nariz. Sus labios eran delgados y parecían estar cerrados de
continuo sobre su mentón redondo. Era un semblante que irradiaba fuerza. Era la cara
de un auténtico espíritu jefe, pero era también la cara de un hombre muy viejo.
Lonit, de repente, se sintió enferma de miedo. Si algo le sucedía a Umak, ¿cómo
podría ella cuidar de sí misma y de Torka? ¿Y si Torka moría? ¡No! Desechó aquellos
negros pensamientos, prometiéndose no volver a tenerlos. La abrumaban más que el
peso de su carga.

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Con furiosa determinación, la muchacha avanzó en medio del viento que
susurraba en torno a ella, despertando el recuerdo de los numerosos muertos que
habían quedado atrás, recordándole que ella y Umak habían robado las pertenencias
de aquellos que ahora yacían cara al cielo.

No escaparéis.
Os seguiremos.
Recuperaremos todo lo que nos habéis robado.
Comeremos de vuestro espíritu de vida y dejaremos que el viento lo arrebate.
Moriréis. Para siempre.

¿Había hablado el viento? ¿O había oído la voz de su propio miedo? No lo sabía a


ciencia cierta. Agachó la cabeza. No quería oír el viento. No pensaría más en el
pasado ni en el futuro, porque tanto uno como otro resultaban demasiado
intranquilizantes. Sólo pensaría en el presente. Por el bien de Torka, tenía que seguir
adelante.

Umak notó un cambio en la forma en que Lonit arrastraba la parte de trineo que le
correspondía. Le sorprendió que, de pronto, tirase del artefacto con una repentina y
renovada vitalidad. La muchacha era fuerte; se había visto desde el principio. No
había exhalado una sola queja ni se había tambaleado bajo el peso de la carga que
llevaba a la espalda. Aun así, era sólo una hembra y, a pesar de su estatura, sólo una
niña en el umbral de la adolescencia. Pronto estaría cansada. Pronto andaría dando
traspiés. Y en los próximos días, hasta que Torka estuviera recuperado —si es que se
recuperaba—, Umak tendría que cazar para ella, ocuparse de que estuviera
resguardada de las inclemencias del tiempo y protegerla de cualquier depredador que
se le acercara.
El anciano pensaba en todo esto mientras caminaba. Desde la muerte de su última
mujer, hacía muchas lunas, no tenía a nadie que le cuidara, dependía totalmente de sí
mismo; y desde que se lesionó la pierna, fueron otros los que habían cuidado de él.
Ahora volvía a ser necesario para los demás. Torka y Lonit dependían de él para su
supervivencia. Si les fallaba, morirían. Y si morían, sería como si el Pueblo no
hubiese existido jamás.
Ya era casi de noche. El viento era muy fuerte. Sin embargo, el viejo no tenía frío
ni aminoró el paso. La conciencia de su responsabilidad para con Torka y Lonit no le
amilanaba. Por ellos volvería a ser joven. Por ellos volvería a ser fuerte, tan fuerte
como la muchacha que acompasaba el paso al suyo. La miró con atención por el
rabillo del ojo. "Esta chiquilla tiene coraje", se dijo. "Algún día será una mujer que

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alumbrará hijos valientes".
El rostro de la muchacha estaba oculto por el amplio cuello de pieles de zorro;
aun así, Umak sabía que no era hermosa. En cualquier caso, no importaba. En el
vasto mundo al que se dirigían, hostil y desconocido, la belleza de la mujer debía
medirse por su presencia de ánimo y su fuerza de voluntad, no por la forma de sus
facciones.
Pero entonces, mientras la oscuridad aniquilaba lo que quedaba de día, la mujer
era sólo una niña y la pierna del "joven" espíritu jefe, encerrada en la piel de un viejo,
le dolía bastante. Cuando Torka se revolvió de improviso en el trineo, los dos que
tiraban del artefacto cayeron de bruces sobre la nieve.
—¡Hummm! —Umak lanzó un resoplido, se levantó y tendió una mano a la
muchacha. Me parece que ha llegado la hora de descansar—. Su mano era firme; no
obstante; se alegró de que reinara la oscuridad, porque de este modo Lonit no vería la
preocupación que se dibujaba en su rostro.
Pero Lonit no miraba a Umak. Miraba algo que había detrás de él, en el camino
que habían seguido, con una expresión de pánico en su cara.
Ojos.
Cientos de ojos vigilantes. Parecían colgar suspendidos en la noche. Flotaban
separados del cuerpo, parpadeaban una y otra vez, como chispas que revoloteasen
encima de una hoguera escondida.
Lonit estaba segura de que eran los ojos de los muertos… acechándoles…
siguiéndoles a lo largo de kilómetros y kilómetros… aguardando la oscuridad…
preparándose para arrebatar los espíritus de vida de aquellos que les habían despojado
de las pertenencias que deberían haberles acompañado al mundo del espíritu.
Pero Umak estaba mejor enterado que Lonit de lo que pasaba. Descubrió la forma
del perro salvaje, que se encontraba justo entre él y los ojos vigilantes. El animal
tenía la cola entre las patas y las orejas hacia atrás. Alargó la cabeza y enseñó los
dientes mientras un gruñido sordo salía de su garganta. Era el gruñido de advertencia
de un animal a otro.
A continuación fue Umak quien gruñó, molesto por no haber percibido la
amenaza. El viento se había llevado el olor, pero eso no era una excusa. El perro lo
había captado. En otros tiempos, un espíritu jefe más joven y menos cansado se
habría dado cuenta del peligro que se avecinaba. Hizo una mueca de disgusto,
enfadado consigo mismo; luego escudriñó la oscuridad para distinguir las formas
sinuosas que se amparaban en ella, blancas como la nieve en su pelaje de invierno.
Zorras.
¿Desde cuándo les seguirían? Envalentonadas por el hambre, agrupadas en una
famélica y numerosa manada, serían tan peligrosas como los lobos cuando se
lanzasen al ataque.

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Y Umak sabía que atacarían. Habían visto a sus eventuales presas tropezar y caer.
Habían olfateado la debilidad de un hombre anciano y de una niña, así como la
sangre de las heridas de Torka.
Deliberadamente despacio, Umak se quitó el bulto que llevaba a la espalda y le
dijo a Lonit que hiciera lo mismo. Esta obedeció, mostrándose vacilante sólo cuando
el anciano indicó que le diera dos de sus lanzas y cogiera otras dos para ella.
Palideció; estaba prohibido para cualquier mujer tocar las armas de un hombre, por
temor a que las influencias contaminantes de su género más débil minara la potencia
masculina para matar. Ella había evitado escrupulosamente hacerlo al coger ambos
las pertenencias de los muertos. Por eso miraba ahora al viejo sin atreverse a dar
crédito a sus oídos, casi convencida de haber oído mal; pero cuando él la regañó y
repitió la orden, se apresuró a hacer lo que mandaba.
En un instante se despojó de la carga y sacó las armas guardadas en aquel bulto.
Había siete lanzas en total. Largas, esbeltas, hechas con huesos de las patas de
mamuts abatidos muchos años atrás por cazadores de la tribu; cada una de ellas
llevaba una punta de piedra o de marfil, la cual se sujetaba a su extremo mortífero
con tendones a modo de cordel. El anciano había insertado las lanzas horizontalmente
en el centro de su capa de caza enrollada. En un viaje normal habría llevado dos o
tres en una mano, con su peso descansando sobre un hombro; pero con un trineo del
que tirar y la carga suplementaria de una mochila abarrotada de efectos que, en
condiciones habituales de desplazamiento hubieran sido distribuidos entre varios
miembros de la tribu, las lanzas eran un estorbo innecesario. No había pensado cazar.
Para protección contaba con su puñal de piedra y una maza hecha con la articulación
de un fémur de bisonte de largos cuernos, endurecida al fuego, que llevaba en su
cinturón, debajo del manto de viaje. En el caso de cualquier emergencia, podía coger
las lanzas con rapidez suficiente para utilizarlas contra grandes depredadores, aunque
hubiera decidido usarlas contra las zorras.
Se irguió y sacó el pecho para mostrarse poderoso y amenazador ante los
depredadores al acecho. Gruñó al mismo tiempo que lo hacía el perro. Rugió mientras
el can rugía. Con un gesto y un gruñido apremiante, Umak indicó a Lonit lo que tenía
que hacer.
Las lanzas eran pesadas para sus manos, pero no desaparecieron ni se doblaron
mientras los puños femeninos se tensaban alrededor de sus astas. Ahora que la tribu
había dejado de existir, era posible que la prohibición relativa al uso de las armas no
estuviera en vigor. La muchacha no tenía forma de averiguarlo. Lo único que sabía
era que debía seguir las instrucciones de Umak. Si no lo hacía, él tendría derecho a
pegarla o a abandonarla.
El viejo se pavoneó e inició el avance hacia las zorras; Lonit, a su lado, le imitó
mientras invocaba en silencio a los espíritus que habitaban en las lanzas.

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"Perdonad a esta indigna muchacha por blandiros. Dad vigor a sus manos y valor
a su espíritu. Por Torka y Umak, sed fuertes y veloces. Sed certeras".
Las lanzas respondieron a su súplica al adquirir sus brazos una fortaleza
repentina, siempre al lado de Umak. El anciano avanzó a grandes zancadas,
pavoneándose de nuevo. Gritó a las zorras que se batieran en retirada. Lonit le imitó,
sorprendida por el sonido de su propia voz. No denotaba miedo alguno.
Frente a ellos, algunos de los ojos parpadearon y se desvanecieron; pero otros,
pertenecientes a las zorras que no habían abandonado el terreno, continuaron
brillando feroces. Mientras Lonit y Umak se aproximaban más a las fieras, el perro
salvaje se volvió a mirarlas.
Las guías de la manada de zorras aprovecharon el movimiento del perro. Se
abalanzaron sobre él desde la oscuridad. Lonit las vio por primera vez con toda
claridad. Se quedó boquiabierta. Eran como ratones campestres arrojándose sobre el
can en tropel. Nunca había visto tantas zorras juntas, ni pudo imaginar jamás que
hubiera en todo el mundo un número tan elevado. Por unos instantes el vigor
abandonó sus brazos y el miedo provocó un nudo en su garganta. Era incapaz de
moverse.
El perro salvaje podía haber echado a correr fácilmente; darse la vuelta y
desvanecerse en la noche. En cambio, permanecía con los humanos, se revolvía entre
gruñido y gruñido, esquivaba a sus adversarios a dentelladas mientras éstos se le
echaban encima con las fauces abiertas, al aire sus formidables dientes.
El instinto le decía a Lonit que retrocediera y escapase. Las zorras acabarían con
el perro. Si ella y Umak se daban prisa en marcharse de allí, las zorras no les
seguirían; se contentarían con quedarse y comer. Pero, ¿por qué se había quedado el
perro para defenderlas? No cabía la menor duda de que se arriesgaba por ellos; era
como si, en cierto modo, les considerara de su manada y creyese su deber protegerles.
—¡Aar!
El alarido de Umak hizo que la muchacha, asustada, pegase un brinco mientras el
viejo corría vociferante a situarse al lado del perro. Estaba metido hasta las rodillas en
el salvaje círculo de las zorras en tanto propinaba golpes hacia abajo con sus lanzas.
Lonit oyó gemidos y aullidos de dolor. Después, lo mismo que cuando una banda de
pájaros cruza de repente el cielo, el grueso de la manada de zorras se había esfumado.
Umak y el perro permanecían juntos, jadeantes, rodeados por los cuerpos desgarrados
y ensangrentados de las zorras que nunca se alzarían para seguir a sus congéneres.
Umak levantó una de sus lanzas sacudiéndola con el cuerpo flácido de una de las
zorras ensartado en ella.
—¡Ahora nos daremos un festín! —proclamó con acento triunfal.
Lonit parpadeó, viendo cómo el anciano bajaba la cabeza para mirar al perro. A
excepción de un desgarrón en una oreja y del hocico manchado de sangre, el animal

