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La

caza es el alma de esta historia. La caza como referencia permanente y


eje de la existencia de clanes, tribus, grupos y familias de homo sapiens de
hace varias decenas de miles de años, allá por el paleolítico, cuando la
naturaleza gobernaba a su antojo la tierra, y el cielo y el viento eran la
morada de los espíritus. Los personajes que integran este paisaje viven en
permanente relación con la presencia real de un mamut de extraordinaria
corpulencia y ferocidad. El temido animal será el responsable de su
constante peregrinar por la tundra. En este escenario, Torka y Lonit viven una
singular historia de amor, síntesis de los condicionantes culturales de la
época y de las constantes intemporales en la relación hombre-mujer.

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William Sarabande

Más allá del Mar de Hielo


ePUB v1.0
Ptmas 04.05.12

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Titulo original: Beyond the Sea of Ice
Edición original: Bantan Books

© por la traducción: Consuelo Reyes


© 2004, RBA Coleccionables, S. A., para esta edición

Dieño de la cubierta: Jaime Fernández


Traducción cedida por Maeva Ediciones

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Para Lyle

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LOS PERSONAJES
TRIBU DE TORKA
Torka: Cazador de 30 años, de la Edad del Hielo Paleoíndica, en el nordeste de
Asia.
*Umak: Abuelo de Torka, anciano de 45 años de edad.
Egatsop: Esposa de Torka, de 18 años de edad.
Kipu: Hijo de Torka y Egatsop, de 5 años de edad.
*Lonit: Mujer de Torka, de 12 años de edad y en el umbral de la pubertad.

TRIBU DE GALEENA
Galeena: Cazador que habita más al este que la tribu de Torka.
Ai: Esposa favorita de Galeena.
*Iana: Esposa de Manaak.
Ninip: Muchacho.
*Naknaktup: Matrona.
Oklanoo: Matrona.
*Lonit: Mujer de Torka, de 12 años de edad y en el umbral de la pubertad.

TRIBU DE SUPNAH
Supnah: Cazador-espoleador de mamuts.
*Karana: Hijo de Supnah.
Navahk: Hombre-brujo, hermano de Supnah.

*Se fueron de la caverna de la cornisa en unión de Torka.

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LOS PROTAGONISTAS
TORKA:Intrépido, inteligente, apasionado, un cazador de gran habilidad y
astucia. Con el corazón destrozado tras la pérdida de su familia, aniquilada por un
mamut, el Destructor, tiene el suficiente coraje para capitanear a un reducido grupo
de supervivientes del Pueblo, a través de las ignotas e inhóspitas estepas orientales,
hacia donde cree les espera una nueva vida para él y para su clan.

LONIT:Una extraña joven de ojos redondos, que ha amado a Torka toda su vida.
Es tan sólo una muchacha cuando inicia su decisivo viaje con Torka, pero en el curso
de sus desplazamientos florece en una plena feminidad. Confía en que el dolor de
Torka se convierta pronto en deseo y el deseo en ese amor por el que ella suspira
desesperadamente.

UMAK:Abuelo de Torka, es un "espíritu-jefe", una especie de patriarcal


hechicero. Condenado a morir por imperativos demográficos, su vida vuelve a tener
sentido al hilo de la odisea por la supervivencia y llega al convencimiento
esperanzador de que a los viejos destinos de su Pueblo se les abría un nuevo
horizonte de posibilidades en aquel exigente nuevo mundo.

KARANA:Un jovencito que ha sido abandonado por su propia gente, también por
imperativos demográficos. Vive —sobrevive— como un animal acorralado en la
montaña, a salvo de los peligros de la tundra, hasta que llegan Torka y su reducido
clan. Se adapta de tal forma a la nueva situación que Torka le adopta como hijo.

GALEENA:Doblemente "primitivo", es el jefe de una banda diezmada por el


mismo gigantesco mamut que aniquiló a la familia de Torka. Remoto antepasado de
los caudillos y señores de horca y cuchillo de épocas posteriores más "civilizadas",
compite astuta y ferozmente con Torka por el liderazgo de las dos bandas en una
enconada batalla psicológica que se resuelve con sangre.

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GLOSARIO ANIMAL
Mamut lanudo.-Intrépido, inteligente, apasionado, un cazador de gran habilidad y
astucia. Con el corazón destrozado tras la pérdida de su familia, aniquilada por un
mamut, el Destructor, tiene el suficiente coraje para capitanear a un reducido grupo
de supervivientes del Pueblo, a través de las ignotas e inhóspitas estepas orientales,
hacia donde cree les espera una nueva vida para él y para su clan.

León dientes de sable.-Casi tan grande como el actual león africano, este felino se
apoyaba sobre sólidas patas, más largas las delanteras que las traseras. El
sobrenombre le viene de que sus colmillos superiores se prolongaban en forma de
sables con los bordes dentados, lo que les permitía "apuñalar" a sus víctimas.

Perdiz nival.-Llamada también perdiz blanca, por el color de su plumaje invernal,


era una gallinácea de pequeño tamaño, algo más grande que la codorniz de nuestros
días.

Oso caricorto.-Un tercio más grande que los osos actuales, era un mamífero
principalmente carnívoro.

Teratorni-Una especie de cóndor con una envergadura de alas de hasta 3,5


metros.

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PARTE 1
EL ESPÍRITU AGAZAPADO

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CAPÍTULO 1
lgo avanzaba en mitad de la noche. Algo enorme, silencioso y terrible.
El cazador se paró en seco y prestó oídos, puesto sobre aviso por una
alarma interior que provocó una descarga de adrenalina en sus venas,
mientras todos sus sentidos le advertían de un inminente peligro.
Era un hombre joven, enflaquecido por los rigores del invierno, apuesto a pesar
de que su cuerpo aparecía en tensión, cubierto como estaba por una abigarrada
indumentaria de cuero y pieles de pelo largo. Sus poderosos miembros, ágiles y
flexibles como los de un animal corredor, le permitían mantener el equilibrio
adecuado para zafarse del peligro.
Lo había notado rondándole durante horas, tan implacable como la muerte. Por
dos veces había retrocedido para buscar huellas, pero la ventisca truncó sus esfuerzos
y no pudo ver nada, salvo la inmensidad de la tundra azotada por el viento, cubierta
por la nieve y perpetuamente helada, además de la infinita oscuridad de la noche
invernal del Ártico. Cuando el viento levantó espirales de nieve seca que danzaban
estremecidas bajo las relucientes manchas azules de las luces septentrionales, había
divisado una cima que se elevaba en la cara inmensa y lisa de la tundra, semejante a
la nariz rota de un gigante que yaciera allí muerto, boca arriba.
El cazador se había dirigido a paso ligero, casi corriendo, hacia aquel distante y
poco visible refugio, seguro de que Alinak y Nap le seguirían. Durante los últimos
días, tanto el uno como el otro habían dejado que fuera él quien les guiase. Esto no le
había sorprendido, porque él era Torka y la sangre de muchas generaciones de Jefes
espirituales corría por sus venas. Todos sabían que su instinto de cazador jamás le
fallaba. Alinak y Nap se habrían dado cuenta de que él buscaba refugio en lo alto de
la cima, lo que les proporcionaría al menos cierta ventaja sobre cualquiera que fuese
el peligro que les acechaba.
El cazador miró, ahora, hacia atrás, al horizonte velado por densas nubes de
ventisca. A través de ellas pudo distinguir a sus compañeros, dos figuras que surgían
de la niebla helada y ascendían por las estribaciones del montículo en dirección a él.
Encorvados para defenderse mejor del viento, apoyándose en sus lanzas para
mantener el equilibrio, se cubrían con pieles de astados. Las capuchas que protegían
sus cabezas aparecían rematadas por sendas cornamentas. Mitad humanos, mitad
animales, Alinak y Nap tenían el aspecto de apariciones cornudas arrancadas de una
pesadilla.
Mas no se trataba de un mal sueño. Aquello era la Edad del Hielo, y tendrían que
transcurrir por lo menos cuarenta mil años antes de que cazadores de otra época
bautizasen a aquella tierra con el nombre de Siberia. Para entonces habría allí
bosques y nuevas razas de hombres y de animales. Ahora sólo había un oscuro e

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inhóspito paisaje, a través del cual gemía el viento y los aullidos de los grandes lobos
retumbaban como el fúnebre lamento de mujeres presagiando su muerte.
Más hacia el este, sobre los picos cubiertos de hielo de la cordillera que rodeaba
la superficie desnuda y lisa de la tundra, los primeros resplandores del alba
empezaban a dorar el cielo. Era sólo una tenue franja de luz que aún tardaría bastante
en ser llamada mañana, en proyectar sombras malvas y grises sobre una tierra que no
había visto la luz del sol durante meses. El período de la larga oscuridad estaba a
punto de concluir. La época de la luz volvía después del invierno más prolongado y
riguroso que Torka había conocido jamás.
Sus dos compañeros, tocados con capuchas de astados, estaban ya a su lado. Al
igual que Torka, se protegían de las inclemencias del tiempo con diversas prendas
superpuestas. Su ropa interior estaba confeccionada con la suave piel de crías de
caribú. Pantalones de piel de perro salvaje protegían sus piernas de la frígida
dentellada del viento ártico. Debajo de estos pantalones usaban polainas de ante,
mascado por sus mujeres hasta darle una consistencia de terciopelo; encima de los
pantalones llevaban polainas de cuero de bisonte, sujetas sobre unas botas hasta la
rodilla de pelo largo y con triple suela para formar una barrera contra el frío. Los dos
hombres vestían túnicas de cuero de caribú y, encima de éstas, con el pelo hacia
dentro, un abrigo hecho con la piel del mismo animal, variedad del reno salvaje.
No había pieles que abrigaran tanto como la de los caribúes abatidos en invierno.
Aunque el caribú tenía el pelo relativamente corto en comparación con el espeso
pelaje del buey almizclero o con el bisonte gigante de paletillas lanudas, cada mecha
de pelo de caribú era un cilindro aislante, lleno de aire, que conservaba el calor
interno de un hombre y mantenía fuera el frío mortal del Ártico. Envuelto en esta
clase de prenda, un cazador podía permanecer indefinidamente en la tundra azotada
por el viento sin sentir el frío. De todos modos, aunque aquellos hombres estuvieran
abrigados, hacía tres días que salieron del campamento invernal de su gente. El calor
de sus ropas no les protegía de la fatiga ni del hambre. Tampoco de los errores.
Se mantenían juntos, con la luz del alba sobre sus cabezas; a Torka se le secó la
boca de inquietud al mirar las cornamentas que remataban los mantos de sus
compañeros. Era un sacrilegio ponerse el manto de acechar antes de avistar la caza.
Su propio manto estaba todavía atado con correas a su mochila en un rollo muy
apretado, con la cornamenta vertical a modo de alas esqueléticas extendiéndose a su
espalda.
De repente, un profundo bramido rasgó la mañana azotada por el viento. Torka
permaneció inmóvil, su rostro no experimentó la menor alteración, pero de nuevo sus
sentidos le advirtieron de un peligro inminente. Se volvió, imitado por los dos
hombres que tenía detrás. Aguzaron el oído y escudriñaron la lejanía mientras
trataban de averiguar de qué dirección había provenido el sonido. En las lejanas

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montañas agobiadas por glaciares, los grandes lobos guardaban silencio. Torka se
preguntó si también ellos se habrían dado cuenta de que lo que habían oído era algo
más que el acostumbrado retumbar de una avalancha al desplomarse desde los
elevados flancos frontales de los numerosos glaciares próximos a la llanura de la
tundra.
Aquello había sido el sonido de algo vivo, algo que pasaba por debajo y bastante
más allá de la cima donde se encontraban de pie los cazadores. Era algo que la
ventisca y la distancia hacían invisible, pero era tan enorme que su paso produjo
vibraciones en las capas de hielo e hizo que la tierra temblara. Su olor les alcanzó y lo
aspiraron para tratar de definirlo, ya que sólo ellos, cazadores expertos, podían ser
capaces de reconocer el olor de la vida en medio del pavoroso frío del viento del
Ártico que abrasaba los pulmones. Su desarrollado olfato les permitió inferir que se
trataba de un hálito tibio, de olor a carne viviente. El viento lo llevó hasta ellos,
jugueteó con él, luego se lo volvió a llevar antes de que pudieran darle nombre.
Transcurrieron los minutos, largos, intensos. Los cazadores aguardaban, pero el
sonido no se repitió. A Nap y Alinak se les hizo la boca agua. Tenían el estómago
vacío y el hambre les hacía sufrir. A diferencia de Torka, no percibían amenaza
alguna en el viento, ningún peligro en el amanecer. La fatiga había embotado sus
instintos. En su mente sólo tenían cabida visiones relacionadas con lo que con tanta
desesperación anhelaban ver: el caribú. Ansiaban ver vastos rebaños migratorios de
hembras y de machos jóvenes, con los adultos siguiéndoles por separado,
esparciéndose a todo correr por la tundra desde las distantes montañas en dirección a
los lejanos territorios del este donde parían las hembras.
Los rebaños no aparecían. La pálida luna salió y se situó sobre el campamento de
invierno que su tribu había instalado contra las violentas tormentas de la época de la
larga oscuridad. Era una tribu reducida. Formado por menos de cuarenta personas, el
grupo había trabajado hombro con hombro para cavar pozos que les sirvieran de
vivienda en la helada tundra, para levantar tejados en forma de cúpula con pieles de
bisonte sobre armazones de costillas de mamut. Con provisiones de reserva para
hacer frente a los largos y oscuros meses venideros, se instalaron allí para esperar el
retorno de la estación de la luz.
Como siempre, habían acampado a lo largo de una ruta conocida de migración de
caribúes, seguros de que antes de que pudieran llegar a pasar hambre volverían los
rebaños para alimentarles. Los caribúes, sin embargo, no habían regresado. El
invierno había sido el más riguroso de cuantos recordaban los miembros más
ancianos de la tribu. Tras un corto deshielo, el frío apareció de nuevo y las tormentas
se cebaron contra ellos desde el norte, con la furia de lobos voraces. A pesar del
clima, los cazadores habían salido todos los días en busca de presas, sólo para
regresar con las manos vacías. Sus provisiones no tardaron en agotarse. Las mujeres

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fijaban su mirada atónita en las trampas vacías, mientras la leche se secaba en sus
pechos y sus pequeños lloraban sin cesar. Barreras hechas con huesos de las patas de
antílopes de la estepa, levantadas por los niños al comienzo de la estación, no
sirvieron como otras veces para confundir y atrapar más aves de vuelo bajo, como la
perdiz nival de blanco plumaje invernal. Teenak, la mujer más joven del jefe, para
impetrar la gracia de los espíritus a fin de que los caribúes regresasen, les ofreció en
sacrificio a su hijo recién nacido, completamente desnudo. Compasivos, los espíritus
del cielo se habían llevado el doliente cuerpecito de la criatura, junto con su alma. El
pequeño se alimentaría en lo alto de las nubes, hasta que Teenak pudiera volver a
alumbrarlo en tiempos mejores. Otras dos mujeres siguieron su ejemplo, pero aun así
los caribúes no habían regresado.
Esta dramática situación había sido la causa de que los cazadores fueran enviados
en busca de los rebaños. Hacía ahora tres días que éstos abandonaron el campamento,
desplegándose en un desesperado afán por encontrar cualquier tipo de caza. Cada uno
de ellos deseaba ser el primero en avistar los rebaños tan largo tiempo esperados y de
los cuales dependía la tribu para todas aquellas cosas que eran imprescindibles para
su existencia. No había carne más sabrosa, pieles más cálidas o más aprovechables, ni
cornamentas o huesos más manejables. No había tendones más fuertes o más
elásticos, ninguna grasa ardía más tiempo en la concavidad ovalada de las piedras que
servían de lámparas. El caribú era el puntal en torno al cual giraba la vida entera de
los nómadas de la tundra ártica. Sin el caribú, no habrían podido sobrevivir.
Alinak y Nap, mientras aumentaba la luz de la mañana enseñoreada por la nieve,
miraron detenidamente en derredor. Los dos se preguntaban cuál habría sido la causa
de que Torka se hubiera parado de golpe. No cabía duda de que algo se movía en
medio de la niebla. ¡Tenía que ser el caribú! Cuando Torka había echado a correr
hacia la cima, el optimismo hizo que ambos se sintieran convencidos de que, por lo
menos, había divisado los rebaños. Entonces habían seguido adelante, envolviéndose
en sus mantos de acecho para no perder un segundo, seguros de que Torka les
conducía a la cima con el fin de dominar mejor el paso de sus futuras presas.
La mano enguantada de Nap asió con fuerza el asta de hueso de su lanza. Sobre
sus anchos pómulos, sus ojos relampaguearon de placer anticipado. Se imaginaba de
vuelta a casa, encorvado bajo una carga de carne recién cobrada, con el estómago
lleno por primera vez desde hacía meses. El hombre sentía que su sangre se
alborotaba.
Alinak compartía la visión de su hermano. Casi percibía el olor acre, húmedo, del
estiércol de caribú, cuyas bolas resbaladizas sentía entre sus guantes mientras se veía
frotando con ellas sus ropas para adquirir el olor de su presa, con el fin de
introducirse en las filas del rebaño y abatir así con mayor facilidad a los caribúes en
tanto Torka y Nap cazaban cerca de él.

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Los hermanos se miraron y asintieron con la cabeza, comunicándose, sin hablar,
sus pensamientos. La habilidad de un cazador del Ártico para entenderse sin sonido
constituía un sexto sentido, como ocurría con todos los depredadores cuya
supervivencia dependía de su habilidad para cazar en grupo o en manada. Hablar
suponía alertar a la presa de su presencia; romper la concentración de los demás
cuando comenzaba el acecho era impensable.
Fue el hambre, combinada con la fatiga, lo que puso la palabra en la lengua de
Nap. No se dio cuenta de que había hablado hasta que el soplido del viento devolvió
la voz a su rostro y le abofeteó con ella.
—Caribú…
La enormidad de su transgresión se le vino encima de golpe. Sofocó un jadeo de
alarma, como si quisiera borrar lo dicho, pero era demasiado tarde. La palabra
danzaba en total libertad de un lado para otro, zarandeada por el viento.
Estupefactos, Torka y Alinak guardaron silencio. Nap acababa de romper uno de
los tabúes más antiguos del Ártico. Todos sabían que nombrar una cosa era darle el
espíritu de la vida. Y los espíritus de la vida tenían sus propias reglas del juego. Si
eran convocados sin el adecuado ceremonial o cánticos de respetuosa alabanza
podían considerarse ultrajados y buscar la forma de castigar a quienes les habían
ofendido. En el caso de la cacería, tal vez no acudiesen para nada, castigando a los
transgresores por medio del hambre. O también podrían transformarse en espíritus
burlones, mitad de carne y hueso, mitad fantasmas… con garras y colmillos,
invisibles y malignos… lo bastante grandes como para atrapar hombres y
devorarlos… lentamente.
Nap se sintió enfermo. Podía ver el furor en la ancha cara de Alinak, sombreada
por su capucha con cornamenta. La de Torka estaba hecha con el pellejo de un lobo
grande, con la cola del animal cosida en ambos extremos para formar un collarín
circular dentro del cual su cara era poco más que un pozo de oscuridad a la tenue luz
de la mañana; pero Nap no necesitaba ver sus facciones enérgicas y regulares para
saber que las oscuras cejas de Torka se extendían en una horizontal negra sobre sus
expresivos ojos. Imaginó la bien formada boca de Torka abriéndose y mostrando los
blancos dientes al exhalar un bufido que era mil veces peor que una reprimenda.
Torka no necesitaba decirle a Nap que lo que éste acababa de hacer era
imperdonable. Su falta podía costarles la vida a los tres. Además, aunque se les
brindase la posibilidad de regresar sanos y salvos al campamento de invierno de su
tribu, la reputación de Nap como cazador quedaría arruinada para siempre. Sin
embargo, Torka, tras un primer arranque de cólera reprimida, no podía condenar a
Nap por el error cometido. Los tres estaban exhaustos, hambrientos y peligrosamente
cerca de la inanición y del agotamiento total. Se decía que este estado alimentaba la
luz de la imaginación. También se decía que el hambre provocaba el descuido de los

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hombres. En consecuencia, a cualquiera de ellos se le podía haber escapado la palabra
ansiada y de este modo, sin darse cuenta, romper el antiguo tabú. Pero si Nap había
desatado la presencia de algún espíritu burlón, indudablemente se trataba de una
entidad que nada tenía que ver con la que Torka notaba al acecho. Aquel fantasma les
había estado siguiendo durante horas, y fuera quien fuese, Torka estaba ahora más
seguro que nunca de que no era ningún rebaño de caribúes.
Los tres cazadores permanecieron inmóviles. Los tres veían espectros, la
sensación de peligro casi les hacía escucharlos, e imaginaban ver a la muerte
acechándoles entre la niebla y el azote del viento.
Torka, erguido, sujetaba con una mano su cuchillo de caza y con la otra blandía su
afilada lanza. Notaba el sabor a bilis en el fondo de la garganta al recordar las
palabras del viejo Umak, el abuelo que, muertos sus padres, le había criado y
enseñado a cazar: "Hay una luz que se enciende detrás de los ojos de un hombre
cuando la muerte está próxima, al acecho, esperando que el cazador cometa el error
definitivo. Sólo enfrentándose a la muerte podrá su espíritu vencerla".
Torka percibía ahora aquella luz. Quemaba las profundidades de sus ojos y
transformaba su visión. Hacía que el mundo ardiera, que brillase, tan blanco y
deslumbrante como el gran oso blanco del norte, y entonces pensó: "Lo que anda
merodeando por ahí, sea lo que sea, tiene ahora el viento a su favor. Nos olfateará, y
si es un oso, el hambre lo habrá enloquecido después de haber vivido varios meses de
su propia grasa. Vendrá por nosotros, aunque estemos aquí arriba. Vendrá."
La inquietud recorrió su sangre, calentándola. A pesar del frío, se dio cuenta del
acre olor que exhalaba su cuerpo a causa de la tensión. Deseaba que su abuelo
estuviera con él en aquellos momentos. Alinak y Nap eran cazadores de primera, pero
cuando el viejo Umak estaba junto a él, Torka siempre creyó poseer el valor y la
destreza de dos hombres. Pero Umak se había lastimado una pierna al abatir un
antílope de la estepa, en los comienzos de la estación. Ahora convalecía en la choza
subterránea de Torka, en el campamento de invierno, en compañía de Egatsop, la
mujer de Torka, la criatura que ésta acababa de dar a luz y su otro hijo, Kipu, de cinco
años.
Kipu estaba cada día más pálido y débil. Y mientras tanto, su padre, Torka, el
valiente cazador, estaba allí con la boca seca, asustado por una presa invisible cuya
carne alimentaría a su hijo y salvaría a su gente de la inanición. Frunció el ceño,
sintiéndose asqueado de sí mismo. Se preguntó qué clase de hombre era y por qué
permanecía quieto y en silencio, cuando debería estar entonando los cánticos que
atraerían a la presa desconocida hacia él.
Pero, ¿qué ocurriría si se trataba de un espíritu burlón? O peor todavía… ¿si era
un oso? Recordaba lo que el gran oso blanco podía hacer. Cuando Torka era todavía
un niño vio a su padre zarandeado y desgarrado por aquellas garras enormes. Le vio

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morir mientras otros muchos resultaban heridos, hasta que, por fin, el enorme
merodeador caricorto de los bosques pudo ser ahuyentado. Más tarde le encontraron
muerto a consecuencia de las heridas sufridas en el campamento. Los miembros
supervivientes de la tribu se lo comieron, mas el oso había destrozado diez lanzas y
arrebatado la vida a tres cazadores y una mujer, la madre de Torka, llevándoselos con
él al mundo de los espíritus.
Aquel recuerdo le encolerizó hasta el punto de tomar la resolución de apartar de sí
el miedo. Umak se había enfrentado a aquel oso. El valor de Umak le permitió asestar
el lanzazo mortal. Ni siquiera el gran oso blanco había sido tan intrépido como
Umak. "Y yo soy Torka", se dijo. "Soy el hijo del hijo de Umak. Puedo ser intrépido.
También yo tengo un hambre voraz, después de vivir varios meses de mi propia
reserva de grasa."
El viento había amainado algo, sólo soplaba a ráfagas, debilitada su potencia
mientras la mañana se enseñoreaba de la tundra y desterraba los terrores de la
oscuridad. Los ojos negros de Torka recorrieron el terreno cubierto de nieve, en busca
de un oso que no estaba allí. Nap y Alinak, en lontananza, fijaban su mirada atenta
convencidos de que los espíritus burlones cobrarían forma y se arrojarían sobre ellos
para arrebatarles la vida. No obstante, para su infinito alivio, allí sólo estaba la
acostumbrada y solitaria tundra extendida a sus pies, con las montañas circundando el
lejano horizonte y, en éste, la joya helada de un pequeño lago de aguas poco
profundas, centelleante en los fríos colores de la mañana. El lago se encontraba en la
base de las estribaciones empinadas del extremo de una morrena formada sin duda
alguna por el reciente deshielo y posterior congelación. Un enorme terraplén de
piedras desperdigadas y restos de rocas aparecía al pie de un glaciar. Y atascado en un
extremo del lago, semejante a una costra negra sobre el hielo, había un cadáver cuyo
color era inconfundible. Rojo. Rojo oscuro, el color de la sangre manando de una
herida.
Los cazadores resoplaron al unísono, sin acabar de creérselo. Olvidaron los
temores y la cautela de la noche. El hambre controló por completo sus sentidos al
darse cuenta de que al fin habían encontrado suficiente comida para hartarse, y que
después todavía quedaría más que de sobra para llevar a su gente hambrienta.
Torka rió aliviado. Al parecer, sus instintos le habían fallado. Se había
comportado como un auténtico imbécil. Lo único que le había acechado durante la
noche fue la bestia de su propio temor. La luz encendida en lo más hondo de sus ojos
tan sólo había sido el reflejo de aquel miedo.
—¿Lo ves? —inquirió Alinak quedamente, como si no se atreviera a dar crédito a
sus ojos y temiese recibir una respuesta negativa.
—¡Lo veo! —afirmó Torka, y le dio nombre a lo que yacía delante de ellos, sin
duda muerto, recién congelado en el hielo, esperando que lo cogiesen—: ¡Es un

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mamut!
Nap se mostraba entre contrito y avergonzado, pero Torka se le acercó y le
propinó una amistosa palmada en la espalda, como diciéndole que todo iba a salir
bien. Nap había roto un tabú, pero daba la impresión de que los espíritus lo iban a
pasar por alto.

Dejaron atrás la cima, dirigiéndose al lago a paso ligero, gozosos por la luz
matinal, liberados de los terrores de la oscuridad. Bendecían al espíritu, quienquiera
que fuese, que engañó al mamut y lo precipitó al tremedal a la orilla del lago durante
el último deshielo; adivinaban que su propio peso le había cogido en una trampa y
que su muerte debió producirse por hambre o por las tormentas que siguieron al
deshielo y fueron la razón de que el lago se helara de nuevo.
Mientras corrían entonaban estrofas de gratitud a los espíritus. Aunque la carne
del mamut lanudo no era su favorita —tenía un sabor amargo, debido a las ramas de
picea que eran su forraje preferido—, los tres hombres hambrientos no pensaban
hacerle ascos. Tampoco sintieron curiosidad alguna acerca de los motivos que
pudieran haber impulsado al mamut a desplazarse tan lejos de su hábitat preferido, el
territorio de las colinas próximo a la base de las montañas. Sólo sabían que algo le
hizo cambiar de rumbo para que ellos pudieran encontrarlo. En su recorrido
pronunciaban conjuros destinados a apaciguar el alma de la enorme bestia, cuya carne
iba a servir ahora para salvar su vida y la de los suyos.
Estaban sin aliento cuando alcanzaron el lago y se detuvieron frente al cadáver
del mamut. Éste yacía sobre un costado, con dos patas totalmente sumergidas, y la
mayor parte de su gran cabeza empotrada en el hielo. Era una hembra descomunal y,
cosa rara, los depredadores no la habían tocado. Deberían haberse extrañado, pero no
lo hicieron. El hambre les había hecho abandonar toda cautela.
El frío había cedido un poco al aplacarse el viento, si bien a la sombra del saliente
de la morrena y del imponente muro del glaciar que se alzaba detrás, la temperatura
del aire era aún extraordinariamente baja. Las largas crines del mamut formaban dos
columnas retorcidas de hielo encima de la piel igualmente rígida. Los cazadores
tendrían que hacer acopio de toda su energía para llegar hasta la carne congelada, a
través de las crines y del pellejo. Sin embargo, las evidentes dificultades no les
preocuparon, ni tan siquiera se les ocurrió pensar en ello.
Sin vacilar saltaron encima del cuerpo del mamut hembra y empezaron a trabajar
con sus lanzas, afanándose por dejar al descubierto las crines. A continuación
empuñaron sus cuchillos, poniéndose a la tarea de cortar el pellejo. El cansancio no
tardaría en calmar su excitación, a medida que arrancaban trozos de carne helada y
chupaban la sangre, conscientes de que, a menos de que se produjera otro deshielo, la
carne del mamut se pondría tan dura como una roca. Necesitaban instrumentos más
adecuados que los que entonces tenían para cortar suficientes trozos que llevar a su

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gente. Irían, pues, al campamento de invierno y traerían lo que necesitaban.
Entretanto, uno de ellos se quedaría de guardia para ahuyentar a los depredadores.
Mientras permanecían en cuclillas sobre el cuerpo del mamut, tratando de decidir
quién debería quedarse y quiénes marcharse, una sombra cayó sobre ellos. En un
primer momento no le prestaron atención. Se encontraban precisamente a la sombra
de la morrena y lo que caía sobre ellos parecía ser tan sólo una prolongación de esa
sombra.
De pronto, Torka tuvo la sensación de ser vigilado. Alzó la cabeza y su mirada se
clavó en los ojos de la muerte.
Un mamut macho, con una alzada de unos cinco metros y medio hasta la cruz,
estaba allí, plantado sobre sus poderosos miembros, con media tonelada de marfil en
sus largos colmillos, encorvados hacia arriba y hacia afuera. Casi de la misma
longitud que la altura del animal, los colmillos tenían las puntas descoloridas, ya que,
devorador empedernido de forraje, las había utilizado para rascar y desgarrar la frágil
costra de la tundra tan profundamente como las hincaba en la carne de sus congéneres
en más de una lucha por la posesión de una hembra.
Torka se levantó. Aquello era lo que había oído caminar por la noche. Sus
instintos no le habían traicionado. Jamás hubiera imaginado que una criatura viviente
pudiese ser tan enorme o tan amenazadora. Era una aparición, un fantasma escapado
de las historias que los ancianos narraban en la oscuridad del invierno, al amor de la
lumbre, en la Casa del Hombre. Historias de monstruos para asustar a los
adolescentes, para enseñar el significado del peligro y explicar en toda su magnitud
las terribles consecuencias de romper un tabú. La bestia que contemplaba a Torka
desde lo alto de la morrena hacía que el gran oso blanco que éste guardaba en su
recuerdo pareciera tan escuchimizado como una famélica liebre del Ártico. A su lado,
el peor de los espíritus malignos resultaba menos temible que una perdiz nival
debilitada por el invierno, aleteando en una trampa.
Instintivamente, Torka supo que el mamut era el macho de la hembra atrapada en
el hielo, cuyo cuerpo trataban de descuartizar él y sus compañeros, cuya carne habían
comido para alimentarse. Era el macho quien había mantenido alejados a los
depredadores hasta que, por fin, se decidió a errar por las inmediaciones, sólo para
regresar junto a su compañera en pos de los cazadores.
La gran cabeza del mamut se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Alinak y
Nap le vieron entonces. Se encogieron boquiabiertos, sin atreverse a creer lo que
veían, mientras llegaban hasta ellos las vaharadas de su rítmica respiración. Luego, de
repente, se alzó sobre las patas traseras y azotó el aire. Su enorme trompa se levantó
en tanto su poderosa quijada se abría para lanzar furiosos bramidos.
Torka nunca habría podido decir con exactitud cuál fue el momento en que el
animal cargó sobre ellos. Sólo supo que súbitamente se les echaba encima, y que él,

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Alinak y Nap asieron las lanzas que habían puesto a un lado. De un salto bajaron de
la hembra, resbalando y tambaleándose a lo largo del terraplén del lago cubierto de
escarcha. Corrían enloquecidos en busca de salvación, pero no había adonde correr.
Torka oyó el alarido de Alinak, seguido de un estertor estrangulado. En las
mentes de sus compañeros se abrió paso el espectáculo de su espeluznante muerte,
pero ni Torka ni Nap se volvieron a mirar. Ya no podían ayudar a Alinak.
Corrían el uno junto al otro.
—Aléjate de mí, Torka —dijo Nap entre sollozos, dominado por el terror—. Es
mi espíritu maligno. Viene por mí. ¡Busca un sitio alto! ¡Corre hacia la cima! ¡Yo le
desviaré!
—¡Correremos juntos! —respondió Torka, aunque sabía que el consejo de Nap
era prudente. Si se separaban para correr, la bestia no podría atacar a los dos al mismo
tiempo. No obstante, si ambos corrían juntos y en zigzag hacia la cumbre, tal vez
podrían marearla y ponerse ambos a salvo. Aquel mamut era el animal más grande
que Torka había visto en su vida, pero de alguna manera sabía que era un mamut y no
un espíritu burlón. Y los mamuts no podían trepar.
Fue esta certidumbre lo que le dio fuerzas para apretar el paso, para avanzar a
grandes zancadas hacia la cima. Estaba convencido de que podrían salvarse, cuando,
de pronto, vio que Nap se daba la vuelta en dirección al lago, justo donde el mamut se
encontraba.
—¡No! —gritó Torka— ¡Corre conmigo! ¡Casi hemos llegado!
Pero Nap se detuvo. Permaneció plantado, mirando a través de la extensa tundra
al lugar desde donde el mamut trotaba hacia ellos, con lentitud ahora, pero ganando
terreno. Se había quedado quieto después de derribar a Alinak. Había arrastrado y
pisoteado su cadáver, convirtiéndolo en una masa sanguinolenta dentro de la pesada
funda de sus ropas. La sangre del cazador aparecía en su trompa, en sus colmillos, y
también en los dedos de sus colosales patas. Tenía la cabeza gacha y sus orejas
peludas se contraían como alas bajo las elevadas bóvedas gemelas de su cráneo. Miró
a Nap, luego inclinó otra vez la cabeza, bramó y aumentó su velocidad del trote al
galope, mientras avanzaba en línea recta hacia él.
Torka estaba paralizado.
—¡Corre, Nap! ¡Ahora! ¡Corre!
Por increíble que pareciera, Nap no corrió. Permaneció inmóvil frente a la carga
del mamut, sin blandir su lanza hasta el último momento. Es posible que entonces,
cuando olió el hedor del hálito de la bestia y la peste que exhalaba su cuerpo,
desapareciera la superstición y comprendiese que lo que se abalanzaba contra él no
era un espíritu maligno sino una criatura de carne y hueso, tan mortal como él mismo
lo era. En aquel instante lanzó un grito y se volvió para escapar. Era demasiado tarde.
El mamut le había asido con su trompa. Su arma cayó, enredándose inútilmente en el

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tupido y enmarañado pelaje rojo de la bestia. Fue arrojado al suelo y pisoteado, sus
órganos reventados le salieron por la boca, mientras cada hueso, cada fibra de su
cuerpo quedaban reducidos a una masa informe y gelatinosa.
Inmovilizado por el horror de lo que acababa de presenciar, Torka no reaccionaba.
Seguía clavado allí, ensordecido por los retumbantes bramidos del mamut que
celebraba su victoria sobre quienes habían profanado el cadáver de su compañera. Era
como si el sonido de sus berridos penetrase la piel del mundo. La tierra tembló. En el
interior de Torka, aquel sonido fue debilitándose para dejar paso a un furor
incontenible que, poco a poco, ascendió y prendió una hoguera en el fondo de sus
ojos.
El mamut le miraba fijamente. Sus ojos redondos estaban dilatados por el odio
que sentía hacia el hombre. Su enorme trompa se levantó. Su gigantesco cuerpo
osciló. El animal levantó una de sus descomunales patas y al dejarla caer de nuevo
para golpear el suelo una y otra vez, parecía como si el mundo entero temblase.
Pero Torka no tembló. El propio terror le situaba por encima del miedo. La furia
ponía sus nervios en tensión. Aguardaba, consciente de que ya no había escape
posible para él. La cima estaba demasiado lejos. La muerte demasiado cerca. La luz
que ardía en las profundidades de sus pupilas se tornó más brillante. Pensó en Umak
y recordó unas palabras del anciano: "El cazador debe de afrontar la luz. Sólo si se
enfrenta a la muerte podrá su espíritu superarla."
Torka se enfrentó a la muerte. Con su cuerpo en equilibrio y sus armas
preparadas, la esperaba. Y cuando, por fin, el mamut inició la carga, Torka no se
apartó. Por él contrario, dio un alarido y salió a su encuentro.

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CAPÍTULO 2
l grito del cazador rompió la quietud del mediodía ártico. Era un grito
vibrante como una lanza bien arrojada, elevándose en dirección al sol de tal
forma que voló a través de la tundra cubierta de nieve como si fuera una
perdiz nival que, asustada, batiese alas para escapar a toda prisa de los rigores del
invierno.
Pero allí, en aquel lugar, no lucía el sol. La mañana llegó y ya se había marchado,
y aquello era todo lo que quedaba del día. No existía cazador. No había lanza, ni un
ave de blanco plumaje invernal que emprendiese el vuelo por temor a la muerte. Sólo
había un hombre que gritaba en sueños bajo la techumbre de un refugio subterráneo,
bajo el frío espantoso y la machacona oscuridad del cielo invernal asiático.
—¡Mirad! ¡Ya vienen! ¡No nos moriremos de hambre!
El júbilo impulsó al viejo a incorporarse en su estrecho jergón como movido por
un resorte. En realidad sólo se trataba de un revoltijo de pieles de pelo largo muy
usadas, extendidas sobre trozos irregulares de intestinos impermeables de caribú.
Estos trozos, concienzudamente dispuestos, formaban, con el complemento de una
especie de alfombra de cuero alquitranado, el solado de la pequeña cabaña. La fría
humedad de la escarcha, en la cual había sido trazado el suelo, se había fundido
convirtiéndose en légamo debajo de la cubierta impermeable. A pesar de ello, la
humedad no llegaba a calar el camastro del viejo, ni tampoco la frígida oscuridad
hacia mella en su cuerpo moreno y esquelético, arrebujado en las pieles de dormir.
Desde la muerte de su mujer se había acostumbrado a acostarse completamente
vestido. Ahora sudaba de excitación dentro de su túnica con mangas, confeccionada
con piel de caribú, y de su chaleco de colas de zorro, meticulosamente cosidas en
sentido vertical.
—Sí... —pronunció la palabra con reverencia dictada por su propio anhelo. Los
caribúes estaban a punto de llegar. Saltaban fuera de su sueño para internarse en la
oscuridad de la pequeña choza en una oleada tan desbordante que no alcanzaba a ver
el principio ni el fin. ¡Caribúes! Ya era hora de que se decidieran a iniciar su
migración anual de primavera a los territorios donde parían sus hembras. No tardarían
en regresar los cazadores con comida para todos.
Los ojos del viejo, negros y saltones a la sombra de pesados párpados, se
entornaron mientras sacaba la lengua para lamer de sus labios secos y agrietados la
dulce grasa del caribú con tanta fuerza anhelada. Descansó sus manos, poderosas y
descarnadas, sobre las pieles de dormir, apretándolas después. Sí; podía oír el
estruendo producido por el rebaño al golpear la tierra con sus patas, acercándose cada
vez más. Era una creciente y atronadora reverberación de vida que avanzaba hacia el
pequeño valle donde su tribu había instalado su campamento de invierno. Sin duda

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alguna los caribúes procedían de los secretos cañones que les servían de refugio en
las profundidades de las montañas circundantes, donde se cobijaron de las
interminables tormentas de la estación de la larga oscuridad.
Sí; los caribúes estaban a punto de llegar. Y si no era así, ¿dónde estaban?
Repentinamente desorientado, el viejo ladeó la cabeza para escuchar,
esforzándose por retener el sueño que se le esfumaba, llevándose con él la visión del
caribú. El estrépito de las pezuñas de los animales se transformó en otra cosa, algo
mucho más profundo, amenazador en cierto modo, aunque muy lejano. Al cabo de un
rato, también aquello había desaparecido, y el anciano tan sólo oía el rugido de su
propia hambre. Sus intestinos se retorcían y contraían provocándole espantosos
retortijones. Era el dolor inmisericorde de la inanición. Hacía semanas que no había
hecho una comida completa, y tres días que no había comido en absoluto.
—Las tripas de Umak hablan a través de su boca —la voz de la mujer sonó
desdeñosa.
El rostro del hombre ardía de vergüenza mientras a través de sus greñas negras,
todavía sin una cana, permitió que su mirada encontrara la de la mujer. Una vez más
había vuelto a despertarla con sus escandalosos gritos para anunciar la llegada del
caribú, gritos que sólo eran producto de las ilusiones disparatadas de un viejo.
—Si pudiéramos comer de los sueños de Umak, todos engordaríamos —dijo ella,
contemplándole con sus enormes ojos negros, tan fríos e implacables como la noche
ártica.
Sus palabras hirieron el orgullo del hombre. ¿Acaso había perdido su dignidad al
mismo tiempo que la juventud? ¿Cómo podía avergonzar a Egatsop, y a sí mismo,
permitiendo que ella se enterase de que padecía las punzadas del hambre cuando, por
derecho, la mujer había comido la ración que le correspondía a él de las últimas
provisiones de la familia?
Casi no podía distinguirla en la oscuridad. Sentada con las piernas cruzadas sobre
las pieles de dormir que compartía con su compañero y sus hijos, había colocado
varias pieles de pelo largo detrás de su cabeza, de forma que rodearan como una
tienda su figura pequeña y compacta. Su hombre no estaba allí. Estaba sentada con su
niño de pecho en brazos, mientras su hijito Kipu dormía a su lado.
Frente a ella, rodeada de guijarros, en medio del hogar, una pequeña piedra había
sido colocada debajo del rescoldo. La piedra, recalentada, crujió y cayó rota en dos
mitades. Este movimiento provocó que las cenizas de huesos quemados y estiércol se
hundieran y esparciesen produciendo una pequeña fisura cuyo resultado fue
incrementar el calor y la luz. Umak aprovechó la oportunidad y vio el rostro brillante
de la mujer, rojo y dorado. A pesar del evidente aborrecimiento que expresaba hacia
él, era el rostro de una mujer joven e indiscutiblemente bella: Egatsop, la mujer de
Torka.

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Otra piedra crujió en el hogar. Produjo una aguda explosión que sobresaltó al niño
de pecho. El bebé se quejó soñoliento, luego siguió mamando con pequeños
gorgoritos de satisfacción.
Egatsop continuaba mirando al viejo, con las comisuras de la boca hacia abajo
entre su nariz menuda y el mentón puntiagudo. Sus ojos negros le fulminaron.
—Todos los cazadores han regresado sin carne. Todos menos Torka, Alinak y
Nap. Si no vuelven pronto con lo que hayan cazado, la leche se secará en mis pechos.
Entonces a este pequeño le ocurrirá igual que a los otros... será abandonado a los
lobos, o a los perros salvajes, o...
—Los cazadores <<em>>volverán. Traerán caza. Tus pechos <<em>>no se
secarán.
—¿Lo has visto en tus sueños, Espíritu Jefe?
—Sí; lo he visto... —le dolió la forma sarcástica con que ella le recordaba su
título. Antaño se decía que él, Umak, era el mejor cazador de todos ellos, que podía
comunicarse con los espíritus de sus presas y hacer que los rebaños de caza
aparecieran o desaparecieran a su antojo. En la actualidad veía con penosa y creciente
claridad, lo mismo que el resto de la tribu, que no podía dominar nada. En especial la
lengua de la mujer de su nieto, la cual le contemplaba ahora con insultante frialdad.
—Los ancianos ven muchas cosas —dijo Egatsop, con un bufido de grosera burla
—; pero nunca ven con la claridad de la juventud, porque si fuera así deberían partir
con los cazadores, ojear la caza, en lugar de consumir la comida de otros cuando son
incapaces de buscarse la suya.
—Volveré a cazar. Mi pierna está casi curada.
—Casi no basta. Torka caza para ti. Torka siempre cazará para ti. Y le da a un
viejo lo que debería ser para su mujer y sus hijos.
Umak se sintió agraviado por aquellas palabras, a su parecer injustas. A los
cuarenta y cinco años era el miembro más viejo de la tribu. Sabía que muchos le
consideraban ya caduco, pero él no se sentía <<em>>viejo. Cualquier joven podría
haber resbalado y torcerse una rodilla mientras perseguía y derribaba a un antílope de
la estepa, como le había ocurrido a él a principios del invierno. Viudo recientemente,
sin una mujer propia que le atendiera, había accedido a pasar el resto de la larga
oscuridad con Torka. Desde los primeros días, dándose cuenta de que su presencia en
la cabaña molestaba a Egatsop, se las había arreglado para que la mitad de todo
cuanto Torka le proporcionaba fuera a parar a ella y a los niños. Comida, bebida,
pieles. Cuando Torka protestó, él se limitó a señalar que sus necesidades eran
menores que las de ellos. Y durante los tres últimos días, desde que Torka dejó el
campamento, no había probado bocado, dándole a Egatsop toda su comida para que
ésta continuase teniendo leche para el pequeño. Dolido, el hombre no pudo por
menos de recordárselo.

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La mujer emitió un gruñido. Le dijo que estaba obligado a entregar su comida. No
sentía la menor gratitud hacia él, sólo desprecio.
—Hace mucho tiempo, anciano, que deberías haber dejado que tu espíritu fuera
pasto de las tormentas. Torka ha sido demasiado amable contigo. Es una debilidad
suya. Pero ahora el jefe ha dicho que si Torka y los otros no regresan pronto,
tendremos que levantar el campamento y marcharnos sin ellos en busca de caza.
Siempre será mejor que permanecer aquí para morirnos de hambre. Pero sin Torka
para caminar a tu lado, ¿cómo te sostendrás en pie, anciano? Esta mujer no te
ayudará.
Una vez más, las tripas del hombre se retorcieron. Pensaba en sus sueños
poblados de caza. ¿Había sido la visión de un espíritu jefe? ¿O tan sólo la ilusión de
un viejo hambriento, incapaz de cazar por sí mismo? El invierno había sido tan largo,
tan frío, que quizá la nieve bloquease todavía los pasos utilizados por los caribúes
para sus migraciones. Tal vez los rebaños no aparecieran aquel año. ¿Y qué pasaba
con Torka? ¿Por qué no había vuelto aún? Él, Alinak y Nap formaban el primer grupo
de cazadores que salió del campamento. Ya deberían haber regresado... si es que
regresaban.
Por primera vez en su vida, Umak sintió el peso de sus años. Todos sus hijos
habían muerto, así como su última mujer. Torka era todo lo que le había quedado para
recordarle que los demás existieron. Torka, el pequeño Kipu y la recién nacida. El
viejo adoraba a los niños, casi tanto como a Torka. Era consciente de que se había
permitido profesar demasiado afecto a su nieto. Los años que habían pasado juntos
crearon un lazo que ahora le asfixiaba al pensar lo que sería su vida si Torka no
regresaba. Egatsop tendría otro hombre. Echaría a Umak de su choza y él se quedaría
solo, sin cobijo. ¿Y a quién le importaría, en aquellos tiempos de hambre, que un
viejo incapaz de cazar fuese alimentado? Sin duda el pequeño Kipu, pero el niño sólo
tenía cinco años. Egatsop le prohibiría compadecerse de un ser inútil. Era una mujer
práctica; le haría comprender que la supervivencia era de los fuertes. Los viejos, los
débiles, los niños endebles con escasas posibilidades de convertirse en miembros
cooperantes de la tribu no tenían derecho a ocupar un puesto en ella.
La desesperación era un viento helado y enloquecido que se revolvía en el alma
del anciano. ¡Él <<em>>no era viejo! ¡<<em>>No era débil! Su pierna tardaba un
poco en sanar, pero se <<em>>curaría. ¡La rodilla sólo estaba torcida! Ya podía
caminar, aunque cojease. Pronto estaría tan fuerte como siempre. Pronto.
—Pronto nos marcharemos de aquí —la voz de Egatsop era queda; no quería
despertar a Kipu, ni molestar a la criatura que se había quedado adormecida sin soltar
el pecho de su madre, mamando de vez en cuando—. Si Torka regresa, cuidará de ti,
Espíritu Jefe. Caminará a tu lado kilómetros y kilómetros, y perderá parte de su
fortaleza por ayudarte. Se ocupará de que Umak coma lo que debería ser para las

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bocas de su mujer y de sus hijos. Alguien que no es digno de vivir, <<em>>vivirá.
Torka lo verá. Luego, todos estaremos hambrientos porque Torka no tardará en estar
demasiado débil para cazar.
La vergüenza invadió a Umak. No podía hablar. Sabía que ella decía la verdad y
que los demás miembros de la tribu considerarían debilidad la bondad de Torka.
La mujer siguió con un canturreo apenas audible, dirigido ahora no al anciano
sino al bebé dormido.
—Me estás extenuando, hijita mía. Ahora casi no queda leche para ti. Si los
cazadores no vuelven pronto con caza, la tribu se marchará de aquí. Pero no te
asustes. Duerme. Sueña. En este sitio donde te quedarás sola, los espíritus calmarán
tu hambre. Sueña con eso. Quiero que sepas que, cuando vengan tiempos mejores,
esta mujer te dará a luz de nuevo.
Muy lejos de la choza, en la fría oscuridad del mediodía invernal del Ártico, un
perro salvaje ladró, y Egatsop escuchó atentamente, con el cuerpo en tensión.
—Aún está allí. Ayer se acercó más, lo bastante para tropezar con las trampas que
las mujeres habíamos colocado para atraparle. Pero es listo y cauteloso. Necesita un
cebo mejor que el que tenemos para abandonar toda precaución ante la esperanza de
saciar su hambre.
Umak tiró de sus pieles de dormir para taparse los hombros huesudos. Temblaba.
Sabía lo que ella iba a decir.
Egatsop meció a la niña dormida, que se agitó y gimoteó un poco.
—Vendrá por ti, sí. Ahora, cuando todavía tienes suficiente fuerza para llorar.
Vendrá por ti. Un perro de buen tamaño, adecuadamente troceado y bien cocinado,
alimentaría a nuestra tribu durante muchos días. Todos entonarían alabanzas en tu
honor. Tu muerte sería un acto de servicio en beneficio de la tribu. Esta mujer se
sentiría orgullosa.
—¡Mujer! ¡No te atreverás a alimentar a los perros salvajes con esta criatura, con
la descendiente de un hombre!
—¡La niña es de Torka, anciano, no tuya!
—¡Torka no lo permitirá!
—Torka no está aquí. Y aunque estuviera, sabría lo que esta mujer sabe. Dejó el
campamento antes de que esta recién nacida fuera lo bastante grande para ponerle un
nombre. Sin un nombre, todavía no tiene espíritu de vida. Sólo parece viva. Si la tribu
parte en busca de nuevos territorios de caza, esta mujer necesitará de toda su fuerza
para cargar con el bagaje que le corresponda. Egatsop no será la única mujer que
abandone a su hijito a los espíritus. No me mires así, anciano. Sabes que no hablo a
tontas y a locas. Egatsop sólo podrá engendrar más hijos si se mantiene fuerte.
Alégrate de que yo no sea tan insensible como la mujer del jefe. Aunque dijera que
los espíritus se habían llevado el alma y el cuerpo de su hijito, no fue así. La propia

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Teenak cogió el cadáver de su recién nacido. Ha servido de alimento a su familia
durante muchos días.
Umak humilló la cabeza. Él, que en su juventud se enfrentó a un gran oso blanco
y lo mató, que siendo ya anciano había perseguido y matado un antílope de la estepa
con sus propias manos desnudas, no soportaba oír las palabras de Egatsop. ¿Qué era
lo que le pasaba? ¿Por qué sentía tanto odio hacia la mujer? ¿Por qué le inspiraba
tanta repugnancia? Era una persona práctica y realista. Todos los hombres de la tribu
envidiaban a Torka por haberla conseguido. Tenía razón en todo lo que decía, incluso
en aquel momento. Era sensata, honrada y práctica. Y también fuerte. Sí; fuerte de
mente y de cuerpo. En cambio, él era viejo y débil, menos digno de vivir que la niña
de pecho sin espíritu a quien la mujer apretaba contra su corazón.
Ella vio su angustia y sonrió. Sus dientes eran pequeños y agudos, pero eran sus
palabras las que se clavaban hondo.
—Vete, anciano. Entrega tu espíritu a la oscuridad del invierno antes de que Torka
vuelva y te detenga. Vete. Vete, y esta mujer te jura que amamantará a esta criaturita
mientras quede leche en sus pechos. Si te quedas, esta mujer jura que lo que tiene en
sus brazos será ofrecido como cebo a los perros salvajes. Vete. Termina con tu
vergüenza. Y con la mía. Y con la de Torka.

Umak no cogió arma alguna, ni víveres. Salió sólo con las ropas sobre los
hombros y con las botas que por pereza no se había quitado al acostarse. Se envolvió
en la pesada piel de bisonte que durante años había usado como manto de viaje. No la
llevaba como protección contra el frío. Solamente era algo con que ocultar su
vergüenza.
Más allá de la choza subterránea, a la pálida luz azulada de la aurora boreal,
contempló un paisaje que era tan salvaje, inflexible y hermoso como la mujer de
Torka.
Torka. Sólo podía confiar en que aún estuviera vivo en alguna parte con Alinak y
Nap, tal vez incluso en camino hacia el campamento, con caza para todos.
Pero no para Umak. No; él no volvería a comer.
Al atravesar el campamento pasó junto a otras pequeñas chozas en cuyo interior
se protegía su tribu de las furiosas bocanadas del viento. No había nadie en el
exterior. Podía oír sus voces. Ruidos de gente viva. Mas él ya había dejado atrás todo
aquello. El futuro estaba allí, en aquellas pequeñas familias, con Egatsop y sus hijos,
y con Torka, si aún vivía. Él, Umak, era el pasado.
Aceptaba la irrevocabilidad de tal verdad, si bien se preguntaba por qué se le
hacía tan cuesta arriba. Siempre imaginó que sucedería. Tenía asumido que, si no
resultaba muerto en una cacería, algún día, al despertar, <<em>>sabría que era viejo,
y que entonces su espíritu aspiraría a librarse, y que él emprendería en paz el último
viaje, igual que otros muchos lo habían hecho antes.

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Mas ahora no experimentaba ninguna sensación de paz mientras caminaba,
luchando contra la idea de que no quería morir. ¿Sería aquello lo mismo que otros
habían sentido? ¿Cólera? ¿Frustración? ¿Una terrible sensación de engaño? Era como
si su alma fuera la de un hombre joven, atrapada en el cuerpo de un viejo, arañándole
las entrañas, introduciéndose en lo más hondo de su ser para intentar hacerse con el
control de su lengua y de su persona: "Yo he vivido, amado, cazado y sufrido contigo
toda mi vida. He sido tu espíritu jefe. He abatido al gran oso blanco y enseñado a los
jóvenes a cazar como sólo yo, Umak, sé hacerlo. En tiempos de hambre, he
compartido mi comida con todos los de mi tribu... ¿Cómo es posible que nadie se
ocupe ahora de mí? ¿Van a tirarme a la basura como si fuera un hueso viejo? ¿Cómo
no se dan cuenta de que desde las profundidades de mi espíritu, mi alma clama por la
vida?"
Frente a él, una figura femenina surgió de la última cabaña del campamento. Era
Lonit. La reconoció enseguida, a pesar de su abigarrada indumentaria, porque, si bien
era poco más que una niña, ya era más alta que ninguna otra mujer de la tribu y tan
fuerte y desgarbada como un potrillo nacido en la manada de caballos salvajes que
recorrían la tundra estival.
Había salido del refugio de su familia para asegurar una de las correas que
sujetaban y tensaban la techumbre de piel sobre las arqueadas costillas de mamut que
formaban la estructura del tejado. Al ver a Umak, se detuvo como si comprendiera
instintivamente cuáles eran los propósitos de éste.
Mientras el viento les azotaba a los dos, el viejo sintió fijos en él los ojos de la
muchacha, aquellos ojos tan poco corrientes, de un color marrón claro, tan parecidos
a los de un antílope, casi totalmente desprovistos del pliegue alargado de los párpados
considerado por las mujeres y las jóvenes de la tribu como un toque de belleza. Umak
sabía que la epidermis alrededor de aquellos extraños ojos estaba negra y azul a causa
de la reciente paliza propinada por su padre. En realidad era sorprendente que la niña
hubiera llegado a vivir lo suficiente para crecer. Desde la muerte de su madre, se
había convertido en el blanco de los abusos de su familia. No cabe duda de que esto
tenía algo que ver con su raro aspecto. Muchos decían que su padre, Kiuk, nunca
debería haber permitido que una chica tan fea viviera en el primer hogar; sin
embargo, Kiuk era un excelente cazador, lo que siempre era una buena baza para la
tribu, y lo que hiciera con sus mujeres era cosa suya. De cualquier modo, Umak
siempre había compadecido a la muchacha. Era una niña fuerte, decidida, que nunca
se quejaba y que, por razones que él no lograba entender, se desvivía por ser amable
con las personas muy jóvenes y las muy ancianas. Por un instante tuvo la seguridad
de que ella iba a pronunciar su nombre, de que intentaría disuadirle de sus propósitos.
Si lo hacía, echaría por tierra su resolución y estropearía aquel último acto de
dignidad, avergonzándole para el resto de su vida. Pero la muchacha permanecía

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inmóvil al viento, y aquel instante quedó atrás; Umak pasó de largo en silencio,
decidido a enfilar el último camino. La muerte le esperaba. Ahora la deseaba, por el
bien de todos.
—¿Dónde está Umak?
El pequeño Kipu buscó a su bisabuelo cuando despertó. El viejo le había
prometido ayudarle a perfeccionar su habilidad en el lanzamiento de huesos; se
trataba de un juego que los hombres practicaban con palos obtenidos de los
fragmentos de hueso inservibles para las mujeres. No había en toda la tribu un sólo
hombre que aventajara a Umak en aquel juego.
El niño frunció el ceño. Echaba de menos a su padre. Le parecía que había pasado
mucho tiempo desde que Torka se fue a cazar. Incorporándose, Kipu se frotó los ojos.
El rostro de su madre tenía un aspecto extraño, inexpresivo. Estaba tan liso como una
piedra de cocinar muy gastada, tan pulida como los huesos de tuétano astillados tras
largos años de uso, sin un sólo detalle en su superficie. Las piedras de cocinar eran
bonitas, relucientes; parecían fuertes, como si fueran a durar siempre, pero si se
utilizaban en exceso o se las colocaba demasiado cerca del fuego, se agrietaban. Kipu
pensaba en esto al mirar a su madre.
—¿Cuándo volverá Torka?
—Pronto —contestó Egatsop con total convicción.
El ceño de Kipu se acentuó. Si su madre hablaba con tanta seguridad, era porque
en realidad dudaba de lo que decía. El niño ya había aprendido que ella se
comportaba así cuando estaba asustada. Sus ojos oscuros recorrieron el interior
igualmente oscuro de la cabaña; ni siquiera había suficiente grasa que ardiera en las
piedras huecas utilizadas como lámparas. El niño deseaba con todas sus fuerzas que
el invierno terminara. Aguardaba con verdadera ansia la llegada del verano.
—Umak ha prometido enseñarme a cazar un antílope —dijo en tono confidencial
—. Cuando haya pasado la época de la larga oscuridad, Umak ha dicho que Kipu será
lo bastante mayor para aprender a cazar como un hombre.
—Umak se ha marchado para entregar su espíritu al viento.
Kipu ladeó la cabeza, intrigado.
—¿Cuándo volverá? —preguntó. El niño la miró sobresaltado. Tenía cinco años,
pero había nacido en una tribu de nómadas de la tundra. Un perro salvaje aulló a lo
lejos y Kipu prestó atención. Se daba perfecta cuenta de lo que su bisabuelo había ido
a hacer, así como de las razones que le impulsaban a obrar así. Las lágrimas se
agolparon en el fondo de sus ojos. Adoraba a su bisabuelo. Le echaría de menos más
de lo que era capaz de expresar con palabras. Sin embargo, no lloraría por él. Era hijo
de Torka y pertenecía al linaje de Umak. Antes metería una mano en el fuego que
permitirse llorar.
Egatsop le observó, esperando ver lágrimas, algún signo de debilidad. Se sintió

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aliviada cuando el niño, con los ojos secos se sentó en silencio, mirando al frente.
Sabía que estaba pasando por un mal momento. La criatura que apretaba contra su
pecho se agitó, y aunque Umak no lo hubiera creído jamás, contuvo una oleada de
ternura hacia aquel pequeño ser, decidida a no dejarse ablandar. Si se veía obligada a
abandonar a su hijita tendría que hacerlo sin que su ánimo flaqueara; de lo contrario,
sería incapaz de dedicar toda su atención a Kipu y a Torka.
¡Torka! Estuvo a punto de pronunciar su nombre en voz alta, con anhelo. ¿Dónde
estaba su hombre? ¿Por qué no había vuelto junto a ella?

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CAPÍTULO 3
angre y dolor. Torka despertó a estas dos realidades mientras yacía inmóvil,
angustiado y confuso.
¿Dónde estaba? ¿Por qué se encontraba solo? Recordaba haber
contemplado la salida del sol, y ahora estaba oscuro. Y hacía frío. El viento era una
constante fuente de sonidos que llegaban hasta él procedentes de la tundra. Escuchó.
Durante largo tiempo fue lo único que pudo hacer. Le producía daño moverse, pensar;
incluso respirar le resultaba penoso. Aspiró pequeñas dosis de aire, con tanto cuidado
como hubiera sorbido un líquido si alguien le hubiese dado algo a beber.
Sed. En un limbo negro y penoso, su sed se volvió de repente más intensa que su
dolor. Yacía boca abajo, con la mejilla medio helada sobre el suelo. Tenía la boca
abierta. Podía notar el sabor de la tundra. Era salado y dulce, como si la superficie de
la escarcha fuera la carne de alguien desollado vivo cuya sangre impregnaba su boca.
Sangre. Estaba relacionada con lo que le ocurría, con su dolor, y también con el
hecho de que estuviera solo. A través de los cuajarones de sangre que había en sus
pestañas, miró a lo lejos y súbitamente lo recordó todo.
El mamut.
Las muertes de Alinak y de Nap.
Y su propia muerte. Recordó su furiosa acometida. Lanza en ristre, había corrido
en línea recta hacia el mamut. Al agachar éste la cabeza, se había aferrado a uno de
sus colmillos. Mientras el animal levantaba la cabeza para desembarazarse de él, se
había lanzado contra la musculosa cruz del mamut. Agarrado con una mano a su
pelambrera, le había clavado su cuchillo una y otra vez hasta que, por fin, el
monstruo logró atraparle con su trompa y zarandearle, catapultándole luego como si
fuera una piedra lanzada con una poderosa honda. Al chocar contra el suelo, el
hombre sabía que estaba muerto.
Sin embargo, por increíble que fuera, estaba vivo. Sufría dolores demasiado
terribles para no estar vivo. Su instinto le decía que el mamut se había ido. ¿Por que?
¿Por qué no había acabado con él como lo había hecho con Alinak y con Nap?
La respuesta le llegó al tratar de ponerse en pie. Apoyándose sobre las manos para
hacer palanca, sobreponiéndose al dolor de varias costillas rotas, miró lo que había
debajo de él. Lo que había saboreado era la carne de un ser humano desollado vivo.
Era la masa sanguinolenta de lo que quedaba de Nap. El calor, que disminuía poco a
poco, de su cadáver pisoteado, destrozado, había impedido que Torka, inconsciente,
se congelara hasta morir; el olor de la sangre de Nap sobre el cuerpo de Torka, hizo
creer al mamut que Torka, a quien inadvertidamente lanzara sobre el cadáver de Nap,
estaba también muerto. Aplacado su furor, perforado apenas su grueso y peludo
pellejo por las cuchilladas de Torka, volvió grupas y prosiguió su camino.

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Con los sangrientos cuajarones de las entrañas de Nap sobre sus manos
enguantadas, Torka se levantó, apartándose. Sentía náuseas; embargado por la pena,
estuvo a punto de desmayarse. Nap le había salvado la vida dos veces en el mismo
día; la primera cuando estaba vivo, y la segunda, muerto. A su regreso al campamento
de invierno, Torka entonaría cantos de alabanza en su honor, y la mujer de Nap se
sentiría orgullosa en medio de su aflicción. Torka se ocuparía de ello.
Si es que volvía al campamento de invierno. El viento arreciaba. Un tenue velo de
nubes altas oscurecía la luz de la aurora boreal. Torka emprendía el retorno a su hogar
a través de un mundo oscuro y frío.
Transcurrían las horas. Torka avanzaba como podía. Estaba débil, le dolía todo el
cuerpo y, de vez en cuando, tenía que pararse a descansar. Una nieve menuda y seca
empezó a caer casi al mismo tiempo que se topaba con las huellas del mamut. Como
caminaba despacio, se dio cuenta de que avanzaba delante de él, siguiendo la ruta que
él, Alinak y Nap tomaron días atrás, en sentido opuesto, al salir del campamento.
Sacudido por sollozos que a duras penas podía reprimir, en abierta lucha contra el
viento y la debilidad que amenazaba doblegarle, Torka apretó el paso. Sabía cuáles
eran las intenciones del mamut. El desdichado, el insensato Nap había tenido razón.
El mamut era un espíritu agazapado y maligno, y su cólera no se había apagado.
Olfateaba al Hombre. Seguiría su rastro hasta dar con el campamento de la tribu de
Torka. Una vez allí, los mataría a todos.
Umak caminaba de noche, solo. Trataba de no preguntarse cuánto habría
caminado o lo lejos que estaría del campamento; ese tipo de cosas ya no deberían de
preocuparle. De cualquier modo, recordaba perfectamente el camino que había
seguido, hasta el punto de ser capaz de regresar por donde había venido con los ojos
vendados y en medio de una tormenta de nieve. La rodilla le dolía, pero no tanto
como había temido. Después de todo, era posible que estuviese casi curada.
"No importa", pensó, "es hora de morir, no de vivir y sanar". "Para Umak estas
cosas ya no tienen sentido."
Siguió andando, pero no podía por menos de asombrarse por su vigor, ya que, a
pesar de ser un viejo consumido por el hambre, no estaba cansado. Avanzaba sobre la
nieve con el paso lento, medido y seguro de quien se mueve con tanta facilidad como
respira, con la marcha de un nómada cuyos pies le habían llevado de un lado para
otro, a infinidad de lugares remotos bajo el inmenso y salvaje cielo del Ártico.
Miró hacia arriba. El cielo estaba repleto de nubes. Duras pellas de nieve no más
grandes que partículas de polvo golpeaban su rostro. Sin saber cómo empezó a hacer
pronósticos sobre el tiempo. No habría tormenta, pero el viento arreciaba. En unas
pocas horas dejaría de nevar, el cielo se aclararía, y un frío tremendo reinaría en la
tundra. Sería peligroso para cualquiera que no se protegiese de su inclemencia.
Umak se indignó consigo mismo. Frente a él se extendía la pendiente poco

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pronunciada de un altozano de la tundra. Era un montículo insignificante, azotado por
el viento, pero ofrecería una bonita vista de la tundra a un hombre que se sentara en
lo más alto, cediendo a las embestidas del viento mientras esperaba que la muerte
llegase.
Así lo hizo Umak. Y el viento le acogió, hablándole de muchas cosas: de pasadas
cacerías y de mujeres que fueron su orgullo, de hijos muertos mucho tiempo atrás,
de... de todo menos de cómo morir. Ni siquiera tenía frío. Se le ocurrió que podía
desnudarse. Eso sin duda aceleraría el proceso, pero no le parecía decorosa la idea de
entregarse a la muerte dando diente con diente, con sus viejos huesos apuntando bajo
la piel mientras todos los espíritus contemplaban el espectáculo verificando que ya no
era el hombre que fuera antaño.
Se indignó de nuevo consigo mismo. Recobró la compostura y comenzó a cantar,
a hacer de su vida una canción. El viento le transportaría al mundo espiritual. La
muerte le oiría y sabría que había llegado la hora de presentarse. Umak ya no podía
convocar a los espíritus de la caza. ¿Pero qué clase de espíritu jefe sería si no pudiera
convocar al espíritu de su propia muerte?
Cantaba con brío. Era un ritmo atonal, un cántico en el que se mezclaban palabras
y vibraciones de su garganta. Umak intentaba producir sonidos que armonizaran con
el viento, pero no lo conseguía ni mucho menos. Aun así, insistió una y otra vez. Se
le agotaron las palabras. Ahora el cántico era sólo sonido. Se aburría. Era probable
que aburriera también a la Muerte. Se irritó sólo de pensarlo. ¡Él era Umak! ¿Qué
otro cazador podía presumir de proezas más temerarias que las suyas? La Muerte
debería de sentirse impresionada. Claro está que ni siquiera el espíritu jefe más
grande del Ártico podía llenar con tantas historias la canción de su vida. ¿A cuántos
grandes osos podía enfrentarse un hombre en el transcurso de su existencia? ¿O a
felinos con dientes de sable, o a manadas de gigantescos bisontes en desbandada? Al
fin y al cabo, él era sólo un hombre, a pesar de sus hazañas extraordinarias. ¿Qué era
lo que la muerte quería de él? No se le daba bien inventar historias para alargar la
canción de su vida; además, eso era un tabú que ningún hombre rompería por miedo a
que su espíritu de vida fuese arrojado a las nubes. Reflexionó un buen rato acerca de
ello, y decidió que quizá a la Muerte le gustaban tanto sus relatos que le instaba a
repetirlos.
Umak lo hizo así, varias veces. Pero sus historias no atrajeron a la Muerte. Sí
atrajeron, en cambio, a un perro salvaje. Se trataba del mismo animal que durante los
últimos días había merodeado por las inmediaciones del campamento. Umak no se
sorprendió al verle. El perro había evitado prudentemente las trampas que Egatsop y
las otras mujeres colocaron para atraparlo. No cabía duda de que, al ver a un cazador
aventurándose a salir del campamento, el perro decidió seguirle considerándole una
posible presa.

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Ahora estaba muy próximo al anciano. Era un animal grande, lobuno, con una
máscara de pelaje oscuro rodeándole los ojos azules. Se movía a favor del viento, de
forma que su perseguido no percibiera su olor. Umak, no obstante, sabía que estaba
allí. Aunque continuara sentado sobre las piernas cruzadas, con las manos
descansando encima de las rodillas, alzado el rostro hacia la bóveda del cielo cubierto
de nubes, lo sabía. Y sonrió.
"No atacarás a traición a este viejo, Hermano Perro. Antes de que hagas presa en
Umak, él te romperá los huesos para que su tuétano mantenga vivo el fuego de su
vida."
No había hablado en voz alta. Sin embargo, el perro notó que había sido
amenazado. Se detuvo, bajó la cabeza, metió la cola entre las patas y permaneció al
acecho de la figura inmóvil, a la espera de descubrir el primer indicio de
vulnerabilidad.
Umak no quería complacerle. Permaneció como estaba. Por el rabillo del ojo vio
que el perro se sentaba sobre sus patas traseras. A pesar de su tamaño, los largos y
desproporcionados miembros del animal y su aire desgarbado revelaban su juventud.
Era un macho joven, solitario, expulsado tal vez de su manada después de haber
desafiado imprudentemente y sin éxito al jefe del grupo. Umak no sabía gran cosa
sobre los perros. A su juicio se parecían mucho a los lobos, a los cuales se solía ver
con más frecuencia. Eran animales sociables, que cazaban en manada y dependían del
grupo para sobrevivir. Un perturbador sentimiento de simpatía hacia el perro hizo que
Umak se diera cuenta, amargado, de su propia situación. Joven o viejo, hombre o
animal, ninguno de los dos podía confiar en sobrevivir mucho tiempo más, solos
como estaban, cada uno por su lado.
No es que Umak pretendiera sobrevivir. No; estaba decidido a morir. Ahora, por
vez primera, se movió justo lo necesario para echar una ojeada por encima del
hombro al perro salvaje. ¿Sería aquélla la manera que tenían los espíritus de
responder a la canción de su vida? Él había invocado a la Muerte. ¿Sería su liberador
aquel perro salvaje, enmascarado, de ojos azules?
—¡Hummm! —la exclamación sonó tan fuerte y con tanta vehemencia que
ambos, el hombre y el perro, se sobrecogieron.
El perro se levantó con un gruñido. Los dos parias se observaron mutuamente, y
Umak, de repente, se encolerizó al reparar en el animal flaco hasta los huesos, en su
afilado y rojizo hocico, en sus orejas tiñosas.
—¡Este anciano no ha vivido tanto tiempo para ser devorado por los perros!
¡Umak merece una muerte mejor! —Tras pronunciar estas palabras, se puso en pie de
un brinco, alzó los brazos y, con un alarido, se precipitó en línea recta contra el perro.
El animal, aterrorizado, reculó, y sin perder el tiempo en ladrar o gemir, giró y se
internó a todo correr en la noche a lo largo de la tundra nevada, desvaneciéndose por

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completo como si nunca hubiese estado allí.
El viejo se quedó largo rato con los ojos fijos en el sitio por donde había
desaparecido. Se preguntaba si habría sido una criatura de carne y hueso o un
espíritu. Las huellas del animal le respondieron. Había sido real, no cabía duda. Y con
toda probabilidad, volvería incluso demasiado pronto. Entretanto, cabía en lo posible
que hubiera ido a merodear de nuevo por las inmediaciones del campamento de
invierno. Umak pensó en Egatsop y en la promesa qua ésta le hiciera de no abandonar
a su hijita recién nacida en medio de la tormenta. Pensó en las otras mujeres que sí lo
habían hecho. Se preguntaba si el perro salvaje había sobrevivido gracias a la carne
de aquellas criaturas cuyas madres no habían sido tan prácticas como la mujer del
jefe, la cual había alimentado a su familia con el cadáver de su propio hijo recién
nacido.
Apretó los puños. Deseaba haber matado al perro. Hubiera querido disponer de
sus lanzas, de un cuchillo al menos; pero no había cogido ningún arma. Su boca
generosa se plegó en una mueca de enfado. Si el perro volvía, lo mataría sólo con sus
manos. Sería su última proeza. Quizá a la Muerte no le aburrirían entonces sus
historias y decidiría acudir a él de forma más digna que por medio de las quijadas de
un perro famélico.
Pero el perro no volvió. Por extraño que pareciera, Umak le echaba de menos.
¿Qué sería lo que ahora le esperaba? Se encogió de hombros. Fuera lo que fuese, lo
afrontaría, aunque apareciera furtivamente como sospechaba abalanzándose a traición
sobre él cuando estuviera dormido.
Regresó a la cima de la pequeña colina y se sentó. El viento amainaba. La nieve
había cesado de caer. Podía ver estrellas allí donde, sólo momentos antes, las nubes
cubrían la oscuridad. Hacía un frío terrible cuando el viejo entonó de nuevo el cántico
de su vida. Se congelaría poco a poco, y su espíritu quedaría libre de la envoltura de
huesos y piel que le habían mantenido cautivo desde que nació. No sería mala una
muerte como aquélla. La somnolencia empezaba a invadirle a medida que cantaba. Se
sentía cómodo y abrigado dentro de sus gruesas prendas de vestir y gozaba de la
protección contra el viento que le brindaba el manto de piel de bisonte en que se
envolvía. Recordó que, con aquella misma indumentaria, había soportado muchos
vendavales a la intemperie en plena tundra. Mientras siguiera con aquellas ropas no
era probable, pues, que pudiera congelarse hasta morir.
Sin vacilar, se despojó de ellas, arrojándolas lejos de sí. El viento traspasó su ropa
interior. Mordía su piel tan profundamente como podría hacerlo cualquier perro
salvaje. Al respirar, quemaba sus pulmones. "Este anciano morirá ahora", pensó. "La
muerte se lo llevará mientras duerme".
Se sentó. Esperaba a la Muerte. El tiempo transcurría con lentitud. Hacía
demasiado frío para cantar. Demasiado frío para dormir. Pensó que el tiempo pasaría

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tal vez más rápido si ejecutaba una danza del espíritu. El movimiento activaría la
circulación; sentiría más calor hasta que, por último, la Muerte haría acto de
presencia y él se derrumbaría. Lo intentó por un momento, pero la rodilla le dolía, y
le pareció estúpido danzar cuando no había nadie que le viera. Se hincó de rodillas
sobre la pequeña colina, bajo el inmenso y salvaje cielo del Ártico, y aguardó
estoicamente a que llegara el fin.
No fue así. Temblaba. Sus extremidades estaban entumecidas. Su pene se encogía
y sus testículos se retraían hacia el cálido hueco del que descendieron cuando era un
muchacho. Se le vino a la memoria su infancia. No parecía que hubiese pasado tanto
tiempo. Los recuerdos volvían. El ayer estaba más cercano que el mañana.
El tiempo continuaba pasando. Umak no moría. Se sentó y, a la larga, acabó por
reconocer que para alguien que había pasado la vida entera luchando contra el frío no
era posible sucumbir a éste pasivamente, sobre todo cuando sus ropas de abrigo
estaban tan cerca, al alcance de la mano. Las contempló mientras reflexionaba: "Este
viejo tiene demasiado frío para dormir. La muerte le sobrevendrá durante el sueño.
Umak se tapará con el manto. Se congelará... pero lentamente."
Hizo una tienda de campaña con el manto. Sin su túnica de piel de caribú y el
chaleco de colas de zorra, sin sus pantalones exteriores y sus polainas, aún tenía frío;
pero se había puesto las botas y los guantes. Resguardado del viento por el viejo
manto, las dentelladas del frío se amortiguaban; dio unas cuantas cabezadas. Cada
vez que abría los ojos creía estar muerto, pero estaba aún vivo. Refunfuñaba,
fastidiado, y volvía a dormirse.
En cierto momento, antes de que amaneciera, sintió a la Muerte muy cerca. La
llamó por su nombre, mas sólo el gruñido de un perro le recibió al despabilarse sin
darle tiempo a responder y dejar que su espíritu se marchase.
El perro salvaje había vuelto y se mantenía a corta distancia del hombre. Sin duda
había estado vigilándole durante horas, a la espera de que la Muerte llegase antes de
iniciar él su acometida. Umak se ahogaba de furia.
—¡Estúpido animal! —le increpó—. ¡Este anciano estaba a punto de penetrar en
el mundo de los espíritus! ¿Es que no podías esperar? ¡Umak intentaba morir! ¡De no
haber sido por ti, mi espíritu estaría libre y tú podrías estar dándote un banquete con
mis huesos inútiles! ¡Pero estos huesos no son todavía inútiles! ¡Y tú no devorarás a
este anciano mientras esté todavía vivo!
El perro escuchaba. Tenía la cabeza gacha, las orejas echadas hacia atrás y las
fauces entreabiertas. Su gruñido era ronco y amenazador.
—Grrr... —Umak le devolvió el gruñido—. ¡Lárgate! Si te acercas demasiado,
este viejo te comerá a ti!
El perro no se movió. Su gruñido continuaba, como un tamborileo de peligro
inminente, tan frío y preñado de amenaza como un viento del norte que soplase cada

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vez con mayor fuerza.
Umak no se dejó intimidar. El perro era grande, pero era también joven y flaco, y
probablemente estaba tan extenuado como el hombre a quien había elegido para que
fuera su próxima comida. La experiencia le decía a Umak que sabría arreglárselas
para salir con bien de la amenaza del perro. Se levantó, y acto seguido se envolvió en
la capa de bisonte con tal arte que su tamaño aumentó el doble. Gruñó de nuevo al
perro y, al hacerlo, le dio un nombre al animal.
Aar ... —gruñó el anciano.
Y el perro contestó "Aarrr:..", pero no se marchó.
—¡Hummm! —emitió Umak, molesto por la situación. Mientras el perro no se
moviera de allí, su cuerpo no consentiría que su espíritu le abandonara. Agachándose,
cogió una piedra para lanzarla contra el animal. Su puntería era buena; el perro aulló
y echó a correr. El esfuerzo realizado provocó el jadeo del viejo. Estaba muy débil.
Estaba muriéndose. Y de golpe se asustó, porque supo que no quería morir.
Recogió sus ropas y se las puso; luego echó a andar. Ignoraba adónde se dirigía.
Lo único que sabía era que caminaría hasta caer redondo. Y entonces el perro, que,
con toda seguridad, le seguía, le atacaría. El perro, por ser joven, sobreviviría a un
anciano. Ésa sería la muerte que le aguardaba. La muerte que Umak ya no deseaba.

El viejo y el perro vieron al mismo tiempo la presa muerta y abandonada por un


lobo. Ambos se aproximaron, y el hambre que Umak tenía le hizo recobrar en un
santiamén toda su energía y su audacia. Se movía igual que un joven, gritaba y
manoteaba para obligar al perro a retroceder, hasta que éste retrocedió, aturdido. El
animal, acobardado, contempló cómo se arrojaba el anciano sobre el antílope de la
estepa mutilado. Umak gruñía y gemía de placer mientras saboreaba la dulce sangre
de la vida, consciente más que nunca de que no quería morir.
Comía con tal ansiedad que no se dio cuenta de en qué momento se le unió el
perro. Estaba ocupado en devorar un trozo de carne del anca, cuando se le ocurrió
levantar la cabeza y vio que el animal comía a su vez, situado frente a él. Sus ojos se
encontraron. El perro dejó de comer; su actitud era sumisa. Umak continuó
devorando. El anciano, por extraño que pareciera, no deseaba echar al perro de allí.
La carne cruda, casi congelada, estaba devolviéndole su energía; sabía que, de no
haber sido por el perro, él estaría muerto en lo alto del cerro. Y el perro estaría
comiéndose ahora su carne en lugar de la carne de la presa que compartían. Mientras
seguía comiendo, se preguntaba si habrían sido los espíritus quienes le enviaron a
aquel perro joven, famélico, para decirle que no deseaban la muerte de Umak. Pero,
¿por qué?
Se apartó de los despojos del antílope. Había saciado su apetito, pero no ocurría
otro tanto con la curiosidad que despertaban en él las preguntas que se planteaba.
Echó una ojeada al perro, diciéndose que se sentía lo bastante fuerte para apedrearle y

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desembarazarse de él. Era el momento adecuado de darle muerte, ahora que se
mostraba confiado. Incluso pensó que podría servirle de alimento durante varios días
y después llevar el sobrante a la tribu. Así podría demostrarle a Egatsop cuán
equivocada estaba al juzgarle. La recordó dispuesta a utilizar a su propia hija como
cebo para atrapar al perro. Frunció el ceño, asqueado, aborreciéndola. "No", pensó
mientras miraba al perro, "tú no irás a ese estómago. La tribu ha expulsado a este
anciano. En cambio, tú has devuelto a Umak el espíritu para vivir. Ahora que hemos
comido de la misma presa, somos una única carne, Hermano Perro. Y Umak no
comerá la carne de su hermano."
Poniéndose en pie, bajó la cabeza para contemplar al perro. Al notar la mirada del
hombre, el perro le miró a su vez con sus ojos azules, rodeados de un antifaz negro.
El animal percibió un cambio en el hombre. La actitud de éste revelaba un renovado
vigor, una voluntad poderosa brillaba en sus rasgados ojos negros. Ya no constituía
una amenaza. El hombre había permitido al perro compartir "su" caza. En el lenguaje
instintivo y sin palabras de todos los animales que se agrupan en manadas, aquello
equivalía a ser aceptado en el grupo. Aquellos que comían de la misma presa
quedaban unidos para siempre por la sangre del animal, la cual era vehículo de vida.
Depredador y presa jamás podían comer juntos. Consciente de que el hombre también
lo entendía así, el perro se tranquilizó. Apartó los ojos de aquél y siguió comiendo a
sus anchas. El hombre no le haría daño. Él tampoco haría daño al hombre. Entre los
dos se había establecido un pacto. En adelante, ambos pertenecían a la misma
manada.
Umak y el perro permanecieron junto a los restos del antílope de la estepa hasta
dar buena cuenta de lo que quedaba. Era un animal recién muerto, sólo devorado en
parte por los lobos que lo habían abatido. Cuando Umak, sentado, rompía el último
hueso para chupar el tuétano, empezó a preguntarse cuál habría sido el motivo por el
que los lobos abandonaron una carne tan suculenta.
Para Umak la cuestión era seria, porque los lobos eran tan frugales como los
hombres y en consecuencia se llevaban y escondían lo que no habían podido
consumir en el escenario de su cacería. Y aquellos eran malos tiempos para los
cazadores, ya fueran éstos hombres o bestias.
La tenue mañana de la primavera del Ártico se oscureció. Era otra vez de noche.
El viejo se arrebujó en su manto de bisonte, disponiéndolo a modo de tienda de
campaña, y se durmió, con el perro salvaje a su lado, aunque no demasiado cerca. Ya
no eran adversarios, pero tampoco amigos por el momento. Transcurrió la noche y
amaneció de nuevo. Umak despertó y sonrió porque todavía estaba vivo y se sentía
contento, aunque no estaba muy seguro del porqué.
Reanudó la marcha. El perro le seguía. Cuando se paró, el perro se detuvo. Al
echar otra vez a andar, el perro continuaba a su lado. A la frágil luz de la mañana

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ártica, enfilaron la ruta que Nap, Alinak y Torka tomaron varios días atrás, al salir del
campamento. Umak hizo un alto, preguntándose si los tres estarían de vuelta. Puesto
que Torka formaba parte del equipo, Umak albergaba escasas dudas acerca de que no
hubiera sido así. Su nieto era un cazador consagrado, un hombre de instintos
extraordinarios. Algún día Torka sería un espíritu jefe, cuando Umak le hubiese
enseñado todo lo que tenía que saber. Los dientes del viejo rechinaron. Recordaba
que había sido expulsado, y que ya no podría enseñarle nada a Torka nunca más. Su
nieto sólo sabría lo que ya había aprendido. No volverían a encontrarse jamás.
Al viejo le produjo tanta aflicción aquel pensamiento, que deseó que Torka
hubiera muerto, para tener la seguridad de estar sólo en la tundra, expulsado de la
tribu, sin volver a ver nunca a sus seres queridos. Aquello era la muerte.
La repentina excitación del perro puso fin a los negros pensamientos de Umak.
Delante de ellos, varias huellas se cruzaban con las de Torka, Alinak y Nap. El perro
daba vueltas en torno, olfateándolas. El viejo acudió a investigar.
Mamut.
No pronunció la palabra en voz alta, por temor a convocar al espíritu de la caza
sin el ceremonial adecuado; pero desde luego se trataba de un mamut. Un solo
mamut, y, a juzgar por el tamaño de sus pisadas, debía ser el mamut más enorme que
Umak había visto en su vida.
Estudió las huellas. Las tocó. Las olió. Se cruzaban y volvían a cruzarse en
distintos sitios de la ruta de los cazadores; esto sugirió a Umak que el mamut estaba
siguiendo el camino escogido por los hombres al salir del campamento.
"Extraña conducta", pensó el anciano. Por lo general, los mamuts viajaban en
reducidos grupos familiares dirigiéndose al monte bajo que se extendía al pie de las
montañas lejanas, con las hembras y sus crías apiñados todos juntos, mientras los
machos se mantenían solitarios o en pareja, reuniéndose con el rebaño sólo en época
de apareamiento. Evitaban al Hombre.
Las pisadas del gigante solitario indicaron a Umak que se trataba de un macho
enorme. De rodillas, tendió una mano para calcular el ancho de la colosal pisada.
Relatos de antaño acudieron a su memoria, entre ellos el de una leyenda que los
viejos susurraban cuando él era un niño pequeño. Hablaban de La Voz del Trueno, de
El Que Hacía temblar al Mundo, de El Que Aparta las Nubes, de un mamut al que los
hombres llamaban El Destructor, porque caminaba por donde ningún hombre podía
seguirle, y porque cualquiera que se atravesara en su camino moría.
Encogiéndose de hombros, apartó de sí los recuerdos. Sonrió ante su propia
necedad. La bestia de los recuerdos de su infancia era tan sólo una fábula. Los
mamuts eran criaturas huidizas. Si aquel viejo mamut avanzaba en dirección al
campamento de la tribu, los días de hambre se habrían acabado para su pueblo. Los
cazadores, que salían del campamento día tras día, le verían; oirían el ruido de sus

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pisadas haciendo estremecerse la tierra cubierta de hielo. Aunque estuvieran
extenuados, la necesidad de saciar el hambre les haría fuertes. Con la ayuda de sus
armas y su destreza, sacarían fuerzas de flaqueza para matar a la bestia.
Se puso en pie, contento por su pueblo y triste por haber escuchado a Egatsop y
escogido morir. Hacía años que no cazaba mamuts. Su experiencia podía ser valiosa
para el grupo. Sin embargo, no podía retroceder; su decisión de caminar con la
Muerte era, una vez tomada, irrevocable. Regresar después de haber emplazado a la
Muerte, podía provocar que la Muerte le siguiera y devorase a los espíritus de vida de
la tribu entera.
No quiso seguir pensando en ello; era demasiado horrible. Le gustaría ayudar,
decirles que un mamut del tamaño de una montaña andante iba hacia ellos.
—¡Hummm! —exclamó en voz alta, sin darse cuenta de que le estaba hablando al
perro—. No necesitarán a este anciano. Un mamut tan enorme como una montaña,
también será tan viejo como una montaña. Tal vez, igual que Umak, vague solo a la
espera de morir. Estará débil. Será fácil de matar.
El perro le miraba. Y con tanta claridad como si el animal pronunciase las
palabras, Umak leyó su pensamiento y se desazonó. ¿Acaso no le había enseñado su
propia experiencia que no todo lo viejo es necesariamente débil... o fácil de matar?

Cayó la noche, y el viento que en ella reinaba era espantosamente frío. Protegido
por la tienda de campaña que con tanta maña se preparara con el manto de bisonte,
Umak rememoró pasadas cacerías y gloriosas batallas libradas contra ejemplares de
caza mayor. Empezó a cantar. El viento arrebataba sus palabras y las silbaba a través
de la tundra.
El perro escuchaba. Se había acostado cerca del hombre, aunque no demasiado,
hecho un ovillo para defenderse del viento, con el hocico debajo de la cola, entregado
a sus propios sueños, estremeciéndose de vez en cuando por el recuerdo de sus
propias batallas.
A una distancia no demasiado grande, el cántico de Umak resonó transportado por
el viento, y Torka lo oyó, pero sin atreverse a creerlo.
Trató de levantarse y gritar, pero cayó otra vez, medio inconsciente, allí donde se
había desplomado horas antes.
El perro salvaje oyó su grito. Su cabeza se alzó al tiempo que el pelaje de su lomo
se erizaba. Umak también lo oyó, pero había sido un sonido tan rápido e inesperado
que no pudo identificarlo.
Dejó de cantar. ¿Habría sido proferido el grito por una presa o por un depredador?
Incapaz de responder a la pregunta, todos los recuerdos de su juventud se
desvanecieron. Volvía a ser un anciano, solo, desarmado, que aguardaba a la muerte
en la oscura y salvaje tundra. ¿Habría oído tal vez la voz de la Muerte?
Se levantó y echó hacia atrás la cabeza, con el mentón apuntando al cielo en

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actitud desafiante. ¡El era Umak! No se asustaría. No obstante, a pesar de todos sus
esfuerzos, notó que sus manos se doblaban al ir a coger sus armas. Tenía la boca seca
y sintió en la garganta un sabor ácido que, sin duda, estaba estrechamente relacionado
con el miedo. Estaba asustado. Era viejo; estaba solo y extenuado, pero no quería
morir. La muerte debería haber acudido cuando la llamó por primera vez. Pero no
luego. Ahora, el deseo de vivir era en él muy poderoso. Sus ojos entornados para
defenderse del viento brillaron resueltos. Su mentón dejó de apuntar al cielo. Se dijo
que si todavía era el espíritu jefe que fue en otros tiempos, lo mismo podía despedir
perfectamente a quienquiera que hubiese llamado antes.
Empezó a cantar otra vez. Era una canción nueva; una canción entonada a pleno
pulmón. El ruido siempre expulsa a los espíritus del miedo de las entrañas de un
hombre. A lo mejor también serviría para echar a la Muerte con cajas destempladas.
Pero la canción de Umak se dispersó en el viento de la tundra y llegó hasta Torka,
quien reconoció aquella voz aunque se encontraba al borde mismo de la
inconsciencia. Oírla avivó las brasas mortecinas del espíritu de vida del joven
cazador, infundiéndole una nueva esperanza en medio del dolor y la desolación.
—¿Umak? —Sí, hubiera reconocido aquella voz amada en la más oscura de las
noches, en la peor de las ventiscas, en el más atroz de los vendavales—. ¡Umak! —
gritó el nombre contra el viento.
Umak lo oyó.
Con el perro al trote delante de él, el anciano no tardó en dar con su nieto. Se
arrodilló para acunar a Torka entre sus brazos, mientras escuchaba su relato de
sangriento terror.
—Umak... padre de mi padre... tienes que avisar a los nuestros... tienes que
regresar a tiempo... —las palabras de Torka salían entrecortadas de sus labios, en
tanto luchaba por no perder la conciencia. Instantes después se desmayó.
El anciano le estrechó contra su pecho, sosteniéndole. Allí, bajo la oscuridad
invernal, Umak supo al menos cuál había sido la razón por la que la Muerte no acudió
para apoderarse del espíritu de un viejo: ya se había alimentado con otros espíritus de
vida más jóvenes y también más débiles. Y ahora, con Torka gravemente herido,
comprendió que bajo el disfraz de la voz del Trueno, de El Que Hacía Temblar al
Mundo, de un gigantesco mamut lanudo al que los hombres llamaban El Destructor,
la Muerte, la cazadora definitiva, se dirigía hacia el campamento de invierno de su
tribu.
Sólo quedaba un viejo para detenerla.
—¡Y este viejo lo intentará!