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no presentaba otras heridas; su grueso pelaje había evitado sin duda que las zorras le
causaran mayores daños. Se mantenía tan pegado a Umak que, si el viejo cazador
hubiera querido tocarlo o clavarle su lanza en la garganta y atravesarle el corazón
hubiese podido hacerlo. El perro tenía la cabeza levantada para mirar al anciano y,
confiado, no se volvió para retroceder cuando Umak extrajo el cadáver de la zorra y
lo tiró a los pies del animal. El perro lo olfateó; luego, con toda calma, se sentó y
empezó a devorarlo, como si fuera la cosa más natural del mundo que un perro
estuviera en compañía de un hombre.
Pero no era natural. Lonit no podía apartar la mirada de Umak. Verdaderamente
era un espíritu jefe, un cazador tan experto y poderoso que, por medio de magia,
podía introducirse en la mente de un animal y obligarle a hacer cuanto le ordenara.
No sólo había ahuyentado a las zorras y dado muerte a algunas de las rezagadas con
el fin de que les sirvieran de alimento, sino que, además, introdujo su espíritu en el
can. Había hecho que el animal luchara junto a él como si fuera su hermano.

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CAPÍTULO 2
ientras el viento soplaba cada vez con más fuerza a su alrededor, se pusieron
en cuclillas sobre la nieve y devoraron dos de las zorras, desollándolas con
sus puñales de piedra sin dejar de comer y sorber la sangre dulce, caliente, de
la carne fibrosa que les proporcionaba vitalidad.
La energía volvía poco a poco a sus cuerpos extenuados por el hambre.
Trabajaron juntos para montar una choza donde refugiarse de la inminente tormenta.
Umak utilizó un hacha y una cuña de piedra para romper la superficie del hielo.
Apartó la nieve con el filo del hacha y acuchilló la superficie rota reduciéndola a
trozos desiguales y menudos. Lonit los recogió para amontonarlos, ya que más tarde
podrían necesitarlos. Con la aguda punta de una cornamenta de caribú, el viejo y la
muchacha se dedicaron a raspar el suelo y a dar vueltas hasta hacer un hueco circular,
aproximadamente de un metro ochenta centímetros de circunferencia por treinta
centímetros de profundidad. Una vez terminada la choza. Umak, Torka y Lonit
podrían acostarse en su interior, con espacio suficiente para guardar bártulos y
provisiones. Además, el suelo así preparado, con una especie de piso debajo, sería
una protección eficaz contra el viento y el frío cuando el aire caliente de sus cuerpos
y de sus guisos llenase el interior.
Ya excavado y alisado el círculo, desmontaron el trineo y depositaron a Torka,
aún inconsciente, en la tierra cubierta de nieve, encima de una piel de bisonte en la
que seguidamente lo envolvieron. Con los patines de costillas de mamut y las grandes
cornamentas que formaron el cuerpo del trineo, levantaron rápidamente la estructura
cónica de su refugio. Tenía forma de cruz, con correas en todas las junturas críticas;
los extremos de las costillas fueron hundidos por el viejo y la muchacha a tanta
profundidad como les fue posible. A continuación extendieron sobre el suelo la
alfombra de piel lubricada, la única que pudieron salvar del campamento arrasado.
Estaba rota en varios sitios, pero Lonit la remendaría.
Las paredes de piel de pelo largo y de cuero fueron atadas a estacas y levantadas,
disponiéndolas a capas sobre la estructura y asegurándolas con correas alrededor del
fondo y sobre el techo. El último toque consistía en amontonar en la base los trozos
sobrantes de la superficie rota poco antes por Umak, no sólo para atirantar con su
peso las paredes sino también como aislante adicional.
Una vez hecho esto, cogieron a Torka y lo depositaron con todo cuidado junto al
sitio donde construirían el hogar. El joven yacía inerte. Umak le tocó el pulso,
elevado en las sienes. Todavía tenía fiebre pero el latido de su corazón era fuerte y
rítmico. El viejo sonrió. Torka viviría. Umak estaba seguro. No se atrevió a
comunicárselo a la muchacha, por si sus palabras despertaban a los espíritus
agazapados y éstos actuaban para desbaratarlas; sólo le dijo que Torka parecía haber

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mejorado y la oyó exhalar un suspiro de alivio y de alegría.
Ya más tranquilos, arrastraron dentro de la choza sus provisiones, incluida una de
las zorras, que estaba rígida, congelada. La desollarían y descuartizarían más tarde,
cuando el creciente calor de la choza la hubiese ablandado algo. El resto de los
animales muertos, seis en total, los almacenaron en un pequeño pozo, rápidamente
excavado cerca de la cabaña. Cubierto con una piel sujeta a unas estacas, el pozo
sería un congelador perfecto; incluso en los campamentos de verano la comida podía
mantenerse fría por tiempo indefinido en aquellos agujeros de almacenamiento,
porque, debajo de la delgada capa superior del suelo de la tundra, la tierra estaba
perpetuamente helada.
Umak se sentó mientras Lonit ataba la puerta de pieles cerrándola por dentro. La
cabaña estaba oscura. Afuera el viento amainó un poco, luego cambió de dirección.
Casi instantáneamente el aire se hizo mucho más frío. La experiencia le dijo al
anciano que la tormenta a punto de desencadenarse sería tan espantosamente fría que
sólo las criaturas más fuertes podrían sobrevivir a ella.
Sobreviviremos", pensó el viejo. Empezaba a relajarse ahora y pensó en el perro,
deseando haber podido convencerle para que entrara en la choza. El animal había
aceptado comida, pero retrocedió al ser invitado a penetrar en la cabaña. Prefirió
quedarse tumbado en el exterior, apoyado contra las paredes de piel, usándolas como
un cortavientos mientras se enroscaba protectoramente sobre los despojos de su zorra.
Con la tripa llena de carne y tuétano que generaban calor corporal, el grueso pelaje
invernal del perro le proporcionaría una protección adecuada contra el frío.
Él también sobrevivirá", pensó el anciano.
Como si confirmara el pensamiento del viejo, el perro salvaje levantó la cabeza y
aulló en abierto desafió a la tormenta.
Lonit estaba sentada sin moverse; temblaba a causa de una repentina y desolada
sensación de soledad. Ella, Umak y Torka eran todo lo que quedaba del Pueblo. El
impacto de esta realidad se cebaba ahora en ella con toda su crudeza. En su corazón
no había alegría, tampoco una impresión de culpabilidad; había tan sólo el terrible,
agobiante peso de la desesperación. Afuera, en la oscuridad, el viento, la tormenta y
las fieras dominaban un mundo que se extendía hasta el infinito. Ellos estaban solos
en aquel mundo: una muchacha, un hombre viejo y un cazador herido. Bajo el
inmenso y despiadado cielo del Ártico, el perro salvaje entonó un lamento a la noche
infinita.
—¿Por qué aúlla al viento tu hermano perro, Espíritu Jefe? —inquirió la
muchacha, esforzándose por no parecer asustada, esperando que él no la pegara por
atreverse a hacerle una pregunta.
El viejo escuchó los aullidos del perro. Había captado el trémulo acento de la voz
de la muchacha y sabía lo que significaba. También él sentía la desolación de la

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soledad y los lacerantes comienzos del miedo, pero, a diferencia de la muchacha, él
era Umak, espíritu jefe, y no debería tenerlo.
—Porque estamos vivos —contestó con inflexible ferocidad, nacida de su
absoluta resolución— y porque continuaremos vivos.
El viento azotaba el pequeño refugio, tanto que penetró nieve a través de las
costuras que Lonit no había repasado por encontrarse demasiado exhausta. En la
oscuridad, con el viento sofocando los aullidos del perro, Umak notó que la
temperatura bajaba peligrosamente. Alarmado, se levantó manteniéndose encorvado,
porque, si bien la choza tenía suficiente longitud para acomodar su cuerpo acostado,
carecía, en cambio, de bastante altura para poder estar erguido dentro de ella.
—¡Arriba! —medio gritó a la sobresaltada muchacha. La ordenó desnudarse, de
forma que pudieran meterse juntos debajo del peso conjunto de sus pieles de dormir.
El calor combinado de sus cuerpos desnudos serviría para calentarles en los peores
momentos de la tormenta.
Lonit obedeció, tiritando de frío, mientras Umak se desnudaba inclinándose
después sobre Torka y, no sin esfuerzo, arrancaba la mayor parte de las ropas rotas y
ensangrentadas que todavía llevaba su nieto.
—¡Ven! —ordenó seguidamente a la muchacha, y la pidió que se tumbara pegada
al costado derecho de Torka, mientras él se tendía apretándose contra el izquierdo.
Con la piel de bisonte debajo de los tres, de manera que el pelo grueso y áspero se
adhiriese a sus cuerpos, pronto entrarían en calor cubiertos por sus pieles de dormir
amontonadas. Durante un largo rato yacieron despiertos, escuchando la tormenta, con
Torka dormido entre los dos, ajeno a todo. Transcurrido algún tiempo, sólo la choza
tiritaba a merced del viento, y en la oscuridad, Lonit oyó al viejo hablar con
inquebrantable decisión.
—¿Lo ves? Estamos vivos. Sobreviviremos.
"Pero, ¿por cuánto tiempo?", se preguntó la muchacha, sin saber si Umak había
hablado con ella o con la tormenta. No importaba. Notó que el viejo estaba a punto de
dejarse vencer por el sueño y que ella no tardaría en imitarle. Inmersa en el limbo
suave y cálido de la extenuación total, con su esbelto cuerpo desnudo contra el
costado de Torka, cerró los ojos y se estremeció de nuevo, aunque esta vez no fuera
de frío, mientras pensaba: "No existe ahora, en el mundo entero, una sola mujer para
Torka. Sólo existe Lonit. Yo soy su mujer. Él será mi hombre. A su debido tiempo. Sí;
será así. Olvidará que soy fea. ¡Sabré hacerme tan digna de su cariño que llegará a
olvidarlo!". Un dulce sentimiento de euforia la invadió. Se apretó más contra él.
Sentía el calor de su carne febril fundiéndose con el calor de su propia piel, mientras
su pulso se aceleraba a causa de algo que ya no era un enamoramiento infantil. Ella
ya no era una niña; no, a partir de ese día, nunca más. Una pequeña mano ascendió
para descansar abierta en el hombro de Torka.

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—Lonit es la mujer de Torka —susurró con voz apenas audible, somnolienta,
sintiéndose dominar por el sueño.
De pronto, sin embargo, se encontró con que estaba completamente despierta,
abiertos los ojos de par en par. Todos los músculos de su cuerpo estaban rígidos.
Umak dormía. Torka respiraba con regularidad. Pero en el exterior, la tormenta había
alcanzado una intensidad endiablada. Había en ella algo sobrenatural, algo
amenazador. Lonit se incorporó, tiesa. Transportada por el viento, la nieve penetraba
en el interior a través de los descosidos de las costuras. Mientras ella miraba,
serpentinas de nieve danzaban en el aire, la rodeaban, adoptaban formas de fantasmas
y de demonios, pellizcaban su piel desnuda.
La muchacha respiraba con dificultad. Conocía las caras de aquellos fantasmas.
Eran los miembros de su tribu, aunque estaban cambiados. No tenían forma, ni
sustancia. Eran de la misma materia que las tormentas y la nieve, igual de grises,
malsanas y húmedas, igual de nebulosas al solidificarse en una sola columna diáfana.
La columna tomó la forma de una mujer, pero distinta a la de cualquier otra mujer
que hubiese vivido alguna vez. Su carne estaba cubierta de hielo, rota, desgarrada.
Sangraba niebla por innumerables heridas. En un rostro helado, mutilado, que una
vez fuera hermoso, destacaban unos ojos tan fríos e inolvidables como la noche del
Ártico que se cernía sobre Lonit; de la boca de un esqueleto surgió una sola palabra
pronunciada en tono lastimero: "Torka…".
Lonit no apartaba la mirada, consciente de que aquel fantasma era el de Egatsop,
la mujer de Torka, que acudía para reclamar el espíritu de vida de su hombre.
—¡No! —gritó Lonit, echándose encima de Torka, sintiendo que las manos de
nieve de la muerte le arañaban la espalda.— ¡Está vivo! ¡No puedes llevártelo!
¡Ahora es mi hombre!
El viento arreció; rugía en los oídos de Lonit. El frío era tan intenso que le escocía
las ventanas de su nariz y llenaba sus pulmones de tal forma que no podía respirar. La
muchacha notaba el contacto de lanzas de hielo, agudas como huesos; eran las manos
de Egatsop introduciéndose a través de su cuerpo para alcanzar al hombre que yacía
debajo de ella. Se dio cuenta de que Torka se rebullía y gritaba de pronto los nombres
de su mujer y de sus hijos muertos.
Una terrible oleada de angustia la recorrió de pies a cabeza. Había sido una
completa estúpida al imaginar que Torka podría desearla, incluso en el caso de que
ella fuera la única mujer sobre la tierra. Allí estaba la mujer que él amaba, la mujer
que había regresado de entre los muertos para reclamarle. Pero Lonit no podía
consentir que él muriera; no Torka, no el hombre a quien amaba más que a su propia
vida.
Se levantó, enfrentándose al espíritu.
—¡Tómame! ¡Vamos! ¡Vive de nuevo dentro de mi cuerpo si quieres estar con él!

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Pareció entonces que el fantasma se reía de ella; nunca, ni en sus peores
pesadillas, había visto Lonit nada tan feo como la visión del fantasma de Egatsop.
Medio desvanecida de terror, Lonit se apartó del cuerpo de Torka y sollozó
empavorecida mientras el viento arreciaba y hacía temblar la choza. De pronto, por
encima de la tormenta de muerte, oyó el gruñido del perro; las apariciones se
desvanecieron tan rápidamente como se habían presentado.
Se dio la vuelta y vio que Umak se había levantado. Estaba esforzándose por
tapar las junturas y pidió que le ayudara. Él no había visto fantasmas, ni oído voces.
Le aseguró que todo había sido un sueño.
En la oscuridad, manoseando sus pertenencias, encontró su hilo de tendones y con
manos temblorosas enhebró sus agujas y cosió las costuras lo mejor que pudo. Para
cuando terminó, el viento había amainado. Ayudó a Umak a quitar la nieve de la
choza y a continuación volvió a meterse debajo de sus pieles de dormir, tiritando y
ansiosa por conciliar el sueño.
Pero no durmió. Al otro lado de las paredes de la cabaña, el perro salvaje gruñía,
y, a lo largo de toda la noche, aunque Umak jurase que no era así, espíritus malignos
merodearon en las sombras mientras Lonit se mantenía alerta para defenderse de
ellos.

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CAPÍTULO 3
manecía por el este. El viento se precipitaba hacia allí impetuoso a través de
las cumbres agobiadas por glaciares y de las heladas estepas de Siberia.
Soplaba más allá de la árida extensión de tundra barrida por la tormenta
donde Umak y Lonit habían trabajado para levantar su pequeño refugio de huesos y
pieles. Si los espíritus malignos agazapados habían cabalgado en alas del viento, se
mantenían silenciosos ahora que el viento era más suave. La tormenta se había
agotado, dejando una capa de nieve seca en la techumbre arqueada de la choza y en el
pelaje del perro salvaje dormido.
Lonit dormitó por fin; era el suyo un sueño sin sueños, un sueño de total
extenuación. Junto a ella, Torka despertó, limpio de fiebre. Permaneció un buen rato
acostado, escudriñando la oscuridad mientras notaba el calor de los dos cuerpos que
le flanqueaban, uno a cada lado.
Aquella presencia no le consolaba, porque los recuerdos que le inundaban eran
más penosos que el dolor constante de sus heridas. Los fantasmas del pasado vivían
dentro de sus ojos: su mujer, su hijita, los rostros de amigos perdidos para siempre.
Veía al pequeño Kipu y oía sus gritos mientras una terrible sombra caía sobre él. Veía
al mamut… La Voz del Trueno… El Que Sacude al Mundo… El Que Rompe Las
Nubes. Con los ojos redondos y dilatados por su odio al Hombre, el Destructor
tronaba dentro de la cabeza de Torka, con su enorme cuerpo enconándose en destruir
al pequeño Kipu y a casi todas las cosas que Torka había conocido y amado.
La angustia le ahogaba. De pronto, la cabaña le resultó sofocante. Torka no podía
soportar sus recuerdos. Se levantó, luchando contra el dolor. Saltó por encima de su
abuelo, cogió una de las pieles de dormir de caribú, se enroscó en ella después de
haber desatado la cortina de la puerta y salió.
El mundo era blanco y desconocido. Se extendía hacia el este en vastas
ondulaciones que brillaban tenuemente con una lustrosa pátina de hielo, a la luz de la
alborada del Ártico. A su izquierda, un montón de pieles cubierto de nieve se levantó
de repente, se sacudió y retrocedió con un gruñido.
Sorprendido, Torka se encorvó a la defensiva, dispuesto a estrangular a la bestia si
ésta se lanzaba contra él; pero, al salir de la choza, había despertado a Umak y ahora
el anciano apareció a su lado.
—Sólo es el Hermano Lobo —explicó Umak—. También él está solo, sin una
tribu. Ha seguido a este viejo e impedido que su espíritu se marchase en alas del
viento. Ha luchado junto a Umak. Se ha ganado un sitio en este campamento.
Torka frunció el ceño sintiéndose repentinamente débil y desorientado. No tenía
una noción clara de las horas transcurridas desde que sucumbiera al delirio en el
campamento de invierno. Las palabras de Umak carecían para él de sentido. La

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escena le parecía tan irreal como si formase parte de sus sueños. Se aproximó a su
abuelo y le puso una mano sobre el antebrazo para asegurarse de que era real. Umak
movió la cabeza en un gesto afirmativo, dándose cuenta de lo que le ocurría a su
nieto.
—Así es —dijo—. Umak vive porque el Hermano Perro no le dejó morir. Por eso
este viejo te encontró. Luego, con la ayuda de la muchacha, te saqué del lugar de
muerte para traerte a una nueva vida. Nosotros somos todo lo que ha quedado de
nuestro pueblo; pero sobreviviremos.
Dentro de Torka, el cansancio y el dolor se convirtieron en algo mucho más duro,
mucho más insoportable, algo que rayaba en la más completa desolación.
—¿Para qué? —preguntó.
Ahora le tocó al viejo fruncir el ceño.
—¿Para qué sobreviven los hombres? ¡Para tener una nueva vida! ¡Para oír las
risas de sus hijos! ¡Para cazar para sus mujeres! Y para entonar las canciones de vida
en la oscuridad invernal.
Torka cerró los ojos.
—Este hombre —afirmó—, no entonará ninguna canción de vida en tanto no
haya hundido su lanza en el corazón del Destructor. El espíritu de vida de este
hombre estará tan muerto como el espíritu de su pueblo hasta que no coma de la
carne de El Que Sacude al Mundo y deje que sus huesos blanqueen bajo el ojo del sol
de medianoche.
—¡El Destructor es un espíritu agazapado, un espíritu maligno! — Umak miró
espantado a su nieto—. ¡Nadie puede matarle!
Los ojos de Torka se clavaron inflexibles en los del anciano.
—Por mi mujer. Por mi hija sin nombre. Por mi hijo Kipu. Por todos aquellos que
ahora yacen de cara al cielo, Torka matará a La Voz del Trueno. O se reunirá con él
en el mundo del espíritu, para darle caza eternamente mientras camina impulsado por
el viento.
Los días pasaban. Durante el frío inclemente y brutal que siguió a la tormenta, el
hielo formó sobre la tierra una costra que cubría las huellas de hombres y animales
por igual. Aunque Torka se hubiera encontrado bien, le habría sido imposible
retroceder para seguir la pista del mamut. Umak y Lonit le habían llevado mucho más
lejos de lo que los cazadores llegaron jamás. No existía una sola marca conocida para
señalar el camino de vuelta al campamento de invierno; no obstante, él seguía
obsesionado con regresar para dar con las huellas de la bestia que había asesinado a
su pueblo, para acecharla, enfrentarse a ella y matarla. Sabía que, virtualmente, no
tenía posibilidad de sobrevivir a semejante confrontación, pero no le importaba. Por
lo que a él se refería, la vida estaba acabada. Terminó días atrás, a muchos
kilómetros, en la nieve ensangrentada donde su mujer y sus hijos yacían ahora para