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CAPÍTULO 4
través de kilómetros y kilómetros, a través de lo que quedaba de la larga
noche, Umak avanzaba hacia el campamento dando traspiés, con Torka
desvanecido sobre su espalda y el perro a su lado. El alba aún no asomaba en
el horizonte cuando él se detuvo jadeando de fatiga, obligándose a aspirar grandes
bocanadas de la oscuridad como si se tratara de una comida que pudiera alimentarle.
No fue así. Permaneció encorvado, con el peso muerto de Torka cruzado sobre
sus hombros mientras los lobos aullaban en lontananza y, en lo más profundo de su
ser, la voz de la extenuación le aconsejaba: "Anciano, tu meta no está lejos. Sólo a
unos cuantos kilómetros. Pero la rodilla te duele y el cuerpo te falla. Nunca lo
lograrás; no con Torka a la espalda".
No podía decir a ciencia cierta si aquella voz respondía a la verdad o si era fruto
de su propia conveniencia. Sólo sabía que no abandonaría a su nieto, no mientras
quedase en cualquiera de los dos un soplo de vida.
Notó los ojos del perro salvaje fijos en él, estudiándole, y recordó la censura de
Egatsop, la mujer de Torka. Debilidad. Sí; ella lo hubiera llamado así. Él era
consciente de que tenía que regresar al campamento de su tribu lo más rápidamente
que pudiera. Le constaba que debería dejar atrás a Torka. Si Torka estuviera en
situación de poder hablar, insistiría en ello.
—¡Hum! —exclamó el viejo, tras prestar atención al aullido de los lobos—. Lo
que la Voz del Trueno no pudo matar, Umak no lo abandonará para que sea pasto de
las bestias. —Hizo acopio de toda su energía y capacidad de concentración para
seguir adelante. Acopló lo mejor que pudo sobre su espalda el cuerpo de su nieto y se
dispuso a reanudar la marcha, dirigiéndose en voz alta al perro, a los lobos y a la
remota distancia de tundra abierta que aún le quedaba por cubrir—. Este hombre es
Umak, un espíritu jefe. Correrá en alas del viento y éste prestará celeridad a su
avance. Umak estará pronto de vuelta a casa. Avisará a su pueblo. Se enfrentarán
juntos al gran mamut. Celebrarán un banquete con su carne y aventarán su espíritu.
Y como era un espíritu jefe, le pareció que el viento arreciaba para impulsarle en
su recorrido, que fortalecía sus miembros para mantenerlos en movimiento. Y así,
mientras proseguía su camino tambaleándose, caída tras caída, levantándose una y
otra vez, en su imaginación Umak volaba en medio de la noche, con un Torka
ingrávido sobre sus hombros y el perro salvaje saltando junto a él a través del cielo.

Cayó sobre ellos en plena noche, como se presentaban todos los terrores
auténticos, y en silencio, procedente de ese pozo negro donde es acunado el miedo y
desde el cual se deslizan todos los horrores que evitan la luz del día. Llegó
furtivamente, andando a favor del viento para que su hedor no le delatara. Lo único

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que le traicionó fue la presión de sus pisadas sobre la superficie de la escarcha.
En el interior de la choza subterránea de Torka, el pequeño Kipu se agitó en
sueños. Era el sueño profundo que sobreviene al término de la noche, cuando los
latidos del corazón se hacen más lentos mientras la sangre corre profunda y la mente
descansa inerte y sin sueños.
A través de la sustancia caliente y negra de aquel sopor, una vaga e indefinida
conciencia de peligro se deslizaba como ráfagas de viento a lo largo de la superficie
negra de un estanque en una noche sin luna: invisibles, pero provocando sutiles
temblores en sus profundidades. No había nada tangible que provocase temor... sólo
la oscuridad, sólo el silencio, sólo el acostumbrado olor a mohoso de la cabaña y el
suave roce, el golpeteo de la piel al chocar contra los huesos cuando ráfagas
intermitentes de viento azotaban los muros exteriores de la cabaña.
El niño suspiró y cambió de posición debajo de sus pieles de dormir. Gimió
suavemente, todavía profundamente dormido aunque no tan tranquilo como antes.
Egatsop le oyó. Con la criatura dormida y hecha un ovillo contra su pecho, yacía
medio despierta, escuchando. Las ventanillas de su nariz se dilataron al captar el
tenue olor a corteza de picea aplastada y sangre coagulada, en tanto una sensación de
enorme peso y altura alteraba sus sentidos. Las paredes de piel de la pequeña choza
cónica chocaban suavemente contra el armazón de costillas de mamut que la
sostenían. "Sólo es el viento", dedujo. "Viene de las montañas lejanas donde hay
bosques de piceas. Pero, ¿por qué ese olor a sangre?"
La mujer abrió los ojos y escudriñó la oscuridad al mismo tiempo que olfateaba el
aire como un pequeño animal oculto en su madriguera, temeroso de que algo enorme
y hambriento esté acechándole desde lo alto. Sin embargo, no pudo oír ningún
movimiento extraño en el exterior. Si algún depredador rondase el campamento, los
cazadores hubieran notado su presencia, persiguiéndole con lanzas y cuchillos
mientras alertaban a las mujeres y a los niños con sus gritos para que se mantuvieran
en lugar seguro. Pero los cazadores parecían dormir tranquilamente, cada cual dentro
de su propio refugio.
Egatsop yacía con su hija recién nacida y su hijito, sintiéndose vulnerable y sola
al carecer del calor y la tranquilizadora compañía de su hombre. "¡Torka!". Nunca le
había echado tanto de menos. ¿Por qué no había regresado? Si no volvía pronto al
campamento, Egatsop tendría que aceptar a otro hombre. El jefe de la tribu insistiría
en ello. Una mujer no podía vivir sola.
Sintió un nudo en la garganta. Había otros hombres que la deseaban, pero ella no
quería pensar todavía en eso. No en tanto existiera la posibilidad de que Torka
estuviese aún con vida.
No quiso moverse. En el exterior había alguien o algo. Pero, ¿qué era? Trató de
tranquilizarse, de pensar que lo único que caminaba en la noche era su propio miedo.

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Una punzada de remordimiento le hizo lamentar por un instante su
comportamiento con Umak. Si él hubiera estado allí, habría salido a echar un vistazo.
Pero se había ido, y ella no se sentía triste en absoluto. Por razones que nunca había
alcanzado a comprender, el viejo la consideraba indigna de ser la mujer de Torka y la
madre de sus bisnietos. Se preguntó si ya habría muerto. Esperaba que fuera así;
entonces recordó que los espíritus de los muertos siempre vagan alrededor del
campamento hasta que un recién nacido reciba el mismo nombre que ellos, lo que
permite su retorno al mundo de los vivos. Tal vez lo que la había despertado fuese tan
sólo el fantasma del viejo Umak arañando la pared de pieles de la pequeña cabaña,
con el propósito de entrar en ella y protegerse del frío.
Egatsop estrechó al bebé entre sus brazos con más fuerza. Por vez primera se
alegraba de que no fuese varón. Ahora que el viejo había entregado su espíritu de
vida, la tradición hubiera impuesto que la criatura llevase, si era varón, el nombre de
Umak, con el objeto de que el anciano viviera de nuevo en el cuerpo del niño.
Egatsop se estremeció de asco al imaginar semejante posibilidad: nada menos que el
viejo Umak succionando nueva vida de los pechos de aquella que le había enviado a
la muerte.
Como si se diera cuenta de los pensamientos de su madre, la niña dormida buscó
sus pechos, encontró un pezón y lo aferró entre sus encías, calientes y duras.
Egatsop hizo una mueca de disgusto. ¿Ya se habría introducido el anciano en el
cuerpo de la criatura? En tiempos, Umak fue un espíritu jefe, y de los buenos. Quizá
recurriría a algún truco para volver al mundo. Egatsop recordó su tenacidad
aferrándose a la vida, cómo se negaba a reconocer su edad o la gravedad de su lesión,
y cómo se había visto obligada a avergonzarle para que se decidiera a entregar su
espíritu al viento. De cualquier modo, ¿podría cualquier varón sentir tal avidez por la
vida como para degradar su espíritu masculino destinándolo a vivir en calidad de
hembra? No. Ni siquiera Umak haría tal cosa.
La pequeña emitió suaves gemidos de protesta. Egatsop no había mentido al
decirle al anciano que temía quedarse sin leche. Era justo lo que empezaba a ocurrir.
Si Torka y los otros no regresaban en la oscuridad del día siguiente, abandonaría a su
criatura a la intemperie antes de privarla de la fortaleza necesaria para mantenerse
con vida ella y su hijo.
Continuó acostada, sin moverse. Pensaba en cómo lo haría. "Sin ceremonia.
Puesto que no tiene nombre, no tiene espíritu. No está viva. La suerte que corra no
tendrá consecuencias. Esta mujer la llevará muy lejos del campamento. Esta mujer
taponará su boca y su nariz con nieve, de forma que ninguno de los vivos sea
perturbado por los gritos del que es abandonado para morir, desnudo, a la
intemperie". Así era como lo haría; para la vida de su hijo y la de los miembros
famélicos de su tribu. Aquella criatura serviría de cebo para los perros salvajes,

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mientras tuviera fuerzas para chillar haciéndoles caer en las trampas.
El olor a picea y sangre llenó de pronto el aire, al tiempo que la superficie de la
escarcha se contraía como el cuerpo de un mosquito gigante al clavar el aguijón.
Egatsop se incorporó sobresaltada. El movimiento paró, luego volvió a empezar con
fuertes sacudidas. Eran pisadas.
Kipu se despertó y enseguida se incorporó, frotándose los ojos con los nudillos.
—¿Qué es eso? —su voz sonaba trémula, aunque se esforzara por darle un tono
masculino, indiferente, como si su pregunta no fuese producto del miedo y de la
curiosidad que sentía, sino una idea tardía, como un cazador que preguntase
cortésmente a su amigo la clase de presa avistada por éste, cuando él ya había abatido
todas las piezas que esperaba ser capaz de consumir a lo largo de un invierno entero.
Los ojos de Egatsop estaban desorbitados por el miedo. El niño vio el terror de su
madre y reaccionó con valentía. A sus cinco años, se puso en pie, decidido a erigirse
en protector de la mujer de su padre.
El olor a corteza aplastada de picea lo invadía todo. Kipu levantó la cabeza. Las
ventanas de su nariz se dilataron. Aspiró el olor para tratar de identificarlo, como
Umak le había enseñado; "Guarda el olor en lo más hondo de tu memoria, en el lugar
donde quedan registradas las imágenes de un hombre". Pero Kipu no era un hombre.
Era un muchachito. En su interior, el lugar donde se almacenaban las imágenes era un
depósito que distaba mucho de estar lleno. Nunca había estado en las montañas
lejanas. No había visto jamás un bosque ni ninguna especie de árbol.
Por su parte, Egatsop acababa de comprender que su temor estaba bien fundado.
El hedor que llenaba las ventanillas de su nariz era no tanto el de la picea como el del
animal que la comía. Un animal cuya dieta se componía casi exclusivamente de
picea, de tal manera que su carne, su piel y su pelaje, al igual que su aliento, exhalaba
el olor a aquel árbol rico en savia cuando se desplazaba desde los bosques lejanos a la
llanura de la tundra.
—¡MAMUT!
Fue el jefe de la tribu quien lanzó el grito; un grito de aviso lanzado en el preciso
momento en que la bestia rasgaba el cielo con su horrísono trompeteo.
Fuera de las paredes de piel de la pequeña cabaña, el campamento entero se llenó
de alaridos de terror. Los gritos de las mujeres y el llanto de los niños asustados le
dijeron a Egatsop todo lo que necesitaba saber.
La Voz del Trueno... El Que Hace Temblar Al Mundo... El Que Aparta las Nubes y
Destroza las Vidas de los Hombres... la letanía de nombres prohibidos desfilaron por
su mente mientras recordaba los antiguos relatos de terror. Aspiró el hedor del hálito
del mamut, de su pelaje y de su piel ensangrentados y supo con absoluta certeza que
la sangre que olía era la de Torka. El Destructor había matado a su compañero.
La bestia, loca de furia, iba de una lado para otro. Desgarraba y destrozaba cuanto

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le salía al paso. La mujer notaba los movimientos del animal en el suelo de su
vivienda. Escenas surgidas de sus pesadillas de niña se agolparon en su cerebro
mientras se levantaba de un salto, estrechando a su hijita contra su pecho, sin pensar
ahora que la criatura carecía de alma. Ahora era real, era su hija.
Todo era demasiado real para ella, ahora...
Mientras Kipu reunía las lanzas abandonadas allí por el viejo Umak, lanzas que
serían inservibles en manos de un niño, Egatsop le propinó un puntapié. El chiquillo
cayó sobre el vientre; luego la madre se inclinó y con una mano le levantó de un
tirón.
—Tenemos que correr. Si nos quedamos aquí dentro, eso nos aplastará.
Eso.
—¡Yo mataré a ese mamut! —exclamó el niño con altivez, atreviéndose a
pronunciar el nombre de su proyectada presa, forcejeando con su madre mientras ésta
apartaba las pieles que servían de puerta a la cabaña, obligándole a salir a una noche a
punto de desvanecerse. Kipu estaba furioso con ella; dio unos cuantos pasos y se
volvió para decirle que él era ahora su único protector, que tenía que coger sus armas.
Ella estaba quieta, todavía inclinada, sosteniendo con una mano la cortina de la puerta
mientras miraba hacia arriba y detrás de Kipu. En su rostro había una expresión
realmente extraña, y Kipu no comprendía por qué gritaba su nombre con una especie
de alarido estrangulado, desfiguradas sus hermosas facciones por una súbita
crispación.
Ella fue lo último que vio, ni siquiera la vio muy bien a través de la azul
oscuridad de la madrugada ártica. Luego, por espacio de un segundo, todo se volvió
muy brillante mientras algo le golpeaba desde lo alto y por detrás. Kipu ni siquiera
tuvo tiempo de preguntarse qué era lo que le mataba.
Pero Egatsop lo vio. El gigantesco animal se detuvo para aplastar a su hijito con
una de sus enormes patas y a continuación, se dirigió hacia ella. Egatsop hubiera
podido correr, puesto que era pequeña y ágil. Habría podido esquivarle como una
danzarina en un festín de caza, arrojándole al monstruo la criatura sin espíritu para
frenar su acometida. Sin embargo, no lo hizo, no pudo. En aquel momento, cuando la
mujer de Torka miró a los ojos de la Muerte, se esforzó por apartarse de su camino.
Protegió a su hijita cubriéndola con su cuerpo, en un vano intento de salvarle la vida a
costa de la suya propia.
El mundo era azul. Arriba, abajo, nieve, cielo, hasta el aire y los sonidos distantes
de muerte y de terror, todo parecía azul. También Torka a lo largo de kilómetros y
kilómetros, bañado en aquella luz azulada, como un hombre caído en una grieta
glacial, precipitado a una sima sin fondo de hielo azul, desplomado mientras un
compañero le llamaba en vano desde arriba, debilitándose su voz... debilitándose...
hasta no quedar otro sonido que el de su propia respiración entrecortada, y gemidos,

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sollozos de terror mientras caía... y caía... con su cuerpo rebotado contra las paredes
de hielo cada vez más angostas, hasta que...
—¡Torka!
Era la voz de Umak. Muy lejana, en lo alto de la hendidura, rodeada de una luz
azulada, en cierto modo compartiéndola. El anciano le llamaba como si quisiera,
mediante artes mágicas, detener la caída de Torka en la inconsciencia, devolviéndole
al dolor de la realidad.
Torka yacía de costado sobre la nieve, con unos dolores insoportables.
Precipitarse en picado hacia la muerte, caer en el abismo azul parecía preferible a un
dolor semejante. Por un instante tuvo la impresión de que volvía a hundirse, pero
Umak, que estaba junto a él en la nieve, lo impidió aferrándole con sus implacables
manos enguantadas, y le sacudió después con fuerza.
—¡Torka! Tenemos que marcharnos. Pero la rodilla ya no responde a los poderes
de espíritu jefe de Umak. Le ha fallado. Umak se ha caído, ya no puede seguir
llevándote sobre sus hombros.
—¿Llevarme? —la palabra pronunciada por el joven cazador era más una protesta
que una pregunta. El era Torka. Ningún hombre le llevaría a cuestas. Ni siquiera
Umak. A no ser que... Antes de que pudiera dar forma a su suposición cayó de nuevo
en el abismo, sólo que esta vez no era azul ni estaba lleno de hielo, sino brillante y
lleno de recuerdos punzantes que eliminaron en él todo vestigio de sopor.
Ayudado por Umak, se incorporó, medio desvanecido por el dolor; luego, sacando
fuerzas de ese mismo dolor, se dijo que ya no lo sentía y casi llegó a creérselo. Se
apoyó en Umak, en aquel cuerpo viejo y correoso, con un corazón en el pecho tan
grande y poderoso como las firmes e inmutables rocas que servían de puntal a la
llanura de la tundra. Torka siempre había hallado consuelo y renovados bríos sólo con
acercarse a Umak, y ahora le sucedía lo mismo, mientras el alba desfalleciente se
dejaba arrastrar por el resplandor de la aurora boreal, robaba su color e inundaba el
mundo con la luz dorada de la mañana.
—¡Escucha! —ordenó Umak, y había algo en la voz del anciano que aguzó los
sentidos maltrechos de Torka y le sacó del letargo causado por el dolor.
Escuchó el silencio de la mañana del Ártico, la anormal ausencia de viento, los
latidos irregulares de su corazón, el jadeo del anciano y su propia respiración
sincopada. Reinaba un silencio excesivo, extraño, como si sobre la tierra, bajo la capa
del cielo, sólo quedaran con vida él y Umak.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo el viejo, sin que su voz sin matices
denotara la angustia que sentía. Todo había sido inútil. Había llegado a un límite que
cualquier otro hombre hubiera aceptado como el último de la resistencia humana.
Pero él, Umak, había querido sobrepasarlo. Cargado con Torka, había recorrido
kilómetros y kilómetros —de nuevo joven, fuerte, invencible— hasta el extremo de

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que el perro salvaje, jadeante, le había mirado incrédulo mientras se esforzaba por
continuar corriendo a su lado.
Ahora el perro estaba echado en la nieve, no demasiado lejos, en la suave
pendiente de una elevación de la tundra que se extendía sobre el pequeño valle donde
la tribu de Umak instalara su campamento de invierno. Fue en aquella pendiente
donde la rodilla del anciano le gastó una broma pesada a su fortaleza. Por muy
espíritu jefe que se creyera, las rótulas carecen de espíritu y la suya se torció sin
previo aviso. Cayó pesadamente; no pudo agarrarse a Torka como era su intención y
ahora yacía en la nieve, maltrecho y sin aliento, aturdido.
El trompeteo del mamut despejó su cabeza. Sin embargo, no llegaron a sus oídos
los gritos de terror de su gente; entonces comprendió que era demasiado tarde para
avisarles. Levantándose como pudo, se acercó renqueante al punto más elevado de la
loma y lo que vio le hizo caer de rodillas. Se había esfumado Umak, espíritu maestro
y matador de bestias. Volvió a ser un viejo, viejo y sin nombre, que ya no se sentía
invencible sino impotente. Humilló la cabeza; el silencio de la catástrofe de su tribu
le agobiaba y deseó con todas sus fuerzas que su espíritu se fundiera con el de
aquellos que habían muerto. Pero Umak ya había aprendido que la Muerte no quería
nada con un viejo correoso ni con el cazador herido que yacía sobre la nieve,
gimiendo en su delirio.
Se aproximó a Torka y se arrodilló junto a él; al poco rato le ayudó a levantarse
mientras trataba de consolarle, robustecida su voluntad porque sabía que el joven le
necesitaba. El anciano había llegado demasiado tarde para avisar a su pueblo del
peligro, pero los suyos todavía necesitarían de la habilidad de su espíritu jefe como
curandero, si es que aún quedaba alguien con vida. Este pensamiento le devolvió un
poco de su propia estimación. Habló a Torka diciéndole que tenían que seguir.
El silencio continuaba y Umak escuchaba, sabedor de que el mamut se había
marchado. Pronto, cuando la conmoción de su paso por el campamento hubiera
saltado sobre la gente como una ola enorme y terrible, los supervivientes del desastre
empezarían a llorar y a lamentarse. En bien de Torka, Umak intentaría no hacer
demasiado alarde del placer que experimentaría al demostrar a Egatsop lo equivocada
que estaba al no creer en su pericia como curandero.
Pero pasaban los minutos y el silencio proseguía. Mejor dicho, iba en aumento, se
hacía palpable. Y, de repente, Umak supo la verdad, lo mismo que Torka, a su vez, la
conocía.
El Destructor llegó y se marchó. Y en el mundo entero, bajo la capa del cielo
inmenso e inmisericorde, Torka y Umak eran los únicos que quedaban vivos para oír
la reanudada canción del viento y para escuchar el desolado lamento de un lobo
solitario que aullaba en dirección a ellos desde el lindero del valle que se abría a sus
pies.

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CAPÍTULO 5
staban sentados en silencio, con el oído atento a la canción entonada por un
lobo.
Ni Torka ni Umak supieron cuál de los dos fue el primero en darse cuenta
de que no se trataba de la canción de un lobo. Sin embargo, el perro lo supo desde el
principio y se mantenía en pie, con la cabeza algo gacha y las orejas hacia atrás.
Reconocía el sonido de una posible presa.
Umak se levantó lentamente, imitado por Torka. Éste se apoyó en el anciano
mientras luchaba contra el dolor y el mareo. Logró sobreponerse y permanecer en pie,
en medio del viento, que había girado y soplaba ahora del este, dirigiéndose más allá
del valle, a través del campamento devastado, prestándole un nuevo acento a la
canción del lobo, transformándola en lo que realmente era: los alaridos, el llanto
enloquecido de una mujer.

Los dos hombres descendieron juntos al valle, seguidos a prudente distancia por
el perro. No le prestaban la menor atención; Umak incluso se había olvidado de su
existencia.
Los gemidos de la mujer cesaron, aunque a Torka le hubiera gustado seguir
oyéndolos. El sonido de aquella voz le devolvía su vigor, hacía que el pulso le latiera
con más fuerza, brincándole el corazón de esperanza. Estaba convencido de que era la
voz de su mujer. Aunque estaba exhausto por el dolor y la pérdida de sangre, un
nuevo día estaba amaneciendo. No había forma de saber cuántos de los suyos habían
muerto y cuántos estaban heridos, pero Torka estaba vivo, con Umak a su lado.
Egatsop le llamaba. Kipu le necesitaría. Los otros supervivientes, también.
Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que era un insensato; Torka sabía
que sus pensamientos eran divagaciones absurdas. Aun así, era incapaz de afrontar la
verdad. Sus pensamientos eran como costras que cubrían una herida peligrosa. Le
calmaban y mitigaban el dolor que sentía a cada paso que daba, o simplemente al
respirar. Sin ellas, hubiera sucumbido a la locura.
Cuando, por fin, llegó a la linde del campamento y vio lo que su mente se negaba
a admitir, Torka se detuvo. Miró y se dijo que en algún lugar, en medio de aquella
espantosa carnicería y del ominoso silencio, los supervivientes esperaban…, su mujer
y sus hijos esperaban…, pero las costras crujieron un poco y la herida que había
debajo empezó a sangrar. Su próximo paso fue menos seguro.
Umak fue el primero en descubrir la forma de una mujer. Estaba arrodillada en el
extremo opuesto del campamento asolado, en un sangriento lago de chozas
derrumbadas y cadáveres esparcidos. El anciano miró por encima de ellos, no quería
verlos, si bien la mayoría estaban aplastados e irreconocibles, con sus ropas tintas en

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sangre, acribillados además por los colmillos del mamut. El Destructor no se había
contentado con matarlos; había aplastado, triturado y mutilado hasta que la mayoría
de los que antes fueran hombres, mujeres y niños formaban ahora parte de la tierra de
la tundra, fundidos con ella definitivamente en una repugnante mezcolanza, de tal
modo que, en ciertos sitios, Umak no hubiera podido decir dónde terminaba la carne
humana y empezaba la tierra.
La mujer se había arrodillado de espaldas a la carnicería. Se había cubierto con un
chal de cuero y semejaba una pequeña tienda de campaña alzándose solitaria en
medio de la devastación hasta que se movió, balanceándose hacia atrás y hacia
adelante, como Umak había visto hacer con demasiada frecuencia a las madres
cuando morían sus hijitos, apretando a los bebés contra su pecho, en un trágico
intento de amamantarlos y devolverles la vida con sus canturreos.
Era lógico que Torka creyera que era Egatsop la que estaba sentada allí, con su
hija recién nacida en brazos. Deseaba con toda su alma que lo fuera. Cruzó el
campamento en dirección a ella. La cogió por los hombros y la levantó, volviéndola
hacia él mientras pronunciaba su nombre. El manto cayó, llevándose sus ilusiones.
No era Egatsop. Era una jovencita; era Lonit.
Con los ojos desorbitados, la cara sucia y densamente pálida a causa de la
impresión sufrida, no sostenía a ningún niño sino que, en un gesto instintivo para
protegerse, había cruzado los brazos sobre su pecho, balanceándose sentada mientras
trataba de impedir que el horror se apoderase de su mente. Ya le había ocurrido antes,
cuando los gritos de los suyos la hicieron despertarse en un mundo que se
desplomaba a su alrededor. La choza de su padre se había derrumbado, aplastándola,
o al menos así se lo parecía mientras las mujeres de su padre gateaban por encima de
ella, chillando y abriéndose camino a través de una maraña de pieles y de huesos,
abandonándola medio asfixiada. Oyó chillar a su padre y a los otros hombres; todos
gritaban que era preciso reunir lanzas y cuchillos y hacer antorchas para expulsar de
allí a "la cosa". Luego, la voz de su padre se había perdido; había demasiadas voces,
confundidas en una masa de sonido. Sin embargo, "la cosa", imponiéndose a la
batahola, se dejó oír y ella permaneció acurrucada, envuelta en sus pieles de dormir,
atrapada debajo de la estructura derribada de la choza de su padre, incapaz de
moverse, incapaz casi de respirar, con sollozos estrangulados de terror en tanto el
mundo se estremecía una y otra vez, hasta que se hizo el silencio.
Salió como pudo de la choza para ver qué era lo que la había vuelto loca. Todos
los suyos estaban muertos y ella se sentía contenta. ¡Contenta! Su mente estaba
rebosante de recuerdos de amargura y humillación, de crueldad y falta de compasión.
En los últimos tiempos, Kiuk se había acercado a ella en la oscuridad para pegarla, y
aunque todavía no era mujer, la penetró porque como padre le asistía ese derecho.
Hasta que otro hombre la solicitara, Kiuk podía hacer con ella lo que se le antojara.

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Desde que sus dos mujeres quedaron embarazadas y sus vientres crecieron de manera
desmesurada, Kiuk la utilizaba para aliviarse. La montaba con saña, penetrándola
hondo. Algunas veces Lonit pensaba que con aquellas embestidas pretendía
alcanzarle el corazón y matarla. Él se descargaba una y otra vez hasta que los muslos
de la muchacha resultaban magullados y el lugar por donde la penetraba en carne
viva, tumefacto y ensangrentado por la brutal acometida del hombre. Ella no se había
quejado nunca, ni siquiera cuando él la amorató un ojo porque le costaba realizar sus
propósitos. Cuando terminó y se apartó, ella lloró en silencio, como había aprendido
a hacerlo para que ni él ni sus mujeres la oyeran y acudieran a pegarla por
molestarles. El papel de las hembras era ser silenciosas, fuertes y complacer a los
hombres en todo cuanto quisieran. La muchacha lamentaba su torpeza para satisfacer
a su padre cuando éste la montaba de noche. Su deber era darle gusto, pero nada de lo
que hacía le complacía nunca. Y en adelante ya nada le complacería jamás. Estaba
muerto. Todos estaban muertos. Y ella estaba contenta. De entre todos ellos, ¿quién
se había mostrado amable alguna vez con ella? Sólo el viejo Umak. Sólo Torka. Pero
los dos se habían marchado; tal vez estuvieran muertos como los demás.
Lo atroz de semejante posibilidad estuvo a punto de hacerla rodar por el suelo. En
un instante, su alegría se trocó en un sentimiento de culpabilidad. Era una criatura
infame. Su padre la despreciaba con razón. Todos tenían derecho a despreciarla. Y
ahora estaban muertos, y sólo ella, todavía a medio crecer, un mísero remedo de
muchacha, estaba viva para correr por todo el campamento y aullar como un animal
enloquecido hasta desplomarse, incapaz de llorar o de gritar por más tiempo. Sin su
pueblo, moriría. Sin la protección de la tribu, los enormes lobos, los osos y los leones
caerían sobre ella para devorarla. Tal vez a ellos les gustase su carne. A lo mejor
había nacido para correr precisamente aquella suerte.
Ahora contemplaba a Torka como si no se atreviera a creer que era real. La
mirada vacía de la locura aparecía en sus ojos. Parpadeó, deseosa de arrancarse del
borde de la demencia, de volver de aquel mundo obtuso en el que se había refugiado
desde la marcha del mamut, dejando ruinas y despojos sangrientos a su alrededor,
dejándola a ella sola sin la menor esperanza de supervivencia. Hasta aquel momento.
—¿Torka? —pronunció su nombre con voz entrecortada; sus rodillas estaban a
punto de doblarse, pero ella las mantenía rígidas por temor y vergüenza a desmayarse
delante de él. El hombre era real. El poderoso apretón de sus manos le decía que lo
era. A ella la alegraba el dolor que sin querer la causaban. Estaba viva y Torka estaba
con ella. No estaba muerto. Había vuelto a casa. Los espíritus habían escuchado las
súplicas que ella, día tras día, les dirigía al ver que no regresaba al campamento junto
con los otros. Había vuelto, como estaba segura de que lo haría, aunque los demás
creyesen que no. Nadie lo había dicho con palabras, pero Lonit las vio flotar en el
campamento como el humo de una fogata mal encendida. Un humo malo. Oscuro,

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manchado por cosas no quemadas, tales como la envidia, la codicia y el
resentimiento. Torka había sido amigo de todos. Todos llorarían su pérdida. Muchos
lamentarían la extenuación que les había dejado demasiado débiles para salir en su
busca. Otros, en cambio, recordarían que él les superaba en tantas cosas que, si no
regresaba, automáticamente serían mucho más valientes, fuertes y listos a los ojos de
sus mujeres y de sus hijos… y a los suyos propios.
Así fue instruido el pueblo. Hacía mucho tiempo que ella lo sabía. Nadie debía
destacar. Todos tenían que ser iguales, mantenerse a idéntico nivel para unificar la
tribu, para existir en su seno con el único propósito de la supervivencia colectiva. La
tribu era un organismo vivo, en funcionamiento, cuya fuerza dependía
exclusivamente del conjunto de las partes que lo integraban. Por eso eran expulsados
sus miembros débiles. Por eso los más dotados ocultaban su fortaleza, con el fin de
impulsar a los menos afortunados a conseguir un nivel superior que todos estaban
obligados a alcanzar. La experiencia demostraba que veinte cazadores buenos,
resistentes, siempre volvían a casa con más caza que cualquier otro que actuase en
solitario, por muy extraordinaria que fuera su habilidad y valentía. Torka lo había
comprendido. Lonit le había observado desde lejos, maravillada al ver cómo se
desenvolvía. Era como un corredor conteniéndose al final de una carrera, sabedor de
haber ganado con excesiva frecuencia y demasiado fácilmente; en bien de los demás,
se mantenía a la zaga para permitir que los otros conservaran su orgullo, sin darse
cuenta de que esta deferencia les resbalaba. Torka era el mejor. Todos lo sabían. Lonit
lo sabía; no recordaba ningún momento en que no le hubiera adorado.
Ahora, la vergüenza la invadía al levantar la cabeza para mirarle. Se daba cuenta
del viento que soplaba a través del campamento devastado. La rodeaba, susurraba
como para recordarle que era la única que quedaba con vida para pronunciar las
obligadas y tradicionales frases de salutación de una mujer a un cazador de regreso a
casa.
Su mente estaba en blanco. No se le ocurría que, ante un espectáculo como aquél,
las palabras de bienvenida serían un escarnio; sólo sabía que no podía recordarlas. Su
vergüenza aumentó. No era digna de estar viva cuando todos los suyos yacían
muertos a su alrededor. Cuánto debía de odiar Torka la presencia de la fea y
desgarbada Lonit, cuando su propia mujer estaba muerta, cuando todas las mujeres
estaban muertas… todas las preciosas mujeres de cuerpos pequeños y compactos, de
rostros iguales y bonitos, redondos y planos como lunas. Torka no querría ser
saludado por alguien a quien deberían haber abandonado al nacer, de no haber sido
alumbrada por la mujer favorita de Kiuk durante una temporada de caza abundante.
Era tan fea que su madre no debería haberla amamantado, pero su padre lo permitió
en un momento de debilidad para dar gusto a una pobre mujer, ninguno de cuyos
embarazos anteriores llegó nunca a feliz término.

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Su madre le había dicho que era hermosa. Lonit nunca entendió por qué. Desde el
principio debió saltar a la vista que era diferente. Su rostro era ovalado, en lugar de
ancho y redondo. El puente de su nariz no era aplastado, lo tenía grande para ser
hembra. Y lo más imperdonable de todo: había nacido sin el pliegue de piel que
cubría los párpados extendiéndose desde el lagrimal a las sienes. Además de ser una
especie de escudo contra el viento y la luz deslumbrante de la nieve, el pliegue en
cuestión era más que una exigencia para la belleza femenina; sin él, no se permitía
que ninguna niña viviera. No obstante, Lonit había vivido a pesar de su deformidad.
Su madre había suplicado para que le fuera impuesto un nombre, concediéndole de
este modo un espíritu de vida. Kiuk consintió en ello. Pensaba sin duda que la niña
vencería la fealdad. No fue así; por el contrario, creció sana y fuerte. A la muerte de
su madre, las otras mujeres de su padre no la echaron a la calle. Kiuk sí lo hubiera
hecho porque su fealdad le sacaba de quicio. Pero las mujeres siempre tenían algún
trabajo que encargar a la niña. Para ella eran los fardos más pesados, las tareas más
tediosas. Aun así, se sentía agradecida. Era indigna de una vida mejor. Más adelante,
cuando llegara el momento de su menstruación, algún hombre podría llevársela para
que fuera su mujer; un hombre mayor que ella, viudo quizá, o lisiado, o de alguna
manera indeseable. Entretanto, Kiuk encontró la forma de utilizarla para sus propios
fines. Pero aunque la larga oscuridad se presentó once veces y se marchó otras tantas
desde su nacimiento, la niña todavía no había sangrado como mujer. Otras chicas de
su edad ya tenían niños de pecho, pero eso no importaba. El deseo que Lonit tenía de
vivir era muy poderoso. Era un hecho que en ocasiones le resultaba desconcertante,
pero siempre recordaba las palabras de su madre moribunda:
"No eres como los demás, pequeña mía. Te llaman fea. Dicen que no hay sitio en
la tribu para una muchacha fea. Por tanto, has de ser útil. Tienes que ser valiente. Y
por encima de todo, has de ser fuerte. Si no lo eres, serás expulsada y tu espíritu
caminará en medio del viento, los zorros irán en pos de los lobos para darse un festín
con tus huesos".
Lonit escuchó. Aprendió. Supo hacerse útil. Se obligó a ser valiente. Sabía que
mientras fuera fuerte siempre habría un sitio para ella en la tribu.
Pero ahora la tribu había desaparecido. Su padre estaba muerto, y sus mujeres, y
todas las jóvenes, y todos los niños de pecho. Todos muertos. Y allí estaba ella, el
miembro más despreciable de la tribu, sana y salva, incólume, tan fuerte como
siempre. Se sentía confusa. ¿Cómo podía estar delante de Torka, el mejor de todos
ellos, y osar dirigirle la palabra?
—¿Dónde está la mujer de Torka… su hijo… su hijita?
La jovencita se ruborizó al oír el sonido de su voz. Se dio cuenta entonces de que
estaba malherido. Lo veía en su actitud y en sus ojos febriles. La voz del hombre
sonaba extraña, distante y hueca, tan seca y quebradiza como huesos viejos. Lonit

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sabía que, cuando le contara la verdad, algo se rompería dentro de él.
Y así fue. El hombre sintió que algo sangraba en lo más hondo de su pecho.
Instintivamente sabía que no aceptaría como ciertas las palabras de Lonit hasta que
viese a Egatsop y Kipu con sus propios ojos, Y tal vez incluso entonces… No; no
podía ser verdad.
Umak vigilaba a Torka y a la muchacha desde la linde del destrozado
campamento. También él notaba la acometida del viento que soplaba a su alrededor.
Entornó los ojos para protegerse del vendaval mientras escudriñaba el cielo y el
lejano horizonte circundante. Las aves de presa ya habían encontrado el campamento.
Aún era temprano, pero Umak sabía que, en aquella época del año, la oscuridad no
tardaría en llegar y con ella, atraídos por el olor a tanta sangre, zorros, linces, perros
salvajes y lobos.
A decir verdad, las perspectivas eran inquietantes. Los lobos, con sus anchas y
poderosas mandíbulas, podían partir con facilidad el muslo de un hombre. Los
agudos y fuertes dientes de los lobos estaban perfectamente dispuestos para quebrar
los huesos a través de la piel y los músculos. Trató de no pensar en ello, pero los
lobos caminaban dentro de su mente y minaban su valor. Por si fuera poco, a los
lobos se sumaron otras visiones de enormes y voraces carnívoros: osos veloces de
elevada talla, caricortos; leones de enmarañada melena; ágiles felinos con dientes de
sable. Con sus afilados colmillos casi tan largos como el antebrazo de un hombre y
unos ollares situados muy hacia atrás encima del hocico, estos felinos parecidos a los
leones podían respirar mientras hundían la cara en su presa y succionaban la sangre
de su víctima antes de que se desperdiciase al brotar de las heridas.
Umak se mantenía de cara al viento. Contra semejantes depredadores, sabía que
un viejo, una jovencita y un cazador gravemente herido estarían prácticamente
indefensos. No era conveniente permanecer allí. El viento se había estabilizado y era
cada vez más frío. Umak percibía en él la amenaza de una tormenta. Él, Torka y Lonit
tenían que rescatar lo que pudieran de las cabañas destrozadas y encontrarse lejos de
allí a la mañana siguiente, resguardados de los depredadores y de la tormenta en
algún refugio improvisado, con los objetos para una nueva vida recogidos de entre los
restos de la antigua.
Umak frunció el ceño. No sería tarea fácil convencer a Torka y a Lonit. En
realidad, a él tampoco le convencía aquel arreglo. A los vivos no se les permitía
reclamar las pertenencias de los muertos, ya que hacerlo supondría despojar a los
espíritus que habían partido de sus armas, útiles y techo en el mundo espiritual.
Errarían a través del viento por siempre jamás, incapaces de dormir o descansar,
dedicados a dar caza a aquellos que les robaron hasta que también ellos se
convirtieran, a su vez, en espíritus. Pero, ¿qué clase de vida sería la de ellos tres si no
se llevaban aquellas cosas? Tal vez si entonaban los cánticos adecuados, los espíritus

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entenderían… Ésa sería la tarea de Umak en su calidad de espíritu jefe, hacer que los
comprendieran.
Umak observó a Torka mientras éste se movía de un lado para otro entre los
restos del campamento de invierno. Caminaba rígido, obligándose a ignorar el dolor
de sus heridas, sin darse cuenta de que la muchacha, Lonit, le seguía pegada a sus
talones como un potrillo aturdido, temeroso de ser abandonado. Los pasos del
hombre eran lentos, cautelosos, como si pisara el hielo de primavera sobre la
superficie de un lago profundo y peligroso. Y en cierto modo, pensó Umak, era así.
Cuando Torka encontrase lo que buscaba, el hielo se rompería y el cazador se
hundiría a través de él para ahogar su aflicción. Después moriría un poco… Una parte
de su espíritu vagaría siempre por el mundo de los espíritus con su mujer y sus hijos
muertos; pero el hombre que renacería tras la abrasadora agonía de la verdad a la que
Torka tendría que enfrentarse, sería un hombre más duro, más fuerte. Lo mismo que
ocurre con la punta asesina de una lanza bien hecha, Torka tendría que ser ahora
rehecho y perfilado de nuevo en el fuego de su angustia.
Umak hubiera querido ayudar a su nieto a soportar su pena; sin embargo, tenía
que sufrirla a solas. Umak no podía compartir ni mitigar su aflicción. No obstante, su
decisión de mantenerse a distancia en plan de observador estoico, habituado al
sufrimiento en razón de su edad y experiencia, se vino abajo de repente. El mentón
del anciano tembló al ver a Torka arrodillado entre los escombros de la que fuera su
choza. Umak sabía lo que Torka estaba viendo en aquel momento y se precipitó hacia
él. Deseaba tener el poder de ordenar a las chozas que se alzaran de nuevo y mandar
que la vida volviese a los cadáveres de los miembros de su tribu. Un auténtico
espíritu jefe debería ser capaz de hacer esas cosas. Un auténtico espíritu jefe no
hubiera tropezado en la nieve. Un auténtico espíritu jefe hubiera llegado a tiempo
para arrojar una lanza invisible al corazón del mamut.
Pero Egatsop tenía razón con respecto a él: Umak ya no era un espíritu jefe. Era
un viejo inútil, que lo único que podía hacer era permanecer allí en sus brazos… algo
pequeño y destrozado, tan fláccido como las muñecas de piel de caribú que las
mujeres confeccionaban para sus hijas pequeñas, muñecas rellenas de plumas de
perdiz nival, trozos de liquen y algún que otro retazo de pieles de pelo largo
procedentes de prendas desgastadas y ennegrecidas por la podredumbre. Deformadas,
con sus costuras desgarradas y su relleno ensangrentado saliéndose, con sus pequeños
brazos y piernas colgando en ángulos grotescos de un torso aplastado que no caía
hecho pedazos porque lo sujetaba la funda de sus ropas tintas en sangre, aquella
muñeca no era tal muñeca. Era todo lo que quedaba de un niño.
—¡Kipu! —Umak gritó el nombre en voz alta. Respondía al terrible gemido de
angustia de Torka con el suyo propio. Hasta aquel momento había olvidado al
chiquillo, tan ensimismado estaba, tan lleno de vergüenza por su fracaso al no poder

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demostrar que seguía siendo Umak, jefe de espíritus, vencedor de obstáculos. Ahora,
al ver a Torka que sostenía en sus brazos el cuerpecito sin vida, destrozado, de su
adorado Kipu, su orgullo se quebró.
Umak cerró los ojos. Las lágrimas abrasaban sus párpados. Su larga cabellera
suelta ondeaba al viento, le azotaba la cara mientras pensaba: "Este viejo es viejo.
Este viejo no es jefe de nada. Este viejo ha vivido demasiado".
Pero no lo suficiente.
El alarido agudo, entrecortado, de un perro salvaje sacó a Umak del sofocante
pozo de la desesperación. El perro se mantenía cerca, aunque no demasiado,
vigilando al anciano con sus familiares ojos azul celeste.
Umak le devolvió la mirada, pensativo. De modo que, una vez más, el Hermano
Perro le había seguido. Una vez más, la intrusión del animal en sus pensamientos le
hacía darse cuenta de que aún no era el momento de morir. Por viejo que fuese e
indigno de llamarse espíritu jefe, todavía estaba vivo. Todavía era Umak, un hombre.
Y si Torka y Lonit tenían que sobrevivir, aún le quedaba mucho por hacer antes de
entregar su espíritu para que caminase en alas del viento.

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CAPÍTULO 6
ntre los tres colocaron los cadáveres de acuerdo con las normas de la
tradición: hombres, mujeres y niños en grupos de familia, boca arriba, en la
posición llamada mirando al cielo. Era una tarea desagradable, y cuando, por
fin, terminaron el espantoso montaje, los supervivientes, en pie, contemplaron la
terrible finalidad del espectáculo que tenían ante sus ojos.
Mientras Torka caía de rodillas cerca de los cadáveres de su familia, Lonit
temblaba de forma incontrolada y Umak alzó los brazos para ofrendar la canción de
la muerte. Era un conjuro breve, quebrado repetidas veces por estallidos de
desolación en la voz del anciano, pero éste continuó hasta el final, y al concluir el
cántico, elevó una súplica más.
—Ahora marchaos, Espíritus de Vida. Dejad este lugar de muerte. Sed ahora
jinetes del viento y los guardianes de Umak, Torka y Lonit. Naced de nuevo por
medio de esta mujer y vivid en las palabras de estos hombres, que siempre os
recordarán en sus cánticos de vida.
Bajó los brazos y miró a la muchacha.
—Ven. Tenemos que prepararnos ahora para abandonar este sitio antes de que la
oscuridad se nos eche encima.
Lonit permaneció muda, con el rostro tenso por el frío y los ojos desorbitados por
la inquietud. ¿Qué era lo que Umak sugería? ¿Acaso había olvidado que estaban
obligados a quedarse junto a sus muertos durante cinco días? Era el tiempo que
obligatoriamente tenía que durar el velatorio, cuando los espíritus de los fallecidos
rondaban sus cuerpos tumbados y algunas veces escogían volver a la vida. Por eso,
familiares y amigos tenían que permanecer junto a ellos por si necesitaban ayuda en
el caso de que decidiesen despertar del sueño de la muerte. Les harían falta alimentos
y cuidados, cobijo y protección contra los depredadores. Abandonar a su pueblo
durante aquel período tan crítico era impensable.
Lonit creía que Torka discutiría las órdenes del anciano, pero el joven cazador no
estaba en condiciones de discutir nada. Vio que había cogido de nuevo el cadáver del
pequeño Kipu en sus brazos; su corazón sangró por él. Torka había colocado su
manta de dormir sobre los cuerpos de Egatsop y de su hijita. Las pieles de pelo largo
ondulaban como la hierba de primavera al soplo del frío viento invernal. Torka las
atravesaba con la mirada, con sus ojos oscuros brillantes de fiebre. Cantaba en voz
queda; imploraba al espíritu de vida de su hijo que regresara al pobre cuerpo
aplastado de Kipu. Parecía estar en otro mundo, en trance, más allá de aquel lugar de
muerte.
—Ningún espíritu volverá a vivir en el cuerpo de este niño —dijo Umak con
suavidad, reconciliándose con una verdad que Torka aceptaría a su debido tiempo—.

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Ahora, Torka tiene que descansar—. Miró de nuevo a la jovencita: —Ven, Lonit y
Umak tienen muchas cosas que hacer.
Los extraños ojos de Lonit se abrieron como platos a causa de la confusión que
sentía. Resaltaban enormes en su rostro ovalado de pómulos marcados, tan distinto de
las caras redondas y lisas que representaban la belleza uniforme de las mujeres de la
tribu. Parecía un antílope asustado al mirar a Umak fijamente para luego, despacio,
apartar de él los ojos. Estaba prohibido mantener la mirada de otra persona por
cualquier espacio de tiempo: la mirada podía succionar los espíritus de vida de los
ojos de una persona para ir a parar a los ojos de la otra. Y en el breve espacio de
tiempo en que había sostenido la mirada de Umak, notó el poder de su espíritu de
vida que penetraba directamente en ella. Aquel poder anonadó su propio espíritu; la
hizo sentirse insignificante, asustada y cobarde.
Umak se dio cuenta de la reacción de Lonit ante sus palabras; era la que había
esperado, y ahora tenía que emplearse a fondo para disiparla. Cogió a la muchacha
por los hombros y la sacudió un poco.
—Escúchame, Lonit, hija del Pueblo. El Pueblo ya no existe. No podemos
permanecer aquí. Si queremos seguir con vida, hemos de marcharnos. Ahora. Antes
de que los devoradores de los muertos acudan para darse un banquete. Antes de que
nos veamos indefensos ante ellos y sin refugio contra la tormenta que se avecina.
Pero primero tenemos que coger algunas de las cosas que los muertos usaron en vida.
Nosotros somos todo lo que queda de ellos. Si morimos, el Pueblo morirá para
siempre jamás. ¿Lo entiendes?
No; la muchacha no lo entendía. De cualquier modo, no le correspondía a una
hembra desafiar la autoridad de un varón. Sobre todo de aquel varón. La aterrorizaba;
no porque fuese un espíritu jefe, ni por ser anciano, sabio y fuerte a pesar de sus años.
La aterrorizaba porque estaba segura de que era más que un hombre. Le había visto
abandonar renqueante el campamento para entregar al viento su espíritu de vida. Era
un cazador anciano, encorvado, que emprendía un viaje del que nadie retornaba
jamás.
Pero Umak había regresado. Al descubrirle erguido en la linde del campamento
asolado, con un perro de ojos de fantasma contemplándola a su sombra, la muchacha
supo que el anciano era un fantasma. Y el perro era un perro fantasma; de otro modo
habría seguido a Umak al campamento para devorar a los muertos. Por el contrario,
se había mantenido a distancia; ahora estaba sentado en el mismo sitio donde le vio
por primera vez, a la entrada del campamento. Su espeso pelaje se agitaba al viento
como las pieles que cubrían los cadáveres de los muertos de Torka.
Lonit temblaba violentamente. Las manos de Umak oprimieron sus hombros.
Pudo sentir la dureza de sus huesos en el interior de sus nervudas palmas y de sus
largos y fuertes dedos al clavarlos en la gruesa piel de caribú de la andrajosa túnica

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con que se cubría. ¿Tenían huesos los fantasmas? ¿Podían aferrar así a los vivos, con
un propósito tan firme de dar consuelo? Se atrevió a lanzar una rápida mirada al
rostro del hombre. No parecía estar muerto. Era igual que Umak. Igual que el espíritu
jefe. Era exacto al viejo cazador que había salvado la vida de Torka y regresado al
campamento de invierno de su tribu a tiempo para ayudar a una fea muchacha, el
único ser que no había muerto.
Las lágrimas se agolparon de pronto en los ojos de Lonit. El anciano la atrajo
hacia sí y la estrechó en sus brazos. En medio del viento frío, él era el olor a vida. La
muchacha lo aspiró, dándose cuenta de que no era un fantasma. Estaba vivo.
Entonces se colgó de su cuello y lloró.
—Tengo miedo —susurró cuando no le quedaron más lágrimas.
Él no la soltó enseguida; se sentía tan aliviado por la proximidad de la muchacha
como ésta por la suya.
—Ven, Lonit —dijo a continuación con voz suave—. Ya no hay tiempo para tener
miedo.
A pesar de todo, ella se sentía asustada mientras le ayudaba a buscar los objetos
más diversos entre las ruinas del campamento. Recogían utensilios, armas, prendas de
vestir, cueros y restos de comida. Lo que hacían estaba prohibido y seguramente
provocarían la cólera de los espíritus de la muerte. Para que les fuera perdonada su
osadía, Umak pronunciaba conjuros que Lonit repetía temerosa, mientras rebuscaba
entre los escombros para reunir después en un heterogéneo montón lo que ambos
encontraban.
El cántico de Torka fue debilitándose hasta que, por fin, se dejó caer sobre el
cadáver de su hijo como si quisiera protegerlo. Lonit hubiera querido correr a su lado,
pero Umak le aseguró que en aquellos momentos no podían hacer nada por el joven
cazador.
—Dormir es una buena medicina —afirmó, y la retuvo sin dejarla abandonar la
tarea.
Colocaron todo lo que habían recogido encima de una piel de bisonte: las pocas
lanzas intactas que Umak encontró, puñales, tiras de cuero, rollos de tendones,
herramientas para picar y estacas de hueso. Por su parte, Lonit había encontrado una
red tejida con el áspero pelo de un buey almizclero, cuchillos para descuartizar,
cuñas, tres leznas para coser, una estupenda azuela de diorita y un cincel hecho con
uno de los afilados dientes de un enorme oso caricorto.
A la muchacha le parecía que había infinidad de cosas encima de la piel, pero
Umak rezongó y sacudió la cabeza, diciéndole que fuera a buscar esto y lo otro en
tanto él trataba de encontrar otros artículos imprescindibles. Dentro de la choza
derruida de su familia, Lonit encontró su colección de agujas de hueso en el interior
de la tira de piel de tejón donde las guardaba. La piel había quedado medio hundida

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en el líquido fangoso que rezumaba de la escarcha. Increíblemente, sólo se habían
roto unas pocas. Sacó las que estaban bien, las lavó con su saliva y a continuación las
frotó contra sus mangas hasta dejarlas limpias, antes de insertarlas en el agujero que a
todas las mujeres se les practicaba en la base de la nariz en su niñez con el exclusivo
propósito de que les sirviera para llevar cosas. Cuando no transportaba frágiles agujas
de coser de campamento en campamento, el agujero de la nariz era utilizado para
exhibir adornos tales como abalorios de piedra o conchas de agua dulce. Cosas
bonitas. Lonit nunca se había considerado digna de lucirlas, pero resultaban muy
atractivas en las otras chicas y en las mujeres. Aquel recuerdo la entristeció, por lo
que se alegró cuando Umak la llamó diciéndole que volviera para acabar de reunirlo
todo.
Por fin satisfecho, el hombre empezó a montar un trineo grande, en el que
transportarían el grueso de sus pertenencias, capaz de soportar también el peso y la
longitud de un hombre recostado. Saltaba a la vista que Torka, ahora en pleno delirio,
sería incapaz de viajar por su propio pie.
El trineo consistía en unas cuantas pieles de bisonte sujetas por correas de
tendones a un armazón de cornamentas de caribú sobre unos patines construidos con
costillas de mamut. Estos patines tendrían más tarde un segundo uso como puntales
del refugio que levantarían para protegerse de la inminente tormenta. Con la ayuda de
Lonit, pronto quedó montado el trineo. Umak gruñó en señal de aprobación.
Mientras Lonit observaba, el anciano dio comienzo al importante barnizado de los
patines. Lo primero fue frotar las costillas de mamut con una pasta hecha con barro,
musgo y nieve, previamente preparada por la muchacha en un mortero. Era difícil
impedir que la mezcla se congelase a causa del frío, pero Umak se las compuso para
untar con ella rápidamente los patines. Luego se sentó, dejando que la pasta se
solidificara, por la acción del viento cada vez más fuerte, antes de rasparla
suavemente con su puñal.
Lonit se ofreció para encender una hoguera en la cual derretir la nieve, en una
bolsa de piel, convirtiéndola en agua, con el fin de utilizarla para la definitiva puesta
a punto de los patines. Umak sacudió la cabeza y lanzó una ojeada de preocupación al
cielo. El día se desvanecía rápidamente, la oscuridad se acercaba.
—No hay tiempo que perder —gruñó, y dio unos cuantos pasos hasta encontrar
un pedazo de piel de oso—. Esto será más rápido y servirá lo mismo.
Mientras la muchacha observaba, impresionada por la capacidad de recursos del
anciano, éste orinó a lo largo del borde de la piel de oso. El líquido caliente,
desprendiendo vaho, penetró el grueso pelaje. Umak hizo un gesto de asentimiento
con la cabeza y le dijo a Lonit que se fijara mientras él pasaba suavemente la piel
empapada sobre el fango helado. Al cabo de varios frotamientos realizados con toda
meticulosidad, Umak consiguió producir una capa dura y resbaladiza de hielo fino

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que permitiría que los patines se deslizasen suavemente sobre la tundra nevada.
—Ahora, ¡vámonos! —exclamó—. Rápidos como el viento…
A continuación se afanaron para repartir en tres montones los diferentes objetos
rescatados de entre los escombros. Dos de ellos fueron envueltos y sujetos a
estructuras especiales para el transporte de bultos; el tercero fue enrollado en una piel
de bisonte y cargado en el trineo. Terminados los preparativos, el anciano intentó
convencer a su nieto con afectuosas palabras para que soltara el cuerpo de su hijo.
Torka le miró fijamente, con ojos inexpresivos.
—Torka no abandonará a Kipu —murmuró en su delirio.
—Kipu no está aquí. Su espíritu espera en un lugar lejano.
—¿Iremos allí? —el rostro de Torka era una máscara blanca.
—Iremos —respondió el viejo, luchando contra la terrible tristeza que le asaltaba
de nuevo mientras Torka se desplomaba inconsciente en sus brazos.

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PARTE II
CAMINANTES DEL VIENTO

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CAPÍTULO 1
as huellas del gran mamut se dirigen hacia el sur. Por tanto, nosotros iremos
hacia el este, a lo largo de la senda que siguen los caribúes cuando emigran
lejos de la cara del sol naciente. Pronto interceptaremos los rebaños. Pronto
comeremos.
Tras estas palabras optimistas pronunciadas por Umak, se desplazaron a través de
la tierra helada, bajo un cielo encapotado que presagiaba tormenta, dirigiéndose hacia
el este, al país desconocido, seguidos a corta distancia por el perro salvaje.
Lonit miraba hacia atrás, deseosa de que el perro se marchara. Después de todo,
tal vez fuese un perro fantasma. No se le ocurría ninguna otra razón para que el
espíritu jefe no hubiera intentado darle muerte. Si el perro era de carne y hueso,
matarlo supondría un festín para ellos. Mantendría sus fuerzas hasta que avistasen
una caza más sabrosa, pero el viejo no daba señales de querer hacerlo ni de
deshacerse de él, y Lonit, como hembra que era, sabía que no tenía derecho a
preguntar.
Caminaban encorvados bajo el peso de sus bultos, además de compartir el peso
del trineo y de Torka, que iba acostado en él, inconsciente. Al cabo de un rato, la
muchacha se había olvidado del perro. Tenía bastante con concentrarse en cada paso
que daba. El arrastre del trineo resultaba casi insoportable; parecía más pesado y
voluminoso a medida que dejaban atrás los kilómetros. Lonit se decía que no
importaba. El peso de Torka no sería jamás una carga para ella. Jamás. Ella le amaba
desde los primeros días de su memoria. Torka era el hermoso cazador, el mejor de
todos, alguien que sería algún día espíritu jefe y que dirigiría la tribu cuando el jefe
fuera demasiado viejo. Torka era el único hombre que nunca se había burlado de ella
a causa de su extraño aspecto. Y una vez, cuando ella era muy pequeña y se había
cruzado en el camino de su padre ganándose una patada de éste, Torka contempló
aquel castigo con ojos severos y el ceño fruncido. Cuando Kiuk se alejó, Torka se
acercó para ayudarla a ponerse de nuevo en pie. La sonrió… era una sonrisa de
ánimo… una sonrisa que borró su dolor. No olvidaría nunca aquel momento. Desde la
muerte de su madre, era la primera vez que alguien se mostraba amable con ella.
—Sé valiente, pequeña Ojos de Antílope —había dicho Torka y, en sus labios, la
referencia habitualmente cáustica a sus grandes ojos, anormalmente redondos, sonó
casi como una frase cariñosa.
Le amaba desde entonces. No importaba que él no correspondiera nunca a ese
amor. No era digna de que se preocupara por ella, y mucho menos de su afecto. Se
conformaba con vivir a su sombra, con verle, con oír su voz. Si el espíritu de Torka
abandonaba su cuerpo para alejarse en alas del viento, Lonit sabía que su propio
espíritu le seguiría exactamente igual que su cuerpo seguía ahora la dirección

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marcada por Umak, hacia el este, bajo un cielo de tormenta, a través de la tundra
blanca de nieve, dejando tras de sí todo cuanto había conocido.
Pero, ¿cuánto tiempo sería capaz de resistir? Tenía hambre y estaba cansada,
afectada no sólo por el sufrimiento de aquel día, sino por semanas enteras sin apenas
probar bocado. Ella y Umak tan sólo habían comido unos pocos trocitos de sebo
rancio que el viejo descubrió en las ruinas de la cabaña del jefe. Él había ingerido su
ración a disgusto, comiendo con una repugnancia manifiesta que la intrigaba. La
comida era comida, por sucia que pudiera estar. Ella lo hubiera devorado todo en el
acto, de no haber insistido él en guardar la mitad; cortaron el sebo en rodajas finas y
lo guardaron en un saco de almacenamiento, confeccionado con intestinos de ave
engrasados. Después, Umak había aplastado concienzudamente el saco, poniéndolo a
continuación debajo del manto de viaje de Lonit, entre el suave revestimiento interior
y la túnica de la muchacha, con el peso de la mochila encima para que el bulto no se
desplazara sobre su espalda. De esta forma, los trozos de sebo viajaban a salvo del
viento, calentados por el calor que se desprendía de su cuerpo a través de su túnica,
suavemente frotados por el efecto del movimiento mientras la muchacha avanzaba
con ímprobo esfuerzo a través de la nieve. Cuando ella y Umak hicieran alto y se
sentasen para consumir aquel tesoro, compartiéndolo con Torka, el sebo estaría
blando y desmenuzado en glóbulos grasientos que les proporcionarían una
inapreciable energía mientras dormían y sacaban fortaleza de su exiguo alimento. A
la muchacha se le hizo la boca agua al pensar en ello, y de la misma forma que el
estómago empezaba a dolerle de hambre, también el cuerpo le dolía a causa de la
necesidad de descansar.
El viento arreciaba. La luz del día era tan sólo un aura vaga y fría que brillaba
tenuemente más allá del horizonte encapotado. La noche se extendía sobre la tundra.
Lonit se preguntó cuánto tiempo podría mantenerse al ritmo de Umak. Por el rabillo
del ojo le echó una ojeada a través de los largos pelos del cuello de piel de zorro con
que se abrigaba.
Umak andaba con ánimo resuelto, encorvado, la cabeza echada hacia adelante.
Podía ver su perfil destacándose entre los pliegues de su pesado manto de piel de oso.
Largos mechones de pelo flotaban al viento sobre su frente surcada de arrugas. Sus
ojos, protegidos por gruesos párpados y fuertes pestañas, miraban al frente por
encima de su prominente nariz. Sus labios eran delgados y parecían estar cerrados de
continuo sobre su mentón redondo. Era un semblante que irradiaba fuerza. Era la cara
de un auténtico espíritu jefe, pero era también la cara de un hombre muy viejo.
Lonit, de repente, se sintió enferma de miedo. Si algo le sucedía a Umak, ¿cómo
podría ella cuidar de sí misma y de Torka? ¿Y si Torka moría? ¡No! Desechó aquellos
negros pensamientos, prometiéndose no volver a tenerlos. La abrumaban más que el
peso de su carga.

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Con furiosa determinación, la muchacha avanzó en medio del viento que
susurraba en torno a ella, despertando el recuerdo de los numerosos muertos que
habían quedado atrás, recordándole que ella y Umak habían robado las pertenencias
de aquellos que ahora yacían cara al cielo.

No escaparéis.
Os seguiremos.
Recuperaremos todo lo que nos habéis robado.
Comeremos de vuestro espíritu de vida y dejaremos que el viento lo arrebate.
Moriréis. Para siempre.

¿Había hablado el viento? ¿O había oído la voz de su propio miedo? No lo sabía a


ciencia cierta. Agachó la cabeza. No quería oír el viento. No pensaría más en el
pasado ni en el futuro, porque tanto uno como otro resultaban demasiado
intranquilizantes. Sólo pensaría en el presente. Por el bien de Torka, tenía que seguir
adelante.

Umak notó un cambio en la forma en que Lonit arrastraba la parte de trineo que le
correspondía. Le sorprendió que, de pronto, tirase del artefacto con una repentina y
renovada vitalidad. La muchacha era fuerte; se había visto desde el principio. No
había exhalado una sola queja ni se había tambaleado bajo el peso de la carga que
llevaba a la espalda. Aun así, era sólo una hembra y, a pesar de su estatura, sólo una
niña en el umbral de la adolescencia. Pronto estaría cansada. Pronto andaría dando
traspiés. Y en los próximos días, hasta que Torka estuviera recuperado —si es que se
recuperaba—, Umak tendría que cazar para ella, ocuparse de que estuviera
resguardada de las inclemencias del tiempo y protegerla de cualquier depredador que
se le acercara.
El anciano pensaba en todo esto mientras caminaba. Desde la muerte de su última
mujer, hacía muchas lunas, no tenía a nadie que le cuidara, dependía totalmente de sí
mismo; y desde que se lesionó la pierna, fueron otros los que habían cuidado de él.
Ahora volvía a ser necesario para los demás. Torka y Lonit dependían de él para su
supervivencia. Si les fallaba, morirían. Y si morían, sería como si el Pueblo no
hubiese existido jamás.
Ya era casi de noche. El viento era muy fuerte. Sin embargo, el viejo no tenía frío
ni aminoró el paso. La conciencia de su responsabilidad para con Torka y Lonit no le
amilanaba. Por ellos volvería a ser joven. Por ellos volvería a ser fuerte, tan fuerte
como la muchacha que acompasaba el paso al suyo. La miró con atención por el
rabillo del ojo. "Esta chiquilla tiene coraje", se dijo. "Algún día será una mujer que

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alumbrará hijos valientes".
El rostro de la muchacha estaba oculto por el amplio cuello de pieles de zorro;
aun así, Umak sabía que no era hermosa. En cualquier caso, no importaba. En el
vasto mundo al que se dirigían, hostil y desconocido, la belleza de la mujer debía
medirse por su presencia de ánimo y su fuerza de voluntad, no por la forma de sus
facciones.
Pero entonces, mientras la oscuridad aniquilaba lo que quedaba de día, la mujer
era sólo una niña y la pierna del "joven" espíritu jefe, encerrada en la piel de un viejo,
le dolía bastante. Cuando Torka se revolvió de improviso en el trineo, los dos que
tiraban del artefacto cayeron de bruces sobre la nieve.
—¡Hummm! —Umak lanzó un resoplido, se levantó y tendió una mano a la
muchacha. Me parece que ha llegado la hora de descansar—. Su mano era firme; no
obstante; se alegró de que reinara la oscuridad, porque de este modo Lonit no vería la
preocupación que se dibujaba en su rostro.
Pero Lonit no miraba a Umak. Miraba algo que había detrás de él, en el camino
que habían seguido, con una expresión de pánico en su cara.
Ojos.
Cientos de ojos vigilantes. Parecían colgar suspendidos en la noche. Flotaban
separados del cuerpo, parpadeaban una y otra vez, como chispas que revoloteasen
encima de una hoguera escondida.
Lonit estaba segura de que eran los ojos de los muertos… acechándoles…
siguiéndoles a lo largo de kilómetros y kilómetros… aguardando la oscuridad…
preparándose para arrebatar los espíritus de vida de aquellos que les habían despojado
de las pertenencias que deberían haberles acompañado al mundo del espíritu.
Pero Umak estaba mejor enterado que Lonit de lo que pasaba. Descubrió la forma
del perro salvaje, que se encontraba justo entre él y los ojos vigilantes. El animal
tenía la cola entre las patas y las orejas hacia atrás. Alargó la cabeza y enseñó los
dientes mientras un gruñido sordo salía de su garganta. Era el gruñido de advertencia
de un animal a otro.
A continuación fue Umak quien gruñó, molesto por no haber percibido la
amenaza. El viento se había llevado el olor, pero eso no era una excusa. El perro lo
había captado. En otros tiempos, un espíritu jefe más joven y menos cansado se
habría dado cuenta del peligro que se avecinaba. Hizo una mueca de disgusto,
enfadado consigo mismo; luego escudriñó la oscuridad para distinguir las formas
sinuosas que se amparaban en ella, blancas como la nieve en su pelaje de invierno.
Zorras.
¿Desde cuándo les seguirían? Envalentonadas por el hambre, agrupadas en una
famélica y numerosa manada, serían tan peligrosas como los lobos cuando se
lanzasen al ataque.

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Y Umak sabía que atacarían. Habían visto a sus eventuales presas tropezar y caer.
Habían olfateado la debilidad de un hombre anciano y de una niña, así como la
sangre de las heridas de Torka.
Deliberadamente despacio, Umak se quitó el bulto que llevaba a la espalda y le
dijo a Lonit que hiciera lo mismo. Esta obedeció, mostrándose vacilante sólo cuando
el anciano indicó que le diera dos de sus lanzas y cogiera otras dos para ella.
Palideció; estaba prohibido para cualquier mujer tocar las armas de un hombre, por
temor a que las influencias contaminantes de su género más débil minara la potencia
masculina para matar. Ella había evitado escrupulosamente hacerlo al coger ambos
las pertenencias de los muertos. Por eso miraba ahora al viejo sin atreverse a dar
crédito a sus oídos, casi convencida de haber oído mal; pero cuando él la regañó y
repitió la orden, se apresuró a hacer lo que mandaba.
En un instante se despojó de la carga y sacó las armas guardadas en aquel bulto.
Había siete lanzas en total. Largas, esbeltas, hechas con huesos de las patas de
mamuts abatidos muchos años atrás por cazadores de la tribu; cada una de ellas
llevaba una punta de piedra o de marfil, la cual se sujetaba a su extremo mortífero
con tendones a modo de cordel. El anciano había insertado las lanzas horizontalmente
en el centro de su capa de caza enrollada. En un viaje normal habría llevado dos o
tres en una mano, con su peso descansando sobre un hombro; pero con un trineo del
que tirar y la carga suplementaria de una mochila abarrotada de efectos que, en
condiciones habituales de desplazamiento hubieran sido distribuidos entre varios
miembros de la tribu, las lanzas eran un estorbo innecesario. No había pensado cazar.
Para protección contaba con su puñal de piedra y una maza hecha con la articulación
de un fémur de bisonte de largos cuernos, endurecida al fuego, que llevaba en su
cinturón, debajo del manto de viaje. En el caso de cualquier emergencia, podía coger
las lanzas con rapidez suficiente para utilizarlas contra grandes depredadores, aunque
hubiera decidido usarlas contra las zorras.
Se irguió y sacó el pecho para mostrarse poderoso y amenazador ante los
depredadores al acecho. Gruñó al mismo tiempo que lo hacía el perro. Rugió mientras
el can rugía. Con un gesto y un gruñido apremiante, Umak indicó a Lonit lo que tenía
que hacer.
Las lanzas eran pesadas para sus manos, pero no desaparecieron ni se doblaron
mientras los puños femeninos se tensaban alrededor de sus astas. Ahora que la tribu
había dejado de existir, era posible que la prohibición relativa al uso de las armas no
estuviera en vigor. La muchacha no tenía forma de averiguarlo. Lo único que sabía
era que debía seguir las instrucciones de Umak. Si no lo hacía, él tendría derecho a
pegarla o a abandonarla.
El viejo se pavoneó e inició el avance hacia las zorras; Lonit, a su lado, le imitó
mientras invocaba en silencio a los espíritus que habitaban en las lanzas.

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"Perdonad a esta indigna muchacha por blandiros. Dad vigor a sus manos y valor
a su espíritu. Por Torka y Umak, sed fuertes y veloces. Sed certeras".
Las lanzas respondieron a su súplica al adquirir sus brazos una fortaleza
repentina, siempre al lado de Umak. El anciano avanzó a grandes zancadas,
pavoneándose de nuevo. Gritó a las zorras que se batieran en retirada. Lonit le imitó,
sorprendida por el sonido de su propia voz. No denotaba miedo alguno.
Frente a ellos, algunos de los ojos parpadearon y se desvanecieron; pero otros,
pertenecientes a las zorras que no habían abandonado el terreno, continuaron
brillando feroces. Mientras Lonit y Umak se aproximaban más a las fieras, el perro
salvaje se volvió a mirarlas.
Las guías de la manada de zorras aprovecharon el movimiento del perro. Se
abalanzaron sobre él desde la oscuridad. Lonit las vio por primera vez con toda
claridad. Se quedó boquiabierta. Eran como ratones campestres arrojándose sobre el
can en tropel. Nunca había visto tantas zorras juntas, ni pudo imaginar jamás que
hubiera en todo el mundo un número tan elevado. Por unos instantes el vigor
abandonó sus brazos y el miedo provocó un nudo en su garganta. Era incapaz de
moverse.
El perro salvaje podía haber echado a correr fácilmente; darse la vuelta y
desvanecerse en la noche. En cambio, permanecía con los humanos, se revolvía entre
gruñido y gruñido, esquivaba a sus adversarios a dentelladas mientras éstos se le
echaban encima con las fauces abiertas, al aire sus formidables dientes.
El instinto le decía a Lonit que retrocediera y escapase. Las zorras acabarían con
el perro. Si ella y Umak se daban prisa en marcharse de allí, las zorras no les
seguirían; se contentarían con quedarse y comer. Pero, ¿por qué se había quedado el
perro para defenderlas? No cabía la menor duda de que se arriesgaba por ellos; era
como si, en cierto modo, les considerara de su manada y creyese su deber protegerles.
—¡Aar!
El alarido de Umak hizo que la muchacha, asustada, pegase un brinco mientras el
viejo corría vociferante a situarse al lado del perro. Estaba metido hasta las rodillas en
el salvaje círculo de las zorras en tanto propinaba golpes hacia abajo con sus lanzas.
Lonit oyó gemidos y aullidos de dolor. Después, lo mismo que cuando una banda de
pájaros cruza de repente el cielo, el grueso de la manada de zorras se había esfumado.
Umak y el perro permanecían juntos, jadeantes, rodeados por los cuerpos desgarrados
y ensangrentados de las zorras que nunca se alzarían para seguir a sus congéneres.
Umak levantó una de sus lanzas sacudiéndola con el cuerpo flácido de una de las
zorras ensartado en ella.
—¡Ahora nos daremos un festín! —proclamó con acento triunfal.
Lonit parpadeó, viendo cómo el anciano bajaba la cabeza para mirar al perro. A
excepción de un desgarrón en una oreja y del hocico manchado de sangre, el animal

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no presentaba otras heridas; su grueso pelaje había evitado sin duda que las zorras le
causaran mayores daños. Se mantenía tan pegado a Umak que, si el viejo cazador
hubiera querido tocarlo o clavarle su lanza en la garganta y atravesarle el corazón
hubiese podido hacerlo. El perro tenía la cabeza levantada para mirar al anciano y,
confiado, no se volvió para retroceder cuando Umak extrajo el cadáver de la zorra y
lo tiró a los pies del animal. El perro lo olfateó; luego, con toda calma, se sentó y
empezó a devorarlo, como si fuera la cosa más natural del mundo que un perro
estuviera en compañía de un hombre.
Pero no era natural. Lonit no podía apartar la mirada de Umak. Verdaderamente
era un espíritu jefe, un cazador tan experto y poderoso que, por medio de magia,
podía introducirse en la mente de un animal y obligarle a hacer cuanto le ordenara.
No sólo había ahuyentado a las zorras y dado muerte a algunas de las rezagadas con
el fin de que les sirvieran de alimento, sino que, además, introdujo su espíritu en el
can. Había hecho que el animal luchara junto a él como si fuera su hermano.

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CAPÍTULO 2
ientras el viento soplaba cada vez con más fuerza a su alrededor, se pusieron
en cuclillas sobre la nieve y devoraron dos de las zorras, desollándolas con
sus puñales de piedra sin dejar de comer y sorber la sangre dulce, caliente, de
la carne fibrosa que les proporcionaba vitalidad.
La energía volvía poco a poco a sus cuerpos extenuados por el hambre.
Trabajaron juntos para montar una choza donde refugiarse de la inminente tormenta.
Umak utilizó un hacha y una cuña de piedra para romper la superficie del hielo.
Apartó la nieve con el filo del hacha y acuchilló la superficie rota reduciéndola a
trozos desiguales y menudos. Lonit los recogió para amontonarlos, ya que más tarde
podrían necesitarlos. Con la aguda punta de una cornamenta de caribú, el viejo y la
muchacha se dedicaron a raspar el suelo y a dar vueltas hasta hacer un hueco circular,
aproximadamente de un metro ochenta centímetros de circunferencia por treinta
centímetros de profundidad. Una vez terminada la choza. Umak, Torka y Lonit
podrían acostarse en su interior, con espacio suficiente para guardar bártulos y
provisiones. Además, el suelo así preparado, con una especie de piso debajo, sería
una protección eficaz contra el viento y el frío cuando el aire caliente de sus cuerpos
y de sus guisos llenase el interior.
Ya excavado y alisado el círculo, desmontaron el trineo y depositaron a Torka,
aún inconsciente, en la tierra cubierta de nieve, encima de una piel de bisonte en la
que seguidamente lo envolvieron. Con los patines de costillas de mamut y las grandes
cornamentas que formaron el cuerpo del trineo, levantaron rápidamente la estructura
cónica de su refugio. Tenía forma de cruz, con correas en todas las junturas críticas;
los extremos de las costillas fueron hundidos por el viejo y la muchacha a tanta
profundidad como les fue posible. A continuación extendieron sobre el suelo la
alfombra de piel lubricada, la única que pudieron salvar del campamento arrasado.
Estaba rota en varios sitios, pero Lonit la remendaría.
Las paredes de piel de pelo largo y de cuero fueron atadas a estacas y levantadas,
disponiéndolas a capas sobre la estructura y asegurándolas con correas alrededor del
fondo y sobre el techo. El último toque consistía en amontonar en la base los trozos
sobrantes de la superficie rota poco antes por Umak, no sólo para atirantar con su
peso las paredes sino también como aislante adicional.
Una vez hecho esto, cogieron a Torka y lo depositaron con todo cuidado junto al
sitio donde construirían el hogar. El joven yacía inerte. Umak le tocó el pulso,
elevado en las sienes. Todavía tenía fiebre pero el latido de su corazón era fuerte y
rítmico. El viejo sonrió. Torka viviría. Umak estaba seguro. No se atrevió a
comunicárselo a la muchacha, por si sus palabras despertaban a los espíritus
agazapados y éstos actuaban para desbaratarlas; sólo le dijo que Torka parecía haber

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mejorado y la oyó exhalar un suspiro de alivio y de alegría.
Ya más tranquilos, arrastraron dentro de la choza sus provisiones, incluida una de
las zorras, que estaba rígida, congelada. La desollarían y descuartizarían más tarde,
cuando el creciente calor de la choza la hubiese ablandado algo. El resto de los
animales muertos, seis en total, los almacenaron en un pequeño pozo, rápidamente
excavado cerca de la cabaña. Cubierto con una piel sujeta a unas estacas, el pozo
sería un congelador perfecto; incluso en los campamentos de verano la comida podía
mantenerse fría por tiempo indefinido en aquellos agujeros de almacenamiento,
porque, debajo de la delgada capa superior del suelo de la tundra, la tierra estaba
perpetuamente helada.
Umak se sentó mientras Lonit ataba la puerta de pieles cerrándola por dentro. La
cabaña estaba oscura. Afuera el viento amainó un poco, luego cambió de dirección.
Casi instantáneamente el aire se hizo mucho más frío. La experiencia le dijo al
anciano que la tormenta a punto de desencadenarse sería tan espantosamente fría que
sólo las criaturas más fuertes podrían sobrevivir a ella.
Sobreviviremos", pensó el viejo. Empezaba a relajarse ahora y pensó en el perro,
deseando haber podido convencerle para que entrara en la choza. El animal había
aceptado comida, pero retrocedió al ser invitado a penetrar en la cabaña. Prefirió
quedarse tumbado en el exterior, apoyado contra las paredes de piel, usándolas como
un cortavientos mientras se enroscaba protectoramente sobre los despojos de su zorra.
Con la tripa llena de carne y tuétano que generaban calor corporal, el grueso pelaje
invernal del perro le proporcionaría una protección adecuada contra el frío.
Él también sobrevivirá", pensó el anciano.
Como si confirmara el pensamiento del viejo, el perro salvaje levantó la cabeza y
aulló en abierto desafió a la tormenta.
Lonit estaba sentada sin moverse; temblaba a causa de una repentina y desolada
sensación de soledad. Ella, Umak y Torka eran todo lo que quedaba del Pueblo. El
impacto de esta realidad se cebaba ahora en ella con toda su crudeza. En su corazón
no había alegría, tampoco una impresión de culpabilidad; había tan sólo el terrible,
agobiante peso de la desesperación. Afuera, en la oscuridad, el viento, la tormenta y
las fieras dominaban un mundo que se extendía hasta el infinito. Ellos estaban solos
en aquel mundo: una muchacha, un hombre viejo y un cazador herido. Bajo el
inmenso y despiadado cielo del Ártico, el perro salvaje entonó un lamento a la noche
infinita.
—¿Por qué aúlla al viento tu hermano perro, Espíritu Jefe? —inquirió la
muchacha, esforzándose por no parecer asustada, esperando que él no la pegara por
atreverse a hacerle una pregunta.
El viejo escuchó los aullidos del perro. Había captado el trémulo acento de la voz
de la muchacha y sabía lo que significaba. También él sentía la desolación de la

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soledad y los lacerantes comienzos del miedo, pero, a diferencia de la muchacha, él
era Umak, espíritu jefe, y no debería tenerlo.
—Porque estamos vivos —contestó con inflexible ferocidad, nacida de su
absoluta resolución— y porque continuaremos vivos.
El viento azotaba el pequeño refugio, tanto que penetró nieve a través de las
costuras que Lonit no había repasado por encontrarse demasiado exhausta. En la
oscuridad, con el viento sofocando los aullidos del perro, Umak notó que la
temperatura bajaba peligrosamente. Alarmado, se levantó manteniéndose encorvado,
porque, si bien la choza tenía suficiente longitud para acomodar su cuerpo acostado,
carecía, en cambio, de bastante altura para poder estar erguido dentro de ella.
—¡Arriba! —medio gritó a la sobresaltada muchacha. La ordenó desnudarse, de
forma que pudieran meterse juntos debajo del peso conjunto de sus pieles de dormir.
El calor combinado de sus cuerpos desnudos serviría para calentarles en los peores
momentos de la tormenta.
Lonit obedeció, tiritando de frío, mientras Umak se desnudaba inclinándose
después sobre Torka y, no sin esfuerzo, arrancaba la mayor parte de las ropas rotas y
ensangrentadas que todavía llevaba su nieto.
—¡Ven! —ordenó seguidamente a la muchacha, y la pidió que se tumbara pegada
al costado derecho de Torka, mientras él se tendía apretándose contra el izquierdo.
Con la piel de bisonte debajo de los tres, de manera que el pelo grueso y áspero se
adhiriese a sus cuerpos, pronto entrarían en calor cubiertos por sus pieles de dormir
amontonadas. Durante un largo rato yacieron despiertos, escuchando la tormenta, con
Torka dormido entre los dos, ajeno a todo. Transcurrido algún tiempo, sólo la choza
tiritaba a merced del viento, y en la oscuridad, Lonit oyó al viejo hablar con
inquebrantable decisión.
—¿Lo ves? Estamos vivos. Sobreviviremos.
"Pero, ¿por cuánto tiempo?", se preguntó la muchacha, sin saber si Umak había
hablado con ella o con la tormenta. No importaba. Notó que el viejo estaba a punto de
dejarse vencer por el sueño y que ella no tardaría en imitarle. Inmersa en el limbo
suave y cálido de la extenuación total, con su esbelto cuerpo desnudo contra el
costado de Torka, cerró los ojos y se estremeció de nuevo, aunque esta vez no fuera
de frío, mientras pensaba: "No existe ahora, en el mundo entero, una sola mujer para
Torka. Sólo existe Lonit. Yo soy su mujer. Él será mi hombre. A su debido tiempo. Sí;
será así. Olvidará que soy fea. ¡Sabré hacerme tan digna de su cariño que llegará a
olvidarlo!". Un dulce sentimiento de euforia la invadió. Se apretó más contra él.
Sentía el calor de su carne febril fundiéndose con el calor de su propia piel, mientras
su pulso se aceleraba a causa de algo que ya no era un enamoramiento infantil. Ella
ya no era una niña; no, a partir de ese día, nunca más. Una pequeña mano ascendió
para descansar abierta en el hombro de Torka.

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—Lonit es la mujer de Torka —susurró con voz apenas audible, somnolienta,
sintiéndose dominar por el sueño.
De pronto, sin embargo, se encontró con que estaba completamente despierta,
abiertos los ojos de par en par. Todos los músculos de su cuerpo estaban rígidos.
Umak dormía. Torka respiraba con regularidad. Pero en el exterior, la tormenta había
alcanzado una intensidad endiablada. Había en ella algo sobrenatural, algo
amenazador. Lonit se incorporó, tiesa. Transportada por el viento, la nieve penetraba
en el interior a través de los descosidos de las costuras. Mientras ella miraba,
serpentinas de nieve danzaban en el aire, la rodeaban, adoptaban formas de fantasmas
y de demonios, pellizcaban su piel desnuda.
La muchacha respiraba con dificultad. Conocía las caras de aquellos fantasmas.
Eran los miembros de su tribu, aunque estaban cambiados. No tenían forma, ni
sustancia. Eran de la misma materia que las tormentas y la nieve, igual de grises,
malsanas y húmedas, igual de nebulosas al solidificarse en una sola columna diáfana.
La columna tomó la forma de una mujer, pero distinta a la de cualquier otra mujer
que hubiese vivido alguna vez. Su carne estaba cubierta de hielo, rota, desgarrada.
Sangraba niebla por innumerables heridas. En un rostro helado, mutilado, que una
vez fuera hermoso, destacaban unos ojos tan fríos e inolvidables como la noche del
Ártico que se cernía sobre Lonit; de la boca de un esqueleto surgió una sola palabra
pronunciada en tono lastimero: "Torka…".
Lonit no apartaba la mirada, consciente de que aquel fantasma era el de Egatsop,
la mujer de Torka, que acudía para reclamar el espíritu de vida de su hombre.
—¡No! —gritó Lonit, echándose encima de Torka, sintiendo que las manos de
nieve de la muerte le arañaban la espalda.— ¡Está vivo! ¡No puedes llevártelo!
¡Ahora es mi hombre!
El viento arreció; rugía en los oídos de Lonit. El frío era tan intenso que le escocía
las ventanas de su nariz y llenaba sus pulmones de tal forma que no podía respirar. La
muchacha notaba el contacto de lanzas de hielo, agudas como huesos; eran las manos
de Egatsop introduciéndose a través de su cuerpo para alcanzar al hombre que yacía
debajo de ella. Se dio cuenta de que Torka se rebullía y gritaba de pronto los nombres
de su mujer y de sus hijos muertos.
Una terrible oleada de angustia la recorrió de pies a cabeza. Había sido una
completa estúpida al imaginar que Torka podría desearla, incluso en el caso de que
ella fuera la única mujer sobre la tierra. Allí estaba la mujer que él amaba, la mujer
que había regresado de entre los muertos para reclamarle. Pero Lonit no podía
consentir que él muriera; no Torka, no el hombre a quien amaba más que a su propia
vida.
Se levantó, enfrentándose al espíritu.
—¡Tómame! ¡Vamos! ¡Vive de nuevo dentro de mi cuerpo si quieres estar con él!

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Pareció entonces que el fantasma se reía de ella; nunca, ni en sus peores
pesadillas, había visto Lonit nada tan feo como la visión del fantasma de Egatsop.
Medio desvanecida de terror, Lonit se apartó del cuerpo de Torka y sollozó
empavorecida mientras el viento arreciaba y hacía temblar la choza. De pronto, por
encima de la tormenta de muerte, oyó el gruñido del perro; las apariciones se
desvanecieron tan rápidamente como se habían presentado.
Se dio la vuelta y vio que Umak se había levantado. Estaba esforzándose por
tapar las junturas y pidió que le ayudara. Él no había visto fantasmas, ni oído voces.
Le aseguró que todo había sido un sueño.
En la oscuridad, manoseando sus pertenencias, encontró su hilo de tendones y con
manos temblorosas enhebró sus agujas y cosió las costuras lo mejor que pudo. Para
cuando terminó, el viento había amainado. Ayudó a Umak a quitar la nieve de la
choza y a continuación volvió a meterse debajo de sus pieles de dormir, tiritando y
ansiosa por conciliar el sueño.
Pero no durmió. Al otro lado de las paredes de la cabaña, el perro salvaje gruñía,
y, a lo largo de toda la noche, aunque Umak jurase que no era así, espíritus malignos
merodearon en las sombras mientras Lonit se mantenía alerta para defenderse de
ellos.