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siempre cara al cielo.
La cabaña estaba oscura y dentro hacía calor. Umak, sentado con las piernas
cruzadas, miraba colérico a Torka a través de la penumbra.
—El mamut al que buscas —sentenció— jamás lo encontrarás. Olvídalo; antes de
que él te mate a ti.
—Gracias a ti —respondió Torka, enojado a su vez— el Destructor camina por un
lado del mundo mientras yo camino por otro. Si no encuentro al mamut, ¿cómo va a
matarme?
—La bestia que camina en tu interior —la voz del viejo sonaba irritada— se
alimenta de tu espíritu de vida. Deja que se vaya, Torka, antes de que sea demasiado
tarde.
—Ya es demasiado tarde.
Lonit escuchaba en silencio. Los dos cazadores estaban sentados frente a ella,
junto al pequeño lago de fuego que danzaba dentro de la piedra cóncava que servía a
la vez de lámpara y de fuente de calor para cocinar. No era una piedra grande; la
muchacha la había transportado con facilidad envuelta en su mochila de viaje, junto
con sus útiles para hacer fuego: el gastado palo de hueso con muescas que hacía las
veces de pedernal, el talador, también de hueso, con su boquilla de piedra pulida y su
fiador con dos asas. Estos utensilios estaban junto a Lonit cuando el mamut cargó
contra la cabaña. Al igual que la muchacha, no resultaron dañados.
Encender un fuego con el palo y el trépano era un arte. Aquel día, dándose cuenta
del malhumor de Torka, Lonit había prolongado el ritual. Por medio de la luz y del
calor de su fuego, confiaba despejar la oscuridad en la que crecía la tristeza de Torka.
Con la boquilla de piedra en la boca y el extremo del taladrador metido en una de las
muescas del palo para hacer fuego, Lonit sostenía un cabo de la cuerda del fiador en
cada mano; con el tendón bien estirado frotaba el taladrador al tiempo que éste
giraba. Con expertas manipulaciones, se las arreglaba para que la ininterrumpida
fricción produjese una llama, a la cual alimentaba con trocitos de musgo seco
extraídos del cuerno hueco que utilizaba como caja para guardar la yesca.
Encender el fuego era tarea de la mujer. La madre de Lonit la enseñó a hacerlo a
la perfección. La muchacha estaba orgullosa de su habilidad; en eso, por lo menos,
destacaba, y deseaba que Torka fuese acariciado por su bonito fuego. Había
preparado un aceite espeso con los restos de sebo encontrados en el campamento de
invierno, machacándolos sobre un recorte de cuero. Luego había colocado la pasta
resultante en el hueco de la piedra; a continuación metió lo más hondo que pudo una
de las pocas mechas de musgo que le quedaban. Impregnada del precioso aceite, era
la mecha lo que hacía que ardiera la llama y la mantenía prendida sin humo bajo la
constante vigilancia de Lonit. La piedra brillaba ahora suavemente, mantenida en su
sitio por un círculo formado con cepellones de tierra y hierba. Cortados de la

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superficie de la tundra, estaban compuestos de musgo y líquenes. Absorbían el calor
de la fogata y proyectaban después su tibieza hacia afuera para reducir el frío en el
interior de la choza.
Pero ni Torka ni Umak prestaban gran atención al fuego. Estaban totalmente
absortos en su conversación y daban por hecho que Lonit, como hembra, poseía la
habilidad de hacer fuego.
Torka contemplaba las llamas con fijeza.
—Regresaré al campamento de invierno para buscar las huellas del Destructor.
Los días ya son más largos y pronto serán también más cálidos. No tardaré en estar
fuerte. Con el peso de vuestros bultos y el trineo, por fuerza tenéis que haber dejado
huellas profundas en el suelo. La tundra conserva sus cicatrices para siempre. Cuando
el hielo se derrita, seguiré el rastro que dejasteis debajo.
—No habrá ninguna huella —replicó Umak—. La tundra estaba muy helada.
Caminamos todo el tiempo sobre la nieve.
Torka refunfuñó algo; Lonit, que le miraba a pesar de ocuparse del fuego, se
sorprendió al observar que Torka y Umak se expresaban de forma muy parecida.
—En ese caso, buscaré a las aves que vuelan en círculo —dijo Torka—. Los
comedores de carroña, tanto de la tierra como del cielo, acudirán a darse un banquete
con los muertos.
—Ya están allí. Antes de la tormenta, Umak percibió su amenaza. Precisamente
por esa razón prefirió este viejo echar a andar y adelantarse a la tormenta.
Lonit se estremeció al recordar la tragedia.
El rostro de Torka aparecía nublado por el hastío y la tristeza cuando el fuego lo
iluminaba.
—Tú me enseñaste bien, padre de mi padre. Caminaré hacia el oeste hasta que el
territorio me resulte conocido. Encontraré el campamento. Me atendré al periodo de
velatorio según las reglas. Luego, cazaré al Destructor.
—¡Este viejo no irá contigo! —estalló Umak, impaciente y enfadado—. Este
viejo continuará hacia el este y buscará a los caribúes. A Umak le ha sido devuelta la
vida, no la malgastará. Umak tiene a Lonit para cuidarle. Ahora es una niña, pero será
una mujer. El Pueblo puede volver a nacer por medio de ella para crear una nueva
tribu, para empezar una nueva vida en la que todos tengamos cabida. Pero la vida se
nutre de vida, Torka. Cuando encuentres al Destructor, si lo matas, ¿cómo vas a
alimentarte? Es un espíritu agazapado y maligno. Cuando muera, desaparecerá en la
niebla del viento fantasma.
—Su carne me alimentará —un nuevo nervio latía en la sien de Torka al
acordarse del olor de la sangre del mamut. Recordó cómo le había alanceado una y
otra vez, hasta que la bestia le arrojó a lo que parecía ser una muerte segura.
Sangra…

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Umak estaba tan indignado que lanzó un bufido al tiempo que rompía el borde de
la punta de la lanza que reparaba.
—¡También sangrarás tú! —exclamó.
Torka nunca hubiera podido decir con exactitud en qué momento empezó a
aceptar la opinión de Umak acerca del mamut. El tiempo pasaba rápidamente. Sus
magulladuras mejoraban, sus heridas y erosiones cicatrizaban. La primavera
empezaba a ganar terreno a la oscuridad invernal. Todos los días, durante las cortas
horas de luz, salía. Buscaba el camino para volver al campamento de invierno, pero
no lo encontraba. Buscaba caza y señales de mamut, pero en lugar de ello, encontraba
su fortaleza perdida. Poco a poco, su cuerpo sanaba. No ocurría otro tanto con su
espíritu.
Estaba obsesionado por sus recuerdos. Ya estuviera despierto o dormido, La Voz
del Trueno dominaba sus pensamientos. Más adelante, cierta noche, se durmió y no
soñó. Por primera vez desde que el mamut irrumpiera en su vida para destrozarla, se
despertó descansado, contento por estar vivo. No podía perdonarse por ello. Su
pueblo, su mujer, su hijita y su adorado hijo estaban muertos. No podía permitirse
olvidarlos. No lo haría. Tal como Umak le había advertido, la bestia que caminaba
dentro de él se alimentaba de su espíritu. Él la dejaba ramonear. De una forma oscura,
insana, que no quería analizar, le aplacaba a costa de privar a su vida de toda alegría.
Se alimentaban con la carne de las zorras, y antes de que se vieran obligados a
chupar el tuétano del último hueso, Lonit se ocupó de poner trampas. Pronto tuvieron
ratones de campo y pikas para asar. Umak abatió con su lanza una perdiz nival de
plumaje multicolor. Bandadas de las primeras aves migratorias que habían iniciado el
regreso surcaban el cielo. Tímidamente, Lonit se acercó a Torka para obsequiarle con
una túnica nueva que le había confeccionado con las pieles y las colas de las zorras.
Era una hermosa prenda. La habilidad de la muchacha superaba con creces la
destreza con que su mujer muerta manipulaba la aguja. Sintió rencor hacia la
jovencita por obligarle a hacer aquella comparación y se mostró reacio a ponérsela.
Con su propia túnica hecha jirones no tenía elección, pero lamentó la pérdida de
Egatsop. Ella era la que debería estar allí para remendarla o para hacerle otra nueva, y
no aquella niña inexperta de ojos redondos y maneras de muchacho. En otro tiempo
la admiraba. La tenacidad con que se aferraba a la vida a pesar de la adversidad, era
admirable en alguien tan joven. Ahora, en cambio, la odiaba. Sus pensamientos hacia
ella eran irracionales y lo sabía, pero le tenía sin cuidado. Ella estaba viva, y su mujer
muerta. Estaba viva, y como Umak se preocupaba por ella, el anciano no saldría en
busca del Destructor.
Por consiguiente, Torka la odiaba. Ella era la única hembra que quedaba con vida
en el mundo entero y Umak tenía razón al decir que si el Pueblo no había de morir
para siempre, algún día renacería por medio de ella. La idea le resultaba tan

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repugnante que no podía soportarla. No obstante, llegó el día en que se despertó y
comió un asado de ratón campestre, y al salir de la choza para disfrutar el calor del
sol, tuvo que admitir de mala gana que era hermoso estar vivo. El recuerdo de la
bestia se reavivó en su mente, pero, a diferencia de la última vez que pensó en el
Destructor, sabía que, en realidad, nunca deseó volver a verla, a no ser que tuviera
cierta posibilidad de salir vivo del encuentro. Nunca lo haría él solo. Tampoco
pondría en peligro a Umak y a la muchacha haciéndoles seguir sus pasos en pos del
Destructor. Umak era viejo. Lonit, casi una niña. En aquel mundo salvaje, hostil, eran
todo lo que quedaba de su pueblo. Torka no les abandonaría.

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CAPÍTULO 4
evantaron el campamento y se dirigieron hacia el este a la luz del sol
naciente. Con el retorno de la luz y el aumento de la temperatura, la textura
de la tundra estaba cambiando. La tierra, dura y quebradiza debajo de la
delgada capa de nieve y de hielo del invierno, empezaba ahora a emerger resistente y
fértil bajo los pies de los viajeros.
Avanzaban a través de parajes que eran diferentes de cualesquiera otros en el
mundo. Como en otras tierras y en otras épocas, la humedad y la luz del sol eran los
factores determinantes para la vida, pero aquí el viento frío y penetrante imperaba por
doquier. Excepto durante los días más largos del verano, cuando el sol nunca se
ponía, el soplo helado del viento polar mantenía la temperatura lo bastante baja para
impedir que la nieve se derritiera en la cara norte de las laderas. Incluso en los días
más cálidos, cuando la tundra era un hervidero de insectos y se encendía con los
colores de centenares de especies de flora, la nieve aparecía en montones compactos
sobre las colinas expuestas al viento y en las fisuras en sombra de los cantos rodados.
Aunque los ríos y las charcas estaban libres de hielo, a menos de un metro debajo de
la tierra de la tundra el suelo estaba perpetuamente helado. Las montañas que se
asomaban al borde oriental del mundo conocido nunca estaban desnudas; la nieve que
caía sobre ellas en invierno permanecía para saludar a las nieves del próximo otoño,
haciéndose cada vez más espesas hasta formar con su peso conjunto enormes y
asfixiantes sábanas blancas que se extendían sobre las cordilleras, sepultándolas por
completo en las crestas más elevadas.
Mucho más al este, la mayor parte de Eurasia estaba enterrada bajo el hielo. En
dirección este, más allá del distante horizonte hacia el que Torka, Umak y Lonit
avanzaban trabajosamente, encorvados bajo los fardos que llevaban a la espalda,
mientras el perro salvaje trotaba detrás de ellos, se extendía también una tierra
sepultada. Al otro lado de unos picos escarpados que se elevaban a gran altura
cubiertos de hielo, aquella masa de tierra casi desaparecía aplastada por el peso de
una capa de hielo con un espesor de más de tres metros y medio por más de mil
seiscientos de ancho.
El pequeño grupo de viajeros, sin embargo, sólo veía el verdor de la tundra
mientras avanzaba hacía el este en busca de los rebaños de caribúes que ya habrían
iniciado el regreso. La marcha era lenta. La tundra se había resquebrajado en
formaciones en cuña extrañamente uniformes, producto de la contracción del terreno
durante los períodos de frío intenso, agrietándose después. Ahora que los días eran
cada vez más calurosos, la nieve derretida rezumaba de las fisuras. Cuando bajaba la
temperatura, el aguanieve se helaba y expandía formando cuñas de hielo que llenaban
hondonadas poco profundas de tres a trescientos mil metros de longitud.