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CAPÍTULO 3
manecía por el este. El viento se precipitaba hacia allí impetuoso a través de
las cumbres agobiadas por glaciares y de las heladas estepas de Siberia.
Soplaba más allá de la árida extensión de tundra barrida por la tormenta
donde Umak y Lonit habían trabajado para levantar su pequeño refugio de huesos y
pieles. Si los espíritus malignos agazapados habían cabalgado en alas del viento, se
mantenían silenciosos ahora que el viento era más suave. La tormenta se había
agotado, dejando una capa de nieve seca en la techumbre arqueada de la choza y en el
pelaje del perro salvaje dormido.
Lonit dormitó por fin; era el suyo un sueño sin sueños, un sueño de total
extenuación. Junto a ella, Torka despertó, limpio de fiebre. Permaneció un buen rato
acostado, escudriñando la oscuridad mientras notaba el calor de los dos cuerpos que
le flanqueaban, uno a cada lado.
Aquella presencia no le consolaba, porque los recuerdos que le inundaban eran
más penosos que el dolor constante de sus heridas. Los fantasmas del pasado vivían
dentro de sus ojos: su mujer, su hijita, los rostros de amigos perdidos para siempre.
Veía al pequeño Kipu y oía sus gritos mientras una terrible sombra caía sobre él. Veía
al mamut… La Voz del Trueno… El Que Sacude al Mundo… El Que Rompe Las
Nubes. Con los ojos redondos y dilatados por su odio al Hombre, el Destructor
tronaba dentro de la cabeza de Torka, con su enorme cuerpo enconándose en destruir
al pequeño Kipu y a casi todas las cosas que Torka había conocido y amado.
La angustia le ahogaba. De pronto, la cabaña le resultó sofocante. Torka no podía
soportar sus recuerdos. Se levantó, luchando contra el dolor. Saltó por encima de su
abuelo, cogió una de las pieles de dormir de caribú, se enroscó en ella después de
haber desatado la cortina de la puerta y salió.
El mundo era blanco y desconocido. Se extendía hacia el este en vastas
ondulaciones que brillaban tenuemente con una lustrosa pátina de hielo, a la luz de la
alborada del Ártico. A su izquierda, un montón de pieles cubierto de nieve se levantó
de repente, se sacudió y retrocedió con un gruñido.
Sorprendido, Torka se encorvó a la defensiva, dispuesto a estrangular a la bestia si
ésta se lanzaba contra él; pero, al salir de la choza, había despertado a Umak y ahora
el anciano apareció a su lado.
—Sólo es el Hermano Lobo —explicó Umak—. También él está solo, sin una
tribu. Ha seguido a este viejo e impedido que su espíritu se marchase en alas del
viento. Ha luchado junto a Umak. Se ha ganado un sitio en este campamento.
Torka frunció el ceño sintiéndose repentinamente débil y desorientado. No tenía
una noción clara de las horas transcurridas desde que sucumbiera al delirio en el
campamento de invierno. Las palabras de Umak carecían para él de sentido. La

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escena le parecía tan irreal como si formase parte de sus sueños. Se aproximó a su
abuelo y le puso una mano sobre el antebrazo para asegurarse de que era real. Umak
movió la cabeza en un gesto afirmativo, dándose cuenta de lo que le ocurría a su
nieto.
—Así es —dijo—. Umak vive porque el Hermano Perro no le dejó morir. Por eso
este viejo te encontró. Luego, con la ayuda de la muchacha, te saqué del lugar de
muerte para traerte a una nueva vida. Nosotros somos todo lo que ha quedado de
nuestro pueblo; pero sobreviviremos.
Dentro de Torka, el cansancio y el dolor se convirtieron en algo mucho más duro,
mucho más insoportable, algo que rayaba en la más completa desolación.
—¿Para qué? —preguntó.
Ahora le tocó al viejo fruncir el ceño.
—¿Para qué sobreviven los hombres? ¡Para tener una nueva vida! ¡Para oír las
risas de sus hijos! ¡Para cazar para sus mujeres! Y para entonar las canciones de vida
en la oscuridad invernal.
Torka cerró los ojos.
—Este hombre —afirmó—, no entonará ninguna canción de vida en tanto no
haya hundido su lanza en el corazón del Destructor. El espíritu de vida de este
hombre estará tan muerto como el espíritu de su pueblo hasta que no coma de la
carne de El Que Sacude al Mundo y deje que sus huesos blanqueen bajo el ojo del sol
de medianoche.
—¡El Destructor es un espíritu agazapado, un espíritu maligno! — Umak miró
espantado a su nieto—. ¡Nadie puede matarle!
Los ojos de Torka se clavaron inflexibles en los del anciano.
—Por mi mujer. Por mi hija sin nombre. Por mi hijo Kipu. Por todos aquellos que
ahora yacen de cara al cielo, Torka matará a La Voz del Trueno. O se reunirá con él
en el mundo del espíritu, para darle caza eternamente mientras camina impulsado por
el viento.
Los días pasaban. Durante el frío inclemente y brutal que siguió a la tormenta, el
hielo formó sobre la tierra una costra que cubría las huellas de hombres y animales
por igual. Aunque Torka se hubiera encontrado bien, le habría sido imposible
retroceder para seguir la pista del mamut. Umak y Lonit le habían llevado mucho más
lejos de lo que los cazadores llegaron jamás. No existía una sola marca conocida para
señalar el camino de vuelta al campamento de invierno; no obstante, él seguía
obsesionado con regresar para dar con las huellas de la bestia que había asesinado a
su pueblo, para acecharla, enfrentarse a ella y matarla. Sabía que, virtualmente, no
tenía posibilidad de sobrevivir a semejante confrontación, pero no le importaba. Por
lo que a él se refería, la vida estaba acabada. Terminó días atrás, a muchos
kilómetros, en la nieve ensangrentada donde su mujer y sus hijos yacían ahora para

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siempre cara al cielo.
La cabaña estaba oscura y dentro hacía calor. Umak, sentado con las piernas
cruzadas, miraba colérico a Torka a través de la penumbra.
—El mamut al que buscas —sentenció— jamás lo encontrarás. Olvídalo; antes de
que él te mate a ti.
—Gracias a ti —respondió Torka, enojado a su vez— el Destructor camina por un
lado del mundo mientras yo camino por otro. Si no encuentro al mamut, ¿cómo va a
matarme?
—La bestia que camina en tu interior —la voz del viejo sonaba irritada— se
alimenta de tu espíritu de vida. Deja que se vaya, Torka, antes de que sea demasiado
tarde.
—Ya es demasiado tarde.
Lonit escuchaba en silencio. Los dos cazadores estaban sentados frente a ella,
junto al pequeño lago de fuego que danzaba dentro de la piedra cóncava que servía a
la vez de lámpara y de fuente de calor para cocinar. No era una piedra grande; la
muchacha la había transportado con facilidad envuelta en su mochila de viaje, junto
con sus útiles para hacer fuego: el gastado palo de hueso con muescas que hacía las
veces de pedernal, el talador, también de hueso, con su boquilla de piedra pulida y su
fiador con dos asas. Estos utensilios estaban junto a Lonit cuando el mamut cargó
contra la cabaña. Al igual que la muchacha, no resultaron dañados.
Encender un fuego con el palo y el trépano era un arte. Aquel día, dándose cuenta
del malhumor de Torka, Lonit había prolongado el ritual. Por medio de la luz y del
calor de su fuego, confiaba despejar la oscuridad en la que crecía la tristeza de Torka.
Con la boquilla de piedra en la boca y el extremo del taladrador metido en una de las
muescas del palo para hacer fuego, Lonit sostenía un cabo de la cuerda del fiador en
cada mano; con el tendón bien estirado frotaba el taladrador al tiempo que éste
giraba. Con expertas manipulaciones, se las arreglaba para que la ininterrumpida
fricción produjese una llama, a la cual alimentaba con trocitos de musgo seco
extraídos del cuerno hueco que utilizaba como caja para guardar la yesca.
Encender el fuego era tarea de la mujer. La madre de Lonit la enseñó a hacerlo a
la perfección. La muchacha estaba orgullosa de su habilidad; en eso, por lo menos,
destacaba, y deseaba que Torka fuese acariciado por su bonito fuego. Había
preparado un aceite espeso con los restos de sebo encontrados en el campamento de
invierno, machacándolos sobre un recorte de cuero. Luego había colocado la pasta
resultante en el hueco de la piedra; a continuación metió lo más hondo que pudo una
de las pocas mechas de musgo que le quedaban. Impregnada del precioso aceite, era
la mecha lo que hacía que ardiera la llama y la mantenía prendida sin humo bajo la
constante vigilancia de Lonit. La piedra brillaba ahora suavemente, mantenida en su
sitio por un círculo formado con cepellones de tierra y hierba. Cortados de la

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superficie de la tundra, estaban compuestos de musgo y líquenes. Absorbían el calor
de la fogata y proyectaban después su tibieza hacia afuera para reducir el frío en el
interior de la choza.
Pero ni Torka ni Umak prestaban gran atención al fuego. Estaban totalmente
absortos en su conversación y daban por hecho que Lonit, como hembra, poseía la
habilidad de hacer fuego.
Torka contemplaba las llamas con fijeza.
—Regresaré al campamento de invierno para buscar las huellas del Destructor.
Los días ya son más largos y pronto serán también más cálidos. No tardaré en estar
fuerte. Con el peso de vuestros bultos y el trineo, por fuerza tenéis que haber dejado
huellas profundas en el suelo. La tundra conserva sus cicatrices para siempre. Cuando
el hielo se derrita, seguiré el rastro que dejasteis debajo.
—No habrá ninguna huella —replicó Umak—. La tundra estaba muy helada.
Caminamos todo el tiempo sobre la nieve.
Torka refunfuñó algo; Lonit, que le miraba a pesar de ocuparse del fuego, se
sorprendió al observar que Torka y Umak se expresaban de forma muy parecida.
—En ese caso, buscaré a las aves que vuelan en círculo —dijo Torka—. Los
comedores de carroña, tanto de la tierra como del cielo, acudirán a darse un banquete
con los muertos.
—Ya están allí. Antes de la tormenta, Umak percibió su amenaza. Precisamente
por esa razón prefirió este viejo echar a andar y adelantarse a la tormenta.
Lonit se estremeció al recordar la tragedia.
El rostro de Torka aparecía nublado por el hastío y la tristeza cuando el fuego lo
iluminaba.
—Tú me enseñaste bien, padre de mi padre. Caminaré hacia el oeste hasta que el
territorio me resulte conocido. Encontraré el campamento. Me atendré al periodo de
velatorio según las reglas. Luego, cazaré al Destructor.
—¡Este viejo no irá contigo! —estalló Umak, impaciente y enfadado—. Este
viejo continuará hacia el este y buscará a los caribúes. A Umak le ha sido devuelta la
vida, no la malgastará. Umak tiene a Lonit para cuidarle. Ahora es una niña, pero será
una mujer. El Pueblo puede volver a nacer por medio de ella para crear una nueva
tribu, para empezar una nueva vida en la que todos tengamos cabida. Pero la vida se
nutre de vida, Torka. Cuando encuentres al Destructor, si lo matas, ¿cómo vas a
alimentarte? Es un espíritu agazapado y maligno. Cuando muera, desaparecerá en la
niebla del viento fantasma.
—Su carne me alimentará —un nuevo nervio latía en la sien de Torka al
acordarse del olor de la sangre del mamut. Recordó cómo le había alanceado una y
otra vez, hasta que la bestia le arrojó a lo que parecía ser una muerte segura.
Sangra…

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Umak estaba tan indignado que lanzó un bufido al tiempo que rompía el borde de
la punta de la lanza que reparaba.
—¡También sangrarás tú! —exclamó.
Torka nunca hubiera podido decir con exactitud en qué momento empezó a
aceptar la opinión de Umak acerca del mamut. El tiempo pasaba rápidamente. Sus
magulladuras mejoraban, sus heridas y erosiones cicatrizaban. La primavera
empezaba a ganar terreno a la oscuridad invernal. Todos los días, durante las cortas
horas de luz, salía. Buscaba el camino para volver al campamento de invierno, pero
no lo encontraba. Buscaba caza y señales de mamut, pero en lugar de ello, encontraba
su fortaleza perdida. Poco a poco, su cuerpo sanaba. No ocurría otro tanto con su
espíritu.
Estaba obsesionado por sus recuerdos. Ya estuviera despierto o dormido, La Voz
del Trueno dominaba sus pensamientos. Más adelante, cierta noche, se durmió y no
soñó. Por primera vez desde que el mamut irrumpiera en su vida para destrozarla, se
despertó descansado, contento por estar vivo. No podía perdonarse por ello. Su
pueblo, su mujer, su hijita y su adorado hijo estaban muertos. No podía permitirse
olvidarlos. No lo haría. Tal como Umak le había advertido, la bestia que caminaba
dentro de él se alimentaba de su espíritu. Él la dejaba ramonear. De una forma oscura,
insana, que no quería analizar, le aplacaba a costa de privar a su vida de toda alegría.
Se alimentaban con la carne de las zorras, y antes de que se vieran obligados a
chupar el tuétano del último hueso, Lonit se ocupó de poner trampas. Pronto tuvieron
ratones de campo y pikas para asar. Umak abatió con su lanza una perdiz nival de
plumaje multicolor. Bandadas de las primeras aves migratorias que habían iniciado el
regreso surcaban el cielo. Tímidamente, Lonit se acercó a Torka para obsequiarle con
una túnica nueva que le había confeccionado con las pieles y las colas de las zorras.
Era una hermosa prenda. La habilidad de la muchacha superaba con creces la
destreza con que su mujer muerta manipulaba la aguja. Sintió rencor hacia la
jovencita por obligarle a hacer aquella comparación y se mostró reacio a ponérsela.
Con su propia túnica hecha jirones no tenía elección, pero lamentó la pérdida de
Egatsop. Ella era la que debería estar allí para remendarla o para hacerle otra nueva, y
no aquella niña inexperta de ojos redondos y maneras de muchacho. En otro tiempo
la admiraba. La tenacidad con que se aferraba a la vida a pesar de la adversidad, era
admirable en alguien tan joven. Ahora, en cambio, la odiaba. Sus pensamientos hacia
ella eran irracionales y lo sabía, pero le tenía sin cuidado. Ella estaba viva, y su mujer
muerta. Estaba viva, y como Umak se preocupaba por ella, el anciano no saldría en
busca del Destructor.
Por consiguiente, Torka la odiaba. Ella era la única hembra que quedaba con vida
en el mundo entero y Umak tenía razón al decir que si el Pueblo no había de morir
para siempre, algún día renacería por medio de ella. La idea le resultaba tan

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repugnante que no podía soportarla. No obstante, llegó el día en que se despertó y
comió un asado de ratón campestre, y al salir de la choza para disfrutar el calor del
sol, tuvo que admitir de mala gana que era hermoso estar vivo. El recuerdo de la
bestia se reavivó en su mente, pero, a diferencia de la última vez que pensó en el
Destructor, sabía que, en realidad, nunca deseó volver a verla, a no ser que tuviera
cierta posibilidad de salir vivo del encuentro. Nunca lo haría él solo. Tampoco
pondría en peligro a Umak y a la muchacha haciéndoles seguir sus pasos en pos del
Destructor. Umak era viejo. Lonit, casi una niña. En aquel mundo salvaje, hostil, eran
todo lo que quedaba de su pueblo. Torka no les abandonaría.

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CAPÍTULO 4
evantaron el campamento y se dirigieron hacia el este a la luz del sol
naciente. Con el retorno de la luz y el aumento de la temperatura, la textura
de la tundra estaba cambiando. La tierra, dura y quebradiza debajo de la
delgada capa de nieve y de hielo del invierno, empezaba ahora a emerger resistente y
fértil bajo los pies de los viajeros.
Avanzaban a través de parajes que eran diferentes de cualesquiera otros en el
mundo. Como en otras tierras y en otras épocas, la humedad y la luz del sol eran los
factores determinantes para la vida, pero aquí el viento frío y penetrante imperaba por
doquier. Excepto durante los días más largos del verano, cuando el sol nunca se
ponía, el soplo helado del viento polar mantenía la temperatura lo bastante baja para
impedir que la nieve se derritiera en la cara norte de las laderas. Incluso en los días
más cálidos, cuando la tundra era un hervidero de insectos y se encendía con los
colores de centenares de especies de flora, la nieve aparecía en montones compactos
sobre las colinas expuestas al viento y en las fisuras en sombra de los cantos rodados.
Aunque los ríos y las charcas estaban libres de hielo, a menos de un metro debajo de
la tierra de la tundra el suelo estaba perpetuamente helado. Las montañas que se
asomaban al borde oriental del mundo conocido nunca estaban desnudas; la nieve que
caía sobre ellas en invierno permanecía para saludar a las nieves del próximo otoño,
haciéndose cada vez más espesas hasta formar con su peso conjunto enormes y
asfixiantes sábanas blancas que se extendían sobre las cordilleras, sepultándolas por
completo en las crestas más elevadas.
Mucho más al este, la mayor parte de Eurasia estaba enterrada bajo el hielo. En
dirección este, más allá del distante horizonte hacia el que Torka, Umak y Lonit
avanzaban trabajosamente, encorvados bajo los fardos que llevaban a la espalda,
mientras el perro salvaje trotaba detrás de ellos, se extendía también una tierra
sepultada. Al otro lado de unos picos escarpados que se elevaban a gran altura
cubiertos de hielo, aquella masa de tierra casi desaparecía aplastada por el peso de
una capa de hielo con un espesor de más de tres metros y medio por más de mil
seiscientos de ancho.
El pequeño grupo de viajeros, sin embargo, sólo veía el verdor de la tundra
mientras avanzaba hacía el este en busca de los rebaños de caribúes que ya habrían
iniciado el regreso. La marcha era lenta. La tundra se había resquebrajado en
formaciones en cuña extrañamente uniformes, producto de la contracción del terreno
durante los períodos de frío intenso, agrietándose después. Ahora que los días eran
cada vez más calurosos, la nieve derretida rezumaba de las fisuras. Cuando bajaba la
temperatura, el aguanieve se helaba y expandía formando cuñas de hielo que llenaban
hondonadas poco profundas de tres a trescientos mil metros de longitud.

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Pero Umak, Torka y Lonit, no se quejaban por ello. Mientras rodeaban los
charcos, agradecían a los espíritus que el vasto y ondulado valle por el que caminaban
tuviera sólo una delgada capa de nieve y estuviese lleno de vida con el sonido del
aguanieve deslizándose en helados arroyos y riachuelos.
Se detuvieron y respiraron hondo.
—No tardarán en venir los pájaros para hacer sus nidos —dijo Umak, contento
por lo que veía—. Vendrán en bandadas para criar a sus polluelos y servirnos de
comida.
Las palabras del anciano animaron a Lonit. En su mochila llevaba una cantidad
más que suficiente de tendones trenzados para hacer unas boleadoras. Si conseguía
encontrar cuatro piedras pequeñas del mismo peso, podría fabricar una magnífica
arma para capturar aves acuáticas del modo en que lo hacían en tiempos las mujeres
de la tribu, famosas por ello. El sistema consistía en lanzar el artilugio de forma que
las piedras envueltas en tiras de cuero se enredasen alrededor de las patas de su
víctima, abatiéndola e impidiéndola volar. Lonit era una experta en el manejo de las
boleadoras como lo era también en colocar trampas y en tejer redes para cazar aves o
para pescar. Se sentía satisfecha de su habilidad en este terreno, así como de las
muchas horas empleadas en perfeccionarse, sabedora de que una muchacha fea tenía
que ser buena en algo para ser considerada digna de sobrevivir.
Torka miró fijamente la garganta cada vez más estrecha del valle que se extendía
frente a ellos. ¿Hasta dónde habían llegado? ¿Cuántos kilómetros les separaban ahora
de la desolación del campamento de invierno? Se acordó de Egatsop y de la niña, una
criatura preciosa, con los mismos ojos de su madre, grandes y rasgados. ¡Cuánto la
echaba de menos! Y también a Kipu. Cerró los ojos sintiéndose agotado de pronto,
sin fuerzas para seguir.
—¡Mirad! —gritó Umak, rígido de repente, mientras señalaba al cielo con su
índice huesudo.
Torka y Lonit miraron. A gran altura y a considerable distancia delante de ellos,
una enorme ave de amplias alas sobrevoló las termales.
—¡Un comedor de sol! —exclamó el anciano, designando al ave por el nombre
que recibía debido a su habilidad para atrapar el sol cuando volaba delante de éste.
Con un peso de más de siete kilos y una envergadura de alas de casi cinco metros, el
cóndor gigante hizo que el corazón de Umak saltara de alegría, y el perro salvaje, que
se mantenía cerca de él aunque no demasiado, levantó la cabeza para mirarle como si
pensase que se había vuelto loco de repente. Umak saltaba primero sobre un pie y
luego sobre el otro, sintiéndose tan fuerte y tan feliz que no se acordaba de cuál era la
pierna buena y cuál era la lisiada—. ¡Comedor de sol! ¡Seguiremos tu sombra! —
proclamó, consciente de que el cóndor gigante era un ave carroñera de la caza mayor
y que allí donde volaba el comedor de sol trotaban los caribúes a la sombra de sus

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grandes alas.
La esperanza renació en ellos. Avanzaron a través de las aguas poco profundas
del recodo de un río. Llevaban varias horas de viaje. El cansancio les obligó a
detenerse en un lugar que les pareció adecuado para pernoctar. Levantaron un
cobertizo en vez de una choza, ya que su intención no era pasar allí más de una
noche, convencidos como estaban de que sólo a unos cuantos kilómetros darían con
los rebaños de caribúes.
Mientras Torka y Umak cogían sus lanzas y salían en busca de alguna pieza de
caza menor que pudiera encontrarse en las proximidades, Lonit sacó del bulto que
llevaba a la espalda una red parecida a un cazamariposas cuyas mallas estaban hechas
con tendones. Mientras el perro salvaje olfateaba huellas de marmota y perseguía a
las perdices nivales machos en periodo de muda, los cuales se lanzaban unos a otros
estridentes retos desde las lomas cercanas y los montículos de nieve de los
alrededores, Lonit se arrodilló a orillas del río. Teniendo buen cuidado de no
proyectar su sombra en las aguas, se inclinó y la sumergió manteniéndola a
contracorriente. En un santiamén un tímalo lustroso y de buen tamaño quedó atrapado
en la red entre coletazos y salpicaduras, a la pálida luz del final del día; otros varios
cayeron a continuación, uno tras otro, hasta que la red de la muchacha parecía a punto
de estallar.
Alineó el pescado en la orilla, echándose hacia atrás para admirarlo hasta que el
perro salvaje llamó su atención. Le tenía miedo, y sabía que también Torka
desconfiaba de él. Su tamaño era tal que, si se le ocurría atacar, podía dejar malherido
a un hombre, cuanto más si se trataba de una muchacha. Pero el perro era el espíritu
hermano de Umak, y en el caso de que fuera un perro fantasma, de momento no
parecía demasiado temible. Trataba de dar caza a las escurridizas perdices nivales,
precipitándose de un montículo a otro, los acosaba con torpes zarpazos, con lo que
sólo conseguía arrancarles unas cuantas plumas mientras las belicosas aves graznaban
y piaban, triunfantes tras haber frustrado los denodados esfuerzos del perro.
—¿No te enseñó tu madre perra a cazar? ¡De esa manera nunca atraparás comida!
Sacudiendo el agua de su red, Lonit se inclinó para arrancar dos tallos de un
grupo de sauces enanos que crecían rodeados de matas de candelilla al borde del
terraplén, cerca del agua, al abrigo del viento. Con los tallos y la red en una mano, se
aproximó despacio a un montículo cercano, uno de los pocos que no estaban
ocupados por las perdices nivales en celo. La nieve yacía amontonada en la ladera
norte de la pequeña elevación del terreno. Estaba muy apelmazada, pero aun así
consiguió nieve suficiente para formar dos pelotas pequeñas. La más grande, de
aproximadamente el tamaño del cuerpo de una perdiz nival, la colocó en lo alto del
montículo. La más pequeña, que, al ser alargada, recordaba un poco la cabeza de un
ave, la colocó con fuerza encima de la más grande. En la unión de las dos bolas puso

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unos trozos del musgo marrón que crecía al borde del montón de nieve. El musgo así
colocado recordaba algo los primeros mechones de plumaje estival que ya apuntaban
en la garganta de cada pájaro entre la desvaída pelusa de sus blancas plumas de
invierno.
La muchacha contempló su creación, recordando otras hechas en tiempos más
felices. Se obligó a no pensar en el pasado. Había quedado definitivamente atrás.
Pero ella vivía y estaba satisfecha de su obra. Desde cierta distancia, su pájaro de
nieve podía resultar lo bastante real como para engañar a cualquier cerebro de pájaro,
es decir a cualquier perdiz nival con ganas de pelea. Sonrió un poco mientras
amontonaba nieve delante de su señuelo y acto seguido colocaba su red encima,
sujetándola con los tallos de sauce enano.
A continuación se quitó de en medio. Tumbada boca abajo, se mantuvo al acecho
detrás del montículo, alerta al reclamo de las perdices nivales, mientras éstos, que no
habían prestado la más mínima atención a los preparativos de la muchacha,
continuaban lanzándose los unos a los otros sus retos territoriales. Con extraordinaria
habilidad, Lonit les imitó. Momentos después, uno de los ejemplares más próximos
se lanzaba al ataque del señuelo. Descendió en picado, dio unos pasos mientras emitía
un graznido de advertencia; pero cuando sus garras hurgaron en la nieve amontonada
delante de su rival, se enredaron en la red. Perdido el equilibrio, la perdiz nival cayó
entre aleteos en el señuelo; alertada por sus gritos, Lonit corrió a lo alto del
montículo, lo atrapó y le rompió el cuello en un periquete. Con su trofeo en alto,
lanzó un pequeño alarido de triunfo. Cuando Umak y Torka regresaran al
campamento, podrían darse un banquete con el ave y la pesca. Los dos hombres se
sentirían contentos y la considerarían digna de estima.
En aquel momento los distinguió a lo lejos mientras trotaban hacia ella. Ambos
blandían sus lanzas. Hacían gestos, sin duda de alegría, al ver a la perdiz nival que
ella sostenía en alto. La sacudía de tal manera que no podían dejar de verla. Umak
gritó su nombre. Él y Torka echaron a correr. Lonit se sentía radiante de júbilo.
Pero no por mucho tiempo. Los gritos de otras especies de aves les hicieron mirar
en torno. Al fijarse en el río se quedó consternada. El perro salvaje estaba al borde del
talud, ocupado en zamparse el último de sus tímalos. Encima de él, una sombra
transformó las postrimerías del día en oscuridad, mientas el cóndor gigante plegaba
hacía atrás sus enormes alas y bajaba en picado hacia ella.
Lonit estaba petrificada. Era un ejemplar enorme de plumas negras y blancas
precipitándose cielo abajo a toda velocidad; su cuello de buitre aparecía extendido, su
cráneo deprimido tenía tanto de águila como de cóndor, con su pico largo, aquilino,
de amenazadora potencia. Aquel garfio semejante a un cuerno, tan perfectamente
constituido para atrapar y devorar sus presas, se abría de par en par mientras el ave
rapaz proseguía su descanso. La muchacha miraba hacia arriba, horrorizada al ver sus

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ojos redondos y rojos, la puñalada de su lengua, igualmente roja, y las enormes
aberturas cóncavas de sus fosas nasales. Prorrumpió en estridentes chillidos mientras
se abalanzaba para arrebatarle la perdiz nival que tenía en la mano, en el preciso
momento en que el perro salvaje brincaba sobre ella y la tiraba al suelo.
La fuerza del impacto del perro hizo que Lonit soltara la perdiz nival justo a
tiempo, pues de lo contrario el cóndor le habría arrancado la mano. La muchacha se
quedó acurrucada en el suelo, casi convencida de que el perro se la iba a comer; pero
el animal se había apartado de ella en un abrir y cerrar de ojos para ir detrás del
cóndor que planeaba entre graznidos a punto de caer a tierra, con una lanza de Torka
en el pecho.
Lonit oyó los gritos alborozados de los cazadores.
Tenía la boca seca. Se sentía insignificante, necia y avergonzada mientras veía
caer al cóndor de costado entre graznidos y estertores, manando sangre. Todavía era
peligroso, con su mortífero pico y el pataleo de sus feroces y enormes garras. Torka y
Umak corrieron a rematarlo, acercándose osadamente para hundir sus lanzas en el ave
de presa mientras el perro salvaje permanecía al lado de Umak. El animal gruñía,
mordía y escupía plumas como si estornudara. A su manera ayudaba a su hermano
hombre a rematar la presa.
Lonit observaba la escena. Su propia necedad había sido la causa de que perdiera
su pescado y su perdiz nival. Aquella noche, Torka, Umak y el Hermano Perro se
darían un banquete con la carne del cóndor. Lonit no comería. Una muchacha fea que
no servía para nada, no tenía derecho a participar en un festín al que no había
contribuido en absoluto.

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CAPÍTULO 5
mak la puso nerviosa después de haber explicado por qué no tenía derecho a
participar de la carne del cóndor. La miraba con una sonrisa entre divertida y
afectuosa.
—Niña —acabó por decir—, sin ti y tu perdiz nival, ¿qué habríamos usado como
señuelo para conseguir que el comedor de sol descendiese del cielo?
—No soy una niña. Soy casi una mujer —se encrespó ella.
Torka la miraba con severidad.
—Entonces, Casi Una Mujer, descuartizarás el cóndor. Encenderás una hoguera.
Asarás la carne para Umak y para Torka. Ése es un trabajo de mujer. Una vez lo
hayas terminado, serás digna de comer con nosotros.
Lonit enrojeció hasta la raíz del pelo. Agradecida por cada una de las palabras
pronunciadas por el joven, se puso a trabajar llena de alegría.
Por lo menos Umak era fácil de complacer. Al dejar el campamento, él y Torka
habían llegado hasta la garganta del valle y trepado a una colina baja para dominar
mejor el panorama. Desde allí, al final de una vasta llanura, divisaron por fin en el
horizonte lo que esperaban ver hacía mucho tiempo.
—Esta noche comeremos la carne del cóndor —dijo Umak—, y la sangre y el
tuétano del comedor de sol nos proporcionará vigor, porque no debemos deshonrar su
espíritu de vida desperdiciando lo que hemos matado. Pero mañana nos iremos de
aquí. Mañana caminaremos lejos. Mañana instalaremos un campamento de caza en el
que permaneceremos muchos días. ¡Mañana nos prepararemos para cazar caribúes!
Sus ojos brillaban de excitación.
—El rebaño viene hacia nosotros procedente del este, tal como lo había
pronosticado este anciano —manifestó con entusiasmo—. El rebaño se dirige de
horizonte a horizonte, a través de una llanura que se extiende desde el infinito al
infinito. Este anciano jamás había visto una tierra tan vasta. ¡Este espíritu jefe jamás
había visto tal cantidad de caribúes!
El entusiasmo de Umak era contagioso. Lonit escuchaba sin dejar de trabajar,
entristecida al principio al recordar los largos días de hambruna. Le dolía el
sufrimiento de su pueblo, deseaba con todas sus fuerzas que hubieran sido los
caribúes los que hubiesen irrumpido en el campamento en vez del mamut; deseaba
que hubieran encontrado la vida en lugar de la muerte. Pero la tribu ya no existía.
Todo lo que quedaba del Pueblo estaba allí, cobijado en el pequeño campamento.
Torka, Umak y Lonit formaban una nueva tribu. Y cuando los cazadores trajesen
caribúes al campamento, Lonit estaba segura de que podría arreglárselas para que su
sensatez femenina sirviera para algo útil. Ella velaría por sus hombres. Su tristeza
desapareció. Sonrió y bajo sus altos pómulos se formaron unos hoyuelos al imaginar

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las cosas bonitas que podría hacer gracias a los caribúes.
Torka estaba inquieto mientras escuchaba a su abuelo, no por las palabras del
anciano sino por lo que pensaba al observar cómo procedía Lonit a descuartizar el
cóndor. Como de costumbre, la contemplación de la muchacha le angustiaba. Era una
chiquilla fuerte, valiente, que nunca se quejaba, pero él echaba de menos a su mujer,
y a sus hijos. Este sentimiento de añoranza hacía que su aborrecimiento hacia la
muchacha se reavivase constantemente. ¿Por qué había sobrevivido si todos los
demás habían muerto? ¿Por qué?
Estaba en pie junto al cobertizo que habían levantado, con los ojos fijos en el
mundo que se extendía ante él. Parecía estar completamente vacío. Estaba vacío.
¿Volvería a oír risas infantiles alguna vez? ¿O las voces de mujeres cuchicheando en
la solitaria oscuridad? ¿O las de hombres discutiendo amistosamente después de jugar
una partida de canicas?
Al inclinarse para entrar en el cobertizo, deseoso de sentarse resguardado del
viento junto a su abuelo, el perro salvaje le gruñó. El animal yacía al otro lado de las
piernas estiradas del viejo, cerca, pero a prudente distancia, justo fuera del alcance de
Torka. El perro se situaba siempre allí donde se proyectara la sombra de Umak.
Siempre, cuando Torka ocupaba un sitio cerca de él, le advertía que se marchara.
—Estate tranquilo, Hermano Lobo —tranquilizó Umak al animal—. Torka es
miembro de nuestra tribu, y carne de la carne de este viejo. Tienes que acostumbrarte
a él. También es hermano tuyo.
El perro bajó la cabeza, algo más calmado; pero no le quitaba los ojos de encima
a Torka. "Aarrr…" Continuó con su gruñido, pero de forma más suave.
—¡Aar! —repitió Torka fastidiado, sentándose al lado de su abuelo.
El joven cazador pensaba que indudablemente Umak era un espíritu jefe por
haber conseguido que le siguiera una bestia. En cuanto a él, si el asunto fuera de su
incumbencia, le rompería la crisma. Un perro joven sería bueno de comer. Con su
pelaje se podría confeccionar cualquier prenda de vestir. Pero nunca podría ser
hermano de un hombre. Nunca. No importaba lo que Umak pudiera decir en contra,
Torka no confiaba en el perro. Algún día dejaría de mostrarse pacífico. Algún día, en
vez de saltar en ayuda de la muchacha, la atacaría. Algún día, en lugar de ayudar a
Umak a rematar una presa, los poderes del viejo se desvanecerían y el perro trataría
de matar a alguien que ya no dominaba su espíritu. Torka esperaría ese día; entonces
mataría al "Hermano Perro".
—Mirad —dijo Lonit, levantando uno de los largos huesos de las alas del cóndor.
Con su puñal de descuartizar le había despojado de carne y tendones, y ahora se
mostraba maravillada ante su ligera estructura—. ¿Cómo es posible que un hueso tan
frágil soporte el peso de un ala tan grande?
Umak lanzó un gruñido. No era una pregunta a la que un hombre, ni siquiera un

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espíritu jefe, pudiera responder. Pero Torka se levantó, intrigado. Lo que la muchacha
había notado era, en efecto, digno de ser tomado en consideración, aunque sólo fuera
por satisfacer su innata curiosidad.
Se acuclilló frente a la muchacha, con los restos del ave entre los dos,
manteniéndose en equilibrio dentro de sus botas hechas con varias capas de cuero y
piel de pelo largo. No cogió el hueso, sino la otra ala del cóndor, entera. La muchacha
la había cortado limpiamente de la articulación de la espalda. Estaba intacta, su
intrincado plumaje brilló en su mano desnuda. Nunca había visto plumas de un
tamaño semejante. Arrancó una y barrió el aire con ella, dándose cuenta de que la
capa de plumas a lo largo del vástago hueco y flexible creaba un poderoso impulso
contra el aire.
Lonit observaba la pluma. Sus ojos femeninos tomaron nota de aplicaciones más
prácticas. Si cosía varias de ellas en un cinturón hecho con tendones, las plumas
serían lo bastante largas para confeccionar una camisa para verano, o un magnífico
cuello ornamental para que lo luciera un espíritu jefe cuando recurriese a sus poderes,
o un eficaz abanico para ahuyentar las moscas que picaban a diestro y siniestro en
ruidosos enjambres, los cuales recorrían la tierra en los días sin viento de un sol
interminable. Se aventuró, vergonzosa, a compartir sus pensamientos con Torka, pero
éste no parecía oírla, o por lo menos no demostró ningún interés mientras examinaba
el ala, fascinado por su estructura anatómica, intrigado por la longitud y elasticidad
de los poderosos tendones que proporcionaban un movimiento de extraordinaria
elasticidad a los músculos y los huesos.
—Así es como vuela… —dijo pensativo.
Por no ser menos que su nieto, Umak se puso en pie y, acercándose a él, cogió la
pluma de sus manos.
—¡Hummm! —examinó el miembro cortado, afirmó con la cabeza, lo sopesó y a
continuación se lo puso encima de un brazo y empezó a moverlo, despacio al
principio, simulando ser un cóndor. Sin más ejecutó una danza en la que imitaba el
vuelo y los graznidos del ave de presa muerta.
Torka no pudo contenerse y se echó a reír. Lonit ocultó su risa tapándose la boca
con las manos por temor a que, tratándose de una muchacha indigna como ella,
pudiera ofender al espíritu jefe. El perro salvaje gimió al tiempo que reculaba, sin
saber lo que podía esperar de tan extraño comportamiento.
Umak continuaba la danza, improvisando sobre la marcha mientras movía el ala
como si fuera una extensión de su brazo. Entonaba una canción de alabanza al gran
pájaro, cuya carne pronto consumirían.
"Así es como vuela", pensaba Umak, y durante un buen rato no sintió el peso de
sus años en su viejo cuerpo. Danzaba. Giraba. Se elevaba. Después, por fin, volvió a
ser de nuevo un hombre, un hombre cansado. Se detuvo, agobiado por sus años y por

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los muchos kilómetros recorridos desde que dejaron atrás el asolado campamento de
invierno de su tribu. Pensó en la vasta llanura que él y Torka habían avistado, en los
caribúes y en los kilómetros que todavía les separaban de los rebaños tanto tiempo
esperados. Dejó caer el ala del cóndor y permaneció en pie, con las manos en las
caderas, respirando hondo, con la rodilla lastimada doliéndole y los pies destrozados.
—¡Ufff! —exclamó—. ¡Si a este anciano pudieran brotarle alas como a un
comedor de sol! ¡Si todos pudiéramos volar con las alas del cóndor! ¡Pensad en la
distancia que podríamos cubrir! ¡Pensad en todas las cosas que podríamos ver! ¡Y
pensad en el desgaste que se ahorrarían nuestros pies!
Lonit encendió una hoguera con huesos de zorra secos y trozos de hierba, que
transportaba en su mochila con ese propósito. Asaron el comedor de sol y comieron
hasta hartarse compartiendo la carne con el perro salvaje. Luego liaron el sobrante en
un bulto y lo guardaron debajo de sus pieles de dormir para utilizarlo cuando hiciera
falta.
Con el estómago lleno de carne, calientes por su proximidad a la hoguera,
durmieron apiñados debajo del cobertizo. Torka tenía extraños sueños en los que se
veía como un hombre con las alas del cóndor, unas alas con las que volaba muy alto
alrededor del mundo, que le hacían sentirle ingrávido y le permitían experimentar el
impresionante impulso y poder del vuelo. Era como una lanza arrojada a través del
cielo; una lanza que podía controlar su propio ímpetu, que podía ver con los ojos de
un hombre.
Al mirar hacia abajo divisaba las elevadas cumbres de las montañas y los cañones
obstruidos por el hielo, los valles de la tundra y las vastas llanuras donde los caribúes
avanzaban en un interminable y continuo río de vida a través de la tierra. Y allí, en el
extremo más oriental del horizonte, vio un mamut que pastaba… un mamut como no
existía otro igual… una bestia con la cruz tan alta como una montaña, colmillos tan
duros, fríos y despiadados como glaciares, y unos ojos dilatados por su odio a los
hombres. Alzó la cabeza y, al verle volar, trompeteó con un bramido que sacudió el
cielo.
Torka respondió a aquella voz. Gritó en sueños como si sus alas se cerrasen y él
se precipitara cielo abajo, transformado en una lanza que se clavaba en el mamut con
el poder mortífero de un rayo. El Destructor se desplomó en el mismo sitio donde se
encontraba, y Torka se despertó tembloroso, con sabor a sangre y a muerte en su
boca, y un tremendo sentimiento de frustración.

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CAPÍTULO 6
l lazo de cuero silbó lanzado por la mano de Torka. El perro dormido lo oyó,
pero ya era demasiado tarde. El lazo rodeaba su cabeza, y cuando el
sorprendido animal se puso en pie de un salto, el nudo corredizo se estrechó
alrededor de su cuello. El peso y el estrechamiento del objeto desconocido provocó el
pánico del perro. Se volvió para echar a correr, pero tuvo que pararse en seco, medio
estrangulado, mientras Torka se apresuraba a atar el extremo de la correa a una estaca
de hueso que había clavado a bastante profundidad en la tundra la noche antes.
Aturdido, el perro seguía de pie con la cabeza gacha y el cuerpo en tensión
mientras luchaba inútilmente por liberarse del tirón de la correa. El animal miró a
Torka. En sus ojos azules se abrió paso poco a poco la luz del entendimiento al
descubrir que era Torka quien manipulaba la delgada tira de cuero. En la garganta del
perro se inició un sordo gruñido y, sin otra señal de advertencia, se lanzó hacia
adelante enseñando los dientes; los habría hincado en la gruesa manga de Torka,
desgarrándola, si el cazador no se hubiera apartado a tiempo de un brinco. El perro
gimió de dolor al caer de costado, ya que la fuerte sacudida de la correa le hizo perder
el equilibrio al tensarse ésta en toda su longitud.
Lonit contemplaba la escena, sorprendida. Habían llegado muy lejos desde que
desmontaron el cobertizo y se dirigieron a las lejanas colinas del este. A su llegada
levantaron una choza al abrigo de aquellas colinas, y pasaron allí una noche
descansando y preparándose para cazar a los caribúes que pastaban a cientos de
millares en la llanura que se extendía frente a ellos. La muchacha no participaría en la
matanza, desde luego, aunque sí en la mayor parte del despiece. Con esta idea, se
había despertado antes que sus hombres para reunir sus raspadores y demás utensilios
afilados, de piedra y de hueso, los cuales convertían los cuerpos de los caribúes en
carne y pieles. Se había deslizado fuera de la choza, sentándose a la puerta, frente al
lugar por donde saldría el sol, con la bolsa de piel de lince donde guardaba sus
herramientas en el regazo. El perro salvaje había levantado una vez la cabeza para
mirarla, pero enseguida la bajó y volvió a dormirse. Bajo sus dedos sin enguantar, el
pelo corto y sedoso del lince era suave y frío. La muchacha contempló con renovada
admiración las meticulosas puntadas de las costuras. Ahora era su bolsa, pero había
pertenecido a otra mujer, al igual que los útiles que contenía. Su propia bolsa, perdida
entre los escombros de la cabaña de su familia, estaba hecha con una piel entera de
marmota, incluidas las patas, y la cabeza servía de tapa. La había buscado en vano,
pues no le fue posible dar con ella. Al acariciar la bolsa de piel de lince recordó a la
persona que la confeccionó, Enilik, la mujer de ojos brillantes que compartía su vida
con Nap. Cerró los ojos; confiaba en que el espíritu de vida de Enilik comprendería
las razones por las que Lonit se había apropiado de su bolsa y de sus herramientas y

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perdonaría a una muchacha indigna de haber sobrevivido.
Absorta en sus pensamientos, no había oído a Torka salir de la choza, ni vio
tampoco cómo se las arreglaba para echar el lazo al perro. El joven no había avisado
de antemano acerca de sus intenciones de atar al animal, y aunque lo hubiera hecho,
Lonit no habría entendido lo que se proponía conseguir con ello.
Umak se precipitó fuera de la choza, todavía desnudo.
—¡Qué has hecho! —chilló furioso al ver al perro fuera de quicio, con el cuello
medio dislocado mientras se arqueaba hacia atrás en un desesperado intento de
morder la correa que le retenía.
Lonit se quedó boquiabierta y bajó la cabeza. Bajó también los ojos; no para no
ver la desnudez del anciano, porque entre el Pueblo, a menudo las familias dormían
desnudas, juntas, aunque Lonit, Umak y Torka no durmieran así desde la noche de la
gran tormenta. Era el tono de voz del anciano lo que la había asustado. Había gritado
a Torka. Lonit bajó la cabeza para no ver la vergüenza de Torka. Ningún hombre
hablaba así a otro. Jamás. Sólo se podía tratar de ese modo a las mujeres.
Torka palideció, sin entender qué era lo que había hecho para provocar la ira de
su abuelo.
—En cuanto olieran al perro, los caribúes se dispersarían lo mismo que las hojas
de sauce arrancadas por un vendaval de otoño —explicó. Luego añadió que creía que
Umak limitaría el campo de acción del perro antes de que se preparasen para la
cacería.
—¡Un hombre no ata a su hermano! —Umak temblaba violentamente en la fría
mañana. Se tocó la garganta con una de sus manos surcada de venas. Podía sentir la
presión de la correa del perro en su propio cuello. Lamentaba haber gritado. Las
palabras de Torka no carecían de sentido, y en realidad había obrado con cordura. Sin
embargo, al atar al perro lo había deshonrado, y a Umak también—. Entre hermanos
debe existir la confianza. Es el único lazo que puede haber entre ellos. Sin eso… —
dejó la frase sin acabar y dio un paso hacia el perro, sabiendo que sus temores se
cumplirían.
Al verle acercarse, el perro se levantó. Su cabeza enmascarada en negro se bajó,
mientras se le erizaba el pelo a lo largo de toda la espina dorsal. De su garganta
surgió un gruñido bronco y sus fauces se abrieron para mostrar unos dientes
amenazadores. Umak se detuvo. Una terrible sensación de remordimiento le
dominaba. Sabía que acababa de perder un amigo.
El perro reculó unos pasos, después se abalanzó hacia adelante, proyectando todo
su peso contra la correa. La desmesurada tensión provocó que el lazo que sujetaba el
cuello del perro se rompiera, y que la estaca donde estaba sujeta la correa se partiera
en dos. Por un instante, pareció que el perro se disponía a arrojarse a la garganta de
Umak. Lonit lanzó un grito, mientras los útiles y la bolsa se desparramaban por el

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suelo al ponerse en pie de un salto. Torka corrió a coger una de sus lanzas del sitio
donde las había dejado, en posición vertical, apoyadas contra la choza. Pero el perro
saltó más allá del anciano, escarbó la tierra con las patas traseras y continuó su
camino.
Torka se dispuso a arrojarle su lanza, pero Umak se lo impidió con un grito
imperativo.
El respeto que Torka sentía por su abuelo detuvo su mano, pero aquella mano
temblaba de decepción mientras decía:
—El perro alejará a los caribúes.
Los ojos de Umak se entornaron. Torka le miraba con una expresión que al
anciano le causó más escalofríos que el aire helado. En los ojos del joven había
piedad, piedad por alguien que ya era viejo e incapaz de tomar decisiones que nadie
discutiera. Umak se puso a la defensiva, arrebatado por una cólera que ardía en su
interior y enardecía su orgullo. La dignidad le impedía recordar a su nieto que yacería
muerto en la tundra, de cara al cielo para siempre jamás, de no haber sido por la
fortaleza de Umak y por su capacidad para tomar decisiones que le salvaron la vida.
Reaccionó con el absoluto desprecio que sólo los muy viejos pueden sentir por la
ignorancia, la impaciencia y la arrogancia de la juventud.
—Torka ha obrado en beneficio de la tribu —manifestó—. Torka cree que no se
puede confiar en el Hermano Perro. Pero Torka ha expulsado a alguien que salvó la
vida de Umak, y la de Lonit, y, sí, también la de Torka. Umak y el Hermano Perro
han caminado muchos kilómetros juntos. Hemos comido de las mismas presas y
dormido en los mismos campamentos. Aar es hermano de este espíritu jefe. Y si
regresa para reclamar el sitio que por derecho le pertenece como miembro de esta
tribu, Torka no levantará la mano contra él.
Umak había hablado con sosiego, pero era evidente que sus palabras no eran sólo
una reprimenda, sino sobre todo una orden.
—El perro no volverá —replicó Torka, con el ceño fruncido. Pensaba que no
había oído bien, pero estaba casi seguro de que su abuelo acababa de referirse al
animal con un nombre, como si fuera un ser humano. A pesar de que había
presionado a su abuelo más allá de los límites permitidos por las conveniencias y la
tradición, no pudo por menos de hacerle una pregunta que no podía quedar sin
respuesta—: ¿Aar?
El mentón de Umak apuntó al cielo con aire de desafío.
—Mi nieto tiene un nombre —declaró—; mi hermano, también.
—Tu hermano es un perro, abuelo —le recordó Torka.
El joven se sentía profundamente turbado. El anciano tenía un aspecto muy frágil,
desnudo y rígido a la intemperie, con sus brazos nervudos cruzados sobre el pecho
esquelético. Torka recordó las numerosas veces que Egatsop le había señalado las

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debilidades de Umak. La voz de la mujer parecía imponerse con su susurro
desdeñoso al creciente viento matutino. "Umak es viejo. Umak ha perdido sus
poderes. Umak ya no es el mismo de antes. Umak ya no es un espíritu jefe. Umak ni
siquiera es ya dueño de su propia mente. Umak es un estorbo para el Pueblo".
Pero ahora el Pueblo ya no existía. Torka estaba solo en el mundo con Umak y
Lonit. Los dos habían trabajado con denuedo para salvar su vida; pero ahora que él
estaba sano y fuerte de nuevo, conocía la verdad, por mucho que Umak pudiera
empeñarse en negarla. Las vidas de ambos dependían de Torka. La muchacha era
demasiado joven, y en cuanto a Umak, Torka no se había dado cuenta hasta aquel
momento de lo viejo que realmente era. Tal vez Egatsop tuviera razón en lo que decía
de él. Quizá su sabiduría, al igual que la resistencia de su cuerpo, fuera cosa del
pasado. Su extraño afecto por el perro parecía confirmarlo.
—Abuelo —el tono de Torka era amable—, ya es hora de olvidar al perro. Torka
no pretendía echarle, pero ahora que se ha marchado, considera que es lo más
conveniente. Jamás hasta ahora caminaron juntos perros y hombres. Jamás hasta
ahora compartieron sus presas ni sus campamentos. Si el perro vuelve, nos seguirá a
la cacería. Ahuyentará la caza.
Umak se estremeció, irritado por la inconfundible condescendencia que se
traslucía en la voz de su nieto.
—¿Lo mismo que ahuyentó al cóndor que se abalanzaba sobre Lonit para hacerle
caer en la lanza de Torka? —inquirió.
Lonit sintió que le ardía la cara. La tensión entre los dos cazadores parecía cortar
hasta el aire que respiraba. Se arrodilló y empezó a recoger sus útiles desperdigados.
¡Si Torka hubiera visto cómo había luchado el perro junto a Umak contra las zorras!
¡Si hubiera visto al animal echado a los pies del cazador! ¡Si hubiera visto al animal
coger comida de la mano de un hombre! Si ella no fuera sólo una hembra, limitada a
comunicar sus pensamientos a las personas de su propio género, le hubiera hablado a
Torka de aquellas cosas; entonces él habría sabido que Umak era un espíritu jefe
grande y poderoso, y que el perro salvaje existía gracias a sus encantamientos.
—¡Torka no necesita que ningún perro le ayude a cobrar sus presas! —repuso el
joven, irritado por el frío sarcasmo de Umak.
—¡Bah! —replicó Umak—. Ya veremos. Vamos a preparamos para la cacería.
Nos pondremos nuestras capas de acecho. Este viejo tiene frío. Este viejo matará
caribúes. Este viejo comprobará lo que Torka recuerda de todo lo que Umak le
enseñó.
Mataron dos ejemplares. Cuando la segunda hembra se desplomó retorciéndose
en las convulsiones de la agonía, con dos lanzas en la panza, el rebaño corrió a la
desbandada delante de ellos, como un río hormigueante de crías bramantes y hembras
con cornamenta que resoplaban, un río que se extendía de horizonte a horizonte

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frente a los cazadores, tan lejos como su vista podía alcanzar.
—¡Ningún perro podría ahuyentar a tanta caza! —dijo Umak.
Torka no hizo ningún comentario. No quiso admitir que el anciano tenía razón.
No obstante, se sentía mejor, ahora que su sangre se había activado con la caza, y
estaba contento, además, de que Umak le hubiera aventajado. A pesar de su pierna
rígida, el viejo había actuado como si fuera él y no Torka un hombre en la flor de la
vida. Torka no le había ayudado a cobrar sus presas. El viejo lo había hecho todo, y lo
sabía. De las cinco lanzas arrojadas, todas ellas dieron en el blanco; sólo una de las
armas pertenecía a Torka.
En los ojos de Umak había cierta expresión de reserva y en su rostro se dibujaba
una sonrisa de superioridad contenida a duras penas mientras recuperaba sus armas y
aguardaba a que Torka cogiese la suya.
Sus ojos se encontraron y ambos se sostuvieron la mirada. Tal como les ocurría
con frecuencia, sus espíritus parecieron fundirse. Cada uno de ellos conocía los
pensamientos del otro.
"Este anciano aún no es tan viejo como para no aventajar a su nieto en la cacería".
Torka asintió con la cabeza, mortificado. "Este hombre ha juzgado mal a alguien
que todavía es capaz de abatir a un gran oso blanco, si se lo propone".
La sonrisa de Umak se ensanchó, mostrando unos dientes fuertes, desgastados por
el tiempo. Arrodillándose, se quitó uno de sus guantes y metió la mano desnuda en la
herida que la lanza de Torka había infligido a la hembra que ahora yacía muerta.
—Es una herida mortal de necesidad —concedió.
Torka sonrió, consciente de que las palabras de su abuelo habían sido
pronunciadas con el propósito de suavizar la tensión provocada por su anterior
conflicto. Se arrodilló al lado del anciano, se quitó un guante e introdujo la mano en
la herida abierta por la lanza de Umak.
—Torka y Umak forman un buen equipo —dijo—. ¡Juntos hemos matado a esta
hembra dos veces!
Aquel día no cazaron más. Para expresar su gratitud a los espíritus de los
ejemplares muertos, entonaron la canción apropiada para la ocasión, según la práctica
de generaciones enteras de cazadores. Trataron de no pensar en aquellos con los que
jamás volverían a cazar, pero que, sin embargo, estaban allí con ellos, vigilándoles
desde el cielo.
Pero los muertos no comen, y tanto Umak como Torka tenían un hambre voraz.
Extrajeron los ojos de los caribúes y chuparon sus jugos negros de sabor agridulce.
Perforaron el estómago de sus víctimas, les arrancaron el corazón y lo devoraron,
convirtiendo la comida en ceremonia al notar que los espíritus de vida de los caribúes
les llenaban de calor, energía y optimismo. Se sonrieron mutuamente. Había pasado
demasiado tiempo desde la última vez que compartieron la carne y la sangre de

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caribú; su carne era la mejor de cuantas habían probado a lo largo de su existencia.
Las hembras que habían abatido eran relativamente pequeñas, de cuartos tiernos,
sin crías que pudieran morir de hambre al carecer de leche. Los cazadores las
cargaron a hombros con facilidad y con paso lento emprendieron el regreso al
campamento donde Lonit les esperaba.
La muchacha les brindó el tradicional saludo femenino, que ellos, como varones,
fingieron ignorar. Ellos descargaron sus presas a los pies de Lonit, a continuación se
quitaron sus mantos de ojeo provistos de cornamentas y se pusieron en cuclillas junto
a la hoguera encendida por ella protegiéndola del viento con piedras y trozos de
musgo. Acto seguido, la joven dio comienzo a la obligada letanía de alabanza. La
costumbre establecía que el hombre no se diera por enterado, pero aunque se
mantuvieron en silencio, sus rostros demostraban su sorpresa. La cadencia de la
canción de alabanza de Lonit era perfecta. Su voz era extraordinariamente agradable
y suave, parecía calmar el frío, apaciguar el viento omnipresente. Los pasos laterales
de una breve danza, ejecutados lentamente, con sencillez ritual, introdujeron a la
muchacha en una secuencia de caza llena de elegancia. Cuando se paró frente a ellos,
Umak lanzó una exclamación en señal de aprobación, y aunque Torka no hizo ningún
comentario, Lonit estaba radiante de alegría, no sólo porque se sentía contenta por la
caza, sino porque su canción de alabanza había sido aceptada por sus hombres.
Sus hombres. El concepto la embargaba de felicidad. Se dispuso a trabajar; lo
primero que hizo fue arrastrar a los caribúes lejos de la choza, por temor a que los
depredadores se sintiesen atraídos por el olor de la comida y cayesen sobre los
humanos confundiéndolos con animales. Con su afilado cuchillo de cortar la carne
abrió los vientres de los caribúes; cortó trozos de carne ensangrentados y los acercó a
los cazadores, llevando los hígados y los riñones en sus manos. Todavía calientes,
humeaban en el aire helado, y el olor de las entrañas dulces y oscuras era
embriagador. Ante su asombro, si bien Torka cogió su ración y empezó a comer,
Umak, magnánimo, compartió parte de sus tesoros con ella, cortando pedazos de lo
que por derecho le pertenecía al tiempo que insistía en que la muchacha los
consumiera allí mismo, enseguida. Así lo hizo, y se sintió más encantada todavía
cuando llevó las largas madejas de intestinos a los cazadores. Umak también los
compartió con ella, dándole generosas porciones rellenas de una deliciosa masa
parecida a un pudín, compuesta de líquenes de gran valor nutritivo y de diversas
clases de musgos, todo ello suavizado por el sabor ácido de los jugos digestivos.
Desde su niñez, cuando su madre compartía con ella aquel tipo de manjares, Lonit no
había vuelto a probar de las partes más preciadas de una pieza de caza mayor. Su
alimentación había consistido en sobras, fragmentos de huesos de tuétano con las
mejores partes ya chupadas por otros, restos de carne demasiado duros para ser
comidos por cualquiera a excepción de los más miserables, y también había

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consumido "comida de mujer" que ella misma se había agenciado: aves, roedores y
pescado, gusanos algunas veces. Todos estos alimentos se consideraban inadecuados
para los varones, salvo durante la época de la gran oscuridad, cuando salía la luna del
hambre y el Pueblo comía sin lamentarse todo lo que podía encontrar.
Una vez saciada su hambre, Torka y Umak se levantaron y terminaron de desollar
los caribúes mientras la muchacha permanecía en pie a su lado, admirada por la
habilidad con que lo hacían. La tarea de desollar la caza mayor era incumbencia de
los hombres; ninguna mujer osaría tan siquiera pensar en ello, por temor a ofender al
espíritu del animal muerto. En cualquier caso, Lonit no podía evitar apartarse de allí,
mientras observaba con manifiesta curiosidad los movimientos rápidos y seguros de
las manos de los cazadores que, armados con hojas de pedernal de evidente
perfección, levantaban las pieles y las arrancaban de la carne que había debajo.
Apenas terminaron la faena, los hombres regresaron junto a la hoguera y se
sentaron. Todavía picaron un poco de los restos de hígado, riñones e intestinos. Al
poco rato estaban adormilados.
Ahora le tocaba a Lonit prepararse para llevar a cabo el despiece. Para empezar
extendió las pieles, con la parte del pelo hacia abajo, y las sujetó con piedras. Puso
buen cuidado en no estirarlas. Las pieles estiradas cuando todavía estaban húmedas se
endurecían enseguida y no había forma de trabajarlas. La muchacha contempló la
extensión de pieles ensangrentadas, precipitadamente arrancadas en algunos puntos.
El viento seco y helado ya había hecho que aparecieran costras en varios sitios. Al día
siguiente las rasparía mejor. Tendrían que pasar bastantes días antes de que estuvieran
preparadas para seguir trabajándolas. Cuando le pareciese que estaban lo
suficientemente secas, dormiría en ellas, con la parte de la carne contra su cuerpo. El
calor de su propia piel las impregnaría de aceites curativos que sólo podían obtenerse
mediante un contacto prolongado con la piel humana. Al día siguiente volvería a
rasparlas y las estiraría en el viento helado. Al cabo de varias sesiones de raspado y
estiramiento, Lonit contaría con cueros lo bastante suaves para ser transformados en
nuevas prendas de vestir para sus hombres. Los cosería con infinito cuidado y uniría
las costuras de forma que ni el viento más frío penetrase a través de ellas. Luego, en
los días tormentosos, cuando los cazadores salieran para internarse en el frío brutal de
la época de la larga oscuridad, éstos sabrían que, al menos en infinidad de cosas
aparentemente insignificantes, Lonit no carecía de méritos para ser digna de su
estima.
Todos estos pensamientos le acudían a la mente mientras imaginaba la gran
cantidad de caribúes que Torka y Umak llevarían al campamento en los próximos
días para que ella los descuartizara. ¡Podría hacer ropa nueva para los tres! Echó una
mirada a las pieles tendidas al sol y sonrió mientras se afanaba en cortar la carne de
los cuerpos de los caribúes. Le dolía la espalda y le habían salido ampollas en las

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manos, pero no le importaba. Aquella carne era para Torka y para Umak. Ella se
sentía orgullosa de ser su mujer, capaz de preparar la carne para ellos. Trabajó sin
descanso, y pronto delgadas tiras de tejido muscular colgaban y se secaban sobre
estructuras óseas. Sin querer enterarse de su cansancio, dedicó su atención a otra tarea
y empezó a golpear las articulaciones de los huesos, abriéndolos para extraer el
tuétano.
—¡Deja eso ahora mismo! ¡Ven a la hoguera!
La voz de Torka la sobresaltó. Al levantar la cabeza vio que estaba despierto. La
miraba con severidad, sentado junto a Umak que, hecho un ovillo, roncaba a más y
mejor. Para su sorpresa, el mundo se había vuelto oscuro. Intrépidos indicios de la
aurora boreal, dorados, azules y verdes vibraban en el firmamento nocturno. El olor a
carne asada llegó hasta su nariz. Su estómago rugió. Se dio cuenta, con asombro, de
que tenía hambre otra vez.
Torka le hizo señas para que se acercara. Su rostro estaba inmóvil cuando ella se
aproximó y cogió de sus manos una broqueta de hueso en la que había ensartados
varios trozos de lengua asada. Al suave resplandor de la hoguera, con la
luminiscencia multicolor de la aurora a su espalda, la belleza de Torka era tan
sobrecogedora que Lonit no podía moverse. Su mano se quedó en el aire. Temblaba
de pies a cabeza.
—¡Toma! ¡Come! ¡Casi Una Mujer ha hecho el trabajo de una mujer… el trabajo
de una docena de mujeres! ¿Es que no sabe cuándo tiene que parar? ¿No sabe cuándo
es la hora de descansar? —irritado golpeó el suelo junto a él—. Ven. Siéntate encima
de las pieles, al lado de Torka. Caliéntate al fuego. Descansa. ¡Come!
La invitación era tan irresistible, que sus rodillas estaban a punto de doblarse. Se
sentó. Comieron en silencio bajo los danzantes colores de la noche, con el viento
envolviéndole con su incesante susurrar mientras de la hoguera saltaban chispas
semejantes a estrellas que quisieran trepar hasta el cielo. La muchacha las
contemplaba; comía con lentitud, sin apreciar el sabor, pendiente exclusivamente de
la proximidad del hombre sentado junto a ella. Tan consciente era de la presencia
cercana del hombre que todos los nervios de su cuerpo estaban en tensión, atentos a
la menor palabra del hombre, al más ligero roce; pero él permanecía en silencio,
inmóvil, con los ojos fijos, enfrascado en sus pensamientos. Su rostro estaba rígido.
Ni siquiera el resplandor del fuego podía disipar la tristeza que Lonit veía en sus ojos.
Al poco tiempo, la tristeza embargó también a la muchacha porque sabía que, aunque
la hubiera llamado para que se sentara a su lado, no se daba cuenta de su presencia.
Su corazón estaba con su mujer, con sus hijos, con todo lo que había perdido y que
jamás podría recuperar.
A medida que la noche se hacía más oscura, arreció el viento y la temperatura
descendió. Entraron en la choza para resguardarse del frío. El aullido de un perro

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salvaje despertó a Lonit antes del alba. Yacía acostada en la oscuridad, preguntándose
si se trataría del Hermano Perro, atenta a sus aullidos y a la rítmica respiración de
Torka. Envuelto en sus pieles de dormir, éste dormía profundamente junto a ella.
Transcurrió un buen rato antes de que la muchacha se diera cuenta de que no oía el
familiar ronquido del anciano. Se incorporó esforzándose por distinguir algo en la
oscuridad. Cuando lo logró, descubrió que Umak se había ido.
Estaba tan cansada por el duro trabajo realizado, que sólo se había despojado de
su túnica exterior manchada de sangre antes de deslizarse debajo de sus pieles de
dormir. Por tanto, ahora no necesitaba vestirse. Se envolvió en una de las pieles de
dormir y, después de calzarse las botas, salió de puntillas de la cabaña para
permanecer en pie en medio del viento en tanto contemplaba la primera luz azulada
de la mañana.
Vio a Umak en el acto. Su silueta se recortaba en la madrugada. Tenía la cabeza
echada hacia atrás. El viento agitaba sus largos cabellos. Con los brazos en alto,
gritaba a pleno pulmón al sol naciente. Pero no gritaba con la voz de un hombre;
aullaba con la voz de un perro salvaje.
Y mientras Lonit escuchaba, el Hermano Perro contestó desde las colinas
distantes, y las voces del hombre y del perro se fundieron en una sola.
Al día siguiente, cuando Torka y Umak salieron de nuevo a cazar, el perro estaba
esperándoles. De pie en un altozano de la tundra, con su grueso pelaje revuelto por el
viento, vigilaba los caribúes que pastaban. El viento impedía que éstos percibiesen el
olor del perro y no notaron tampoco el de los hombres, porque éstos, mientras se
aproximaban al rebaño, frotaron sus mantos de ojeo con excrementos frescos de
caribú, práctica que resultaba muy eficaz puesto que disimulaba su propio olor.
El perro observó a los cazadores mientras éstos, disfrazados de caribúes con sus
mantos de ojeo rematados por cornamentas, se inclinaban para imitar los pasos
lentos, vacilantes de los animales que pastaban. Era difícil asegurar que se trataba de
hombres. Sin embargo, el perro lo sabía; había viajado demasiados kilómetros con
Umak como para que no se le hubiera quedado grabada su imagen. Los aullidos del
anciano le habían hecho regresar al campamento desde la solitaria distancia adonde
había huido. El instinto gregario era fuerte en el perro.
Aunque el pelo del lomo se le erizaba al pensar en Torka, Umak se había
convertido en su hermano. Eran de la misma manada. Y el perro, animal sociable por
naturaleza, no deseaba cazar ni vivir solo.
Nacido para cazar, Aar no necesitaba ser adiestrado para ayudar a la manada a
tener el mayor éxito posible en una cacería. Para asombro de Torka y de Umak, el
perro bajó al trote del altozano, ganando velocidad a cada paso, y se lanzó en medio
del inmenso rebaño, empujando a los caribúes en todas direcciones hasta que el
rebaño entero emprendió veloz carrera. Sin dejar de ladrar agresivamente, acorraló a

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varios ejemplares y los separó del rebaño. Hembras y crías, acosadas por el perro,
fueron a parar de cabeza a las lanzas vigilantes de Umak y de Torka. Después de
desjarretar a los animales acosados, el perro reculó y se detuvo expectante mientas
los hombres daban cuenta de sus presas. Con su conducta concedía a los hombres el
papel preponderante como jefes de la manada.
Umak no ocultaba su regocijo.
—El Hermano Perro dirige la caza —dijo, recordándole a Torka su juicio
equivocado acerca del perro—; dirige la caza, no la ahuyenta. ¡La dirige hacia los
cazadores!
Torka miró al perro jadeante, con el hocico manchado de sangre y trató de
encontrar sentido a lo que acababa de presenciar. No era posible que un perro cazase
con la sabiduría de un hombre, pero Aar lo había hecho, y aun más. El perro había
hecho posible que Umak y Torka cazaran el doble con la mitad del esfuerzo usual.
Torka frunció el ceño; en su fuero interno no tuvo más remedio que admitir que
Umak dominaba realmente el espíritu del animal. Afirmó con la cabeza, queriendo
sentirse convencido para complacer al anciano; sin embargo, no estaba enteramente
satisfecho. Por mucho que se empeñase en razonar, no era natural que un perro
hiciera compañía a los hombres. En aquel asunto había algo que le hacía sentirse
incómodo. De cualquier modo, el animal se había ganado su ración de aquel día. Eso,
Torka no lo discutía.

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CAPÍTULO 7
a vida era buena. Aunque los espíritus fantasmas del abandonado
campamento de invierno siguieran susurrando en el viento palabras de muerte
y desolación, Torka, Umak y Lonit estaban demasiado ocupados para
escucharlas. La muchacha cuidaba del nuevo campamento mientras los hombres
cazaban. El perro corría siempre delante de ellos, arreglándoselas para dirigir a los
caribúes hacia sus lanzas como si le hubieran adiestrado para hacerlo así. Tenían
carne en abundancia, suficiente para la época de luz, y aún les sobraría para el temido
retorno de la época de larga oscuridad. La muchacha curtió muchas pieles, suficientes
para confeccionar nuevas prendas de vestir para todos ellos. Pronto no sería necesario
cazar. Sin embargo, los caribúes continuaban moviéndose a través de la tierra,
precipitándose desde el este en tan enorme cantidad que los rebaños no parecían
componerse de varios animales sino de uno solo, infinito, inagotable.
Luego, de pronto, desaparecieron.
Torka paseaba la mirada por un mundo vacío y silencioso. Se encontraba en lo
alto de un montículo de la tundra. A sus pies el paso de los caribúes había dejado
huellas oscuras sobre la tierra todavía helada. Se habían evaporado en las lejanas
colinas occidentales.
—Volverán —dijo Umak. El viejo se había acercado a su nieto. El perro estaba
con él, cerca, pero no demasiado, y por supuesto fuera del alcance de Torka. Umak
aspiró una gran bocanada del aire matutino, luego lo exhaló con entusiasmo. Los
últimos días de comida, descanso y buena caza le hacían sentirse joven de nuevo.
—Éste es un buen campamento —afirmó—. Cuando los caribúes vengan al este,
estaremos aquí para recibirlos. Nos proporcionarán carne para la época de larga
oscuridad.
—¿De dónde vienen? ¿A dónde van? —inquirió Torka.
Umak lanzó un gruñido antes de contestar.
—Eso nadie puede saberlo. Los caribúes recorren el mundo, van de un lado a
otro. Acuden a lugares secretos adonde sólo los caribúes pueden ir.
—Me pregunto… —Torka se interrumpió; miró hacia el este a través de la vasta
llanura ondulada por la que habían llegado los caribúes. En el horizonte, una enorme
montaña cuya cima estaba cubierta de nieve brillaba en medio de la neblina
producida por la distancia desde donde Torka la divisaba. Al otro lado de la montaña,
la llanura de la tundra se ondulaba hasta el infinito. Torka contemplaba el paisaje con
aire pensativo, hasta que se decidió a seguir hablando—: Los caribúes que vinieron a
pastar, a que parieran las hembras, a comer de la tundra en los días de sol, procedían
sin duda de algún lugar situado al otro lado de esa montaña. Pero siempre que se
avecina la época de larga oscuridad, los caribúes dan media vuelta y regresan al este.

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¿A dónde van? ¿Por qué se van? ¿De qué comen cuando desaparecen en los días de la
luna del hambre? Si los cazadores les siguiesen, si los hombres pudieran cazar
caribúes en la oscuridad del invierno…
Umak interrumpió a Torka con otro de sus característicos gruñidos.
—¡Los hombres no pueden hacer una cosa así! El sol llama a los caribúes. Tienen
reservado un lugar secreto en el cielo, sobre las montañas, en la propia cara del sol
naciente!
—¿De verdad es así?
—Lo es —afirmó Umak categóricamente, porque lo que los padres de su padre
dijeron en días inmemorables era sagrado. Nadie podía ponerlo en tela de juicio.
Bajo una nube de aves migratorias, Lonit buscó unas piedras adecuadas para
hacer unas boleadoras. Le dolía la cabeza y sus pechos estaban doloridos al inclinarse
para escoger unos guijarros que había en una especie dé depósito cubierto de liquen.
En la cara sur del depósito, donde el liquen no crecía, las piedras eran tan suaves que
parecían haber sido restregadas. Normalmente, la muchacha se habría dado cuenta del
detalle, porque lo insólito siempre atraía su mirada, pero no se encontraba bien y se
sentía obsesionada por su falta de mérito.
"Mirad a esta mujer", se decía con los labios fruncidos. "Unos cuantos días de
despiece y Lonit está tan anquilosada y malhumorada como una anciana. Nunca se
había sentido así antes. Lonit es un deshonor para los hombres que le han permitido
compartir su campamento. ¡Hasta el perro es más importante que Lonit!"
Continuó haciéndose recriminaciones en silencio, las cuales se intensificaron al
no poder encontrar piedras de la forma y el tamaño que necesitaba. ¿Cómo iba a
hacer unas boleadoras que funcionaran bien si no tenía las piedras adecuadas? Ya
había preparado las cuatro correas de cuero a las que atar las piedras; cada correa
estaba formada de tres tiras de tendones, meticulosamente trenzadas, de una longitud
aproximada de un metro, que se reunían en un extremo y se sujetaban con otra tira
trenzada. Cuando los extremos sueltos de las cuatro tiras trenzadas fueran
complementadas con el peso de las piedras —con dos plumas de cóndor atadas al
extremo unido para estabilizar y guiar el vuelo de las boleadoras —Lonit poseería el
arma-trampa perfecta para atrapar las aves de tierra y acuáticas que poblaban el cielo.
Pronto construirían sus nidos en los miles de lagos y de charcas que adornarían la
tundra después del deshielo de primavera. Incluso ahora la mayoría de los lagos de
aguas poco profundas estaban parcialmente libres de hielo; y pajarillos semejantes a
los gorriones se posaban en tierra para picotear aquí y allá la tundra apenas helada en
busca de nuevos brotes de hierba y de restos del pasado año. Pronto anidarían, ellos y
todos los demás nómadas alados del cielo en cantidades ingentes. Habría abundancia
de huevos que coger y sorber.
Pero ahora un retortijón sordo, profundo, atacó el vientre de Lonit. Ni siquiera

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pensar en aquellas exquisiteces largo tiempo soñadas logró alegrarla. Junto con el
dolor de la cabeza y los pechos doloridos, el dichoso retortijón era una señal más de
su falta de mérito. Dentro de los guantes, sus palmas despellejadas por el duro trabajo
estaban pegajosas. Se sentía tan extraña que llegó a preguntarse si se iría a morir.
Pensar en ello la hizo caer en un estado de tal ensimismamiento que, cuando Umak se
le acercó por detrás, dio un salto, sobresaltada.
—Casi Una Mujer se ha alejado demasiado del campamento, sola. Eso no es
bueno. Siempre hay peligro cuando una persona camina a solas. ¿Qué es lo que Lonit
busca?
La muchacha estaba de pie ante él. El reproche del anciano la avergonzó. No se
atrevía a mirarle. Sabía que tenía razón. Se sentía tan desdichada, tan poca cosa, que
no dudó en considerarse indigna de mirarle. No obstante, respondió por temor a que
su silencio le ofendiera.
—Lonit quería hacer unas boleadoras. Lonit ha salido del campamento para
buscar piedras.
—Hay mucha carne en los bastidores de secado. Hay mucha carne en los pozos
de almacenamiento. Lonit no necesita hacer boleadoras. Lonit tiene aspecto de
cansada. Ven. Casi Una Mujer nunca será Una Mujer si no deja de trabajar y se
permite descansar. Si sale sola del campamento, los carnívoros la acecharán y sus
hombres tendrán que arriesgar sus vidas para salvarla.
La vergüenza de la niña aumentó. Se había esforzado al máximo para que ni
Umak ni Torka notaran su debilidad. Se había sentido orgullosa de trabajar como una
mujer para ellos, de tener la oportunidad de demostrarles que era habilidosa para
preparar la carne, curtir las pieles y mantener el campamento aseado. Ellos habían
sabido apreciarlo, de la manera en que los hombres demostraban su aprobación, es
decir con gruñidos, signos de asentimiento y, por supuesto, aceptando sin
comentarios lo que ella les ofrecía; el sentimiento era la mayor lisonja que a una
mujer le cabía esperar. Si un hombre comía lo que ella guisaba, si vestía una prenda o
llevaba un adorno que una mujer hubiera confeccionado para él, el corazón femenino
se henchía de gozo. Y eso le había sucedido al corazón de Lonit… hasta que la
preocupación se apoderó de ella. Hasta que la cabeza empezó a dolerle. Hasta que sus
pechos se inflamaron de repente y empezaron a hacerle daño. Recordó después el
drama por el que habían pasado. Y entonces se convenció de que Umak y Torka sólo
la toleraban, aceptando sus esfuerzos porque no tenían otra elección. Era la única
hembra que quedaba para el trabajo de mujer.
Cuando Umak la miraba, debía lamentar en secreto las vidas perdidas de todas las
mujeres hermosas que compartieron las pieles de su lecho durante su larga vida.
Ahora sólo le quedaba una muchacha feúcha y carente de todo mérito para mimarle
en su vejez. Si en realidad creía que una nueva tribu podía nacer algún día por medio

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de ella, su virilidad debía arrugarse ante la idea de copular con una criatura tan débil e
insignificante. Sin duda alguna delegaría en Torka para ese cometido. Y si Torka
actuaba a su aire, entonces la nueva vida saldría de Lonit como los insectos emergían
de la superficie de la tundra, surgidos de sus propios huevecillos lo mismo que las
huevas de los peces se esparcían en el hielo derretido arrastrado por la corriente de un
río.
Incluso entonces, Lonit sabía que continuaría siendo un ser a quien nadie
concedería nunca el menor valor. Cuando fuera vieja, los hijos que hubiera
alumbrado se avergonzarían de llamarla madre. Tendría que vagar en la oscuridad del
invierno, dejándoles que vivieran su vida, esperando que pronto la olvidarían.
Pero entretanto, estaba viva, y cuando salió en busca de las piedras, lo hizo
porque pensaba en su responsabilidad para con sus hombres, había pensado en el
futuro y en el pasado. Había recordado las penalidades de la tribu durante las últimas
noches de la luna del hambre. Sí; los hombres habían llevado mucha carne al nuevo
campamento. Lonit la había preparado y guardado en previsión de futuros días de
escasez. Pero, ¿habría comida suficiente en cualquier otro campamento? Si volvían
los tiempos de escasez, daba por sentado que sería bien acogida la carne sonrosada y
grasa de los grandes gansos y de los cisnes que volaban frente al creciente sol de
primavera. Era "comida de mujer", pero ahumada en fogatas de estiércol de caribú
seco y musgo de la tundra, serviría para mantener a sus hombres con vida cuando el
último pedazo de caribú, de la "carne para hombres", hubiese desaparecido.
Tales eran los pensamientos de Lonit mientras seguía a Umak de regreso al
campamento. Le había dicho que descansara, y eso era lo que ella quería; pero los
dolores de su abdomen no la dejaban dormir.
La noche no volvería a ser completamente negra durante meses. En cualquier
caso, estaba oscura cuando Umak y Torka se sentaron ante una fogata de huesos y
estiércol. Hablaban tranquilamente, disfrutando de un viento que, por primera vez
desde hacía más tiempo de lo que eran capaces de recordar, no atacaba con el aguijón
del invierno.
No había luna. En un cielo plomizo planeaba una lechuza, una pálida
decoloración en la noche porque su blanco plumaje invernal aún no había adquirido
del todo las tonalidades marrones del verano. Torka miró hacia arriba. Siguió con los
ojos su mancha blanquecina hasta que desapareció. Alrededor de los ojos de los
hombres la noche era escenario del despertar de los sonidos propios de la primavera,
agua que discurría en miles de riachuelos, fluyendo debajo de campos de nieve
derritiéndose en bolsas de aire que aislaban la tierra blanda que había por debajo. Al
otro lado de la fogata, enfrente de Torka, Umak masticaba una larga tira de carne de
caribú que sostenía en una mano cerca de su boca, mientras con la otra iba cortándola
con una hoja afilada. Torka observaba a Umak mientras éste cortaba la carne con su

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puñal de piedra con tanta facilidad como si troceara un pedazo de sebo caliente.
Umak gruñía satisfecho. Con la boca llena de carne dijo que Lonit había preparado
bien la carne. Torka asintió de mala gana. La muchacha había cortado las tiras a
contraveta y muy finas; se habían secado al viento rápidamente, y estaban tan tiernas
porque Lonit las había golpeado con piedras. Estaba demostrando ser muy capaz de
ocuparse de un campamento mucho mejor que Egatsop. Era una trabajadora
infatigable, meticulosa en todas las tareas que realizaba con sus hábiles manos.
Aunque no se quejaba, Torka había visto la fatiga que se reflejaba en su rostro cuando
Umak fue a buscarla y la trajo de vuelta al campamento, recomendándola que
descansara. Había notado cómo se apoderaba de ella la debilidad en los últimos días.
Ahora empezaba a preocuparse; pensó que, a pesar de no agradarle la muchacha, tal
vez sería conveniente que él y Umak tuvieran que replantearse ciertas tradiciones de
la tribu. Existía un trabajo de hombre y un trabajo de mujer; pero ahora, en el mundo
entero tan sólo existían dos hombres y una mujer. "No", rumió, "ni eso siquiera". Casi
Una Mujer podía ser tan alta como Umak y sorprendentemente fuerte para sus años,
pero aún era una niña. No podían permitirle que trabajara tanto.
Umak vigilaba a Torka mientras comía. Como solía ocurrirle con frecuencia,
sabía lo que pensaba su nieto. El anciano habló escogiendo sus palabras.
—En una nueva vida, los hombres han de buscar nuevos caminos… —se sacó un
pedazo de carne de la boca, lo hizo una bola y lo lanzó con fuerza. La bola fue a caer
sin previo aviso sobre el hocico del perro, que dormitaba cerca de la fogata.
Despertándose en el acto, Aar la atrapó y la engulló entera.
—Los nuevos tiempos producen nuevas afinidades —comentó Umak tras una risa
ahogada—. Si este anciano puede convertirse en hermano de un perro, es indudable
que Torka puede ayudar a una mujer en su trabajo.
—Lonit no es una mujer. Es una chiquilla. No hace falta que trabaje tanto. Somos
dos. Se afana como si tuviera que alimentar a una tribu entera. Trabaja demasiado.
Cocina demasiado. Deshonra la memoria de las mujeres de la tribu con su actividad.
Eso no es bueno.
Umak echó una mirada a Torka. Se veía retratado en su nieto. Se parecían en
muchos aspectos. No obstante, desde el principio había una cualidad en Torka que ni
siquiera sus ojos expertos y vigilantes fueron capaces de definir. Cuando Torka se
convirtió en un hombre, aquella cualidad permanecía en su interior… profunda, sutil,
era como un poder que creciera en el espíritu del joven… invisible, insondable, como
una corriente que discurriese en un río grande, oculto por los hielos del invierno, pero
siempre la misma. Algún día rizaría la superficie de las aguas. Algún día haría
pedazos el hielo que la retenía cautiva. Algún día saldría a la luz para reorganizar la
tierra. Algún día, pero no ahora. Ahora las cicatrices de una vida herida eran
demasiado hondas en su espíritu. Le cegaban para cualquier otra cosa que no fuera el

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pasado. Ni siquiera veía el mérito de una muchacha que se desvivía por agradarle.
Umak suspiró. Reflexionaba sobre los muchos kilómetros recorridos con la
muchacha. Sus párpados se bajaron; contempló el fuego para dejar que los recuerdos
se encendieran junto con la luz multicolor, como vista a través de un cristal.
—¡Hummm! —gruñó pensativo el viejo que no se sentía viejo en absoluto sino
joven y vigoroso con el estómago atiborrado de carne y el cuerpo plenamente
descansado por primera vez en muchos meses—. Casi Una Mujer es precisamente
eso. Es fuerte. Es valiente. No es una chiquilla. No desea deshonrar la memoria de las
mujeres de la tribu. Se esfuerza por complacernos, porque se siente avergonzada de
no parecerse más a ellas.
Torka lanzó un gruñido al estilo de su abuelo y contestó que él no lo veía tan
claro.
El anciano contempló a su nieto a través de las llamas.
—Umak ha vivido mucho tiempo. Umak ha visto muchas cosas — manifestó en
tono sentencioso—; y Umak quiere decirte esto sobre Casi Una Mujer: hasta el brote
más humilde que duerme largo tiempo bajo los hielos de la oscuridad invernal no
tarda en convertirse en una flor hermosa, abierta y ansiosa de aceptar el don de la
vida bajo el calor y la luz del sol del estío.
El significado de sus palabras no podía ser más claro. Torka, sin embargo, se
negaba a admitir aquella idea.
—Lonit no es una mujer —insistió.
Umak suspiró medio dormido, arrojó los restos de carne al perro y luego se subió
hasta los hombros su manta de bisonte.
—Lonit es ahora una niña— concedió. Su voz era queda y estaba impregnada de
una profunda tristeza—. Pronto será una mujer… la única mujer… —entrelazó los
brazos sobre las rodillas cruzadas y apoyó sobre ellos la cabeza. Se había quedado
dormido de repente. Al instante bostezó; abrió los ojos y escuchó el viento y el
sonido de la tierra abriéndose a la primavera—. Pronto… —repitió, antes de volver a
quedarse dormido. Instantáneamente empezó a soñar con tierras lejanas, con caza en
abundancia, con mujeres que le habían amado y anduvieron junto a él bajo el salvaje
cielo del Ártico en su juventud. La muchacha no intervenía en sus sueños, porque
éstos pertenecían al pasado. Lonit era una flor todavía sin abrir, en espera del
nacimiento de un futuro sol, mientras tenía sus propios sueños en los últimos días de
la oscuridad invernal.
Torka estaba sentado a solas junto al fuego. Los lobos aullaban en la lejanía. Sus
pensamientos se interiorizaron; recordaba a su mujer muerta, a su hijita, al hijo
adorado al que nunca volvería a ver. Cerró los ojos. A la luz mortecina de la fogata,
sólo el perro salvaje vio sus lágrimas.
Fue el gruñido del perro lo que le despertó. Desde el instante en que Torka abrió

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los ojos hasta el momento del ataque, sólo transcurrieron unos segundos. Parecía el
tiempo de una vida entera.
Una corriente de energía circuló por sus venas mientras reaccionaba con
prontitud, completamente despejado y alerta. Era consciente de ser vigilado, lo
mismo que cuando una presa caída en una trampa abre los ojos y se encuentra con los
cazadores rodeándola, dispuestos a hacerla pedazos.
Umak seguía durmiendo, todavía sentado y envuelto en su manta de bisonte. Sin
reconocerle como presa, uno de los lobos gigantes saltó por encima de él para
dirigirse como una flecha hacia Torka. Este se dio cuenta de que se encontraba
demasiado lejos de la choza para entrar a buscar sus lanzas pero ya era tarde. Se
habría dado de bofetadas por comportarse como un imbécil, pero no quedaba tiempo
para eso.
El bulto del enorme lobo se recortaba en la noche cuando el perro saltó para
interceptar su brinco. Torka estaba de pie, dispuesto a obstaculizar el ataque de la
bestia con los brazos en alto, pero, ante su sorpresa, el lobo cayó a sus pies. El perro
estaba encima de él. Incrédulo, Torka vio sus cuerpos, que parecían fundirse en una
masa oscura de pelaje y patas, hasta que los rugidos de ambos finalizaron en aullidos
de dolor cuando los colmillos del perro mordieron la garganta del lobo,
desgarrándola.
La manada estaba aproximándose entre jadeos, con la cabeza gacha, babeantes.
Eran cuatro lobos, con un macho enorme al frente. Torka corrió por sus armas,
colocadas en posición vertical, junto a las de Umak, a la entrada de la choza. Torka
cogió dos; las demás cayeron con estrépito mientras él gritaba para enfrentarse solo a
los lobos.
—¡Umak! —llamó, pero su abuelo dormía, ajeno al peligro. Torka no podía
entretenerse en despertarle—. ¡Acercaos! —gritó a los lobos, sabiendo por
experiencia que una bravata solía bastar para ahuyentarlos.
El cielo cubierto de nubes proyectaba una suave luz grisácea. Torka pudo ver con
toda claridad a los lobos mientras avanzaban paso a paso. ¿Por qué se arriesgarían los
lobos? ¿Acaso no habían aprovechado el paso de los caribúes? No tenían aspecto de
estar hambrientos. Su pelaje era lustroso, sus ijares no se hundían. Sus ojos brillaban,
mirándole de hito en hito, y, de pronto, Torka comprendió. Saboreaban de antemano
la carne humana. La preferían a la de presas menos hostiles. Habían comido de ella
hasta hartarse a muchos kilómetros de distancia, hacia el oeste, en el campamento
abandonado donde la gente de Torka yacía cara al cielo, indefensa contra el ataque de
los animales de rapiña.
Aquel pensamiento le enfureció. Arrojó una de sus lanzas y falló el blanco por
escasos centímetros. Lanzó la otra justo cuando el miembro de menor tamaño de la
manada saltaba sobre él. Sorprendido a mitad de camino, el lobo se ensartó a sí

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mismo y cayó retorciéndose entre aullidos de agonía.
El sonido llenó la noche. Umak despertó con un respingo. Parpadeó otra vez. No
sabía si aún soñaba. Necesitó varios segundos para comprender lo que veía, y varios
más para que su cerebro le dijera a su cuerpo lo que tenía que hacer. Para entonces,
Lonit había salido de la cabaña.
Vestida sólo con su túnica interior, blandía en una mano su cuchillo de
descuartizar. No vaciló. Lanzó un alarido que rivalizó con los del lobo moribundo
mientras se lanzaba intrépidamente contra los asaltantes, amenazándoles con tanta
fiereza como ellos amenazaban a sus hombres.
El más pequeño de los dos lobos se acobardó. Sabía que había perdido toda
posibilidad de ventaja. Se dio la vuelta y escapó, seguido de su compañero. Pero el
jefe de la manada, el enorme macho, hizo algo inesperado. También él giró, pero no
para huir, sino para arremeter contra la audaz muchacha que blandía el puñal.
Lonit perdió el equilibrio y cayó con el lobo encima de ella. El animal clavó los
dientes con saña en su antebrazo. La hoja resbaló de su mano.
Ahora Umak estaba ya en pie, lanza en ristre, mientras Torka tiraba su arma y
saltaba para agarrar al lobo. Cayó sobre la bestia, aferrado a su garganta, notando
cómo se tensaban y retorcían los músculos del animal debajo de su cuerpo. Después
el lobo se quedó fláccido. Umak acababa de clavarle su lanza, apoyándose sobre ella
con todo su peso. La lanza perforó la piel del lobo, pasó entre sus costillas y penetró
directa en el corazón, matándole en el acto.
—¡Eiaiyii! —gritó el anciano, sacando la punta de la lanza con una expresión de
odio en su cara. La sangre salía a borbotones de la herida. En la oscuridad era negra,
casi tanto como el humor de Umak. Su reacción ante el peligro había sido lenta,
demasiado lenta, y él lo sabía. Su espíritu juvenil le había gritado que se apresurase,
pero su cuerpo le traicionó; se había movido como si fuera de piedra. Por haber
fallado al saltar al ataque, la muchacha había caído debajo del lobo. Umak se sintió
enfermo de vergüenza. Su grito no había sido de victoria, sino una exclamación de
odio contra sí mismo.
Impaciente, Torka se apartó del lobo y echó a un lado su cuerpo fláccido. Se
quedó helado de espanto al ver el cuerpo también fláccido y ensangrentado de la
muchacha. Tenía un brazo doblado sobre el rostro. El cuero de la manga estaba
agujereado en varios sitios, hecho jirones, tinto en sangre. Torka se arrodilló a su
lado, temeroso de tocarla, temeroso de respirar. La sangre la cubría por entero. ¿Era
suya o del lobo? No podía decirlo. Se preguntaba si estaría muerta. Confusas
emociones hervían en su cabeza como mosquitos zumbadores sobre la tundra estival.
Su corazón parecía de hielo al darse cuenta de lo mucho que la echaría de menos. No
porque fuera una trabajadora infatigable, esforzándose de continuo en realizar las
innumerables y habilidosas tareas que formaban parte del acervo de la mujer.

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Tampoco porque fuera la única mujer que existía en el mundo, sino simplemente
porque era Lonit. La revelación que acababa de tener no admitía vuelta de hoja. Sí;
era feúcha, con sus grandes y redondos ojos de antílope y los antiestéticos hoyuelos
que se formaban debajo de sus pómulos siempre que sonreía. Sí, era demasiado alta
para ser tan sólo una chiquilla, y demasiado delgada, pero era tan valiente como el
más bravo de los cazadores y tan resignada como ninguna otra mujer de la tribu pudo
soñar con serlo. Hasta aquel momento, Torka no se había dado cuenta de lo mucho
que deseaba cuidar de ella. Y no quería cuidarla. No se permitiría cuidarla. El
recuerdo de Egatsop se lo impediría.
—¿Lonit? —fue Umak quien pronunció el nombre de la muchacha suavemente,
con indecisión, asustado por si el espíritu de vida había abandonado su cuerpo. En su
estómago, la enfermedad de la vergüenza se trocó en náuseas. Si el lobo había
arrebatado la vida a Lonit, su muerte sería culpa de Umak.
Pero la muchacha no estaba muerta. Sólo estaba aturdida, herida y asustada.
Movió con lentitud el brazo herido. Sus párpados temblaron. Miró hacia arriba y vio
a Torka a través de sus pestañas ensangrentadas y, sin querer hacerlo, le echó los
brazos al cuello y ocultó la cara en el tibio hueco de su cuello mientras se
incorporaba. ¡Estaba vivo! Ella estaba segura de que los lobos también habían
amenazado a Umak. Por encima del hombro de Torka echó una ojeada y vio al viejo
sentado muy cerca, con el perro al lado. Entonces sonrió aliviada, llena de gozo.
—¿Se han marchado los lobos? Y estamos todavía todos juntos… todos
nosotros… Umak y Torka, el Hermano Lobo y Lonit… ¿somos una tribu aún?
—Una tribu —afirmó Umak, preguntándose si la muchacha habría sido testigo de
su fracaso.
No había sido así. Sólo tenía ojos para Torka mientras éste, con suavidad, se
soltaba de los brazos que le rodeaban el cuello. Lonit se sentó muy tiesa mientras él le
subía cuidadosamente la manga empapada en sangre. Ella estiró el brazo lo más que
pudo. Apenas pestañeó mientras él examinaba sus heridas. La frente del joven se
surcó de arrugas al ver los destrozos que el lobo había causado en la suave piel de la
cara interior del antebrazo.
—Esto habrá que coserlo —dijo, impresionado por su silenciosa resistencia al
dolor—. Casi Una Mujer es valiente.
Reconocer esta cualidad en voz alta se salía de lo normal, pero él lo hizo casi sin
darse cuenta. Una mujer no podía ser tan valiente. Egatsop había aullado como un
lobo al que abrieran en canal al alumbrar a sus hijos. Los gemidos de una mujer
hacían que su hombre se sintiese fuerte. ¿Trataría acaso aquella chiquilla feúcha, de
ojos redondos, de convertirle en un cobarde?
Ignorante de lo que Torka pensaba, el corazón de Lonit dio un pequeño salto de
felicidad. Pronunciada por él, salida de su boca, la observación era un cumplido más

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dulce que la vida misma.
—Con Torka a su lado —las palabras de Lonit rebosaban sinceridad—, Lonit no
se asusta… ¡de nada! —Parecía tan joven, tan vulnerable y llena de confianza, que él
miró hacia otra parte. No la entendía. No quería entenderla. Una terrible sensación de
desolación le invadió. Pensaba en los lobos, en el cóndor gigante y en el mamut que
había destruido a la tribu. Pensaba en los días de hambre en la tundra, en los
depredadores al acecho y en la vasta soledad que les rodeaba. Oyó el suave susurro
del viento moviéndose en la noche. Le hablaba de las mil maneras en que un hombre
podía morir y también de lo poco que durarían las vidas de una chiquilla y de un viejo
sin un cazador joven para protegerles.
Torka se levantó con lentitud, abrumado por sus pensamientos. No había dejado
de notar la torpeza de Umak al no reaccionar rápidamente contra el ataque de los
lobos. Si no hubiera sido por los gruñidos de advertencia del perro, los lobos estarían
ahora dándose un banquete con los huesos de la reducida tribu. Con infinita tristeza,
Torka se vio obligado a admitir que Umak era viejo. Habían pasado los días en que él
dependía de su abuelo para subsistir y dejarse aconsejar por éste. Umak le había
permitido cometer un error casi fatal cuando instalaron un campamento abarrotado
con la carne de sus presas, un campamento que dos hombres solos no podían aspirar a
defender. Era un error que podía haberles costado la vida. Hasta entonces habían
tenido suerte, pero Torka comprendía ahora que si tenían que sobrevivir, tendrían que
arreglárselas de distinta manera. Ya no podrían pasar largo tiempo en campamentos al
aire libre, como su gente había hecho siempre, mientras la carne y las pieles se
secaban y la caza local era exterminada por hombres y muchachos hasta que, al fin, la
tribu se veía obligada a levantar el campo para ir en busca de nuevos territorios de
caza.
Pero, ¿de qué otra forma podrían vivir? Era un asunto grave, que atormentaba su
corazón. Él era un hombre del Pueblo. Con todos los demás miembros de la tribu
muertos, ¿cuánto tiempo podía esperar cazar en solitario, acompañado únicamente
por un viejo y una chiquilla?
Miraba hacia el este, en el resplandor del alba. Y de repente, al descubrir la silueta
brillante de la montaña lejana, supo lo que debía hacer. Lo mismo que los rebaños
regresaban hacia el este a principios de la temporada de larga oscuridad, él debía
conducir a su pequeña tribu a la cara del sol naciente. Irían a las montañas distantes,
donde podrían acampar, con elevados muros de piedra a su espalda para protegerles
de inesperados ataques de carnívoros. Cazarían en la vasta amplitud de la tundra
como el Pueblo lo había hecho siempre; pero descansarían donde el Pueblo jamás lo
había hecho antes.
Miraba recto frente a él, dejando que la abrupta imagen de la elevada montaña le
inundara con un renovado impulso para actuar.