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Pero Umak, Torka y Lonit, no se quejaban por ello. Mientras rodeaban los
charcos, agradecían a los espíritus que el vasto y ondulado valle por el que caminaban
tuviera sólo una delgada capa de nieve y estuviese lleno de vida con el sonido del
aguanieve deslizándose en helados arroyos y riachuelos.
Se detuvieron y respiraron hondo.
—No tardarán en venir los pájaros para hacer sus nidos —dijo Umak, contento
por lo que veía—. Vendrán en bandadas para criar a sus polluelos y servirnos de
comida.
Las palabras del anciano animaron a Lonit. En su mochila llevaba una cantidad
más que suficiente de tendones trenzados para hacer unas boleadoras. Si conseguía
encontrar cuatro piedras pequeñas del mismo peso, podría fabricar una magnífica
arma para capturar aves acuáticas del modo en que lo hacían en tiempos las mujeres
de la tribu, famosas por ello. El sistema consistía en lanzar el artilugio de forma que
las piedras envueltas en tiras de cuero se enredasen alrededor de las patas de su
víctima, abatiéndola e impidiéndola volar. Lonit era una experta en el manejo de las
boleadoras como lo era también en colocar trampas y en tejer redes para cazar aves o
para pescar. Se sentía satisfecha de su habilidad en este terreno, así como de las
muchas horas empleadas en perfeccionarse, sabedora de que una muchacha fea tenía
que ser buena en algo para ser considerada digna de sobrevivir.
Torka miró fijamente la garganta cada vez más estrecha del valle que se extendía
frente a ellos. ¿Hasta dónde habían llegado? ¿Cuántos kilómetros les separaban ahora
de la desolación del campamento de invierno? Se acordó de Egatsop y de la niña, una
criatura preciosa, con los mismos ojos de su madre, grandes y rasgados. ¡Cuánto la
echaba de menos! Y también a Kipu. Cerró los ojos sintiéndose agotado de pronto,
sin fuerzas para seguir.
—¡Mirad! —gritó Umak, rígido de repente, mientras señalaba al cielo con su
índice huesudo.
Torka y Lonit miraron. A gran altura y a considerable distancia delante de ellos,
una enorme ave de amplias alas sobrevoló las termales.
—¡Un comedor de sol! —exclamó el anciano, designando al ave por el nombre
que recibía debido a su habilidad para atrapar el sol cuando volaba delante de éste.
Con un peso de más de siete kilos y una envergadura de alas de casi cinco metros, el
cóndor gigante hizo que el corazón de Umak saltara de alegría, y el perro salvaje, que
se mantenía cerca de él aunque no demasiado, levantó la cabeza para mirarle como si
pensase que se había vuelto loco de repente. Umak saltaba primero sobre un pie y
luego sobre el otro, sintiéndose tan fuerte y tan feliz que no se acordaba de cuál era la
pierna buena y cuál era la lisiada—. ¡Comedor de sol! ¡Seguiremos tu sombra! —
proclamó, consciente de que el cóndor gigante era un ave carroñera de la caza mayor
y que allí donde volaba el comedor de sol trotaban los caribúes a la sombra de sus

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grandes alas.
La esperanza renació en ellos. Avanzaron a través de las aguas poco profundas
del recodo de un río. Llevaban varias horas de viaje. El cansancio les obligó a
detenerse en un lugar que les pareció adecuado para pernoctar. Levantaron un
cobertizo en vez de una choza, ya que su intención no era pasar allí más de una
noche, convencidos como estaban de que sólo a unos cuantos kilómetros darían con
los rebaños de caribúes.
Mientras Torka y Umak cogían sus lanzas y salían en busca de alguna pieza de
caza menor que pudiera encontrarse en las proximidades, Lonit sacó del bulto que
llevaba a la espalda una red parecida a un cazamariposas cuyas mallas estaban hechas
con tendones. Mientras el perro salvaje olfateaba huellas de marmota y perseguía a
las perdices nivales machos en periodo de muda, los cuales se lanzaban unos a otros
estridentes retos desde las lomas cercanas y los montículos de nieve de los
alrededores, Lonit se arrodilló a orillas del río. Teniendo buen cuidado de no
proyectar su sombra en las aguas, se inclinó y la sumergió manteniéndola a
contracorriente. En un santiamén un tímalo lustroso y de buen tamaño quedó atrapado
en la red entre coletazos y salpicaduras, a la pálida luz del final del día; otros varios
cayeron a continuación, uno tras otro, hasta que la red de la muchacha parecía a punto
de estallar.
Alineó el pescado en la orilla, echándose hacia atrás para admirarlo hasta que el
perro salvaje llamó su atención. Le tenía miedo, y sabía que también Torka
desconfiaba de él. Su tamaño era tal que, si se le ocurría atacar, podía dejar malherido
a un hombre, cuanto más si se trataba de una muchacha. Pero el perro era el espíritu
hermano de Umak, y en el caso de que fuera un perro fantasma, de momento no
parecía demasiado temible. Trataba de dar caza a las escurridizas perdices nivales,
precipitándose de un montículo a otro, los acosaba con torpes zarpazos, con lo que
sólo conseguía arrancarles unas cuantas plumas mientras las belicosas aves graznaban
y piaban, triunfantes tras haber frustrado los denodados esfuerzos del perro.
—¿No te enseñó tu madre perra a cazar? ¡De esa manera nunca atraparás comida!
Sacudiendo el agua de su red, Lonit se inclinó para arrancar dos tallos de un
grupo de sauces enanos que crecían rodeados de matas de candelilla al borde del
terraplén, cerca del agua, al abrigo del viento. Con los tallos y la red en una mano, se
aproximó despacio a un montículo cercano, uno de los pocos que no estaban
ocupados por las perdices nivales en celo. La nieve yacía amontonada en la ladera
norte de la pequeña elevación del terreno. Estaba muy apelmazada, pero aun así
consiguió nieve suficiente para formar dos pelotas pequeñas. La más grande, de
aproximadamente el tamaño del cuerpo de una perdiz nival, la colocó en lo alto del
montículo. La más pequeña, que, al ser alargada, recordaba un poco la cabeza de un
ave, la colocó con fuerza encima de la más grande. En la unión de las dos bolas puso

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unos trozos del musgo marrón que crecía al borde del montón de nieve. El musgo así
colocado recordaba algo los primeros mechones de plumaje estival que ya apuntaban
en la garganta de cada pájaro entre la desvaída pelusa de sus blancas plumas de
invierno.
La muchacha contempló su creación, recordando otras hechas en tiempos más
felices. Se obligó a no pensar en el pasado. Había quedado definitivamente atrás.
Pero ella vivía y estaba satisfecha de su obra. Desde cierta distancia, su pájaro de
nieve podía resultar lo bastante real como para engañar a cualquier cerebro de pájaro,
es decir a cualquier perdiz nival con ganas de pelea. Sonrió un poco mientras
amontonaba nieve delante de su señuelo y acto seguido colocaba su red encima,
sujetándola con los tallos de sauce enano.
A continuación se quitó de en medio. Tumbada boca abajo, se mantuvo al acecho
detrás del montículo, alerta al reclamo de las perdices nivales, mientras éstos, que no
habían prestado la más mínima atención a los preparativos de la muchacha,
continuaban lanzándose los unos a los otros sus retos territoriales. Con extraordinaria
habilidad, Lonit les imitó. Momentos después, uno de los ejemplares más próximos
se lanzaba al ataque del señuelo. Descendió en picado, dio unos pasos mientras emitía
un graznido de advertencia; pero cuando sus garras hurgaron en la nieve amontonada
delante de su rival, se enredaron en la red. Perdido el equilibrio, la perdiz nival cayó
entre aleteos en el señuelo; alertada por sus gritos, Lonit corrió a lo alto del
montículo, lo atrapó y le rompió el cuello en un periquete. Con su trofeo en alto,
lanzó un pequeño alarido de triunfo. Cuando Umak y Torka regresaran al
campamento, podrían darse un banquete con el ave y la pesca. Los dos hombres se
sentirían contentos y la considerarían digna de estima.
En aquel momento los distinguió a lo lejos mientras trotaban hacia ella. Ambos
blandían sus lanzas. Hacían gestos, sin duda de alegría, al ver a la perdiz nival que
ella sostenía en alto. La sacudía de tal manera que no podían dejar de verla. Umak
gritó su nombre. Él y Torka echaron a correr. Lonit se sentía radiante de júbilo.
Pero no por mucho tiempo. Los gritos de otras especies de aves les hicieron mirar
en torno. Al fijarse en el río se quedó consternada. El perro salvaje estaba al borde del
talud, ocupado en zamparse el último de sus tímalos. Encima de él, una sombra
transformó las postrimerías del día en oscuridad, mientas el cóndor gigante plegaba
hacía atrás sus enormes alas y bajaba en picado hacia ella.
Lonit estaba petrificada. Era un ejemplar enorme de plumas negras y blancas
precipitándose cielo abajo a toda velocidad; su cuello de buitre aparecía extendido, su
cráneo deprimido tenía tanto de águila como de cóndor, con su pico largo, aquilino,
de amenazadora potencia. Aquel garfio semejante a un cuerno, tan perfectamente
constituido para atrapar y devorar sus presas, se abría de par en par mientras el ave
rapaz proseguía su descanso. La muchacha miraba hacia arriba, horrorizada al ver sus

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ojos redondos y rojos, la puñalada de su lengua, igualmente roja, y las enormes
aberturas cóncavas de sus fosas nasales. Prorrumpió en estridentes chillidos mientras
se abalanzaba para arrebatarle la perdiz nival que tenía en la mano, en el preciso
momento en que el perro salvaje brincaba sobre ella y la tiraba al suelo.
La fuerza del impacto del perro hizo que Lonit soltara la perdiz nival justo a
tiempo, pues de lo contrario el cóndor le habría arrancado la mano. La muchacha se
quedó acurrucada en el suelo, casi convencida de que el perro se la iba a comer; pero
el animal se había apartado de ella en un abrir y cerrar de ojos para ir detrás del
cóndor que planeaba entre graznidos a punto de caer a tierra, con una lanza de Torka
en el pecho.
Lonit oyó los gritos alborozados de los cazadores.
Tenía la boca seca. Se sentía insignificante, necia y avergonzada mientras veía
caer al cóndor de costado entre graznidos y estertores, manando sangre. Todavía era
peligroso, con su mortífero pico y el pataleo de sus feroces y enormes garras. Torka y
Umak corrieron a rematarlo, acercándose osadamente para hundir sus lanzas en el ave
de presa mientras el perro salvaje permanecía al lado de Umak. El animal gruñía,
mordía y escupía plumas como si estornudara. A su manera ayudaba a su hermano
hombre a rematar la presa.
Lonit observaba la escena. Su propia necedad había sido la causa de que perdiera
su pescado y su perdiz nival. Aquella noche, Torka, Umak y el Hermano Perro se
darían un banquete con la carne del cóndor. Lonit no comería. Una muchacha fea que
no servía para nada, no tenía derecho a participar en un festín al que no había
contribuido en absoluto.