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—Lonit está dispuesta.
La voz de la muchacha le distrajo. Miró hacia abajo y vio que Umak había sacado
su bolsa de curandero de la choza. El viejo se arrodilló junto a Lonit, preparándose
para suturarle el brazo. Ella estaba sentada muy quieta; muy erguida; muy valiente.
—Lonit no está asustada —afirmó.
Torka apartó los ojos y miró otra vez hacia el sitio por donde despuntaba el alba,
hacia la cara del sol naciente; una vez más odiaba a la muchacha; deseaba que
hubiera muerto y que Egatsop estuviera allí en su lugar. La montaña parecía arder
bañada en una luz dorada, y la tundra ondulaba hasta el infinito, estremecida por el
soplo frío del viento omnipresente. En algún lugar, a muchos kilómetros, un trueno se
elevó en el cielo a la sazón sin nubes. Torka escuchó. Sabía que no era un trueno. Era
el trompeteo lejano de un mamut.
Cerró los ojos. Los recuerdos del Destructor caminaban dentro de su cerebro. El
mundo estaba en silencio a su alrededor, a excepción del susurrante lamento del
viento. El mamut no volvió a bramar, pero Torka pensaba en Nap y en Alinak, en
Egatsop y en el pequeño Kipu, en todos los que yacían muertos, cara al cielo.
Abrió los ojos. El viento giraba a su alrededor, hablándole de nuevo de las mil
maneras en que un hombre podía morir. El perro salvaje le observaba. Sus ojos se
encontraron. Luego Torka desvió la mirada, porque no quería que un animal viese lo
que no revelaría a Umak o a Lonit.
Torka estaba asustado.

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CAPÍTULO 8
Ahora nos iremos de aquí.
El anuncio de Torka dejó petrificados tanto a Umak como a Lonit. Le
miraron sin saber qué decir. En su rostro aparecía una expresión severa. Tenía
los brazos cruzados sobre el pecho. Había hecho un collar con las garras de los lobos
muertos, no para honrar a los espíritus de las fieras sino para demostrar su
superioridad sobre ellos. Se habían alimentado con los cadáveres de su pueblo. Al
apoderarse de las garras, el joven impedía que los espíritus de vida de las fieras
caminasen por el mundo espiritual. Había matado a los lobos. Para siempre. Y ahora
sus garras colgaban sobre su túnica exterior, con las patas todavía ensangrentadas
alrededor de la correa de cuero que perforaba la carne.
Vio la expresión de asombro en las caras de Umak y de Lonit. Sabía que, al
pedirles que abandonaran el campamento, también les pedía que dejaran atrás la
mayor parte de la carne que habían conseguido. El trabajo de muchos días habría sido
en vano. Las vidas de los caribúes a los que habían dado muerte se desperdiciarían, y
esto constituiría una grave ofensa para los espíritus de vida de la caza. Aun así era
preciso arriesgarse.
—En una nueva vida, los hombres han de buscar nuevos caminos —miró a Umak
fijamente al citar las palabras del anciano—. Umak ha proporcionado nueva vida a
Torka y a Lonit. Ahora tenemos que irnos de este campamento, lo mismo que Umak
se fue del campamento de invierno del Pueblo porque sabía que no podría defender a
los vivos de las fieras que acudirían a devorar a los muertos. Los lobos nos han
demostrado que este campamento no puede ser defendido —hizo una pausa, sabiendo
que sus próximas palabras serían difíciles de digerir Para sus oyentes—. Iremos a la
montaña lejana. En sus flancos levantaremos un nuevo campamento y tendremos la
ventaja sobre cualquier depredador que pretenda atacarnos. En sus flancos
disfrutaremos de una nueva vida. Aquí, en este campamento, no podemos vivir, salvo
en la sangre de las bestias que acudirán a devorarnos.
Lonit hizo una mueca de disgusto. Su semblante palideció. El Pueblo siempre
evitó las montañas. Todo el mundo sabía que los espíritus del viento las habitaban,
alumbrando sin cesar nubes y tormentas. Lonit había oído sus voces muchas veces…
en terribles rugidos y sordos crujidos… en desolados lamentos cuyo eco se repetía en
los cañones y se extendía por la tundra desde altísimas y desconocidas inmensidades
en las que el Pueblo jamás había estado, ni siquiera para seguir a los caribúes.
Aventurarse en el elevado reino de los espíritus del viento significaba correr el riesgo
de desvanecerse en el frío y en los hielos eternos de las cumbres siempre rodeadas de
niebla donde los espíritus del viento cobraban forma en la efímera carne de las nubes.
Enormes, oscilantes, de formas en constante evolución. Devoradoras de hombres y de

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mujeres.
Lonit se estremeció.
Torka adivinó lo que la muchacha pensaba. Había oído contar historias acerca de
los espíritus del viento.
—Instalaremos nuestro campamento en el flanco de la montaña —subrayó
mirándola con el ceño fruncido en respuesta a su muda protesta en contra de la
decisión tomada por él—. No subiremos demasiado alto.
Sus palabras no resultaban consoladoras. Ella aún no se sentía bien. Acampar en
cualquier otro lugar, incluso cerca de una montaña, era impensable. Recordó una
historia que su madre le contó. Hacía mucho tiempo, en días tan lejanos que sólo
existían en la memoria más antigua del Pueblo, un jefe cuyo nombre había sido
olvidado por completo condujo a la tribu a una elevada cima para construir allí un
campamento. La caza abundaba. Transcurrieron muchos días. Más adelante, en la
época del sol infinito, los espíritus del viento tuvieron celos de la buena suerte de la
tribu. Entonces hicieron que una enorme masa de hielo cayera desde las alturas de la
montaña. Sepultó el campamento. Muchos murieron. Nunca más se atrevió el Pueblo
a ofender a los espíritus del viento acercándose excesivamente a sus montañas.
A Lonit le hubiera gustado recordarle aquel episodio a Torka, pero sin duda él lo
conocía. En cualquier caso, era Torka. Nunca les propondría nada que pudiese ser
arriesgado para ellos. Corrían peligro en la tundra abierta. La reciente herida de su
brazo era buena prueba de ello. No obstante, se le hizo un nudo en el estómago al
pensar en la montaña lejana. Se dijo que era una necia. No podían permanecer donde
estaban. No era un sitio seguro. Y no podían retroceder. No había ninguna parte
adonde regresar; no había Pueblo, no había campamento. Sólo una tierra hostil donde
los caribúes pastaban ahora en la tundra reverdecida y, en algún lugar, el enorme
mamut asesino caminaba. Su tenebroso y sangriento recuerdo era más aterrador que
cualquier montaña.
Lonit se tragó sus temores. Si el plan de Torka fuera inadecuado, el espíritu jefe lo
discutiría. Pero Umak permanecía silencioso. Ni tan siquiera gruñó. La jovencita se
tranquilizó. Si Torka y el espíritu jefe estaban de acuerdo, todo iría bien.
Desmantelaron la choza. Torka observaba a Umak mientras trabajaban. Estaba
preocupado. El incidente de los lobos había hecho que el anciano cambiara. Aunque
los dientes de las fieras habían rasgado el brazo de Lonit, causaron una herida más
profunda en Umak. Se movía con lentitud, como en estado letárgico, arrastraba la
pierna lesionada. No mostraba interés por el lobo que había matado; acabó con la
fiera, pero algo en su interior parecía haber muerto.
Torka cortó las garras del lobo de Umak. Las enfiló después en una tira de cuero
y, acercándose a su abuelo, lo colgó alrededor del cuello del viejo.
—Por Kipu —dijo—; por Egatsop, por el Pueblo que yace cara al cielo. Este lobo

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ya no corre, ni en este mundo ni en el otro, porque Umak lo mató. Para siempre.
Con su declaración, Torka pretendía reanimar el espíritu herido del anciano, pero
no tuvo éxito. Umak aceptó el collar sin tan siquiera un gruñido o un gesto. Sabía que
su actuación contra los lobos había sido inadecuada, y le constaba que Torka también
lo sabía. No había palabras que pudieran restañar el sangrante sufrimiento interno que
poco a poco iba agotando los últimos vestigios de su orgullo.
Ahora, mientras Torka miraba cómo preparaba su abuelo los bártulos para el
viaje, Umak parecía encogerse ante sus ojos, cada vez más viejo y más débil. Pronto
se iría y desaparecería del todo. Una vez perdido el sentido del amor propio, incluso
un hombre joven podía perder el deseo de vivir, y hasta el más valiente de los
hombres podía convertirse en un ser inútil para la caza. Para un nómada de la tundra,
la muerte no tardaría en llegar después de la definitiva degradación tras haber
demostrado su incompetencia delante de sus iguales. Torka estaba angustiado. Vivir
en un mundo sin Umak sería vivir en un mundo eternamente privado de luz. No podía
soportar pensar en ello; ya había perdido demasiado. Umak le había salvado la vida.
Y la de Lonit. Umak les había sacado del campamento de invierno, alejándoles de
una muerte segura para conducirles a una nueva vida. Torka se sentía incapaz de
permanecer de brazos cruzados mientras su abuelo se desmoronaba lentamente. Tenía
que oponerse al deseo de morir de su abuelo, aunque tuviera que recurrir a que se
sintiera avergonzado de nuevo, con el fin de que recuperase parte de su orgullo.
Se acercó con paso tranquilo al sitio donde el anciano se encontraba en cuclillas
al lado de Lonit. Seleccionaban las cosas, preparándolas para enrollarlas después en
sus bultos de viaje.
—¡Hummm! —exclamó con el tono de voz más grosero de que fue capaz—.
¡Umak trabaja con la rapidez de una vieja! ¡Hasta una chiquilla con un brazo en
cabestrillo trabaja a mayor velocidad que Umak!
Lonit levantó la cabeza para mirar a Torka, boquiabierta.
Umak se quedó helado. Su nieto jamás le había hablado con un desprecio tan
manifiesto. Tomó por ciertas las palabras, pero no las rebatió.
—Umak es viejo —se limitó a decir.
—Debe ser eso —asintió Torka desdeñoso—. ¡Vaya con Umak! No cabe duda de
que ahora le pedirá a Torka que cargue con los bultos más pesados de la muchacha, y
también con alguno de los suyos, porque Umak es viejo y la muchacha está herida.
¡Hummm! ¿O colocará su espíritu de anciano en el Hermano Perro para que incluso
un animal tenga que cargar con el peso de un viejo?
Aquello traspasó los límites. Umak reaccionó como si le hubieran clavado un
aguijón. Se puso en pie con la rapidez y la agilidad de un hombre con la mitad de
años.
—¡Ningún hombre… ninguna muchacha… ni siquiera el Hermano Perro cargarán

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con el peso de Umak! ¡Este anciano ha llegado hasta aquí sin ayuda! ¡Este viejo
transportó a Torka sobre su espalda cuando Torka no tenía tan siquiera la fuerza de un
niño de pecho para levantar del suelo su propio peso!
Una oleada de alivio inundó a Torka, hasta el punto de que casi le hizo sonreír. El
insulto era un excelente remedio para devolver el vigor a quien creyese haberlo
perdido. Había conseguido que el fuego de la vida ardiera de nuevo en los ojos de
Umak.
Lonit, que miraba ora a Umak ora a Torka, no comprendía nada. Estaba
horrorizada de pensar que ella pudiera ser la causa de la enemistad entre los dos
hombres.
—¡Lonit llevará su propia carga! —protestó— ¡Lonit es fuerte! ¡Lonit no necesita
ayuda!
Torka le dedicó una fulminante mirada de reprobación.
—Casi Una Mujer tiene un brazo que ha sido cosido con muchos puntos. Casi
Una Mujer no llevará una carga completa. Necesitará que Torka y Umak la ayuden.
Pero Umak dice que es viejo. Quizá prefiera quedarse en este lugar. Quizá le resulte
más fácil entregar su espíritu de vida al viento que acompañar a Torka y a Lonit. Tal
vez nuestros espíritus de vida se reunirán pronto con el suyo, porque sin Umak
nuestras cargas serán muy pesadas y nuestro cansancio hará que nuestros pasos sean
lentos. Es probable que, cuando los próximos lobos nos ataquen para devoramos, no
se marchen hambrientos del campamento. Aullarán para manifestar su
agradecimiento a un viejo que fue demasiado débil para continuar!
Los ojos de Umak parecían salírsele de las órbitas. Su boca se arqueó hacia abajo
y por un momento pareció que iba a juntarse con su barbilla puntiaguda.
—¡Hummm! ¡Este viejo demostrará al niño de pecho que es Torka lo mucho que
puede cargar! ¡Este anciano verá quién es el que llega más lejos antes de empezar a
sentirse débil para continuar!
Lonit miró a Umak, luego a Torka. De repente comprendió. Umak parecía haber
vuelto a nacer. Se dio cuenta de lo que Torka acababa de lograr. Sonrió. Ahora iría
tranquila a la montaña. No tendría miedo, sabiendo que iba en compañía de dos
espíritus jefes.
Se pusieron en camino. Las colinas quedaban ahora detrás de ellos, extendiéndose
a lo largo del horizonte oriental como formas redondeadas de animales dormidos con
la cresta blanca. Detrás de aquellas colinas yacía la tierra de sus antepasados, fría y
desolada, apresada por los hielos salvo en los valles que daban al este en las estrechas
llanuras de la tundra donde el Pueblo había arrastrado una penosa existencia durante
generaciones.
Frente a ellos, la tierra ondulaba en dirección al este, hacia la distante montaña.
Al norte y al sur la tundra se extendía en innumerables kilómetros antes de

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desvanecerse en las profundidades de las aguas obstruidas por el hielo de los que
algún día serían llamados mares de Chukchi y de Bering.
Torka caminaba en cabeza, Umak avanzaba detrás de Lonit. El perro trotaba al
lado del anciano sobre la vasta y blanda tierra reverdecida. Con la llegada de la
primavera, la temperatura diurna ascendía justo por encima de los cero grados. El
mundo se llenaba con los sonidos del despertar de la tierra a medida que los bancos
de nieve empezaban a fundirse y los manantiales de agua glacial brotaban de las
montañas lejanas para transformar la tundra. En pocas horas todo volvería a helarse,
pero, mientras los viajeros avanzaban empujados por el viento, arroyos y riachuelos
aparecían en todas partes. Lagos y charcas, con una capa de lodo parcialmente
helado, brillaban bajo la luz sesgada del sol.
No se dieron cuenta de cuándo empezaba a cambiar la configuración del terreno.
Les conducía levemente hacia abajo sobre colinas bajas, corcovadas, pobladas de
plantas de ajenjo desconocidas para los viajeros y matas de una variedad de la salvia.
La inclinación era tan imperceptible que no la apreciaron hasta que las espinillas
empezaron a dolerles a causa de la tensión de las piernas, cada vez más acentuada.
El perro fue el primero en detenerse para aspirar el viento, con el hocico
levantado y la cola enroscada. Había algo diferente en él. Torka lo notó, al igual que
Umak. Se pararon. La muchacha les imitó, manteniéndose a su lado. El brazo le dolía
dentro del cabestrillo hecho con tiras de piel de caribú. Su carga equivalía
aproximadamente a la mitad de la de los hombres, porque Umak y Torka insistieron
en repartirse la mayor parte. Aun así, era un fardo pesado; su peso intensificaba los
agudos dolores que se negaban a abandonar su bajo vientre. Mientras reajustaba su
carga, deseó que aquellos extraños retortijones desapareciesen. Esperaba que no
significasen el preludio de su muerte inminente, aunque ésta fuese lenta. Se
encontraba mal al inclinarse para colocar más arriba la carga que llevaba a la espalda.
Al hacerlo, miró hacia abajo y en el acto llamaron su atención unas cuantas piedras
desperdigadas a sus pies.
Su primer pensamiento fue que, por fin, había encontrado las pesas perfectas para
sus boleadoras, ya que todas tenían el mismo tamaño, aproximadamente el del globo
de un ojo de un caribú grande. A continuación, al agacharse a coger una de las
piedras, frunció el entrecejo, perpleja. Nunca había visto una piedra como aquélla.
No era una piedra.
Era una concha, o lo había sido milenios atrás. En la actualidad era un fósil.
Resultaba pesado en la mano de la muchacha. Sus elegantes líneas en espiral eran tan
hermosas que se le cortó la respiración. Lonit Jo contemplaba sin entender cómo una
concha podía estar hecha de roca, o cómo una roca podía tener la forma de una
concha. Su ceño se acentuó.
No había manera de que Lonit pudiera saber que el objeto que tenía en la mano

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yació antaño en el fondo de un gran estrecho de aguas poco profundas. No podía
saber que el clima del mundo había cambiado, que cuando los glaciares se formaron
sobre la tierra condensaron la mayor parte de la humedad del mundo, y mientras ellos
crecían, los océanos se redujeron… los mares se secaron… un estrecho se convirtió
rápidamente en una sucesión de lagos y balsas atrapados en las depresiones donde el
lecho del mar quedaba al descubierto. Gradualmente estas aguas se secaban y
espesaban con los detritus de una edad agonizante, ahogando todas las cosas vivientes
que no habían podido nadar o deslizarse a aguas más profundas, generadoras de vida.
Con el paso de los años, un estrecho podía desaparecer por completo. Y conchas
como la que Lonit sostenía en su mano podían quedar sepultadas en el sedimento de
siglos, transformadas en piedras por el tiempo y por el inexorable proceso de
fosilización.
Ahora, sacada a la superficie por las pezuñas de los caribúes en migración, la
concha le hablaba a Lonit de otra época, de otro mundo; pero hablaba en una lengua
que la muchacha no podía entender.
Donde antaño las aguas azules y brillantes del Estrecho de Bering se extendían
bajo el cielo del Ártico desde la costa de Siberia a las costas de Alaska, ahora la
superficie del saliente continental yacía desnuda a los pies de Lonit.
Era el olor de aquella superficie lo que había hecho detenerse a Torka, a Umak y
al perro. La capa de tierra que se extendía sobre la escarcha era más gruesa,
impregnada del hedor vagamente astringente a cieno, a las miles de especies
innominadas de flora y fauna marinas que allí habían vivido y muerto,
descomponiéndose para formar la carne de aquella tierra. Evocaba antiguos mares y
cielos más cálidos en los que un sol más benéfico salía y se ponía sobre un mundo
menos hostil. Por medio de su sentido del olfato, extraordinariamente desarrollado,
los cazadores supieron que la llanura de la tundra que se extendía delante de ellos era
diferente de cualquier otra tierra por la que hubieran caminado antes, pero Torka y
Umak no dieron ningún calificativo a esa diferencia. Eran hombres de la Edad del
Hielo. No habían visto nunca un mar ni un océano; tampoco podían imaginar un
mundo más acogedor ni un viento que soplara bajo un sol benevolente.
—¡Mirad! —exclamó Umak. Hacia el este, entre ellos y la montaña todavía
distante, se divisaban las siluetas de camellos lanudos con grandes jorobas que se
encontraban pastando. El viejo contó tres, y luego otro. También descubrió varios
bueyes almizcleros—. ¡Cuánta caza!
Torka no hizo ningún comentario; hablar habría supuesto confirmar lo que era
evidente. El sol estaba en su cenit. Pronto oscurecería. La montaña aún estaba lejos y
él no descansaría tranquilo ni permitiría que su "tribu" cazara hasta no instalar un
campamento seguro en sus flancos.
—Sigamos adelante —dijo, y después de que Lonit cogiera unos cuantos fósiles

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más, reanudaron la marcha a través de la amplia y ondulante tierra que otrora yaciera
en el fondo del mar.
Avanzaron trabajosamente hacia la enorme montaña coronada de nieve que, en
futuros milenios, no sería ya una montaña sino una isla alzándose en un mar de aguas
poco profundas. Sería conocida como la Gran Diomedes en honor de un príncipe de
Argos así llamado, un héroe perteneciente a una raza de hombres que no nacería hasta
que transcurriesen otros cuatro mil años.
De cualquier modo, los pensamientos de Torka no se dirigían hacia el futuro,
como ocurría con Umak, Lonit y el perro salvaje mientras le seguían en dirección a la
montaña brillante. El joven cazador pensaba en el pasado, en los muertos, en todo lo
que había dejado tras de sí mientras, sin saberlo, avivaba el paso y conducía a su tribu
fuera de Asia hacia un nuevo mundo.

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PARTE III
LA MONTAÑA PODEROSA

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CAPÍTULO 1
aminaron hasta que se hizo la oscuridad, pero la montaña aún aparecía lejana,
con sus enormes picachos nevados destacándose brillantes en la noche.
Sus cuerpos exhaustos les dolían de fatiga. Se detuvieron y excavaron una
madriguera común al abrigo de un montículo de la tundra. Se extendieron sus pieles
de dormir, y después de comer carne seca de caribú, se ovillaron los tres juntos como
si fueran lobos bajo el cielo de color añil barrido por el viento.
Dormían. Umak sonreía en sueños. Estaba contento. Se había mantenido al ritmo
de Torka durante kilómetros. Fue el hombre joven quien quiso hacer alto para
descansar, no el viejo.
Lonit también sonreía en sueños, porque ahora tenía un secreto que ocultar a sus
hombres. Yacía de espaldas a ellos, enroscada en el borde mismo del cubil practicado
para dormir. Si ellos descubrían su secreto, la obligarían a dormir sola, y aquella idea
la asustaba porque la tundra era demasiado oscura, demasiado extraña y
amenazadora. Por consiguiente, no reveló su secreto, sabedora de que no iba a morir
a causa de los retortijones que la habían afligido. De haber estado con las mujeres de
la tribu, lo habría entendido mucho antes. No se hubiera sorprendido al hacer el
descubrimiento. Torka ya no tendría ninguna justificación para llamarla Casi Una
Mujer. Los espíritus de su género la habían considerado digna de su estima. Por fin
había fluido de Lonit sangre de mujer. Llena de júbilo, se apresuró a colocar varios
pedazos de piel sobre su abertura para que los hombres no descubriesen su secreto.
Torka permaneció un buen rato despierto. Hubiera preferido reanudar la marcha,
pero la montaña estaba más lejos de lo que le había parecido al principio. Cuando,
por último, sucumbió al cansancio y se durmió, su sueño era tan agitado que no
pasaba de ser un duermevela. Lo prefería. Quería permanecer alerta ante cualquier
peligro. Notaba que el perro se sentía menos inquieto; a él le ocurría lo mismo y por
vez primera agradeció la presencia del espíritu hermano de Umak. Tumbado en lo
alto del montículo, en pleno viento, era indudable que se había erigido en centinela
del grupo. Si algún depredador se acercaba al olfatear el olor a hombre, el perro
avisaría. Torka admitió que tal vez la lealtad del animal hacia Umak no carecía de
ventajas.
Gracias al perro, Torka se permitió alguna que otra cabezada. Tuvo una pesadilla
en la que el ruido de fondo era un bramido sordo que llenaba el mundo. Conducía a
Umak y a Lonit a lo largo de kilómetros y kilómetros de oscuridad, dando traspiés a
través de la infinita llanura negra de su sueño. Un muro de agua saltaba a su
encuentro, tan negra como la noche, tan alta como la montaña hacia la cual conducía
a su tribu. La ola de tamaño descomunal rugía mientras amenazaba barrer el mundo
entero y anegar cuanto encontrara a su paso. En su sueño, él corría, y Umak, Lonit y

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el perro corrían también; pero la ola se precipitó encima de ellos y los barrió… yendo
a parar a un limbo negro, sofocante, donde sus espíritus de vida se perdieron para
siempre.
Se despertó sobresaltado y se incorporó enseguida. Miró al este, en dirección a la
montaña, a la cara del sol naciente. Ya no era de noche. Un nuevo día había nacido; y
Torka, que no podía saber que su sueño había sido una visión del pasado —y del
futuro— se sintió contento de estar vivo, envuelto en la luz del alba que se extendía a
través de la tundra y transformaba en oro el mundo entero.
Reanudaron la marcha en fila india, ahora con el perro a la cabeza. Umak
caminaba a zancadas delante de la muchacha, y Torka inmediatamente detrás de ella.
Lonit se inclinaba para arrostrar mejor el viento y, entretanto, miraba al perro,
observaba su manera de trotar, con la cola enhiesta, retorcida en la punta.
Normalmente la vista del animal habría confortado a Lonit. A menudo la divertía
la conducta del perro, y estaba segura de que, si acechaba algún peligro, el can
avisaría a su manada humana. Sin embargo, casi enseguida empezó a tener la
sensación de que les vigilaban. Frunció el ceño. Aar continuaba trotando,
dirigiéndose siempre al este, hacia la montaña. Si notaba que unos ojos estaban
vigilándoles, no lo demostró.
Al cabo de un rato, aunque la sensación de ser vigilada era aún más fuerte, Lonit
se dijo que estaba comportándose como una insensata.
Después de todo, Umak, Torka y el perro eran cazadores. Sus sentidos no estaban
ni mucho menos tan desarrollados como los de ellos. Y era bien sabido que cuando
una mujer tenía la regla, sus pensamientos eran tan excéntricos como su
comportamiento. De haber viajado con el Pueblo, se la hubiera aislado de todos, a
excepción de las mujeres en sus mismas condiciones. Habrían sido enviadas a la
retaguardia de la columna, por temor a que su especial situación contaminara a los
demás y les expusiese a toda suerte de calamidades.
Se ruborizó a causa de sus pensamientos culpables; se alegraba de que ni Torka ni
Umak pudieran ver su cara. Las mejillas le ardían, y si sus hombres la veían sabrían
enseguida que les ocultaba algo y se enfadarían. Incluso podrían echarla de su lado
para siempre. No merecía nada mejor. Aunque bien pensado, ella era la única mujer
en el mundo y no la expulsarían. Sin embargo, la harían caminar en pos de ellos. La
tradición y los tabúes así lo exigían. Y eso era lo que ella temía, porque la persona
que ocupa el último puesto en una columna en marcha es siempre la más vulnerable a
los depredadores. Un grupo de mujeres solía ser bastante seguro, pero hacía tiempo,
cuando era una niña pequeña, fue testigo del ataque de un león contra una de las
rezagadas. La mujer se había quedado atrás para hacer sus necesidades, y el enorme y
peludo felino saltó sobre ella desde detrás de un montecillo de la tundra donde estaba
agazapado a la espera de que pasara la columna entera de viajeros: Para cuando los

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hombres de la tribu se agruparon para matar al merodeador con sus lanzas, ya era
demasiado tarde para la mujer. Lonit nunca pudo olvidar el aspecto que ofrecía
aquella mujer cuando el león terminó con ella.
Se estremeció sin apartarse de sus hombres. Si alguien les observaba, Torka,
Umak y el perro se habrían dado cuenta. Entretanto, trataría de no pensar en leones ni
en espíritus del viento, que posiblemente vigilarían su llegada desde las frías y
abruptas alturas de su montaña lejana. Con la vista baja, se propuso no pensar sino en
el próximo paso, y en el siguiente, y en el otro. Así lo hizo hasta que Umak se paró
tan inopinadamente que chocó contra él.
—¡Mirad! —exclamó el anciano, quien, al parecer, no se daba cuenta de que la
muchacha acababa de chocar contra él. Señalaba algo, y Lonit miró con aprensión
hacia el lugar que indicaba.
Allí, justo delante de ellos, un enorme esqueleto yacía en el suelo. La mano de
Torka aferró el asta de sus lanzas con tal fuerza que los dedos le dolieron. Apretó los
dientes, conteniéndose para no gritar.
El Destructor… La Voz del Trueno… El Que Aparta las Nubes… El Que Sacude
al Mundo…
—¡No! —Torka expresó con un grito su incredulidad frente a una verdad que le
resultaba insoportable. Si aquel enorme montón de huesos pertenecía al gran mamut,
nunca podría matarlo con sus propias manos. Hasta aquel momento no se había dado
cuenta de lo mucho que deseaba hacerlo, a pesar de los prudentes consejos de Umak
y de todos los obstáculos con que pudiera topar, incluso si al matar a la bestia perdía
su propia vida. Enfrentarse a la bestia era lo único que le importaba, mirar una vez
más los ojos enrojecidos en los que se reflejaba su odio hacia los hombres, clavar su
lanza en el blanco… en memoria de su pueblo asesinado, por Egatsop, su mujer, y
por Kipu, su adorado hijo, cuyos hombros no volvería a rodear con su brazo mientras
la risa del pequeño estallaba con la alegría de la vida.
Sintió un sabor amargo en la garganta. Las lágrimas pugnaban por brotar debajo
de sus párpados mientras prorrumpía en un alarido de desesperada desilusión. Lanza
en ristre echó a correr, con el perro pisándole los talones, y detrás Umak y Lonit, que
corrían a su vez.
Permanecieron en silencio, ocupados en examinar los restos del esqueleto de un
ser como no habían visto otro en su vida. Torka experimentó una creciente sensación
de alivio, aunque Umak gruñía para expresar un disgusto compartido por la
muchacha.
—Esto no es un mamut —rezongó el anciano, preguntándose dónde pastaría
ahora la enorme bestia, deseando que se encontrase lo más lejos posible de aquella
extensión de tundra.
Recuerdos no deseados asaltaban a Lonit mientras contemplaba los extraños

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huesos alargados. Lamentaba que no fueran los del mamut que destrozó las vidas del
Pueblo. En algún lugar, la bestia seguía con vida. En alguna parte hacía que el mundo
se estremeciera con su horrísono y odioso trompeteo. En alguna parte, pero no allí.
Umak les había conducido fuera de su alcance. Sin embargo, ¿que ocurría si había
virado hacia el este? También podía suceder que abandonase algún valle de la tundra
para dirigirse a la llanura donde se encontraban. A lo mejor caminaba delante de
ellos. O quizá fuera lo que ella había notado que les vigilaba durante kilómetros y
kilómetros. Se estremeció; le resultaba demasiado horrible pensar en ello.
El perro emitía suaves gemidos. Dio unas vueltas alrededor del descomunal
esqueleto, olfateándolo con verdadero afán antes de perder todo interés cuando su
nariz le dijo que se trataba de unos huesos muy antiguos, sin la menor perspectiva de
sacar nada sustancioso de ellos. Con un bufido de desprecio, trotó en derredor de los
largos huesos, con algún que otro gruñido y sin dejar de olfatear, mientras levantaba
la pata aquí y allá para marcar los sitios por donde pasaba. Una vez hecho esto, se
sentó, bostezó y miró hacia el este como si quisiera informar a sus compañeros de
viaje de que no había nada interesante que les retuviera allí, y que, por consiguiente,
lo mejor sería reanudar la marcha.
Sin embargo, el esqueleto había captado el interés de Torka. Jamás había visto
algo que se pareciese ni siquiera remotamente a aquellos restos. Medio enterrado en
la tundra, de la cabeza a la cola medía unos veinticinco metros. Midió la distancia a
pasos dos veces, para estar seguro de que no eran imaginaciones suyas. Sin patas, sin
colmillos y sin dientes, tenía el aspecto de un pez enorme. Pero, ¿cómo podría un pez
morir en tierra firme? Y de todos los ríos y cursos de agua que hasta entonces había
visto, ¿cuál de ellos habría sido lo bastante ancho o profundo para que pudiera nadar
un pez como aquél?
Umak parecía adivinar lo que su nieto pensaba. Los ojos de ambos se
encontraron. Umak asintió con la cabeza, gruñó y frunció los labios.
—En la época de las grandes lluvias —empezó a decir—, cuando las aguas se
reunieron para caminar sobre la tierra, es posible que un pez como éste tuviera
suficiente agua con la profundidad necesaria para nadar y ocultarse en ella. Se dice
que en aquellos tiempos la carne del Pueblo servía de comida para los peces… —hizo
una pausa, y las historias sobre la Creación que aprendiera en los lejanos días de su
niñez acudieron de nuevo a su mente. Volvió a asentir con la cabeza, confortado
ahora al contemplar el enorme esqueleto que venía a confirmar la verdad de aquellas
historias. Sólo en las grandes aguas pudo existir un pez de dimensiones tan
gigantescas. No obstante, Umak era un hombre de su tiempo, un hombre de la tundra.
Era difícil para él imaginar un océano, tanto más una ballena.
Torka recordó su sueño, el gran muro negro de agua que barría la llanura. Se
aproximó más y tocó una parte de los restos de la ballena. Su mano descansó sobre un

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trozo de costilla fosilizada. Sabía por experiencia que los huesos de los peces se
secaban y eran arrebatados por la fuerza del viento, porque no eran como los duros
huesos de hombres y bestias. Pero aquél… Debajo de su palma desnuda el hueso era
resistente, tan firme como una roca. El sueño invadió una vez más su mente. La ola se
aproximaba a él procedente del sur, del norte, del este y del oeste. Le rodeaba, le
levantaba en alto, y era como un muro fatídico de muchos kilómetros de altura, tan
negro como el fluido que llenaba los globos oculares de un caribú. La oscuridad se
hacía más densa, brillante y lustrosa como la obsidiana. Rugía mientras crecía y
crecía, y después comenzó a caer, a rizarse en labios cubiertos de espuma, como la
boca de un hombre poseído por los espíritus de la locura.
Torka sacudió la cabeza para liberarse de su visión antes de que ésta le ahogase.
Al hacerlo, levantó la mano del hueso de la ballena, luego la bajó de nuevo en un acto
reflejo tan poderoso que rompió en dos el hueso fosilizado. El pedazo más grande
cayó a sus pies.
Los ojos de Umak se desorbitaron. Tanto él como la muchacha gritaron
sorprendidos, pero después el rostro del anciano se estremeció. Torka retrocedió un
paso con la intención de coger el hueso quebrado, pero Umak le contuvo con un grito.
—¡No! La mano de Torka ha partido el hueso. El espíritu de vida del gran pez se
ha rendido al poder de Torka. Le ha dado una parte de sí mismo como un presente al
hombre. ¡Torka no puede marcharse ahora! —le hubiera gustado añadir que si lo
hacía, el espíritu del pez les seguiría. Se convertiría en un espíritu agazapado y
maligno. Se alimentaría con el alma de Torka, y Torka moriría. Pero no se atrevió a
hablar así, por temor a que su pronóstico se cumpliera. En lugar de ello, se limitó a
decir—: ¡Cógelo!
Torka reconoció una orden indiscutible en las palabras de Umak. El anciano tenía
razón. Aunque no hubiese dicho en voz alta lo que pensaba, Torka lo leyó claramente
en su cara. No podía desobedecer. Se arrodilló, pues, y contempló lo que había caído
a sus pies.
El asombro casi le cortó la respiración. El hueso era algo más corto que su
antebrazo, con un arco natural, y era evidente que el impulso de su fuerza había
hecho algo más que arrancarlo de la parte principal de la costilla. En el sitio donde se
había producido la fractura, el hueso era tan afilado como un puñal. No lo habría
desprendido mejor de habérselo propuesto, ni tampoco hubiera conseguido un borde
tan afilado aunque lo hubiese desbastado con la mayor meticulosidad. Aunque sólo
había ejercido una ligera presión, su sangre había brotado.
—¡Hummm! —exclamó Umak. Alzó el mentón mientras movía la cabeza en
señal de aprobación.
Torka sonrió a pesar de su malhumor. No le gustaba aquel trozo de costilla de pez
que no era ni hueso ni piedra, pero era estupendo ver que Umak se sentía arrogante de

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nuevo, atribuyéndose el mérito del descubrimiento por haber ordenado a Torka que
cogiera el hueso. El joven levantó en su mano el extremo romo del hueso de ballena
roto, sopesó aquel regalo del espíritu de vida del gran pez, del que sabía que era algo,
no un pez. Al erguirse lo alzó para probar su equilibrio y decidió que, le gustara o no,
constituiría un arma extraordinaria.
—Lo cojo —concedió.
Umak lanzó un nuevo gruñido.
A continuación volvieron a ponerse en marcha en dirección a la montaña. Esta
vez, Lonit no era la única que estaba inquieta por la sensación de que alguien les
vigilaba. A Torka le pasaba lo mismo, pero los ojos de su visión miraban desde su
interior, y ahora se volvió para echar una ojeada a su espalda, casi convencido de que
iba a ver la ola de su pesadilla alzándose para perseguirles. Pero no había nada allí;
sólo kilómetros y soledad, además del esqueleto de la ballena que se hacía cada vez
más pequeño. Luego desapareció.
Y los viajeros continuaron su camino.

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CAPÍTULO 2
l terreno se empinaba a medida que se aproximaban a la montaña. Dejaron
atrás la amplia y abierta extensión de ondulados pastizales y entraron en un
territorio de altas colinas. Había hierba allí, demasiada, intercalada con
plantas pantanosas y grupos de musgos y líquenes conocidos, pero ahora pasaban por
un bosque de piceas que tenían la altura de un hombre, con las ramas encorvadas.
Instintivamente Umak y Torka buscaron huellas de mamut. Sabían que la picea era el
forraje favorito de las grandes bestias; pero si los mamuts merodeaban en aquel
paraje, no había señal de su paso. Aliviado, Umak caminaba con Lonit y con el perro
pisándole los talones.
Torka se detuvo. Algo le impulsó a mirar atrás, al camino que habían seguido
hasta llegar donde se encontraban. A un nivel mucho más bajo se extendía la llanura
lejana. Los kilómetros parecían temblar en una neblina resplandeciente que era obra
de la distancia. Y en medio de aquella neblina, en el lejano horizonte distinguió una
forma oscura que avanzaba… su corpachón, era tan alto como las colinas distantes,
sus colmillos relucían al sol, su color era rojo como la sangre seca.
Parpadeando, se puso una mano a modo de visera para eliminar el resplandor y
vio… nada.
No obstante, continuó mirando; los ojos le escocían y el corazón le pesaba.
"Mamut, Voz de Trueno, El Que Sacude El Mundo, El Destructor". Dominado por la
rabia, estuvo a punto de pronunciar las palabras en voz alta. Quería que la bestia
estuviera allí, que se dirigiese hacia él a través de la llanura, que le siguiera a las
colinas altas adonde, oculto por los arbustos de piceas, le aguardaría emboscado.
Como en el sueño que había tenido a raíz de que él y Umak mataran al cóndor, se
veía abalanzándose sobre el mamut desde las alturas. Se veía llevando a su hogar la
lanza con la que le había matado. En memoria de la familia que había perdido, se
veía…
—¡Torka! —el anciano le llamó, instándole con sus gestos a continuar.
Aún estuvo unos segundos sin moverse. Sabía que necesitaría una lanza dotada de
la potencia de un rayo fulminante para perforar la piel de aquel monstruo y encontrar
un punto débil para hundírsela en el corazón. En el mundo entero no existía un arma
como aquélla. Y excepto en sus sueños, ningún hombre podía esperar enfrentarse al
Destructor dos veces y vivir para contarlo.
Echó a andar de nuevo, turbado por sus pensamientos, satisfecho al propio tiempo
de que lo que había visto en el horizonte hubiera sido un espejismo provocado por la
neblina y asimismo por su exacerbada imaginación. Sin embargo, no dejaba de
pensar en el mamut mientras andaba. Estaba tan absorto en su frustrado afán de
matar, que no se fijó en el cambio de paisaje.

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Los fragantes bosquecillos de piceas eran raros ahora. Los viajeros habían
penetrado en un bosque que era único en el alto Ártico: un bosque en el que se
mezclaban diminutas coníferas y árboles de madera dura, árboles enanos que eran
producto del frío extremado y del viento perpetuo, de una falta de luz durante una
mitad del año y un exceso de ella durante el otro medio. Compuesto en su mayor
parte de sauces, piceas y abedules, muchos de los árboles eran centenarios; sin
embargo, ni siquiera el más viejo de todos ellos tenía una altura que alcanzase mucho
más arriba del tobillo de los viajeros. Crecían con la inexorable lentitud de los
líquenes, adaptándose tan perfectamente al medio que, en algunos sitios, resultaba
difícil distinguir que se trataba de árboles. Crecían pegados al terreno, como si, de
forma inconsciente, tratasen de absorber el máximo calor del sol mientras se
extendían en todas direcciones, nunca hacia arriba, con las ramas fuera del alcance
del viento.
La montaña estaba ahora cerca. Era un gigante de enormes picachos negros
cubiertos de hielo, que recortaba el cielo frente a ellos. Hicieron alto para descansar,
contemplándola desde abajo con admiración. La montaña parecía exhalar su aliento
sobre ellos desde el corazón helado de sus altísimos cañones agobiados por los
glaciares. Desde algún lugar en el interior de la imponente corona de hielo que se
extendía a lo largo de la cumbre, llegó un sonido extraño, una especie de chirrido
como si algo se resquebrajara. Aquel ruido provocó una mueca en el rostro de Lonit,
reavivándose en su interior el miedo que la inspiraban los espíritus del viento. Umak
frunció el ceño. Jamás había visto una montaña de tales dimensiones. Torka, por su
parte, la calibró con frialdad. No cabía duda de que la cumbre propiamente dicha por
fuerza intimidaba a quienquiera que la contemplase. Pero allí hasta donde la tundra
ascendía por sus flancos para fundirse con durísimas, impenetrables paredes de roca,
se podía instalar un campamento seguro sobre cualquiera de las elevadas y amplias
repisas que la acción conjunta de la erosión y el tiempo habían creado en una base de
la montaña.
—¡Vamos! —dijo por fin, impaciente por encontrar un sitio adecuado antes de
que cayera la noche.
Siguieron adelante.
El brazo de Lonit estaba entumecido dentro del cabestrillo; además, tenía un poco
de fiebre, por lo que sus mejillas aparecían arreboladas. Tenía calor, y por añadidura
se sentía cansada e irritable, pero de su boca no salía una queja. Caminaba con aire
decidido detrás de Torka, haciendo cuanto podía para mantenerse al compás de las
zancadas del joven. Tropezó dos veces sin saber por qué, pero mantuvo el equilibrio y
el paso. Se mordía los labios. Hacer menos de lo que hacía hubiera supuesto
demostrar ante Torka lo poco que valía. A pesar de los esfuerzos que hacía por
agradarle, sabía que él aún pensaba de ella lo peor. Trató de recordar los días en que

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la trataba con amabilidad, hacía ya mucho tiempo, en otro mundo, cuando era una
niña pequeña. Ahora era una mujer, la única mujer, y él la odiaba precisamente por
eso. No podía culparle. Aspiró una bocanada de aire y la sostuvo, tratando de hacer
acopio de sus fuerzas. Tal vez algún día también era posible que lo creyese. Pero en
aquel momento se sentía cansada, disgustada consigo misma por ser un mísero
esbozo de mujer. El brazo le dolía mucho. El lobo no había desgarrado sólo la piel y
el músculo; también había llegado al hueso.
En contra de su deseo aflojó el paso, contenta de que Torka no mirase hacia atrás
y descubriera su demostración de debilidad. Umak se habría dado cuenta de lo que
ocultaba. El anciano parecía preocuparse por ella. ¿Por qué? No podría decirlo, a no
ser porque era la única mujer que quedaba en el mundo. Incluso con esta
circunstancia a su favor, Lonit estaba convencida de que no valía gran cosa.
Umak vigilaba a la muchacha que avanzaba delante de él, con paso vacilante. La
veía tropezar y recuperar el equilibrio con tan sólo una levísima interrupción en su
marcha. La admiración que sentía hacia ella subió de punto. La última vez que se
pararon para descansar, había visto sus ojos brillantes de fiebre. La muchacha no
había dicho nada. Umak sabía que el brazo debía dolerle; había tenido que darle
muchos puntos de sutura para arreglar los destrozos causados por el lobo en la cara
interna del antebrazo. Umak contempló a Torka, que caminaba infatigable, y lanzó un
gruñido. El perro levantó la cabeza y le miró curioso mientras el viejo se preguntaba
cómo era posible que Torka no se preocupase por la muchacha. Ni una sola vez había
vuelto la cabeza para comprobar si su marcha era demasiado rápida para ella. Él
había visto la profundidad de la herida. Había presenciado cómo se lanzó
intrépidamente en medio del peligro al ver que los lobos amenazaban a sus hombres.
¿Cómo podía ser tan insensible con ella? La boca del anciano se frunció. Torka le
preocupaba. Las heridas de su aflicción no cicatrizaban. Antes, su nieto no había sido
nunca un hombre duro. Nunca. Pero ahora lo era.
"¡Hummm!", pensó Umak, sintiéndose protector y compasivo con respecto a la
muchacha. "Si Torka es tan obstinado que se empeña en no ver los méritos de Lonit,
Umak sí los ve". Un creciente sentimiento de exclusiva responsabilidad hacia ella
casi le hizo creerse joven de nuevo.
—¡Hummm! —exclamó en voz alta, y el perro le miró otra vez, levantando la
cabeza adornada con el antifaz negro. Umak le hizo entonces destinatario de sus
siguientes palabras—: La próxima vez que los lobos se lancen contra este anciano,
verán que no es tan viejo como a ellos les gustaría. Y Lonit también lo verá.
Satisfecho por su arranque de jactancia, confirmó su declaración con un enérgico
movimiento de cabeza. Estaba convencido de haber dicho lo que debía. Se sentía
fuerte de nuevo, viril, la pierna lesionada apenas le molestaba. Se detuvo junto a un
riachuelo salpicado de hielo que discurría a lo largo de un bosquecillo de sauces en

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floración y que no tenía más de un dedo de alto. Medio enterrado en un denso talud
de plantas pantanosas, el riachuelo invitaba a que el perro bebiera. Umak contempló
cómo el perro lamía el agua fría, luego se inclinó y empezó a arrancar unas cuantas
ramitas de los tallos verdes de los sauces. Metió la mitad en su bolsa de medicina
curalotodo que llevaba en el cinturón; Lonit se la había hecho con la piel del cóndor;
la bolsa aún conservaba adosadas las suaves plumas de la pechuga.
Levantándose, sujetó con los dientes el resto de las ramitas mientras se secaba las
manos en su capa de viaje. Los dedos le dolían de frío, pero apenas si lo notó al
apretar el paso para reunirse con Lonit. Casi estaba sin respiración cuando la alcanzó.
Sostenía las ramitas en la mano derecha, mientras con la izquierda la cogía por el
codo obligándola a detenerse y a volverse hacia él.
—Toma, aquí tienes. Espíritus mágicos habitan en los tallos verdes de los sauces.
Son espíritus buenos, demasiado pequeños para que una muchacha o incluso un
espíritu jefe puedan verlos.
Ella estaba contenta por la oportunidad de descansar que le brindaba, pero
esperaba que él no lo adivinara en su mirada o en su expresión. No se movió; no
comprendía qué es lo que quería que hiciera con su extraño regalo de ramitas.
—¡Chupa los tallos! —explicó con entusiasmo el viejo al verla vacilar—.
Liberarás los espíritus del sauce en tu boca. Correrán por tu cuerpo. Ejecutarán la
danza del espíritu del sauce. Devorarán tu fiebre. Arrebatarán tu dolor. Luego se
marcharán, agradecidos de que Lonit les haya alimentado.
La muchacha inclinó la cabeza. Umak había visto probablemente su cansancio,
sus tropezones. Sin duda habría pensado que era la mujer más despreciable entre
todas las nacidas. Sin embargo, ante su sorpresa y confusión, antes de que pudiera
seguir vilipendiándose, los fuertes dedos del viejo, con grandes nudillos, la asieron de
la barbilla, obligándola suavemente a mirarle. Y cuando ella lo hizo, se sorprendió al
ver que la sonreía.
—Lonit está herida y ha cambiado mucho. Lonit es valiente. Lonit es fuerte. Por
eso Umak le entrega los espíritus del sauce. No pueden darse a las personas que
carecen de mérito.
Lonit se ruborizó, avergonzada. ¿Creía realmente el anciano lo que decía? No era
posible. Se limitaba simplemente a ser amable. Trataba de que se sintiera mejor. Poco
a poco, mientras caminaba junto a él, se obligó a chupar los tallos de sauce. Tenían un
sabor amargo, pero pronto empezó a maravillarse de los poderes mágicos del viejo.
No sólo había dominado el espíritu de un perro salvaje, sino que ahora mandaba en
los espíritus de un árbol. Tal como le había prometido, su fiebre bajó. El dolor del
brazo disminuyó. Le dio las gracias, él gruñó, complacido a todas luces de sí mismo
mientras la aconsejaba que se lo agradeciera a los espíritus del sauce en vez de a él.
Así lo hizo la muchacha; trató de representárselos, diminutos y verdes, danzando

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alegremente dentro de su cuerpo. Se preguntaba si tendrían nombre, como los tenían
los hombres y las mujeres; si tendrían aspecto de árboles, con ramas en lugar de
brazos y miembros y cabellos de hojas. También se preguntó si se comerían crudo el
dolor o si lo cocinarían al calor de la fiebre.
Continuó andando, sintiéndose infinitamente mejor, pero mientras su fiebre
bajaba, su temor aumentaba. La montaña estaba allí delante, ocultando al mundo con
su sombra. Y desde sus abruptas alturas, algo les vigilaba.
Torka se detuvo. Umak y la muchacha le imitaron al llegar a su lado. Los tres
percibían aquella misteriosa vigilancia. El perro se paró cerca del anciano, con la
cabeza gacha.
"Espíritus del viento", pensó la muchacha, y supo que contra su feroz y perversa
naturaleza serían impotentes los amables espíritus curativos del sauce.
"Leones", imaginó Umak. "O tal vez osos, o lobos". Le asaltaron los recuerdos,
turbándole. Alzó el mentón. No quería pensar en su último fracaso con los lobos, pero
lo hizo. Se preguntaba cómo se comportaría cuando se toparan con atacantes de
mayor tamaño y más peligrosos aún.
Torka se mantenía erguido; sus ojos entornados para protegerse del viento lo
escudriñaban todo. "Por fuerza tiene que ser algo", pensaba. Un gran felino de las
montañas apostado al acecho; un oso caricorto, recién salido de su sueño invernal. O
quizá solamente un ave, un halcón o un águila. O un ratón campestre, o una gruesa
marmota que tomaba el sol encima de una roca, observando con sus ojillos brillantes
el avance de los viajeros humanos, a pesar de que su obtuso cerebro no le permitiera
dedicarles excesivo interés. Fuera lo que fuese, no podía ser más amenazador que
cualquiera de los peligros a los que se habían enfrentado en la tundra abierta. Aunque
resultara ser un gran carnívoro, la amenaza sería menor porque ellos sabían que
estaba allí con el propósito de atacarles.
Mientras sus ojos exploraban las alturas, se fijaron en una elevada cornisa que
sobresalía en la pared de la cara occidental de la montaña. Sobre el enorme saliente
de granito, una sucesión de cavernas perforaban la pared. Su tamaño y
emplazamiento le intrigaron. Si lograban llegar hasta ellas, la más grande y profunda
brindaría un excelente refugio para protegerse del viento al mismo tiempo que de los
depredadores. Si es que la caverna no estaba ya ocupada por aquéllos. Estaba seguro
de que Umak tendría algo que objetar. No se equivocaba.
—¡Los cazadores de la tribu no viven en cuevas como animales! —protestó el
anciano—. ¡Los cazadores de la tribu han de vivir como nuestros padres vivieron
siempre, al raso, bajo el cielo abierto!
La luz del día estaba desvaneciéndose. Se agrupaban nubes que presagiaban
lluvia. Un viento frío bajaba del casquete helado de la cima. A sus pies, en la lejana
llanura de la tundra, unos lobos gigantes empezaron a aullar. Torka vio cómo se

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encogía Lonit, asustada por los aullidos, y calculó su cansancio en comparación con
su propia fatiga. Habían recorrido muchos kilómetros aquel día.
—Tenemos que montar nuestro campamento —dijo—; pronto estará oscuro. Los
lobos ó incluso otros animales de presa de mayor tamaño pueden olfatear nuestro
olor. Padre de mi padre, nosotros somos todo lo que queda de nuestra tribu.
Estaremos en peligro en tanto permanezcamos al raso. Instalarnos al abrigo de la
pared de la montaña sería una buena cosa. Instalamos dentro de ella sería todavía
mejor. El propio Umak ha pronunciado unas sabias palabras. En una nueva vida, los
hombres deben de buscar nuevos caminos.
El anciano refunfuñó. Miró hacia arriba y contempló las cavernas con hostilidad.
No le gustaba el aspecto que ofrecían, pero era un espíritu jefe y no podía oponerse
abiertamente a sus propias palabras de sabiduría.
—Ya veremos —dijo al fin.
Y continuaron el ascenso.
Tuvieron escasa dificultad para dar con el camino que conducía a las cuevas,
aunque seguían notando unos ojos fijos en ellos. Habían caminado a lo largo de la
piel resistente y esponjosa de la tundra, pero ahora pisaban los huesos de la montaña,
atravesaban las elevadas estribaciones arenosas abriéndose paso a lo largo de terrenos
glaciales de aluvión y morrenas. Caminaban en derredor de la montaña, y al mirar
hacia arriba desde la base de la cara oriental, la cima parecía formar parte de la noche
inminente. Aunque tuviera varios kilómetros a la redonda, la montaña no era tan alta
como parecía vista a distancia.
Se encontraban al abrigo de un angosto cañón donde un manantial de agua helada
fluía lentamente sobre un lecho de piedras. Aquí y allá había pedazos de suelo sólido,
justo lo suficiente para soportar unas cuantas matas de juncias y algunos arbustos
alpinos de poca altura. Allí donde la pared del cañón absorbía la mayor parte de la luz
del sol, había un manchón de ejemplares de picea que crecían muy juntos los unos de
los otros, inclinados, con las ramas caídas, semejantes a cazadores congelados en una
danza fantasmagórica. A la luz crepuscular que no tardaría en dejar paso a la noche,
los árboles parecían negros. El olor fuerte, inconfundible de un mustélido cortó el
aire.
Comadreja o glotón. No se apreciaba allí un gran peligro. Mientras el perro
olfateaba el terreno desconocido, los viajeros buscaron señales y olores que revelasen
la presencia de otros animales más grandes, pero nada indicaba que se estuvieran
adentrando en el territorio de alguna criatura que pudiera suponer una amenaza para
ellos.
Concentraron su atención en la meta que se proponían alcanzar. Las cavernas se
encontraban a unos noventa metros por encima de sus cabezas, ocultas por el saliente
de la cornisa. Torka señaló una serie de grietas horizontales en la estrecha fisura que

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formaba un pronunciado ángulo hacia arriba, desde la base de la pared de roca hasta
la cornisa. Parecía como si una mano gigantesca hubiese tallado una escalera en la
piedra. Era la única ruta de acceso a las cuevas cuya escalada se anunciaba difícil y
que sin duda produciría vértigo a cualquier ser que no poseyera alas, pero las
dificultades que ofrecía probaban que ningún felino de gran tamaño ni ningún oso
podían haber trepado por allí.
A excepción del perro, realizaron el ascenso sin incidentes. Sin embargo, el can
titubeaba ante la escarpada alineación de la ruta. Permanecía en la base de la pared,
contemplando con aprensión y perplejidad cómo su manada ascendía sin él. Ladró
dos veces. Umak, el último de la columna, se detuvo y le llamó, animándole a
seguirles; el camino era empinado, pero con un poco de esfuerzo, Aar podría
recorrerlo. El perro seguía inquieto, sin dejarse convencer.
—Ya es casi noche cerrada y nos amenaza una tormenta —recordó Torka a Umak
—. Vamos, Padre de mi padre. Deja que el perro se las arregle.
—¡Umak no abandonará a su hermano! —se enfureció el viejo.
Torka se sentía molesto por la respiración, rápida y ronca, de la muchacha. Lonit,
que le seguía a corta distancia, estaba sin duda exhausta. Se inclinó y extendió una
mano, ofreciéndose a ayudarla. Más tarde hablaría con Umak. En todo lo que se
refería al perro, el viejo tenía una venda en los ojos.
—Vamos —dijo, haciéndole gestos a la muchacha para que se cogiera a su mano
—, Torka te ayudará.
Ella estaba apoyada en la cara fría y áspera de la roca. El peso del fardo que
llevaba a la espalda era una carga espantosa, las correas que lo sujetaban no sólo se le
clavaban en los hombros, sino que, además, le hacían sentir un miedo horrible a
perder el equilibrio y precipitarse al vacío. El corazón le saltaba en el pecho y tenía la
boca seca. El brazo herido estaba caliente y le dolía de nuevo, ya que, al utilizarlo en
la escalada, había vuelto a sangrar. Estaba segura de que se habían soltado varios
puntos de sutura. De cualquier modo, no estaba dispuesta a que Torka viera un nuevo
acto de debilidad por su parte. Aunque se moría por empinarse y coger su mano,
decidió hacerse la remilgada.
—¡Lonit es fuerte! ¡Lonit no necesita que Torka la ayude!
Disgustado por la actitud de la muchacha, le volvió la espalda para finalizar la
escalada.
—¡Maldita criatura obstinada! —rezongó—. ¡Mujeres! ¡Viejos! ¡Perros! ¡Que
hagan lo que les dé la gana!
Alcanzó el borde de la cornisa y se aupó sobre el ancho saliente que se internaba,
igual que la cueva, en las profundidades de la montaña. La muchacha estaba justo
detrás de él. Oía cómo se escurrían sus botas de suela blanda sobre la lava de los
puntos de apoyo donde trataba de poner los pies. El ronquido de su respiración se

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mezclaba con gemidos de dolor. Torka se deshizo de su fardo, se inclinó, agarró las
correas del fardo de la muchacha y la subió a su lado de un tirón. Lonit cayó de
rodillas y visiblemente temblorosa, le dijo que habría sido capaz de terminar la
escalada sin su ayuda. El joven dominó el impulso de propinarle un puntapié. Nunca
hubiera podido imaginar que no era el orgullo lo que la obligaba a hablar de aquella
forma.
Umak tardó un buen rato en llegar a la conclusión de que toda su persuasión
resultaba inútil para convencer al perro para que subiera el saliente sin su ayuda. Por
desgracia, Aar no había olvidado el desdichado incidente del ronzal, y aunque fue
Torka quien pretendía limitar los movimientos del perro, Aar no confiaba en Umak
hasta el extremo de permitir que éste le tocara. Umak gruñía una y otra vez.
Comprendía al perro, conocía sus pensamientos tan claramente como si el animal
hubiese hablado. Con cuidado, despacio, descendió y trató de que el perro se diera
cuenta de que si no podía trepar como un hombre trepaba, entonces Umak lo llevaría
en sus brazos. Pero cada vez que intentaba acercarse al perro, Aar se apartaba de él.
La manada de lobos cuyos aullidos habían oído antes, estaba ahora más cerca.
Aquellos aullidos provocaron en el viejo un escalofrío. Torka le llamó, pero él no
contestó. Se sentía insignificante y vulnerable, y muy cansado bajo las altas paredes
de la montaña. Estaba empezando a llover, y no podía retrasar mucho la escalada, por
miedo a que las rocas se volviesen demasiado resbaladizas para trepar por ellas sin
sufrir ningún daño. Además, estaba enfadado con el perro por no confiar en él a pesar
del tiempo que llevaban juntos; por añadidura, se sentía desilusionado con respecto a
sus poderes de espíritu jefe, puesto que no había conseguido obligar al animal a
obedecerle.
—¡Tú! ¡Aar! ¡Ven aquí enseguida! ¡Ven con Umak! —su tono de voz era tan
imperioso como los gestos que lo acompañaban.
El can levantó la cabeza y miró a Umak como si pensase que éste se había vuelto
loco.
—¡Aar! ¡Aquí! ¡Ven con el Espíritu Jefe!
Aar agachó la cabeza. No le gustaba que le gritasen.
—¡Vamos! ¡Tu hermano te llama! ¡El perro tiene que obedecer al hombre!
El can empezó a retroceder.
Umak saltó sobre el animal para agarrarlo y demostrarle que no pretendía hacerle
ningún daño al tocarlo. Pero Umak sólo atrapó el aire donde, segundos antes, había
pelo, piel y huesos. El perro también había dado un salto, pero hacia atrás.
Umak, que había caído de bruces, se incorporó como pudo y fulminó al can con la
mirada.
—¡Quédate solo, entonces! ¡Sirve de comida para los lobos! ¡Pero no digas que
Umak no trató de ayudarte! —se levantó y se sacudió el barro y los guijarros

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adheridos a su pantalón, frotándose después las rodillas, que le escocían. Enseguida
añadió—: En los nuevos tiempos, los hombres tienen que buscar nuevos caminos.
¡Los perros deben hacer lo mismo!
Volvió la espalda al perro. Reajustó el peso del bulto que cargaba y empezó a
trepar. Cuando llegó a la mitad del camino, se sentía culpable. Se detuvo y miró hacia
abajo. Luego, sonrió.
El Hermano Lobo le seguía.
Aunque el saliente era un medio ambiente ajeno a quienes habían nacido y
crecido en la cara abierta de la tundra, tenía la ventaja de ser un lugar seco,
resguardado de la intemperie y desprovisto de amenazas. Una breve exploración
reveló que ningún animal lo había convertido aún en su cubil.
En medio de la oscuridad, soltaron sus fardos, extendieron las pieles de dormir y
se tumbaron completamente extenuados. Yacían bastante hacia adentro del enorme
saliente bajo de techo, parecido a una habitación, enroscados en sus pieles, muy
juntos. El perro estaba acostado cerca de Umak, aunque no demasiado. Aar se lamía
las zarpas, porque las tenía ensangrentadas tras de su heroico esfuerzo por seguir al
espíritu jefe a la caverna; pero, al cabo de un rato, hasta el perro dormía. La noche
estaba poblada por la respiración profunda de los viajeros, así como por el susurro del
viento y el tamborileo de la lluvia. De vez en cuando el hedor a comadreja hacía que
Lonit se removiese inquieta en su sueño; igual le ocurría a Torka, pero el perro fue el
único a quien despertó el olor.
Aar alzó la cabeza y olfateó. La caverna estaba negra como el carbón. Al perro se
le erizó todo el pelo del lomo. Dejó de olfatear para emitir un gruñido sordo y
amenazador. Algo se movía en la oscuridad, a la entrada de la caverna. Oyó al perro y
se quedó quieto.
De repente, el viento cambió. El olor y la sombra se desvanecieron. El perro,
inseguro acerca de su propio instinto, estaba al borde del saliente, donde el olor era
más intenso, olfateando, sin dejar de gruñir. Algo había estado allí, pero el perro no
lograba discernir de qué se trataba. Su olor no se parecía a nada de lo que el animal
había olido hasta entonces. Se echó de nuevo. Si aquella cosa volvía, estaría
esperándola. Durante toda la noche el perro fue centinela que velaba por la seguridad
de su manada humana. Sólo hacia el alba, cuando la lluvia se trocó en nieve y la
pared de la montaña se tornó resbaladiza a causa del hielo, Aar se permitió dormir.
Nadie podía trepar ahora por la montaña. Nadie excepto un espíritu del viento.
La nieve caía en misterioso silencio; una nieve espesa y húmeda que suavizaba la
noche y poblaba de obsesiones el sueño de Lonit. Se despertó y vio que el perro
estaba alerta. Dejó que sus sueños se desvanecieran, contenta de perderlos de vista.
Los espíritus del viento habían cobrado forma en ellos; danzaban y giraban, gruñían
como comadrejas furiosas manteniéndose en pie lo mismo que si fueran cazadores

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humanos mientras se hacían pedazos con porras ensangrentadas, afiladas, hechas con
fémures de hombres.
Se despertó en un baño de sudor, deseando haber tenido más tallos de sauce
mágicos de los que Umak le había dado a chupar. Sabía que tenía fiebre, pero no
quería molestar a Umak para que le diera más tallos de los que guardaba en su bolsa
de medicinas. Vio que la tenía cerca de él mientras dormía, pero no pensaba tocarla
sin su permiso.
La nieve no dejaba de caer y la luz matinal era tenue y gris, con el cielo cubierto
de nubes. Daba a los muros y al techo de la caverna una apariencia fría y siniestra que
parecía ser un residuo de sus sueños. Pero era bastante real, y a Lonit no le gustaba.
Ante todo, añoraba la tundra y el aire libre; después, los límites cómodos y familiares
de una cabaña. No pudo evitar sentirse nostálgica al levantarse y dar comienzo a los
rituales de la mañana. El brazo estaba caliente y le dolía. Se mordió los labios. Más
tarde se ocuparía de él. Su malestar no era gran cosa. Lo que importaba era tener una
fogata encendida y una comida dispuesta para cuando sus hombres despertaran. Era
deber suyo atenderles antes de pensar en sí misma.
La nieve se transformó de nuevo en lluvia mientras la muchacha encendía una
fogata con la mezcla de huesos y musgo seco que había llevado consigo. Cuando a
Torka y a Umak les despertó el olor a humo, Lonit ya había cogido varios trozos de
chuletas secas de caribú, humedeciéndolas con nieve derretida hasta ablandarlas un
poco. A continuación las ensartó en los pinchos de hueso y las puso a asar encima de
las llamas.
Se sentaron juntos en silencio alrededor de la fogata. Torka y Umak a un lado,
Lonit al otro, el perro a prudente distancia, sin quitarles ojo, haciéndosele la boca
agua hasta que el viejo le lanzó parte de su ración a pesar de la malhumorada
reprobación de Torka. Umak chasqueó la lengua y movió afirmativamente la cabeza
para dar a entender a Lonit que no había hecho bien. Torka no se esforzó lo más
mínimo por demostrar que le gustaba lo que comía. Sin embargo, para la jovencita, a
quien su padre acostumbraba a pegar con saña cuando no era de su gusto lo que
cocinaba, verle comer con apetito lo que ella había preparado resultaba un cumplido
más que suficiente.
Pronto dieron buena cuenta de la carne. La fogata humeaba. Huesos y hierba seca
se habían transformado en calor. Los huesos encendidos se resquebrajaron
convirtiéndose en cenizas. Sintiéndose en terreno desconocido, los viajeros no
hablaban. En el exterior seguía lloviendo con fuerza. Más allá de la desolada y poco
tranquilizadora protección contra los elementos que les proporcionaba su refugio
rocoso, elevándose como un nido de águilas, el viento rugía y la lluvia golpeaba la
cara de la montaña mientras cascadas de nieve derretida se precipitaban desde su
cima nevada.

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Transcurrido un buen rato, incómodos por su silencio, preocupados por los
extraños sonidos de la montaña en sí —crujidos hondos, internos, trepidaciones que
parecían surgir de la roca— Umak se sintió inspirado para hablar y narró la historia
de cómo fue creado el Pueblo.
—Todo empezó un día como éste, hace mucho tiempo. Antes de la Gran
Inundación, cuando todas las cosas creadas eran del género masculino, cayó la
primera lluvia. No se convirtió en nieve sino que continuó lloviendo durante
muchísimos días con sus noches, hasta que todas las cosas vivientes fueron
arrastradas a excepción de dos espíritus jefes.
Torka y Lonit estaban pendientes de sus labios. El viejo hablaba con la
entonación esmerada de alguien que había pasado media vida aprendiendo a narrar
una historia correctamente. De sus palabras se desprendía una suerte de hechizo.
Hasta el perro escuchaba, con la cabeza levantada; daba la impresión de que le
entendía.
—Los dos espíritus jefes —prosiguió el anciano— se refugiaron de la lluvia en un
día como éste, en una caverna igual a ésta, en lo alto de la Montaña Poderosa. Y
cuando por fin las aguas se retiraron del mundo, estaban solos. No fue agradable. Más
adelante, en un día como éste, se sentaron el uno al lado del otro, en una caverna
como ésta. Cada vez se sentían más aburridos al no disfrutar de otra compañía.
"Hagamos que la vida retorne al mundo anegado por las aguas", dijeron. Y así lo
hicieron. Desde la Montaña Poderosa obraron grandes prodigios de magia. El sol
regresó y los días renacieron. También volvió la luna, escupiendo las estrellas que
había escondido en su boca, y la noche renació igualmente. Las plantas brotaron otra
vez en todo su verdor, y los animales se despertaron para nacer de nuevo. Pero
cuando trataron de crear gente nueva, no lo consiguieron. Lo intentaron una y otra
vez. Sin duda, la gran inundación había disminuido los poderes de los dos espíritus
jefes. Estaban muy cansados. Echaron una ojeada desde su caverna y se
entristecieron. No era agradable estar solos en el mundo sin gente.
Umak hizo una pausa. Sus oyentes estaban fascinados. Era el más antiguo de los
relatos. Lo habían escuchado infinidad de veces, pero era un consuelo oírla de nuevo
en un día como aquél, en una caverna como aquélla, con la lluvia que no dejaba de
caer y la montaña sosteniéndoles en alto en medio de las nubes mientras las palabras
desgranadas por el espíritu jefe escapaban de la caverna y cabalgaban a lomos del
viento para contar a los espíritus del aire y del cielo cómo nació un Pueblo que ya no
existía.
—Los dos espíritus jefes dormían. La Montaña Poderosa les proporcionó visiones
durante el sueño. En un día como el de hoy, en una caverna igual a ésta, se
despertaron y supieron lo que tenían que hacer si querían crear más gente. Lo
consiguieron merced a la magia de la montaña; copularon, hombre con hombre.

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Gracias a la magia de la montaña, uno de ellos quedó embarazado del otro. Y cuando
la luna se hubo desvanecido de la noche nueve veces, y regresó otras tantas, el primer
hijo del Pueblo fue alumbrado por un hombre lleno de sangre, con dolores. Aquello
no era bueno. Por tanto, gracias a la magia de la montaña, el Primer Hijo fue una
hembra. Y desde aquel día hasta este día, la mujer es creada para que los varones
puedan conocer la compañía de otros varones sin verse obligados de nuevo a soportar
los terribles sufrimientos del alumbramiento. Eso es cosa de mujeres. Para siempre.
La historia les nutrió lo mismo que una buena comida. Umak miraba pensativo a
Torka y a Lonit. El mundo alto y frío de la montaña era desolado y extraño, pero
Torka había tenido razón al conducirles hasta allí. Hombres y mujer estaban sentados
a salvo en su refugio de muros de piedra. Habían sobrevivido a la destrucción del
Pueblo y, por tanto, el Pueblo no había sido destruido.
Mientras Lonit chupaba los últimos residuos de sustancia de su pincho de asar, el
viejo se encontró mirándola especulativamente. La necesidad del hombre provocó un
fugaz cosquilleo en sus ijadas, luego desapareció mientras Umak lamentaba para sus
adentros aquella tentación momentánea. "Es sólo una chiquilla", se dijo. "A su debido
tiempo será una mujer; pero ahora no". Ahogó un bostezo. Se estaba bien al lado del
fuego. La carne en su estómago era tan adormecedora como el jugo de sauce. Los
párpados le pesaban, los cerró, apretó los brazos alrededor de las rodillas y se dispuso
a dar una cabezada.
En cuanto a Torka, la historia de la Creación narrada por Umak no había
despertado en él ningún interés por la posible fertilidad de Lonit. En realidad no había
hecho sino reavivar en su cerebro el recuerdo de su mujer y de sus hijos muertos. Se
levantó y fue a situarse al borde de la cornisa, justo donde no caía la lluvia. Al
contemplar el cielo encapotado y mirar luego hacia abajo, a la tundra envuelta en
niebla y lluvia, su pensamiento vagaba por el pasado.
El inesperado ruido de una piedra al caer le distrajo, y el hedor glandular,
pestilente, a comadreja se introdujo por las ventanas de su nariz. Aar ladraba
excitado, tan cerca de Torka como jamás lo había estado. Torka se acercó al borde
todo lo que pudo y miró hacia arriba. No había nada, sólo la lluvia, sólo las nubes,
sólo la vertiginosa pared de la montaña que se hundía en la neblina. Echó una ojeada
a la lluvia; cuando cesara, exploraría las otras cavernas más pequeñas que se abrían
encima de la que ellos ocupaban. Tal vez la comadreja vivía allí y se había metido en
la cueva más grande atraída por el olor de la carne asada. En cualquier caso, era raro
que no la hubiera visto.
Umak estaba ahora completamente despierto, arrodillado al lado de Torka
mientras palpaba el terreno empapado por la lluvia, acercándose después una mano a
la nariz para oler las yemas de sus dedos. ¿Una comadreja? No, no exactamente. Era
un hedor que no era del todo igual al de ninguno de los animales conocidos por el

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anciano. Era como si los olores de distintas especies se hubieran mezclado. Olfateó
de nuevo las yemas de sus dedos. No le gustaba. Se percibía incluso un vago olor a
hombre. Sin embargo, era imposible, ellos tres eran los únicos seres humanos vivos
en el mundo. Un oscuro presentimiento embargó su ánimo.
—Si vuelve a nuestra caverna —dijo—, le mataremos.
"Sí; le matarían", pensó. "Si quienquiera que fuese no les mataba antes a ellos".
Torka se encogió de hombros. A pesar del descanso de la noche anterior, estaba
cansado y molesto por no haber visto al intruso antes de que se deslizara fuera de la
caverna. En el futuro procuraría guardarse de cometer nuevos descuidos. Con Umak a
su lado y el perro detrás, regresó para ponerse en cuclillas cerca del fuego donde
Lonit se desprendía cuidadosamente de sus vendajes.
Se sentía tan enferma, que apenas si prestó atención a la conversación mantenida
por Torka y Umak acerca de la preocupación que ambos compartían por el animal
cuyo olor estaba en todas partes. Quienquiera que fuese, ya no estaba allí, se había
ido. Deseaba poder decir lo mismo de su dolor. Lo que vio debajo de los vendajes no
la sorprendió. Su sangre de mujer había cesado de fluir la noche antes, pero su brazo
sangraba de nuevo y en los pocos sitios donde aún se mantenían los puntos se
apreciaba un líquido blancuzco, caliente.
—¡Eiyii! —exclamó el anciano al ver el brazo. Se arrodilló al lado de la
muchacha y empezó a examinar las heridas con dedos suaves.
Torka estaba furioso con los dos. ¿Por qué no se había quejado antes Lonit de que
le dolía el brazo? ¿Por qué había permitido que sus heridas se enconaran hasta
provocarle una infección? Había conocido a cazadores que perdieron dedos,
miembros y hasta la vida por descuidos como aquél. ¿Acaso había imaginado Lonit,
en su arrogancia, que estaba por encima de la corrupción de la carne? ¿Cómo podía
Umak mimarla y alentar su irresponsable conducta? Era una chiquilla extravagante,
insufrible. Eso era lo que era. Le sacaba de quicio que entre todas las mujeres de la
tribu, ella fuese la única superviviente. Deseaba que su adorada Egatsop pudiera estar
allí en aquellos momentos. ¿Por qué no era así? Al no hallar respuesta, todo su
sufrimiento se reavivó en él, en unión de unos anhelos imposibles de convertirse en
realidad jamás.
En un arrebato de rabia, agarró a Lonit del brazo sano y, tras ponerla en pie, la
arrastró al borde de la cornisa. Ella chilló, convencida de que la iba a lanzar al vacío.
En lugar de ello, medio le arrancó la manga y expuso su brazo herido bajo la lluvia.
—¡Esta hembra es la única hembra en el mundo! —gritó a Umak—. ¡Si el Pueblo
ha de vivir, tiene que nacer de nuevo a través de ella algún día! ¡Tiene que cuidarse
más que cualquiera de nosotros, pero no lo hace! Si muere, el Pueblo morirá para
siempre jamás. Umak lo dijo. Umak debería recordarlo. Ésta no es la repetición de la
historia de la Creación; Torka no copulará con Umak para engendrar el primer hijo.

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¡Umak puede estar completamente seguro de eso! Si esta hembra no se cuida, será
Torka quien cuide de ella… y los cuidados que Torka le prestará no serán tan
afectuosos como los que Umak le ha proporcionado, ni tan amables.
Con dedos crueles hurgó en las heridas, abrió las costras infectadas y dejó que las
limpiara la lluvia fría y curativa. La muchacha sollozaba y se retorcía, pero él la
mantenía bien sujeta hasta que un Umak tan furioso como él le embistió con la fuerza
de un caribú macho en celo.
La acometida del viejo le pilló por sorpresa y Torka soltó a la muchacha. Lonit se
desplomó; y sólo el poderoso puño de Umak, asido a la túnica de Torka con
extraordinaria fuerza impidió que éste se desplomara hacia atrás en el abismo.
La muchacha les miraba aterrorizada, y el perro gruñía sin comprender lo que
pasaba.
Torka, estupefacto, contemplaba a su abuelo mientras la lluvia caía sobre ambos y
enfriaba su cólera.
—¡Hummm! —gruñó Umak, desdeñoso, al tiempo que soltaba a su nieto—.
¡Torka es valiente! ¡Torka es fuerte! ¡Pero Torka está ciego cuando se trata de
mujeres!

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CAPÍTULO 3
asaron los días. La lluvia continuaba cayendo en rachas intermitentes que
mantenían la cara de la montaña resbaladiza de día y helada de noche. No era
prudente aventurarse a salir de la caverna. Los viajeros se contentaban con
permanecer dentro de los límites acogedores de su refugio. A la entrada del saliente
habían colgado la piel lubricada que normalmente utilizaban para cubrir el suelo de
su cabaña. Resultó ser una eficaz protección contra las inclemencias del tiempo, ya
que impedía el paso del viento y de la lluvia, al mismo tiempo que mantenía seco el
suelo del refugio. Reunieron varias piedras y las colocaron en un círculo en la parte
posterior de la cueva, convirtiéndola en un sitio excelente para hacer fuego,
infinitamente mejor que cualquiera de los hogares acondicionados en la tundra
abierta. Ávidos de calor después de días enteros de caminar bajo el viento y el frío,
amontonaron sus pieles cerca del fuego. Las piedras absorbían el calor de las llamas
y, a diferencia de los pedazos de hierba seca que se consumían rápidamente,
irradiaban calor mucho después de morir el fuego desfalleciente y de que se apagasen
los carbones apilados con esmero.
Dormían. Descansaban. Recuperaban sus fuerzas. Umak llenaba las horas con
historias del Pueblo. Aar se acostaba cerca del fuego, pero no demasiado, para que
ninguno de los miembros de su manada humana le cogiese desprevenido. Vigilaba la
entrada de la caverna, escuchaba y olfateaba el menor indicio del hediondo intruso,
pero la misteriosa criatura no había vuelto. En el caso de que lo hiciera, Torka había
colocado una trampa a la entrada.
Umak, en pie, presenció los preparativos con escepticismo.
—Los espíritus del viento nunca caerán en la mejor de las trampas de Torka. Un
hombre no puede atrapar la niebla.
—Quizá. —Torka regresó junto al fuego para sentarse de nuevo. Cogió el trozo
de hueso de ballena que habían recogido en la llanura y empezó a enroscar un trozo
de tendón alrededor del extremo romo.
—Cuando deje de llover —manifestó—, Torka lo cazará.
—Un hombre prudente no caza espíritus—, rebatió su abuelo—. Un hombre
prudente entona cánticos de alabanza en honor de aquellos cuya carne es de aire y
viento.
—Torka no puede imaginar palabras de alabanza que cantarle a una cosa que
huele tan mal como el pelo de un tejón. Cuando la lluvia cese, este cazador descubrirá
de qué está hecha su carne. Si es espíritu, Torka lo alabará; si es carne, Torka lo
matará.
La lluvia continuó. Los cazadores estaban cada vez más nerviosos. Preparaban
sus armas para su futuro uso. Torka empezaba a pensar en presas más apetitosas que

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las pertenecientes al género mustela. Lo mismo que a Umak y a Lonit, se le hacía la
boca agua cuando recordaba los camellos y los bueyes almizcleros que habían visto
en el camino hacia la montaña. Cuando el tiempo aclarara, perseguiría piezas de caza
mayor antes que dedicar sus esfuerzos y habilidad a confrontaciones con malolientes
moradores de la montaña, ya fuesen éstos carne o espíritu.
Lonit compartía la impaciencia de sus hombres. Se encontraba mucho mejor. La
fiebre había desaparecido, el brazo cicatrizaba sin problemas y había recuperado el
apetito justo cuando las provisiones de carne seca de caribú empezaban a mermar. A
pesar de sus esfuerzos por economizar, también habían consumido la mayor parte del
musgo seco y de los huesos que ella había metido en su equipaje, imprescindibles
para encender el fuego. Hacían sus comidas en crudo y sólo encendían una fogata
cuando era necesario para defenderse del frío que algunas veces hacía por la mañana.
Mientras los hombres trabajaban haciendo puntas arrojadizas con las extrañas
piedras que habían recogido cuando se encontraban en ruta hacia la montaña, Lonit
extendía las pieles de caribú toscamente curtidas en el campamento anterior. Se
necesitarían muchas horas de meticuloso raspado antes de que adquiriesen la
suficiente suavidad para ser convertidas en prendas de vestir. Sin dudarlo, se aplicó a
la tarea con afán sirviéndose del brazo sano. Lo hacía no sólo porque no tenía otra
cosa que hacer, sino porque sabía que a sus hombres les encantaría poseer dos trajes
nuevos para poder vestir prendas limpias y secas después de un día de caza en la
tundra fangosa. Sonreía mientras trabajaba. Primero haría la ropa para Torka: un
nuevo par de pantalones que combinasen con la túnica de pieles de zorra que le había
cosido. Torka. Le echó una mirada anhelante, luego se apresuró a desviar los ojos. Se
las había arreglado con éxito para mantenerse alejada de él, por miedo a provocar
inadvertidamente su ira otra vez. Sin embargo, la ropa nueva le alegraría, aunque
procediese de una muchacha feúcha y carente de todo mérito.
Las noches aún eran largas y frías. La montaña llenaba la oscuridad con extraños
sonidos de origen misterioso que hacían que resultara difícil conciliar el sueño. El
perro gruñía de vez en cuando. Los viajeros yacían despiertos, pero nada se movía en
la oscuridad, y la trampa que Torka había colocado a la entrada permanecía intacta.
—Lo que camina en el oscuro viento de la noche de la montaña no es de carne. Es
espíritu… —Umak se levantó de sus pieles de dormir y, arrodillándose, alzó los
brazos, meciéndose mientras entonaba una canción de alabanza a los espíritus
invisibles de la montaña.
Torka le echó una ojeada, poco convencido.
—Ya veremos —dijo—. Se arrebujó en sus pieles. Volvió a quedarse dormido y
soñó con montañas de agua rugiente y con espíritus malignos que recorrían la tierra a
lomos de un mamut que se alimentaba matando hombres. Abrió los ojos,
completamente despierto de golpe, con el oído atento a los sonidos de la cumbre

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nevada que poblaban la noche. Pensaba en el Destructor, y supo que, si un hombre se
atrevía a enfrentársele con el arma adecuada, podría matarle.
Lonit se había hecho un ovillo dentro de sus pieles de dormir. Oía el cántico de
alabanza de Umak a los espíritus de la montaña y tenía miedo. La montaña no le
gustaba en absoluto.
Dos días más tarde, dejó de llover. Apartaron a un lado la cortina que les servía de
protección contra las inclemencias del tiempo. La luz clara y potente de una salida del
sol sin nubes inundó la caverna. Abajo, a lo lejos, diseminados en la tundra, pastaban
algunos animales: un pequeño rebaño de bueyes almizcleros, un grupo de camellos
que habían visto antes, y unas cuantas cabezas de antílopes de la estepa. Sin un
instante de vacilación, Umak y Torka cogieron a toda prisa sus armas y salieron de
caza. Ante la insistencia de Torka, Lonit se quedó. No quería a su lado una hembra
que podía darle mala suerte. Umak le recordó que la muchacha les había servido de
gran ayuda en el pasado, pero Torka fue inflexible. Lonit no protestó. Estaba
convencida de que tenía razón. No obstante, si bien Umak aseguró que se encontraría
a una distancia desde la cual podrían oírla si les llamaba, tenía miedo de quedarse a
solas en la montaña.
Con su puñal de descuartizar en una mano para protegerse contra cualquier
espíritu del viento que pudiera presentarse y amenazarla mientras sus hombres
estaban fuera, observó el descenso de los cazadores. El sendero estaba húmedo y
resbaladizo, pero, sin el peso del equipaje que les entorpecía y en ocasiones les hacía
estar a punto de perder el equilibrio, se movían con facilidad. El perro, como de
costumbre, les seguía a prudente distancia, con el rabo tieso y la lengua colgando.
Lonit lamentó ver que se marchaba. Hubiera agradecido su compañía.
El viento soplaba suavemente procedente del este. Templado por la luz
amarillenta del sol naciente, transportaba el perfume de la tierra y de los pastos, de las
fragantes piceas y artemisas, de mil aromas que Lonit conocía aunque no sabía darles
nombre. Su mano se aflojó en torno al mango de hueso de su puñal. No era una
mañana que indujese a pensar en fantasmas.
Se olvidó de todos sus temores acerca de los espíritus del viento al regresar a la
caverna y sacar las conchas de piedra de la bolsa donde las había guardado junto con
sus utensilios para hacer fuego. Sacó también de uno de sus bultos las cuatro tiras
trenzadas que formarían los tentáculos de sus boleadoras. Con las tiras en la mano,
volvió al borde de la soleada cornisa y se sentó. Su intención era ensamblar las piezas
de sus boleadoras, pero la belleza de la mañana la distrajo.
Jamás había descansado antes en un sitio tan elevado. Jamás imaginó que
pudieran existir vistas como aquéllas. Aspiró una profunda bocanada de la mañana, la
mantuvo un buen rato —degustándola, saboreándola— antes de soltarla para aspirar
otra, y otra, hasta sentirse con la cabeza despejada y tan radiante como el sol. Al fin y

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al cabo, tal vez la montaña no fuera tan mala.
En la ondulada tundra que se divisaba en la lejanía, enormes bancos de nubes se
extendían en el horizonte. Tardó un momento en darse cuenta de que no eran nubes
sino montañas. Los pájaros volaban hacia ellas, minúsculas motas contra altísimos
muros de hielo y de piedra. Los pájaros volaron más cerca. Les vio cruzar el cielo en
bandada, luego planearon y se posaron en los numerosos lagos, charcas y caudalosos
ríos que relucían al sol de la mañana.
Lonit sonrió y dedicó su atención a preparar las boleadoras. En los próximos días,
también ella cazaría. No con sus hombres, sino como lo hacía una mujer. Cogería
muchas aves. Las atraparía con sus boleadoras, las desplumaría y las colgaría para
que se ahumaran encima de un lecho de picea y musgo. Cuando volviese la época de
la gran oscuridad, Torka y Umak tendrían mucha carne para aumentar sus propias
reservas de caza. Las aves acuáticas ahumadas servirían de sabrosa variación cuando
estuvieran cansados del sabor más fuerte y de la textura más recia de la carne de caza.
Torka y Umak se sentirían contentos de Lonit.
Una cascada de piedras pequeñas cayó sobre el borde desde algún sitio de las
alturas. Sobrecogida, Lonit las esquivó y corrió a protegerse bajo techado. El
desprendimiento duró unos instantes, pero fue tiempo más que sobrado para que
Lonit se quedara helada de espanto. La mañana seguía resplandeciente. Estaba
convencida de haber oído algo que se arrastraba y agarraba a las traicioneras rocas
que había encima de la caverna. Jadeante, la muchacha tiró las boleadoras sin
terminar y cogió su puñal. Aferrándolo en su mano, se dispuso a defenderse, mientras
espantosas imágenes poblaban su mente.
Pero el momento pasó. Lo que quedaba de la pequeña avalancha cayó para ir a
parar a la acumulación de piedras y rocas que había mucho más abajo. Al cabo de un
rato tan sólo se oía el sonido del agua derretida que caía de las alturas mientras el
viento acariciaba la montaña, un viento tan cálido y fragante que la muchacha se
tranquilizó diciéndose que era una necia cuya imaginación le hacía perder el sentido
común. No cabía duda de que la lluvia torrencial y constante de días atrás tuvo que
ser la causante de que las piedras se aflojasen para desprenderse después y caer al
vacío. Ningún ser vivo se movía en los riscos verticales que se alzaban encima de su
cabeza. Estaba sola en la montaña.
Volvió, pues, al borde, se sentó y reanudó su trabajo para terminar de hacer sus
boleadoras. Se dejaba acariciar por el sol como un ratón de campo sobre una roca,
pero no se sentía a gusto del todo. Pensaba en los espíritus del viento y dejó cerca su
puñal por si lo necesitaba.
Aar subió a la cornisa delante de Umak y de Torka. Para alegría de Lonit, cada
hombre había cazado un antílope. Sus ojos aparecían brillantes de satisfacción al
desprenderse de las presas que cargaban sobre sus hombros y depositar los animales

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de color bronceado y delicada estructura a los pies de Lonit.
Estaban impacientes por destripar y desollar sus presas. Lonit ejecutó una corta
danza dé alabanza y se quedó de pie, a su lado, mientras ellos trabajaban, pero había
algo en su actitud que les hizo darse cuenta de que se sentía preocupada. Les dijo que
no era nada, que era una tonta por haber creído oír ruido de pisadas en la cara de la
montaña, encima del borde, cuando en realidad todo lo que había oído fue el sonido
de un desprendimiento de piedras. Se sorprendió al ver que ambos cambiaban
significativas miradas.
—Quizá no fuera sólo un truco de la luz —comentó Umak mientras dejaba en el
suelo sus cuchillos que había mantenido junto al cuerpo de su antílope. Torka ya
estaba de pie, limpiándose las manos ensangrentadas en la parte con pelo de la piel
del antílope recién arrancada.
—Vamos —dijo con acento decidido—. Sea lo que sea, lo encontraremos.
¡Démonos prisa!
—¿Cómo? —inquirió Lonit, incapaz de contenerse.
—Hablamos de lo que creemos haber visto moviéndose en la pared de la
montaña, encima del borde —informó Torka desabrido—. ¿Por qué Casi Una Mujer
no ha dicho nada antes de que le preguntáramos? ¿Por qué se sentó en el borde como
una roca en lugar de ir detrás de esa cosa, sea lo que sea?
El rostro de la muchacha ardía. Agachó la cabeza al confesar algo que la
avergonzaba.
—Lonit estaba asustada porque pensaba que eran los espíritus del viento.
—¡Casi Una Mujer no puede trepar sólo con un brazo sano! —Umak se dirigió en
tono de enfado a su nieto—. Y si lo hubiera intentado, a Torka le habría parecido mal
que se arriesgase de esa forma. ¡Bah! ¡Umak dice que Torka es peor que una mujer!
Su cabeza está desbaratada. ¡Unas veces dice una cosa, y al momento otra distinta!
¡Hummm! ¡Lonit tiene que escuchar a Umak, porque es un espíritu jefe! ¡Y el
espíritu jefe dice que La Única Mujer En El Mundo hizo bien al no ponerse en
peligro tratando de atrapar fantasmas!
—¡No era ningún fantasma lo que vimos encima de la caverna! —protestó Torka,
irritado ante la manifiesta censura de su abuelo. Umak nunca le había hablado con
aspereza antes de verse obligados a viajar en compañía de la chiquilla. Torka la miró
furioso mientras decía—: ¡Escucha, pues, a Umak! Torka regresará con el espíritu
fantasma. ¡Torka hará una salsa con sus entrañas para condimentar la carne del
antílope que ha matado!
Con el puñal entre los dientes, ignoró las protestas del viejo mientras salía
dispuesto a cumplir su bravata. No le inspiraba ningún miedo la sombra que él y
Umak habían visto deslizarse por la cara desnuda de la montaña. Desde el lugar
donde la habían visto, les pareció que sólo era una sombra, creada por el juego de la

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luz y el viento sobre los muros almenados de la montaña. Al reflexionar ahora sobre
ello, comprendía que había sido algo más que una sombra ilusoria; había sido una
cosa ágil, oscura, peluda, más grande que un glotón o algo más pequeña que un
osezno. La muchacha la había oído. Todos la olieron la primera noche pasada en la
caverna. Estaba seguro de que no era un espíritu del viento. Por alguna razón que no
acertaba a comprender, quería que la chiquilla se convenciera de ello. Quería hacerla
ver que Umak no siempre estaba en lo cierto. La llevaría la carne y los huesos del
dichoso espíritu fantasma de que tanto hablaba el viejo, y Lonit comprobaría que era
sólo un animal. Con el arma que se había construido con el trozo de costilla de la
ballena, tan afilada como una cuchilla de afeitar, la cual pendía ahora de su cinturón
dentro de una vaina, le aplastaría el cráneo y lo abriría en canal. Lo tiraría a los pies
de Lonit y diría: "¡Aquí está el espíritu del viento! Aquí está el fantasma al que Umak
teme. Baila ahora la danza de alabanza para Torka, que lo ha matado. ¡Danza ahora
para el cazador que ha desterrado el miedo de la neblina de nuestra caverna!"
Representarse aquella escena le produjo un placer inmenso. No podría decir por
qué. No debería importarle lo que la muchacha pensase. No debería, pero le
importaba.
Mientras trepaba, su única preocupación era que el animal pudiera lanzarse contra
él cuando menos lo esperase. Se imaginaba buscando a tientas un asidero, y
encontrarse con las garras y los colmillos de la criatura en sombras clavados en su
carne antes de que pudiera rozarla con su arma. Se veía perder el equilibrio y
precipitarse al vacío mientras la cosa le contemplaba desde las alturas. Umak y Lonit
le verían caer, y el anciano diría: "El Espíritu Jefe ya lo dijo… los hombres no deben
cazar espíritus. A aquellos cuya carne es de viento, los hombres prudentes han de
elevar canciones en su honor".
"¡Hummm! Ya veremos quién está hecho de aire y de viento, y a quién dedicará
Lonit su próximo cántico de alabanza", pensaba Torka mientras trepaba.
Llevaba el puñal entre los dientes, utilizándolo para escarbar todos los agujeros
que le servían para izarse, antes de meter en ellos sus manos desnudas. La roca estaba
fría, y al asirse a ella se desmenuzaba entre sus dedos. Carcomida en algunos puntos,
dura y resbaladiza en otros, hacía que la escalada fuera arriesgada. Aun así, largas
fisuras verticales en la piedra le permitían apalancarse con bastante facilidad. Se
detuvo para recobrar el aliento mientras flexionaba las manos para descansarlas,
luego caminó a través de una neblina transparente, diciéndose que aquello era sólo lo
que parecía, y no espíritus del viento.
Encima de su cabeza se estaban formando nubes sobre la cima nevada. Oyó algún
que otro gruñido, así como crujidos procedentes de la masa glacial; un hombre menos
pragmático hubiera imaginado que oía voces fantasmales, pero Torka oía el poder
viviente de la tierra y del hielo, y sabía que, mientras caminase con prudencia, no le

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acechaba ninguna amenaza. Sin embargo, era cazador de la tundra, de la amplia y
ondulada estepa. No estaba en su elemento y lo sabía. La montaña le hacía sentirse
empequeñecido y vulnerable a fuerzas que no comprendía. Instintivamente avanzaba
despacio, puñal en mano.
De vez en cuando notaba una mirada fija en él mientras subía la cuesta. "Vigila
bien", murmuró, "Torka se acerca. Torka te dice que vas a morir".
La superficie de la cuesta ofrecía escasa tracción. A Torka le parecía andar sobre
arena apelmazada. Una gruesa capa de varios metros de espesor, compuesta de
guijarros y acumulaciones de piedras, se extendía sobre los sólidos apuntalamientos
de roca de la pared este de la montaña. La cuesta terminaba abruptamente en la base
de un precipicio que acababa donde empezaba una extensión en declive del casquete
de hielo de la montaña. Era un enorme lóbulo de masa glacial. Salpicado de piedras y
cantos rodados más grandes que mamuts, sobresalía del precipicio y se estiraba hacia
abajo por sus costados, mostrando capas negras y marrones compuestas por los
desechos de la montaña. El agua derretida fluía debajo, abrillantando la superficie
total de la roca con incontables y rumorosas cascadas de color lechoso.
La sensación de que alguien le vigilaba persistía. Torka captó el hedor de algún
animal del género mustela, y guiándose por él se dispuso a inspeccionar las cuevas
que días antes viera desde la tundra. Se abrían en la pared inferior del precipicio. A
diferencia de la amplia caverna donde él y los suyos habían instalado su campamento,
la mayoría de aquellas cuevas eran poco más que simples depresiones en la roca; sólo
una era lo bastante grande y profunda para que una comadreja de buen tamaño
pudiera vivir allí con cierta holgura.
Torka no se aventuró demasiado cerca. Sus dedos apretaron el mango de hueso de
su puñal. En toda la zona imperaba el tufo de la misteriosa criatura. En busca de
huellas, sacó el trozo de hueso de ballena de la funda de caribú donde lo llevaba y
avanzó con el arma mortífera preparada por si el animal cargaba contra él. Pero
quienquiera que habitase aquella guarida hedionda no estaba allí, ni había dejado
tampoco huellas de patas que pudieran revelar su identidad a un rastreador avezado.
Con gran cautela, Torka miró dentro del cubil.
La criatura se había construido un nido pequeño y asqueroso con hierbas y
ramitas, las cuales debía haber transportado desde la tundra, situada mucho más
abajo. También había numerosas plumas de ave, y en medio de la suciedad se veían
trocitos de huesos chupados y fragmentos de tendones roídos. En el nido no había
heces, pero el fétido olor similar al de las secreciones glandulares obligó a Torka a
luchar contra las náuseas.
Retrocedió y aspiró con prontitud grandes bocanadas de aire fresco de la
montaña. ¿Qué clase de criatura podía vivir en un nido tan pestilente? Era un lugar
frío, hostil, para que cualquier animal lo eligiera como hogar, si bien Torka notó que

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captaba la luz del sol naciente y permitía una espectacular vista de la tundra, además
de estar apartado del azote directo del viento.
Dio media vuelta, escudriñó arriba y abajo de la cuesta. Seguían observándole,
pero no podía decir con exactitud desde dónde. Le hubiera gustado investigar, pero el
muro era demasiado escarpado, el lóbulo glacial excesivamente traicionero como
para invitar a proseguir la exploración. Vio con sorpresa que su sombra se alargaba.
El día pronto estaría vencido. La perspectiva de descender a oscuras era una
insensatez.
Fastidiado, sofocó un poderoso sentimiento de desencanto. El "fantasma" de
Umak viviría aún aquel día, pero ni uno más si Torka podía evitarlo. No le llevó
mucho tiempo poner una trampa de lazo a la entrada de la cueva. Mientras trabajaba,
se alegraba de haber empezado a trepar con tanta impetuosidad que todavía llevaba
encima las redes y los tendones para poner trampas. Después de que él y Umak
abatieron un antílope cada uno, a ninguno le pareció conveniente perder el tiempo en
colocar trampas para presas más pequeñas y menos apetecibles. Torka las utilizó
ahora, colocándolas en lugares estratégicos a lo largo de la cuesta y en el borde
mismo de la pared oriental mientras comenzaba el difícil descenso a la caverna donde
Umak y Lonit aguardaban su regreso.
Tenía la boca seca mientras bajaba. Había colocado las trampas con infinito
cuidado. Alguna de ellas tendría que funcionar. Mañana, Umak contemplaría a su
"fantasma", y Lonit vería quién tenía más de espíritu jefe, si el hombre que entonaba
cánticos de alabanza a lo desconocido o el hombre que salía en busca de sus temores
y los mataba.

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CAPÍTULO 4
orka estaba de muy mal humor cuando entró en la caverna. Aar, que
dormitaba en el saliente, se despertó al verle, le echó una ojeada, gruñó y se
apartó enseguida de su camino. Si el animal no se hubiera movido, Torka le
habría pegado un puntapié. Estaba cansado, hambriento, y por añadidura no le hizo
ninguna gracia ver que, en su ausencia, Lonit había descuartizado los dos antílopes.
Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. Egatsop nunca hubiera sido capaz
de realizar aquel trabajo con tanta rapidez, ni tendría ya la carne preparada para
comer ni listas las porciones para ser puestas a secar. Las crecientes sombras de la
noche inminente reflejaron su malhumor mientras observaba la perfección de la
fogata, casi sin humo, encendida por la muchacha para cocinar. Egatsop nunca fue
capaz de encender una fogata como aquélla. "Nunca", pensó Torka, y una vez más
halló motivo para despreciar a Lonit por haberle obligado a pensar desfavorablemente
de su adorada y bella Egatsop.
Torka seguía en pie. Vio que la muchacha ya había preparado una comida para
Umak. Jamás había dejado de mostrar su deferencia hacia el anciano. De nuevo
Egatsop salía mal librada de la comparación. Y otra vez Torka halló razones para
aborrecer a Lonit. Le constaba que ésta trabajaba con tanta diligencia para
desacreditar a Egatsop ante sus ojos. Era una muchacha realmente despreciable. No
comprendía cómo Umak no se daba cuenta de que era una intrigante. Los ojos de
Torka se posaron en su abuelo. Estaba sentado junto al fuego, profundamente
dormido; roncaba tranquilo, con la cabeza apoyada en las rodillas y un pernil de
antílope a medio consumir todavía en la mano que reposaba en tierra.
La muchacha se aproximó al cazador que acababa de regresar. Éste la miró
mientras ella, con la vista baja, le ofrecía un pernil asado de la presa cobrada por él.
Torka se la arrebató de las manos sin una palabra y le volvió la espalda para ir a
sentarse en cuclillas junto al fuego. Comió en silencio, con semblante taciturno, sin
querer mirarla cuando ella se sentó al otro lado de la fogata, en paciente espera de que
él pidiese agua o más comida.
El joven cazador la miró a hurtadillas. Sabía que ella debía pensar que él había
fracasado. No había hecho lo que se proponía hacer. A la defensiva, con la boca llena,
habló con un aire de despectiva superioridad.
—Torka ha encontrado el lugar donde habita el "espíritu" —se jactó—. Mañana,
Casi Una Mujer verá que es de carne y hueso, no de niebla. Torka ha puesto trampas.
Mañana, Casi Una Mujer socarrará su hedionda piel en el fuego de este hogar.
Mañana, Umak beberá su sangre y se convencerá de que Torka tenía razón.
Ella no contestó. Tampoco él esperaba respuesta. Lonit se daba cuenta de la ira
que le embargaba y se preguntaba qué era lo que habría hecho para provocarla. En

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realidad estaba maravillada de que la hubiera hablado. Cogió un odre lleno de agua y
se lo tendió por si tenía sed. Un hombre no debía nunca verse obligado a pedir agua.
Su mujer estaba obligada a anticiparse a sus necesidades.
Sus ojos se encontraron. Ninguno de los dos apartó la mirada. Por un momento,
Torka se sintió tan sorprendido que dejó de masticar. Iluminado por el rojizo
resplandor de la fogata, el rostro de Lonit era tan suave y bronceado, tan
delicadamente hermoso como el del cervatillo cuya carne estaba consumiendo.
Se desvaneció su hambre. Un nuevo apetito largo tiempo dormido se encendió en
él, rápidamente enfriado por la incredulidad. ¿Lonit hermosa? Umak tenía razón.
Había espíritus en la montaña. Debían de haberse introducido en el cerebro de Torka
cuando trepaba rodeado de niebla. Incluso ahora minaban su cordura. Mirar con
deseo a una muchacha feúcha y desgarbada como Lonit era avergonzar la memoria de
su amada Egatsop. Repentinamente furioso, le arrebató el odre de un tirón.
—¡Vete! ¡Atiende a tus pieles y a tu trabajo de mujer! ¡Quítate de mi vista! —
estaba tan irritado y le inspiraba tanto odio que de buena gana la hubiera pegado—.
¡Torka no puede soportar tu presencia!
Ella hizo lo que le había ordenado. Sobrecogida por su arrebato de ira y repulsión,
se cobijó lo más lejos que pudo de él, acurrucándose en la oscuridad en las
profundidades de la caverna donde él no pudiera verla. Las lágrimas se agolpaban
bajo sus párpados. Pestañeó tratando de impedir que brotaran, pero, aun así, rodaron
por sus mejillas y se alegró al saberse protegida por las sombras.
El no quiso saber dónde se metía. Se negaba a pensar en ella. Dedicó toda su
atención al pernil, comiéndolo con furia hasta desgarrarlo por completo salvo las
partes más gruesas de carne fibrosa. Poco a poco se dio cuenta de que el olor a
mustélido lo impregnaba todo, porque estaba no sólo en su piel, en sus manos, sino
también en los largos mechones de su cabello suelto. Asqueado, tiró el pernil al
fuego, se puso en pie, y se despojó de todas sus ropas y las amontonó en la oscuridad.
Lonit sabría lo que tenía que hacer con ellas en cuanto captara la primera bocanada
del hedor que despedían. Entretanto, se inclinó a recoger un puñado de cenizas de los
bordes del hogar y se espolvoreó la piel con ellas. Se frotó bien hasta que estuvo gris
de pies a cabeza, con lo que consiguió que la capa cálida y absorbente de las cenizas
arrastrara el fétido olor del mustélido y lo enmascarase con su propio olor acre a
humo.
Lonit no olió ni vio las ropas pestilentes que yacían desperdigadas delante de ella.
Sólo vio al hombre desnudo a la luz del fuego. Las llamas humeaban. El pernil que
Torka había arrojado en ellas las había desbaratado; ardían con su grasa y sus tejidos,
produciendo una luz cálida, oscura, que proyectaba extrañas imágenes danzantes
sobre las paredes de la caverna.
Y a aquella luz vio su miembro viril y las cicatrices de muchas cacerías. Vio la

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anchura de su espalda y de sus hombros, la delgadez de sus caderas y su cintura, el
vigor de sus brazos musculosos. Incapaz de mirar a otro lado, apenas podía respirar;
le vio acercarse a la lejana pared donde ella había colocado los odres de agua cerca de
la entrada de la caverna. El joven cogió dos de ellos y se dirigió a la parte más alta
del saliente. Allí, en el frío viento del atardecer, se los vació encima. Lonit le oyó
jadear, y un fuego profundo prendió en sus ijadas. Débiles y oscuros recuerdos
asaltaron de pronto su mente. Vio a su padre, lo sintió montándola, aplastándola,
insultándola porque ella no "se encendía". La niña no comprendía lo que quería de
ella. Ahora, después de haber contemplado a Torka a través de la trémula luz de las
llamas, lo entendió y supo por vez primera que una mujer podía arder con tanta
fuerza como un hombre, pero no por cualquier hombre.
Con su silueta recortándose sobre los moribundos rescoldos del día, Torka se
limpiaba el cuerpo y sacudía la cabeza. A continuación volvió a entrar en la caverna,
cogió una de sus pieles de dormir y se sentó junto al fuego. Envuelto en la oscura piel
de bisonte, se estremeció. Estaba cansado; ignoraba que la muchacha le vigilaba,
ignoraba que también ella se estremecía, pero no de frío.
Los minutos pasaron. Torka daba alguna que otra cabezada; después se durmió.
Lonit oía su respiración profunda. También oía los ronquidos del viejo. En la sombra,
cerca de la entrada, Aar roía un hueso. Oía cómo raspaban el hueso los dientes del
perro, y también el sonido de los restos de grasa del pernil que chisporroteaban en el
hogar. Ahora, las llamas producían menos calor. El momento de "encenderse" había
pasado.
De pronto se dio cuenta del fétido olor que impregnaba las ropas de Torka.
Comprendió que él quería que las limpiase y las orease. Lo más silenciosamente que
pudo, las llevó —apartándolas de sí cuanto le fue posible— a la fogata. Allí frotó con
cenizas todas las prendas sin omitir una sola costura. Hecho esto, salió y las colocó
sobre el saliente cuando ya era casi de noche cerrada, sujetándolas con piedras. El
viento y el sol las limpiarían. Con el tiempo el hedor del mustélido se mitigaría, pero
nunca desaparecería del todo. En la oscuridad casi completa, la muchacha pasó una
mano por las sedosas colas de zorra que adornaban la túnica cosida por ella para
Torka. ¿Cuánto tiempo había empleado en hacerla? ¿Cuánto tiempo necesitaría para
reunir otra vez tantas pieles de zorra?
Suspiró. Torka necesitaría otro traje. Aunque estaba cansada sólo de pensar en
ello se sentía inspirada. El la había ordenado que fuera a ocuparse de sus pieles, y eso
sería exactamente lo que haría. Tal vez dejara de mostrarse tan irritado con ella si se
las arreglaba para sustituir sus ropas por otras incluso mejores. Su brazo herido
sanaba rápidamente. Hacía mucho tiempo que no lo llevaba en cabestrillo, y podía
utilizar la mano otra vez sin que le doliera, aunque la piel donde Umak le dio los
puntos de sutura le picaba con frecuencia.

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Suspiró de nuevo. Torka nunca sonreía al verla, pero sin embargo, podía
mostrarse complacido por su habilidad. Sin hacer caso de su fatiga, se sentó para
ponerse manos a la obra. El auténtico trabajo empezaría por la mañana. Ahora las
pieles tenían que ser sometidas a su curtido definitivo. Aquella noche dormiría
desnuda, enrollada en ellas al máximo. De esta forma las pieles absorberían aceites de
su cuerpo y adquirirían una suave elasticidad de la que carecían puesto que los
animales que vivieron dentro de ellas fueron sacrificados.
Lo más silenciosamente que pudo, se dirigió al sitio donde estaban las pieles
extendidas y se plantó encima de ellas y se desnudó. Sus prendas cayeron una tras
una, mientras ella permanecía de pie, desnuda y temblando al escaso calor y la poca
luz del fuego a punto de apagarse.
En el hogar, el hueso ennegrecido crujió y se resquebrajó. El tuétano se
desparramó sobre las ascuas. Se produjo un pequeño escape de vapor. El sonido
despertó a Torka, quien miró hacia arriba.
Enseguida vio lo que nunca había visto antes.
La muchacha estaba de pie al borde de la oscuridad. El suave resplandor del
fuego desfalleciente dibujaba cada una de sus curvas. Torka la contempló primero
con extrañeza, luego extasiado, estremecido y confuso. La figura que se erguía
desnuda ante él no podía ser Lonit. Sin embargo, los ojos que le miraban no podían
pertenecer a nadie más. Le devolvían la mirada como los ojos de un antílope
asustado, dos pozos redondos y oscuros en los que nadaba la luz del fuego.
Pero no eran sus ojos los que atraían la mirada del joven. Era su cuerpo.
Casi Una Mujer era una mujer. Y por primera vez desde que Torka dejó tras de sí
el campamento de la muerte, el recuerdo de Egatsop se eclipsó. Egatsop estaba
muerta. Lonit estaba viva. Y era la vida lo que ahora surgía en él, lo que desterraba
recuerdos y comparaciones. Desterraba todos sus anhelos, salvo uno. Se sentía
enloquecer de deseo mientras sus ojos recorrían los contornos de un cuerpo que no
pertenecía al de una adolescente a medio crecer. La piel de Lonit era lisa y brillante
como la de un cervatillo, sus formas exuberantes y bien torneadas. Era la flor de la
que Umak había hablado. Largo tiempo en letargo, ahora había rebrotado y aparecía
rebosante de vida y promesas.
Torka contemplaba la oscuridad después de que Lonit, arrodillándose, se
envolviera en las pieles que pensaba acabar de curtir y se tendiera disponiéndose a
dormir. Torka estaba furioso. ¿Por qué se había mostrado en la forma en que acababa
de hacerlo si acto seguido no acudía a él para darle placer? ¿Cómo se atrevía a
volverle la espalda ahora, arrebujándose en sus pieles como una niña, después de
haber mostrado con todo descaro que no lo era en absoluto? En el Pueblo, a todo
hombre le asistía el derecho a satisfacer sus necesidades sexuales con cualquier mujer
disponible, siempre que su hombre no pusiera objeciones. Lonit era la última hembra

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en el mundo a quien Torka hubiera elegido para ser receptáculo de su placer, pero
desde la violenta y mortal incursión del Destructor era la única mujer en el mundo.
Por tanto, era suya, y de Umak.
Torka miró a su abuelo. Hasta donde él sabía, el viejo no había hecho
proposiciones a la muchacha, pero no ocultaba que había considerado tal posibilidad.
Ahora, tumbado al lado del fuego, Umak dormía profundamente. Torka sabía que, a
menos de que le despertaran adrede, no se rebulliría hasta el alba.
Torka miró de nuevo a la muchacha. Estaba echada de costado, inmóvil en la
sombra. Sospechó que fingía estar dormida. Después de haberle provocado, le
rechazaba. Un sordo gruñido surgió de su garganta. No se dio cuenta de que el perro
le había oído y le miraba. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que
tuvo contacto carnal con una mujer. La llama que Lonit había encendido en él no
debía extinguirse. Ella no tenía derecho a rechazarle. Estaba obligada a doblegarse a
su deseo.
Se acercó a ella y apartó las pieles. Se acostó a su lado, extendiendo sus propias
pieles de dormir encima de los dos para protegerse del frío nocturno. Ella le daba la
espalda, tan ardiente y rígida como la necesidad del hombre. Torka la volvió con
brusquedad hacia él. Sus manos exploraron con rudeza a la mujer cuya existencia
había ignorado hasta aquella noche.

Lonit proporcionó a Torka cuanto él deseaba, todo cuanto podía ofrecer de sí


misma, tanto para placer del hombre como para el suyo propio. Ahora, por fin, era su
mujer. Ahora, por fin, él la dirigía como realmente le gustaba. Y ella se dejaba guiar
con vehemencia, tocándole, amándole, abriéndose a su boca y a sus manos ávidas,
arqueándose para acogerle cuando la penetró. Lonit pensaba que su cuerpo ya no era
suyo. Formaba un solo cuerpo con el del hombre. Sus movimientos eran los
movimientos de Torka, igual de salvajes e intensos.

Para Torka, la respuesta de la muchacha fue sorprendente. Jamás, en todos los


años que pasaron juntos, le respondió Egatsop como Lonit estaba respondiéndole
ahora. Jamás. Incluso en aquello, la muchacha mancillaba el recuerdo de su adorada
mujer. Pero en la oscuridad, unida a él, moviéndose con él, Lonit era hermosa de mil
maneras que él nunca había imaginado. Él había tenido la intención de usarla, de
acabar cuanto antes lastimándola cuanto más mejor, pero la inesperada pasión con
que ella le acogió le había elevado a alturas que él nunca imaginó fuera posible
alcanzar. Lo olvidó todo menos el momento presente, prolongando su unión,
saboreándola, retirándose y entrando en un éxtasis controlado que se rompió cuando
la muchacha gimió y la acometida del hombre tuvo un impulso final que provocó un
sollozo en la muchacha.
En la oscuridad, Aar les volvió la espalda y se acercó un poco más al calor que

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todavía conservaba el hogar. Umak dormía tranquilo. Torka y Lonit aturdidos,
temblorosos de agotamiento, con sus cuerpos unidos, todavía moviéndose, ávidos de
las últimas ondulaciones de placer hasta que, por último, el sueño les venció. No se
enteraron de nada más hasta que el primer grito de pánico de la criatura partió la
noche en dos.

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CAPÍTULO 5
os primeros rayos del sol daban justo en la llanura oriental cuando Torka, ya
vestido, cogió sus armas y empezó el ascenso de la pared. Umak, quien había
dormido completamente vestido, le llevaba ventaja. El anciano no había
dicho nada a Torka ni a Lonit al darse cuenta de la forma desacostumbrada en que
estaban colocadas las pieles de dormir de ambos. Los alaridos de la criatura fueron
demasiado imperativos para ignorarlos. El anciano escogió su lanza más ligera, se
ciñó el cinturón y salió de la caverna para ver con sus propios ojos qué era lo que
aullaba en los peñascos situados encima de la caverna. Ahora trepaba delante de
Torka, los dos mantenían las lanzas equilibradas sobre sus hombros, utilizando el
mentón para sujetarlas cuando era necesario. Aunque la escalada ofrecía dificultades,
Umak se encontraba en su mejor momento aquella mañana. A pesar de la pierna
lastimada, se movía con gracia y agilidad innatas.
La plena luz de la mañana inundó la montaña. Encima de ellos, sin dejar de pegar
gritos como un niño escaldado, la criatura colgaba boca abajo sobre el flanco de la
cara de la montaña; una de sus piernas, cortas y peludas, estaba atrapada en el
extremo del nudo corredizo de la última trampa colocada por Torka el día anterior.
Pudieron contemplar al animal a su sabor, y olerlo. Su cabeza estaba oculta por
espesos mechones de pelo tan largos y oscuros como los de un buey almizclero. No
podían verle la cara. Mientras agitaba los delgados y peludos brazos como un
poseído, su pequeño cuerpo daba vueltas y más vueltas, impulsado por la fuerza de
sus frenéticos movimientos.
Umak se detuvo, miró hacia abajo, a su nieto, y se vio obligado a conceder que no
se trataba de ningún espíritu del viento.
Pero entonces, ¿qué es lo que era? Imposible que ningún hombre hubiera visto
nunca una cosa como aquélla. Demasiado grande para ser una comadreja o un glotón,
y demasiado pequeño para ser un gato montés o un oso. Mientras contemplaba a la
extraña criatura, ésta dejó de chillar y gimió mientras con unas manos que parecían
garras asía el miembro atrapado en un desesperado esfuerzo por soltarlo y quedar en
libertad. Si lo lograba, se precipitaría a la muerte, aunque de todas maneras moriría.
Umak cogió la lanza con la mano derecha. Apuntó al blanco con la precisión de
quien rara vez fallaba; echó el brazo hacia atrás lo más que pudo y a continuación
arrojó el arma con el máximo impulso que le permitía su postura poco estable en la
montaña. Le permitió poco. El arma cayó demasiado baja, alojándose no en el tronco,
como Umak había previsto, sino en un muslo.
El alarido procedente del animal impresionó a ambos cazadores como si fueran
ellos, y no la criatura, los atravesados por el lanzazo.
En el saliente de abajo, Aar levantó la cabeza. Todavía en un estado de

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semiembriaguez provocado por los acontecimientos de la noche pasada, Lonit se
detuvo a medio vestirse. Escuchó, segura de que sus oídos no la engañaban.
Los cazadores estaban petrificados. El cuerpecito suspendido sobre sus cabezas
continuaba girando. Ya no se oían alaridos, sino sollozos, patéticas explosiones de
sonido que sólo una criatura en el mundo entero podía producir: palabras. Aquello no
era un animal. Tampoco un espíritu del viento. Aquello era un niño.

En un instante, todas sus perspectivas habían sido cambiadas por un niño


pequeño, sollozante e indescriptiblemente mugriento.
Superaron el resto de la pared y se arrastraron por el saliente de donde había caído
el niño. Le izaron, mientras él se debatía como un pez en la caña de pescar. Cuando
Torka se agachó para cogerle, el pequeño chilló y le abofeteó. Al mismo tiempo que
trataba de no respirar su pestilente hedor, Torka le agarró por el cogote, le izó hasta el
saliente e intentó ponerle en pie. Su respuesta fue pegarle una patada con la pierna
sana. La pierna herida no le brindaba apoyo, y el niño cayó. Su propio peso hizo que
el asta de la lanza se clavara a mayor profundidad en los músculos del muslo. El
dolor fue tan insoportable que el niño, en vez de quejarse, se desplomó igual que si le
hubieran roto la cabeza de un mazazo. Yacía inconsciente a los pies de los cazadores
como un montón informe de andrajos de pieles de pelo largo y cabellos enmarañados.
Torka y Umak se miraban perplejos, preguntándose si ambos experimentarían la
misma sensación. Lo que yacía delante de ellos no podía ser un niño. Estaban solos
en el mundo. El Pueblo había muerto. Y todos los niños estaban muertos. El mamut
los había asesinado. Sin embargo, un examen superficial reveló que la "criatura" era
un pequeño ser humano, flaco, un chico de unos nueve años. Cuando apartaron los
sucios mechones de su cabello, los dos hombres se echaron hacia atrás como si les
hubiesen clavado un aguijón. La carita donde las lágrimas habían dejado unos surcos
negros era tan parecida a la de Kipu, el adorado hijo de Torka, que se quedaron
boquiabiertos, momentáneamente desorientados.
Con dedos trémulos, Torka acarició las facciones familiares.
—¡Padre de mi padre! —exclamó—. ¿Cómo puede ser esto?
Por primera vez en su vida, Umak no pudo lanzar uno de sus característicos
gruñidos, ni mucho menos formular una respuesta.
Torka cerró los ojos y retiró sus manos. La vista del niño había hecho renacer en
él su antigua agonía, los recuerdos de aquel precioso niño a quien había perdido para
siempre.
Umak se puso en cuclillas al lado de Torka para examinar la herida. Aunque
seguía inconsciente, el niño se quejaba. El anciano estaba confuso. Él había arrojado
la lanza y le había herido, pero ¿cómo podía saber que aquella cosa pequeña y
maloliente no era un animal?
Al extraer Umak su lanza estropeada, brotó de la herida un chorro de sangre

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caliente y roja. Umak metió los dedos en el boquete y tocó lo que no podía negar.
—Los espíritus no sangran —dijo, levantándose y colocando al chiquillo sobre
sus hombros como si éste fuera un antílope abatido en una cacería—. Vamos. Torka y
Umak tienen que regresar ahora al saliente. Hay que atender la herida del niño.
Aturdido por las implicaciones del descubrimiento que acababan de hacer, un
Torka perplejo les siguió. En su descenso, a mitad de camino, se paró. Su cabeza
estaba más despejada en aquel momento. De pronto vio las cosas de una manera
distinta. El chiquillo lo había cambiado todo. Era real. En algún lugar, donde fuera,
existía otra tribu. No estaban solos. Existía gente, cazadores, hombres a los que
convencería para ir en busca del Destructor. Y si no se dejaban convencer, él iría solo.
A Umak y a Lonit no les importaría. Ellos formarían de nuevo parte de una tribu.
Torka sería libre de seguir a la bestia, de encontrarla aunque tuviera que seguirla
donde la tierra ya no existiera por siempre jamás. En memoria de todos los que
habían muerto, por Nap y Alinak, por Egatsop y Kipu, por todos aquellos que ahora
yacían de cara al cielo, Torka lo haría.
El niño estaba sentado, desnudo, al fondo de la caverna. Le dolía la pierna. Tenía
fiebre, pero no chuparía los palitos que el viejo se empeñaba en darle, ni se pondría la
túnica nueva que la muchacha de extraños ojos había depositado ante él. El joven
cazador, alto y guapo, se había arrodillado frente a él y una vez más le acosaba a
preguntas. El chiquillo pretendía no entenderle, aunque las palabras del hombre eran
tan similares a las de su tribu que conocía la mayor parte.
—¿Por qué estás aquí, solo en la montaña? ¿Dónde está tu tribu?
El niño permaneció impertérrito, frunciendo el ceño con fingido estoicismo,
esforzándose por no poner una cara de desprecio que pudiese traicionar su
comprensión de las preguntas del cazador. Seguro que aquel hombre ya habría visto
antes niños abandonados. Seguro que no sería ninguna sorpresa para él comprobar,
una vez más, que, en ocasiones, sobrevivían algunos de los que fueron abandonados
para morir.
El viejo le observaba. Le deslumbraba con su mirada; luego dirigió la vista a otra
parte. Los ojos del viejo tenían la facultad de hacerle sentirse invisible.
—Este pequeño fue abandonado para que se liberase de su espíritu y que éste
caminase en alas del viento —dijo.
Al oír la verdad, el chiquillo lanzó una mirada de cautela al anciano. Éste estaba
en pie al lado del cazador más joven con los brazos cruzados sobre el pecho y su
rostro marcado por el paso de los años absorto en la introspección. El niño se dio
cuenta de sus poderes y tuvo miedo de él. Llevaba las garras de un lobo gigante
alrededor del cuello, igual que el más joven, pero el anciano llevaba además su bolsa
de medicina colgada del cinturón, y adondequiera que fuese, el perro solía estar
pisándole los talones a su sombra. El muchacho miró en torno. El perro estaba

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acostado en el extremo más alejado de la caverna, devolviéndole la mirada con unos
ojos azules que destacaban en su cara que parecía cubierta por una máscara negra, tan
impasible como la del viejo. El chiquillo tragó saliva. El perro formaba parte del
poder del anciano. Este, sin duda alguna, era un hechicero.
—El chico es fuerte —estaba diciendo el joven cazador—. Alguien tuvo que
imponerle un nombre, porque a su edad es imposible que ese trámite no se hubiera
cumplido. ¡El Pueblo no se desprendería de un chico como él!
—El Pueblo ya no existe. Si existen otras gentes en el mundo, ¿quién puede saber
lo que harán?
—¿Dónde está tu tribu? —insistió el joven cazador.
El niño tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero se contuvo. "Mi tribu
volverá", pensaba. "Volverán por mí. Supnah lo prometió. Juró que si sobrevivían al
invierno, volverían para recoger a sus hijos. ¡Mi padre no miente! Si vive, Supnah
vendrá por Karana. Y matará a estas gentes y a su perro. ¡Hará que paguen con la
vida la forma en que han tratado a su único hijo! Por tanto, Karana guardará silencio.
Cuando Supnah llegue, estas gentes aullarán de sorpresa. Luego, Karana hablará.
Luego, Karana reirá. Luego, ¡estas gentes morirán!"
Miró de hito en hito al joven cazador. Sus pensamientos le habían hecho sentirse
valiente. Clavó sus ojos en el anciano. Y si la muchacha de ojos extraños no hubiese
estado inclinada sobre el fuego de cocinar, la habría mirado lo mismo. Todos ellos
habían conspirado para hacerle prisionero. Mientras él estaba en el país de los sueños,
le habían quemado la pierna y cosido la herida que ellos le habían hecho. Le habían
despojado de sus ropas y de su dignidad.
Sus ropas eran las últimas que su madre había podido hacerle. Ribeteadas y
confeccionadas con las pieles de pelo largo de todas las clases de animales que un
hombre es capaz de matar, estaban destinadas a su primera cacería. Su madre había
cosido las numerosas costuras y tiras de pieles con tal destreza que las puntadas eran
casi invisibles. Él había salido con su padre lleno de audacia, orgulloso de sus nuevas
ropas, orgulloso de su nuevo puñal y de la lanza hecha ex profeso para él. Fue una
buena cacería, pero también la última de los tiempos felices. Llegó la época de la
gran oscuridad y se prolongó hasta que su madre murió, y todos los bebés fueron
abandonados desnudos a la intemperie, y todos los viejos y las viejas caminaron en
mitad de tormentas sin fin con el propósito de que los hombres y las mujeres más
jóvenes tuvieran suficiente comida para ellos y sus hijos.
La tribu levantó el campamento para ir en busca de caza. No la encontraron. Los
hombres estaban cada vez más agotados; los niños supervivientes, demacrados y
enfermos. Los cazadores entonaban cánticos para que regresara el sol. Pero el sol no
regresó.
Cambiaron de sitio una y otra vez. En cada campamento había hambre, y muerte.

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Después, ante la amenazadora presencia de la montaña, Navahk, el hechicero de la
tribu, llamó aparte a Supnah, el jefe de la tribu. Y cuando terminaron de hablar,
Supnah parecía un viejo a pesar de ser joven, y Navahk caminó hasta donde se
encontraba Karana y se detuvo a mirarle como si no valiera más que la larva de un
gusano retorciéndose en el pico de un ave de rapiña. A continuación le volvió la
espalda y siguió su camino, pero no sin que antes hubiera visto el niño su sonrisa.
Supnah se le había acercado.
—El Hechicero ha visto mucha caza más lejos. Para llegar allí es preciso
atravesar un territorio muy difícil. Iremos y cazaremos. Karana esperará aquí con los
niños que están enfermos. Karana cuidará de los pequeños hasta que Supnah regrese.
Supnah no había vuelto. Aunque Karana se esforzó cuanto pudo por cuidar de los
más pequeños, éstos estaban muy débiles. Uno tras otro entregaron su aliento al
Espíritu Succionador, hasta que Karana se quedó solo con su lanza, su puñal y sus
hermosas ropas. Mientras escuchaba el rugido despiadado del viento, recordaba la
sonrisa de Navahk, consciente de que el hechicero quiso que pasara por aquel amargo
trance, y se preguntaba qué era lo que podría haberle hecho al chamán para que éste
le odiase tanto.
A la luz temblorosa y azul de la aurora boreal, vio un águila que volaba de un
sitio para otro desde su nido situado sobre la pared de la montaña. Extenuado por el
hambre, todavía conservaba el suficiente buen sentido para saber que aún era
demasiado temprano para que el águila volara sobre la tundra. Pero allí estaba, y
Karana comprendió que abatir al águila mantendría acorralado al Espíritu
Succionador, y allá donde se encontrase, por muy lejos que fuera, Navahk sabría que
había sobrevivido y dejaría de sonreír.
Impulsado por este pensamiento, se puso en pie, pero fue la presencia de
gigantescos lobos que acudían a alimentarse con los cadáveres de las criaturas de la
tribu de Supnah lo que le espoleó a poner en práctica su idea aparentemente
descabellada. Probaría suerte y tal vez saliese airoso de su intento. Corrió desolado
hasta encontrarse por fin en la montaña, lanza en ristre. Segundos después la arrojaba
con todo el ímpetu que le permitían sus últimos restos de energía. De forma casi
inconcebible, el arma se clavó en el pecho del águila. El ave cayó, y el chiquillo se
abalanzó sobre ella, devorándola apenas lanzó el último estertor, y mientras comía no
dejaba de pensar en la sonrisa de Navahk y deseaba que fuera la carne del hechicero
la que desgarraban sus dientes.
Durante largos, incontables días, durmió en la cueva del águila, caliente en su
nido, a salvo hasta que un enorme cóndor le divisó y se lanzó en picado contra él para
arrancarle del peñasco. Su lanza le salvó, pero en su pánico asestó primero un golpe
hacia arriba, luego retrocedió, asió el arma con las dos manos y golpeó al ave como si
la lanza fuera un palo. En medio de la lluvia de plumas arrancadas y salpicaduras de

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sangre, el cóndor se alejó. El chiquillo, aturdido, permaneció inmóvil, con la lanza
rota entre las manos. Al tranquilizarse, comprendió que tenía que buscar un refugio
más pequeño y menos a la vista.
Siguió a una marmota hasta las madrigueras que había más arriba. Mató a la
marmota y tuvo comida para varios días. El hambre le obligaba a bajar de la montaña
para cazar, pero allí donde había eventuales presas, había también depredadores. Un
gran felino con enormes colmillos casi le atrapó una vez, y en otra ocasión faltó muy
poco para que le hiriera un solitario osezno caricorto. Pronto, inspirado por su
poderoso deseo de vivir, atrapó todas las comadrejas que pudo y, aunque de mala
gana, se impregnó la ropa y el cabello con sus fétidas glándulas aceitosas. Le dolía
echar a perder las bonitas prendas confeccionadas por su madre, pero olía tan mal que
nadie quería perseguirle para comérselo. En adelante estaría a salvo. No creía que su
madre se enfadara.
Solo en la montaña, vivió de su ingenio. Cazaba en tierra baja cuando el hambre
le acuciaba; después regresaba a las alturas que le ofrecían un refugio seguro y
acogedor. Esperaba pacientemente el retorno de su padre, confiado en que Supnah
volvería a buscarle. Anhelaba fervientemente que llegara ese día, y soñaba con el
momento en que pudiera plantarse delante de Navahk y mirarle con orgulloso
desprecio. Vigilaba la solitaria lejanía horas y horas, pero Supnah y su tribu no habían
regresado. En su lugar se presentaron aquellas gentes y su perro.
Se odiaba por haberse dejado atrapar. Les miró con renovada ira. Había
descubierto todas las trampas, menos la última. Sabía que tuvo razón en temer a los
extraños. Debían de poseer una magia extraordinaria y terrible, o por lo menos su
hechicero, para haber doblegado la voluntad de una fiera que vivía con ellos como si
fuera un miembro de su tribu. De no haber sido por los gruñidos del animal, él
hubiera buscado su compañía antes, atraído irresistiblemente a descender desde su
cueva a la caverna por el olor de la carne asada.
La muchacha acababa de arrodillarse delante de él, ofreciéndole una especie de
bandeja de hueso en la cual había asado pedazos escogidos de carne roja. Los dos
hombres la habían cazado poco antes; el delicioso olor de la carne fresca, recién
cocinada al fuego, hacía casi imposible rechazarla.
Casi. Dedicó una mueca de desagrado a la muchacha. Ella bajó sus ojos tan poco
corrientes, suspiró y se retiró, no sin antes dejar la comida junto a él. El chiquillo no
la tocó; pensaba que quizá estuviera envenenada.
—¡Es buena! ¡Come! —le regañó el viejo—. ¡Eres un niño, no una pieza de caza
a la que atrapar con comida mala!
Los ojos del chiquillo se dilataron. El viejo era un hechicero. Había leído sus
pensamientos. El miedo le hizo un nudo en las tripas, haciéndole olvidar el hambre.
¿Por qué aquellos extraños eran tan amables con él? El no pertenecía a su tribu. ¿Se

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proponían cebarle para que sir viera después de comida para el perro salvaje? Pero
no; si pensaran degollarle y cortarle en pedazos para el perro, no hubieran restañado y
cosido su herida.
Se le ocurrió otra idea, tan aterradora que se sintió enfermo. A lo mejor eran
miembros de la Tribu Fantasma, temida por los hombres del mundo entero. En la
época de la luz llegaban de no se sabía dónde y desaparecían de idéntica manera,
llevándose a mujeres, jóvenes y niños. Luego se desvanecían como si jamás hubieran
existido, dejando tras de sí campamentos incendiados, muertos y moribundos para
marcar la realidad de sus incursiones.
Se puso a temblar de repente, esforzándose para que no lo notaran; temía que los
extraños descubrieran que temblaba de miedo y no de frío. Imaginó que aquella
caverna debía de ser el lugar donde la Tribu Fantasma se desvanecía para ejecutar sus
danzas fantasmagóricas. Sin duda era allí donde se reunían después de sus correrías,
con su piel tatuada y sus enormes colgantes de hueso tallado que deformaban su labio
inferior. Su aspecto aterraba a cuantos les habían visto y pudieron vivir para contarlo.
—¿Dónde está tu tribu? —volvió a insistir el joven cazador, hablando lentamente,
con una intensidad tal que su voz sonaba como si fuera a darle una dentellada—. Si tu
pueblo te abandonó, ¿en qué dirección partieron? ¿No puedes decirle nada a este
hombre? ¿No puedes entender ni una sola palabra de lo que este hombre te dice?
El chico apretó los brazos contra su pecho y se sujetó los codos con las manos,
esforzándose por no temblar. El joven no llevaba tatuajes, ni su labio inferior estaba
perforado para que colgase ningún adorno. ¿Por qué se preocupaba tanto de un
chiquillo al que otros habían abandonado? Tal vez perteneciese a la Tribu Fantasma,
y esperaba a que sus compañeros de raza se reunieran con él en su fortaleza de la
montaña. Los otros usarían tatuajes y de su labio inferior colgarían adornos tan
enormes que tropezarían con ellos al andar. Intentarían que el chiquillo les dijera cuál
era el camino tomado por la tribu de Supnah; después los perseguirían y los matarían
a todos.
Pensar en ello le resultaba tan angustioso, que su miedo se transformó en cólera.
—¡Karana no dirá nada al hombre de la Tribu Fantasma! ¡Karana no tiene miedo!
¡El padre de este chico es la montaña, y la niebla su madre! ¡Karana está solo! ¡No
tiene tribu!
Al lado de la fogata, la muchacha levantó la cabeza, sobresaltada por el súbito
estallido de cólera del niño. Lo mismo le sucedía al perro, cuyas orejas se
enderezaron.
Torka escrutó al chiquillo a través de sus ojos entornados. Alargó una mano y
presionó suavemente el muslo vendado del chico. Cuando éste abrió la boca a causa
del dolor que sentía, Torka asintió con la cabeza.
—Karana no está hecho de niebla ni de piedra —dijo—. A su debido tiempo, le

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dirá a Torka hacia dónde partió su tribu.
Karana silbó como una serpiente y enseñó los dientes igual que un lince
acorralado, odiándose por haber hablado. Ahora sabían que podía entenderles. Ahora
sabían que podía hablar. Ahora no pararían de hacerle preguntas. Pero él no les diría
nada. El día en que su pierna estuviera curada y pudiese escapar, iría en busca de su
padre y de su tribu, y volvería con ellos para matar a aquellos extraños. Si fueran
feos, resultaría más fácil odiarles. Si no fueran tan amables, resultaría menos duro
mantenerse en guardia contra ellos. Si la muchacha no fuera tan buena cocinera, el
olor de la carne asada procedente de su fogata no haría que su estómago rugiera y le
pusiera en evidencia, demostrando que mentía por mucho que se empeñase en decir
que no tenía hambre. ¿Dónde está Supnah? ¿Por qué no había vuelto como prometió?
Karana ni siquiera se permitía pensar que su padre no hubiese sobrevivido al
invierno. Supnah regresaría, y pronto. Karana se daba cada vez más cuenta de lo
difícil que le resultaba ser valiente.
Los ojos del anciano le recorrieron. Era como si las alas de un ave invisible le
frotasen la piel.
—¡Hummm! —exclamó el anciano, en un tono que no revelaba nada acerca de sí
mismo—. No intentes ser tan intrépido, Pequeño Cazador. No somos fantasmas.
Somos todo lo que queda del Pueblo. Ahora perteneces a nuestra tribu.

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CAPÍTULO 6
ientras Torka y Umak cazaban con Aar en la tundra, lejos de la caverna, el
niño dormía al sol en un lado del saliente, y una desdichada Lonit rompía
huesos de tuétano con una piedra.
La luz amarilla de la mañana limpia de nubes de derramaba encima de ella.
Enfrascada en sus pensamientos, no se dio cuenta. Precisamente recordaba otra luz; la
luz invisible que iluminaba la caverna cuando ella y Torka se habían "encendido". Era
más brillante que mil mañanas del Ártico, más caliente que el sol a mediodía de un
verano interminable. En aquella luz había sido mujer de Torka. Y él fue suyo por
entero mientras Lonit temblaba de alegría porque sabía que en el mundo entero no
quedaba una sola mujer viva que pudiera apartarle de su lado. No había tampoco
ningún hombre que pudiera decirle que no era digna de él.
Su felicidad era tan grande que se sintió agradecida al gran mamut por haber
destruido las vidas de muchos para que la dicha pudiera llegar a su existencia.
Mientras yacía en los brazos de Torka, sudorosa y exhausta de haber hecho el amor,
se había dormido, demasiado feliz para sentirse culpable por su alegría. Aquellos que
habían sido duros y crueles con ella habían muerto. Las dos únicas personas que la
habían tratado con amabilidad estaban a su lado. Juntos crearían una nueva vida, un
nuevo Pueblo. Una felicidad mezcla de júbilo y euforia embargó su consciencia
mientras se sumía placenteramente en unos sueños tan dulces como jamás había
conocido.
La sensación de dicha y de júbilo se prolongó en ella hasta que el animal gritó y
supo que no era un animal. Cuando Umak regresó con el niño en sus brazos, Lonit
echó una mirada al rostro del pequeño y estuvo a punto de desmayarse del susto. Era
el hijito de Torka, el cual regresaba de entre los muertos para recordarle que era una
criatura egoísta. ¿Acaso se alegraba ella de su muerte? No. Su corazón sangraba por
los niños muertos, aplastados y destrozados en el feroz ataque perpetrado por el
mamut asesino. Se había vuelto loca al pensar que Torka había hecho el amor con
ella. El la había usado para satisfacer su necesidad porque era la única mujer
disponible. ¡Cuánto debía añorar a Egatsop!
Suspiró con dolorosa resignación. Torka tendría otra mujer pronto, estaba segura
de ello. Hizo un alto en su trabajo. Sus ojos se posaron en el niño, cuya existencia era
prueba de la presencia en el mundo de otros seres humanos. Lonit ya no podía
aferrarse a la creencia de que era la única mujer en el mundo. Cuando Torka había
tirado al abismo las ropas hediondas y hechas jirones del chiquillo, los ojos expertos
de Lonit notaron que sin duda alguna fueron hermosas en su día, porque estaban
hechas con muchas tiras de piel de pelo largo unidas entre sí con gran esmero. Las
manos de la madre humana del pequeño había cosido sus prendas de vestir con

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orgullo y amor. Karana había gritado de rabia, esforzándose patéticamente por no
separarse de aquellas ropas. Lonit sabía que la intensidad de su apego a aquellas
prendas tenía poco que ver con el valor intrínseco de éstas; era una manifestación de
su amor por la mujer que las había confeccionado.
Lonit se preguntaba cómo sería. Bella sin duda, como su hijo. Su corazón debió
desgarrarse al verse obligada a abandonar a un niño tan precioso. Pero, ¿por qué fue
Karana abandonado por sus padres? El chiquillo sobrepasaba con creces la edad en la
cual era aceptable para la tribu de Lonit abandonar a un niño. El hecho de que hubiera
sido capaz de sobrevivir sin ayuda demostraba que era lo suficientemente fuerte y
hábil para cazar. Quizá no le hubieran abandonado. Quizá se perdió durante una
tormenta y su gente le buscaba todavía, tras de retroceder en busca de sus huellas en
los senderos de caza recorridos meses antes. Lonit no quería pensar en ello. Prefería
imaginar que habían muerto de hambre durante la larga y cruel época de la oscuridad
invernal.
El sol calentaba el saliente de tal forma que el tuétano del hueso que Lonit había
estado partiendo se ablandó haciéndose aceitoso al tiempo que despedía un
sustancioso olor. Una mosca se aproximó entre zumbidos; sus alas transparentes
combatían el viento en tanto comenzaba una glotona exploración. Otra mosca se unió
a ella. Absorta en sus pensamientos, Lonit las espantó con aire ausente mientras se
enfrentaba a una escueta verdad. Deseaba que la gente del chiquillo hubiera muerto.
Deseaba estar sola en el mundo con Torka como su hombre, y con Umak como el
padre paciente y solícito que nunca había conocido. Pero no era probable que una
tribu entera hubiera muerto de hambre, y el comportamiento del niño avalaba esta
idea. A pesar del dolor y de la fiebre, Karana se había arrastrado sin ayuda al borde de
la cornisa y permanecía allí, sentado, con los ojos clavados en la tundra. Lonit le
observaba y comprendió que el niño estaba convencido de que era sólo una cuestión
de tiempo que su pueblo regresase.
Pero no regresaron. Habían transcurrido muchos días desde que Umak bajó de la
altura cargado con Karana. Las horas de luz eran cada vez más largas. La noche se
convertiría pronto en algo del pasado, y aún no había el menor indicio del pueblo de
Karana. Los ojos de Lonit se posaron en el niño. Su pierna cicatrizaba con lentitud.
Todavía estaba caliente y le dolía tanto que casi no podía moverla. Torka no había
insistido en que pasara las noches al abrigo del viento, y el chiquillo permanecía en
su estera de pieles apiladas, en el extremo opuesto de la cornisa, y nunca se movía de
allí, excepto para hacer sus necesidades. A pesar de todo, Umak decía que la herida
sanaba. Esquirlas de hueso de la punta rota de la lanza empezaban a salir del muslo
inflamado. Umak dijo que aquello era bueno, porque eran las esquirlas las causantes
del pus. De la herida todavía fluía un poco de líquido claro, pero ya no rezumaba las
secreciones espesas y verdosas que tanto preocuparon al anciano pocos días después

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de haber alanceado al niño.
Karana había recuperado el apetito, aunque seguía negándose a comer delante de
cualquiera de ellos. Gruñía a Lonit cada vez que ésta se le acercaba para ofrecerle una
ración de carne que, ante su negativa, depositaba en el suelo, a su lado. Cuando Aar
se aproximaba para robar los pedazos despreciados, el chico le daba un manotazo en
el hocico. Insultado, pero tenaz, el perro se mantenía cerca del niño, en paciente
espera. Cuando no miraba nadie —excepto el perro y Lonit desde el otro lado del
hogar— Karana engullía hasta el último bocado de la comida que ella le había
llevado. Lonit había observado a hurtadillas el creciente interés del niño por el perro.
El miedo que al principio le inspiraba el animal se había convertido gradualmente en
curiosidad. Intrigado por tener a un animal salvaje tan cerca, empezó por arrojarle las
articulaciones cuyo tuétano no había podido chupar del todo. Cada día efectuaba los
lanzamientos a menor distancia, por lo que el animal se le aproximaba cada vez más,
hasta que un día le ofreció un generoso pedazo de carne y Aar comió en su mano.
Desde aquel día, cuando no cazaba con Umak, el perro permanecía junto al chico.
En la caverna o en el saliente, a Aar se le encontraba siempre junto a Karana. De
noche dormía casi pegado a él, y de día absorbían juntos la luz del sol mientras el
chiquillo, sentado con la espalda apoyada contra la pared de la montaña, vigilaba la
tundra vacía que se extendía hasta el infinito al pie. Aguardaba pacientemente el
regreso de su pueblo.
Lonit suspiró de nuevo. Ya no tardarían en llegar.
También Torka estaba convencido de ello. Parecía haber vuelto a nacer. Ya no
estaba taciturno ni pensativo, sino ávido por recibir la llegada de cada día. No tenía
tiempo para Lonit. Cuando no estaba cazando, estaba ocupado con sus armas;
repasaba y perfilaba sus lanzas una y otra vez, afilaba y perfeccionaba sus puntas sin
descanso. Lonit estaba convencida de que trabajaba sin tregua ni descanso para
acallar su necesidad masculina, y cuando la tribu de Karana llegase, escogería a una
de sus mujeres que valiera la pena para que le calentara por la noche. Entretanto, en
cuanto se hacía la oscuridad encendía una hoguera en el borde, resguardándola del
viento con una pantalla de pieles abierta en un extremo sobre la estructura de huesos
redondeada.
—Si la tribu de Karana anda por ahí —dijo—, verán el fuego de Torka. Pronto
vendrán.
El chiquillo le había escuchado con el miedo reflejándose en sus ojos, como si
temiera que las llamas atrajeran fantasmas en vez de hombres; pero a medida que el
tiempo pasaba, empezó a tranquilizarse un poco. Tanto Umak como Torka ignoraban
su hostilidad. Le hablaban y compartían sus pensamientos en su presencia. Torka le
enseñó cómo fabricaba el Pueblo sus armas con piedras y huesos, y Umak le contaba
historias de magia y también leyendas, y aunque el niño no reconociese con palabras

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las constantes atenciones de que era objeto por parte de ellos, el terror y el odio que
brillaban en sus grandes ojos oscuros cuando los dos hombres le llevaron a la
caverna, eran ya menos visibles.
En cualquier caso, continuaba con su vigilancia mientras duraba la luz diurna, e
insistía en acoger con gruñidos a Lonit cada vez que ésta le llevaba comida. La
muchacha había dejado de tratar de comunicarse con él. A su debido tiempo volvería
a hablar, una vez disipados sus temores. A su debido tiempo, su tribu regresaría y
quién sabe lo que la ocurriría a ella entre extraños, cuando su propia tribu la había
tolerado a regañadientes.
La muchacha había hablado del asunto con Umak, él la había escuchado
pensativo; comprendía sus recelos, porque él mismo sufría inquietudes similares.
Allí, solo con Torka y Lonit, era de nuevo cazador, fuerte y todavía útil. En una tribu
solamente sería un anciano más, que arrastraría una vida monótona hasta que le
llegase el momento de caminar en alas del viento.
La noche antes se habían sentado juntos al lado del fuego, mientras Torka y el
niño dormían. Los sonidos de la nieve convertida en agua precipitándose en forma de
cascada desde la cima cubierta por un casquete de hielo había llenado la oscuridad.
De vez en cuando, desde algún lugar en las profundidades de la montaña, se oían los
sordos quejidos y los misteriosos crujidos a los que habían acabado por
acostumbrarse.
De buenas a primeras Umak sacó a relucir un argumento que le tenía en ascuas
desde hacía algún tiempo, pero del cual no había hablado con nadie hasta aquel
momento.
—El Pueblo no era el único pueblo —empezó a decir—. Existen otras tribus. No
estamos solos. Umak piensa que tal vez las gentes de la tundra sean como los grandes
rebaños de caribúes. Al principio sólo existían un macho y una hembra; después un
rebaño con muchas crías. Las crías crecieron. Se convirtieron en muchos machos, en
muchas hembras. Los machos se enzarzan en combate, sus cuernos se enredan. Corre
la sangre. Los machos más jóvenes se separan del grueso del rebaño. Las hembras les
siguen para formar un nuevo rebaño. Este mismo proceso se repite infinitas veces.
Pronto existen innumerables rebaños, cada uno moviéndose a su aire, cada uno
siguiendo su propia ruta migratoria en una infatigable búsqueda de comida, y olvidan
que hay otros rebaños en tanto no surja alguna hembra o algún macho que recuerde
los orígenes.
—Esta mujer se siente feliz aquí, en la montaña. Está contenta con Umak y Torka
como los únicos miembros de su rebaño.
—Lo mismo le pasa a Umak. Pero ningún hombre ni ninguna mujer pueden
sujetar el viento. Soplará como mejor le apetezca. Y traiga lo que traiga, tenemos que
ser fuertes.

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Unas moscas empezaron a aterrizar en el dorso de la mano de Lonit y se
arrastraron entre sus dedos, mientras zumbaban y revoloteaban regalándose con los
aceites que rezumaba el hueso de tuétano. La muchacha las espantó con un gesto de
repugnancia y se puso en pie, limpiándose las manos en el delantal que se había
hecho con trozos de piel sobrantes de las ropas que confeccionaba para sus hombres.
Ahora les veía perfectamente: dos figuras solitarias dirigiéndose a zancadas hacia
ella, con Aar trotando al lado de Umak, aunque no demasiado cerca, con la cola en
alto y dando algún que otro salto. Habían atrapado un perezoso de buen tamaño; su
forma rechoncha era inconfundible mientras los cazadores lo arrastraban. Su grueso
pelaje serviría para hacer una maravillosa estera para dormir, y sus extraordinarias
garras servirían de excelentes herramientas con las cuales extraer la cosecha de
tubérculos comestibles de finales del verano. La felicidad del placer anticipado la
colmó, luego se esfumó. El viento cálido y suave de la primavera se movía en torno a
ella. No aportaba calidez ni dulzura.
Lonit lo consideró un elemento hostil al recordar las palabras de Umak.
Sus ojos escudriñaron la tundra. ¿Habría gente de otra tribu allí, justo al otro lado
del horizonte montañoso coronado de nieve, caminando hacia ella mientras
contemplaba el espacio? No. No era posible. No soportaba pensar en ello. Sin
embargo, no podía hacer nada para evitarlo. Torka les acogería de buen grado. Lo
había dicho. Había hablado con entusiasmo de que la seguridad sería mayor cuanto
más numerosa fuese una tribu, aparte de que el trabajo compartido resultaba menos
duro. Umak le había acusado de pensar en marcharse para dar caza al Destructor. El
joven no lo había negado, pero Lonit estaba segura de que en lo último en que
pensaba era en cazar mamuts. Pensaba en una nueva vida, en una nueva mujer, tal vez
en muchas mujeres, y Lonit sabía que tendría todas las que quisiera. ¿Qué mujer no
se mostraría ávida de darle placer? ¿Qué tribu de cazadores no acogería en sus filas a
un hombre con la destreza y el valor de Torka?
¿Y qué había de Lonit?
La muchacha lanzó un hondo suspiro. Era amargo.
Las palabras de su madre surgieron del pasado: "… no hay sitio en la tribu para
una muchacha fea… tienes que ser útil… tienes que ser valiente… tienes que ser
fuerte".
La amargura creció en su interior. "Lonit ha sido todas esas cosas", pensó. "Sin
embargo, Torka elegirá a otra. Pero Lonit es fuerte. Que el viento sople sobre ella
como le venga en gana. Lonit no se asustará".
Aún tenía a Umak. Se quedaría con él, para atenderle como una hija, o como una
mujer si lo deseaba. Lo sería todo para él, y cuando le llegara el momento de caminar
en alas del viento, ella caminaría con él para hacerle el viaje más agradable. Juntos,
liberarían sus espíritus en el viento. No sería una mala cosa. Sin Torka como su

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hombre, Lonit no deseaba seguir viviendo.

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CAPÍTULO 7
Los días cada vez más largos que sucedían a las noches tachonadas de
estrellas, continuaban pasando. Al pie de la montaña, los pastos eran altos y
verdes. A través de la tundra se abrían flores de todos los colores y formas
imaginables. En los elevados y escarpados cañones alpinos, bosquecillos de cornejos
en miniatura se adornaban con estrellas blancas de cuatro pétalos, mientras las
candelillas de los sauces adquirían un tono dorado con diminutos capullos y los
arándanos florecían y empezaban a dar fruto.
Moscas, cínifes y grandes enjambres de mosquitos zumbadores formaban
transparencias negras, como una especie de velo sobre lagos y balsas. Las aves
aparecían por todas partes. Halcones pescadores y águilas sobrevolaban las termales,
elevándose unas veces y posándose otras en las riberas de los ríos donde los salmones
comenzaban a deslizarse. Ánsares de infinidad de tamaños y variedades rivalizaban
con patos, cisnes, revuelvepiedras y lavanderas en la búsqueda de lugares adecuados
para sus nidos en las tierras húmedas. Cigüeñas y garzas de cuello serpenteante y
larcas zancas se paseaban entre las juncias de las mismas, mientras somormujos de
torsos aquillados y dedos casi libres, algunos con un moño de dos puntas y otros
desprovistos de este adorno, chapoteaban y batían alas en las aguas poco profundas
de innumerables ríos, arroyos y riachuelos mientras hundían las cabezas debajo del
agua para sacar con sus picos larvas y crustáceos de agua dulce. Zorras y liebres,
perdices nivales y lechuzas perdían sus últimas plumas blancas del invierno. Ahora
eran marrones, rojas o grises, o bien con motas en las que se combinaban los vivos
colores. A lo largo de la vasta y pedregosa llanura que se extendía al pie de la
montaña, un rebaño de caballos macizos de crines cortas hicieron alto para abrevar,
pero, al olfatear el olor a hombre, relincharon nerviosos y siguieron adelante. No muy
lejos, en la exuberante vegetación estival de una pradera en la linde de la tundra, un
oso caricorto y sus hambrientos oseznos devoraban un yak que, debilitado por el
invierno, había caído en sus garras. Un grupo de leones de color de oro sucio, de
melena enmarañada, permanecían semiocultos entre la hierba alta, a favor del viento,
al acecho de un pequeño rebaño de bueyes almizcleros que pastaban en el flanco sur
de la montaña.
Y en el profundo cañón, profusamente sombreado de piceas, más abajo de la
caverna de Torka, Umak, Lonit y Karana, Umak seguía el rastro de unas pezuñas
hendidas a lo largo de la pronunciada cresta de un banco de nieve todavía existente.
Divisó a su presa en un bosquecillo de raquíticos abedules y abatió al alce de
incipiente cornamenta con una de sus lanzas. Con el corazón atravesado, el animal
cayó de rodillas, lanzó un quejido y se desplomó, muerto.
El eco del alarido de triunfo del viejo subió por las paredes de la montaña y

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provocó vibraciones que estremecieron las profundidades del apuntalamiento
cenagoso de la corona de hielo de la cumbre. En algún lugar de las entrañas del
glaciar, una enorme fractura lateral crujió agrandándose en sentido longitudinal y
forzó las masas de hielo situadas a ambos lados de la grieta. La masa inferior se
deslizó de forma casi imperceptible, pero el glaciar entero rugió mientras su
superficie se resquebrajaba en infinitas fisuras y se desplazaba levemente hacia abajo
para acomodarse a los cambios operados en su interior.
Los movimientos y sonidos no habían sido ni más ni menos que los usuales
cambios erráticos a los que el viejo había terminado por acostumbrarse en las últimas
semana, de manera que no se le ocurrió prestarles ninguna atención. A gran altura,
allí donde el sol castigaba la cara sur de la masa de hielo, un lóbulo de un espesor de
unos cuarenta metros rezumaba sobre sus cimientos poderosos y verticales. Una
familia de grandes ovinos blancos, que había estado alimentándose con las verdes
matas de hierba de una pradera que parecía tocar el cielo, brincaron en el aire fino y
se deslizaron pared abajo de la montaña. Un esparavel que volaba en círculo en la
bóveda azul celeste del firmamento, proyectó su sombra sobre la inmensa boca de
una grieta de unos treinta metros de profundidad que instantes antes no existía.
En la parte posterior del cañón, una avalancha poco consistente de piedras
pequeñas y fragmentos de hielo glacial cayó con estrépito y rodó varios centenares de
metros antes de aterrizar cerca de donde Umak se encontraba. Pero el viejo ya había
visto caer muchas piedras desde que él y los otros llegaron a la montaña.
Torka se aproximaba a él, con sus lanzas en la mano. Umak lanzó un pequeño
grito de orgullo. Le había tomado la delantera a Torka en la caza. Aar, tras de olfatear
el cuerpo del alce, lamía ahora la sangre que manaba de la herida. Umak levantó los
brazos y los agitó en señal de victoria, pues sabía que el alce macho que acababa de
abatir estaba en la flor de la vida. En unión de los numerosos antílopes ya abatidos,
más el perezoso y la carne para mujer que Lonit había conseguido con sus trampas y
sus boleadoras, la tonelada y media de carne que el alce proporcionaría sería más que
suficiente para alimentarles el resto del verano, en otoño y en la época de la larga
oscuridad, incluso más tiempo aún. Si querían, no era necesario que volvieran a salir
de caza. Podrían holgar a sus anchas mientras Lonit se ocupaba de realizar las
interminables tareas que los tiempos de abundancia acarreaban a las mujeres.
Cuando Torka se acercó para calibrar la presa, Umak aprovechó para exponerle
sus pensamientos, añadiendo:
—Lonit es una mujer. Hay mucha carne. En este sitio nuevo, es posible que a los
espíritus que proporcionan poder a los cazadores no les importe que estos dos ayuden
a La Única Mujer En El Mundo.
—Lonit no es la única mujer en el mundo.
—Cuando Umak vea otras, entonces creerá que existen otras. Entretanto, hay

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mucha carne que preparar, muchas pieles que curtir; es demasiado trabajo para La
Única Mujer En El Mundo.
Torka suspiró, esforzándose por no chocar con su abuelo. Umak ya no se refería a
Lonit como Casi Una Mujer desde que, al despertarse, había visto a Torka y a la
muchacha compartir las mismas pieles de dormir la mañana en la que habían
descubierto a Karana. A Torka no le gustaba que le recordaran aquella mañana ni la
noche que la había precedido. Evitaba a Lonit siempre que podía. Verla reavivaba en
su mente el recuerdo de la cópula y sus sentimientos hacia ella, jamás
experimentados por nadie, a excepción de Kipu y de su abuelo. Le turbaba verse
obligado a admitir que nunca había sentido una ternura semejante hacia Egatsop.
¿Pasión? Sí. ¿Posesión? Sí. ¿Orgullo porque la mujer más hermosa de la tribu le
hubiese aceptado? Sí. De cualquier modo, cuando últimamente contemplaba la figura
alta y esbelta de Lonit doblada sobre sus bastidores de curtir, o cuando la veía coser o
guisar, encontraba encantadores todos y cada uno de sus movimientos y gestos.
Según los cánones de la belleza del Pueblo, Torka sabía que ella no debería
parecerle hermosa, pero así era. Cuando observaba su paciencia con el niño herido o
su devoción por Umak, Torka no podía por menos de pensar que Egatsop nunca
habría sido tan paciente con el hijo de otra mujer ni tan respetuosa con un anciano
que necesitaba mantener su orgullo. Aunque Umak hacía cuanto podía por aparentar
otra cosa, era imposible ocultar el hecho de que se sentía fuerte por la mañana y
cansado, con las articulaciones rígidas, cada noche. Egatsop no habría entendido el
motivo por el que Torka se quedaba atrás y dejaba que Umak acechara y abatiese una
presa que él podía haber cobrado fácilmente en la mitad de tiempo; en cambio, intuía
que Lonit lo entendería. La había visto escuchar los relatos del anciano, pretendiendo
no darse cuenta de cómo se dormía en mitad de una historia para repetirla desde el
principio cuando despertaba. La había visto macerar a escondidas la carne para Umak
antes de asarla, y sabía que lo hacía porque la dentadura del anciano empezaba a ser
frágil. Eran infinidad de pequeños detalles, siempre realizados cuando creía que nadie
la observaba. Era imposible menospreciar a una muchacha como aquélla.
Ahora sabía que se había equivocado por completo al juzgarla. Se sentía
profundamente inclinado hacia ella, cada vez le importaba más; pero no quería
dejarse arrastrar por sus sentimientos. Aquella inclinación daría al traste con su
decisión de encontrar o matar a la bestia que había destruido a su tribu. Cada vez que
miraba a Karana, veía a su adorado hijito perdido para siempre, y sabía que antes de
volver a interesarse por alguien o por algo, tenía que clavar su lanza en el ojo y en el
cerebro de El Que Hacía Temblar El Mundo y ver al monstruo abatido y muerto.
—Umak dice que él ayudará a Lonit. La Única Mujer En El Mundo se alegrará de
contar con otro par de manos para trabajar las pieles, curtir los tendones y preparar la
carne.

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La declaración del anciano devolvió a Torka a la realidad. Miró a su abuelo y
supo que había hecho bien al hacerle creer que habían cobrado la pieza gracias a él.
Su aspecto era el de un hombre lleno de vitalidad, arrogante, casi joven de nuevo. El
sitio donde su lanza se había clavado en el alce indicó a Torka que, a pesar de los
achaques propios de la vejez, todavía era un cazador con el que se podía contar. Si a
esto se sumaban sus poderes de espíritu jefe, Umak sería una valiosa adquisición para
cualquier tribu. La idea era tranquilizadora.
Torka repitió su cumplido en voz alta.
—Cuando venga la gente de Karana —añadió—, será una buena cosa compartir
nuestra carne con ellos. Se alegrarán de conocernos, y Lonit tendrá las manos de
muchas mujeres para ayudarla en su trabajo.
—¡Si es que la gente de Karana viene!
—Vendrán. No pueden abandonar a un hijo como Karana. Torka dice que el niño
se perdió en las tormentas de la época de la larga oscuridad. Los cazadores están
buscándole desde entonces.
—La época de la larga oscuridad fue más larga y más oscura que cualquier otra
de las que este anciano recuerda. Nunca vio Umak tormentas como aquéllas ni pasó
tanto frío. Si el chico se perdió, los suyos le creerán muerto. No enviarán a nadie en
su busca.
—Si Karana fuera hijo de Torka, Torka no dejaría de buscarle hasta que
encontrase los huesos de su cuerpecito y los colocase con sus propias manos cara al
cielo. Sólo entonces podría creer Torka que su hijo había entregado su espíritu para
que éste caminase en alas del viento.
—¡Hummm! En primer lugar, Torka no hubiese perdido a su hijo por muy terrible
que fuera la tormenta ni blanco de nieve el viento. Hizo falta un espíritu maligno para
arrancar la vida del corazón de Kipu. Pero Umak dice que Karana fue abandonado.
¡Su pueblo no vendrá!
Torka se levantó, impaciente por la conversación. Le constaba que Umak debía de
tener sus dudas acerca de unirse a una nueva tribu, que debía de estar preocupado por
su edad.
—Estarás bien en una nueva tribu, padre de mi padre —aseguró—. ¡Eres Umak!
¡Eres un espíritu jefe! Tu fuerza no te abandonará. Cazarás. La vida será agradable.
Tendrás mujer otra vez. Conservarás tu orgullo. No tienes ningún motivo para estar
asustado.
El rostro del anciano se crispó a causa de la justificada indignación que le invadía.
—¡Umak no teme por Umak! —gritó. Sus brazos se abrieron y elevaron como si
quisiera abarcar todas las variedades de caza que existían en la base de la gran
montaña—. Torka trajo a Umak y a Lonit a un buen sitio. Tenemos un campamento
seguro. Tenemos mucha carne. No necesitamos que otros nos ayuden a sobrevivir.

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¡Nos quedaremos en este sitio para siempre!
El apasionado estallido del anciano fue contagioso. Torka respondió con igual
intensidad.
—¡Para siempre significa hasta que Torka lo desee, hasta que decida salir en
busca del Destructor y matarlo!
—¡Ah! ¡Eso es lo que Umak había dicho! Torka espera a la tribu de Karana para
decirle al gran mamut: "¡Torka va ahora a buscarte desde una tierra lejana, para matar
al que ha destruido al Pueblo, para matar al que no puede ser matado! ¡Y si Torka
muere ahora, no importa, porque Umak, Lonit y Karana están a salvo cuidados por
otra tribu!"
Torka miró fijamente a su abuelo. Nunca dejaba de sorprenderle que, justo
cuando empezaba a aceptar el hecho de que Umak era un hombre cuyas facultades
estaban desgastándose, la mente del anciano era rápida como el rayo en adivinar sus
pensamientos más recónditos y no menos rauda en reaccionar al respecto. La imagen
de un anciano desdentado, anquilosado, sentado rígido junto al fuego se desvaneció.
Frente a él se alzaba Umak, de carácter fiero, astuto rastreador de bestias, matador de
osos, maestro de infinita sabiduría.
—¡Entonces ven conmigo! —rogó—. Cuando la tribu de Karana venga y Lonit y
el niño estén a salvo, podemos marcharnos juntos. Juntos mataremos al Destructor y
regresaremos para contar cómo lo hicimos.
—¡Hummm! Aunque venga la tribu de Karana. La Voz del Trueno está muy lejos,
y este anciano dice que eso es bueno. ¡Los recuerdos que nos trae el Destructor son
amargos! Deja que se vayan, Torka. Olvida todo lo que ocurrió. Mira todo esto. La
vida es ahora agradable. Y si los ojos de este espíritu jefe han visto con claridad,
entonces Umak afirma que, cuando la época de la larga oscuridad haya venido y se
marche después, Lonit alumbrará una nueva vida, y el Pueblo renacerá. ¿Dirá
entonces Torka que su vida no le importa? ¿Le dirá entonces a Umak: "dejemos a
nuestra mujer y al niño para que los cuiden quienes perdieron o abandonaron a su
propio hijo?" ¡Hummm! Torka hará lo que crea conveniente. Umak se quedará con
Lonit. Para este anciano, la vida de esa muchacha es más valiosa que la muerte de un
mamut.

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CAPÍTULO 8
l sol aún permanecía en el cielo. El mundo estaba al revés. Las luces
septentrionales brillaban de día, y el viento se elevaba para transformar sus
colores en arcoíris que corrían como ríos sobre la tierra.
Sólo Torka veía estas maravillas. No estaba seguro de por qué las veía. No quería
sentirse feliz por la revelación de Umak, pero cuanto más pensaba en ello, más crecía
en su interior la sensación de maravilla. Quizá fuese porque habían estado muy cerca
de la muerte: el anciano, la muchacha, el cazador, el chiquillo, incluso el perro. En
cierto sentido, todos ellos habían caminado en alas del viento sólo para ser
rechazados por los espíritus, para ser expulsados del mundo nuevo, y ahora este
renacer se confirmaba en la promesa de la nueva vida que crecía dentro de Lonit con
tanta seguridad como el verano maduraba sobre la tierra.
Tal vez Umak tuviera razón. El Destructor estaba muy lejos. En una parte del
mundo que habían dejado atrás. La vida era buena en la montaña. Por primera vez,
Torka se dio cuenta de que mientras su pequeña tribu permaneciera unida, el Pueblo
no podía ser destruido. El Pueblo vivía en Umak y en Torka. Por medio de Lonit el
Pueblo nacería de nuevo para sobrevivir en generaciones futuras. Tal vez había
llegado la hora de que Torka se desprendiese del pasado y enviara sus recuerdos del
gran mamut a pasear en alas del viento… al menos hasta que la tribu de Karana
llegase. Ahora pensaría en otras cosas. Se ocuparía de Lonit y del hijo que les iba a
nacer. Pensaría en el futuro, y saborearía la recobrada alegría que ahora encontraba en
la maravilla de vivir.

Los dos hombres se comportaban con ella de una forma tan extraña, que Lonit no
sabía a qué atenerse. Les había preparado un campamento limpio y ordenado en el
saliente, había puesto grandes cantidades de carne a secar e infinidad de pieles se
curtían en el ancho borde de la cornisa. Estaba contenta con su trabajo de mujer, pero
ellos insistían en ayudarla. Se sentía humillada al ver a sus hombres afanándose en
raspar pieles, en limpiar y retorcer tendones. ¿Acaso estaban insatisfechos de la
calidad de su trabajo? Ofendida, se había aplicado a sus tareas con redoblado vigor,
sólo para que la regañaran, la dijeran que descansara y la ordenaran que no trabajase
tanto.
Era una situación realmente extraña. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer? Los
hombres cazaban, las mujeres trabajaban. ¿Y cuánto descanso podía necesitar una
mujer? Desde que Umak había matado el alce, y él y Torka habían amontonado la
carne en su propia piel y habían ideado una polea para subirlo al saliente, los dos la
trataban como si pensaran que era ella, y no Karana, la que estaba enferma y
necesitaba cuidados especiales. A veces les sorprendía observándola de la manera

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más curiosa del mundo, como si esperasen que de un momento a otro fuese a decirles
algo especial, o como si creyesen que se iba a poner enferma.
Era raro. Su apetito no había sido nunca mejor. Se sentía bien y fuerte, aunque sus
pechos estaban sensibles y esperaba con inquietud que llegaran sus días de sangrar.
¿Qué dirían sus hombres cuando llegasen? ¿Se contentarían con relegarla al fondo de
la caverna? ¿O la enviarían a pasar esos días sentada en la base de la pared de la
montaña? Sólo de pensarlo se estremeció de miedo. Estaba contenta de que sus días
de sangrar no llegasen, si bien se preguntaba cuál sería el motivo de aquel retraso.
Lonit sólo sabía lo que había podido observar, es decir que el tiempo de sangrar
se presentaba con una especie de misteriosa regularidad, la cual tenía algo que ver
con las fases de la luna. Pero la luna cumplió su ciclo dos veces más y sus días de
sangrar no llegaban. Se sintió aliviada. Entretanto, una parte de ella deseaba que sus
hombres dejaran de tratarla de una forma tan extraña, mientras que la otra se
regocijaba sin atreverse a creer demasiado lo que le ocurría. Torka se comportaba
amablemente con ella. Por razones que no se le alcanzaban y que tampoco le
interesaba averiguar, ya no parecía odiarla.

El sol lucía cada vez más tiempo en el cielo. Luego, un buen día, no se puso en
absoluto. Llegó la puesta de sol, pero éste no desapareció. En lugar de ello se quedó
colgado un poco más abajo en el horizonte occidental, semejante a un pedazo de
carbón emblanquecido que brillase suavemente en el hogar azul del firmamento,
deslizándose después poco a poco hacia el norte para fundirse en la persistente luz
crepuscular. A medianoche, el sol iniciaba su lento descenso hacia el este. Horas más
tarde había nacido un nuevo día. Ni por un momento había desaparecido el sol del
cielo.
Y la tribu de Karana seguía sin aparecer.

Lonit vio que el niño estaba desganado. Apenas tocaba la comida.


—Lonit buscará huevos para traérselos a Karana —le dijo.
La cara del pequeño resplandeció. Lonit sonrió. Karana seguía sin hablar y
mantenía una máscara de hostilidad, pero Lonit había observado cambios sutiles en
su comportamiento durante las últimas semanas. Había observado que los huevos
frescos, crudos o cocidos en las cenizas del hogar, eran su alimento preferido. Su
pierna cicatrizaba sin problemas, aunque probablemente tendrían que pasar varias
lunas antes de que los músculos desgarrados quedasen como nuevos. Su temor hacia
el espíritu jefe había desaparecido poco a poco, ya que Umak pasaba horas enteras
con él, narrándole historias del Pueblo, enseñándole a jugar con trocitos de hueso y
compartiendo con el niño los mismos conocimientos que había compartido con Torka
cuando éste tenía la misma edad. También Torka estaba encantado con el niño y
mientras se ocupaba en la construcción de sus propias armas, encontró tiempo para

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fabricarle a Karana una lanza hecha con un hueso largo del alce.
—Karana cazará pronto con Umak y con Torka —le dijo al dársela—. Eso será
una buena cosa.
El chiquillo no había replicado, pero cogió el arma y la sopesó, blandiéndola a
continuación en una lucha imaginaria, y después, por primera vez, sonrió.
Lonit había observado cómo se desarrollaba la relación entre sus hombres y el
pequeño. Karana estaba llenando paulatinamente el vacío que Kipu dejó en sus vidas.
A ella le alegraba que fuera así, pero sentía pena por el niño. Por mucho que Umak y
Torka se desvivieran por él y le mimaran, era lógico que aún añorase a su propio
pueblo, porque, a pesar de todas sus bravatas y de su orgullo, todavía era un niño
pequeño y solitario. Algunas veces, cuando los hombres dormían o habían salido de
caza, Lonit le oía cómo hablaba en voz queda al perro. En Aar, Karana había hallado
un compañero a quien confiar sus secretas esperanzas y sus temores. Por su parte,
Aar sentía afinidad y simpatía por el niño, quizá porque, a pesar de su potencia y de
su voracidad, era a su vez poco más que un cachorro perdido. Niño y perro estaban
ahora siempre juntos. Dormían espalda contra espalda, tocándose, y cuando Karana
se quejaba en sueños, el perro le lamía la cara y le animaba con suaves gemidos.
Karana rodeaba con uno de sus delgados bracitos el cuello de Aar y lo estrechaba
contra su cuerpo. El perro no hacía el menor intento de apartarse.

El día era caluroso y hacía viento. Torka se empeñó en acompañar a la muchacha


a buscar huevos. Bajaron de la montaña juntos, con Lonit maravillada al ver cómo se
preocupaba el joven porque no sufriera ningún tropiezo. Él se había echado al
hombro las redes donde la muchacha metía los huevos que encontraba y fue el
primero en iniciar el descenso, volviéndose a cada paso para comprobar que ella le
seguía.
Lonit ya había conseguido reunir la mayoría de los huevos disponibles cerca del
flanco de la montaña. Una de las pocas lecciones que su madre había tenido tiempo
de enseñarle fue que nunca debía cogerlo todo, fuera lo que fuese. Esa era la
costumbre de la tribu, confirmó Torka. Unos cuantos huevos aquí, unas pocas plantas
allí, unas cuantas piezas de caza o unos ánsares, y siempre quedaría algo para que los
cazadores y los recolectores pudieran encontrarlo en la próxima temporada de luz.
Fueron a la tundra, internándose entre las juncias de las marismas donde los
ánsares perdían sus últimas plumas voladoras. Tendrían que conformarse con
permanecer en tierra mientras criaban a sus polluelos. Entretanto, les crecían nuevas
plumas para reemplazar a las viejas, y de este modo los ánsares recobrarían su fuerza
para cuando volasen ante la cara del sol naciente en los últimos y persistentes días de
verano, antes de la época de la larga oscuridad.
Torka se detuvo. Hacía mucho viento. Los altos pastos silbaban en derredor. Las
aguas se ondulaban y salpicaban mientras las aves acuáticas, repentinamente

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apercibidas de la presencia de los dos jóvenes, batían alas entre histéricos cacareos y
graznidos. Como muchas de ellas estaban desprovistas de las largas y fuertes plumas
que les permitían volar, fueron numerosas las que no pudieron ganar altitud, y en
lugar de ello se metieron entre grandes muros de hierba para desaparecer sin gracia ni
dignidad en otra parte de la marisma.
Torka se echó a reír.
Era un sonido tan raro, que Lonit le miró, atónita y complacida. Ya no era el
mismo hombre que había caminado en medio del viento y les había conducido a ella
y a Umak a la montaña. Había perdido la delgadez extrema del invierno. El sol había
bronceado su rostro. El amor que sentía por él era tan intenso que casi la ahogaba. A
pesar del viento, el día era caluroso y apenas podía respirar.
—Mira —dijo Torka alzando los brazos—; el viento ha barrido a las moscas y a
todos los demás insectos que pican. Vamos a aprovecharnos mientras dure. Un día
como éste puede no volver a darse hasta que el tiempo de la larga oscuridad venga
para luego marcharse y nazca un nuevo verano.
No la dio oportunidad de contestar, ya que en un periquete dejó en el suelo sus
lanzas y la red de recoger huevos, se despojó de sus ropas y se sumergió en las frías
aguas poco profundas, gritando de placer mientras chapoteaba y se revolcaba como
un niño.
—¡Ven! —llamó.
Era una orden. No podía negarse. Era agradable quitarse la túnica de verano; se le
había quedado muy estrecha de busto, sin duda a causa de toda la comida que sus
hombres habían compartido tan generosamente con ella. Sin embargo, le resultaba
extraño que sólo hubiera aumentado el tamaño de sus senos mientras el resto de su
cuerpo permanecía delgado y su vientre estaba más tirante que nunca.
Después de quitarse las botas, penetró en el agua, estremeciéndose a causa del
frío inesperado. Esperaba que Torka no la encontrase demasiado repulsiva.
Mientras avanzaba hacia él, Torka dejó de agitarse. De sus facciones desapareció
la expresión expansiva, infantil, de absoluta despreocupación. Ella se detuvo, segura
de que, al verla, se había estropeado la felicidad de Torka, pero cuando éste se puso
de pie y salió a su encuentro, comprendió que no era así; supo que, al verla, se había
desvanecido el muchacho para dejar paso al hombre.
Los ojos de Torka la recorrieron lentamente. Después lo hicieron sus manos.
Cuando le tocó los pechos, Lonit abrió la boca y se estremeció como si el viento se
hubiera vuelto frío de repente. Sin embargo, no tenía frío. Ardía. El oprimió
suavemente con la palma de la mano el bajo vientre de la muchacha, y una sonrisa se
dibujó lentamente en sus labios.
—Lonit es hermosa —dijo, y la estrechó contra sí en una abrazo de exquisita
ternura, sosteniéndola, envolviéndola con sus brazos—. Lonit es la mujer de Torka.

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Este niño… será algo muy bueno.
—¿Niño?
Él no habló. Exhaló su respiración vital en las ventanillas de la nariz de la
muchacha, luego la levantó y la sacó del agua. La depositó con suavidad en la tundra,
y con mayor suavidad aún, la hizo el amor. Bajo el ojo dorado del sol de medianoche,
Lonit supo que aquello era amor, y cuando, por fin, yacieron el uno al lado del otro,
exhaustos y satisfechos, comprendió por qué no había manado su sangre de mujer y
no necesitaba que nadie de su propio género la explicara cómo había sucedido todo
para que llevara un hijo de Torka en sus entrañas.

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CAPÍTULO 9
hora eran amantes. Compartían las mismas pieles de dormir. Corrían los días,
uno tras otro, como peces dorados saltando en las mallas de una red
enmarañada que no hubiera llegado a atraparlos.
La gente de Karana seguía sin llegar.
El muchacho ya andaba, con ayuda de una muleta que Umak le había hecho con
una cornamenta de caribú. La herida aún le dolía y el chico cojeaba bastante, pero
continuaba de centinela en la cornisa, en paciente espera de su tribu mientras veía a
Umak y a Torka cazar en la tundra a lo lejos, al pie de la montaña.
Las bayas empezaban a madurar en los cañones. Los cazadores acompañaban a
Lonit y no la perdían de vista mientras ésta desenterraba tubérculos comestibles. Para
complacerla en su afán de almacenar tanto como les fuera posible contra la amenaza
de tiempos de hambruna, iban con ella a las tierras húmedas y la contemplaban con
admiración mientras perfeccionaba su destreza con sus boleadoras dedicándose a la
caza de ánsares y otras aves acuáticas. Aunque las primeras redondeces del embarazo
empezaban a manifestarse, aún aparecía tan ágil y esbelta como un cervatillo.
—¡Hummm! Cuanto más mira Umak a La Única Mujer En El Mundo, menos fea
le parece.
—Lonit no es fea —dijo Torka a la defensiva y no corrigió a su abuelo por
haberse referido a la muchacha como la única mujer en el mundo. Para Torka, ella
era la única mujer. En aquellos días rara vez pensaba en Egatsop, y cuando lo hacía,
era un recuerdo triste y tierno. La impotencia y la rabia por la forma en que murió
habían desaparecido. Estaba muerta, él la había colocado con sus propias manos de
cara al cielo. Lonit estaba viva y era ahora su mujer. Sabía que nunca desearía o
amaría a ninguna otra de la forma en que amaba a Lonit.

Las crías de las aves habían abandonado el nido para alzar el vuelo. Jóvenes
zorras, lobos y leones aprendían a cazar. Los habitantes de madrigueras y los roedores
observaban cómo aprendían a morir sus crías más incautas. Bisontes y bueyes
almizcleros, caballos y camellos, antílopes y yaks, grandes rebaños de rumiantes se
dirigían hacia el este a través de la estepa dominada por la montaña. Las primeras
aves migratorias de la temporada no tardarían en elevarse de las tierras húmedas de la
tundra para dirigirse a la cara del sol naciente. Karana contemplaba un mundo cuyos
colores se habían desteñido con las primeras heladas del otoño.
¿Dónde estaba su tribu? ¿Por qué no llegaba?
Lonit estaba sentada al sol en el extremo opuesto. El niño oía el suave sonido de
su voz mientras canturreaba al tiempo que cosía. Confeccionaba botas nuevas para
todos. Su voz era arrulladora; pero el chiquillo no quería ser arrullado.