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CAPÍTULO 5
mak la puso nerviosa después de haber explicado por qué no tenía derecho a
participar de la carne del cóndor. La miraba con una sonrisa entre divertida y
afectuosa.
—Niña —acabó por decir—, sin ti y tu perdiz nival, ¿qué habríamos usado como
señuelo para conseguir que el comedor de sol descendiese del cielo?
—No soy una niña. Soy casi una mujer —se encrespó ella.
Torka la miraba con severidad.
—Entonces, Casi Una Mujer, descuartizarás el cóndor. Encenderás una hoguera.
Asarás la carne para Umak y para Torka. Ése es un trabajo de mujer. Una vez lo
hayas terminado, serás digna de comer con nosotros.
Lonit enrojeció hasta la raíz del pelo. Agradecida por cada una de las palabras
pronunciadas por el joven, se puso a trabajar llena de alegría.
Por lo menos Umak era fácil de complacer. Al dejar el campamento, él y Torka
habían llegado hasta la garganta del valle y trepado a una colina baja para dominar
mejor el panorama. Desde allí, al final de una vasta llanura, divisaron por fin en el
horizonte lo que esperaban ver hacía mucho tiempo.
—Esta noche comeremos la carne del cóndor —dijo Umak—, y la sangre y el
tuétano del comedor de sol nos proporcionará vigor, porque no debemos deshonrar su
espíritu de vida desperdiciando lo que hemos matado. Pero mañana nos iremos de
aquí. Mañana caminaremos lejos. Mañana instalaremos un campamento de caza en el
que permaneceremos muchos días. ¡Mañana nos prepararemos para cazar caribúes!
Sus ojos brillaban de excitación.
—El rebaño viene hacia nosotros procedente del este, tal como lo había
pronosticado este anciano —manifestó con entusiasmo—. El rebaño se dirige de
horizonte a horizonte, a través de una llanura que se extiende desde el infinito al
infinito. Este anciano jamás había visto una tierra tan vasta. ¡Este espíritu jefe jamás
había visto tal cantidad de caribúes!
El entusiasmo de Umak era contagioso. Lonit escuchaba sin dejar de trabajar,
entristecida al principio al recordar los largos días de hambruna. Le dolía el
sufrimiento de su pueblo, deseaba con todas sus fuerzas que hubieran sido los
caribúes los que hubiesen irrumpido en el campamento en vez del mamut; deseaba
que hubieran encontrado la vida en lugar de la muerte. Pero la tribu ya no existía.
Todo lo que quedaba del Pueblo estaba allí, cobijado en el pequeño campamento.
Torka, Umak y Lonit formaban una nueva tribu. Y cuando los cazadores trajesen
caribúes al campamento, Lonit estaba segura de que podría arreglárselas para que su
sensatez femenina sirviera para algo útil. Ella velaría por sus hombres. Su tristeza
desapareció. Sonrió y bajo sus altos pómulos se formaron unos hoyuelos al imaginar

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las cosas bonitas que podría hacer gracias a los caribúes.
Torka estaba inquieto mientras escuchaba a su abuelo, no por las palabras del
anciano sino por lo que pensaba al observar cómo procedía Lonit a descuartizar el
cóndor. Como de costumbre, la contemplación de la muchacha le angustiaba. Era una
chiquilla fuerte, valiente, que nunca se quejaba, pero él echaba de menos a su mujer,
y a sus hijos. Este sentimiento de añoranza hacía que su aborrecimiento hacia la
muchacha se reavivase constantemente. ¿Por qué había sobrevivido si todos los
demás habían muerto? ¿Por qué?
Estaba en pie junto al cobertizo que habían levantado, con los ojos fijos en el
mundo que se extendía ante él. Parecía estar completamente vacío. Estaba vacío.
¿Volvería a oír risas infantiles alguna vez? ¿O las voces de mujeres cuchicheando en
la solitaria oscuridad? ¿O las de hombres discutiendo amistosamente después de jugar
una partida de canicas?
Al inclinarse para entrar en el cobertizo, deseoso de sentarse resguardado del
viento junto a su abuelo, el perro salvaje le gruñó. El animal yacía al otro lado de las
piernas estiradas del viejo, cerca, pero a prudente distancia, justo fuera del alcance de
Torka. El perro se situaba siempre allí donde se proyectara la sombra de Umak.
Siempre, cuando Torka ocupaba un sitio cerca de él, le advertía que se marchara.
—Estate tranquilo, Hermano Lobo —tranquilizó Umak al animal—. Torka es
miembro de nuestra tribu, y carne de la carne de este viejo. Tienes que acostumbrarte
a él. También es hermano tuyo.
El perro bajó la cabeza, algo más calmado; pero no le quitaba los ojos de encima
a Torka. "Aarrr…" Continuó con su gruñido, pero de forma más suave.
—¡Aar! —repitió Torka fastidiado, sentándose al lado de su abuelo.
El joven cazador pensaba que indudablemente Umak era un espíritu jefe por
haber conseguido que le siguiera una bestia. En cuanto a él, si el asunto fuera de su
incumbencia, le rompería la crisma. Un perro joven sería bueno de comer. Con su
pelaje se podría confeccionar cualquier prenda de vestir. Pero nunca podría ser
hermano de un hombre. Nunca. No importaba lo que Umak pudiera decir en contra,
Torka no confiaba en el perro. Algún día dejaría de mostrarse pacífico. Algún día, en
vez de saltar en ayuda de la muchacha, la atacaría. Algún día, en lugar de ayudar a
Umak a rematar una presa, los poderes del viejo se desvanecerían y el perro trataría
de matar a alguien que ya no dominaba su espíritu. Torka esperaría ese día; entonces
mataría al "Hermano Perro".
—Mirad —dijo Lonit, levantando uno de los largos huesos de las alas del cóndor.
Con su puñal de descuartizar le había despojado de carne y tendones, y ahora se
mostraba maravillada ante su ligera estructura—. ¿Cómo es posible que un hueso tan
frágil soporte el peso de un ala tan grande?
Umak lanzó un gruñido. No era una pregunta a la que un hombre, ni siquiera un

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espíritu jefe, pudiera responder. Pero Torka se levantó, intrigado. Lo que la muchacha
había notado era, en efecto, digno de ser tomado en consideración, aunque sólo fuera
por satisfacer su innata curiosidad.
Se acuclilló frente a la muchacha, con los restos del ave entre los dos,
manteniéndose en equilibrio dentro de sus botas hechas con varias capas de cuero y
piel de pelo largo. No cogió el hueso, sino la otra ala del cóndor, entera. La muchacha
la había cortado limpiamente de la articulación de la espalda. Estaba intacta, su
intrincado plumaje brilló en su mano desnuda. Nunca había visto plumas de un
tamaño semejante. Arrancó una y barrió el aire con ella, dándose cuenta de que la
capa de plumas a lo largo del vástago hueco y flexible creaba un poderoso impulso
contra el aire.
Lonit observaba la pluma. Sus ojos femeninos tomaron nota de aplicaciones más
prácticas. Si cosía varias de ellas en un cinturón hecho con tendones, las plumas
serían lo bastante largas para confeccionar una camisa para verano, o un magnífico
cuello ornamental para que lo luciera un espíritu jefe cuando recurriese a sus poderes,
o un eficaz abanico para ahuyentar las moscas que picaban a diestro y siniestro en
ruidosos enjambres, los cuales recorrían la tierra en los días sin viento de un sol
interminable. Se aventuró, vergonzosa, a compartir sus pensamientos con Torka, pero
éste no parecía oírla, o por lo menos no demostró ningún interés mientras examinaba
el ala, fascinado por su estructura anatómica, intrigado por la longitud y elasticidad
de los poderosos tendones que proporcionaban un movimiento de extraordinaria
elasticidad a los músculos y los huesos.
—Así es como vuela… —dijo pensativo.
Por no ser menos que su nieto, Umak se puso en pie y, acercándose a él, cogió la
pluma de sus manos.
—¡Hummm! —examinó el miembro cortado, afirmó con la cabeza, lo sopesó y a
continuación se lo puso encima de un brazo y empezó a moverlo, despacio al
principio, simulando ser un cóndor. Sin más ejecutó una danza en la que imitaba el
vuelo y los graznidos del ave de presa muerta.
Torka no pudo contenerse y se echó a reír. Lonit ocultó su risa tapándose la boca
con las manos por temor a que, tratándose de una muchacha indigna como ella,
pudiera ofender al espíritu jefe. El perro salvaje gimió al tiempo que reculaba, sin
saber lo que podía esperar de tan extraño comportamiento.
Umak continuaba la danza, improvisando sobre la marcha mientras movía el ala
como si fuera una extensión de su brazo. Entonaba una canción de alabanza al gran
pájaro, cuya carne pronto consumirían.
"Así es como vuela", pensaba Umak, y durante un buen rato no sintió el peso de
sus años en su viejo cuerpo. Danzaba. Giraba. Se elevaba. Después, por fin, volvió a
ser de nuevo un hombre, un hombre cansado. Se detuvo, agobiado por sus años y por

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los muchos kilómetros recorridos desde que dejaron atrás el asolado campamento de
invierno de su tribu. Pensó en la vasta llanura que él y Torka habían avistado, en los
caribúes y en los kilómetros que todavía les separaban de los rebaños tanto tiempo
esperados. Dejó caer el ala del cóndor y permaneció en pie, con las manos en las
caderas, respirando hondo, con la rodilla lastimada doliéndole y los pies destrozados.
—¡Ufff! —exclamó—. ¡Si a este anciano pudieran brotarle alas como a un
comedor de sol! ¡Si todos pudiéramos volar con las alas del cóndor! ¡Pensad en la
distancia que podríamos cubrir! ¡Pensad en todas las cosas que podríamos ver! ¡Y
pensad en el desgaste que se ahorrarían nuestros pies!
Lonit encendió una hoguera con huesos de zorra secos y trozos de hierba, que
transportaba en su mochila con ese propósito. Asaron el comedor de sol y comieron
hasta hartarse compartiendo la carne con el perro salvaje. Luego liaron el sobrante en
un bulto y lo guardaron debajo de sus pieles de dormir para utilizarlo cuando hiciera
falta.
Con el estómago lleno de carne, calientes por su proximidad a la hoguera,
durmieron apiñados debajo del cobertizo. Torka tenía extraños sueños en los que se
veía como un hombre con las alas del cóndor, unas alas con las que volaba muy alto
alrededor del mundo, que le hacían sentirle ingrávido y le permitían experimentar el
impresionante impulso y poder del vuelo. Era como una lanza arrojada a través del
cielo; una lanza que podía controlar su propio ímpetu, que podía ver con los ojos de
un hombre.
Al mirar hacia abajo divisaba las elevadas cumbres de las montañas y los cañones
obstruidos por el hielo, los valles de la tundra y las vastas llanuras donde los caribúes
avanzaban en un interminable y continuo río de vida a través de la tierra. Y allí, en el
extremo más oriental del horizonte, vio un mamut que pastaba… un mamut como no
existía otro igual… una bestia con la cruz tan alta como una montaña, colmillos tan
duros, fríos y despiadados como glaciares, y unos ojos dilatados por su odio a los
hombres. Alzó la cabeza y, al verle volar, trompeteó con un bramido que sacudió el
cielo.
Torka respondió a aquella voz. Gritó en sueños como si sus alas se cerrasen y él
se precipitara cielo abajo, transformado en una lanza que se clavaba en el mamut con
el poder mortífero de un rayo. El Destructor se desplomó en el mismo sitio donde se
encontraba, y Torka se despertó tembloroso, con sabor a sangre y a muerte en su
boca, y un tremendo sentimiento de frustración.

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CAPÍTULO 6
l lazo de cuero silbó lanzado por la mano de Torka. El perro dormido lo oyó,
pero ya era demasiado tarde. El lazo rodeaba su cabeza, y cuando el
sorprendido animal se puso en pie de un salto, el nudo corredizo se estrechó
alrededor de su cuello. El peso y el estrechamiento del objeto desconocido provocó el
pánico del perro. Se volvió para echar a correr, pero tuvo que pararse en seco, medio
estrangulado, mientras Torka se apresuraba a atar el extremo de la correa a una estaca
de hueso que había clavado a bastante profundidad en la tundra la noche antes.
Aturdido, el perro seguía de pie con la cabeza gacha y el cuerpo en tensión
mientras luchaba inútilmente por liberarse del tirón de la correa. El animal miró a
Torka. En sus ojos azules se abrió paso poco a poco la luz del entendimiento al
descubrir que era Torka quien manipulaba la delgada tira de cuero. En la garganta del
perro se inició un sordo gruñido y, sin otra señal de advertencia, se lanzó hacia
adelante enseñando los dientes; los habría hincado en la gruesa manga de Torka,
desgarrándola, si el cazador no se hubiera apartado a tiempo de un brinco. El perro
gimió de dolor al caer de costado, ya que la fuerte sacudida de la correa le hizo perder
el equilibrio al tensarse ésta en toda su longitud.
Lonit contemplaba la escena, sorprendida. Habían llegado muy lejos desde que
desmontaron el cobertizo y se dirigieron a las lejanas colinas del este. A su llegada
levantaron una choza al abrigo de aquellas colinas, y pasaron allí una noche
descansando y preparándose para cazar a los caribúes que pastaban a cientos de
millares en la llanura que se extendía frente a ellos. La muchacha no participaría en la
matanza, desde luego, aunque sí en la mayor parte del despiece. Con esta idea, se
había despertado antes que sus hombres para reunir sus raspadores y demás utensilios
afilados, de piedra y de hueso, los cuales convertían los cuerpos de los caribúes en
carne y pieles. Se había deslizado fuera de la choza, sentándose a la puerta, frente al
lugar por donde saldría el sol, con la bolsa de piel de lince donde guardaba sus
herramientas en el regazo. El perro salvaje había levantado una vez la cabeza para
mirarla, pero enseguida la bajó y volvió a dormirse. Bajo sus dedos sin enguantar, el
pelo corto y sedoso del lince era suave y frío. La muchacha contempló con renovada
admiración las meticulosas puntadas de las costuras. Ahora era su bolsa, pero había
pertenecido a otra mujer, al igual que los útiles que contenía. Su propia bolsa, perdida
entre los escombros de la cabaña de su familia, estaba hecha con una piel entera de
marmota, incluidas las patas, y la cabeza servía de tapa. La había buscado en vano,
pues no le fue posible dar con ella. Al acariciar la bolsa de piel de lince recordó a la
persona que la confeccionó, Enilik, la mujer de ojos brillantes que compartía su vida
con Nap. Cerró los ojos; confiaba en que el espíritu de vida de Enilik comprendería
las razones por las que Lonit se había apropiado de su bolsa y de sus herramientas y

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perdonaría a una muchacha indigna de haber sobrevivido.
Absorta en sus pensamientos, no había oído a Torka salir de la choza, ni vio
tampoco cómo se las arreglaba para echar el lazo al perro. El joven no había avisado
de antemano acerca de sus intenciones de atar al animal, y aunque lo hubiera hecho,
Lonit no habría entendido lo que se proponía conseguir con ello.
Umak se precipitó fuera de la choza, todavía desnudo.
—¡Qué has hecho! —chilló furioso al ver al perro fuera de quicio, con el cuello
medio dislocado mientras se arqueaba hacia atrás en un desesperado intento de
morder la correa que le retenía.
Lonit se quedó boquiabierta y bajó la cabeza. Bajó también los ojos; no para no
ver la desnudez del anciano, porque entre el Pueblo, a menudo las familias dormían
desnudas, juntas, aunque Lonit, Umak y Torka no durmieran así desde la noche de la
gran tormenta. Era el tono de voz del anciano lo que la había asustado. Había gritado
a Torka. Lonit bajó la cabeza para no ver la vergüenza de Torka. Ningún hombre
hablaba así a otro. Jamás. Sólo se podía tratar de ese modo a las mujeres.
Torka palideció, sin entender qué era lo que había hecho para provocar la ira de
su abuelo.
—En cuanto olieran al perro, los caribúes se dispersarían lo mismo que las hojas
de sauce arrancadas por un vendaval de otoño —explicó. Luego añadió que creía que
Umak limitaría el campo de acción del perro antes de que se preparasen para la
cacería.
—¡Un hombre no ata a su hermano! —Umak temblaba violentamente en la fría
mañana. Se tocó la garganta con una de sus manos surcada de venas. Podía sentir la
presión de la correa del perro en su propio cuello. Lamentaba haber gritado. Las
palabras de Torka no carecían de sentido, y en realidad había obrado con cordura. Sin
embargo, al atar al perro lo había deshonrado, y a Umak también—. Entre hermanos
debe existir la confianza. Es el único lazo que puede haber entre ellos. Sin eso… —
dejó la frase sin acabar y dio un paso hacia el perro, sabiendo que sus temores se
cumplirían.
Al verle acercarse, el perro se levantó. Su cabeza enmascarada en negro se bajó,
mientras se le erizaba el pelo a lo largo de toda la espina dorsal. De su garganta
surgió un gruñido bronco y sus fauces se abrieron para mostrar unos dientes
amenazadores. Umak se detuvo. Una terrible sensación de remordimiento le
dominaba. Sabía que acababa de perder un amigo.
El perro reculó unos pasos, después se abalanzó hacia adelante, proyectando todo
su peso contra la correa. La desmesurada tensión provocó que el lazo que sujetaba el
cuello del perro se rompiera, y que la estaca donde estaba sujeta la correa se partiera
en dos. Por un instante, pareció que el perro se disponía a arrojarse a la garganta de
Umak. Lonit lanzó un grito, mientras los útiles y la bolsa se desparramaban por el

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suelo al ponerse en pie de un salto. Torka corrió a coger una de sus lanzas del sitio
donde las había dejado, en posición vertical, apoyadas contra la choza. Pero el perro
saltó más allá del anciano, escarbó la tierra con las patas traseras y continuó su
camino.
Torka se dispuso a arrojarle su lanza, pero Umak se lo impidió con un grito
imperativo.
El respeto que Torka sentía por su abuelo detuvo su mano, pero aquella mano
temblaba de decepción mientras decía:
—El perro alejará a los caribúes.
Los ojos de Umak se entornaron. Torka le miraba con una expresión que al
anciano le causó más escalofríos que el aire helado. En los ojos del joven había
piedad, piedad por alguien que ya era viejo e incapaz de tomar decisiones que nadie
discutiera. Umak se puso a la defensiva, arrebatado por una cólera que ardía en su
interior y enardecía su orgullo. La dignidad le impedía recordar a su nieto que yacería
muerto en la tundra, de cara al cielo para siempre jamás, de no haber sido por la
fortaleza de Umak y por su capacidad para tomar decisiones que le salvaron la vida.
Reaccionó con el absoluto desprecio que sólo los muy viejos pueden sentir por la
ignorancia, la impaciencia y la arrogancia de la juventud.
—Torka ha obrado en beneficio de la tribu —manifestó—. Torka cree que no se
puede confiar en el Hermano Perro. Pero Torka ha expulsado a alguien que salvó la
vida de Umak, y la de Lonit, y, sí, también la de Torka. Umak y el Hermano Perro
han caminado muchos kilómetros juntos. Hemos comido de las mismas presas y
dormido en los mismos campamentos. Aar es hermano de este espíritu jefe. Y si
regresa para reclamar el sitio que por derecho le pertenece como miembro de esta
tribu, Torka no levantará la mano contra él.
Umak había hablado con sosiego, pero era evidente que sus palabras no eran sólo
una reprimenda, sino sobre todo una orden.
—El perro no volverá —replicó Torka, con el ceño fruncido. Pensaba que no
había oído bien, pero estaba casi seguro de que su abuelo acababa de referirse al
animal con un nombre, como si fuera un ser humano. A pesar de que había
presionado a su abuelo más allá de los límites permitidos por las conveniencias y la
tradición, no pudo por menos de hacerle una pregunta que no podía quedar sin
respuesta—: ¿Aar?
El mentón de Umak apuntó al cielo con aire de desafío.
—Mi nieto tiene un nombre —declaró—; mi hermano, también.
—Tu hermano es un perro, abuelo —le recordó Torka.
El joven se sentía profundamente turbado. El anciano tenía un aspecto muy frágil,
desnudo y rígido a la intemperie, con sus brazos nervudos cruzados sobre el pecho
esquelético. Torka recordó las numerosas veces que Egatsop le había señalado las