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Frunció el ceño mientras escudriñaba el mundo circundante. Aar había
abandonado las alturas para descender con Umak y con Torka. El anciano había
descubierto huellas de oso en el cañón. Él y Torka decidieron construir un pozo-
trampa para cazarlo. Un animal tan grande y peligroso en potencia no figuraba entre
sus piezas de caza favoritas, pero la carne de oso era una de las mejores si se
consumía fresca. Rica y dulce, podía ser un banquete para todos ellos. La grasa del
animal ardería mucho y bien en la lámpara de aceite de Lonit. Su grueso pelaje
proporcionaría calientes polainas de invierno y prendas exteriores para los cuatro.
Pero Karana no pensaba en el oso que pronto moriría a manos de Umak y de
Torka. Pensaba en su pueblo. Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Habría muerto su
padre? ¿Sería Karana el único miembro de su tribu que había sobrevivido al último y
terrible invierno? ¿O tendría razón el viejo espíritu jefe? ¿Era posible que su tribu le
hubiera abandonado?
Nunca se había permitido una suposición semejante. Supnah jamás le hubiera
abandonado. Jamás. No obstante, ahora recordaba la mirada angustiosa que
desfiguraba el rostro de su padre cuando el hechicero, Navahk, hablaba con él. Y
recordaba asimismo el modo en que el hechicero le sonrió. Fue una sonrisa cargada
de secretos, secretos oscuros, como larvas de insectos ocultas en el interior de un
pequeño pájaro herido que encontró una vez en la tundra primaveral. El pajarito
parecía estar tan sólo aturdido mientras temblaba de frío, pero cuando el niño lo
levantó de la nieve, los gusanos que devoraban su pechuga herida saltaban y se
desparramaban por las palmas de sus manos mientras el diminuto pájaro moría con
un último estremecimiento.
El recuerdo era tan desagradable que Karana cerró los ojos y sacudió la cabeza,
tratando de borrarlo de su mente. Esperaba que Navahk hubiese muerto, con las
entrañas comidas por gusanos. No lograba entender cómo pudo su padre escuchar los
consejos de semejante hechicero. ¿Tal vez porque eran hermanos? ¿Quizá porque,
hacía mucho tiempo, la madre de Karana había adorado a Supnah y evitado, en
cambio, a Navahk, y Supnah se creía obligado a compensarle por aquello?
Tal vez Karana no conociera nunca las respuestas a estas preguntas. Supnah,
Navahk y su tribu estaban muy lejos. Karana estaba solo con extraños, y a medida
que el tiempo pasaba, le resultaba más duro mantener su actitud hostil. Ahora veía
con toda claridad que el viejo espíritu jefe no quiso herirle. Sin embargo, sentía
rencor hacia él por su negativa a creer en el regreso de la tribu de Karana.
El niño abrió los ojos. Echó una mirada en torno y tuvo que reconocer que la vida
era buena en aquel campamento de la montaña, limpio y meticulosamente ordenado,
en compañía de Umak, Torka, Lonit y el perro salvaje. Tan buena que algunas veces
deseaba que su tribu no fuera a buscarle.
Pero lo haría. Sabía que lo haría. Desear otra cosa equivaldría a ser un hijo

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desleal. Apretó los dientes y cerró la boca en una mueca de firme resolución. Karana
esperaría a los suyos. No tardarían en llegar.

El perro les alertó del peligro. Umak y Torka se habían afanado en cavar el pozo-
trampa, en cortar árboles de picea y afilarlos hasta convertirlos en estacas encima de
las cuales confiaban que caería el oso y se empalaría. Para estar seguros de la muerte
de su futura presa, habían diseminado por el cañón marmotas recién muertas en las
cuales habían insertado mortíferos cebos de hueso ingeniosamente suavizados y
curvados. Puntiagudos en ambos extremos, cuando el oso los engullese las astillas de
hueso se endurecerían merced a sus jugos gástricos, expandiéndose en varillas letales
que perforarían los intestinos del animal. Debilitado por el dolor y el derrame interno
de sangre, cualquier oso podía ser rastreado y muerto por dos hombres. Sería
peligroso, pero si el oso evitaba la trampa, no tendrían otra forma de abatirlo con el
mínimo riesgo para ellos. No era una manera de cazar que les gustase a Torka ni a
Umak, pero los dos hombres sabían que, incluso para un nutrido grupo de cazadores,
no había presa más peligrosa e imprevisible que un oso, salvo un mamut enfurecido.
De momento, su principal problema había sido impedir que Aar se acercara a las
marmotas. Estuvieron arrojándole piedras al perro sin parar para que se abstuviera de
coger los mortíferos cebos, y el perro ofendido y confuso por su conducta para con él,
volvió grupas y empezó su regreso hacia el saliente. Así fue como Aar se topó con el
oso y les avisó de que eran ellos los que estaban a punto de ser cazados.
El gran oso se quedó unos segundos quieto entre la maleza del cuello del cañón.
A cuatro patas medía aproximadamente un metro ochenta hasta la cruz. Cuando se
mantenía erecto para mirar a su presa, su estatura aumentaba por lo menos el doble.
Tenía la cara chata y el hocico aplastado, y la quijada inferior ancha y prominente. Su
enorme y peludo cuerpo oscilaba cubierto por varias capas de grasa, y sus ojuelos
amarillos se clavaban en los cazadores mientras sacudía su descomunal cabeza y de
sus fauces manaban chorros de baba. Sus dientes parecían más adecuados para
desgarrar carne que para masticar bayas.
La gran cabeza cayó. Los ojos no parpadearon. El oso no emitió sonido alguno.
Cargó sin previo aviso, pero el repentino contraataque de Aar, rápido como un rayo,
le distrajo. Sorprendido por los ladridos frenéticos del perro y por sus intrépidas
acometidas en círculo en las que no faltaban las dentelladas, el oso se detuvo.
Primero giró hacia un sitio, luego hacia el otro, como si intentase aplastar al audaz
perro. Sus movimientos le dieron tiempo a Torka para equilibrar y arrojar una lanza.
El arma quedó clavada en la cruz del oso, estremeciéndose pero sin herirle a causa de
la gruesa capa de grasa del animal. El oso gruñó ahora, poniéndose de manos y
sacudiéndose. Con la lanza sobresaliendo todavía de su cruz, se puso de nuevo a
cuatro patas y corrió en línea recta hacia Umak.
El anciano jamás retrocedía. Con su lanza en una mano y su puñal en la otra, se

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puso en cuclillas, esperándole. El oso era una mancha parda que oscurecía el campo
de visión. Detrás de Umak, Torka instó a su abuelo a correr, pero éste no lo hizo. Su
sabiduría, su experiencia de cazador durante toda una vida, galvanizaban sus
sentidos. Vista, oído, olfato, gusto y los nervios sensorios de las puntas de sus dedos,
todo funcionaba a su nivel máximo mientras Umak, espíritu jefe, los empleaba para
un solo propósito. Ahora era jefe de su propio espíritu, en completo control de su
cuerpo y de sus emociones. La luz que se encendía en la parte posterior de los ojos de
un hombre cuando la muerte acecha cercana estaba ahora al rojo vivo dentro de sus
ojos. Se mantuvo en sus trece hasta que pudo oler el aliento de la fiera y una enorme
pata voló hacia él para arrancarle la cabeza.
En aquel instante, su mente y su cuerpo se consumían en el brillante fuego
interior del intento puro y de la total falta de temor. Los ojos de hombre y bestia se
encontraron mientras Umak se lanzaba al ataque para hundir su puñal y clavar su
lanza en la órbita izquierda del oso, atravesándole el cerebro. El animal se desplomó
encima del hombre como una oleada aplastante de pieles de color pardo. En su caída
arrastró a Umak en una abrazo de muerte.
Torka tenía el corazón en la garganta y una de sus manos asió el cuchillo hecho de
hueso de ballena. El tiempo parecía palpitar a ritmo de su pulso, y éste era rápido,
demasiado rápido. Se había quedado sin respiración, incapaz de reaccionar ante lo
que acababa de presenciar. Después, en una explosión de energía vociferó el nombre
de su abuelo. Mientras Aar saltaba sobre el oso caído para clavar en él sus dientes,
Torka se le unió, asestando cuchilladas y lanzazos. Se dio cuenta de que estaba
sollozando, pero no le importó. El gran oso estaba muerto, con la lanza de Umak
hundida en el cráneo y el puñal de Umak clavado hasta el mango en el tórax, y todo
lo que Torka podía ver de su abuelo eran sus piernas agarrotadas debajo del
monstruoso montón de pieles ensangrentadas.
De pronto una de las piernas se movió, y después la otra. Del fondo del informe
montón salió una voz débil y enfadada.
—¡Torka puede desollar al gran oso más tarde! ¡Umak tal vez sea un espíritu jefe,
pero lo que él ha matado no va a ponerse de pie y marcharse! ¡Saca a este viejo de
aquí!

La noche había vuelto a la tundra. Y en su oscuridad tachonada de estrellas, la


pequeña tribu celebraba un festín con la carne del oso. Umak no había salido ileso del
encuentro. El oso le había arrancado la mitad del cuero cabelludo, pero cuando las
heridas curasen, no quedaría del todo mal. Estaba sentado lleno de orgullo, mientras
Lonit le suturaba las heridas. El anciano recordó su fracaso con los lobos y sonrió:
"Esta herida es una buena cosa", pensó. "Le ha devuelto a este viejo el orgullo".
Compartieron su comida con Aar. Karana estaba sentado al lado de Umak
mientras Lonit se ocupaba de que la fogata ardiera bien. Por segunda vez desde que

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fue a vivir con ellos en el saliente, el niño habló.
—Karana se alegra de que el anciano esté vivo.
—¡Hummm! ¡Este anciano no es tan fácil de matar! —replicó Umak—. Y este
viejo está contento de que el niño se haya decidido a usar la boca para algo más que
comer y gruñir —manifestó, propinándole un cariñoso manotazo en la cabeza. El
chiquillo sonrió mientras contemplaba cómo se ponía Umak el collar con las garras
del oso que Lonit le había confeccionado. El anciano había tratado su herida con
pasta de pulpa de sauce y orina. Los aceites curativos del sauce suavizaron la
irritación de su cuero cabelludo suturado. El amoníaco de la orina impediría la
infección. Aunque estaba cansado y herido, Umak nunca se había sentido más fuerte
ni más joven, ni tan en paz consigo mismo. En su ancianidad, había abatido y dado
muerte a un oso cuyo tamaño era incluso mayor que el del gran oso blanco que mató
en su juventud.
—Éste no es el primer oso que Umak ha cazado —informó al niño—. No; hace
mucho tiempo, cuando este anciano tenía aproximadamente la edad de Karana, los
espíritus del oso dijeron a sus oseznos: "Creced fuertes, prudentes y astutos. Umak
está creciendo para convertirse en hombre y posee todas estas cualidades".
Acto seguido narró su historia. Sentados alrededor de las altas llamas que
brillaban y danzaban jubilosamente, mientras en el resto de la caverna reinaba la
oscuridad, permanecían pendientes de las palabras del anciano, que ejercían sobre
ellos una suerte de encantamiento. De viejo, Umak había nacido de la oscuridad para
volver a vivir a la luz de la fogata de Lonit, para cazar, para andar por la tundra
salvaje, para vivir de nuevo como un joven en la magia de la noche, hasta que al
desfalleciente resplandor de las sombras oscilantes, debilitado por la pérdida de
sangre y exhausto por los acontecimientos del día, se quedó dormido.
Karana le miró con adoración, luego bostezó, colocó la cabeza en la rodilla del
anciano y se sumió feliz en sus propios sueños de aventuras fomentados por los
relatos de Umak. Aar dormía a su lado, y Lonit yacía dormida en su sitio, encima de
su nuevo colchón de pieles de perezoso.
Cansado, Torka la contempló con amor. Sus ojos se volvieron después hacia el
viejo y el niño. Recordaba las numerosas noches de su propia niñez cuando dormía
pegado a su abuelo, con la cabeza apoyada en la rodilla de Umak, alimentado por su
sabiduría y su fortaleza. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo; sin
embargo, no tenía que esforzarse en absoluto para que todo volviera a su memoria…
todo… demasiado.
La tristeza le invadió. Borró la paz, la tranquila dicha que instantes antes
experimentaba. En la oscuridad, pálido por la pérdida de sangre, el aspecto de Umak
era el de un hombre frágil y gastado.. La juventud, que había cobrado vida por medio
de las mágicas imágenes de los relatos del espíritu jefe, estaba irremediablemente

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perdida en el pasado.
Embargado por una repentina inquietud, Torka se levantó para salir de la caverna.
Permaneció de pie en el saliente; no podía quitarse de la cabeza el convencimiento de
que sin el aviso del perro, él y Umak no hubieran sobrevivido probablemente al
encuentro con el oso.
El viento le azotó, portador de la dentellada fría y seca del otoño. Más allá de la
montaña, el mundo era una vasta e informe extensión de oscuridad. Estrellas que
parecían ascuas frías y blancas pululaban estremecidas en la piel de la noche, lustrosa
y brillante, y establecían dónde terminaba la tierra y empezaba el cielo.
¿Dónde estaba la tribu de Karana? ¿Se encontrarían en la lejanía de la tundra,
mirarían tal vez hacia la montaña preguntándose lo que significaba la hoguera que
brillaba en las alturas de su pared oriental?
También podía ocurrir que la situación fuese la que Torka había imaginado desde
el principio: es decir, que estaban solos en el mundo. Él era ahora feliz, con Umak,
Lonit y el niño en su extraño campamento de las alturas, el cual habían instalado
sobre una tierra donde abundaba la caza. Pero sin otra tribu que ayudase a
incrementar el número de miembros de la suya, tan reducida, se verían obligados a
vivir en soledad, siempre con el riesgo de una muerte inminente. Umak era un
cazador extraordinario, pero era un anciano que no estaría en condiciones de cazar
siempre. Si Torka resultaba herido o muerto, ¿cuánto tiempo podrían vivir Lonit y su
hijo, aún por nacer, con sólo un perro salvaje y un chiquillo herido para protegerles
de los peligros a los que tendrían que enfrentarse cada día de su existencia?
No demasiado, sin duda, pensó.
Y mientras Umak, Karana y el niño disfrutaban del sueño tranquilo y reparador de
aquellos que se sienten dichosos, Torka se envolvió de golpe en sus pieles de dormir
instaladas junto al muro de la montaña, en el borde de la cornisa. Escudriñó la noche
en busca de hogueras distantes, de indicios de otras tribus; luego se durmió con el
sueño irregular de alguien profundamente inquieto. Sus sueños estaban poblados de
lobos y de rugientes muros de agua, de enormes extensiones de tundra desierta, y de
un mamut con los ojos tan rojos como la sangre y tan alto como una montaña. Se vio
a sí mismo como un cóndor: sus brazos cubiertos de plumas se batían en el viento.
Después, en una visión soñada mucho tiempo atrás, se transformaba en un rayo
brillante, una lanza de plata arrojada desde lo alto contra el mamut con impulso
mortífero, mientras el trueno retumbaba en el cielo y él penetraba la carne del
Destructor, atravesándole el corazón.
Despertó sobresaltado.
El trueno había sido real. Pudo oírlo y distinguir el brillo evanescente del rayo en
el horizonte lejano. Siguió mirando, preguntándose por un momento si había oído
otro sonido dentro del trueno; un sonido más poderoso y agudo, el trompeteo

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escalofriante de un mamut.
Escuchó. Sólo se oía el sonido de la tormenta lejana. En alguna parte, mucho más
arriba de la caverna, algo se desplazó en el interior del casquete de hielo de la cima.
Torka no prestó atención. Se durmió de nuevo, y esta vez no tuvo ningún sueño.

Cuando el sol se elevó sobre las montañas orientales, su luz proyectaba sobre las
cumbres heladas de cordilleras distantes y se extendía a lo largo de kilómetros para
perforar sus casquetes. Torka se levantó y salió de la oscuridad, protegiéndose los
ojos con el dorso de la mano, convencido de que estaba soñando. No hacía viento. El
silencio era tan absoluto que hería sus oídos, y el color del alba tan intenso que le
deslumbraba. Llenaba la gran extensión de la llanura con una trémula luz dorada. Y
en aquella luz algo se movía, serpenteaba en una larga estela como el pez que nada
debajo de la superficie de un lago moteado de luz. Y en medio del silencio, crecía
poco a poco el sonido.
Dentro de la caverna, Umak, Karana y Lonit dormían profundamente en las
últimas y persistentes sombras de la noche. El perro se levantó y fue a situarse al lado
de Torka. Con la cola entre las patas, la cabeza hacia adelante y las orejas hacia atrás,
Aar se mantenía al borde de la cornisa vigilando la tundra. Ahora Torka estaba
plenamente convencido de que soñaba. El perro nunca se había acercado tanto a él
intencionadamente. Cazaban juntos en bien de Umak y compartían la misma caverna,
también por el bien de Umak, y ahora también para darle gusto a Karana, pero Torka
y Aar sentían una desconfianza mutua. Aar no olvidaba que Torka le había atado una
vez, y Torka no se permitía olvidar que Aar era todavía una bestia salvaje.
Ahora el animal empezó a gruñir, tan atento a la visión cuyo tamaño aumentaba
en el lago de la luz matinal que no prestó atención a Torka mientras éste se levantaba
y permanecía de pie, quieto.
Hombre y perro vigilaban juntos el mundo. La luz empezó a palidecer
paulatinamente del mismo modo que el sonido empezaba a definirse. La incredulidad
dilató los ojos de Torka. Los cerró y enseguida volvió a mirar. La visión continuaba
allí, era real. No soñaba. Poco a poco, desde la extensión septentrional de la vasta y
ondulada estepa de la tundra, un grupo de gente avanzaba en dirección a la montaña.

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PARTE IV
EL QUE HACE TEMBLAR EL MUNDO

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CAPÍTULO 1
o era el pueblo de Karana. El niño, apoyado en su muleta, miraba hacia abajo
con el corazón en un puño. Solamente le aliviaba el hecho de que aquellas
gentes no parecían ser miembros de la Tribu Fantasma. Formaban una tribu
pequeña, cubierta de barro, de menos de treinta viajeros agotados. Sus ropas estaban
burdamente confeccionadas. No llevaban adornos en la nariz ni sus caras aparecían
pintarrajeadas, aunque estaban tan mugrientas y tiznadas de hollín que, a primera
vista, parecían negros.
Se detuvieron al pie de la gran montaña, cuchicheando entre ellos ante el
espectáculo sin precedentes de dos hombres acompañados por un perro salvaje.
Torka y Umak se erguían el uno al lado del otro en el saliente. Aar estaba de pie
frente a ellos, ladraba y gruñía como si se hubiera erigido en portavoz de su manada
humana. Lonit y Karana permanecían algo aparte. Cuando ella se inclinó para
preguntar al niño si aquella era su tribu, él gruñó y después sacudió la cabeza en un
vehemente gesto de repugnancia.
—¡La tribu de Karana no se parece nada a ésos! —exclamó.
Su reacción negativa reafirmó a Lonit en su presentimiento de que algo malo iba
a ocurrir. No le gustaba el aspecto de los recién llegados, pero hasta que Karana
habló, estaba segura de que el motivo de sus temores era producto del resentimiento
que sentía hacia ellos. Sus sueños se habían cumplido: por fin Torka era su hombre.
Sola en el mundo con él, sería siempre su mujer. Juntos crearían una nueva tribu, y el
Pueblo renacería. Ahora sus sueños se hacían añicos. Entre las gentes que levantaban
la cabeza para mirar su nido dé águilas, habría mujeres más dignas de Torka que ella.
El ya no la querría, sería un estorbo para él. Cuando el hijo de ambos naciese, no
consentiría en cazar para él. Les volvería la espalda a ambos.
Al mirar hacia abajo para observar la llegada de aquellas gentes, las odiaba tanto
como se odiaba a sí misma en aquellos momentos. Sin embargo, su temor hacia ellos
empezó a remitir poco a poco. Incluso a distancia podía distinguir sus ropas
andrajosas, no por el uso, sino por haber sido confeccionadas toscamente, como si las
mujeres no se hubiesen preocupado en emplear el tiempo suficiente para cortarlas y
coserlas de forma adecuada. Las mujeres formaban una fila aparte de la de sus
hombres, encorvadas bajo el peso de los enormes bultos que transportaban. Lonit veía
que las prendas de vestir femeninas estaban andrajosas y mal cortadas, sin ninguna
orla o combinación de pieles de colores contrastantes. También la indumentaria de los
hombres era harapienta. Aparte de sus armas, no llevaban ninguna otra clase de
carga. Unos cuantos chiquillos rechonchos flanqueaban al cazador que marchaba a la
cabeza del grupo, un individuo vestido de piel de bisonte y cuyo peinado consistía en
un penacho de cabello todavía negro en lo más alto de la cabeza. Lonit le miraba

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extrañada. El penacho semejaba un aditamento ajeno a la cabeza del hombre; sin
embargo, el pelo era tan rígido que apenas si se movía aunque el cazador caminaba a
través del viento. Llevaba lanzas en las dos manos. Las agitó mientras con los brazos
levantados vociferaba unas entrecortadas palabras de amistad.
—¡Galeena viene! ¡Galeena Klum todos amigos!
Engalanado con sus collares de zarpas de lobo y garras de oso recién cortadas,
Umak no quería enterarse de la debilidad que le había causado la herida en el cuero
cabelludo. Se irguió todo lo más que pudo. Sostenía una lanza en una mano, en
actitud arrogante. Estaba decidido a mostrar sólo fortaleza y desprecio hacia los
recién llegados. Compartía los temores de Lonit. No le gustaba el aspecto de aquella
tribu y no entendía una palabra del lenguaje que su jefe hablaba. Karana le miraba,
pendiente de que respondiera con la infinita sabiduría de un espíritu jefe. Como
carecía de tal sabiduría, Umak prefirió permanecer largo rato en silencio mientras
actuaba con un gran despliegue de autoridad. Levantó el mentón. Las comisuras de
sus labios cayeron. Sus ojos estaban semiabiertos como si mirasen más allá de este
mundo otro plano de la existencia, que sólo los ojos de un espíritu jefe podían ver.
—¡Hom Per, Galeena viene amigo! ¿Hom Per bahd beh mah oh quedar?
Las palabras del hombre del penacho en la cabeza quedaron en el aire. Torka
frunció el ceño, extrañado al ver que Karana se acercaba a Umak, sorprendido por el
aplomo y la insolencia con que se inclinó a mirar a los extraños. Deseoso de merecer
los elogios del anciano, Karana habló.
—Karana sabe lo que el hombre dice. Pregunta quien está en la montaña. El
hombre dice que se llama Galeena. Galeena dice que subirá a visitamos. Pide que no
le matemos. Dice que es amigo. Da a esta tribu el nombre de los Hombres-Perro.
Pregunta si los Hombres-Perro son hombres o espíritus.
Umak estaba impresionado, como les ocurría a Torka y a Lonit. Torka asintió con
la cabeza en señal de aprobación.
—Es bueno que Karana conozca las palabras de otras tribus —dijo.
—¡Hummm! —gruñó Umak, sabiendo que Torka y Lonit estaban al tanto de lo
que Karana no había descubierto todavía, es decir que los conocimientos de su
espíritu jefe no eran ilimitados.
El niño estaba encantado con el cumplido de Torka. Se irguió un poco más e imitó
la conducta altanera de Umak.
—¡Algún día Karana será espíritu jefe! Sabrá todas las cosas. Pero Galeena dice
las mismas palabras que Torka. Muchas tribus hablan igual, sólo que dicen las
palabras de otro modo.
Umak engalló la cabeza. Su mueca se convirtió en una sonrisa. Tenía razón
cuando dijo a Lonit que el Pueblo era como un gran rebaño de caribúes. Al principio
fueron uno, ahora eran muchos y las palabras que pronunciaban cambiaban

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paulatinamente a medida que se apartaban cada vez más del centro de la Creación.
—Horn per… Hombres-perro, Galeena viene como amigo —la luz del
entendimiento se había encendido en el interior de Umak— ¡Hummm! Es bueno que
este espíritu jefe pueda hablar con Galeena y su gente.
Dichas estas palabras, levantó el brazo y sacudió la lanza.
—¡Galeena khum ah amigo! ¡Umak es espíritu jefe! Umak dice a Galeena: ¡Ven!
¡Sois bienvenidos! ¡Los Hombres-Perro tienen mucha carne que compartir!
Fue un error. El anciano lo supo un instante después de que Galeena subiera al
saliente con media docena de sus cazadores pegados a sus talones. El hedor de los
extraños les precedió en las alturas y era todavía peor que la pestilencia con que
Karana se había impregnado para protegerse de los depredadores. Era un olor
inmundo de cuerpos y ropas sin lavar, y de algo más, algo amenazador. La tensión
irrumpió con aquellos hombres. Karana tuvo que arrodillarse y rodear a Aar con sus
brazos para impedir que el perro les atacara. El animal agachó la cabeza y se le
erizaron todos los pelos del lomo mientras un gruñido sordo surgía de su garganta.
Umak no necesitaba mirar al Hermano Perro para compartir su instintiva
sensación de peligro. Lamentaba haber invitado a los recién llegados sin conferenciar
antes con Torka. Si sucedía algo desagradable, Umak sabía que la culpa sería
totalmente suya. Se preguntaba qué era lo que podría ir mal. Al fin y al cabo eran
hombres cazadores. En cuanto se hubieran lavado y limpiado sus ropas, no se
diferenciarían de los hombres del Pueblo que ahora yacían de cara al cielo. Pero, ¿por
qué cogían sus armas tan a la defensiva? ¿Por qué no habían subido a la montaña con
sus mujeres y sus hijos? Umak lanzó un ligero bufido, diciéndose que los recién
llegados sentían miedo sin duda de aquellos cuyo espíritu jefe había doblegado la
voluntad de un perro salvaje hasta el punto de que el más pequeño de ellos podía
tocar al animal como si éste fuera su hermano.
Torka miraba preocupado a los recién llegados. Su mano apretaba el mango
forrado de tendones de su maza de hueso de ballena. No Sabía por qué la había
cogido, pero en cuanto los extraños iniciaron el ascenso de la pared, experimentó la
necesidad de mostrarles una señal de poder. ¿Por qué? Los hombres utilizaban armas
contra las piezas de caza y los depredadores, no contra otros cazadores. Los hombres
no cazaban hombres. No obstante, se alegró de tener su arma en la mano apenas
descubrió en los pequeños ojos negros de Galeena una acentuada expresión de
rapacidad.
Galeena habló, con cortesía.
Torka contestó, también con cortesía.
Galeena mostró los dientes en una mueca de sonrisa, y sus seis cazadores
portadores de lanzas sonrieron de idéntica forma.
Torka sintió cómo corría la furia por sus venas. Galeena miraba a Lonit de una

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forma que a Torka le entraron ganas de romperle la crisma. Sus dedos se curvaron
alrededor de su arma.
—Esta mujer es la mujer de Torka —dijo en un tono que no dejaba lugar a
discusiones.
Lonit se ruborizó. Agachó la cabeza, bajó los párpados y se colocó detrás de
Torka, deseosa de quitarse de la vista de los extraños. No le gustaban. Había algo en
sus ojos, en su sonrisa, en la forma de llevar sus armas que la asustaba. Deseaba que
no hubieran aparecido nunca. Sin embargo, su llegada había hecho que Torka
pronunciara palabras que ella jamás había pensado oírle decir a otros. Una nueva
tribu había irrumpido en su mundo, y Torka no la había negado. El descubrimiento
era embriagador.
Galeena dio un paso hacia adelante. Aar casi se soltó de los brazos de Karana.
Amenazado por el perro, el hombre se detuvo. Sus cazadores apuntaron a Aar con sus
lanzas. Karana se sintió de golpe enfermo de miedo, pero no soltó el cuello de Aar.
Sabía que sus bracitos no podrían retenerle si el perro se decidía a atacar, pero sus
palabras afectuosas lo mantuvieron a su lado.
—Espera, Hermano. Hasta que el Espíritu Jefe diga lo contrario, esta gente
maloliente es bienvenida entre nosotros.
Galeena miró al chiquillo y al perro. Calibraba la escena y le pareció que había en
ella una magia poderosa. A continuación miró a Torka, vio su fortaleza y su
inconfundible resolución de plantar cara a quienquiera que amenazase a su tribu. Pero
era una tribu muy reducida, compuesta tan sólo por un cazador, un viejo, una joven,
un chico y un perro salvaje. Un conjunto extraño, preocupante hasta que Galeena
estuviera plenamente seguro de que no iba a presentarse nadie más.
—¿Vosotros Hombres-Perro, espíritus jefes? —preguntó sin rodeos.
Torka se devanaba los sesos tratando de entender las palabras. Umak atrapó su
significado y replicó con orgullo:
—Umak es espíritu jefe. La gente de la tribu los Hombres-Perro, como tú la
llamas, está integrada toda ella por espíritus jefes.
Pensó que embellecer la condición de los demás no les haría ningún daño. Se
disponía a seguir, pero se contuvo al ver las facciones de Galeena contraídas y
arrugadas en todas direcciones. Evidentemente no había entendido nada. Entonces
repitió sus anteriores palabras en el dialecto de los recién llegados. Les explicó
asimismo que los espíritus de la montaña habían estado con ellos, permitiéndoles
instalar un campamento seguro, protegiéndoles mientras cazaban.
Umak se sintió satisfecho al ver la desconfianza y el temor reprimido que se
reflejaban en las caras de los recién llegados cada vez que miraban al Hermano Perro.
Eso le hacía sentirse casi omnipotente al hablar a los extraños con la barbilla hacia
arriba y sus ojos mirándoles por debajo de la nariz como si se tratase de niños

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ignorantes que acudían a él para recibir su primera lección sobre la sabiduría del
Pueblo.
Los ojos de Galeena se convirtieron en una estrecha rendija. Por supuesto, había
notado el tono de condescendiente autoridad de Umak. En cualquier caso, también se
había fijado en la reciente herida del cuero cabelludo del viejo y pensó: "Tal vez
mande en los espíritus de este lugar y en el del perro salvaje, pero algún animal le
hizo ese desgarrón. Su magia no es tan grande. Este espíritu jefe es mortal. Y los que
están con él, también son mortales." Asintió con la cabeza, sonrió tímidamente
mostrando los pocos dientes que le quedaban, oscuros y llenos de sarro, como si los
considerase dignos de ser admirados y envidiados por todos. Luego indicó con un
ademán el espacioso saliente y el bonito campamento preparado por Lonit.
—Güen camp éste —dijo, trasluciéndose en su tono de voz y en la expresión de
su rostro la codicia que le embargaba al contemplar las numerosas pieles y las hileras
de carne, pescado y raíces. Al igual que Umak, Galeena había captado rápidamente
las sutiles diferencias en los dialectos de las dos tribus. Alteró el suyo
complaciéndose en ello. Quería que Umak supiera que, por mucho que se las diese de
espíritu jefe, se había equivocado al juzgar la capacidad de comprensión de Galeena
—: La tribu de Galeena vio este camp desde muy lejos. Nosotros venir. Ahora
acampar en este camp. Estar a salvo del Gran Espíritu en este lugar elevado que
compartiremos con Hombres-Perro.
El mundo se estremeció bajo los pies de Torka; sin embargo, la sacudida estaba
dentro de él mientras el corazón le brincaba en el pecho.
—¿El Gran Espíritu? —inquirió, todavía no repuesto de la sorpresa que estuvo a
punto de hacer que se tambalease.
—¿Tú no conocer Gran Espíritu? ¡Gran Espíritu sacude mundo! Gran Espíritu
matar mucha gente tribu de Galeena. En sitio lejano, muchos morir. La tribu de
Galeena reunirse con muchas tribus donde tundra y bosque se encuentran. Mucha
picea allí. Muchos mamuts pastar allí donde empezar Corredor de las Tormentas. Mal
sitio. Montañas todo hielo allí. Altas hasta el cielo. Caminar con hombres. Hacer
sonidos con mujeres al quejarse. Viento nunca parar. Soplar todo el tiempo.
—¿Y el Gran Espíritu?
Galeena refunfuñó; no le gustaba que Torka le metiera prisa y le acosara a
preguntas. Hacía falta concentración para formar palabras de modo que pudieran ser
comprendidas por los Hombres-Perro.
—Nosotros hacer camp allí —continuó por fin—; donde Corredor de las
Tormentas empezar. Cazar mamuts. Matar. Muchas tribus juntas. Coger mucha carne.
Celebrar festín. Después Gran Espíritu venir, oculto en la piel de animal que viene…
igual como mamut… pero demasiado grande para mamut. Mata. Muchos correr. Sus
ojos rojos ver a todos. Gran Espíritu no parar. ¡Sus colmillos matar hombres, como

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éstos! ¡Sus patas matar mujeres y niños, como éstos! Bramar; después marcharse.
Hombres salir de escondite. Muchos intentan seguir Gran Espíritu, para matar Gran
Espíritu. Lluvia venir. Muchas tormentas no dejar huellas que seguir. Pero Galeena y
su tribu decir que esto ser bueno. Buscar camp alturas. Nosotros encontrar, lejos del
Gran Espíritu. Galeena dice que Gran Espíritu andar lejos tundra, buscando hombres
que matar. Y los hombres no poder matar Gran Espíritu. Es como una montaña. ¡Vive
por siempre! —hizo una pausa para observar el efecto que sus palabras habían
causado en sus oyentes, y a continuación pregunto—: Tú, Torka, ¿conocer Gran
Espíritu?
—Torka conoce al Gran Espíritu.
—¿Torka encontrarlo sitio lejano? ¿Tal vez Gran Espíritu matar también a
muchos de tribu de Torka? —Así es.
—¡Por eso la tribu de Torka ser pequeña! Muy pequeña. Torka traer a sitio alto
para salvar… ¡Eso es bueno! ¡Este camp muy buen camp! Bueno para muchos.
¡Tribu de Galeena venir y quedarse! ¡Formar una tribu con Pueblo del Perro! ¡El
viejo Espíritu Jefe nos hablará a todos! Tribu de Galeena no tener espíritu jefe.
Mamut matar. Nuevos tiempos, buenos tiempos para todos juntos. ¡Muchos hacer
caza no peligrosa! ¡Muchos vivir mejor! ¡Es buena cosa!

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CAPÍTULO 2
quello no tenía nada de bueno. Galeena no pedía, cogía. Puso a un lado sus
armas, pero aun así, cogía. Pacíficamente, su tribu subió al saliente. No
pidieron nada a sus ocupantes. Su mayor número les permitía el privilegio de
dejar sus pertenencias donde se les antojaba. Cuando Lonit intentó llevar a las
mujeres a la parte de la caverna más adecuada a sus necesidades, la apartaron con
malos modos e ignoraron sus protestas. De golpe y porrazo su ordenado campamento
se convirtió en un lugar donde imperaban la confusión y el desorden, mientras las
mujeres hurgaban sus almacenes y se llenaban la boca de bayas y pedazos de sebo.
Lonit permanecía detrás, en espera de que Torka o Umak acudieran en su ayuda, pero
ellos también tenían problemas similares a los de ella.
No cabía duda de que Galeena se había erigido en conquistador. Lanzaba órdenes
que parecían ladridos a sus hoscos cazadores y daba puntapiés a los chiquillos que
eran los únicos niños de la tribu. Uno de ellos arrojó una lanza raquítica y mal
equilibrada en dirección a Aar. No dio en el blanco, pero Karana no falló al
abalanzarse sobre el chico y golpearle hasta hacerle caer al suelo. Umak los separó.
Karana estaba tan enfadado que Aar había desaparecido.
—El Hermano Perro volverá —le tranquilizó Umak.
—¿A esto? ¡Esto ya no es la caverna de Torka! Es el revolcadero de Galeena! —
protestó el niño.
El chiquillo tenía razón. Los hombres de Galeena estaban acuclillados en las
sombras, ocupados en devorar las carnes cuidadosamente conservadas por Lonit.
Arrojaban los desperdicios sin orden ni concierto y hacían sus necesidades donde y
cuando les venía en gana.
—¡Allí… encima de aquellas juncias! ¡Y tiradlo después bien lejos!
¡Si dejáis todo esto aquí arriba, el saliente entero olerá como un revolcadero de
bisontes! —gritó Torka, aunque luego lo pensó mejor. Galeena y su tribu ya olían
como si acabaran de salir de revolcarse en un estercolero. Por otra parte, el número de
sus miembros echaba por tierra cualquier tipo de autoridad que Torka pretendiera
imponer.
El joven los contempló pensativo. Era una gente despreciable e inmunda. No
albergaba ninguna duda acerca de que si se le ocurría protestar contra su ocupación
del saliente, no se moverían de allí aunque para ello tuvieran que despeñarle. No
obstante, a medida que transcurriera el tiempo, una vez descansados y ahítos, sus
modales teman por fuerza que mejorar. También ellos habían sufrido bajo la sombra
mortífera del Destructor. Aunque no le cayeran bien y le encolerizase que impusieran
indefinidamente su intrusión, no encontraba ningún argumento lógico contra la
intención de Galeena de conjuntar esfuerzos y compartir la ocupación del saliente en

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beneficio de todos. Tendría que haber arreglos por ambas partes. Y con otras mujeres
para ayudarla, Lonit no tendría que trabajar tanto y contaría, además, con personas de
su propio sexo para asistirla en el momento del parto. Karana tendría amigos de su
misma edad. Umak volvería a ser un espíritu jefe, con una verdadera tribu para
rendirle pleitesía. En cuanto a él mismo, cazaría con otros hombres y los riesgos de la
caza serían considerablemente menores.
Y era lo más probable que Galeena tuviera razón con respecto al Gran Espíritu.
Sus sentimientos constituían el eco de las certidumbres de Umak. El mamut era un
espíritu, ningún hombre podía confiar en matarlo; siempre que no le importara
arriesgarse a convertirse a su vez en espíritu. Sus ojos se posaron en Lonit, quien
avanzaba hacia él con los brazos cargados con sus pertenencias. Comparada con las
mujeres de la tribu de Galeena, era la mujer más bella del mundo. Torka se sentía
orgulloso de haber engendrado una nueva vida en su seno. Recordó las numerosas
veces que habían hecho el amor, y pensó que el niño nacería hacia finales de la época
de la larga oscuridad. Imaginó sus vagidos y la sonrisa que formaría hoyuelos en el
rostro de Lonit e iluminaría sus ojos de antílope cuando la criatura mamara por fin de
los redondos y firmes senos que a él le gustaban tanto.
La sonrió cuando llegó junto a él. Todos los pensamientos sobre el gran mamut
abandonaron su mente al apretarla contra su pecho. Mientras Lonit fuera su mujer,
Torka no estaba dispuesto a desperdiciar su vida.

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CAPÍTULO 3
a tribu de Galeena comía como si temiera no volver a comer nunca más. Se
atiborraban hasta dar la impresión de que ya no podían más, pero seguían
comiendo. No parecían dispuestos a dejar de devorar. Lonit acabó por
protestar diciéndole a Torka que pronto se acabarían todas sus provisiones para el
invierno.
—Mujer no preocuparse —dijo Galeena, que la había oído por casualidad—.
Mañana, hombres cazar. Las dos tribus juntas, coger mucha carne. Tener abundante
carne para todos, antes de venir oscuridad invierno.
El sol estaba en su cenit. Cansados de antemano por el duro ascenso a la montaña
anunciado por Galeena, sus gentes se tumbaron en sus mugrientas pieles de dormir,
cubriéndose con las pieles de pelo largo cogidas de los almacenes de Lonit.
Rascándose sus cuerpos plagados de bichos, algunos de ellos dormían; otros
chupaban huesos, zampaban carne, engullían grasa, expelían ventosidades, eructaban
y copulaban abiertamente. De vez en cuando, alguno de ellos se levantaba para
defecar o vomitar; luego, tras de aquella especie de purga, volvían a sus pieles de
dormir para echar una cabezada, engullir o copular sin el menor recato a la vista de
los chiquillos ingobernables que iban de un lado a otro en busca de sobras de comida.
La tribu de Torka no había conocido jamás a personas que se comportasen de una
manera tan repugnante, ni chicos tan agresivos y maleducados. Torka le habría
preguntado a Galeena por qué no había alguien que se encargara de dar de comer a
los chicos, de no haber llegado a la conclusión de que todos ellos eran huérfanos. Y
simplemente había un exceso de mujeres en la tribu de Galeena. No muchachas, ni
niños que empezaran a andar, tampoco niños de pecho, ni ancianos.
Sólo había mujeres y hombres en la flor de la vida, y un puñado de adolescentes,
unos doce, que corrían como salvajes entre los adultos y actuaban sin freno mientras
buscaban restos de comida y hostigaban a todo el mundo, en especial a dos matronas
gordas sentadas en medio de la suciedad de un rincón al que ningún hombre se
acercaba. Era evidente que se trataba de viudas; Torka las había visto luchar por su
ración de comida tan salvajemente como los chicos. Ahora, mientras él las observaba,
una de ellas golpeó a los muchachos con un fémur de antílope, en tanto la otra miraba
con ojos de anhelo hacia la cueva de Umak. El viejo la ignoraba, y a Galeena no
parecían preocuparle los agudos gritos de su fornida compañera sentimental ni el
alboroto de los chicos pendencieros. El jefe estaba demasiado ocupado debajo de sus
píeles de dormir con la comida de que se había apropiado y las dos hembras que reían
a carcajadas y eran sus mujeres. Torka sabía que no conseguiría ninguna respuesta de
Galeena hasta que éste estuviera descansado y saciado.
Torka se sentía enfermo a causa del hedor y del hacinamiento, y a instancias

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suyas la pequeña tribu cambio de sitio las piedras del hogar, las pieles de dormir y lo
que Galeena les había dejado de sus pertenencias. Se trasladaron lo más lejos que
pudieron del centro de la caverna, casi en el borde al aire libre de la cornisa. El nuevo
emplazamiento no carecía de inconvenientes. Cuando cambiara el tiempo, o cuando
el viento arreciase, tendrían que construir una mampara que los mantuviese a ellos y a
su fogata secos y resguardados. No importaba. Allí el aire se podía respirar, y la
pestilencia de la tribu de Galeena resultaba menos insoportable. Nadie puso
objeciones a su traslado; en realidad nadie se enteró. Las gentes de Galeena estaban
demasiado engolfadas en su glotonería y sus otros excesos.
Mientras Lonit reorganizaba las piedras del hogar, y Torka y Umak se instalaban,
Karana no ocultaba su enfado.
—A Karana no le gustan esas gentes apestosas. Torka debería de coger su lanza y
obligarles a marcharse.
—Torka es uno solo. Ellos son muchos. Karana ha de tener presente que vienen
de muy lejos. Han sufrido mucho. Están cansados y hambrientos. A su debido
tiempo, cuando hayan descansado, actuarán de forma distinta. ¡No pueden vivir así
siempre! Ya lo verá Karana. Y de paso, Torka dice que no hace demasiado tiempo
también Karana despedía un olor pestilente.
—¡Sólo para impedir que los animales de grandes dientes me devoraran! —
replicó el niño, enrojecido el rostro de rabia.
—Es posible que ocurra lo mismo con las gentes de Galeena —sugirió Torka.
Karana ignoró las miradas de advertencia que le dirigían Umak y Lonit, sabía que
no le correspondía hablar, pero no le importó. Si no hablaba de sus temores con
respecto a la tribu de Galeena, no podía abrigar esperanzas de convencer a Torka para
que cambiara de opinión sobre ellos.
—Los de la tribu de Galeena son malos —dijo en voz baja, en tono conspirador
—. ¡Pueden ser la Tribu Fantasma! ¡Tal vez nos coman a nosotros cuando hayan
terminado toda la carne! Si Torka no puede echarlos, entonces el Espíritu Jefe tendrá
que hacerles desaparecer. Eso sería estupendo. Entonces el Hermano Perro regresará.
Y este campamento será otra vez un buen campamento.
—Las gentes de Galeena no son fantasmas, Karana. —Torka frunció el ceño,
pensativo a pesar suyo—. Si Umak les hiciera desaparecer, nos quedaríamos solos…
en gran peligro de nuevo… y Karana no tendría otros niños para hablar de lo que les
interesa a los niños. Sólo tendría un perro que no puede entenderle, ni hablar para
contestarle.
Umak gruñó irritado, pero antes de que pudiera saltar en defensa del perro,
Karana se encrespó.
—¡Karana no quiere hablar con los que han intentado matar a su hermano! —
replicó apasionadamente—. ¡Que Aar no entiende! Pues Karana dice que una sola de

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las cagadas del Hermano Perro vale más que todos los chicos de la banda de Galeena!
—dicho esto se acercó cojeando al borde mismo de la cornisa, y permaneció allí en
pie, apoyado en su muleta de antílope mientras añoraba a su hermano perro más de lo
que las palabras podían expresar.
El sol se deslizó poco a poco detrás de la montaña para dejar el mundo oriental en
la penumbra. La oscuridad empezó a adueñarse de la caverna. La gente de Galeena
dormía. Un viento helado hizo que Karana regresase junto a la fogata de Lonit.
Ninguno de los tres, Umak, Torka y Lonit, dijeron una palabra sobre su reciente
acceso de cólera. Se sentó en silencio, taciturno. Trató de pensar cómo podría
arreglárselas para que le perdonaran sin alterar su postura. Las gentes de Galeena
eran todo lo que él había dicho, y más. Lo sabía y no cambiaría de opinión. Tenía que
lograr que Torka cambiase la suya.
A la luz de la luna que se elevaba en el cielo, un perro salvaje aulló, y desde el
país desconocido que se extendía al este, otro perro contestó, y otro, y otro.
Karana estaba en tensión.
Umak tendió el oído. Movió la cabeza con aire reflexivo, tratando de no dejarse
distraer por los ojos de la matrona. Era la única de su tribu que permanecía despierta.
¿Cuánto tiempo llevaba observándole? ¿Y cuántos inviernos llegaron y se fueron
desde que una mujer le había mirado como aquélla? Lanzó un discreto gruñido. No
era joven, pero tampoco vieja. Debajo de sus ropas desaliñadas y de capas de
suciedad, tal vez incluso fuera humana. Aquella posibilidad le intrigaba, tanto que
cuando habló refiriéndose al perro, en realidad no hablaba sólo de Aar.
—Quizá el Hermano Perro no esté solo mucho tiempo, sin una compañera con la
que compartir la comida que él lleve a su campamento.

Lonit miró a Torka y suspiró mientras oía los sonidos solitarios de los lejanos
animales salvajes. La luz de la luna plateaba la noche.
—Es posible que Aar encuentre una hembra de su especie —dijo—. Eso sería una
buena cosa.
A la luz de la luna, Torka aparecía más hermoso que nunca, y la muchacha pensó:
"Lonit ha encontrado por fin su sitio al lado de Torka. Incluso en este campamento,
rodeados de esta gente pestilente. Es algo maravilloso".

Karana les observaba. El viejo espíritu jefe tenía una expresión muy extraña en su
cara. Y Torka y Lonit sólo parecían ver el reflejo de la luz de la luna que brillaba en
sus ojos mientras se miraban el uno al otro. De repente se sintió sólo, a pesar de la
gente que se apiñaba en la caverna y de la presencia de aquellos que le habían
aceptado en su tribu, no había nadie en el mundo para él, ni siquiera un perro salvaje.
Por primera vez desde hacía mucho más tiempo del que deseaba reconocer, se acordó
de su gente. Había transcurrido mucho tiempo desde que se internaron en dirección a

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la niebla y la nieve, tras prometer que volverían por él y por los otros niños más
pequeños. Ahora, cuando trató de recordar el rostro de su padre, no veía a Supnah en
absoluto, sino una mezcla de Torka y de Umak. Supnah estaba muy lejos, perdido en
la niebla del pasado, pero volvería algún día… si podía. De cualquier modo, Karana
estaba convencido de que si a su padre le hubiera sucedido algo, él lo sabría. Aun así,
a pesar de esta certidumbre, Karana no veía a su padre sino la sonrisa maliciosa y
despectiva de Navahk, el Hechicero.
Karana se estremeció. Su certidumbre se tambaleó. Quería olvidarse de Navahk,
pero no lo conseguía. Tenía la sonrisa del hechicero clavada en su cerebro. Sus
blancos dientes, sus colmillos tan agudos como los de un lobo, mordieron la
conciencia de Karana.
"Karana es un hijo ingrato que ha olvidado a su propio pueblo".
¿Surgía aquella acusación de su propio interior, o provenía de Navahk? No podía
decirlo. Lo único que sabía es que era verdad.
Nubes intermitentes se deslizaban por la cara de la luna. En el interior de la
caverna, la oscuridad disminuía y aumentaba a tenor del paso de las nubes. Karana se
cubrió sus estrechos hombros con las pieles de dormir. A su lado, Umak se envolvía
en la piel del gran oso caricorto. Aún no estaba curtida del todo, pero el chiquillo
sabía que si el anciano se descuidaba, Galeena o cualquier miembro de la tribu
intentaría probablemente robársela. Mientras el chico vigilaba, Umak se quedó
dormido, como a menudo hacía, sentado muy derecho, dando alguna que otra
cabezada como si estuviera en trance, como si creyese no estar en absoluto dormido
sino en comunión con los poderes místicos de la montaña. Karana le envidiaba. Le
hubiera gustado poseer el poder de un espíritu jefe para quitarse de la cabeza la
burlona imagen de Navahk y hacer que la tribu de Galeena desapareciera.
El viento arreciaba; Karana oía su silbido al chocar contra la montaña. Desde
algún lugar encima de la caverna cayeron unas piedras pequeñas; su sonido se
amortiguó al caer a plomo en el chorro de alguna de las innumerables cascadas que
continuaban manando del casquete helado de la cima hasta que la primera helada del
otoño las solidificara. Karana escuchó. Los perros todavía aullaban. Era un sonido
desolado, aislado. El niño se preguntaba si Aar estaría con ellos, y si regresaría
alguna vez.
—Duerme —le dijo Torka—. Mañana iremos a cazar. Torka traerá carne y Karana
teñirá en sangre su cuchillo de desollar.
Karana se tumbó y trató de dormir. Torka y Lonit compartían las mismas pieles.
En la caverna reinaba el silencio. Sólo los lejanos aullidos de los perros perturbaban
los sonidos familiares del viento y de la montaña. Las gentes de Galeena roncaban,
pero el sonido quedaba amortiguado debajo de sus pieles de dormir amontonadas.
Karana notó que la noche se hacía cada vez más densa a su alrededor. Echaba de

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menos el calor y la fuerza del perro cuando dormía a su lado. "Si esta gente apestosa
se marchara", pensó, "Aar Volvería a su manada humana. Entonces Karana no
dormiría solo".
Suspiró mientras se tapaba los ojos con uno de sus delgados antebrazos. La luna
colgaba baja en el cielo occidental cuando por fin consiguió dormir. Los perros
guardaban silencio. Lejos, en la tundra, un animal de ojos azules con un antifaz
negro, estaba sentado, solo, en lo alto de un montículo. Era casi de madrugada
cuando se durmió, gimoteando en sueños.

En la oscuridad reinante en el fondo de la caverna, una mujer de la tribu de


Galeena rebulló y lloró suavemente en los brazos de un joven cazador con una
cicatriz en el rostro; ninguno de los dos había participado en la alocada y vociferante
comilona de su gente. No tenía apetito ni gana de nada; la pena les había privado de
todo, salvo de una tristeza honda e infinita.
—¿Has permanecido despierta toda la noche, Iana?
—Dormir es soñar, Manaak, con el Gran Espíritu…
—El Gran Espíritu está lejos. No puede venir a un campamento tan alto. Galeena
nos ha guiado bien, como prometió. Tendremos una nueva vida —sus palabras eran
una amarga combinación de consuelo y de sarcasmo.
—El Gran Espíritu está aquí—dijo ella, y suspiró poniéndose una mano sobre el
corazón—. Con la pequeña Ripa, nuestra hija… con todos los que murieron. ¿Por qué
habrá matado incluso a los más pequeños, Manaak? ¿Por qué está tan enfadado?
—Es un espíritu. Un gran espíritu. Puede hacer cuanto le venga en gana.
Ella se estremeció. Se quitó la mano del corazón para tocar la cara del hombre y
acariciar las cicatrices todavía frescas.
—Pero, ¿quién le detendrá? —preguntó—. ¡Ningún hombre puede matarle,
Manaak! ¡Ningún hombre! Galeena lo ha jurado.
—¡Yo mataré al Gran Espíritu! —afirmó Manaak.
—¡No debes hablar así! ¡Si desafías a Galeena de nuevo, no se conformará con
hacer que los otros te corten la cara!
Manaak no replicó. La mantenía muy cerca de él, rodeándola con sus brazos, y
notaba a su hijo nonato moverse contra su antebrazo. Más allá de la oscuridad de la
caverna, podía oír el sonido de las cascadas que bañaban la cara de la montaña. Era
un sonido sedante, pero él no estaba tranquilo.
—¿Has visto al pequeño? ¿Ese que cojea y al que le llaman Karana? —inquirió.
—Sí, lo he visto…
El hombre percibió la angustia que estrangulaba la voz de la mujer. Su tristeza
profunda se convirtió en rabia.
—Podíamos haberle traído. Yo podía haberle traído. Antu era pequeño, y se habría
podido curar lo mismo que Karana. Yo podía haberle cargado sobre mis hombros. Yo

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quería hacerlo, yo… —su voz se quebró y no pudo continuar.
—Galeena es el jefe —la mujer le acarició los labios mientras hablaba—. Le
correspondía tomar la decisión. Tú luchaste. Él te cortó la cara. Era la segunda vez
que te enfrentabas a él, Manaak. Y tú mismo lo has dicho antes. Galeena nos ha
guiado bien; nos ha proporcionado una nueva vida, en un lugar donde el Gran
Espíritu no puede venir.
—A un lugar sin niños.
—Lo que se hizo tenía que ser hecho por el bien de la tribu. Galeena lo dijo.
—Este Pueblo del Perro no ha abandonado a su miembro más joven. El viejo
caza. Y es tan anciano que Galeena le habría echado de nuestra tribu muchos
inviernos antes de que llegara a adquirir el aspecto que ahora tiene. Sin embargo, es
un hombre fuerte, caza y es útil para su gente. El que llaman Torka dice que el viejo
mató al gran oso cuya piel viste.
—Las costumbres del Pueblo del Perro no son nuestras —dijo Iana, apaciguadora
—. También ellos se enfrentaron al Gran Espíritu, pero ya ves los pocos que
quedaron. El que los manda, ese Torka, parece audaz y valiente, pero ha entregado su
campamento a Galeena; por tanto, es débil. Te darás cuenta de que Galeena se las
arregla bien, mejor que los demás. Nos ha guiado bien. Tenía derecho a… —se
detuvo, incapaz de continuar. Su tristeza era tan grande que le desgarraba el alma y
estaba a punto de ahogarla.
Manaak la sostuvo, casi desvanecida, en sus brazos. La acunó como si fuera una
niña de corta edad. Pensaba en Ripa, su hijita, a quien vio morir bajo la pata del
mamut asesino, y en Antu, el hijo a quien le obligaron a abandonar cuando Galeena
condujo a su tribu en medio de la tormenta para que sus cazadores no se viesen
forzados a unirse a las otras tribus cuyos jefes escogieron perseguir al gran mamut y
tratar de matarlo. Más tarde, dos de los supervivientes se unieron a ellos y les
contaron la forma en que habían muerto sus compañeros. Aunque sus lanzas se
tiñeron con sangre del Gran Espíritu, la bestia había seguido su camino, inmortal. Eso
era lo que Galeena dijo, refocilándose mientras sus cazadores asentían una y otra vez
con la cabeza en señal de que aceptaban su decisión de abandonar la caza de un ser al
que era imposible dar muerte. Manaak fue el único en no mostrarse de acuerdo, pues
creía que, aunque algunos hombres murieran en el intento, por lo menos se esforzaron
por conseguirlo. Por lo menos no habían vuelto la espalda y echado a correr como
perros asustados.
—Duerme —susurró a la mujer que tenía en sus brazos, y poco a poco ella se
tranquilizó quedándose al fin dormida.
Pero Manaak no dormía. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared de la
montaña y, envuelto en las sombras de la noche cuyo fin estaba cercano, observaba la
salida del sol sobre los elevados picachos cubiertos de glaciares que bordeaban el

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horizonte del mundo desconocido situado al este.
En las entrañas de la montaña algo se movía, gemía y se quejaba. Era un sonido
terrible, como si algo vivo, enorme, estuviera atrapado en el seno de la piedra y
tratase de salir de allí. En realidad era más un susurro que un rugido. Luego
desapareció; y Manaak se dijo que quizá habría sido producto de su imaginación.
A la entrada de la caverna, el hombre que se daba a sí mismo el nombre de Torka
se levantó y miró las primeras luces del alba. Tras despojarse de la túnica y el
pantalón, salió. Pasaron unos minutos antes de que volviera. Cuando lo hizo, su
cuerpo relucía de humedad, y su cabello chorreaba. Manaak frunció el entrecejo,
dándose cuenta de que Torka había dejado que el agua helada de una de las cascadas
cayese encima de él: Pensaba que era realmente extraño que un hombre hiciera algo
semejante; por tanto, llegó a la conclusión de que debía de tratarse de algún tipo de
ritual religioso, exclusivo del Pueblo del Perro.
Torka permanecía en pie a la luz del sol naciente, permitiendo que éste y el viento
matutino le secasen. Manaak vio su cuerpo vigoroso y las recientes cicatrices que lo
surcaban.
¿Le habría hecho aquello el mamut? ¿Se habría acercado al Gran Espíritu tanto
como él, para mirar sus ojos enrojecidos y oler su aliento fétido, para ver sus
colmillos tintos en la sangre de su pueblo?
Manaak pensó en sus hijos muertos y en su mujer de ojos tristes. Después pensó
en Galeena, quien había conducido a su tribu en medio de las tormentas que les
habían diezmado.
Las comisuras de la boca de Manaak se curvaron hacia abajo. Lentamente, con
suavidad, apartó de Iana sus brazos. A continuación, con el mayor sigilo, puesto que
no deseaba despertar a nadie de la tribu de Galeena, atravesó la caverna y se
aproximó a Torka. Le impresionó la extraordinaria percepción del hombre, porque
Torka se volvió a mirarle antes de que hubiera tenido tiempo de llegar a su lado; en
sus ojos había una expresión alerta y las ventanillas de su nariz aparecían dilatadas
cuando Manaak se detuvo junto a él.
Permanecieron hombro con hombro. Torka era más alto y más fuerte, si es que
Manaak no se equivocaba, cosa que no solía ocurrirle en casos como aquél. Con los
ojos entornados calculó, buscó y encontró lo que buscaba. Iana se había equivocado,
no había en Torka debilidad alguna.
—Galeena busca seguridad para su tribu en la caverna de Torka —habló en tono
provocativo—. Galeena se oculta de sus temores lo mismo que una mujer anciana se
esconde de quienes la expulsan de la tribu para que muera. ¿Qué es lo que Torka
busca?
—Torka ha encontrado lo que buscaba. Seguridad para mi gente en una nueva
tribu.

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—¿Y qué es lo que Torka teme?
La pregunta quemaba como lo harían los rayos del sol. Torka vio la respuesta que
brillaba oscuramente en los ojos del otro hombre.
Manaak asintió con la cabeza. Sonrió, pero no había felicidad en su sonrisa, sino
tan sólo la confirmación del odio que le devoraba.
—Torka ha visto al Gran Espíritu —dijo—; ha visto morir a sus hijos… y ha
mirado los ojos enrojecidos de la bestia que según dice Galeena no puede morir.
—Sangra. Puede morir.
La sonrisa de Manaak se ensanchó. Se volvió un poco mientras con un gesto
indicaba la tundra.
—Está allí, en alguna parte. Ya sea carne o espíritu, está allí —aseguró—. Busca
hombres a los que matar, niños a los que aplastar, persigue a las tribus que no han
podido ponerse a salvo en campamentos a gran altura como éste.
—Entonces Galena es un hombre sabio y prudente —la frente de Torka se cubrió
de arrugas, pues no sabía aún qué pensar sobre la actitud de su interlocutor—. Busca
seguridad para su pueblo, igual que Torka lo hizo. Nuestras dos tribus juntas vivirán y
cazarán como una sola… y estarán a salvo.
Las facciones de Manaak se contrajeron en una mueca de asco.
—No existe seguridad para ningún hombre, mujer o niño en tanto el Gran
Espíritu comparta el mundo con nosotros —afirmó.
Ahora fue Torka quien hizo un gesto de enfado al ver una clara censura en los
ojos de Manaak.
—El Gran Espíritu —replicó—, está muy lejos de aquí. Camina por un mundo
distinto.
Manaak sacudió la cabeza.
—El Gran Espíritu vendrá algún día en busca de tus hijos y de los míos. A no ser
que nosotros lo matemos.
—¿Nosotros?
—¡Sí! Torka y Manaak. ¡Juntos!
El antiguo y terrible deseo de matar al Destructor rugió de nuevo en la mente de
Torka. Suspiró y trató de acallar el rugido apelando al sentido común.
—Dos hombres no pueden matar al Destructor —contestó con severidad al
hombre que se daba a sí mismo el nombre de Manaak—; aunque poseyeran el poder
del rayo para dirigir sus lanzas y encender sus corazones, no sería suficiente.
Manaak asintió con la cabeza, algo más tranquilo. Sonrió de nuevo, y esta vez era
una auténtica sonrisa, no una mueca de impotencia.
—Dos hombres pueden inflamar los corazones de muchos hombres. Y con
muchos cazadores juntos, se podría conseguir.
—Galeena ha dicho que no desea cazar al gran mamut.

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Manaak se encogió de hombros. La luz del sol bañaba el interior de la caverna.
Los miembros de su tribu rebullían, y su jefe se disponía a abandonar su cama de
pieles, desperezándose entre resoplidos. La sonrisa de Manaak desapareció.
—Es posible que Galena no sea siempre el jefe —sugirió; luego se alejó mientras
dejaba que Torka considerase el significado de sus palabras.

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CAPÍTULO 4
Crack!
El sonido fue una explosión de potencia al chocar los cráneos de los dos
bueyes almizcleros machos con la aplastante intensidad del celo otoñal.
Torka se levantó de un brinco. Tenía sus lanzas en la mano antes de que Karana
diera a voz en cuello la noticia de que había visto pastar al rebaño entre los sauces
achaparrados y los arbustos que se extendían al pie del aluvión. Torka estuvo a su
lado en un instante. Se encontraban los dos en el saliente de la cornisa.
—¡Mira! —exclamó Karana—. ¡Cuántos bueyes almizcleros!
Torka miró. Después hizo señas a las gentes de Galeena para que se acercaran.
¡Venid! ¡Ahora cazaremos juntos!
Ninguno de los hombres se movió. Miraron a su jefe, en espera de que éste les
diera una señal. No recibieron ninguna.
Galeena bostezó. Yacía de costado, apoyada la cabeza sobre un codo, con sus dos
mujeres, una a cada lado, desnudas y sentadas con las piernas cruzadas.
—No hambre. Cazar mañana —anunció, y se estiró para pellizcar un pezón de la
más joven de sus mujeres, el que le caía más a mano, como si fuera una fruta que
quisiera arrancar.
La mujer soltó una risita y se sacudió.
Torka estaba fastidiado. Galeena había prometido cazar. Había transcurrido un
día, una noche y una mañana, y todavía continuaba repantingado en medio de la
porquería.
—¡Vamos! —Torka intentó persuadirle—. ¡Mira cómo estás! Ningún hombre
puede pasar tantas horas tumbado con sus mujeres. Sal de ahí, antes de que te vuelvas
tan blando como una hembra.
¡Levántate y mira! Hay bueyes almizcleros al pie de la montaña, tan cerca que
este hombre puede sentir cómo cabalgan en el viento sus espíritus de vida que piden
ser cazados.
Con gran lentitud, Galeena se incorporó. Con gran lentitud, sus dedos retorcieron
un pezón de su mujer hasta que ésta lanzó un chillido. El jefe le propinó un brutal
empujón en la espalda, dejó libre su pecho y sonrió al ver la desilusión reflejada en
los ojos de Torka. Le gustaba irritar a aquel hombre. Le molestaba la forma en que
Torka tendía a asumir autoridad. Galeena bostezó de nuevo, abrió una boca enorme,
con toda deliberación.
—Hoy no hay caza —dijo cuando terminó su bostezo—. El día está a punto de
acabar.
—Lo mismo ocurre con la carne que iba a ser consumida por la tribu de Torka —
la impaciencia endurecía el tono en que el joven pronunciaba sus palabras— durante

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la época de la larga oscuridad.
Un murmullo contenido recorrió las filas de los miembros de la tribu de Galeena.
Contemplaron alternativamente a Torka y a su jefe, pendientes de la respuesta de
Galeena a la audacia de Torka.
—Cuando la carne se termine —se limitó a contestar el jefe con una sonrisa
insolente—, cazaremos.
En toda su vida había oído Torka un razonamiento tan estúpido. ¿Esperar a que la
comida se hubiera acabado antes de salir a buscar más? ¿Permanecer sentados sobre
el trasero mientras un rebaño entero de bueyes almizcleros pastaba en las
estribaciones de la montaña y no se precisaba otro esfuerzo que el de arrojar una
lanza para conseguir carne.
—¡Eso es impensable! Es una ofensa a los espíritus de la caza —concluyó Torka,
indignado tras de haberse despachado a su gusto.
Al lado de su fogata, Lonit se encogió asustada dentro de sus ropas y dejó de
coser los nuevos guantes de invierno que confeccionaba para Karana. Al otro lado del
anillo de piedras, Umak se pudo en pie, la muchacha sabía que se proponía acudir
junto a Torka, pero el peso de la gran piel de oso retardaba sus pasos. La usaba a
modo de túnica, y con la cabeza de la enorme bestia balanceándose encima de la suya
propia aparentaba una estatura de casi tres metros y era difícil verle la cara. Miró
horrorizada a Torka, recordando las leyes de su tribu. Nadie podía distinguirse de los
demás. Toda competencia estaba descartada. Era preciso existir dentro de un todo
para la supervivencia global. Torka ya se había rebelado antes contra tales normas, y
era evidente que ahora volvía a hacerlo. La asustaba ver que la estupefacción de las
gentes de Galeena se había transformado rápidamente en una ira colectiva. Torka
había censurado abiertamente el criterio de su jefe. Y con ello les había criticado
indirectamente a todos ellos, puesto que habían elegido a Galeena para que les
dirigiera.
Varios cazadores se pusieron en pie, cogieron sus lanzas y las blandieron de
forma amenazadora en dirección a Torka, mientras los chiquillos abandonaban las
sombras para situarse detrás de Galeena. Las mujeres del jefe fruncieron el entrecejo;
al fondo de la caverna, Iana, la mujer de los ojos tristes, contemplaba la escena con
indiferencia, y Manaak, en pie, miraba expectante a Torka.
Más que la amenaza de las lanzas en alto de los cazadores de Galeena, fue la
expresión de Manaak lo que aplacó la furia de Torka recordándole cuál era su sitio.
Cualquiera que fuese el resentimiento que el hombre de la cicatriz en la cara,
Manaak, abrigaba contra Galeena, era asunto de Manaak, no de Torka. Tal vez
Galeena no fuese siempre el jefe, pero ahora lo era. Podía no ser sino un imbécil
perezoso y flatulento, pero su tribu le consideró lo bastante capacitado para dirigirles,
y él les había llevado a un campamento seguro. Tanto si le gustaba como si no, Torka

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tenía que reconocer que Galeena los aceptó en su tribu, a él y a los suyos, sin hacer la
menor objeción.
Torka se reprochó su agresividad. Se había equivocado al desafiar a Galeena.
Aquel hombre venía de muy lejos. Si no estaba dispuesto a cazar, Torka debía de
mostrarse comprensivo y aceptar su actitud. Otra cosa sería si el rebaño de bueyes
almizcleros estuviera a punto de desaparecer, pero aquellos animales, a no ser que se
sintieran amenazados, acostumbraban a quedarse allí donde el pasto era bueno. Los
machos lucharían, se aparearían con sus hembras o se revolcarían en los sauces
enanos que amarilleaban en el otoño. Las crías de la primavera pasada, ahora gordas
y luciendo la incipiente barba que caracterizaba a su especie, mirarían a las hembras
que berreaban y babeaban mientras eran fecundadas por los machos.
La mano de Torka apretó con fuerza el asta de sus lanzas. No era costumbre del
pueblo abstenerse de cazar cuando en los almacenes escaseaba la carne y la caza
estaba cerca, pero, por lo visto, sí era costumbre en la tribu de Galeena. Recordó las
palabras de Umak: "En tiempos nuevos, los hombres deben de aprender cosas
nuevas".
Suspiró pesaroso. Su sangre bullía, anhelaba la emoción de la caza; pero tendría
que enfriarse.
—Torka cazará mañana —dijo por fin en tono amistoso a Galeena.
La grasienta frente del jefe se estiró hasta el nacimiento del pelo, no menos
grasiento. Su penacho se torció a un lado mientras el cuero cabelludo afeitado se
contraía sobre su cráneo ancho y chato. Con aire de suficiencia miró de reojo a Torka
después de haber engullido un trozo de carne que no se le ocurrió compartir con
nadie.
—Torka cazará cuando Galeena diga que hay que cazar. Torka no cazará cuando
Galeena diga no cazar. ¡O Torka marcharse! ¡Coger tribu y dejar el campamento de
Galeena!
—¿El campamento de Galeena? —Torka estaba a punto de estallar ante el
descaro y la insolencia del hombre.
La chispa maliciosa en las pupilas del jefe era inconfundible. Su pueblo la vio. De
nuevo se produjo un murmullo entre ellos. Complacidos, asintieron con la cabeza y
sonrieron.
Los ojos de Torka se entornaron. Su buena voluntad para llegar a un compromiso
se vino abajo al darse cuenta de que la negativa de Galeena no tenía nada que ver con
el cansancio; obedecía a su deseo de poner a Torka en su sitio y rebajarle delante de
los suyos y de los miembros de la tribu de Galeena. De momento había tenido éxito.
Torka era consciente de que el pequeño Karana le miraba expectante, y de que Lonit
desviaba la vista para no ser testigo de su humillación. Torka sabía que dentro de la
piel del gran oso, el viejo Umak le vigilaba. Si ahora se retractaba ante Galeena,

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nunca más volvería a inspirar respeto a nadie, especialmente a sí mismo. Pero por el
bien de su pequeña tribu, y de su hijo nonato, tenía que andar con pies de plomo para
conservar su orgullo sin perjudicarles.
Por consiguiente, decidió adoptar una actitud muy en la línea de Umak, con la
cabeza erguida, el mentón hacia arriba, las comisuras de la boca hacia abajo y un
rostro tan duro e impenetrable como una piedra.
—¡Hummm! Galeena dijo que su pueblo y el de Torka serían una sola tribu,
porque muchos cazarían sin peligro y vivirían con mayores facilidades. Torka nunca
discutirá la sabiduría de Galeena. Por el contrario, Torka dice que en la época de la
larga oscuridad cuya llegada pronto enviará al sol a ocultarse bajo el borde occidental
del mundo, la sabiduría de Galeena hablará por sí misma.
Las gentes de Galeena miraron a su jefe sin saber a qué carta quedarse. Esperaban
que les dijera si Torka había hablado con deferencia o con sarcasmo.
El semblante de Galeena estaba encendido. Tampoco él estaba seguro de la
verdadera intención de las palabras de Torka. A su lado Ai, la más joven de las
mujeres, estaba sentada muy erguida. Miraba a Torka con un interés que ninguna
hembra perteneciente a un hombre podía permitirse demostrar hacia otro sin la
autorización expresa de su compañero. El jefe le propinó un golpe en la cara con el
revés de la mano, con tal fuerza que le fracturó la nariz. Brotó un caño de sangre. La
mujer se llevó a la cara sus manos pequeñas y rechonchas. Cuando se puso a chillar,
él volvió a pegarla.
Asqueado, Torka volvió la espalda Y fue a sentarse junto a su propia fogata.
Karana le siguió. Y en el fondo de la caverna, Manaak, que observaba la expresión
torva y resentida que se dibujaba en la cara de Galeena sonrió.

Terminó el día. Pasó la noche. Comenzaba un nuevo día.


Umak se levantó con el alba y se acercó a Torka, señalando a Galeena con un
movimiento de cabeza.
—Ese individuo es un mal bicho —dijo. Tiene un corazón pequeño, podrido de
orgullo. Pero también es estúpido. Este anciano puede hacer que su corazón
empequeñezca aún más: pero Torka no debe desafiar de nuevo a Galeena, Torka debe
vigilar. Tiene que mantenerse al margen y observar cómo el Espíritu Jefe domina al
espíritu de Galeena.
Dichas estas palabras, se puso su piel de oso y sus collares y balanceó la cabeza
del gran oso caricorto sobre la suya. Si bien el peso del enorme cráneo le producía
molestias en el cuero cabelludo, no daba muestras de sentir ningún dolor. Trazó con
ceniza unas rayas en sus mejillas, con lo que logró que sus facciones adquiriesen un
aspecto de imperioso desprecio, como si estuviera furioso con el universo entero y
convencido de ser más poderoso que las fuerzas de la tierra y el cielo.
Se irguió y abrió los brazos en cruz. Cantando en voz alta, se acercó a zancadas al

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borde mismo de la cornisa. Invocó al alba, no con palabras sino con sílabas, al
principio cortas y sincopadas, luego largas y arrastradas, como si el viento succionase
las palabras de su cabeza.
Cuando por último se volvió para afrontar a aquellos a los que había despertado,
el sol se elevaba a su espalda. Umak resplandecía como un águila elevándose justo al
mediodía en pleno verano. Su aspecto era magnífico, majestuoso, más grande que la
vida. Cuando echó la cabeza hacia atrás y aulló, desde muchos kilómetros de
distancia de la montaña, el Hermano Perro contestó con otro aullido.
El público de Umak le contemplaba con estupefacción, paralizado de terror.
Cuando dejó de aullar, el perro salvaje también guardó silencio. Con un grito
agudo, penetrante, Umak cerró los brazos y los alzó mientras sacudía la cabeza de tal
forma que la del gran oso parecía moverse por sí misma. Una de las matronas se
desmayó de miedo, y los chiquillos de ojos de hurón no se movían. Hasta Torka
estaba impresionado. Umak se balanceaba y bailaba. Pero no era Umak; el que se
movía y respiraba era el gran oso caricorto. Cuando el hombre que se ocultaba debajo
de su piel hablaba, lo hacía con la voz del gran oso, y los ojos de Galeena se dilataron
de tal modo que parecían a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Hoy los espíritus de la caza aguardan a los espíritus de los cazadores! —rugió
el gran oso que era Umak— ¡Hoy será un buen día para cazar!

Y así fue.
Aunque hubiera llovido a cántaros o las nubes se hubiesen agrupado para
emblanquecer de nieve la tundra, a ninguno de los que presenciaron la transformación
de Umak en el espíritu del oso se le habría ocurrido poner sus palabras en tela de
juicio. Cogieron sus armas y salieron, hombres y muchachos juntos, todos salvo
Umak y Karana, que se quedaron con las mujeres en el saliente viéndolos marchar.
—Pronto iremos con ellos —dijo el anciano en tono tranquilizador, con una mano
sobre el hombro de Karana, dándose cuenta de lo mucho que le hubiera gustado al
chiquillo acompañar a los cazadores. Cuando estemos curados del todo y fuertes,
correremos delante de todos ellos y les demostraremos cómo se caza, y todos
envidiarán a este viejo y a este muchachito.
Karana levantó la cabeza y miró la pared de pieles oscurecida por la avasalladora
cabeza del gran oso. De alguna manera, Umak estaba allí. El niño veía su mentón
puntiagudo, los huecos negros de las ventanas de su nariz y unos pocos mechones de
su cabello enredados en las zarpas y las garras de sus collares.
—¿El Hermano Perro correrá con nosotros, Espíritu Jefe?
Umak percibió la ansiedad que había en la voz del niño. Le emocionó. También él
echaba mucho de menos la compañía del Hermano Perro, pero desde hacía dos
noches, los ladridos de otros perros salvajes se habían unido a los de Aar para taladrar
la oscuridad. Umak reflexionó antes de decidirse a contestar.

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Nosotros hemos encontrado una nueva tribu —dijo por fin—. Y Aar también ha
encontrado a otros de su misma especie. Ahora nuestro hermano no necesitará cazar
con su manada humana.
—¡Pero somos sus hermanos! —protestó el niño—. ¿Cómo podemos saber que es
feliz con su propia tribu? ¡Karana no es feliz con esta gente maloliente! Karana es…
—se interrumpió porque su voz había subido de tono y las mujeres de la tribu de
Galeena le miraban, lo mismo que Lonit. Vio el reproche en sus ojos y enrojeció
resentido, en espera de la respuesta de Umak.
Pero Umak no contestó. Se había olvidado de Karana por completo y su mente no
estaba en aquellos momentos para preocuparse por el paradero ni el bienestar del
perro salvaje.
Las dos matronas avanzaban hacia él. Le llevaban ofrendas de trozos de carne
apilados en fuentes hechas con los huesos pélvicos de grandes rumiantes. Las dos
miraban a Umak otra vez de aquella forma. Y las dos estaban completamente
desnudas.

La sangre latía detrás de los ojos de Torka. Era todo lo que podía hacer para
contenerse de gritar con la alegría del estímulo vivificante. Hacía, como Umak había
prometido, un buen día para cazar. El cielo estaba despejado. El sol calentaba. El
viento soplaba para refrescarles y mantener alejados a los insectos.
Aunque a Torka le molestara admitirlo, desde el primer momento vio claramente
que Galeena sabía lo que estaba haciendo. Condujo bien a sus hombres; de acuerdo
con el viejo estilo de cazar bueyes almizcleros que Torka aprendiera de Umak cuando
era niño, practicado asimismo por los cazadores de su propia tribu.
No se acercaron de frente al rebaño. Lo rodearon con sigilo en pequeños grupos
que no se reunirían hasta encontrarse al otro lado de los terrenos de pasto de sus
presas.
Después formaron una sola línea. El viento era su aliado ya que, al soplar, se
llevaba su olor lejos del rebaño. Permanecieron con los ojos entornados, de cara al
viento, con el hedor de los animales excitándoles a cazar de forma imperiosa.
El brazo de Galeena se alzó indicando a los hombres situados a cada extremo de
la línea que iniciasen el avance. Poco a poco paulatinamente, dejándole sólo una vía
de escape que conducía al cañón glacial sin salida donde Umak había abatido al alce.
Pasó un buen rato antes de que los animales se dieran cuenta de que estaban
siendo agrupados. Los matorrales de la tundra eran lo bastante altos para ocultar a los
cazadores que, en cuclillas, se mantenían al acecho. Luego, el primer macho los
descubrió. Se quedó parado, a continuación levantó la cabeza, sus ollares se movían
como si quisieran negarse a aceptar lo que sus pequeños ojos ya habían confirmado a
su cerebro.
Pero no era posible ignorar la presencia de los cazadores. Estos estaban ya en pie,

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erguidos, con las lanzas en ristre. Galeena lanzó un grito que fue coreado por cada
hombre y cada muchacho al precipitarse hacia adelante en una vociferante marea de
entusiasmo por la cacería ya en marcha.
—¡Ow-yaj! ¡Jai!
Corrieron como hombres perseguidos por avispas. Empavorecidos, los bueyes
almizcleros emprendieron veloz carrera delante de los cazadores hasta que,
sintiéndose atrapados en el cañón, giraron y se pararon para formar un círculo
protector en el flanco elevado de la montaña. Era una formación defensiva que solía
darles resultado contra lobos y leones. Con sus crías resguardadas en el improvisado
baluarte de la circunferencia protectora formada por hembras y machos situados de
cara a los cazadores, los bueyes almizcleros agacharon la cabeza y prepararon sus
poderosos cuernos curvados hacia arriba para los carnívoros de dos piernas que se
precipitaban hacia ellos como perros salvajes, entre alaridos y aullidos.
Pero no eran perros, eran hombres mucho más peligrosos que aquellos. No se
dejaron intimidar por los cuernos que desgarraban y destripaban, ni una sola vez se
acercaron tanto como para ponerse en peligro. Sus lanzas les proporcionaban la
ventaja de la distancia, y su conocimiento sobre las costumbres de los animales les
daba una absoluta supremacía. Sabían que los bueyes almizcleros no cargarían contra
ellos. Los animales no romperían su círculo defensivo. Morirían antes de abandonar a
sus crías o a sus hembras a la rapacidad de los cazadores.
Y así fue como los hombres y los muchachos de la tribu de Galeena los abatieron.
Torka les secundó hasta que optó por quedarse atrás, preguntándose por qué
continuaba la caza. Ya habían dado muerte a más de las tres cuartas partes del rebaño.
Sólo se mantenían en pie dos machos viejos y unas cuantas hembras y crías. Los
animales muertos y agonizantes proporcionarían tanta carne que sus mujeres tendrían
que trabajar duro para prepararla. Sin embargo, la cacería continuaba, con los
hombres y los muchachos de Galeena precipitándose a recobrar sus lanzas para
volver a utilizarlas una y otra vez.
Torka estaba horrorizado. Matar a todos los bueyes almizcleros equivaldría a
destruir para siempre a los espíritus de vida del rebaño. No podía creer que Galeena
permitiese a sus cazadores cometer aquel disparate; una acción semejante contravenía
los tabúes más estrictos del Pueblo, según los cuales estaba vedado matar de una
forma tan despilfarradora. Siempre había que dejar con vida a unos cuantos animales,
porque se decía que si moría la última cría, moriría también el último niño en la
época de la larga oscuridad, cuando los animales gregarios se negaran a acudir para
ser cazados por aquellos que no se preocuparon de la continuación de su especie.
Manaak, el hombre de la cicatriz en la cara y ojos duros, se le acercó.
—¿Por qué no caza Torka? ¿Acaso teme a un puñado de bueyes almizcleros tanto
como teme al Gran Espíritu? —preguntó.

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Se alejó antes de que Torka pudiera contestarle, pero sus palabras le habían
herido. Aun así no habría vuelto a matar si Manaak no hubiera provocado la carga del
último de los viejos machos.
Era el animal más grande del rebaño. Medía aproximadamente metro y medio
hasta la cruz, era macizo, con una maraña de pelo pardo cayéndole hasta los jarretes.
Cada centímetro de su cuerpo de media tonelada de peso era un tejido de músculos
excepto encima de los ojos. Tenía cuernos.
Galeena ya había colocado una lanza en la cruz del viejo macho, por lo que la
cabeza del animal aparecía agachada a causa de la pérdida de sangre y del dolor. Sus
cuernos abiertos parecieron juntarse sobre su frente, como una cinta aplastada que se
extendiese hacia abajo con las puntas desgastadas a cada lado de lo ojos.
Manaak arrojó la última de sus lanzas, que se clavó al lado del arma de Galeena.
Las rodillas del macho se torcieron, se cerraron. No cayó; miró a sus antagonistas con
sus pequeños ojos llenos de dolor. Detrás de él, una de las pocas crías supervivientes
berreó, y junto a las patas del macho se desplomó otro de costado, con los ojos
vidriosos, la lengua colgando y los costillares agitándose en el postrer paroxismo de
la muerte.
—¡Yo asestaré el último lanzazo! —proclamó Manaak.
—¡Sólo si sacas tu lanza antes que yo la mía! —respondió Galeena al reto de
Manaak.
Mientras Torka miraba y los otros les jaleaban, Manaak y Galeena se
aproximaban al macho. Haciéndose fintas se acercaban al animal de frente, en tanto
los chicos lo hacían por detrás y gateaban sobre los cuerpos de los bueyes muertos y
agonizantes para pinchar los ya ensangrentados cuartos traseros del macho con sus
lanzas, hasta que una hembra enfurecida les obligó a batirse en retirada.
La sangre empezaba a manar del pelaje, grueso y oscuro, de la cruz del macho.
Salivaba pesadamente; era una espuma densa, sonrosada que revelaba heridas
internas. Se volvió justo cuando el chico que había echado a Aar del saliente tropezó
y cayó cuan largo era sobre el vientre.
Increíblemente, el macho cargó. Estaba de pie casi muerto, pero la rabia le
impulsó a hacer aquel último esfuerzo. Varios le arrojaron lanzas, pero todas erraron
el blanco. Fue la lanza de Torka, más larga y ligera que las armas usadas por los
cazadores de la tribu de Galeena, la que se hundió en la carne suave de la base del
cráneo del macho. La herida fue muy profunda. La posición de Torka le había
permitido el ángulo perfecto para el lanzamiento mortal; su fortaleza, habilidad y la
calidad de su arma lo hicieron posible. La punta de su lanza rompió el centro de
equilibrio en la parte posterior del cerebro del animal, y la hemorragia cerebral hizo
el resto. El buey almizclero se desplomó muerto y faltó muy poco para que aplastara
al muchacho caído.

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En el saliente donde había seguido la cacería con Karana y las mujeres, Umak
lanzó un rugido de orgullo, y las mujeres, incluida Lonit, prorrumpieron en gritos de
maravilla y de júbilo. Los cazadores y los muchachos se aproximaron a Torka para
expresarle su aprobación y decirle que jamás habían visto un lanzamiento tan
magnífico.
Galeena fue el único que no dijo nada. La exaltación que surgió en su boca
mellada fue honda, rebosante de resentimiento. Y aunque el chico que se había caído
era Ninip, su único hijo, no sentía gratitud hacia Torka por haber salvado la vida del
chico. El muchacho era un necio. Se había avergonzado de su padre. Al salvar su
vida, Torka había avergonzado a Galeena aún más. Y todos los hombres, muchachos
y mujeres de su tribu habían presenciado la humillación. Nunca se lo perdonaría a
Torka. Algún día se lo haría pagar.

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CAPÍTULO 5
as mujeres bajaron del saliente, y comenzó el descuartizamiento. Umak se les
unió con su capa de piel de oso. Paseaba por el escenario del
descuartizamiento con la misma altanería desdeñosa con que una garza real se
pasearía sobre sus zancas por un terreno pantanoso.
—¡Hummm! Justo como el Espíritu Jefe lo dijo: un buen día para cazar.
De ningún modo estaba dispuesto a dejarles olvidar que fue él quien pronosticó su
buena suerte. Mientras los cazadores desollaban a sus numerosas presas, él les
observaba con estoicismo. Su rostro no dejaba traslucir lo que pensaba acerca de la
desenfrenada matanza del rebaño entero. Lo que estaba hecho, hecho estaba. Si los
espíritus de la caza se sentían ofendidos, nada se podía hacer para arreglarlo. Por la
noche encendería fogatas y entonaría cánticos de veneración en honor de los espíritus
de vida de los bueyes almizcleros. Tal vez entonces se sintieran complacidos.
Entretanto, sus cánticos, sus fogatas y sus danzas rituales impresionarían a la gente de
la tribu de Galeena, especialmente a las matronas. Eso, por lo menos para Umak,
sería una buena cosa.

Para sorpresa de Lonit, los cazadores de la tribu de Galeena no se limitaron a


desollar a sus presas. Vio asombrada cómo obligaban a sus mujeres a permanecer en
pie, a su espalda, mientras ellos abrían las gargantas de cada animal, le cortaban la
lengua y la devoraban allí mismo.
Mientras la muchacha miraba, Torka cortó la lengua del macho que había matado
y se la llevó a Umak.
—Para el Espíritu Jefe, cuya magia nos ha proporcionado tanta carne.
El anciano gruñó como de costumbre, si bien evidentemente complacido por la
deferencia de Torka. Mientras las gentes de Galeena les miraban con extrañeza, ya
que por lo visto no estaban acostumbrados a que los jóvenes sirvieran a los viejos,
limitándose en su trato con ellos a ordenarles que se marcharan a caminar en alas del
viento, Umak aceptó la ofrenda, como si estuviera completamente convencido de
merecerla. Sostuvo la lengua en alto como si con su ademán quisiera expresar su
gratitud a los espíritus. A continuación, con voz potente, entonó una melopea en
alabanza del animal cuya carne se disponía a consumir. Luego, tras haber cortado una
pequeña porción que Lonit estaba segura de que sería para Karana, dividió la lengua
en dos pedazos con su puñal para carne y le ofreció uno a Torka.
La muchacha vio que ambos la buscaban con los ojos entre las mujeres antes de
sentarse a comer en silencio. Se sintió aliviada de que no la hubiesen visto o llamado
para que fuera a reunirse con ellos. Había preferido quedarse detrás del grupo de
mujeres que aguardaban, encogiéndose para no sobresalir entre ellas. Por la actitud

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adoptada por las mujeres sabía que no esperaban recibir el más mínimo trozo de
aquella parte de las piezas cobradas. Como ocurría en su propia tribu, los pedazos
escogidos estaban reservados para los cazadores.
Si Torka o Umak la hubieran invitado a compartir su festín, se habrían granjeado
la enemistad de Galeena y de sus hombres. Y Torka ya tenía más que suficiente con
haberse ganado la antipatía de Galeena.
Lonit lo veía en los ojuelos codiciosos del jefe cada vez que éste miraba a Torka
como si se tratara de un animal al que quisiera cazar. A Lonit le inquietaba mirarle.
Estaba sentado en una de las ancas del macho al que Torka había dado muerte, como
si el animal fuera su presa y no la de Torka. Le gustaba menos ahora que cuando le
vio por primera vez. Entonces la había asustado; ahora la asustaba todavía más.
El viento había amainado. Caluroso y encalmado, no hacía nada para suprimir el
olor a sangre que se elevaba de los bueyes almizcleros, unos muertos y otros
agonizantes. Saciados con la carne de la lengua, los cazadores empezaron a tirar las
sobras a los muchachos. Estos saltaron inmediatamente sobre los restos, peleándose
furiosos por llevarse la mejor parte, en tanto los cazadores fijaban su atención en
otros bocados escogidos. Observados por Lonit, utilizaron los pulgares para saltarles
los globos oculares a los bueyes almizcleros y empezaron a chupar con glotonería los
sabrosos jugos negros.
Lonit tragó saliva al recordar los días en que viajaba por la tundra con Torka y
Umak; los dos habían insistido generosamente en que compartiera aquellas
exquisiteces con ellos. Aquellos días habían pasado para siempre. Miró a sus
hombres, deseosa de estar a su lado, y se alegró cuando la llamaron a trabajar con las
otras mujeres para iniciar el auténtico despiece. La actividad disiparía los recuerdos
agridulces.
Ahora había cráneos que romper y cuerpos que desmembrar. Los cerebros serían
extraídos y utilizados para el curtido de las pieles. Los tendones se guardarían, una
vez separados de la carne. Se encenderían hogueras para ahumar y asar la carne. Se
romperían los huesos para fundir después el tuétano. Los cazadores ya estaban
orinando encima de las pieles recién arrancadas y que, una vez empapadas, se ataban
en rollos muy apretados y se colocaban cerca de las hogueras para mantenerlas
calientes. Al cabo de un día o dos las pieles estarían lo bastante suaves para poder
trabajarlas, y los largos pelos de los bueyes almizcleros podrían ser desenredados con
facilidad. A continuación las mujeres los arrancarían uno por uno y atarían las pieles,
bien estiradas, a los bastidores de secado donde daría comienzo el largo y tedioso
proceso de transformar las pieles en bruto en flexibles prendas de vestir.
Lonit cogió su cuchillo de piedra para descuartizar y empezó con otras tres
mujeres a cortar la giba rica en grasa de un macho en chuletas grandes y sangrantes.
Mientras trabajaba comía la carne que le apetecía con entera libertad. La carne estaba

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caliente y dulce. Sin embargo, cosa rara, tenía también un sabor amargo, lo que hizo
que se reprodujeran en su mente imágenes de la cacería en la que había sido abatido
el gran macho. Se sintió desasosegada al recordar la total exterminación del rebaño
de bueyes almizcleros. No podía olvidar el triste espectáculo de las tiernas crías que
balaban llamando a sus madres ni la forma en que los valientes machos se habían
dejado alancear deliberadamente en los costados antes de abandonar a sus congéneres
viejos y débiles y a los pequeños que todavía caminaban dando traspiés.
De pronto encontró repulsivo el sabor de la carne. Lonit tragó el bocado que tenía
en la boca y trató de pensar en otra cosa. A su lado, la mujer de ojos tristes a quien los
otros llamaban Iana trabajaba en silencio. Frente a ella, otras dos mujeres que decían
llamarse Oklahnoo y Naknaktup, comían y trabajaban, reían y charlaban. Se burlaron
de la estupidez de los bueyes almizcleros. A Lonit la molestaron sus palabras y no
pudo por menos de reflexionar sobre las costumbres de su propia especie. Se
preguntaba por qué los seres humanos —mucho más inteligentes y adaptables que
cualquier animal— rara vez se sacrificaban por los suyos y cuidaban de ellos como
los valientes bueyes almizcleros que habían muerto aquel día. Manifestó sus
pensamientos en voz alta e inmediatamente lo lamentó.
—¡Bah! —Naknaktup, la más joven de las dos matronas, lanzó un bufido—. ¡Los
bueyes almizcleros no son valientes! ¡Los bueyes almizcleros son necios! ¡Si
hubieran corrido, no estarían ahora todos muertos!
Oklahnoo gruñó en señal de asentimiento. Era el doble de gorda que Naknaktup y
varios años mayor. Por el parecido de sus facciones y su timbre de voz, resultaba
evidente que eran hermanas. Miró escrutadoramente a Lonit, como si pensara que no
estaba en su sano juicio.
—¡Es bueno que los bueyes almizcleros no piensen igual que la gente! Si los
bueyes almizcleros escapar, sin dejar atrás pequeños y enfermos, nosotros coger sólo
algo de carne. Pero como son estúpidos, permanecer con viejos y débiles, y nosotros
matar todos. ¿Mujer de Torka pensar que no ser bueno?
La mujer había hecho una pregunta. Lonit estaba obligada a contestar.
—No es bueno. No han quedado hembras ni machos para que nazcan nuevas
crías. El rebaño se ha ido para siempre. Nunca más volverán los cazadores a darse un
banquete con su carne y a expresar su agradecimiento a sus espíritus de vida.
—¿Qué importa eso? —Oklahnoo se encogió de hombros desdeñosa—. ¡Nos
damos el banquete ahora! ¡No es el único rebaño de bueyes almizcleros en el mundo
entero! Encontraremos más. Matar muchos. ¡Para siempre!
—¡Ai yih! —añadió Naknaktup.
La mujer de ojos tristes levantó la mirada de su trabajo y sugirió que las otras
prosiguiesen con el suyo.
—Mucha carne que cortar. El sol no andará más despacio por el cielo mientras

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mujeres hablar.
Oklahnoo sonrió de oreja a oreja, mostrando unos dientes desgastados que eran
como guijarros cubiertos de musgo en el fondo de una charca de aguas estancadas. Su
puñal para cortar la carne era un trozo de piedra redondeado y tosco, que encajaba en
la palma de su mano como una nuez dentro de su cáscara y estaba tan afilado como
una cuchilla de afeitar. Se había servido de esta hoja para rajar la paletilla del buey y
se regodeaba al contar cómo se las había arreglado para chupar la sangre caliente del
cuello de una cría aún viva. Los cazadores le habían abierto la garganta y cortado la
lengua, pero sin seccionar la vena yugular. Todavía estaba con vida cuando Oklahnoo
cayó sobre ella. Se reía entre dientes mientras imitaba los sonidos emitidos por el
animal cuando ella había enterrado la cara en su cuello desgarrado. Utilizaba los
brazos para explicar cómo había pataleado.
Lonit sintió náuseas de repente. Las hermanas eran las dos mujeres que se
aproximaron desnudas a Umak para ofrecerle carne y todo cuanto él hubiera querido
de ellas. Él sólo cogió la carne, y nada más, pero las examinó con indudable interés.
Lonit no entendía por qué. Ella las encontraba nauseabundas. Como todas las mujeres
de la tribu de Galeena, estaban sucias. Su cabello no parecía haber conocido nunca el
toque de un peine. Grasa de toda una vida se acumulaba en los mechones
enmarañados. Al agacharse sobre su trabajo, la reprendieron de nuevo por su
preocupación por el destino de los bueyes almizcleros.
Lonit no replicó. Sabía que no entenderían sus sentimientos más que ella los
suyos. Tal vez algún día sus propias vidas estuvieran en peligro y fueran salvadas por
la intervención de alguien a quien no le importase arriesgarse a morir por ellas. ¿Se
considerarían acaso por encima de los accidentes, la enfermedad o los comienzos de
la vejez? ¿Tendrían tantas ganas de reírse cuando los miembros de su propia tribu las
enviasen a caminar en medio del viento por no ser ya capaces de salir en busca del
forraje o de luchar por comer las sobras de quienes eran más jóvenes y más fuertes
que ellas?
Los ojos de Lonit recorrieron el escenario de la matanza. Tres o cuatro mujeres se
ocupaban en descuartizar cada buey almizclero. Los hombres y los muchachos
holgazaneaban, reponiendo las fuerzas que habían gastado al empeñarse en coger
tanta carne. No era la primera vez que Lonit advertía que se trataba de una tribu sin
niños, bebés y ancianos. No era preciso averiguar el motivo. Los niños pequeños, los
viejos y los enfermos siempre llevaban las de perder en los tiempos difíciles. Y
aquéllos eran tiempos difíciles, o por lo menos lo habían sido hasta que Galeena
condujo a su pueblo a través de las tormentas de la adversidad a un campamento a
salvo en la montaña de Torka.
Los ojos de la joven descansaron en su hombre. Se sentía muy orgullosa de él. Y
de Umak, quien, sentado en cuclillas al lado de Torka, extraía el tuétano del hueso

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roto de una pata con las pinzas especiales que ella le había hecho. No parecía un
hombre en absoluto sino un oso enorme; casi era divertido observarle, ver cómo
desaparecían las delicadas pinzas de tuétano en el rostro humano que se ocultaba
debajo de la cabeza del animal. Se le hacía cuesta arriba recordar que el viejo e
inteligente espíritu jefe fuese un anciano que, no hacía demasiadas lunas, escogió
dejar a los suyos y caminar en alas del viento al objeto de que el Pueblo no sufriera
por su causa.
Pensar en ello resultaba desconcertante. Umak había sobrevivido. El Pueblo había
muerto. Y si Lonit y Torka estaban vivos era exclusivamente gracias a la inteligencia,
al cariño y a la extraordinaria fortaleza de un anciano a quien no se había considerado
apto para vivir. A través de las tormentas y del frío, defendiéndose de los ataques de
las bestias salvajes, se mantuvieron juntos y lucharon prestándose mutua ayuda hasta
que, por fin, habían hallado seguridad en el seno de una nueva tribu. Lonit pronto
alumbraría al hijo de Torka. Y todo porque, merced a un viejo, el Pueblo había
renacido.
Una vida importaba. Arriesgar una vida para salvar otra no era el acto de un
necio.
El niño de Lonit se movió dentro de su vientre como si confirmara sus
pensamientos. La mano libre de la muchacha se posó en su abdomen. El niño que
había en su interior era aún muy pequeño, pero estaba lleno de vida y ondulaba
dentro de ella como un pececillo estremeciéndose en los confines de un charco
protegido. Por lo general, los movimientos de la criatura la llenaban de alegría, pero
ahora la ensombrecieron. El bebé nacería en la época de la larga oscuridad. Umak se
lo había dicho. Pero, ¿podía asegurarle que la tribu de Galeena permitiría vivir a un
niño nacido durante la luna del hambre? ¿Se reirían de ella las dos matronas,
Oklahnoo y Naknaktup, como ahora se reían del buey almizclero si la obligaban a
abandonar a su bebé desnudo para que se lo arrebataran los espíritus de las
tormentas? ¿Y Torka lo consentiría?
Lonit, de repente, se sintió enferma. Se levantó enloquecida y, sin preocuparse de
dar explicaciones sobre su apresurada marcha, buscó un sitio donde estar a solas,
lejos del lugar de la matanza. Alzó la cara al viento, pero éste era demasiado caluroso
para refrescarla. Estaba pálida y sentía náuseas, y había lágrimas en sus ojos cuando
la mujer de los ojos tristes que la había seguido, llegó a su lado.
La cara de la mujer, aunque demacrada, podría haber sido bonita si no hubiera
estado cubierta de suciedad y de hollín. Vestía un traje andrajoso que aparecía tirante
como la piel de un tambor sobre la enorme distensión de un embarazo muy
adelantado. Cuando habló, su voz era suave y profunda, llena de simpatía.
—¿La mujer de Torka llevar niño en vientre?
Lonit asintió con la cabeza.