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debilidades de Umak. La voz de la mujer parecía imponerse con su susurro
desdeñoso al creciente viento matutino. "Umak es viejo. Umak ha perdido sus
poderes. Umak ya no es el mismo de antes. Umak ya no es un espíritu jefe. Umak ni
siquiera es ya dueño de su propia mente. Umak es un estorbo para el Pueblo".
Pero ahora el Pueblo ya no existía. Torka estaba solo en el mundo con Umak y
Lonit. Los dos habían trabajado con denuedo para salvar su vida; pero ahora que él
estaba sano y fuerte de nuevo, conocía la verdad, por mucho que Umak pudiera
empeñarse en negarla. Las vidas de ambos dependían de Torka. La muchacha era
demasiado joven, y en cuanto a Umak, Torka no se había dado cuenta hasta aquel
momento de lo viejo que realmente era. Tal vez Egatsop tuviera razón en lo que decía
de él. Quizá su sabiduría, al igual que la resistencia de su cuerpo, fuera cosa del
pasado. Su extraño afecto por el perro parecía confirmarlo.
—Abuelo —el tono de Torka era amable—, ya es hora de olvidar al perro. Torka
no pretendía echarle, pero ahora que se ha marchado, considera que es lo más
conveniente. Jamás hasta ahora caminaron juntos perros y hombres. Jamás hasta
ahora compartieron sus presas ni sus campamentos. Si el perro vuelve, nos seguirá a
la cacería. Ahuyentará la caza.
Umak se estremeció, irritado por la inconfundible condescendencia que se
traslucía en la voz de su nieto.
—¿Lo mismo que ahuyentó al cóndor que se abalanzaba sobre Lonit para hacerle
caer en la lanza de Torka? —inquirió.
Lonit sintió que le ardía la cara. La tensión entre los dos cazadores parecía cortar
hasta el aire que respiraba. Se arrodilló y empezó a recoger sus útiles desperdigados.
¡Si Torka hubiera visto cómo había luchado el perro junto a Umak contra las zorras!
¡Si hubiera visto al animal echado a los pies del cazador! ¡Si hubiera visto al animal
coger comida de la mano de un hombre! Si ella no fuera sólo una hembra, limitada a
comunicar sus pensamientos a las personas de su propio género, le hubiera hablado a
Torka de aquellas cosas; entonces él habría sabido que Umak era un espíritu jefe
grande y poderoso, y que el perro salvaje existía gracias a sus encantamientos.
—¡Torka no necesita que ningún perro le ayude a cobrar sus presas! —repuso el
joven, irritado por el frío sarcasmo de Umak.
—¡Bah! —replicó Umak—. Ya veremos. Vamos a preparamos para la cacería.
Nos pondremos nuestras capas de acecho. Este viejo tiene frío. Este viejo matará
caribúes. Este viejo comprobará lo que Torka recuerda de todo lo que Umak le
enseñó.
Mataron dos ejemplares. Cuando la segunda hembra se desplomó retorciéndose
en las convulsiones de la agonía, con dos lanzas en la panza, el rebaño corrió a la
desbandada delante de ellos, como un río hormigueante de crías bramantes y hembras
con cornamenta que resoplaban, un río que se extendía de horizonte a horizonte

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frente a los cazadores, tan lejos como su vista podía alcanzar.
—¡Ningún perro podría ahuyentar a tanta caza! —dijo Umak.
Torka no hizo ningún comentario. No quiso admitir que el anciano tenía razón.
No obstante, se sentía mejor, ahora que su sangre se había activado con la caza, y
estaba contento, además, de que Umak le hubiera aventajado. A pesar de su pierna
rígida, el viejo había actuado como si fuera él y no Torka un hombre en la flor de la
vida. Torka no le había ayudado a cobrar sus presas. El viejo lo había hecho todo, y lo
sabía. De las cinco lanzas arrojadas, todas ellas dieron en el blanco; sólo una de las
armas pertenecía a Torka.
En los ojos de Umak había cierta expresión de reserva y en su rostro se dibujaba
una sonrisa de superioridad contenida a duras penas mientras recuperaba sus armas y
aguardaba a que Torka cogiese la suya.
Sus ojos se encontraron y ambos se sostuvieron la mirada. Tal como les ocurría
con frecuencia, sus espíritus parecieron fundirse. Cada uno de ellos conocía los
pensamientos del otro.
"Este anciano aún no es tan viejo como para no aventajar a su nieto en la cacería".
Torka asintió con la cabeza, mortificado. "Este hombre ha juzgado mal a alguien
que todavía es capaz de abatir a un gran oso blanco, si se lo propone".
La sonrisa de Umak se ensanchó, mostrando unos dientes fuertes, desgastados por
el tiempo. Arrodillándose, se quitó uno de sus guantes y metió la mano desnuda en la
herida que la lanza de Torka había infligido a la hembra que ahora yacía muerta.
—Es una herida mortal de necesidad —concedió.
Torka sonrió, consciente de que las palabras de su abuelo habían sido
pronunciadas con el propósito de suavizar la tensión provocada por su anterior
conflicto. Se arrodilló al lado del anciano, se quitó un guante e introdujo la mano en
la herida abierta por la lanza de Umak.
—Torka y Umak forman un buen equipo —dijo—. ¡Juntos hemos matado a esta
hembra dos veces!
Aquel día no cazaron más. Para expresar su gratitud a los espíritus de los
ejemplares muertos, entonaron la canción apropiada para la ocasión, según la práctica
de generaciones enteras de cazadores. Trataron de no pensar en aquellos con los que
jamás volverían a cazar, pero que, sin embargo, estaban allí con ellos, vigilándoles
desde el cielo.
Pero los muertos no comen, y tanto Umak como Torka tenían un hambre voraz.
Extrajeron los ojos de los caribúes y chuparon sus jugos negros de sabor agridulce.
Perforaron el estómago de sus víctimas, les arrancaron el corazón y lo devoraron,
convirtiendo la comida en ceremonia al notar que los espíritus de vida de los caribúes
les llenaban de calor, energía y optimismo. Se sonrieron mutuamente. Había pasado
demasiado tiempo desde la última vez que compartieron la carne y la sangre de

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caribú; su carne era la mejor de cuantas habían probado a lo largo de su existencia.
Las hembras que habían abatido eran relativamente pequeñas, de cuartos tiernos,
sin crías que pudieran morir de hambre al carecer de leche. Los cazadores las
cargaron a hombros con facilidad y con paso lento emprendieron el regreso al
campamento donde Lonit les esperaba.
La muchacha les brindó el tradicional saludo femenino, que ellos, como varones,
fingieron ignorar. Ellos descargaron sus presas a los pies de Lonit, a continuación se
quitaron sus mantos de ojeo provistos de cornamentas y se pusieron en cuclillas junto
a la hoguera encendida por ella protegiéndola del viento con piedras y trozos de
musgo. Acto seguido, la joven dio comienzo a la obligada letanía de alabanza. La
costumbre establecía que el hombre no se diera por enterado, pero aunque se
mantuvieron en silencio, sus rostros demostraban su sorpresa. La cadencia de la
canción de alabanza de Lonit era perfecta. Su voz era extraordinariamente agradable
y suave, parecía calmar el frío, apaciguar el viento omnipresente. Los pasos laterales
de una breve danza, ejecutados lentamente, con sencillez ritual, introdujeron a la
muchacha en una secuencia de caza llena de elegancia. Cuando se paró frente a ellos,
Umak lanzó una exclamación en señal de aprobación, y aunque Torka no hizo ningún
comentario, Lonit estaba radiante de alegría, no sólo porque se sentía contenta por la
caza, sino porque su canción de alabanza había sido aceptada por sus hombres.
Sus hombres. El concepto la embargaba de felicidad. Se dispuso a trabajar; lo
primero que hizo fue arrastrar a los caribúes lejos de la choza, por temor a que los
depredadores se sintiesen atraídos por el olor de la comida y cayesen sobre los
humanos confundiéndolos con animales. Con su afilado cuchillo de cortar la carne
abrió los vientres de los caribúes; cortó trozos de carne ensangrentados y los acercó a
los cazadores, llevando los hígados y los riñones en sus manos. Todavía calientes,
humeaban en el aire helado, y el olor de las entrañas dulces y oscuras era
embriagador. Ante su asombro, si bien Torka cogió su ración y empezó a comer,
Umak, magnánimo, compartió parte de sus tesoros con ella, cortando pedazos de lo
que por derecho le pertenecía al tiempo que insistía en que la muchacha los
consumiera allí mismo, enseguida. Así lo hizo, y se sintió más encantada todavía
cuando llevó las largas madejas de intestinos a los cazadores. Umak también los
compartió con ella, dándole generosas porciones rellenas de una deliciosa masa
parecida a un pudín, compuesta de líquenes de gran valor nutritivo y de diversas
clases de musgos, todo ello suavizado por el sabor ácido de los jugos digestivos.
Desde su niñez, cuando su madre compartía con ella aquel tipo de manjares, Lonit no
había vuelto a probar de las partes más preciadas de una pieza de caza mayor. Su
alimentación había consistido en sobras, fragmentos de huesos de tuétano con las
mejores partes ya chupadas por otros, restos de carne demasiado duros para ser
comidos por cualquiera a excepción de los más miserables, y también había

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consumido "comida de mujer" que ella misma se había agenciado: aves, roedores y
pescado, gusanos algunas veces. Todos estos alimentos se consideraban inadecuados
para los varones, salvo durante la época de la gran oscuridad, cuando salía la luna del
hambre y el Pueblo comía sin lamentarse todo lo que podía encontrar.
Una vez saciada su hambre, Torka y Umak se levantaron y terminaron de desollar
los caribúes mientras la muchacha permanecía en pie a su lado, admirada por la
habilidad con que lo hacían. La tarea de desollar la caza mayor era incumbencia de
los hombres; ninguna mujer osaría tan siquiera pensar en ello, por temor a ofender al
espíritu del animal muerto. En cualquier caso, Lonit no podía evitar apartarse de allí,
mientras observaba con manifiesta curiosidad los movimientos rápidos y seguros de
las manos de los cazadores que, armados con hojas de pedernal de evidente
perfección, levantaban las pieles y las arrancaban de la carne que había debajo.
Apenas terminaron la faena, los hombres regresaron junto a la hoguera y se
sentaron. Todavía picaron un poco de los restos de hígado, riñones e intestinos. Al
poco rato estaban adormilados.
Ahora le tocaba a Lonit prepararse para llevar a cabo el despiece. Para empezar
extendió las pieles, con la parte del pelo hacia abajo, y las sujetó con piedras. Puso
buen cuidado en no estirarlas. Las pieles estiradas cuando todavía estaban húmedas se
endurecían enseguida y no había forma de trabajarlas. La muchacha contempló la
extensión de pieles ensangrentadas, precipitadamente arrancadas en algunos puntos.
El viento seco y helado ya había hecho que aparecieran costras en varios sitios. Al día
siguiente las rasparía mejor. Tendrían que pasar bastantes días antes de que estuvieran
preparadas para seguir trabajándolas. Cuando le pareciese que estaban lo
suficientemente secas, dormiría en ellas, con la parte de la carne contra su cuerpo. El
calor de su propia piel las impregnaría de aceites curativos que sólo podían obtenerse
mediante un contacto prolongado con la piel humana. Al día siguiente volvería a
rasparlas y las estiraría en el v