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—Sí; será mi primer bebé.
—Es buena cosa —la mujer asintió con la cabeza para corroborar sus palabras—.
Niño primera vez, el mejor. Duro dar a luz, pero el mejor. Iana ayudará. Lonit no
asustada. Iana tener niños antes. Dos niños. Y ayudar a nacer muchos más.
Lonit frunció el entrecejo. ¿Muchos niños? ¿Y ninguno de ellos vivía para que su
madre lo llevara atado a la espalda? ¿Sería la muerte de sus hijos lo que entristecía
los ojos de Iana? Muchos murieron cuando el Destructor arrasó el campamento de
Galeena, pero quizá los hijos de Iana fueron víctimas de las largas y frías noches de la
época de la luna del hambre, la misma que con excesiva frecuencia obligaba a las
mujeres de su propia tribu a dejar desnudos a la intemperie a sus hijos recién nacidos,
o abandonarlos. Se estremeció. No quería pensar en ello.
—Lonit no estar triste —dijo Iana, señalando con una mano ensangrentada el
rebaño aniquilado de bueyes almizcleros—. No por ellos. Mejor todos morir. Mejor
morir que estar tristes por perder las crías… por perder las madres… por perder los
padres. Iana te lo dice: mejor todos morir que quedar alguno para recordarlo.
Lonit frunció el ceño de nuevo y sacudió la cabeza, dándose cuenta de que Iana
no se refería precisamente a los bueyes almizcleros.
—No —replicó—; no es mejor morir. Nunca es mejor morir. ¡Y esta mujer nunca
abandonará a sus hijos!
A pesar de estar oscurecido por la suciedad y el hollín, el rostro de Iana palideció
visiblemente. Sus ojos se dilataron y por un instante miró a Lonit como si no
estuviera segura de haberla entendido bien. Después, agachó la cabeza y suspiró.
—No hables así —susurró—. Galeena dice, Lonit hacer. Es la costumbre de la
tribu.
—Lonit es la mujer de Torka. Galeena vive en la caverna de Torka. Galeena come
de la carne de Torka. Torka habla, Lonit responde. A Torka. No a Galeena.
Iana sacudió la cabeza lenta, casi tristemente.
—Torka mucho hombre. Pero Galeena ser jefe de esta tribu. Lonit escuchar lo que
Iana decir ahora, y recordar. Torka debe hacer lo que Galeena decir… o cazadores de
Galeena matar a Torka. Entonces, Lonit estar triste. Entonces Lonit decir: ¡mejor
morir que recordar!

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CAPÍTULO 6
rabajaron hasta que el sol se puso, y el despiece aún no había concluido.
Demasiada carne. Demasiadas pieles. Demasiada sangre. Acudieron lobos,
perros y zorras. Agazapados en las sombras de la noche invasora,
permanecían a la espera.
Umak pensaba que también Aar se acercaría a la luz de las hogueras que habían
encendido. Pero si el perro estaba allí, se mantuvo en las sombras, y el anciano
comprendió que el Hermano Perro no volvería a su lado aquella noche ni ninguna
otra a no ser que dejara la compañía de las gentes de la tribu de Galeena. Y eso no
podía hacerlo… ni tampoco lo deseaba.
A la puesta del sol ejecutó una danza en honor de los animales muertos y, a
continuación, totalmente desnudo, se dirigió a bañarse en la más próxima de las
numerosas charcas heladas que había en la base de las estribaciones cenagosas que se
elevaban a partir de la llanura. El espíritu jefe llevó a cabo un ritual del baño. Torka
supuso, y no se equivocaba, que aquello era un truco. Umak vio los esfuerzos que
hacía su nieto para no sonreír cuando, a petición de Umak, Galeena y los suyos se
desnudaron con gran solemnidad y se metieron en el agua para ser "purificados" por
la magia del viejo.
Y realmente fue algo mágico obligar a unas personas tan mugrientas a hacer lo
que no habían hecho jamás, con el pretexto de que así conseguirían el poder del día
que les había traído suerte durante la cacería y asimismo para mantener a los espíritus
de la caza fuertes y santificados dentro de sus propios cuerpos. Eso fue lo que les
aseguró que obtendrían por medio del sacrificio del baño. Gracias a esta triquiñuela
logró que todos se mojaran, en especial las matronas.
Desde el saliente, Karana observaba la invasión de la noche y las hogueras de los
cazadores que ardían como soles en la llanura, en la linde del aluvión. Estaba sentado
a solas y desde las alturas vio cómo se agrupaban los depredadores en torno al lugar
de la matanza. Buscó a Aar entre los bultos en la sombra. Si el perro estaba allí,
Karana no lo vio. El niño solitario suspiró; le hubiera gustado participar en la caza.
Mañana, cuando el descuartizamiento hubiese terminado, Umak y Torka le llevarían
carne de lengua —estaba seguro de ello—, y Lonit le habría guardado chuletas de
giba y las asaría para complacerle.
Pero ahora estaba solo con sus recuerdos y su descontento. Estaba sentado en la
oscuridad, con la lanza que Torka le había hecho sobre las rodillas, con sus pequeñas
manos apretadas en torno del asta blanca y suave, y pensaba en todos los cánticos que
había oído entonar al viejo Umak. Había intentado seguirlos, afanándose por acertar
con la secuencia exacta de las silabas y el ritmo. En medio de la noche levantaba su
lanza en alto una y otra vez, en una acción de ofrenda a los espíritus. Si la levantaba

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todo lo más que podía y cantaba con toda la fuerza de sus pulmones, tal vez le oirían
y complacerían su deseo de poner en práctica la magia que haría desaparecer a
Galeena y a su despreciable tribu. Pero no ocurrió nada.
Pasaban las horas. El niño sabía que en la llanura los cazadores armados se
turnaban para formar un círculo que protegía la carne de los numerosos depredadores
que acechaban para robar un pedazo. Karana sabía que tendrían que esperar mucho.
Galeena era demasiado glotón para compartir comida con alguien sin luchar.
La noche era cada vez más densa alrededor del chiquillo. Las estrellas
desaparecían. Las nubes las habían tapado.
Karana suspiró, preguntándose si sus cánticos habrían atraído las nubes. ¿Sería
posible que hubiese manejado la magia meteorológica en vez de la magia que hacía
desaparecer a las personas? En cualquier caso, mejor era algo que nada. Se frotó la
pierna herida. Le dolía. El tiempo iba a cambiar. Esperaba que lloviera a cántaros allí
donde se desarrollaban los preparativos de la carne, para que el Pueblo de Galeena se
diese cuenta de qué jefe tan desafortunado habían elegido para dirigirles.
Pero las nubes no trajeron lluvia. Eran tan sólo el aliento frío, congelado, de la
montaña. Olían más a invierno que a los primeros días del otoño. Karana amontonó
en torno a sí las pieles de dormir y se tumbó, dispuesto a conciliar el sueño.
Cuando despertó, Aar estaba a su lado, completamente enroscado. El niño creía
estar soñando, pero el perro era real. La sangre seca de la cruz y las recientes
cicatrices encima del hocico lo demostraban, así como la lengua cálida y áspera del
animal al lamerle.
—¡Hermano Perro! —loco de alegría, Karana rodeó con sus flacos brazos el
cuello de Aar y le abrazó como si fuera realmente el hermano de su corazón.
El perro gimió y le lamió la cara con creciente entusiasmo.
El niño tocó las heridas del perro y frunció el ceño.
—De manera que no has sido aceptado por tu propia especie —dijo—, yo
tampoco por la mía. ¿Has topado con un Galeena al frente de tu manada de perros?
Bueno; Karana ha encontrado a un perro que dirige a una manada humana. Tenías
razón al escapar de Galeena. Es malo, tan malo como el perro que te ha hecho esto a
ti, hermano mío.
Se tendieron muy juntos, no para dormir, simplemente para descansar y disfrutar
de su mutua proximidad. De las profundidades de la montaña surgió el ya familiar
rugido. El sonido duró unos segundos y luego volvió el silencio. Karana escuchó.
Todo estaba tranquilo; tanto, que no era normal. El pequeño dio un respingo al
advertir que las cascadas de agua que caían desde el casquete helado de la cumbre se
habían helado.
—Pronto será invierno —susurró al perro.
Aar tenía la cabeza levantada. Escuchaba el silencio que le desconcertaba tanto

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como al niño.
—Karana no cree que pueda pasar un invierno entero en este lugar con Galeena y
su gente. Karana se está empleando a fondo para ejecutar la magia que consiga
hacerles desaparecer.
El perro gimió y le lamió la cara; era casi como si hubiera entendido las palabras
del pequeño y deseara decirle que, incluso en el caso de que estuviera predestinado al
fracaso, el Hermano Perro no se lo echaría en cara.
Karana suspiró. El sentido común acababa de hacer añicos el entusiasmo que
instantes antes sentía por su habilidad para hacer magia.
—Si Torka no expulsa a Galeena —decidió—, Karana abandonará este lugar. Los
dos juntos formaremos uña tribu. Karana y Aar. No sería mala cosa.
El perro suspiró suavemente, mientras Karana pensaba en lo que acababa de
decir. "No sería una mala cosa. Sería una cosa imposible".
A menos de que su pierna sanara.
Cerró los ojos. Trataría de hacer la magia que lo consiguiese; al fin y al cabo, no
sería tan difícil como impetrar a las nubes. Y él lo había hecho, o por lo menos así lo
creía.
Se durmió y soñó con kilómetros y kilómetros de tundra oscura y salvaje, barrida
por las tormentas del invierno, con niños agonizantes bajo la fría hoguera de la aurora
boreal, y con un niño que seguía el vuelo de un águila hasta la Montaña Poderosa
donde había vivido solitario, como un animal, durante demasiado tiempo.
Se despertó sobresaltado. El sol estaba elevándose por el este sobre la montaña
veteada de nieve. El Hermano Perro se había marchado. Y por primera vez desde que
quedó atrapado en la trampa de Torka, la pierna no le dolía en absoluto.

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CAPÍTULO 7
ontempló la salida del sol. Observó cómo construían los espíritus del cielo un
enorme anillo de arcoíris para el sol. Karana sonrió. Las nubes estaban
agrupándose de nuevo. Poco a poco el arcoíris circular se desvaneció, y el
aire empezó a ser cada vez más cálido. Karana sabía que iba a llover. Sentía que el
Hermano Perro no se hubiera quedado para compartir la mañana con él, porque
cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, hicieron que aquella mañana
fuera más maravillosa que cualquier otra mañana amanecida antes. Aquellas gotas de
lluvia eran especiales, porque Karana sabía que las había provocado él.
La pierna volvía a dolerle, pero no tanto como para hacerle dudar de su magia. De
hecho se sentía mucho mejor, tanto que se levantó, cogió su muleta de asta de caribú
y la arrojó por el saliente.
Observó cómo caía. En adelante, el único bastón que usaría sería la lanza que
Torka le había hecho. Volvería a cazar pronto. Su pueblo regresaría pronto. Muy
pronto. Si Umak se negaba a hacer la magia que expulsara de allí a la tribu de
Galeena, Karana lo haría en su lugar. Observaría cada danza y cada gesto de Umak,
se aprendería de memoria los matices de cada uno de sus cánticos, absorbería los
conocimientos del anciano hasta convertirse a su vez en un espíritu jefe.
Transformaría a las gentes de Galeena en ratones campestres y les ordenaría que
siguieran a su mugriento jefe precipitándose a la muerte desde la cornisa. Aar
volvería entonces, estaba convencido de ello. Y cuando su pueblo regresase, él
saludaría a su gente con el Hermano Perro a su lado. Umak avanzaría envuelto en su
piel de oso, con su collar de zarpas de lobo y garras de oso, con la cabeza del enorme
plantígrado balanceándose encima de la suya. Pondría una mano sobre el hombro de
Karana. Juntos permanecerían erguidos delante de Navahk, el hechicero, y Umak
diría: "Mirad a Karana, el Niño Que Trae la Lluvia. Mirad a Karana, cuya magia es
fuerte a la sombra de este espíritu jefe". Y Navahk no sonreiría, porque, en presencia
de Umak y de Karana, sus poderes serían insignificantes.
La perspectiva era estimulante, pero sólo por un momento fugaz. Grandes
nubarrones negros estaban amontonándose a lo largo de las inmediaciones. Un trueno
sacudió el mundo, así como la confianza del chiquillo. Mucho más abajo del saliente,
cazadores, chicos y mujeres corrían en todas direcciones. Karana entrecerró los ojos
para ver mejor en la distancia y distinguió a Umak que levantaba los brazos al cielo.
Galeena dirigía los trabajos para envolver la carne a toda prisa en pieles. La escena de
la carnicería empezaba a ser abandonada. La gente se preparaba para volver al
refugio de la caverna. Si la furia de la tormenta descargaba de plano sobre ellos, el
camino sería difícil y peligroso.
A Karana se le hizo un nudo en el estómago al ver a Torka caminar al lado de

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Lonit, llevando él solo casi toda la carga que les correspondía a los dos. ¿Qué pasaría
si Lonit tropezaba al subir la pendiente hasta la cornisa y ella y su niño se hacían
daño? Con cada gota de lluvia aumentaban las posibilidades de que se produjese un
accidente de esa clase, porque el camino sería resbaladizo y traicionero.
Un súbito terror hizo que a Karana se le helase la sangre en las venas. Él había
provocado aquella lluvia. Todavía no caía con fuerza, pero lo haría. Él había querido
que lloviera. Había querido que las gentes de la tribu de Galeena culpasen a su jefe
por haber encolerizado a los espíritus del cielo por su salvaje forma de cazar. Sin
embargo, ahora que lo pensaba, los cazadores no dieron muestras de reticencia alguna
a la hora de exterminar al rebaño entero de bueyes almizcleros. Probablemente no
culparían a Galeena en absoluto. Culparían a su nuevo espíritu jefe. Dirían que, al no
poder detener la tormenta, Umak había demostrado que su magia era la de un débil
anciano.
Karana se sentía enfermo. Habría querido arreglárselas para que la tormenta
desapareciese. Pero, ¿cómo? No tenía la más ligera idea de lo que tenía que hacer
para convencer a los espíritus de la lluvia. Simplemente había imitado lo poco que
recordaba de los cantos atonales de Umak. No existían palabras. Sólo había
fragmentos de sonido que carecían de sentido para cualquiera que no fuese un espíritu
jefe.
La lluvia caía ahora más intensamente, en gotas gruesas y frías. Extendió los
brazos y dejó que sus palmas unidas en forma de taza albergaran un lago claro y frío.
Por vez primera, Karana se dio cuenta de lo estúpido que había sido al asumir la
responsabilidad por el uso de tales poderes. Si a Umak le culpaban de la tormenta, él
tendría que dar un paso al frente y admitir su falta delante de todo el mundo,
cualesquiera que fuesen las consecuencias. En un acto puramente reflejo, tendió los
brazos y dejó escapar la lluvia que había retenido cautiva en el hueco de sus manos.
—¡Volved al cielo! —suplicó—. ¡Decid a los espíritus del cielo que, Karana os
llamó por un error! ¡Decidles que Karana lo siente!
En aquel instante, un rayo descendió a lo largo de la pared de la montaña. Pasó
tan cerca del saliente, que Karana pudo olerlo y notar su poder zumbando en el aire
en torno a él. Cuando el trueno siguió casi instantáneamente, el niño se puso en pie de
un salto. Su cabeza estaba tan llena de aquel sonido, que no oyó el grito estridente,
casi humano, que surgió de la corona de hielo de la cima. Estaba completamente
seguro de que los espíritus del cielo se habían presentado para castigar al chiquillo
audaz que había osado robar los cánticos mágicos de Umak, para así convertirse en
jefe de espíritus.
Pero no era jefe de nada. Era sólo Karana, un niño pequeño que nunca jamás
volvería a invocar a los espíritus. No obstante, mientras permanecía de pie en el
saliente, el viento viró bruscamente. Los grandes nubarrones cambiaron de dirección.

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La lluvia cesó.
Y Karana supo que era él quien lo había hecho.

Llegaron al saliente sin novedad, llenos de júbilo porque Umak había desviado la
tormenta. Hablaban de las grandiosas invocaciones que había hecho al cielo y de las
maravillosas danzas que había ejecutado en nombre de los cazadores. Karana les
miraba y no dijo nada mientras ellos descargaban la carne, las pieles y los cuernos
donde mejor les parecía. Nadie excepto la tormenta había presenciado su encuentro
con los espíritus del cielo. Era lo mejor. Nunca había visto a Umak tan feliz. El
anciano se comportaba como alguien que tuviera la mitad de su edad mientras se
pavoneaba contemplado con adoración por las matronas. Las dos hermanas
competían agresivamente por sus favores. Karana admitió que, después de haberse
bañado, su aspecto no era tan malo. Se alegraba por Umak, y no tenía la menor
intención de decirle a nadie que él era responsable de la aparición y desaparición de
las nubes y de la lluvia.
Estaba muy cansado. Se sentía como si el rayo le hubiera arrebatado una parte de
su espíritu. Daba cabezadas junto a la hoguera de Lonit en tanto los hombres y los
muchachos hacían varios viajes al lugar de la cacería. Oyó al chico a quien los otros
llamaban Ninip hacer una observación sarcástica sobre su inutilidad. Torka la rebatió,
pero Karana simuló no haberla oído. Su pierna pronto volvería a ser fuerte y flexible.
Entonces demostraría a Ninip quién era el inútil: si el Chico Que Atrae la Lluvia o el
Chico Que Se Cae Delante del Buey Almizclero.
En medio de una profunda somnolencia, Karana oía hablar a las mujeres de lo
inteligente que había sido Galeena al descubrir aquel campamento en las alturas,
donde no se mojaban. Las oía decir que, de no haber sido por la inteligencia de su
jefe, se habrían visto obligados a acampar donde siempre lo habían hecho, en la
tundra, al raso, a merced de todas las tormentas. En la caverna, gracias a Galeena,
podían sentarse a cubierto, trabajar sus pieles y preparar su carne con escasa
preocupación por los elementos. Karana refunfuñó para sus adentros, pero estaba
demasiado agotado para recordarles que él había encontrado la caverna, y que de no
haber sido por la hoguera de Torka, a Galeena jamás se le hubiera ocurrido llevar a su
gente a la montaña. Galeena era un hombre con la mínima imaginación, valiente sólo
cuando estaba respaldado por cazadores armados.
Karana se enroscó en sus pieles y cerró los ojos. Estaba casi soñando. Aar estaba
a su lado. Él cazaba con Torka, a la sombra de un gran oso que era Umak, mientras
Lonit les seguía con una criatura atada a la espalda y sus boleadoras en una mano. Era
un hermoso sueño. Karana lo saboreó y se dio cuenta de que lo mejor de todo era que
Galeena y su tribu no aparecían en él para nada.

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CAPÍTULO 8
ra casi de noche cuando Galeena anunció que ya estaba en la caverna todo lo
que se tenía que subir del lugar donde se había realizado la matanza y el
descuartizamiento. Aunque todos sabían que algunos bueyes almizcleros no
habían sido despiezados por completo, nadie protestó. Habían cogido las mejores
porciones. El resto podía dejarse. Todos estaban exhaustos, y la tormenta, obligada a
retirarse por la mañana, amenazaba estallar de nuevo.
Durmieron mientras llovía torrencialmente. Por la mañana la lluvia se había
convertido en aguanieve. Torka se levantó para sujetar la pantalla contra las
inclemencias del tiempo que había instalado la noche antes con el propósito de
mantener a su reducida familia caliente y seca. Al contemplar los cuerpos dormidos
de Karana y de Lonit, le asaltó de nuevo la preocupación que rondaba por su cabeza
desde el día anterior.
La oscuridad les había obligado a desistir de hacer más viajes al sitio del
descuartizamiento, y el tiempo reinante haría que resultase muy peligroso el descenso
de la ladera. ¡Pero habían dejado tanta carne allí! Habían matado tal cantidad de
bueyes almizcleros, que aunque el tiempo lo hubiera permitido, lo más probable era
que tampoco los hubiesen descuartizado todos. Los despojos abandonados sin
vigilancia alguna en el lugar de la matanza, próximo a la montaña, atraerían a los
depredadores. Si éstos se quedaban merodeando por allí, supondrían una amenaza
para cualquiera que abandonase el saliente para cazar, pescar o recoger tubérculos y
bayas.
Se lo había dicho a Galeena, pero el jefe se encogió de hombros y dijo que
actuarían con cautela y matarían a los depredadores si éstos planteaban algún
problema. No obstante, Torka seguía intranquilo.
Quería comunicar sus temores a Umak, pero el viejo había pasado la noche con
las matronas, junto a la hoguera encendida por éstas. Torka le vio sentado ahora con
las piernas cruzadas delante del anillo de piedras, con el ceño fruncido mientras cosía
las mangas de la túnica que Lonit le había hecho. Tenía encima de las rodillas algo
que parecía ser un montón de plumas del cóndor al que dieron muerte hacía mucho
tiempo. Torka no tenía la menor idea de lo que Umak se proponía hacer con ellas. Las
matronas zumbaban como moscas a su alrededor. Él las espantó de un manotazo, tan
atento a su trabajo que no oyó a su nieto cuando éste pronunció su nombre en voz
alta.
Fue Galeena quien se acercó a Torka.
—Es buena cosa que nosotros estar en este campamento seco, ¿eh? —señaló el
amenazador aspecto de la mañana con un movimiento de cabeza—. ¿Torka todavía
preocupado por dejar carne? Galeena dice basta. Si fieras venir a comer de las presas

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de Galeena, ser bueno para ellas. Y para nosotros. Fieras gordas ser lentas. No
peligrosas para hombres. Torka preocuparse demasiado.
Torka miró a Galeena y le dijo lo que pensaba.
—Galeena ha comido muchas presas de Torka. Galeena engorda. Pero cuando
caza, Galeena no es lento. Es un peligro para las fieras que se alimentarán con la
carne que él ha despilfarrado.
El jefe meditó las palabras de Torka. Había en ellas algo bueno, y también malo.
Eran a la vez un cumplido y un insulto, mezclados lo mismo que se incorporaban
bayas cosechadas en verano a la grasa rancia para disfrazar su olor. Ningún hombre le
había hablado nunca como Torka lo hacia… excepto Manaak; y Manaak lo había
pagado. Recordó la forma en que Torka le había avergonzado al salvar la vida de
Ninip, su hijo. Una vez más se juró que Torka pagaría por ello. Con una risita
socarrona le propinó unas amistosas palmadas en la espalda.
—¿Torka siempre ¿creer que lo que él hace ser mejor, eh? —dijo con una untuosa
amabilidad que revelaba hipocresía. Era la imagen perfecta del lobo con piel de
cordero, con las garras preparadas para atacar.
Torka enarcó una ceja.
—A veces es difícil aceptar nuevas formas de vida. ¿No cree Galeena que esto es
cierto?
Galeena sabía que varios de sus cazadores, sus mujeres y su hijo le observaban.
También sabía que Torka había soslayado la pregunta espinosa con su acostumbrada
habilidad, poniéndole a él en un brete. No se iba a dejar atrapar. Tras un resoplido,
manifestó que no tenía dificultad en adaptarse a nuevas formas de vida, siempre que
las encontrase dignas de su consideración.
Dicho esto, se acercó al borde de la cornisa lo justo para que la lluvia no le
mojase. Se levantó la túnica, soltó el cordón hecho con tendones que sujetaba sus
holgados calzones y sacó un enorme pene veteado de venas azules. Se puso a orinar.
—¡Miradme todos! —vociferaba mientras tanto—. ¡Galeena se mea en las nuevas
costumbres! ¡En las costumbres de Torka! No en la caverna. ¡Por encima del saliente!
—Como esperaba, el viento hizo que la orina cayese sobre él entre nubes de vapor. Se
echó a reír y se volvió de cara a la caverna—. ¡Todos veis lo que ocurre cuando
Galeena se mea en las costumbres de Torka! ¡Torka arrojó una lanza mortífera en la
cacería! ¡Torka salvó la vida de un chico imbécil! ¡Pero Torka hará mejor en aprender
a no mearse encima antes de decirle a Galeena que acepte nuevas formas de vida!
Los cazadores prorrumpieron en alaridos de entusiasmo. Las mujeres lanzaron
risotadas. Umak contemplaba la escena, estupefacto. Y el joven Ninip enrojeció
avergonzado.
Torka sabía que la prudencia le aconsejaba pasar por alto el insulto, pero era
demasiado para él.

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—Es cierto —replicó—. Pero a Galeena no le vendrá mal conocer que en la tribu
de Torka existe un dicho muy popular: "El hombre que se mea al viento tiene sesos
sus en la mano".
Galeena se quedó sin habla sólo unos segundos.
—El pueblo de Torka está muerto —recordó con todo el veneno de que era capaz,
en un tono de velada amenaza.
—No todos —replicó Torka midiendo a su adversario con la mirada,
preguntándose cuánto tiempo seguiría él con vida.
Aquella noche danzaron. Después de un día de alisar píeles, colocar la carne a
secar sobre los imprescindibles tendones, anhelaban un poco de expansión. Danzaron,
y sus fuegos danzaron con ellos; eran hogueras de llamas muy altas, encendidas con
los restos de huesos y líquenes cuidadosamente conservados por Lonit. Cuando ésta
protestó por el despilfarro, diciendo que si el tiempo no mejoraba tendrían que darse
prisa en buscar otros elementos para alimentar las hogueras durante el tiempo de la
larga oscuridad, Naknaktup la hizo callar. Oklahnoo la recordó que todavía era otoño.
Iana dijo que el invierno estaba muy lejano, y Ai, la mujer más joven de Galeena, le
aseguró que tendrían tiempo de sobra para buscar y almacenar leña y todo lo
necesario para hacer fuego. Mañana. O pasado mañana. O tal vez un día después.
Entretanto, se ocuparon de que las llamas fueran altas. El humo llenaba la caverna
y ennegrecía su techo rocoso. Los ojos escocían y las ventanillas de la nariz
quemaban, pero el Pueblo de Galeena parecía no darse cuenta. Batían palmas,
golpeaban el suelo con los pies. Alababan a los espíritus por haberles conducido a
aquel campamento seguro en las alturas. Alababan a los bueyes almizcleros por haber
sido lo bastante estúpidos para consentir que los cazadores de Galeena los mataran a
todos. Se alababan los unos a los otros por cualquier cosa y por nada, absolutamente
nada. Formaron primero una línea, después un círculo. El círculo se abría y se
cerraba. Los danzarines cantaban. A continuación formaron de nuevo una línea y se
movieron como las aguas del recodo de un río, serpenteando para adelante y para
atrás alrededor de sus hogueras.
—¡Vamos! ¡Pueblo de Torka! Galeena decir que vosotros también danzar —
invitó Ai.
Bajita y rechoncha, su cara ancha y redonda brillaba a la luz del fuego. Estaba
grasienta y tiznada de hollín. Tenía la nariz hinchada a consecuencia de la reciente
bofetada de Galeena, pero enmarcado por su larga cabellera negra, su rostro todavía
era bonito; muy bonito.
Torka no pudo evitar corresponder a su sonrisa mientras ella le cogía de la mano.
—¡Vamos! —le apremió, y se lo llevó para que ocupara un sitio a su lado en la
rueda de los bailarines.
Él vaciló tan sólo un momento, convencido de que Lonit le seguiría. La muchacha

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se asió de la mano libre, pero entonces el círculo se cerró. La línea se rompió.
Mientras se preguntaba por qué parecía la muchacha tan turbada, Torka se vio
rodeado por un grupo de danzarines, cada cual moviéndose a su aire y entonando su
propia canción.
Alguien cogió a Lonit de la mano y la empujó haciéndola tambalearse. La
muchacha se quedó boquiabierta al encontrarse en los brazos de Galeena. El hombre
danzaba y apretaba de tal forma que apenas si podía respirar. No se había dado cuenta
de lo fuerte que era. Con la mano derecha alrededor de su cintura la hacía daño,
obligándola a moverse con él mientras con la mano libre la tocaba de una forma
como ningún hombre, excepto su padre, lo había hecho nunca, aflojándole los
cordones de su túnica, manoseándola, haciéndole daño deliberadamente. Ella trató de
soltarse, pero él la sujetó por las muñecas. Jadeó angustiada. Él la miró de manera
lasciva, con unos ojos que parecían de lobo en la oscuridad de la luz de las hogueras.
Los danzarines giraban en torno, inmersos por completo en sus evoluciones. La punta
de la lengua de Galeena se introdujo en el hueco existente entre sus dientes frontales.
Evidentemente se trataba de un símbolo obsceno. Ella se alegró de que gracias a las
llamas no se pudiera ver el rubor que encendía sus mejillas. Él la apretó contra su
corpachón, murmuró unas frases obscenas y dijo que cuando el hijo de Torka saliera
de su cuerpo, haría bien en recordar quién era el jefe de aquella tribu si quería que al
niño se le permitiese vivir.
Luego la soltó, con tal violencia que la muchacha salió disparada y estuvo a punto
de caer. Cuando recobró el equilibrio, Galeena ya no estaba a la vista. Lonit buscó a
Torka, pero los danzarines la rodearon, arrastrándola.
Hacía tanto calor en la caverna que le resultaba difícil respirar. La luz de las
llamas hacía que todo resultase irreal. Le pareció ver a Umak danzando con las
matronas… ¿o era el gran oso caricorto? Vio a los chicos brincar y balancearse en
una grotesca parodia de los adultos. Desorientada, se preguntó si habría imaginado
los últimos momentos. ¿Acababa Galeena de amenazarla? ¿Qué se propondría con
ello?
El movimiento de los bailarines la empujaba. Con infinito alivio, vio el círculo de
su propia hoguera. Karana, con aspecto solemne, estaba sentado delante. Se salió
como pudo de la danza, medio mareada mientras se sentaba en su piel de perezoso.
Sin aliento, aturdida, sacudió la cabeza para despejarse. Cuando Karana le preguntó si
se encontraba bien, le contestó afirmativamente.
Pero al ver cómo miraba Ai a Torka, ya no estaba segura.
La noche transcurría con lentitud, como un mal sueño. Para Lonit, lo único bueno
era que Torka ya no permanecía al lado de Ai. A los pocos minutos el joven dejó a la
mujer del jefe y la danza para reunirse con Lonit en su hoguera. Ai le miró airada, lo
mismo que Galeena. Cuando Lonit preguntó a Torka en qué les había ofendido, él

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exhaló un suspiro de fastidio, envolvió las pieles de dormir alrededor de ambos y la
estrechó contra su pecho.
—Nada y todo —contestó ambiguamente, y no añadió una palabra más sobre el
asunto.
Durmieron juntos hasta el amanecer. Lonit se despertó entre los brazos de Torka,
recordando la noche anterior y preguntándose si el miedo que le inspiraba Galeena
habría hecho que entendiera mal sus palabras. No veía ninguna razón para que aquel
hombre quisiera amenazarla y todavía menos para que la deseara. Podía oírle ahora
mientras montaba a una de sus mujeres. Probablemente se trataba de la más guapa, y
recordó la forma en que la mujer miraba a Torka. Sin querer oír más los resoplidos
del salvaje acoplamiento, enterró la cabeza en el brazo de Torka. Se acurrucó junto a
éste debajo de las pieles de dormir y deseó que Galeena y su tribu no hubieran
aparecido nunca.
Mucho más allá de la montaña, el aullido de un perro salvaje se elevó con el alba.
Lonit se preguntó si sería Aar y deseó que el animal hubiera encontrado una tribu
mejor que la que le había obligado a marcharse. Introdujo sus recuerdos del Hermano
Perro en sus sueños y estaba profundamente dormida cuando Karana se levantó,
cogió su lanza y salió de la caverna para permanecer en pie a la luz del sol naciente.
Estaba solo. Escuchaba a Aar, y asimismo los extraños ruidos procedentes del
desplazamiento y posterior acomodo del casquete helado de la cumbre, mucho más
arriba de la caverna. Había oído aquel sonido infinidad de veces; sin embargo, ahora,
en la mañana fría y clara, le pareció como si lo oyese por primera vez. Le hablaba con
tanta claridad que levantó la cabeza y cerró los ojos, permitiendo que su voz resonase
no en las profundidades de cañones inexplorados de la montaña sino en el interior de
su alma.
Vete. Vete ahora. El Niño Que Trae la Lluvia ya no es bien acogido en la
Montaña Poderosa.
Aquella voz interior le sobresaltó casi tanto como la presión de la mano de Umak.
—Karana se levanta temprano para saludar al sol —comentó el anciano.
El chiquillo le miró con atención, dándose cuenta de que sus palabras, si bien
dichas amablemente, constituían no obstante un reproche. Era al espíritu jefe a quien
le correspondía saludar al sol.
En cualquier caso, mientras contemplaban juntos el sol naciente, fue el niño quien
acusó su poder. Los ojos de Karana, su corazón, su ser entero se quemaban.
Umak se sintió inquieto al ver los ojos dilatados del chiquillo y la extraña
expresión que aparecía en su rostro mientras la voz de Karana salía de su boca como
un susurro a causa del temor provocado en él por la revelación:
—La montaña dice que debemos marcharnos de este lugar. Tenemos que
dirigirnos hacia el este, hacia la cara del sol naciente. ¡Escuchad! El Hermano Perro

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nos llama en medio del viento y es el eco de la voz de la montaña. El Hermano Perro
nos advierte. Tenemos que marcharnos de este lugar, ¡o nos quedaremos aquí para
siempre!
—¡Karana debe dejar de hablar así. Como Umak se ha negado a utilizar su magia
para hacer que el pueblo de Galeena desaparezca, ahora Karana pretende que liemos
los bártulos, que nos vayamos y les dejemos a ellos el mejor campamento que hemos
conocido en toda nuestra vida!
—Es un mal campamento.
—¡Hummm! ¡Ha salvado la vida de un niño! ¡Ha permitido a Umak, Lonit y
Torka vivir a salvo! ¡Con esa forma de hablar, Karana hará que los espíritus de este
lugar se enojen ante tamaña ingratitud!
—Son los espíritus de este lugar los que hablan a través de la boca de Karana.
—¡Umak es el espíritu jefe! —exclamó enfadado—. ¡Karana es un niño pequeño!
Karana tragó saliva. Umak estaba furioso. El chiquillo asintió con la cabeza; no
quería sacarle de sus casillas. Decidió que no diría nada más. Era un presuntuoso al
pensar que los espíritus deseaban decirle algo. Si tenían alguna advertencia que hacer,
se lo comunicarían a Umak.

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CAPÍTULO 9
ías y noches volaron ante el sol y la luna como nubes arrastradas por los
vendavales. Karana esperó en vano que los espíritus de la montaña repitiesen
sus advertencias. Transcurrido algún tiempo, se alegró de que permanecieran
en silencio. Su pierna aún no estaba lo bastante fuerte como para emprender viaje a
tierras lejanas y desconocidas, y aunque lo estuviera, no deseaba irse sin Torka, Lonit
y Umak. Y ellos no creerían nunca que los espíritus de la gran montaña hablasen a
través de una boca tan pequeña como la suya.
En muchos aspectos, la vida mejoraba en el saliente. Las noches otoñales eran
cada vez más largas. Los días eran suaves y brillantes gracias a la luz del sol del
Ártico, pero existía una creciente fragilidad en aquella luz. Hombres y bestias se
inquietaban al avecinarse la época de la larga oscuridad, tanto que incluso el pueblo
de Galeena se levantaba con el sol para cazar, para coger tubérculos, preparándose
para los días de oscuridad y de escasez a punto de llegar.
El firmamento se volvió blanco con millares de gansos de la nieve que emigraban
hacia el sur y el este. Competían con Lonit y las mujeres de la tribu de Galeena por
las últimas bayas y raíces de la temporada. Mientras los gansos engordaban en la
ubérrima tundra otoñal, las mujeres de Galeena bajaban de la montaña y ponían
trampas para atraparlos; Lonit disfrutaba acechándoles con sus boleadoras, un arma
totalmente desconocida para la gente de la tribu de Galeena. Torka se sentía orgulloso
al ver cómo admiraban los cazadores abiertamente la habilidad de Lonit con el
extraño artilugio. Ellos y los chiquillos murmuraban asombrados al oír el zumbido
que producían al volar al ras de las charcas y las marismas, e incluso el hosco Ninip
gritaba de entusiasmo cuando las correas perfectamente equilibradas silbaban
alrededor de las patas y de los cuellos de su presa. Deseosa de tener con ellas un
gesto de amistad, Lonit se ofreció para enseñar el manejo de las boleadoras a las
mujeres de la tribu, pero su mentalidad les impedía intentar cosas nuevas. Ai levantó
su naricilla, ahora torcida, y dijo que era más fácil instalar trampas que perder su
tiempo en tratar de dominar algo tan complicado como las boleadoras.
La enemistad que había creado una profunda tirantez en la relación de Torka con
Galeena, se convertía paulatinamente en una forzada tolerancia. Ninguno de los dos
hombres se gustaba, pero Torka había demostrado que era alguien con quien se podía
contar en una cacería y, por el bien de los suyos, no había vuelto a desafiar al jefe
desde su último intercambio de palabras hostiles. Ahora que por fin Galeena
demostraba preocuparse por el futuro bienestar de la tribu, Torka no veía ninguna
razón para provocarle: la más joven de sus mujeres se bastaba y sobraba para hacerlo
por su cuenta. No era un secreto para nadie que, desde que Galeena le rompió la
nariz, la mujer sentía un gran resentimiento hacia él, centrando su atención

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deliberadamente en Torka para molestar a su hombre. Torka la evitaba siempre que
podía. Ahora también estaba enfadada con él, cosa que complacía a Galeena y hacía a
Lonit muy feliz.
Los almacenes de la caverna volvieron a llenarse de provisiones para el futuro
invierno. Había bastidores de sacado por todas partes, y cada uno de ellos estaba
abarrotado de carne, pescado y aves. Las mujeres trabajaban las pieles y transforman
los cuernos y los huesos en útiles para distintos usos. Umak, felizmente instalado con
Naknaktup y Oklahnoo en el círculo de su hoguera, decididamente mucho más
limpio, auguraba cosas buenas para quienes pasaban los últimos días de la época de
luz preparándose para el inevitable ascenso de la luna del hambre. Con las matronas
desviviéndose por complacerle en todas sus necesidades y caprichos, no tenía tiempo
para Karana. Cuando el niño se le acercaba, Umak le despedía diciéndole que buscara
amigos de su edad. Karana se retiraba, dolido y ofendido por su rechazo, pero el
anciano no se enteraba. Tenía a sus mujeres y sus presagios, y eso bastaba para
mantener a un hombre ocupado. Arrogante, seguro de sí mismo y plenamente viril de
nuevo, había adquirido una situación envidiable como espíritu jefe de la tribu de
Galeena. Sin duda estaban lejos los años en que abatía a la carrera a los antílopes de
la estepa y los mataba con sus manos desnudas, pero todos sabían que había matado
recientemente a gran oso caricorto, y tampoco permitiría que olvidaran que obtenía la
esencia de su poder de la piel del animal cada vez que se la ponía. Todos los días
saludaba al alba con un cántico en el cual se refería a sí mismo como El Hombre Que
Mata Él Solo Al Gran Oso. Invocaba todas las puestas del sol con una súplica para el
regreso del sol, en nombre del Hombre Que Camina Con La Piel Del Espíritu Del
Gran Oso.
Nunca dejaba de anunciar que el sol salía o se ponía. Todos estaban
impresionados. Especialmente Umak. Debido a la confianza que tenían en su magia,
los cazadores de Galeena eran audaces y mejores cuando salían de caza. Las mujeres
de Galeena, que temían su poder, se bañaban y mantenían el campamento más limpio
cuando, al salir de un trance fingido, insistía en que tenían que hacerlo así o serían
devoradas por los espíritus del viento. Torka se sentía muy orgulloso de él, y una
Lonit radiante le llevaba las mejores porciones de carne de su propia hoguera. Todas
las mujeres de la tribu lo hacían, porque por tratarse del hombre que exhortaba a los
espíritus de la caza a morir bajo las lanzas de los cazadores, Umak no estaba obligado
a cazar para él ni para sus mujeres.
Por primera vez desde que su juventud le había abandonado, Umak estaba
contento con su vida… excepto cuando se topaba con los ojos vigilantes de Karana.
El rostro del niño era imposible de leer, incluso para un espíritu jefe; por
consiguiente, Umak no lo intentaba. Le bastaba con ver que el chiquillo andaba sin la
ayuda de su muleta. Torka no tardaría en llevárselo con él a cazar gansos pequeños. Y

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todo porque Umak había utilizado sus habilidades de curandero para extraer a los
malos espíritus de la pierna herida del pequeño. El anciano estaba orgulloso de sus
logros.
Y Torka, al ver el cambio que se había obrado en él, estaba contento.
—¿Es feliz Umak con esta nueva forma de vida?
—¡Hummm! Vivir en un sitio no es la costumbre del Pueblo. Pero El Hombre
Que Mata Él Sólo Al Gran Oso dice que esta montaña es la Montaña Poderosa. A este
espíritu jefe le proporciona gran fortaleza y sabiduría. Para quienes acampan dentro
de sus paredes, es un buen sitio.
Torka no tenía ningún motivo para estar en desacuerdo con él. Galeena y los
suyos dejaban mucho que desear cuando los comparaba con los miembros de su
propia tribu, pero la vida era más fácil desde que habían llegado, y, aunque Torka
deseaba a menudo tener a Lonit, Umak, Karana y el perro salvaje por toda compañía,
debía de admitir que el futuro parecía menos amenazador. Umak tenía razón. La vida
era buena en la montaña. Por primera vez desde hacía mucho más tiempo de lo que
podía recordar, los días y las noches transcurrían con muy pocas sombras.
Hasta que, una noche, soñó de nuevo con el muro rugiente de agua. Se elevaba en
el lejano horizonte para extenderse hacía el este, en dirección a la montaña. Negra y
encrespada, anegaba cuanto encontraba a su paso, excepto una indómita criatura que
andaba a través y por encima de ella.
Era enorme. Era silenciosa. Era terrible identificarla en su espantosa realidad. No
era carne ni espíritu. Su lomo tocaba el cielo. Sus miembros colosales partían las
aguas. Sus colmillos ensangrentados rasgaban las nubes. De éstas llovían cadáveres
decapitados, sin rostro, aplastados y despedazados. Los cadáveres se aferraban a su
pelaje enmarañado y cabalgaban en su lomo monstruoso, mirando con expresión
maliciosa a quien soñaba con ellos a través de los atormentados kilómetros de sus
recuerdos.
Alinak. Nap. Egatsop. Kipu. Los cadáveres del Pueblo estaban todos allí,
haciéndole señas y hablándole sobre el creciente, muro del viento, diciéndole que no
debía alejarse de ellos, que le habían seguido, que le seguirían siempre… hasta que
fuera uno de ellos, de nuevo un miembro de su tribu, para siempre.
Se removía intranquilo. Trataba de liberarse del mal sueño, pero éste se
intensificaba. La bestia de sus pesadillas llegaba a la pared de la montaña. Era más
grande que la vida, pero sólo la mitad del tamaño de su terror mientras la bestia
levantaba su trompa con el fin de que los muertos pudieran subir a gatas por ella y
brincar al saliente.
Eran niebla y humo arremolinándose sobre las figuras dormidas de Umak, Lonit y
Karana. Torka los veía, pero no los conocía. Aquellos cadáveres aplastados,
mutilados, ensangrentados de aspecto repugnante, no podían ser su amada mujer, su

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hijo adorado. No tenían cara, pero aun así, no sabía cómo, le sonreían y le miraban
antes de acercar sus bocas mutiladas, hechas de jirones de niebla, a los rostros de
Umak, Lonit y Karana para absorber sus espíritus de vida.
La bestia golpeó con sus colmillos la pared de la montaña.
El mundo se estremeció mientras la Voz del Trueno barritaba para pregonar su
triunfo sobre el hombre que había osado enfrentársele y vivir para contarlo.
—¡Torka!
Gritó su nombre en tanto su trompa descomunal le rodeaba el tórax aplastándole
las costillas, le sacaba de la caverna y le lanzaba hacia arriba en mitad de la noche.
Voló hasta las nubes y su niebla le cegó. Un relámpago brilló cerca. El trueno le
ensordeció mientras cogía el rayo y se lo guardaba.
Formaba parte de él. Él era el rayo. Éste era una extensión de su brazo armado
con la lanza. Ardía y mantenía su espíritu encendido.
Le despojaba de su humanidad al transformarle en un arma viviente. Su brazo no
era un brazo, era una catapulta poderosa; músculos, tendones y carnes propulsados
por el rayo se convertían en un maravilloso artilugio que retrocedía y acto seguido se
proyectaba hacia adelante como los miembros de un león en pleno salto. El poder de
aquella bestia, y más, era suyo mientras el rayo fuera propulsado por su mano hacia
abajo con la velocidad de un águila que cayera en picado.
Cayó sobre el Destructor introduciéndose en sus ojos rojos, llenos de odio. Se
metió en el cuerpo que le asfixiaba y enfrió el poder del rayo hasta que los dos, el
rayo y Torka, yacieron fríos y sin vida dentro del corazón del gran espíritu muerto
que jamás volvería a vagar por el mundo para alimentarse con la vida de los hombres.
—¡Torka!
El imperioso susurro de Manaak le sacó de su sueño. Abrió los ojos y miró al
hombre de la cicatriz en la cara. Estaba aturdido, tenía la boca seca y el corazón le
latía con fuerza. El amanecer empezaba a disipar la oscuridad. A su lado, el cuerpo de
Lonit estaba caliente debajo de las pieles de dormir, pero él tenía frío, se encontraba
mal. Le alegró que Manaak le hubiera despertado.
—¡Vamos! ¡Escucha! ¡Torka debe oír!
Levantándose con cuidado para no despertar a Lonit, Torka cogió su túnica y
siguió a Manaak al borde de la cornisa. El mundo era azul y frío, y las cascadas
estaban completamente heladas. El viento hablaba con suavidad, prometiendo la
rápida salida del sol.
Desde una distancia de miles de kilómetros, desde lejanos cañones y cordilleras
cargadas de glaciares hacia el este, llegaba un sonido que daba consistencia al sueño
de Torka.
—Mamut… —Manaak exhaló la palabra como si fuera la respuesta de una
súplica largo tiempo esperada.

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Torka escuchó, con su corazón y su espíritu tan fríos y helados como las cascadas,
hasta que el sonido se definió perfectamente y sonrió aliviado.
—Muchos mamuts. Un rebaño. Muy lejos. A muchos días de distancia de este
lugar. Un rebaño significa hembras y crías. —El sueño estaba desvaneciéndose. Se
sentía mejor. Vio la mirada de desaprobación de Manaak, pero no le importó—. El
Gran Espíritu… El que hace que el mundo se estremezca… El Destructor… El que
Manaak matará… ése es un solitario, camina solo.
Los ojos de Manaak se entornaron.
—El Gran Espíritu no estaba solo cuando atacó el campamento de los cazadores
de mamuts a la entrada del Corredor de las Tormentas.
Los mamuts berreaban al morir en los pozos de barro adonde los cazadores los
condujeron. Entonces se presentó el Gran Espíritu. Llegó como la sombra de un
invierno anticipado y cayó sobre nosotros como una tormenta. Cuando se marchó, se
fue solo, pero se dice que el Gran Espíritu sigue a los rebaños. Vela por los viejos, por
los débiles, por los pequeños que se pierden y pueden morir. Mata a quienes comen
de su carne. Aplasta en la tundra a quienes utilizarían sus huesos. Vive para eso: para
triturar los espíritus de vida de los que cazan mamuts.
—Entonces no nos buscará aquí, porque nosotros somos hombres que nos
alimentamos de otra clase de carne.
Manaak sacudió la cabeza.
—Se dice que el Gran Espíritu lo sabe y lo recuerda todo. Y lo mismo que
Manaak, no perdona. El Gran Espíritu está ahí, en alguna parte, incluso mientras
hablamos es posible que otros mueran en sus campamentos. Algún día se presentará
ante nosotros y tendremos que hacerle frente. Galeena tal vez se contente con
esconderse en las entrañas de esta montaña, pero hasta que el Gran Espíritu esté
muerto, Manaak escuchará el sonido de los mamuts que se mueven en la noche, y
Torka se estremecerá en sus sueños.

Torka se sintió turbado por las palabras de Manaak, pero si bien distintas especies
de animales continuaron pasando al pie de la montaña en un desfile cuyo número
cada vez más reducido, ningún mamut hizo acto de presencia, y los animales a los
que él y Manaak habían oído barritar en las montañas lejanas no volvieron a dejarse
oír.
Las aves continuaban poblando el cielo de día y piaban y graznaban en las
charcas heladas durante las noches cada vez más largas. Los animales de la tundra
cambiaban su pelaje de verano por el blanco del invierno. Pikas y otros roedores se
afanaban en almacenar todo el verde que encontraban, incluso tallos y brotes tiernos
que se atrevían a germinar en audaz reto al frío creciente. Escondidos en madrigueras
de líquenes, se secarían y servirían de forraje cuando la nieve y el hielo se
extendieran en una capa profunda e impenetrable sobre la superficie del mundo de la

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tundra.
Los hombres de la tribu cazaban ahora con menos apremio. Los chicos se
animaban a realizar alguna que otra correría, siempre que no les perdiera de vista
algún adulto. La pierna de Karana había mejorado mucho, pero cuando cogía su lanza
y se preparaba para seguir a los otros, Ninip se burlaba de él por su cojera, y, por otra
parte, Torka se negó en redondo a permitir que realizara el descenso de la ladera.
—Cuando tu pierna esté más fuerte, lo harás. Ahora no; todavía no. Karana
aceptó las palabras de Torka taciturno y en silencio, pero en sus ojos brillaba la rabia
cuando veía marcharse a los otros sin él. Se ponía tan enfurruñado que no había
forma de animarle, ni siquiera ofreciéndole Lonit su budín favorito, una mezcla de
grasa machacada muy fina con sangre coagulada y trozos secos de moras y arándanos
cogidos frescos en el cañón de la base de la montaña.
Pasaban los días y las noches, y Torka seguía con interés los ejercicios que
Karana realizaba para fortalecer su pierna. Los repetía infatigable hasta que los
músculos le ardían. Aun así, el niño continuaba con su cojera y Torka no le daba
permiso para abandonar la caverna.
—Serás lento. No tendrás estabilidad. Serás un peligro para ti y para cualquier
hombre o muchacho que cace a tu lado.
—¡Entonces, déjame cazar solo! ¡Déjame demostrar que puedo hacerlo!
El niño se parecía tanto al hijo que había perdido, que Torka tenía que mirar a otra
parte.
—Pronto —dijo, y trató de dejar a un lado sus recuerdos, pero no lo consiguió.
Cuando volvió a mirar la carita triste de Karana, habló con cariño a alguien que se
había convertido en un hijo para él—. El tiempo pasa rápido, Pequeño Cazador. Me
parece como si sólo hiciera una luna que yo era un niño que caminaba a la sombra de
mi padre, ansioso por demostrar mi valía ante él y ante mi pueblo. En algún
momento, entre entonces y ahora, me convertí en un hombre que velaba por su propio
hijo. Y ahora, mi padre y mi hijo, y la mayoría de mi pueblo, caminan por el mundo
del espíritu y Torka camina con Karana, y a los dos nos protege la sabiduría de
Umak, nuestro espíritu jefe. Le pediré que entone cánticos apropiados para que la
pierna de Karana cure enseguida. Pero Karana debe recordar lo mucho que Umak les
ha pedido ya a los espíritus en nombre de nuestro niño.
—El Espíritu Jefe tiene a sus mujeres y a una nueva tribu. Ya no se preocupa de
ningún niño.
—Karana vive gracias a la magia de Umak —Torka subrayó sus palabras con un
enérgico movimiento de cabeza—. Karana está cada vez más fuerte porque nuestro
anciano no le dejó morir. La vida es buena para nosotros, Pequeño Cazador, de modo
que ten paciencia. Confórmate con los días tal como se presentan. Conténtate con
tener la seguridad de que entre ahora y la aparición de la luna del hambre, Torka

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cazará para ti, y Lonit cocinará para ti mientras Umak comparte una hoguera común
con aquellas que le han hecho sentirse joven de nuevo en este campamento seguro en
las alturas.
—El Espíritu Jefe nos ha olvidado —dijo el niño a punto de echarse a llorar.
—No, Pequeño Cazador —Torka sonrió— se ha recordado a sí mismo y le ha
parecido una buena cosa ser de nuevo un hombre entre los hombres.

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CAPÍTULO 10
ún era otoño, pero pequeños y duros copos de nieve arrastrados por un viento
sibilante azotaban las hojas de los sauces y envolvían al mundo en espuma
blanca.
El pueblo de Galeena permanecía dentro de la caverna. Comían, dormían y
volvían a comer, y cuando Lonit se preocupaba de nuevo por su forma de despilfarrar
la comida, las mujeres se burlaban de ella. Se regían según la ley del más fuerte y le
hacían ver claramente que ella no pintaba nada a la hora de opinar. Pero, por lo
demás, ofrecían amistad y compañía porque les encantaba chismorrear, aunque les
gustara todavía más abrumarla con sus críticas y consejos. Ante su sorpresa, aunque
de vez en cuando hicieran algunas observaciones sobre su aspecto, no la encontraban
repugnante. Cuando Ai lanzó una pulla contra los párpados de Lonit, la matrona
Naknaktup salió en su defensa.
—Si Galeena permite a Ai vivir el tiempo suficiente, tal vez tendrá que ocuparse
de sus propios ojos en vez de preocuparse de los de Lonit. Esta mujer ha vivido
mucho tiempo, ha visto a muchas personas que tienen los ojos como los de la mujer
de Torka. En algunas tribus muy lejos de aquí, la gente prefiere los ojos como los
suyos. Por tanto, esta mujer dice que, si un hombre tan guapo como Torka ha tomado
por mujer a Lonit, tal vez su aspecto sea mejor que el nuestro; ¡y mucho mejor que el
de Ai desde que Galeena le aplastó la nariz por mirar al hombre de Lonit!
Todas las mujeres se echaron a reír, salvo Ai y la mujer de ojos tristes, que nunca
reía por nada. Lonit estaba demasiado asombrada para responder. ¿Otras personas con
los ojos como los suyos? ¿Era eso posible? ¿O acaso Naknaktup lo había dicho sólo
por amabilidad? No.
Entre aquellas mujeres, con la posible excepción de Iana, la amabilidad era una
palabra carente de sentido. Se arrodilló junto a ellas en un círculo alrededor de un
gran cuero de buey en la última fase de raspado. Todas habían hecho una pausa en su
trabajo, Ai para mirar a Lonit con abierta hostilidad, las otras, excepto Iana, para
reírse a carcajadas de Ai.
Lonit deseaba que cambiaran de tema. La boca de Ai se contraía en una mueca de
resentimiento que no hacía sino aumentar la hilaridad de las otras mujeres. Lo único
que Lonit podía hacer era callarse y observar sus rostros uniformemente redondos y
chatos. Desde que Umak las obligara a lavarse de vez en cuando, sus facciones eran
visibles; se parecían todas tanto que podían haber sido hermanas. Incluso las menos
atractivas poseían idéntico pliegue de carne sobre sus párpados, el cual hacía que sus
ojos se empinaran hacia las sienes. Desde luego, envidiaba sus ojos y sus bonitas
caras redondas, pero nada más. Era la mujer de Torka, y sabía que todas ellas la
envidiaban a ella por serlo.

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Ai se había levantado, limpiándose las manos pequeñas y rechonchas en sus
ropas.
—¡Reíros! ¿Vamos, reíros cuanto queráis! ¡Pero pronto Ai reirá más fuerte que
vosotras! Lonit y su hombre creen ser mejores que nosotras. Se mantienen apartados,
vuelven la nariz a nuestra comida, a nuestras costumbres. Ahora la tripa de Lonit está
tan grande y redonda como una luna de verano. Ai yacerá muy pronto con el hombre
de Lonit. Y cuando el niño de Lonit nazca, Galeena no permitirá que viva. ¡Nunca!
¡Esta mujer se ocupará de que sea así!
—Duerme ahora. No te preocupes, pequeña Ojos de Antílope. Créeme. La mujer
de Galeena no es quién para decir lo que él o cualquier otro hombre debe hacer.
Lonit había esperado hasta muy tarde para comunicarle sus temores. Le había
despertado tocándole con suavidad, y ahora él la hacía tenderse y la besaba en la
frente.
—Duerme —la apremió—. Torka no tiene miedo de las amenazas de una mujer
celosa.
—¿Celosa? ¿Por qué tendría que estar Ai celosa? Es la mujer de Galeena… y es
hermosa.
—Lonit es hermosa.
Ella sonrió débilmente, deseosa de creerle, pero sin lograrlo.
—Lonit estará pronto como Ai dice… tan gorda y redonda como una luna de
verano.
Abrazándola, Torka puso su mano ancha y fuerte sobre su vientre, oprimiéndolo
con suavidad.
—La luna de verano es la luna más hermosa de todas —afirmó.
Lonit le echó los brazos al cuello, apretándose junto con su hijo contra él. Le
amaba con tal intensidad que, por un momento, fue incapaz de hablar. Sin embargo,
tenía que hablar.
—Lonit ha oído cómo le decía Karana a Umak que éste es un mal campamento,
que debemos abandonar este sitio, que la Montaña Poderosa ha hablado a través de su
boca para advertirnos que nos marchemos.
—Karana es un niño pequeño. ¿Hablarían los espíritus de la montaña por medio
de él en lugar de hacerlo por boca de Umak?
—Umak es viejo. Quizá…
—Umak es un espíritu jefe. Si los espíritus tuvieran que hablarle a alguien,
hablarían con él. Y él es dichoso en este campamento. Aquí ha recobrado el poder de
su virilidad. Por consiguiente no escuchará las habladurías de una mujer tonta y de un
chiquillo todavía más tonto. Pronto la mujer de Torka se habrá liberado de nuestra
luna de verano. Pronto estará con nosotros el tiempo de la larga oscuridad. Estaremos
aquí, en las alturas, a salvo en este lugar. Era nuestro antes de que Galeena lo

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ocupara. Gracias a la magia de Umak, su pueblo ha cambiado… un poco. A su debido
tiempo las cosas irán mejor entre nosotros. Lonit lo verá… Éste volverá a ser pronto
un buen campamento… —sofocó un bostezo y se apretó contra ella— Lonit lo
verá…
Ella quiso protestar, hablarle de sus desagradables recuerdos de la noche en que
las llamas de las hogueras ardían muy altas y el pueblo de Galeena danzaba y ella
pensó que el jefe la había amenazado; pero Torka se había quedado profundamente
dormido, ella bostezaba y los párpados le pesaban cada vez más. La noche de las
hogueras danzantes parecía quedar muy atrás como si formara parte de una pesadilla
olvidada a medias. Quizá hubiera sido sólo eso. Galeena no se le había vuelto a
acercar, ni tampoco la había amenazado. Suspiró, contenta de dejar que sus recuerdos
se desvanecieran. En los brazos de Torka, con su hijo nonato durmiendo cerca de sus
senos, la vida misma parecía un sueño. Cerró los ojos y se durmió, sonriente porque
sabía que ningún sueño podía ser más dulce, o más increíble para ella, que el que
ahora compartía con Torka.
Había llegado la época de narrar historias. Umak fue el primero en tomar la
palabra. Cuando su voz empezó a quebrarse y resultó evidente que el tiempo iba a
obligar a todos a permanecer confinados en el saliente el resto del día y de la noche,
Galeena tomó el relevo. Mientras los relatos de Umak eran historias complicadas y
alegóricas que hablaban de hombres y de bestias y de su eterno conflicto y unión con
las fuerzas de la Creación, las historias de Galeena eran sencillas, relatos faltos de
imaginación de intrépidas aventuras en lugares lejanos. En las historias de Umak,
hombres y bestias estaban sometidos siempre a los poderes del cielo y de la tierra. En
los relatos de Galeena, él y los miembros de su tribu eran los personajes centrales en
torno a los cuales giraba todo el argumento. El cielo, la luna, las estrellas, todo giraba
en torno a Galeena. Hablaba de extraños y maravillosos territorios de caza en los que
él y sus cazadores mataron hasta exterminar al último animal. Hablaba de banquetes
que duraron días enteros hasta que se terminó toda la comida y él y su tribu se vieron
obligados a acudir al territorio de caza de otras tribus. Habló una vez más del
Corredor de las Tormentas, un paso donde abundaba la caza pero terriblemente
angosto, batido por el viento, rico en pastos, el cual se extendía entre elevadas
montañas de hielo sólido… montañas que se agitaban y gritaban como mujeres con
dolores de parto y en ocasiones se desplomaban en enormes avalanchas que
sepultaban a los hombres o a los animales que pasaban por allí.
Luego, el tono y el énfasis de sus relatos cambió por primera vez. Al disponerse a
hablar de sus sombríos recuerdos del Corredor de las Tormentas, Galeena admitió de
mala gana que incluso el poderoso Galeena, héroe de sus relatos, al fin y al cabo sólo
era un hombre mortal.
—¿Cuántos morir cerca Corredor de las Tormentas, donde las montañas andan

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como si fueran personas? —la pregunta formaba parte de su historia.
—Muchos morir cerca del Corredor de las Tormentas, donde montañas andar
como personas —respondieron sus cazadores al unísono. Sus mujeres estaban
pendientes de sus labios. Los chicos de su tribu le escuchaban con los ojos abiertos
como platos, aunque ya habían oído el relato tantas veces que algunos de ellos eran
capaces de musitar palabra por palabra lo que Galeena decía en voz alta.
—¿Murieron porque montaña se desplomó? —de nuevo la pregunta de Galeena
formaba parte de su historia.
—¡No murieron a causa de la caída de la montaña!
—¡Cuéntanos entonces qué fue lo que mató a la gente!
—¡La furia del Gran Espíritu mató a la gente!
—¡Ei-yii! ¿Y quién es el jefe más sabio de todas las tribus? ¿Quién salvó a la
gente de la caída de la montaña? ¿Quién nos condujo lejos del Gran Espíritu cuando
éste se arrojó sobre nosotros como una tormenta?
—¡Galeena!
—¿Y quién dijo a su pueblo que nunca más cazar Gran Espíritu?
¿Quién fue el hombre que salvar vidas de esta tribu mientras otros seguían al
Gran Espíritu y morir?
—¡Galeena! ¡Ai-yi-hei! ¡Ga-lee-na!
El jefe irradiaba satisfacción al verse abiertamente adulado, luego frunció el
entrecejo al observar que entre sus cazadores sólo uno, Manaak, el hombre de la
cicatriz en la cara, permanecía en silencio, impertérrito. Incluso Torka parecía
interesarse en su historia. Estaba sentado con las piernas cruzadas en el círculo de su
propia hoguera, con Lonit y Karana. Los tres estaban de cara a la caverna, sin dejar
de observar a Galeena mientras éste gesticulaba y sacaba el pecho.
—¿Dónde está ese Corredor de las Tormentas? —inquirió Torka.
—Hacia el este. En la cara del sol naciente —contestó Manaak.
—¿Qué cazador no conocer Corredor de las Tormentas? —se asombró Galeena
soltando un bufido.
—Éste —se apresuró a admitir Torka, que no tenía el menor deseo de que le
sacaran de quicio.
Galeena soltó otro bufido.
—¿Qué clase de gente ignorante ser la que vive en el norte y no saber nada del
mamut que ramonea en el este?
—Las gentes que siguen a los caribúes no se preocupan gran cosa por las
costumbres del mamut —dijo Torka—. Entre nosotros la carne de mamut sólo sirve
para ser comida en los peores tiempos de la luna del hambre. Es demasiado dura.
Sabe demasiado amarga a causa de los árboles que come. Incluso nos molesta el olor
de su carne.

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—¡Tribus acudir de todas partes a reunirse en gran campamento! —exclamó
Galeena en una explosión de entusiasmo—. Matar muchos mamuts. ¡La carne dura
hacer gente dura!
"Y la carne apestosa hace a la gente apestosa", pensó Karana con asco. De repente
surgió una chispa en su cerebro y se preguntó cómo no se le habría ocurrido antes
pensar en ello.
—En ese gran campamento donde acudían tantas tribus…, ¿vio Galeena a la tribu
de Supnah? Dirige a muchos hombres, a muchas mujeres. No le gusta demasiado la
carne de mamut, pero en los tiempos de hambre…
A Galeena no le hizo gracia la interrupción del chiquillo.
—¿Qué importar a ti ese Supnah? —preguntó enfurruñado.
Karana se lo dijo; Galeena gruñó, diciéndole al niño que había visto y compartido
hoguera con un hombre llamado Supnah.
—Gran tribu. No haber pequeños. No recién nacidos. Algunas mujeres. Y el
hechicero Navahk creo que llamarse…
Los ojos de Karana se dilataron.
—Navahk —asintió—; eso es.
Galeena gruñó de nuevo. Le dijo a Karana que él y su tribu encontraron a Supnah
y su pueblo mientras aún estaban en ruta hacia el gran campamento. Juntos habían
cazado unos cuantos caribúes. Habían compartido una hoguera de asar, y Galeena
había invitado a Supnah a continuar camino con él hasta la gran concentración de
cazadores de mamuts que iba a tener lugar en las inmediaciones del Corredor de las
Tormentas. Supnah no conocía la zona y había manifestado su desagrado con
respecto a la carne de mamut.
—La última vez que Galeena ver a ese hombre estaba aún allí. Hace mucho
tiempo ya. Supnah decir quedarse en aquel sitio, cazar muchos caribúes, después
marcharse, seguir rebaños donde éstos ir.
—Pero él prometió volver por mí, por todos los niños. Él…
—No decir nada de hijo. No decir nada de niños. Galeena dice ahora a Karana
que, después de que el Gran Espíritu matar a muchos en campamento cazadores de
mamuts, Galeena condujo a su tribu hacia el oeste, lejos del Gran Espíritu, en busca
de ese Supnah, porque pensaba que dos tribus mejor que una. Pero Supnah se había
ido. Supnah seguía a los caribúes. Y el Gran Espíritu seguir a Supnah. Galeena ver
huellas. Por tanto Karana debe olvidar a Supnah, olvidar a todos los cazadores que
recorrer tundra sin montaña alta, donde ponerse a salvo del Gran Espíritu.
La cabeza de Karana era un mar de confusión. Sabía que todos le miraban. Sin
pararse a pensarlo, habló furioso.
—¿Viste las huellas del Gran Espíritu y no seguiste a Supnah para advertirle del
peligro que corría?

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La gente de Galeena murmuró. La pregunta del niño había sonado como una
acusación.
—¿Seguir al Gran Espíritu? —Galeena sacudió la cabeza—. ¿Para qué iba a hacer
este hombre una cosa así? Galeena no estar dispuesto a enviar a su espíritu a caminar
en viento. Los cazadores cazan animales, ¡no espíritus malignos! ¿Y por qué se
preocupa Karana por alguien que se marchó y le abandonó para que muriera?
—¡Porque no estoy muerto! ¡Porque es mi padre! ¡Porque su tribu es mi tribu!
¡Porque sé que si hubiera podido, habría vuelto a por mí! ¡Porque a diferencia de
Galeena, Karana no teme al Gran Espíritu!
Se dio cuenta en el acto de que se había excedido. Lonit se quedó boquiabierta y
oyó a Umak exhalar un gruñido sordo incluso antes de ver la sombría expresión del
rostro de Torka.
El joven cazador le reprendió con dureza, enfadado.
—Karana conocerá el significado del miedo cuando se haya enfrentado al Gran
Espíritu, como lo han hecho este hombre y Galeena y los suyos. Ya sea un espíritu o
un ser de carne y hueso, muchos hombres valientes han muerto tratando de matar al
gran mamut que tiene muchos nombres. ¡Tú eres tan sólo un niño con una boca
demasiado grande! Hasta que seas un hombre, con el peso de las responsabilidades de
un hombre sobre tus espaldas, Torka no quiere oírte desafiar o criticar la conducta de
tus mayores, porque mientras que su inteligencia es grande, Karana no posee, en
cambio, la más mínima.
Karana estaba avergonzado por la regañina, pero no tan intimidado como para no
ver que había servido para apaciguar a Galeena y aplacar a sus cazadores. Todos
hacían comentarios favorables sobre las palabras de Torka. Las mujeres asentían con
la cabeza; los chicos se unieron a Ninip para insultar al niño. Éste agachó la cabeza.
Oyó a Umak decir que Karana era un chiquillo que aprendía con rapidez y que no
repetiría su error. Se sintió enfermo, traicionado.
Para aliviar la tensión del momento, Umak empezó a narrar una historia. Sus dos
mujeres se levantaron y apremiaron a las demás a ofrecer carne. Una vez más, el
pueblo de Galeena reanudaba su interminable festín.
Lonit ofreció un huevo añejo de perdiz nival a Karana. Era uno de sus bocados
preferidos, pero lo rechazó. No tenía apetito. Muy lejos, en la tundra, apagado por la
nieve que caía, sonó el aullido de un perro salvaje. ¿O sería un lobo? Karana no
estaba seguro.
Inquieto de repente, salió para situarse al borde de la cornisa. El cántico de Umak
llenaba la caverna. Las palabras penetraron como ráfagas de humo en la cabeza del
niño. Había magia en la Montaña Poderosa, pensó. Una magia oscura y subversiva,
una magia que transformaba a cazadores tan valientes y honorables como Torka y
Umak en dos hombres sin voluntad que veían inteligencia en los excesos y la

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cobardía de un individuo como Galeena.
"Este chico no se quedará en este lugar", se dijo. "Es un mal campamento. El
Hermano Perro lo abandonó y Karana hará lo mismo. Seguirá a su propio pueblo
hacia el este, a la cara del sol naciente. Y no importa lo que Torka diga. ¡Karana no
tendrá miedo!"
Pero cuando miró hacia abajo, a lo largo del camino helado y accidentado que
tendría que seguir para dejar la caverna, tuvo miedo. Había trepado por aquella cara
de la montaña muchas veces antes de resultar herido. Con sol, con lluvia, con
aguanieve, con nieve, conocía perfectamente todos los asideros para manos y pies.
Con el buen tiempo era una escalada que requería mucha paciencia y que no estaba
exenta de peligro. Con el mal tiempo era poco menos que mortal de necesidad y sólo
un loco lo intentaría.
Karana no era un loco. Había sobrevivido solo en aquella montaña demasiados
meses para que ningún hombre pudiera tacharle de serlo. No obstante, Torka lo había
hecho ante toda la tribu.
En el fondo de la garganta de Karana había algo caliente y duro. Al intentar
tragarlo, no se movía. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que
deseaba la aprobación de Torka y cuánto podía dolerle que esa aprobación le fuera
denegada.
Había dejado de nevar. El aire era muy frío. El viento parecía contener el aliento,
la nieve volvería a caer pronto, pero ahora Karana podía ver el sol. Era un ojo
pequeño, de un amarillo pálido, que le contemplaba a través de kilómetros de nubes
en movimiento. Había algo en él que le hizo pensar en Navahk, el hechicero,
vigilándole, sonriéndole con su sonrisa llena de odio que impulsaba a un chiquillo a ir
adonde los cazadores más valientes no se atrevían.

El cambio del tiempo hacía que la pierna de Karana se agarrotara y le doliese.


Sabía que Torka acertaría en sus previsiones con respecto a él si se atrevía a
descender de la caverna sin ayuda. Y cuando se precipitase a la muerte desde la pared
helada, de alguna manera Navahk lo sabría y el ojo del sol se agrandaría de contento
mientras, a miles de kilómetros, en la tundra, el hechicero sonreiría. A menos que…
Empezó a devanarse los sesos, esforzándose por hallar el modo de escapar de allí.
Recordó la polea y las plataformas ideadas por Torka y Umak para subir la carne del
alce descuartizado al saliente. Desde aquel día, el artefacto fue utilizado en
numerosas ocasiones y estaba algo desgastado y mal equilibrado por el peso de las
grandes cantidades de carne subidas a la cornisa.
Karana se prometió tener cuidado. "Esta noche, cuando la oscuridad lo envuelva
todo y todos duerman, Karana se marchará. Nadie le echará de menos. Ésta ya no es
su caverna ni su montaña. El pueblo de Torka ya no es el pueblo de Karana. Ahora
pertenecen a la tribu de Galeena".

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El día parecía haber terminado definitivamente. Mientras la nieve caía sin parar,
las gentes de la tribu de Galeena se cansaron de comer y de escuchar historias y
cánticos. Bebieron un líquido asqueroso que las mujeres habían preparado y
almacenado en vejigas. Pronto quedaron éstas vacías y mientras Torka golpeaba
puntas de lanza y Lonit cosía, el pueblo de Galeena mostraba escasa inclinación a
ocuparse en tareas productivas. Dormitaban y, al despertarse, hablaban de forma
embarullada y lanzaban risotadas. Luego, su disposición de ánimo cambió. Los
cazadores se acoplaron con sus mujeres como si estuvieran enfadados, tan
rápidamente que después las parejas estaban irritables y discutidoras. A los chicos les
estaba prohibido beber un solo sorbo de las vejigas y no tardaron en enzarzarse en
peleas tan enconadas que Umak fue requerido para suturar la brecha que Ninip le
había hecho a otro muchacho en la cabeza con una piedra.
Karana se había sentado, lejos de todos, encima del montón de sus pieles de
dormir, cerca del borde de la cornisa. Era mejor contemplar cómo caía la nieve, fría,
limpia y silenciosa, que observar las actividades que se desarrollaban dentro de la
caverna. En su mente, ya la había dejado. Cuando Lonit se le acercó y trató de
persuadirle para que se resguardase del frío, la ignoró. Si Torka hubiera acudido junto
a él para disculparse, aunque hubiese sido de forma velada, su resolución de marchar
podría haberse convertido en agua de borrajas. Pero Torka no se había presentado, y
aunque Karana estaba disgustado, quiso convencerse de que se sentía contento. Torka
se había convertido en un extraño. En cualquier caso, le convenía acostumbrarse al
frío, que sería su única compañía constante hasta que encontrase al Hermano Perro y
los dos recorriesen la tundra en busca de la tribu de Supnah.

Al lado del círculo de la hoguera del jefe, Ai susurró unas palabras incendiarias al
oído de Galeena. Éste, complacido por su conducta de los últimos días, aceptó sus
avances. Abofetear a una mujer era una buena forma de tratar a las hembras que
daban quebraderos de cabeza, aunque Ai había tardado más que de costumbre en que
se le pasara el enfado. Ahora, mientras ella le manoseaba, suspiró complacido al
tiempo que asentía con la cabeza a todas las palabras de lisonja que ella le susurraba
al oído. Mientras Ai se abría generosa a su impaciente celo, Galeena no dudó de la
veracidad de sus palabras cuando ella le dijo que era el mejor de todos los hombres
en todas las cosas.
Pero luego, Weelup, su segunda mujer, le susurró lo que Ai le había conminado a
decir bajo la amenaza de arrojarla al abismo la próxima vez que descendiera por la
pared de la montaña:
—Algunos dicen que Torka es mejor.
Weelup se había encogido mientras hablaba y se apresuró a rodar fuera de las
pieles de dormir para tratar de escapar del estallido de cólera del jefe.

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—¿Qué mujer dice eso? —preguntó con una mirada asesina.
—Ninguna mujer —le aplacó Ai—, Torka cree que es el mejor hombre en todas
las cosas. Torka desafía siempre a Galeena. No come nuestra comida. No bebe de
nuestras vejigas. Torka insulta a nuestros hombres al yacer solamente con su propia
mujer.
En medio de su furia, Galeena se dio cuenta de que ningún hombre había ofrecido
compartir su mujer con Torka. Le correspondía al jefe de una tribu ser el primero en
tener ese gesto. Y Galeena había preferido no ponerlo en práctica. Si un hombre era
culpable de insultar a otro, también le correspondía al jefe no compensarle con
aquella muestra de cortesía. A Torka no parecía importarle. Era evidente que el joven
estaba más que contento con su propia mujer de ojos extraños, y Galeena se alegraba
porque no deseaba compartir a ninguna de sus mujeres con un hombre de quien se
sentía a todas luces celoso.
Ai pasó sus palmas pequeñas y cálidas sobre el pecho del jefe y levantó la cabeza
para lamerle y pellizcarle la piel.
—Galeena no debe preocuparse por lo que Torka diga o por lo que puedan pensar
otras mujeres y otros hombres de este campamento. Ai ha oído decir a los viejos que,
hace mucho tiempo, Galeena era el mejor hombre de todos en la gran reunión donde
muchas tribus acuden para cazar y danzar el plaku a la entrada del Corredor de las
Tormentas.
—¿Los viejos? ¿Hace mucho tiempo? ¡Galeena es mejor hombre ahora! ¡Si las
mujeres danzan el plaku en este campamento, Torka no emulará ni de lejos las
proezas de este hombre!

Ai sonrió y ocultó la cara en el pecho del jefe, por temor a que su sonrisa se
convirtiera en risa de burla a costa suya.
—Galeena no debe decirle eso a Ai. ¡Ai es la mujer de Galeena, no quiere a otro
hombre que no sea el jefe! ¡Ai sabe que Galeena es el mejor de todos!
—¡Ai lo verá! —la apartó a un lado y se puso en pie, declarando que su pueblo
debía de prepararse inmediatamente para un plaku.
Se hizo un profundo silencio.
Las gentes de Galeena le miraron atónitos, boquiabiertos de incredulidad.
—¡Plaku! ¡Plaku! ¡Preparaos! —ordenó, observando cómo los rostros
asombrados de los hombres adquirían una expresión lujuriosa y las manos de las
mujeres subían a sus bocas en un vano intento de sofocar sus risas disimuladas.
Ninip lanzó un prolongado alarido y luego él y los otros chicos se pusieron a
cuchichear mientras Iana se acercaba para coger a Lonit de la mano y apartarla de
Torka llevándola a que se sentara con ella en el círculo de su hoguera.
—Plaku no ser para mujeres con niño en tripa —explicó, y no tuvo tiempo para
decir nada más porque Naknaktup se les unió.

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La mujer de más edad estaba exultante de alegría al comunicarles que Umak era
realmente un espíritu jefe grande y poderoso, porque había hecho un niño en el
vientre de alguien que hacía mucho tiempo que no se creía fértil.
Lonit estaba tan encantada, no por Naknaktup sino por Umak, que olvidó
preguntar por qué Iana se la había llevado de la hoguera de Torka. Ahora, el anciano
sería joven de nuevo por el hijo que Naknaktup iba a darle en sus últimos años, un
hijo que le fortalecería y cambiaría su existencia. Además de darse tono y hacer su
magia maravillosa podría, sobre todo, ofrecerle el don de su vida a alguien cuyo
espíritu de vida había sido formado con su propia semilla.
—¡Tú ver! ¡Todas las mujeres desearán a Umak! ¡Danzarán el plaku por mi
hombre! Esta mujer estará orgullosa —dijo Naknaktup radiante.
—¿Plaku? ¿Qué quiere decir plaku? —preguntó Lonit en tono apremiante.
—Es una danza que se ejecuta en el gran campamento de los cazadores de
mamuts, a la entrada del Corredor de las Tormentas. Plaku… quiere decir, la danza
para que mujer escoja. Tribus se unen para compartir placer. La mujer de un hombre
estar con el hombre de otra mujer —explicó Iana.
Lonit parpadeó. Lo que oía no le gustaba en absoluto.
—¿Quién comparte? ¿Quién escoge?
—Todos comparten, pero es la única vez que una mujer puede elegir. Un hombre.
Muchos hombres. A cualquier hombre con el que desee acostarse. Cualquier hombre
excepto su propio hombre. Sólo por esta vez.
—¡No con mi hombre! —protestó Lonit.
Naknaktup se echó a reír ante la exclamación de Lonit.
—Cualquier hombre, pequeña mía. Torka… Umak… Galeena… ¡cualquiera de
ellos! ¡Cuantas más mujeres deseen a un hombre, más orgullosa se sentirá su mujer!
—jubilosa, unió en una palmada sus manos grandes, ásperas por el trabajo, mientras
se deleitaba con sus recuerdos—. Esta mujer ha vivido mucho, visto muchas cosas,
bailado en muchos plakus. Hace mucho tiempo, antes de que Galeena se convirtiera
en jefe de esta tribu, Naknaktup le vio gozar con todas las mujeres en gran reunión.
—¡Eso no es posible!
—Galeena ser entonces más joven —concedió la matrona y con un pícaro guiño,
añadió—: En aquella época las reuniones ser muy pequeñas. ¡Pero Naknaktup le dice
a Lonit que Galeena tiene un hueso enorme, hambriento y muy levantado! Es una de
las razones por las que los cazadores le hicieron jefe de esta tribu. Cualquier hombre
con un hueso así de grande…
—Una vez, mi Manaak poseyó a tres mujeres al mismo tiempo —interrumpió
Iana, quien evidentemente no quería oír más elogios de Galeena—. Cuando Manaak
terminó, las tres estaban saciadas y felices. No agotadas y magulladas como Galeena
deja a las mujeres después de montarlas. Pero eso no importa. Todas las mujeres

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desean a Galeena. Él es el jefe. Ninguna mujer, sólo Iana, desea a Manaak desde que
tiene cicatrices en la cara.
Lonit estaba desesperada; sin embargo, vio la tristeza en la cara de Iana y quiso
mitigarla.
—En el pueblo de esta mujer —dijo—, un hombre con cicatrices es envidiado por
los demás. Manaak es fuerte y tiene un rostro hermoso. ¡Sus cicatrices indican que
Iana es feliz por no tener que compartir su hombre con otras! ¡Lonit no quiere
compartir a Torka!
Parecía tan desgraciada que Naknaktup se inclinó hacia ella y la abrazó
maternalmente.
—Escucha a esta mujer, pequeña mía, Manaak tiene cicatrices porque Galeena le
cortó la cara. Las cicatrices de Manaak le marcan como un hombre aparte… un
hombre que morirá si vuelve a desafiar a Galeena.
En un gesto de simpatía y comprensión, Iana puso una mano sobre el brazo de
Lonit.
—Lonit, compartirás a tu hombre —su voz era tan suave y triste como sus ojos
—. El plaku es una danza de nuestro pueblo. Tú y Torka sois ahora de esta tribu. Si
Torka es escogido y rechaza a una de nuestras mujeres, no será digno de envidia.
Nuestros hombres enfadarse. Ellos sujetar a Torka mientras Galeena corta su cara o
tal vez le expulsa de este lugar. Después, Lonit convertirse en mujer de Galeena. Y
Galeena pegará a Lonit hasta que su hijo muera. Después Lonit compartirá sus pieles
de dormir con Ai y Weelup hasta que Galeena se canse de ella. Más tarde Galeena
enviará a Lonit a seguir a Torka, a caminar sola en medio del viento para ser
devorada por las fieras.

Los hombres de la tribu encendieron una sola hoguera en el centro da la caverna.


Era una pira humeante, hecha sin el menor cuidado con una pila alta de huesos y
restos de recientes comidas. Arrastraron cerca de ella sus pieles de dormir y se
sentaron alrededor del fuego, dejando un amplio círculo de espacio abierto entre ellos
y las llamas. Allí danzarían las mujeres. Los cazadores intercambiaban bromas
lascivas acerca de las bailarinas, y hacían apuestas sobre quién realizaría más proezas
y con quiénes. Como Torka no hiciera ningún movimiento para aproximarse a ellos,
le llamaron y le indicaron el sitio donde querían que se sentase y le recordaron que
ahora era un miembro más de su tribu. Ningún hombre podía permanecer aparte
durante un plaku, ni tampoco desearía hacerlo cualquier varón a quien le quedara un
hálito de vida.
Seguidamente todos se echaron a reír. Uno de ellos sugirió que quizá Torka fuera
de una clase distinta de hombre. Otro añadió que, como todavía no había yacido con
ninguna de sus mujeres, ni siquiera estaban seguros de que fuera un hombre, aunque
era un excelente cazador y el aspecto de su mujer parecía demostrar que su hueso

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levantado sabía hacer bien su trabajo.
Entre molesto y desconcertado, Torka enrojeció. Pensaba en una apenada Lonit
sentada al otro extremo de la caverna con Iana y Naknaktup. No quiso mirarla. Se
proponía hablar, decir a los cazadores de Galeena que, entre el pueblo de Torka no se
esperaba de un hombre que copulase con las mujeres de otros hombres para
demostrar su virilidad; pero sabía que estaban en los cierto al decir que ahora
pertenecía a su tribu. El Pueblo había muerto. Y las sabias palabras de consejo de
Umak demostraban ser más válidas cada día: "En los nuevos tiempos, los hombres
han de aprender nuevas formas de vida".
"Aunque no les gusten ni las aprueben", añadió para su coleto, uniéndose de mala
gana al círculo. Se sentó al lado de Manaak y, por un instante, tropezó con la mirada
crítica de Karana que le observaba en la sombra, justo detrás del círculo de los
cazadores; después, con aire melancólico, el chiquillo desapareció, sin duda para ir a
sentarse en su propia hoguera. Entretanto Galeena advertía a Umak que se uniera a
los demás.
—¡Hummm! —exclamó el anciano por toda contestación mientras se adelantaba
cubierto con su piel de oso; sus collares adornados con garras y zarpas tintineaban
suavemente. En los últimos días había acabado de coser las plumas de cóndor a las
costuras de las mangas de su túnica. Al levantar los brazos parecía tener alas, como si
no fuera un hombre sino una extraña combinación sobrenatural de oso y ave.
Mantuvo los brazos en alto unos instantes, en espera de las exclamaciones de
asombro de quienes contemplaban su atavío. Las exclamaciones se produjeron, sobre
todo por parte de las mujeres. Satisfecho, dobló las piernas bajo su cuerpo, cruzó los
brazos sobre el pecho y contempló estoicamente las llamas.
Pero sólo una roca hubiera podido sentarse estoicamente durante el plaku. Como
preludio a la danza, las mujeres circularon entre los hombres con vejigas de la bebida
aceitosa, espesa, maloliente, que Torka se las había ingeniado para no beber en las
últimas semanas. Era una mezcla repugnante de sangre, bayas y zumos fermentados,
musgo y hongos, con el aditamento de corteza de sauce convertida en pulpa y
chupada luego por las mujeres hasta licuarla por completo mezclada con su saliva.
Ahora no tenía más remedio que beber, y beber mucho. Actuar de otra forma sena
ofender a la gente de la tribu de Galeena, gran aficionada a la poción. Tuvo náuseas
dos veces, pero se las arregló para beber un buen trago. Los hombres asintieron con la
cabeza. Las mujeres expectantes lanzaron risitas contenidas y siguieron ofreciendo el
mejunje.
Pronto comprendió cuál era el motivo de que lo bebieran. No tenía nada que ver
con el sabor, que era todavía peor de lo que pensaba. Y en menos de un minuto supo
el porqué de que Galeena y su gente fueran con tanta frecuencia indolentes y
parecieran aletargados. Con un solo sorbo de la poción preparada por sus mujeres, se

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sentía arder y los párpados le pesaban. Los hombros le escocían. Las plantas de los
pies estaban irritadas y sensibles. Movió los dedos de los pies. Era una sensación
exquisita. Al revés de lo que le había pasado unos segundos antes, sus ojos se
llenaron repentinamente de luz y de sustancia. La caverna, la hoguera, los hombres
sentados alrededor, las mujeres que se movían lentamente con las vejigas que
contenían la poción sobre sus manos, todo parecía tan hermoso como el primer
amanecer al finalizar la época de la larga oscuridad. Se sintió más grande, más fuerte,
y, al mismo tiempo, con tan poco peso como un niñito cómodamente atado a la
espalda de su madre mientras ésta caminaba por la tundra en los lejanos días de su
primera infancia.
Pero no era un niño. Era un hombre sentado entre otros hombres, que
contemplaba cómo las mujeres se despojaban con lentitud de sus ropas, cómo se
untaban sus cuerpos de aceite con igual lentitud y se friccionaban los pechos, los
vientres y las suaves y oscuras curvas internas de sus muslos con hojas aromáticas de
ajenjo. Era un hombre que contemplaba a las mujeres enlazar sus manos lentamente
y, alejándose de los hombres, pero siempre de cara a ellos, empezaban a rodear la
hoguera. Daban pasos de lado sin levantar los pies del suelo, arrastrándolos
suavemente. Era un hombre que miraba cómo sus pasos se ensanchaban cada vez
más, permitiendo que la luz de la hoguera se introdujera entre sus muslos antes de
volver a cerrarlos.
Todo con lentitud.
Todo se movía, ondulaba y palpitaba con un latido más lento que el de su
corazón; y poco después los latidos de su corazón fueron como martillazos a medida
que los movimientos de las danzarinas se hacían más rápidos mientras giraban. Ahora
el fuego estaba detrás de las actuantes, y éstas al alcance de los hombres que las
contemplaban. Los cuerpos femeninos brillaban. Las mujeres exhibían sus pechos y
sus vientres y los suaves y aceitados triángulos de vello que ocultaban zonas más
suaves y húmedas que no resultaban tan fáciles de mostrar. Las mujeres ladeaban las
caderas, las hacían oscilar lentamente y dejaban que se vislumbraran cosas rara vez
vistas.
Torka contemplaba el espectáculo con la boca seca, enloquecido de deseo, en
trance, inconsciente de que, lo mismo que los demás hombres, había empezado a
acompañar con palmadas un ritmo estridente, cada vez más rápido. Había olvidado a
Lonit. Había olvidado a Karana. Lo había olvidado todo y a todos excepto a las
bailarinas.
Sus movimientos determinaban la cadencia de las palmas. Sonreían al bailar, no
abiertamente de forma que se vieran sus dientes, sino con ligeras contracciones de
placer. El corto día otoñal que había parecido tan largo, estaba a punto de concluir.
Las largas sombras de la noche comenzaban a llenar la caverna. Las mujeres de la

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tribu de Galeena bailaban el plaku; aunque sólo fuera por una noche, controlarían a
sus hombres, y lo sabían perfectamente.
La danza continuaba. Cada mujer se movía con más lentitud cuando pasaba por
delante del hombre al que prefería; entonces sus rodillas se doblaban, sus brazos se
tendían, sus piernas se abrían, sus hombros se movían de forma tan espasmódica que
sus pechos brincaban estremecidos y sus pezones redondos y suaves estaban duros y
oscuros.
La caverna quedaba cada vez más a oscuras. La hoguera había consumido la
mayor parte de los huesos y de los restos de comida y tuvieron que alimentarla de
nuevo. El círculo formado por las mujeres se paró. Ai danzaba delante de Torka y
encendió otro fuego. Le daba la espalda. Tenía los brazos levantados, con sus manos
pequeñas y rechonchas entrelazadas. Con sus fuertes y pequeñas piernas abiertas y las
rodillas dobladas, blandeaba las caderas hacia atrás y hacia adelante, cambiando el
peso de su cuerpo de las rodillas a los dedos de los pies, flexionando sus tobillos
sorprendentemente finos y su cintura flexible al estirarse hacia arriba mientras
arqueaba el tórax como una leona bien alimentada que arañara el tronco de un árbol y
empezase a responder a los sonidos del fuego con maullidos emitidos con furia en
tono bajo.
Alrededor del círculo, los cazadores se habían puesto en pie y estaban quitándose
la ropa. Torka no era una excepción.
La danza continuaba. Se produjo un momento de enorme tensión cuando uno de
los cazadores más jóvenes cayó de rodillas, entre gemidos de vergüenza y frustración.
Ya apagado, no sería elegido por ninguna de las mujeres que hubiesen pensado
hacerlo. Torka experimentó un fugaz sentimiento de piedad hacia él. Pasaría mucho
tiempo antes de que su mujer o sus compañeros de caza le permitiesen olvidar aquel
momento.
Las danzarinas evolucionaron y se pusieron de cara. Torka miró el rostro de Ai y
vio unos rasgos tan salvajes y apasionados como una tormenta del Ártico y, a pesar
del calor del momento, fríos y calculadores, atendiendo tan sólo al logro de sus
propósitos. En aquel instante, Torka comprendió que Ai había incitado a Galeena a
convocar el plaku de forma que mientras el jefe estuviera disfrutando con otras
mujeres, ella pudiese exigir a Torka lo que tanto éste como Galeena le habían negado.
Era una mujer descarada, egoísta y manipuladora, responsable de la vergüenza
sufrida por el joven cazador y por las horas de preocupación que sus amenazas habían
provocado en Lonit. Estaba lleno de odio hacia ella; pero esta aversión no enfrió su
lujuria. Antes bien, la excitó.
Alrededor del círculo, las mujeres de la tribu de Galeena se ocupaban de elegir
pareja. Torka no vio ni oyó ninguno de sus feroces acoplamientos.
Ai le sonreía con afectación, mostrándose, tocándose como sólo un hombre puede

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tocar a una mujer. Sus ojos se clavaban en la largura y la anchura de aquella parte del
cuerpo del hombre al que había deseado tanto tiempo y que ahora estaba
completamente erecta. Pequeñas perlas de sudor aparecieron en las comisuras de su
boca. Las lamió en tanto se disponía a cumplir la amenaza que le había hecho a Lonit.
Torka la aborrecía, pero la deseaba y la hubiera tomado aunque no hubiese sabido
que rechazarla supondría insultar a Galeena y arriesgarse a ser expulsado de la tribu.
No era su propio bienestar lo que le preocupaba. Era el de Lonit, el de Umak y el de
su hijo aún no nacido. Con la próxima llegada de la larga oscuridad, necesitarían la
protección de la tribu… tanto como él necesitaba ahora poseer a Ai, pero de acuerdo
con sus condiciones, no según las de ella.
Contuvo el impulso de penetrarla en el acto y satisfacer su urgencia sobre su
cuerpo flojo, para que la mujer no hallara satisfacción en su descarga o en la
humillación de Lonit.
Lonit.
Su nombre estaba en el corazón de Torka al levantar a Ai cogiéndola con fuerza
por debajo de los sobacos y haciéndole daño intencionadamente. Notó que se ponía
tensa y se retorcía para librarse de sus manos al comprender que había perdido el
control del momento.
Torka la bajó despacio, mordiéndola, apretándola, acordándose de los sementales
salvajes de la estepa mientras la colocaba debajo de él y la atravesaba con tanta
violencia que tuvo la seguridad de que la hacía daño. Torka era más grande y más
duro de lo que había sido jamás. Demasiado grande para ella, pero no para Lonit.
Experimentó un inmenso placer al comprenderlo. La embistió a fondo, la oyó gritar
de dolor y supo que el legendario órgano de Galeena era una exageración. Se produjo
la descarga, que fue tan violenta como la penetración.
Permaneció dentro de ella como un lobo en celo y la mantuvo agarrada aunque
ella se retorcía para apartarse.
—Ai, mujer de Galeena, ¿era esto lo que querías? —le susurró las palabras en la
garganta, justo debajo del oído, y la tomó de nuevo con deliberada brutalidad.
El yacía, todavía unido, con todo su peso encima de ella, sin querer darse cuenta
de la presión de las pequeñas manos de la mujer que empujaban sus hombros hacia
atrás. Ai pronunció jadeante el nombre masculino y le rogó que se apartara.
El no hizo sino apretarla aún más fuerte. Simuló haberse quedado dormido,
manteniéndola a ella inmóvil, con el peso de su cuerpo mientras oía a los otros
cazadores regresar sin prisa a los círculos de sus propias hogueras o lanzar suspiros
de honda satisfacción allí donde yacían. Fingió roncar en el oído de la mujer mientras
la oía retorcerse y jadear al tiempo que trataba de liberarse de su apretón. La mantuvo
debajo de él hasta que la somnolencia empezó a dominarle. Ella lloraba suavemente
cuando por fin se las compuso para soltarse del brazo masculino cuyo propósito

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parecía ser poco menos que asfixiarla, y regresó de puntillas al círculo de la hoguera
de Galeena.
Torka recostó la cabeza sobre un brazo y se permitió que el sueño le venciera,
sonriendo porque estaba seguro de que Ai jamás volvería a estar interesada en yacer
con él.

Durmió a ratos. Sus sueños eran imágenes fragmentadas del pasado: de Egatsop,
hermosa y viva; del pequeño Kipu, que reía con alegría infantil mientras él le lanzaba
al aire, le recogía y volvía a lanzarle; el Gran Espíritu, que proyectaba su sombra
sobre el mundo y lo sacudía hasta destruirlo; de Ai, que danzaba desnuda sobre las
ruinas de su vida, ofreciéndosela con descaro en tanto Galeena le contemplaba con
mirada asesina y Lonit sostenía a una criatura sobre su pecho y sollozaba
suavemente.
Lonit.
La buscó en sus sueños. No estaba allí. Sus sueños cambiaron convirtiéndose en
turbadores recuerdos de su acoplamiento con la mujer de Galeena y del modo en que
se había visto obligado a poner a Karana en su sitio. Había hallado placer en rebajar a
la mujer, pero no en humillar al niño. Aquel chiquillo valiente, leal y testarudo había
llegado a significar para él más de lo que nunca hubiera imaginado.
El sueño se disipó. Abrió los ojos. Escudriñó en la oscuridad. Karana había
cometido un error al hablar con tanta rudeza al jefe. Galeena habría estado en su
derecho si le hubiera expulsado de la caverna para castigarle por su conducta. De
haberse producido un hecho semejante, Torka sabía que habría tenido lugar un
enfrentamiento entre él y el jefe. No permitiría que Karana volviese a correr el riesgo
de ser echado, ni permitiría tampoco que Lonit y Umak sufrieran daño alguno. Si
soportaba las repugnantes costumbres de Galeena era por ellos. Ése fue también el
motivo de que no hubiera vuelto la espalda a la intrigante Ai. Y fue por el propio bien
de Karana por lo que le reprendió con severidad. No habría actuado de otra forma de
haber sido el chiquillo su propio hijo.
Enfrascado en estos pensamientos, tuvo una revelación. En Kipu había perdido un
hijo. En Karana había ganado otro. Si Lonit daba a luz un varón, no significaría para
él más que Karana. Los dos serían como hermanos, y Torka les llamaría hijos a
ambos. El niño tenía que saber por fuerza que ocurriría así.
Aunque, ¿cómo podía saberlo si Torka no se lo había dicho? Sólo tenía que
recordar la expresión de desconcierto y enfado que apareció en la carita de Karana, y
asimismo la mirada de desesperación en los ojos de Lonit, sin que antes de que
comenzara el plaku hubiera tenido tiempo para decirles la razón de su conducta ni
manifestarles la profundidad de sus sentimientos hacia ellos. Aquélla no era la forma
que tenía el pueblo de comunicar sus pensamientos a otras personas.
"En los nuevos tiempos, los hombres deben aprender nuevas formas de vida".

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Umak tenía razón. Torka iría a buscarles ahora. Estrecharía a Lonit entre sus
brazos y le aseguraría que Ai no significaba nada para él. Nada. Miraría a Karana a la
cara, con sus ojos clavados en los del niño para que éste comprendiese que le hablaba
de corazón y le llamaba hijo.
Torka se levantó en la penumbra y pasó con cuidado sobre los cuerpos dormidos
de las danzarines del plaku de la noche pasada. Era de suponer que Galeena tendría a
la mayoría de las mujeres a su alrededor. Cualquiera de las mujeres de la tribu ganaría
en importancia al copular con su jefe. Galeena no había vuelto al círculo de su
hoguera. Ai dormía sola mientras su hombre yacía boca arriba, rodeado de un montón
de mujeres cuyos brazos y piernas se enredaban como un puñado de gusanos.
Le repugnaba verlos. "Cuando el tiempo de la larga oscuridad haya pasado"
,pensó, "cuando Lonit se haya recuperado después del nacimiento de nuestro hijo, si
Galeena no ha cambiado, Torka dejará este sitio. Hay otras tribus; por fuerza tienen
que ser mejores que ésta".
Pasó alrededor de un bulto peludo en el que reconoció a Umak. Dos mujeres
desnudas yacían cómodamente debajo de sus "alas". La cabeza del gran oso parecía
sonreírle cuando pasaba. Torka devolvió la sonrisa en tanto pensaba que el anciano
era realmente un espíritu jefe; había dominado a su propio espíritu y logrado que
funcionara como el de un hombre joven en su ancianidad.
Su sonrisa se desvaneció al llegar al círculo de su hoguera. La pantalla contra las
inclemencias del tiempo protegía la figura dormida de Lonit, pero Karana no estaba
allí. Tampoco sus pieles de dormir, ni la lanza que Torka le había hecho.

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CAPÍTULO 11
acía horas que Karana se había marchado, y durante todo el tiempo la nieve
había caído sin parar, cubriendo sus huellas. El viento era muy fuerte y las
montañas aparecían enfundadas en hielo.
Galeena decidió que una búsqueda era imposible; sus cazadores se mostraban de
acuerdo con él. Aunque Umak estaba visiblemente preocupado, una ojeada a la pared
de la montaña le obligó a darle la razón al jefe. Sin embargo, Torka decidió seguir a
Karana.
Se levantó y enseguida descendió utilizando la plataforma sostenida por cuerdas
confeccionadas con tendones trenzados, lo mismo que había hecho Karana. Aunque
aquel sistema resultaba más difícil y peligroso para un hombre adulto, Torka estaba
tan preocupado por Karana que no pensó en absoluto en su propia seguridad.
Buscó durante horas, dirigiéndose trabajosamente hacia el este, convencido de
que Karana buscaría a su pueblo donde Galeena decía haberle visto. Avanzaría hacia
las montañas distantes, abriéndose camino a través de un territorio salvaje e ignoto en
dirección al lugar conocido como el Corredor de las Tormentas… donde el Gran
Espíritu erraba por el mundo, destruía la vida de los hombres y aplastaba a los
chiquillos vulnerables que osaban caminar solos porque creían haber sido
abandonados por sus amigos.
A lo largo de infinitas extensiones, gritó el nombre de Karana. El viento le
devolvía la voz contra su rostro junto con punzantes partículas de nieve, tan duras
como pelotitas, lo que reducía considerablemente la visibilidad, hasta el punto de que
durante un rato perdió el sentido de la orientación.
Mientras la oscuridad se adensaba en medio del aullido del viento que provocaba
blancas turbulencias, Torka pensó de repente en Lonit y en su hijo nonato. Si él
moría, estarían a merced de Galeena, con sólo un frágil anciano para protegerles. El
sentimiento de frustración de Torka era absoluto. Por el bien de ellos, tenía que
regresar a la montaña, pero volverle ahora la espalda a Karana significaba abandonar
al niño a una muerte segura.
Su pena era inmensa cuando, por último, se decidió a emprender el camino de
vuelta a casa. Al llegar a la base de la montaña, Manaak estaba esperándole.
—Mañana —le dijo el hombre de la cicatriz en la cara—; mañana este hombre te
acompañará. Tal vez dos hombres consignan más que uno solo.
En el corazón de Torka renació una leve esperanza.
—Mañana —aceptó, y supo que en Manaak había encontrado un amigo.
Ascendieron la pared en la oscuridad, agarrándose a las cuerdas de tendones
trenzados de la plataforma y ayudándose mutuamente. Manaak había esparcido
cenizas sobre la pared para suavizar lo resbaladizo del ascenso, que fue bastante

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bueno, aunque los dos escaladores estuvieron a punto de caer varias veces. Sólo las
cuerdas de la plataforma, que Umak mantenía tensas desde arriba, les impidieron
perder el equilibrio por completo, permitiéndoles mantenerse relativamente firmes
sobre la pared. Cuando, por fin, se encontraron en el saliente, los cazadores de la tribu
de Galeena hacían comentarios acerca de su impresionante escalada y también sobre
la locura de haberla acometido.
—No ser buena cosa que un cazador se arriesgue a morir para salvar a un niño —
se burló Galeena—. Ese Pequeño Lisiado se ha marchado para que su espíritu
alimentar tormenta. Ser flacucho, pero servir de comida para lobos y leones. Desde el
principio no ser bueno para mucho más; eso creer este hombre. Ahora Torka debe
olvidar.
Torka se echó la capucha hacia atrás y se sacudió la nieve de los hombros;
después miró a Galeena con ojos cansados. Era evidente que el jefe se sentía más
engreído qué de costumbre desde que, al despertar después del plaku, se encontró con
varias mujeres en sus brazos y una pasiva Ai en el círculo de su hoguera. Era un
hombre duro y arrogante que no entendía de compasión; pero, a excepción de
Manaak, sus cazadores le eran leales, no a pesar de aquellas cualidades sino debido a
ellas. Con Galeena de jefe, llevaban una existencia tan muelle e indolente como su
hábitat lo permitía; y en la montaña adonde les había conducido, la vida era realmente
cómoda.
Torka los contempló con aborrecimiento, consciente de que entre todos ellos no
había un solo hombre que hubiese vacilado en clavarle una lanza en el corazón si
Galeena lo ordenase. Por consiguiente, aunque le hubiera encantado hacer rodar por
el suelo al jefe por las crueles palabras pronunciadas contra Karana, replicó con
calma:
—En el pueblo de Torka no se considera una buena cosa abandonar a los muertos
antes de que estén muertos. El Pequeño Lisiado sobrevivió sin compañía durante
muchas lunas en la tundra. Su valor le condujo a esta montaña y a esta caverna.
Todavía está vivo. Con las ropas nuevas y calientes que Lonit hizo para él, se
enroscará como una zorra contra el viento, de espaldas a la tormenta. Sobrevivirá.
Torka le encontrará. Torka no pedirá a ninguno de los hombres de Galeena que se
arriesgue.

Llegó la mañana. La tormenta se había convertido en una furiosa ventisca que


sacudía los cimientos del mundo. Aunque Manaak dijo que estaba dispuesto a
acompañar a Torka a buscar a Karana a pesar de las inclemencias del tiempo, a Torka
le bastó ver la desconocida expresión de los rostros de Lonit y de Iana para saber que
no se atrevía a aventurarse a salir con aquel día. Desilusionado, sintiendo que tenía
que hacer algo, encendió una hoguera que sirviera de señal y se puso en cuclillas a su
lado.

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Ninip deambulaba por allí cerca.
—¡El Pequeño Cojo está muerto! ¡Ni siquiera las bestias que roen sus huesos
podrán ver la hoguera de Torka en medio de esta tormenta!
Torka le largó un bofetón. No le dio, pero al menos consiguió que se alejase. El
chico reía para provocarle. Torka decidió ignorarle y continuó alimentando su
hoguera, protegiéndola del viento. Confiaba, no sabía por qué, en que Karana estaba
vivo, que podría ver la almenara y sabría que había alguien en la montaña que
esperaba su regreso.
Las horas pasaban. La tormenta había arreciado. Umak entonó una infinita letanía
de cánticos en los que imploraba a los espíritus del viento y del mal tiempo que
abandonaran aquella parte del mundo, para que un chiquillo pudiera encontrar el
camino de vuelta a casa; pero los espíritus que obedecieron sus órdenes la noche de la
cacería de los bueyes almizcleros, hacían oídos sordos ahora.
La tormenta era cada vez más violenta. Torka seguía alimentando su fogata a
medida que oscurecía y Umak proseguía con sus cánticos. Exhausto, roto por la
energía empleada en mantener viva su esperanza, miraba el mundo hendido por la
tormenta y pensaba en lo que Galeena había contado de otras tribus, de tierras
extrañas, del Corredor de las Tormentas y de los innumerables rebaños de caza que se
movían de un lado para otro a través del mundo, desvaneciéndose a finales del verano
para resurgir de la eterna noche al terminar la época de la larga oscuridad.
¿Adónde irían en la temporada durante la cual la larga oscuridad los engullía?
¿Por qué iban? ¿Qué fuerza les impulsaba a empezar a abandonar la tundra incluso
antes de que las primeras brumas de escarcha tornasen quebradizas las hierbas y los
sauces se volviesen dorados por la misma causa? ¿Habían recibido de los espíritus un
don que se le negaba al hombre? ¿Viajarían a alguna lejana y brillante llanura al otro
lado de aquel espantoso lugar que Galeena llamaba el Corredor de las Tormentas?
¿Se ocultaría el sol allí, calentando aquella lejana y desconocida tierra y bañando a
los rebaños con su preciosa luz que alimentaba la vida, mientras el mundo de Torka
se extendía frío y oscuro bajo las tormentas de la larga oscuridad?
¿Y dónde estaría Karana ahora? ¿Seguiría a los rebaños dirigiéndose siempre
hacia el este en busca de su pueblo? ¿Encontraría al padre cuyo amor significaba
tanto para él que se negaba a admitir que le hubiera abandonado? ¿Se volvería a mirar
alguna vez hacia la montaña, con su corazón lleno de odio hacia Torka por haberle
avergonzado delante de la tribu de Galeena? ¿O estaría muerto, en el estómago de
una fiera, como Galeena decía? ¿Yacería helado y solo, con su cuerpecito delgado de
cara al cielo para siempre?
La idea era insoportable. El rostro de Torka estaba tenso por la fatiga cuando
levantó la cabeza sobresaltado por Galeena. El jefe estaba de pie a su lado. Miraba
hacia abajo mientras sacudía la cabeza.

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—Torka debe olvidar al flacucho. Tú, atormentarte para nada. El Pequeño Lisiado
elegir su camino. Para él estar muy claro. Galeena dice que ha hecho una elección
valiente al no pedir piedad de hombre ni querer lágrimas de mujer. Ahora que estar
muerto, Torka ha de admitir que ser buena cosa.

Durante toda la noche arreció la tormenta, y mientras sus hombres dormían, Lonit
mantuvo encendido el fuego de la almenara. Cuando Torka despertó, no le dijo nada
que pudiera apenarle. Le llevó comida y arrastró sus pieles de dormir cerca de donde
él estaba para montar guardia a su lado. Antes de que amaneciera, la joven cayó en un
sueño profundo e intranquilo. Soñó con perros salvajes que corrían a través de un
mundo blanco. Tierra, montaña y cielo, todo estaba tan blanco como huesos.
Despertó sobresaltada.
Torka se había ido. Igual que Karana, quien se había esfumado antes que él, se
había ido furtivamente. Tampoco estaban sus prendas de invierno más pesadas, de
varias capas de pieles, y había cogido suficientes provisiones para alimentarse
durante un viaje largo.
—Se ha ido para mucho tiempo —dijo Iana, acercándose para consolarla.
—¿Por qué no me has despertado? ¿Por qué no ha ido nadie con él?
—Demasiada nieve. Demasiado viento —explicó Manaak, a todas luces
disgustado. Si le hubiera dicho a este hombre que se marchaba, Manaak hubiera ido
con él. Tal vez juntos…
—¡Os habríais reunido con el lisiado en el mundo de los espíritus! —le
interrumpió Galeena. Luego se acercó a Lonit, quien estaba en pie ante el círculo de
su hoguera. Poniéndole una pesada mano encima del hombro la dedicó una sonrisa
lasciva—. Olvida a Torka. Ningún hombre de esta tribu seguirle con esta tormenta.
Torka no volverá. Pero Lonit no preocuparse. Galeena siempre cuida de las mujeres.
—Mientras pronunciaba estas palabras la apretaba el hombro con más fuerza.
Ella se zafó del apretón y retrocedió.
—¡Torka volverá!
—La nieve ha enterrado sus huellas —informó Ninip en tono vengativo,
sonriendo ante el dolor reflejado en la cara de Lonit—. Ningún hombre podría
encontrarle con esta tormenta. Ningún hombre sería tan idiota como para desperdiciar
su vida por un tullido.
—¡Karana no es un tullido! —Lonit le habría abofeteado de haber estado el chico
al alcance de su mano—. ¡Y Torka no es un idiota! ¿No te buscaría a ti tu padre si te
hubieras perdido en medio de una tormenta?
La pregunta hizo que la cara ancha y sucia de Ninip enrojeciera y se crispase. Los
miembros de la tribu se echaron a reír mientras Galeena replicaba:
—¡En cualquier clase de tiempo, este hombre no arriesgar su vida por Chico Que
Cae Delante De Buey Almizclero!

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A lo largo de otro día y otra noche, la tormenta sopló, aulló y escupió nieve sobre
el mundo. Como sucedía en el sueño de Lonit, la tierra, la montaña y el cielo se
habían vuelto blancos y formaban parte de un paisaje helado y desbordante de nubes
en el que a ningún hombre que deseara vivir le hubiera gustado pasar un solo día.
Luego, aparentemente en un momento, la tormenta paró y el cielo se aclaró. La
tundra se extendía blanca y apacible, sepultada bajo los escombros helados de la
tormenta. Brillaba un sol frío cuyo calor parecía haberse agotado, lo mismo que la
juventud parecía haber abandonado a Umak.
El espíritu jefe, pocos días antes tan orgulloso de sí mismo, estaba de pie en el
saliente, envuelto en su vestimenta de piel de oso, con la cabeza de la fiera
balanceándose encima de la suya… pero la piel era sólo una piel, y la cabeza era sólo
una calavera, y dentro de su propio cuerpo se sentía de nuevo como un anciano. La
tormenta había soplado con furia durante casi una semana, y a lo largo de todo ese
tiempo, Umak la había atacado con no menos furia.
¿Por qué le ignoraban los espíritus del cielo? Había hecho un magnífico
despliegue de su magia. El pueblo de Galeena no se hubiera sorprendido si hubiese
volado en medio de la tormenta como una especie de pájaro-oso prodigioso, capaz de
arrebatar el poder del corazón de la tormenta, de coger a Karana y a Torka entre sus
garras y llevarles sanos y salvos a la montaña.
El viejo había llegado a encantarse con sus propios sortilegios. Por un instante,
cuando, tras desaparecer el niño, ocupó un sitio en el saliente y extendió sus brazos
emplumados haciéndolos ondular, casi llegó a creer que podía volar.
Pero cuando Torka descendió por la pared, tuvo que enfrentarse a la verdad.
Quiso ir con él, preceder audazmente a su nieto en el descenso de las alturas para ir
en busca de Karana. Pero se quedó helado en el sitio donde ahora estaba, dándose
cuenta de que sólo era un anciano vestido con una piel de oso, con una pierna rígida y
un terror pánico por la pared cubierta de hielo que estaba totalmente seguro de no
conquistar.
De manera que se había envuelto las piernas, no como un oso sino como un
camello, cubriéndose el cuerpo con la piel del gran oso caricorto. Había permanecido
oculto dentro de ella días enteros, con la pretensión de ser lo que sabía que no era.
Estaba contento con su piel de oso; le hacía parecer grande; a decir verdad, se sentía
muy pequeño.
Poco a poco, los miembros de la tribu empezaron a dudar de él. Oklahnoo le
miraba aviesamente. Su hermana, un alma más bondadosa —o tal vez simplemente
protectora de su hombre y del hijo que llevaba en su seno— continuaba llevándole
comida.
—Umak ser espíritu jefe —le tranquilizaba —; la magia de Umak ser fuerte. Esta
vez ser un poco lenta, eso es todo. Esta mujer decir: canta fuerte.

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Él le agradecía sus palabras de ánimo. Le ayudaban a soportar el aguijón de los
comentarios mordaces que oía hacer a las otras mujeres; aunque éstas se cuidaban de
hablar en voz demasiado alta, por si acaso se equivocaban. Pero, en cualquier caso,
los hacían. En lo más hondo de su ser, allí donde había renacido la confianza en sí
mismo, existía un vacío cada vez mayor, un sentimiento de culpabilidad que
empezaba a echar raíces.
¿Por qué había abandonado Karana la caverna? Pues porque un viejo se había
endiosado hasta el punto de no ocuparse más de un niño.
La pena que le producía su remordimiento era casi insoportable. ¿Dónde estaba
Torka? Había arriesgado su vida al ir en busca de Karana porque los poderes de un
espíritu jefe no consiguieron traerle de vuelta a casa. Ahora la tormenta en medio de
la cual se había marchado Torka ya había pasado. ¿Por qué no estaba de regreso?
—¡Por favor, Espíritu Jefe, no debes dejar de entonar tus cánticos! —suplicó
Lonit.
Él la miró. La expresión de confianza de la joven le conmovió, pero no logró
devolverle la confianza en sí mismo. Se sentía viejo, con el cuerpo anquilosado.
—Este espíritu jefe está cansado —confesó a Lonit.
La muchacha se sentó a su lado.
—También Torka debe de estar cansado —dijo—; lo mismo que Karana.
La joven suspiró y apoyó la cabeza sobre un brazo de Umak como si fuera una
niña. Permanecieron en silencio, con los ojos fijos en la lejanía y sus rostros
iluminados, aunque no calentados, por el frío sol de las postrimerías del otoño. Lonit
habló con voz suave del pasado; del largo y penoso viaje que emprendieron juntos a
raíz de que el Destructor entrara y saliese de sus vidas; de cómo un anciano cuyo
propósito era abandonarse en alas del viento llevó a Torka y a una niña asustada a una
nueva vida; de cómo había impulsado en ella el deseo de vivir; de cómo luchó contra
lobos, zorras y tormentas; y de cómo le habían escuchado los espíritus siempre que él
les hablaba.
—Te escucharán ahora —le susurró, con los ojos brillantes al levantar la cabeza
para mirarle—. Por Torka, por Karana y por Lonit, tienen que escucharte. Si Torka no
regresa, Galeena llevará a esta mujer al círculo de su hoguera. La dará de puntapiés
hasta que el niño de Torka muera. Entonces sí que Torka habrá muerto de verdad.
Para siempre. Y Galeena se sentirá feliz.
Oír esta declaración le horrorizó de tal modo que, por unos segundos, fue incapaz
de hablar.
—¿Por qué iba Galeena a matar al niño de Torka? Éstos no son tiempos de
hambruna.
—Ai ha dicho que lo hará.
—¡Hummm! ¡No mientras Umak sea espíritu jefe! —levantándose se reajustó la

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piel de oso sobre su huesudo cuerpo y volvió a cantar de nuevo. Su voz era una
vibración chirriante que no se elevaba lo bastante por encima de las ocasionales
reverberaciones escasamente audibles que surgían del corazón de la montaña, pero
era más fuerte de cuanto lo había sido durante horas.
Lonit le llevó comida, que él no tocó. También le llevó agua, de la que tomó unos
cuantos sorbos para humedecerse la garganta y que ésta no le fallara.
Al anochecer, una roca cayó con estrépito desde las alturas. Con ojos fatigados,
Umak la vio precipitarse en el abismo a la izquierda de la cornisa en cuyo saliente se
encontraba. En la roca había hielo y grandes y descoloridos bordes de nieve salpicada
de guijarros que sin duda debían de haberse desprendido de debajo de las
inmediaciones del casquete de hielo de la cumbre. Era uno más de los incontables
desprendimientos que había presenciado desde que se instalaron en la montaña, pero
había algo diferente en éste. Demasiada nieve. Demasiados detritus. Tal vez fuera un
efecto óptico producido por la luz desfalleciente. No estaba seguro, ni le importaba.
En aquel momento tenía cosas más importantes en que ocupar sus pensamientos.
Al fin y al cabo, parecía que los espíritus no habían hecho oídos sordos a sus
invocaciones. Su corazón se remontó, porque Torka se dirigía a la montaña y Karana
caminaba a su lado.

Exhaustos por su odisea, Torka y Karana durmieron un día y una noche enteros.
El chiquillo estaba acurrucado en el hueco del brazo de Torka, cerca del círculo de la
hoguera de Lonit. En la oscuridad del segundo día, un poco antes de que amaneciera,
Karana despertó y miró a Lonit, ocupada en los preparativos de la primera comida del
día.
—Vino por mí… —susurró maravillado—. Me dijo que había seguido las huellas
de perros salvajes en el corazón de la tormenta. Arriesgó su vida… por un niño.
Ella sacudió la cabeza y, al hablarle, sus palabras encerraban un suave y cariñoso
reproche.
—¡Naturalmente! ¿Pues qué esperabas? ¡Él es Torka! ¡Torka nunca abandonaría a
uno de los suyos!

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CAPÍTULO 12
as últimas aves acuáticas migratorias que habían sobrevivido a la tormenta
empezaban a marcharse de la tundra. Los grandes rebaños se habían
desvanecido en dirección a la puesta del sol. En los últimos días de luz, la
caza era cada vez más escasa, pero el pueblo de Galeena no se preocupaba por eso.
Los hombres de la tribu cazaban con desgana. Aunque ya habían dado buena cuenta
de gran parte de las provisiones apiladas en el fondo de la caverna, se atiborraban con
sus presas recientes y dejaban poco para guardar con vistas a los largos días de
oscuridad que estaban a punto de llegar.
Las mujeres habían perdido su primer entusiasmo mínimo por el trabajo. La
mayoría de ellas estaban embarazadas, y Lonit las observaba con creciente
preocupación. Estaban engordando como si fueran osos preparándose para la
hibernación. Osos perezosos y sucios. Arrugó la nariz, asqueada por el repugnante
olor que había empezado a emanar de sus almacenes de invierno preparados a la
ligera. En los confines de la caverna, relativamente calientes y protegidos del viento,
bayas puestas a secar de mala manera estaban enmoheciéndose y sus provisiones de
carne aparecían cubiertas de musgo verde. Cuando habló de lo que la preocupaba,
incluso Iana se mostró asombrada. La mujer de los ojos tristes la informó de que el
moho proporcionaba un sabor especial a las bayas, y que nada era más sabroso ni más
tierno que la carne tal como ellos la preparaban.
—Bueno; así será —concedió Lonit—. Sin embargo, es demasiado pronto para
que el moho esté tan avanzado. Devorará la carne antes de que lo hagamos nosotros!
Y el que cubre las bayas ha formado una capa tan gruesa que pronto dejarán de serlo
para convertirse en montoncitos de pelusa gris no aptos para ser comidos.
—Todo sirve para ser comido —dijo Oklahnoo, que la oyó por casualidad.
Las otras se mostraron de acuerdo.
Lonit sacudió la cabeza.
—¡Será así en este campamento! Si las mujeres de Galeena no son más
cuidadosas, todos nos veremos obligados a chupar pieles hasta que vuelva el sol una
vez haya concluido la época de la larga oscuridad.
A las mujeres no les sentaron bien las críticas de Lonit. Naknaktup la dijo que su
embarazo estaba volviéndola tan quisquillosa como una vieja, y Weelup añadió que
las mujeres quisquillosas, viejas o no, no eran bien acogidas en la tribu de Galeena.
—La mujer de Torka es igual que su hombre —comentó Ai despectiva—;
siempre creer que sus costumbres ser mejores. Pero, ¿dónde están las gentes que la
enseñaron? Caminan en el viento; en cambio, la tribu de Galeena hacerse fuerte y
engordar en este campamento.
También en esto se mostraron las otras de acuerdo, y añadieron que, si bien Torka

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era un hombre a quien daba gusto mirar, siempre estaba demasiado ocupado; cuando
no cazaba, fabricaba sus armas o bien enseñaba al pequeño lisiado nuevas maneras de
cazar, aunque eso fuera a todas luces una pérdida de tiempo. Weelup manifestó que
Galeena le había dicho que los otros hombres se quejaban de que algunas veces sólo
con mirar a Torka se sentían cansados, y el jefe todavía estaba resentido por la forma
en que ignoró sus deseos y salió en busca de un chiquillo que estaría mejor muerto.
—Karana ya no es un tullido —la corrigió Lonit con firmeza—. Cojea un poco al
andar, pero puede trepar por la pared tan bien como cualquier hombre, y mejor que
muchos de los muchachos. En ocasiones esta mujer cree que parece un cabritillo
corriendo arriba y abajo sin perder pie nunca.
—Tal vez podríamos comérnoslo en cuanto llegar época de larga oscuridad.
Las otras se echaron a reír. Todas excepto Iana. Desde hacía días estaba pálida y
débil; las demás estaban seguras de que su hijo llegaría al mundo en cualquier
momento.
Era raro que Lonit se enojara, pero ahora lo estaba al dirigirse a Ai.
—¡En los tiempos de hambre —dijo furiosa—, esta mujer antes te verá a ti
ensartada en un espetón que consentir que a Karana le suceda nada malo!
Las otras mujeres cuchichearon entre sí sorprendidas.
Ai sonrió con afectada altanería.
—¡No habrá tiempos de hambre! —repuso—. Galeena decir que nunca más esta
tribu errar en invierno oscuro en busca de comida. La comida vendrá a nosotros en
los tiempos de oscuridad. Galeena haber vigilado. Galeena ver cómo la montaña
golpear la espalda del viento de la tundra. En un sitio, después de una tormenta,
mucha nieve. En otro sitio, poca nieve. Mientras los grandes rebaños siguen al sol
que se pone sobre el borde del mundo, otros animales quedarse. Pastan y se
mantienen gordos para lanzas de cazadores de Galeena. Comerán todo el tiempo que
dure la larga oscuridad. La gente de Galeena se los comerá. Por tanto, esta mujer
dice: sólo la estúpida Lonit se preocupa por despilfarro de comida. Galeena dice que
cuando acabarse, habrá más. Galeena decir que, en este campamento, su gente nunca
estar hambrienta. Y Ai le dice a la mujer de Torka: vuelve a amenazarme, y todos
vosotros, Pueblo del Perro, lo lamentaréis.
Lonit la miró horrorizada, no por la amenaza, sino por la despreocupación de Ai y
su irrespetuosa actitud con respecto a las fuerzas imprevisibles y todopoderosas de la
Creación. Las palabras de Ai habían sido arrojadas a la cara de los espíritus de la caza
y desafiado los poderes de la luna del hambre.
—Ten cuidado, mujer de Galeena. Los espíritus se enfadarán con aquellos que
presuman demasiado —advirtió Lonit, y desde ese momento su mundo interior se
pobló de sombras que no tenían nada que ver con los días cada vez más cortos. No
importaba lo que Galeena hubiera dicho, ni cómo hubiese interpretado Ai sus

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palabras, la luna del hambre se elevaría en el cielo. Y una vez estuviera en lo más alto
del cielo, inmenso y negro, no se ocultaría hasta que todas las personas que habitaban
la montaña estuviesen muertas, en castigo por la arrogancia de su jefe y de su mujer,
Ai.
En el lejano horizonte del suroeste, un penacho de humo volcánico se elevaba de
una de las cimas cubiertas de nieve que, a la luz del día, parecían apuntalar el
firmamento. Sin embargo, al elevarse durante la noche, el penacho no se veía.
Debajo de las pieles de dormir de Torka, la montaña cayó y se levantó tan
sutilmente, que su movimiento sólo le hizo lanzar un bostezo y atraer a Lonit un poco
más hacia sí. Cuando el rugido de la distante erupción llegó a sus oídos, estaba tan
debilitado por la lejanía, que tan sólo parecía que el viento había arreciado un poco.
Pero más arriba, en el glaciar que abrumaba la cumbre de la montaña, la grieta de
varios metros que se abrió el día en que Umak mató al alce se había ensanchado más.
En la tundra, los pequeños animales notaron los temblores que sacudían la capa
helada y salieron a la desbandada de sus madrigueras y escondrijos. Las aves
emprendieron el vuelo a través de la cara redonda de la luna. Lobos y perros lanzaron
lastimeros aullidos en tono bajo. Los animales de caza resoplaron y dieron vueltas
inquietos mientras, a muchos kilómetros de distancia, un rebaño de mamuts barritaba
su incertidumbre en la noche. Y desde un corredor distante y angosto que dividía una
ringlera de pasto entre dos capas de hielo continentales, respondió un barrito, alto y
agudo, inconfundible para cualquier hombre o bestia que lo hubiese oído antes.
Fue aquel sonido lo que despertó a la gente de la montaña y les obligó a ponerse
en pie, mientras escuchaban aterrorizados. De la cima cayeron enormes pedazos de
hielo, luego todo quedó en calma. La gente se asomaba a mirar el mundo azul,
iluminado por la luna, y Naknaktup se apretó contra Umak, preguntándole al espíritu
jefe qué era lo que había turbado la noche.
"Los espíritus del viento", pensó Lonit, porque el silencio era absoluto, salvo el
suave silbido del viento contra la montaña.
Umak notó que el viento le daba en la cara. Era frío, un viento invernal que hacía
que los huesos le dolieran. Su respiración se helaba en nubecillas delante de sus ojos,
velaba su visión del vuelo rasante de las aves que regresaban a la tierra como si
fueran hojas que cayesen.
El silencio aumentó y se expandió, después penetró en la caverna y latió en su
interior. No había hombre, mujer o muchacho que no se sintiera embargado por el
terror de sus propios temores, incluido el espíritu jefe.
Umak recordaba las palabras de advertencia de Karana: "Tenemos que
marcharnos de este lugar. Es un mal campamento. Tenemos que irnos o nos
quedaremos aquí. ¡Para siempre!.
No obstante, sabía que abandonar aquel refugio seguro en la montaña para

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atravesar las enormes y desconocidas distancias de tundra que se encontraban ahora
bajo las primeras sombras de la larga oscuridad, supondría una muerte segura…, no
para toda la tribu, pero sin duda alguna para un anciano cuyos huesos estaban
anquilosados y para una matrona madura y embarazada. Umak ya había caminado
una vez en alas del viento. No estaba dispuesto a repetirlo. Quería vivir lo suficiente
para verse renacer por medio de Naknaktup y también a través de Lonit, porque la
vida que llegaría al mundo por medio de ella sería también la de Torka. Una tercera
generación de espíritus jefes, una línea ininterrumpida en la criatura que iba a nacer
de la semilla de un viejo.
El pensamiento era tan embriagador que le confortó hasta que la negra nube de
las palabras de Manaak devolvió al anciano a la realidad.
—Es el gran Espíritu que camina en la noche. Es el enorme fantasma el que hace
que la montaña tiemble y las fieras griten de miedo. Nos ha seguido, tal como
Manaak dijo siempre que lo haría. ¡Ahora tenemos que darle caza! ¡Ahora tenemos
que matarlo antes de que nos mate a todos!
Las mujeres prorrumpieron en angustiados lamentos. Los cazadores refunfuñaron
y se miraron unos a otros con ansiedad. Galeena montó en cólera.
—¡Este hombre no caza bestias! —exclamó mientras indicaba con un ademán la
noche que se extendía fuera de la caverna:—. ¡Este hombre no caza fantasmas! Lo
que ha turbado la noche ya se ha marchado. Galeena está enfermo de oír a Manaak
que habla siempre del Gran Espíritu. Galeena dice que si Manaak ve alguna vez a ese
fantasma descomunal, es libre de ir a cazarlo, pero él solo. Por su parte, Galeena ha
encontrado un campamento seguro para su gente. Lo que hace que el mundo se
estremezca está ahora en silencio. No vendrá a este sitio.
—Ningún hombre puede decir lo que los espíritus harán —sentenció Umak.
—Ese espíritu camina dentro de la piel de un mamut —Galeena le miró furioso
—. El mamut no trepa a las montañas. Y Galeena no caza mamuts, a no ser que
puedan ser atrapados en una ciénaga sin correr peligro.
—Eso podría arreglarse —sugirió Torka—. Varios hombres podríamos formar un
grupo para descender, seguir sus huellas, descubrir dónde ramonea y hacerle caer en
la trampa que preparásemos.
La excitación que denotaba su voz no hizo sino aumentar la alarma entre los otros
cazadores. Sólo Manaak dio muestras de entusiasmo.
—Eso sería una buena cosa. ¡Aquellos que recorren la tundra entonarían cánticos
de alabanza por quienes lograran matar al Gran Espíritu!
—Los hombres no matan espíritus —dijo Umak, haciéndole señas a Manaak para
que callara—. Los hombres pueden entonar cánticos de alabanza para apaciguar su
ira. Los hombres caminan ligeros a la sombra de los espíritus y entonan las canciones
que harán que las sombras caigan sobre otras partes del mundo.

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—¿Para que otros hombres mueran? —la pregunta de Torka estaba hecha en tono
agresivo, porque acababa de apreciar un inusitado timbre acomodadizo en la voz de
Umak. Aquello le irritaba y sorprendía a la vez. Así que Karana tenía razón. Umak
había cambiado desde que se había convertido en espíritu jefe de la tribu de Galeena.
—¡A Galeena no preocuparle los otros! —tronó el jefe, y cuando todos sus
cazadores suspiraron aliviados y murmuraron para manifestar que estaban de
acuerdo, abrió su boca desdentada en una amplia sonrisa y le dio unas familiares
palmadas en la espalda a Umak en señal de aprobación. A continuación añadió—:
¡los hombres inteligentes escuchar a su espíritu jefe! Los hombres inteligentes
entonarán las canciones que mantendrán alejado al Gran Espíritu, mientras camina
por su propia parte del mundo.
—Entonad todos los cánticos que queráis —dijo Torka con severidad—. Este
hombre ha hundido su lanza en la sangre y la carne del Gran Espíritu. Si camina por
nuestro mundo, los cánticos no bastarán para hacer que se marche.
Galeena le miró con aversión.
—¡Torka siempre lo sabe todo! ¡No es el único hombre que se ha enfrentado al
gran fantasma! Si Torka y Manaak quieren combatir contra el Gran Espíritu, que
hagan lanzas. Muchas lanzas. Lanzas fuertes. Lanzas agudas. Si el Gran Espíritu
viene, Galeena os permitirá matarlo. Si podéis. Pero ahora, Galeena os dice que
escuchar noche. Está en silencio. El Gran Espíritu camina por otra parte del mundo.
Si queréis seguirle, Galeena dice: ¡Marchad! No os detendré. Pero por lo que se
refiere a este hombre y sus cazadores, nosotros cazamos carne, no espíritus. Nos
quedaremos aquí. ¡Para siempre!
En el horizonte lejano, el volcán dormía de nuevo, como lo hacían la gente de la
tribu de Galeena. La noche transcurrió en silencio, excepto por el susurro del viento y
los sordos y somnolientos murmullos del casquete helado de la cumbre. Al amanecer,
Manaak se acercó al círculo de la hoguera de Torka.
—Este hombre se marcha ahora a cazar al Gran Espíritu —susurró, dándole un
golpe a Torka con su mano enguantada—. ¿Tiene que marcharse solo, o viene Torka
con él?
Torka se pasó una mano por los ojos para ahuyentar el sueño. Al mirar hacia
arriba vio que Manaak estaba vestido para viajar y cazar. Sus lanzas sobresalían del
bulto que llevaba a la espalda, las cuerdas para tender trampas las llevaba enroscadas
en un hombro, y del otro colgaba su bolsa de caza donde llevaba un surtido extra de
puntas de lanza, así como utensilios para despellejar, descuartizar y otros distintos
usos. Torka frunció el ceño mientras se incorporaba sobre un codo. Contestó en voz
queda que no quería molestar a Lonit ni a Karana, que dormían uno a cada lado de él.
—A diferencia de Manaak, Torka no se siente solo en el mundo. A diferencia de
Manaak, Torka sería incapaz de abandonar este campamento sin mirar atrás. A

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diferencia de Manaak, aunque Torka se arriesgara si pensase que tenía alguna
posibilidad de matar al Gran Espíritu, Torka no abandonaría a su mujer porque
Galeena le haya incitado a salir en busca de su muerte.
Manaak contuvo a duras penas su rabia. El sarcasmo de Torka había dado en el
blanco. El hombre de la cicatriz en la cara pensó en su mujer y su firmeza de hacía
unos instantes se tambaleó.
—El Gran Espíritu está ahí afuera —dijo desilusionado—. Vendrá algún día.
Algún día, por la salvación de nuestras mujeres, tendremos que hacerle frente.
—Algún día. Ahora, no. ¿Quién cazaría para nuestras mujeres en la época de la
luna del hambre si nosotros no regresásemos? Las dos esperan un hijo. Debemos
quedarnos por ellos. Torka ha pensado mucho sobre el asunto. Haremos lo que
Galeena ha sugerido: prepararemos nuestras armas y haremos muchas lanzas agudas
en número suficiente para todos los hombres de la tribu. Si el Gran Espíritu viene a
ramonear al pie de nuestro campamento, le llevaremos ventaja. Este hombre no se fía
gran cosa de Galeena, pero tiene razón al decir que los mamuts no trepan a las
montañas. No estés tan ansioso por morir, amigo mío. No podemos estar seguros de
que la voz que oímos fuera la del Gran Espíritu. Conténtate con que el Gran Espíritu
camine lejos, en otra parte del mundo, y con saber que si viene a buscarnos,
estaremos preparados.
Manaak no era un hombre fácil de convencer para que desistiera de sus
propósitos; sin embargo, las palabras de Torka tenían sentido. Contrariado y
convencido sólo a medias, regresó al círculo de su hoguera.
Torka estaba despierto. Imaginaba cómo se desarrollarían las cosas si el gran
mamut hacía acto de presencia. Los hombres de la tribu de Galeena formarían una
línea a lo largo del borde de la cornisa. Arrojarían una lanza tras otra contra la bestia.
Crearían una lluvia mortífera y la bestia a la que las gentes de Galeena llamaban el
Gran Espíritu escaparía o moriría.
Parecía muy fácil… demasiado fácil. Se daba cuenta del viento y de que algo se
movía en las entrañas de la montaña. Era un sonido familiar, pero, ¿había sido
siempre tan constante? ¿Tan semejante a un corazón que latiera arrítmicamente?
—Escucha. La montaña está viva. Hace algún tiempo era una amiga. Ahora nos
advierte que nos marchemos.
La voz de Karana no había sido más alta que un suspiro, pero, aun así, sobresaltó
a Torka. Hacía horas que la luna se había ocultado, pero la luz de las estrellas
iluminaba la cara del chiquillo. Torka vio la preocupación reflejada en sus ojos.
—¿Marcharnos? —inquirió—. ¿En la época de la larga oscuridad?
¿Un cazador, un niño, una mujer embarazada y un viejo? ¿Cuánto tiempo
sobreviviríamos?
—¡Umak es un espíritu jefe! Su magia nos haría fuertes.

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—Umak es feliz en este campamento. No lo abandonaría.
—Entonces marchémonos sin él.
—Nunca, Torka no te abandonó a ti, Pequeño Cazador. ¿Le pedirías que
abandonase al padre de su padre, que se alejara de alguien que le salvó la vida, la de
Lonit y la de Karana?
El chiquillo se mordió el labio inferior unos segundos antes de contestar.
—El espíritu jefe ya no se preocupa por nadie, sólo de sí mismo. Pero Manaak y
su mujer vendrían con nosotros. Seríamos una tribu. Karana puede ser pequeño, ¡pero
es un cazador! ¡Y Torka es el mejor cazador de todos! Torka encontró a Karana en la
gran tormenta. ¡Sólo el más inteligente de los rastreadores pudo hacer una cosa así!
—Rastreadores todavía más inteligentes iban detrás de ti, una manada de perros,
y por la forma en que corrían no cabe duda de que seguían el olor de una presa. Fue
una suerte para Karana que algo desviara su atención y Torka te encontrase antes de
que ellos lo hicieran.
—Si el Hermano Perro estaba con ellos, Karana no hubiera sufrido ningún daño.
—¿Todavía piensas en él? Olvídalo. A estas alturas Aar habrá encontrado una
manada de su propia especie, y si era la manada que te seguía, no dudes ni por un
momento de que el Hermano Perro se habría unido a los demás para matarte. Los
hombres y las fieras no pueden ser amigos, Karana.
—¡Hummm! —exclamó el chiquillo, en una excelente imitación de Umak—. ¡El
pueblo de Torka vive con la tribu de Galeena!
Divertido por la comparación, Torka se echó a reír.
—Por ahora, sí; porque tiene que ser así —admitió—. Pero a excepción de
Manaak, no hay entre ellos uno solo a quien Torka pueda llamar hermano.

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CAPÍTULO 13
a montaña estaba silenciosa. El amanecer dio paso a un día frío y luminoso,
de absoluta perfección. Los animales de la tundra pastaban y cazaban. No se
oía a ningún mamut y la extraña inquietud de la noche pasada parecía una
pesadilla casi olvidada. La gente se mostraba reacia a dejar la cueva, pero sin saber a
ciencia cierta por qué. Umak elevó cánticos especiales para aplacar a los espíritus del
cielo y de la montaña. Como atraído por su cántico, un enorme cóndor con alas de
buitre cruzó el cielo, y una reducida familia de esbeltos antílopes de la estepa
abandonó el bosquecillo de sauces achaparrados para aventurarse a pastar cerca de las
estribaciones de la montaña. Olvidados los temores de la noche anterior, Galeena y
sus cazadores bajaron de la montaña y, mientras Torka se rezagaba, asqueado,
mataron al pequeño rebaño entero.
Era casi de noche cuando regresaron a la caverna. Como era su costumbre,
Galeena y los suyos se dispusieron a pasar las horas dándose un festín, como si
pensaran que no existía el mañana. Saciada su glotonería, durmieron todo el día y la
noche siguiente y permanecieron en total indolencia dos días más.
Finalmente, el aburrimiento y el deseo de refocilarse con la sabrosa carne de
cabras recién matadas, les indujeron a dejar la caverna para seguir las huellas de un
escurridizo rebaño de cabras montesas, las cuales conducían a las umbrías alturas del
estrecho cañón donde Umak mató al alce y al gran oso caricorto. Las cabras eran
veloces y ágiles. Trepaban y brincaban hacia arriba a lo largo de las paredes del
abismo con tanta facilidad como si fueran sombras de nubes. Excitados por la caza,
los cazadores las perseguían a pesar de que los confines del cañón resultaban
pavorosos para quienes estaban acostumbrados a cazar en la inmensidad de la tundra
abierta. Galeena les condujo a las alturas, y los muchachos se desperdigaron por
matorrales, quebradizos a causa de la nieve helada, y oscuros bosquecillos de piceas
enanas. Perdices nivales y liebres se dieron a la fuga en busca de un refugio mejor.
Torka los observaba, preguntándose si eran muy valientes o muy estúpidos. Tal
vez fuera lo último, tratándose de un pueblo con tan poca imaginación como el de
Galeena. Le dijo a Karana que permaneciera junto a él y se ocupara de tener sus
lanzas preparadas. El mismo territorio de espesos matorrales que había ocultado al
gran oso caricorto podía reservar idénticos peligros.
A pesar de una ligera cojera, el chiquillo le seguía sin quedarse atrás. Su pierna
estaba fuerte de nuevo, y aunque los otros chicos se reían de él por su modo de andar
un poco rígido, Torka notó que Karana no quería darse por aludido. Demostraba su
temple al ir allí donde ellos se atrevían a aventurarse, sin quejarse jamás ni pedir que
se hiciera ninguna excepción con respecto a él. La pierna tenía que dolerle a veces,
pero si era así, nunca hablaba de ello, sólo una leve contracción en las comisuras de

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sus labios revelaba cuán grande era su esfuerzo.
Siguieron andando hasta que les bloqueó el paso un enorme bloque del glaciar de
la cumbre que parecía a punto de desprenderse. Era imposible penetrar más en el
cañón, a no ser que escalaran el hielo. Las cabras brincaron en su ascenso; sus
pezuñas pequeñas y agudas se incrustaban en la nieve y hacían que trozos de ésta
saltaran por los aires en su alocada huida por ponerse a salvo. Una lanza certeramente
arrojada por Galeena se clavó en el cuello de un cabrito. El arma de Manaak voló
para hundirse en el anca de un macho cabrío. Varios animales tropezaron y cayeron,
levantándose enseguida para echar a correr, la mitad de ellos con lanzas
sobresaliendo en diversas partes de su cuerpo. Otros se desplomaron, con su pelaje
blanco salpicado de sangre, sofocados sus balidos por los aullidos de los cazadores de
Galeena.
Torka le dijo a Karana que se adelantara y matara una cabra si quería. El chiquillo
obedeció al punto. Torka no se movió. Se quedó paralizado, momentáneamente
desorientado.
El glaciar no estaba allí antes, estaba completamente seguro. Se fijó en la gran
masa de hielo sucio que bloqueaba el camino delante de él. Varios árboles de picea
yacían tronchados y semienterrados en un informe montón de trozos de roca dura
cubiertos de nieve, donde los muchachos y los cazadores de la tribu de Galeena
habían trepado para cobrar sus presas. Aquellos árboles estaban en pie la última vez
que Torka los había visto; habían formado el bosquecillo en el que Umak mató al
alce. Ahora, al estudiar la nieve y el hielo donde yacían los árboles casi enterrados
por completo, comprendió que no estaba viendo un glaciar sino los detritos
acumulados que habían caído del borde del casquete de hielo de la cima desde que
condujo a los otros a la montaña.
Manaak se le acercó, con su macho cabrío cruzado sobre los hombros. Sentía
curiosidad por saber por qué Torka no participaba en la cacería. Cuando Torka le
comunicó sus pensamientos, Manaak se encogió de hombros y dijo que pasaba lo
mismo en todas partes.
—Los viejos de campamentos lejanos dicen que los espíritus del hielo se hacen
más fuertes. Los espíritus del hielo caen del cielo. Cubrir la tierra. Permanecer en
montañas. No se funden. Esta masa de hielo crecerá en los tiempos de oscuridad del
invierno. En un cañón umbrío como éste, incluso en verano, no se fundirá del todo.
En la próxima época de la oscuridad, volverá a crecer. Llenará el cañón, se hará tan
alta que se unirá con la cumbre del glaciar. En la próxima temporada de luz,
empezará a caminar fuera del cañón, aplastando todo lo que encuentre a su paso. Este
hombre caminar lejos y rastrear mucha caza. En las montañas lejanas, desfiladeros
enteros desaparecen bajo el hielo que camina. En numerosos sitios, los animales de
caza tienen que buscar nuevos caminos para salir de las montañas y acudir a los

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terrenos donde abundan los pastos.
Torka comprendió, por fin, por qué su pueblo había esperado en vano que los
caribúes regresaran por su acostumbrada ruta de migración.
—¿De dónde vienen los rebaños, Manaak? ¿Habéis viajado vosotros allí, a la cara
del sol naciente?
—Ningún hombre puede hacer eso. Los rebaños proceden del sol naciente, a
través del Corredor de las Tormentas, llegan del borde del mundo donde ningún
hombre puede seguirles.
—Me gustaría saber… —la meditación de Torka quedó interrumpida incluso
antes de que hubiera empezado a tomar forma.
Un rugido chirriante, espantoso, retumbó en el cañón, seguido por los alaridos de
dolor de un muchacho y los gritos e imprecaciones de hombres.

El felino, cuyo tamaño era igual al de un león, había estado alimentándose con los
despojos del camello al que había matado hacía algunas noches. El felino era viejo,
tenía la espina dorsal parcialmente soldada y artritis en un cuarto trasero. Sus patas
eran cortas, lo que le proporcionaba la apariencia de una hiena, era como si los
cuerpos de dos tipos diferentes de animales se hubieran unido por equivocación. El
felino no era un cazador de la tundra de pies ligeros; estaba hecho para saltar. Su
cerebro era pequeño; su temperamento desabrido. Eh sus últimos años se había
convertido en un depredador repulsivo e imprevisible. Cuando Ninip y los otros
chicos le rozaron accidentalmente, dio un salto para batirse en rápida retirada en lo
alto del hielo caído; la cadera lisiada le impidió saltar tan arriba como pretendía. Con
su corta cola, semejante a la de un lince retorciéndose, dio la vuelta y bufó, asestando
zarpazos a los chicos mientras desplegaba los dos colmillos que algún día les valdría
a otros ejemplares de su especie el nombre de "dientes de sable".
El felino, un merodeador al acecho y saltador, estaba siempre dispuesto a
arrojarse sobre una presa torpe y despreocupada a la que se le ocurriera ramonear
demasiado cerca del lugar donde él se encontraba apostado. Ahora saltó sobre los
chicos, que prorrumpieron en gritos, amenazándole y golpeándole con las pocas
lanzas que no habían arrojado contra las cabras en fuga. Con toda su potencia
proyectada en su salto, el felino del tamaño de un león era una mancha descomunal
de pelo rojizo y largo. Su quijada inferior pareció desencajarse al caer hacia atrás,
contra la garganta. Su boca se abrió de oreja a oreja para dejar que sus colmillos, la
mitad de largos que el antebrazo de un hombre, se proyectaran hacia adelante.
Ninip era su objetivo, pero el chico se apartó de lado justo a tiempo, tras propinar
un empujón al compañero que tenía más cerca, el cual cayó delante del felino.
Cuando el animal atacó al muchacho, hundió los caninos en su tórax. El chico se
desplomó, con el felino encima. La punta de uno de los colmillos del animal se
rompió contra una roca que había debajo de la espalda perforada del muchacho. El

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felino lanzó un aullido a causa del dolor de un nervio destrozado, sacó los dientes y
acribilló a su víctima una y otra vez, desgarrándola por la mitad hasta que sus garras
y su cuerpo se cubrieron con la sangre y la porquería que salía de los intestinos del
muchacho destripado.
El chico aún no había muerto. No emitía ningún sonido, pero sus manos se
movían espasmódicamente y sus piernas se agitaban convulsas. El felino se lo estaba
comiendo vivo.
Karana arrojó su lanza. Todos los demás chicos habían huido, y los hombres de la
tribu de Galeena se limitaban a observar. No quedaba tiempo para tratar de averiguar
por qué no hacían nada por acudir en ayuda del muchacho caído. La lanza de Karana
no había dado en el blanco, pero aún le quedaba otra, la mejor, la que Torka le había
hecho. Su pequeña mano se curvó sobre el asta, equilibrándola. Por el rabillo del ojo
vio que Ninip le miraba.
Karana avanzó con lentitud, con el brazo que sostenía la lanza curvado hasta
lograr un equilibrio perfecto antes de arrojarla. Sabía que Torka y Manaak corrían
hacia él, con sus lanzas en ristre. Torka sostenía en la mano izquierda su porra de
hueso de ballena. Karana apuntó, dispuesto a no fallar. Quería matar al felino. Si lo
conseguía, todos los hombres le llamarían el Matador de Leones, en vez de llamarle
Pequeño Tullido. Torka se sentiría orgulloso. Y Ninip nunca más volvería a burlarse
de él.

Con los ojos fijos en Karana, Ninip se dio cuenta de lo que el niño intentaba
hacer. ¿Cómo se atrevía aquel pequeño cojo a enfrentarse al felino merodeador como
si fuera el chico más valiente del mundo? Por lo que a él se refería, nunca podría vivir
convertido en el hazmerreír de sus compañeros y odiado por su padre si permanecía
allí quieto, atemorizado por el gran felino, en tanto que el enclenque Karana intentaba
matarlo. Galeena todavía le despreciaba por haberse caído delante del buey
almizclero en el instante en que éste cargaba. Ninip jamás recuperaría el respeto de su
padre si Karana abatía al felino.
Con un impulso de energía que eclipsó su miedo, Ninip corrió a ponerse al lado
de Karana y le arrebató la lanza de la mano justo cuando el niño se disponía a
arrojarla.
Al recibir un violento codazo en un costado, Karana perdió el equilibrio y cayó en
tanto Ninip lanzaba un alarido de triunfo. La lanza era ligera y larga, con un
equilibrio completamente distinto del que tenían las armas más pesadas y de asta más
gruesa hechas por los cazadores de su tribu. Buscó la posición correcta para efectuar
el lanzamiento, pero su movimiento atrajo la atención del felino.
La fiera actuó tan rápida e inesperadamente que Ninip no tuvo oportunidad de
reaccionar. De un gran salto cayó encima de él, arrojándole al suelo. Ninip cayó de
costado, con la lanza todavía en la mano, clavada inútilmente en el suelo por la

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presión de su cabeza contra el antebrazo. El instinto le había hecho colocarse en
posición fetal para así proteger sus órganos vitales de las terribles garras y los feroces
colmillos del felino. Con sus gruesas ropas de invierno como única protección contra
la acometida de la fiera, llamó a su padre pidiéndole a gritos que matara al felino
antes de que éste le hiciera pedazos.
El cóndor gigante que con frecuencia se dejaba ver mientras volaba en círculos
alrededor de la cara del sol, apareció en lo alto del cañón, atraído por los sonidos de
muerte. Su sombra distrajo al felino, que miró hacia arriba un instante, tiempo
suficiente para que Ninip viera que su padre y los otros cazadores permanecían
inmóviles. Ninguno de ellos hizo el menor esfuerzo por levantar una lanza.
Estaban preparados para ver cómo moría.
Antes de que pudiera preguntarse la causa de la actitud de los suyos, una lanza de
Torka se clavó en el felino, seguida de otra de Manaak. El felino se levantó y reculó,
revolviéndose al tiempo que emitía el desagradable gargarismo característico de los
felinos acorralados y furiosos.
Ninip no se atrevía a moverse, porque no sabía si sus brazos y sus piernas seguían
unidos al tronco; en realidad ni siquiera sabía si aún estaba vivo. Poco a poco Torka
entró en el campo de visión de Ninip para situarse entre él y el felino. La sangre
nublaba la vista del chico, que no sabía si era suya o del animal. Torka emitía
maullidos sordos y hostiles para provocar al animal. Sostenía su extraña maza de
hueso de ballena con filo de cuchillo. Ninip estaba a punto de desmayarse, confuso.
¿Por qué se arriesgaba Torka por alguien que nunca había hecho nada para merecer
que se preocupara por él?
Mientras Ninip observaba, Torka se agachó, agarró con ambas manos el estrecho
mango de su arma forrado con tendones. Continuaba hostigando al felino hasta que
éste, con un rugido de rabia, se le echó encima. El joven cazador lo esquivó con
extraordinaria agilidad y gracia, sin dejar de asestar golpes al mismo tiempo. El filo
largo y agudo de su arma cercenó las garras salientes de la fiera. Ésta aterrizó antes
de darse cuenta de que le faltaban. Los muñones no pudieron aguantar su peso. Entre
espantosos alaridos cayó de cabeza mientras Torka se acercaba y le propinaba tres
golpes brutales en el cráneo con su extraña maza-cuchillo.
Igual que el muchacho a quien había destripado, el felino de dientes de sable
murió lentamente.

Si Galeena hubiera hecho las cosas a su modo, Ninip habría sido abandonado para
morir al lado del cadáver mutilado del muchacho destripado. El jefe no disimulaba su
cólera después de que Torka hubo dado muerte al felino.
—¡Torka ha vuelto a arriesgar su vida por salvar la de un inútil! ¿Creía Torka que
los otros compartir el riesgo con él? No. ¡Una tribu necesitar hombres, cazadores, no
muchachos torpes!

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Los demás cazadores se mostraron de acuerdo. Estaban resentidos por el
despliegue de valor de Torka, el cual les había puesto el listón a un nivel por el que
nadie deseaba ser medido.
Torka miró incrédulo a Galeena.
—Ninip es tu hijo —dijo.
—¡Bah! ¿Qué es un hijo? Este hombre tener muchos hijos antes. Tendrá hijos otra
vez.
A Torka le resultaba difícil comprender el sentido de su crueldad.
—Los espíritus han sido generosos con Galeena. El felino se rompió un diente al
atacar al otro chico. Debió resultarle doloroso, por eso no atravesó a Ninip. Tiene
arañazos profundos y está magullado, pero con los cuidados oportunos, pronto
sanará.
—¡Ya que tú le has salvado, cúrale también! ¡A Galeena no se le ocurrirá
reclamar a ese imbécil como algo suyo!

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CAPÍTULO 14
l hielo que se formaba en las charcas estaba incrustado ahora en lo más hondo
y no se derretiría hasta la primavera. La luz del día era poco más que una
breve neblina azul. Mientras el viento frío y seco soplaba con fuerza del
noroeste, Iana tuvo dolores de parto dos veces, pero su hijo no nació. Manaak estaba
inquieto. Umak entonó cánticos para que la criatura apareciera. Ai sonreía burlona a
su espalda y susurraba a Galeena que la magia del espíritu jefe no tenía nada de
eficaz. El anciano, que la había oído, gruñó y dijo que el niño de Iana no nacería
antes de que su espíritu estuviera preparado. Oklahnoo le miró escéptica, en tanto
Naknaktup señalaba a Ninip y se jactó de que si el chico estaba vivo era gracias a la
magia curativa de su hombre.
Por el bien de Umak, Torka no quiso discutir con ella. Ninip estaba
recuperándose, aunque con lentitud. El incidente con el felino le había transformado.
Su combatividad y su arrogancia habían desaparecido. Lleno de moraduras, dolorido
y cosido, estaba sentado con pasivo abatimiento junto al círculo de la hoguera de
Torka. Si bien Torka detestaba antes al chico por la forma en que trataba a Karana,
ahora se sentía preocupado por su causa. Ninip no comía si no le obligaban a hacerlo.
No hablaba si no le hablaban, y sus respuestas se limitaban entonces a gruñidos y
monosílabos entre dientes. Sus otrora compañeros no querían nada con él, excepto
para mofarse de él con tanta crueldad como el chico lo hiciera poco antes de Karana.
Sus brillantes ojos de hurón se habían apagado. Parecía haber perdido las ganas de
vivir.
Karana disfrutaba con la situación. Estaba abiertamente resentido del nuevo sitio
que Ninip ocupaba en el círculo de la hoguera de Torka. Se sentía contento de que los
otros muchachos hubieran vuelto la espalda a su antiguo jefe. Le parecía maravilloso
saber que ya no era el único objeto de sus bromas salvajes y de sus crueles burlas.
En cuanto a Torka, un extraño y desasosegador malestar se había apoderado de él
después de haber dado muerte al felino. Algunas veces, mientras trabajaba en sus
armas, se descubría mirando a Ninip, preguntándose si habría hecho lo correcto. El
jefe no había arriesgado su vida, ni siquiera por su propio hijo, porque tenía otros en
quien pensar: sus mujeres, su tribu y los demás chicos. Y Ninip era torpe,
probablemente nunca sería un buen cazador. Entre el pueblo de Torka se consideraba
una grave afrenta a los espíritus de la caza desperdiciar carne con cualquiera que
demostrase ser un estorbo para la tribu. ¿Por qué iba a ser diferente esta regla entre la
tribu de Galeena? Durante la época de la larga oscuridad, las vidas de su gente, así
como las de Torka y su reducida tribu, podían depender de la comida que ahora
obligaba a ingerir a Ninip. Suspiró, disgustado por los acontecimientos en los que se
había visto inesperadamente envuelto.

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Con la espalda apoyada en la pared de la montaña y las nalgas acomodadas
encima de las bolsas de piel de pelo largo rellenas de hierba que Lonit había cosido
para que sirvieran de almohadones, hizo una pausa en su trabajo. Había estado
rehaciendo las puntas estropeadas de algunas de sus lanzas con su martillo de
cornamenta endurecido al fuego. A pesar de la almohadilla de cuero que protegía su
mano izquierda de cualquier tipo de corte o golpe, la mano le dolía de cansancio.
¿Cuántas puntas de lanzas había apoyado contra la almohadilla mientras les daba
forma con la mano derecha? Hizo el cálculo y se sorprendió. Jamás hubiera creído
que había pasado tanto tiempo desde que empezó a trabajar. Pero allí estaban todas
las puntas, alineadas al lado de sus piedras-martillo y lascas.
Se preguntó una vez más adónde se dirigirían los grandes rebaños de rumiantes en
los últimos días del otoño, antes de que el mundo se volviera frío y de que comenzara
la época de la larga oscuridad avasallada por interminables tormentas.
Desde su hábitat en las alturas, solía vigilar la salida y la puesta del sol en un arco
pálido, en constante disminución que apenas si permanecía en el cielo lo suficiente
para proporcionar algo de calor. Pronto no quedaría de él sino un apagado brillo sobre
el horizonte meridional, y después se marcharía por completo. "¿Adónde?, se
preguntaba. ¿Adónde va? ¿Podrían seguirlo los hombres, seguir las huellas de los
grandes rebaños siempre hacia el este, en dirección… a qué lugar?"
El curso de sus pensamientos cambió. Recordaba que había conducido a los suyos
a la montaña. Encendió la hoguera que divisaron Galeena y sus hombres desde muy
lejos haciéndoles encaminarse al lugar donde se encontraba la caverna, y aunque el
hombre era asqueroso y engreído, rebosante de un desorbitado sentido de
superioridad, su compañía brindaba seguridad a causa del nutrido número de
personas que componían su tribu. Con el tiempo de la larga oscuridad a las puertas, a
Torka le aliviaba pensar que Lonit, Karana y Umak estaban a salvo, protegidos en el
interior de la montaña como los niños en el seno de su madre. El peligro estaba allí
afuera, en la tundra abierta, en el frío y la oscuridad crecientes por donde caminaba el
Destructor, en busca de hombres que matar.

Los días que siguieron fueron intensamente fríos. El viento se deslizaba desde el
casquete helado de la cumbre para mezclarse con las furiosas y secas rachas de aire
que soplaban procedentes de las vastas distancias de Asia y del norte distante.
Lonit pasaba la mayor parte del tiempo con Iana. Cuando la mujer de los ojos
tristes tuvo la primera de sus infructuosas contracciones, las otras mujeres la
trasladaron al fondo de la caverna, por temor a que los espíritus de su sufrimiento las
contaminaran a todas ellas. Habían hablado de bajarla del saliente para que saliera del
trance en una cabaña preparada ex profeso en la base de la montaña, pero aquellas de
las mujeres que estaban embarazadas se lo pensaron dos veces antes de dar la idea
por buena. Aunque era costumbre mantener aisladas a las mujeres a punto de dar a

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luz, una cosa era que un hombre levantara una cabaña para el alumbramiento en la
linde da un campamento, y otra muy distinta que la mujer se quedara sola en la tundra
mientras el resto de la tribu estaba lejos, en las alturas. Umak decía que en los nuevos
tiempos, hombres y mujeres tenían que aprender nuevas costumbres. De cualquier
modo, todos se sintieron aliviados cuando la idea fue rechazada y a una agradecida
Iana se le permitió quedarse mientras Manaak descendía de la montaña para coger
juncias y hierbas secas, así como para cortar pedazos de tundra que servirían para
suavizar el suelo de la caverna sobre el cual iba a dar a luz su mujer. Regresó
valiéndose de la polea, y comunicó que la escarcha era cada vez más espesa y que la
tierra no tardaría en estar helada y tan dura como una roca.
Lonit era incapaz de entender la renuencia de las otras mujeres a sentarse junto a
Iana. Con la única excepción de Naknaktup, que acudía de vez en cuando a colocar
una mano experta sobre el vientre y la frente de Iana, todas las demás parecían
despreocuparse por completo del asunto. Cuando los dolores de Iana aparecieron de
nuevo, ellas y sus hombres se mantuvieron alejados de ella.
Lonit cogió las manos frías y secas de Iana y las estrechó entre sus cálidas
palmas.
—Lonit se quedará contigo. Lonit ayudará. Lonit entonará canciones de mujer
para Iana, pero Iana tiene que decirle a Lonit lo que tiene que hacer, porque las
mujeres de la tribu de Lonit caminaron por el mundo de los espíritus antes de que
pudieran enseñarla.
—Entre la gente de Iana no haber canciones para esto… —Iana abrió la boca,
contuvo la respiración y apretó los dientes hasta que pasó la oleada de dolor que
acababa de asaltarla.
Lonit le soltó las manos y sacudió la cabeza.
—En el pueblo de Torka había muchas canciones. Canciones felices. Canciones
tristes. Canciones para todas las ocasiones. ¡Especialmente para ésta! Escucha, Umak
entona el cántico de los niños que nacen para ti. ¡Posee una gran magia!
—Esta mujer no quiere oírlo.
—Porque las mujeres no cantan sus propias canciones. Lonit siempre las oía
cuando era una niña pequeña. Esta mujer las escuchaba y trataba de imaginar cómo se
encontrarían las mujeres dentro de la cabaña para el alumbramiento. La cabaña estaba
siempre tan lejos que Lonit no podía oír las palabras de las mujeres, pero sí el ritmo
de las canciones. Era algo parecido a esto…
Lonit cantó suavemente, buscando el tono adecuado para una cadencia perfecta.
Dio con ambos. Su voz era tan dulce como el agua clara que corría encima de piedras
lisas en un día de verano. Parecía suprimir el frío de la caverna, devolver el sol al
cielo de nuevo.
Dentro de la caverna, todos hicieron un alto en sus tareas para volverse hacia

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Lonit y escuchar. El corazón de Torka estaba henchido de amor y de orgullo. La
canción no era más hermosa que la mujer que la cantaba.
Iana suspiró. Estaba tranquila hasta que se presentó otra contracción. Entonces
gritó, aferrándose a la mano de Lonit con tal fuerza que la joven hizo una mueca de
dolor, pero no hizo el menor movimiento para apartarse. Iana estaba débil, exhausta y
dolorida.
—Deja a esta mujer, Lonit. No hay ayuda para esta criatura que tarda tanto en
nacer. Nacer es como la muerte. Hay que estar solos.

Lonit no la dejó. Durante horas que parecían no terminar nunca, permaneció con
su amiga y le cantó sus dulces canciones de vida hasta quedarse sin voz. ¿Era de día o
de noche, mañana o tarde? En la casi perpetua luz crepuscular de comienzos de la
época de la larga oscuridad, era imposible decirlo. El viento arrastraba pesadas y
enormes nubes de tormenta entre la tierra y el cielo. La oscuridad consumía el
mundo. Los quejidos y los lamentos de Iana continuaban. Umak se esforzaba por
seguir con sus cánticos, pero su voz se había agotado igual que la de Lonit.
—Tu magia no es buena, anciano —Ai se burló en su cara.
Las horas pasaban. El tormento de Iana continuaba. La gente de la tribu empezaba
a murmurar sobre malos espíritus. Weelup y Ai se quejaban de que no podían dormir.
Un desconsolado Manaak desafió a los otros de su género a acudir junto a su mujer y
acunarla en sus brazos. Una Lonit igualmente desconsolada lloró a lágrima viva al
ver el dolor que se reflejaba en la cara del hombre y se apartó del lado de Iana para
buscar consuelo en los brazos de Torka.
Las incesantes zalamerías de Ai obligaron por fin a Galeena a ponerse en pie.
Incluso cuando cogió una de sus lanzas sus intenciones no estaban claras para Torka,
Umak o Lonit, pero Karana las conocía, y entre los miembros de la tribu de Galeena
se alzaron murmullos de aprobación.
El jefe avanzó con aire decidido, diciéndole a Manaak que se apartara.
—El alboroto causado por esta mujer ha llegado demasiado lejos. No ser buena
cosa.
Manaak vio la lanza preparada en la mano del jefe. No se movió. Por amor a Iana
había olvidado su necesidad de ir tras del gran mamut que había aplastado a su hijita
para darle muerte. Por amor a Iana, para que ella gozara de la protección de una tribu
cuando el nacimiento de su tercer hijo fuera inminente, había permanecido con la
tribu de Galeena. Por amor a Iana no había matado al jefe cuando éste le obligó a
dejar a su hijito herido. Y ahora, por amor a Iana, combatiría a muerte con Galeena
antes que apartarse y permitir que una lanza la atravesara.
Galeena interpretó al pie de la letra el desafío y el odio que veía en los ojos de
Manaak. Éste siempre había sido una molestia. Ahora se le brindaba la oportunidad
de acabar con él. Preparó el lanzamiento de su arma.

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Pero fue Manaak quien se lanzó sobre él. Más joven, delgado y rápido, Manaak
saltó encima de él, haciéndole rodar por el suelo con una exclamación de sorpresa
seguida de un chorro de insultos. Pero era fuerte y la ira aumentaba su fortaleza. Se
las compuso para librarse del apretón de Manaak, y en un instante los dos hombres
estaban en pie, mirándose de hito en hito.
Galeena volvió la cabeza para hablar por encima del hombro, ordenando que uno
de sus cazadores silenciara para siempre a la mujer de Manaak, mientras él hacía lo
mismo con su hombre.
Torka nunca recordaría cómo se puso en pie; pero el caso es que lo había hecho y
estaba allí con su hueso de ballena en la mano, mientras Lonit saltaba como una
gacela asustada y corría al lado de Iana. Él la dijo que volviera, pero era demasiado
tarde. Un instinto nacido del afecto y de la lealtad hacia la única amiga que había
encontrado en su vida, la impulsó a cubrir con su cuerpo el de Iana.
—¡Galeena caza animales, no mujeres embarazadas! —gritó mirando al jefe con
sus enormes ojos redondos.
Las mujeres chillaron consternadas, pasmadas ante su audacia. Los hombres
cogieron sus lanzas y la miraron amenazadores mientras cerraban filas en torno de su
jefe.
Galeena, amparado por sus cazadores armados dedicó una de sus horrendas
sonrisas melladas a Lonit. Pero en realidad no era una sonrisa; era una mueca
maliciosa de intimidación.
—Hace mucho tiempo, este hombre advirtió a la mujer de Torka que recordara
quién ser jefe de esta tribu. Galeena piensa que tal vez ella aprenderlo ahora. Este
hombre cree que más de un niño en tripa no vivirá para dar su primer respiro si Lonit
no se aparta del camino de Galeena.
—¡Y Galeena no vivirá para respirar más si amenaza otra vez a la mujer de
Torka! —exclamó el joven cazador, y de repente Umak apareció a su lado, con una
lanza en cada mano, enorme dentro de su piel de oso; y junto a él, muy pequeño y
muy valiente, estaba Karana, quien blandía la lanza que había retirado del cuerpo del
felino dientes de sable. Manaak se les unió, congestionado el rostro por la furia.
—¡Éste era el campamento de Torka antes de que fuera de Galeena! —gritó
Karana con energía—. Por derecho, ¡Torka es el jefe aquí!
El penacho de cabello en lo alto de la cabeza de Galeena osciló al elevarse sus
cejas hacia las sienes. Luego, se echó a reír.
—¡Este hombre sólo ver dos cazadores, un chico y un espíritu jefe que ha perdido
sus poderes! Galeena decir que por la fuerza, este campamento pertenece a
quienquiera que pueda retenerlo.
Sus hombres, más de una docena de fuertes cazadores, se consultaron con la
mirada, y acto seguido, con una expresión maligna en sus caras blandieron sus lanzas

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en dirección a Torka y los suyos. Sus mujeres lanzaron unos cuantos aullidos para
apoyarles.
—¡Mátalos! —chilló Ai enfadada—. Han desafiado a Galeena demasiadas veces.
Ser malo que vivan. Ser bueno verles morir. Nos servirán de comida para la larga
oscuridad del invierno.
Galeena agradeció sus palabras. Le recordaban al felino que destripó al muchacho
y estuvo a punto de devorar a Ninip. Si la madre del chico se hubiera parecido más a
Ai, él nunca la hubiera expulsado de su lado en la oscuridad del invierno cuando
terminó de amamantar al niño. La hubiese conservado para que le inspirara. Ai le
hacía sentirse joven y audaz, pero no tanto como para ignorar la resolución que se
dibujaba en los rostros de sus adversarios. Él y los suyos los superaban en número,
pero sus lanzas eran afiladas, y había presenciado lo que Torka podía hacer con su
cuchillo-maza.
El viento arreciaba en el exterior de la caverna. Su sonido distrajo a Galeena.
Perros salvajes aullaban a lo lejos, y sus voces proporcionaron a Galeena tanta
inspiración como el consejo cruel y vengativo de la más joven de sus esposas.
Engalló la cabeza. Deseaba matar. Habría querido ver a Torka, a Manaak y a sus
aliados muertos, y a sus mujeres asándose en espetones, pero Galeena prefirió actuar
sobre seguro. Si atravesaba de un lanzazo a la mujer de Torka, sería como si se la
arrojase a sí mismo, y no había ningún placer en eso.
Se limitó, pues, a decir con empalagosa dulzura y con un gran despliegue de
ademanes:
—¿Por qué hombres luchar por mujeres? ¡Bah! Torka, Manaak y el anciano cuya
magia es tan vieja como sus viejos huesos, coged a vuestras mujeres y a vuestro
pequeño lisiado. Marchaos. ¡Ahora mismo! ¡Será una buena cosa!
Las connotaciones de sus palabras eran evidentes. Sin embargo, los cazadores y
sus mujeres tardaron unos minutos en darse cuenta de que Galeena acababa de
condenar a Torka y a los suyos a una muerte segura. El jefe continuaba con la lanza
en alto para atravesar a Lonit. Sus cazadores prepararon también sus armas de forma
que, si se producía una reyerta, no había manera de que Torka y su gente pudiera
esperar salir de ella con vida. Galeena lanzó otra carcajada, coreada inmediatamente
por su pueblo.
—¿Torka no feliz? ¿Manaak no feliz? —las preguntas salían de su boca como
trallazos—. Galeena ser un jefe razonable. No obligar a gente a quedarse en tribu si
no estar contenta. Conque ¡marchaos! ¡Coged a vuestras mujeres con niños en tripa!
¡Coged al viejo que no hacer magia! ¡Coged a vuestro pequeño lisiado! Salid a buscar
las tormentas de la época de la larga oscuridad. ¡A Galeena no le preocupa lo que
hagáis ni adónde vayáis! ¡Galeena se quedará para siempre en este campamento alto
y seguro!

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Podían plantarle cara a Galeena y morir en la caverna, o probar suerte en la tundra
abierta. Esta última era su única opción y, aunque de mala gana, aceptaron.
Manaak fue el primero en descender la pared, al objeto de mantener tirantes los
cables-guía de la plataforma en la que seguidamente fueron bajadas Iana y Lonit.
Después le tocó el turno a Umak, tras haber lanzado las oportunas maldiciones contra
Galeena. El jefe y la gente de la tribu se reían de él. Ai, fuera de quicio como un
ganso histérico, le chilló que se guardara su magia y sus maldiciones ya que, sin
duda, le harían falta antes de que su espíritu abandonara su cuerpo para caminar en
medio del viento de la larga oscuridad.
El anciano la correspondió con varios gruñidos y se ciñó apretadamente la piel de
oso. Descendería la pared como un hombre, no como una hembra preñada, pero antes
de que lo hiciera, una desolada Naknaktup rogó que la dejara acompañarle y no hubo
forma de disuadirla, aunque prorrumpió en lamentos plañideros mientras era bajada
del saliente.
Torka se quedó solo frente a Galeena, pidiéndole que le permitiera coger lo que
era suyo por derecho, lo más imprescindible para iniciar una nueva vida.
—Sólo te pido las cosas que eran mías antes de que vinieras a este campamento:
unas cuantas pieles, los huesos de costillas para hacer un trineo, las…
—Muertos no tener derechos en este campamento ni en ningún otro. Márchate
con lo puesto. Este hombre te da tu vida. Todo lo demás, Galeena considerarlo de su
propiedad.
Con las lanzas de los hombres de Galeena apuntándole, Torka comenzó a
descender la pared. Deseoso de reunirse cuanto antes con los suyos, se agarró a las
cuerdas de la polea, encajó un pie en la plataforma y empezó a bajarse a sí mismo.
En el borde del saliente, Galeena le miraba de reojo, y una Ai que reía a
mandíbula batiente cogió una hoja de descuartizar y empezó a cortar la cuerda.
—¡Para! —Ninip saltó como impulsado por un resorte del sitio donde había
permanecido sentado, inmóvil, junto al círculo de la hoguera de Torka. Había
observado en silencio cómo era degradado por su padre el hombre que le había
salvado la vida. Al mirar ahora a su padre, Ninip no comprendía por qué el afecto y el
respeto de un hombre semejante le habían parecido siempre tan importantes. Al lado
de Torka, proyectaba una sombra mugrienta y retorcida. Aunque Ninip aún estaba
envarado y maltrecho, se irguió mientras gritaba a Ai que no tocara la cuerda.
Todos los demás vociferaron para que siguiera cortándola. Ella se volvió a
Galeena, en espera de sus órdenes. Éste la dijo que siguiera con su trabajo. Ella
exhaló un pequeño grito de placer y obedeció.
Esta vez, ante el asombro de todos, Ninip se abalanzó sobre ella y le arrebató la
hoja de la mano. La mujer cayó como un saco, mientras Galeena gritaba furioso.
—¡Torka morirá si ella sigue cortando la cuerda! —chilló el muchacho.

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—¡Esa es la idea! —chilló a su vez Galeena.
A medio camino sobre la pared, Torka oyó las voces y dio un tirón de la cuerda
para obligarla a volver hacia la pared, que estaba cubierta de hielo, pero él encontró
un asidero y soltó la plataforma. Perdió el equilibrio unos segundos antes de que el
asidero dejara de serlo. Con la cara contra la pared resbaló dos o tres metros antes de
poder arreglárselas para frenar su caída y agarrarse con fuerza, respirando hondo.
Encima de él, en el saliente, Ninip miraba hacia abajo y dio un suspiro de alivio.
—Torka salvó la vida de este chico a riesgo de la suya —manifestó—. ¡Ahora
Ninip seguirá a Torka! ¡Nunca más volverá a reclamar a Galeena como algo suyo!
Las decididas y desafiantes palabras de Ninip fueron las últimas de su vida. Una
lanza de Galeena arrojada con tremenda potencia le entró por la espalda
atravesándole el corazón, y sólo se detuvo cuando la punta de piedra le salió por el
pecho. A una señal de Galeena, sus cazadores le imitaron y entre todos, a golpes
propinados con pies y manos, echaron a Ninip por encima del saliente.

Había caído la noche. Envolvía a los proscritos en un manto protector de


oscuridad mientras extraían las lanzas del cadáver destrozado de Ninip. En silencio,
Manaak cogió las lanzas, mientras Umak decía que aquellas armas significarían la
diferencia entre la vida y la muerte en la nueva existencia que se disponían a arrostrar
juntos. Encima de ellos, Galeena y su gente aullaban, tirándoles piedras y
desperdicios desde el saliente. Uno de los cazadores asió la maza-cuchillo de Torka,
amenazándoles con ella, y empezó a descender la pared sirviéndose de la polea. Fue
un error. La afilada hoja de Ai había hecho un buen trabajo. La cuerda se rompió
incapaz de soportar su peso. El hombre cayó como una roca y aterrizó lo mismo que
si lo fuera.
Torka recuperó su arma. Después dejó al hombre donde yacía, entre lamentos y
convulsiones. Torka alzó a Ninip en sus brazos y condujo a su tribu de proscritos
lejos de la montaña. Galeena y sus cazadores no les perseguirían en plena oscuridad.
Permanecerían en su seguro campamento de las alturas, sin moverse tan siquiera para
ir en busca del cazador despeñado y subirle a la caverna para que muriera en brazos
de su mujer, a salvo de los depredadores nocturnos siempre al acecho.
No tardaron en presentarse. Eran lobos gigantes. El hombre los identificó
mientras lanzaba alaridos suplicando que Galeena le ayudara. Sus gritos se oyeron
durante largo tiempo. Ni Galeena ni los lobos hicieron caso de sus ruegos. Torka y los
suyos le oían, y aunque caminaban en la noche hostil sin mirar atrás, sabían que
mientras los lobos devorasen al cazador, su pequeña tribu estaría a salvo de
depredadores.

Enterraron a Ninip en la llanura, en una pequeña fosa que rodearon de ramas de


picea, de hoja perenne. Era una tumba desgarradora y fragante. Depositaron en ella al

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muchacho, y como era pequeña, lo colocaron en posición fetal. Umak entonó cánticos
de agradecimiento por el muchacho cuyo valeroso espíritu había vencido a su maldad
inherente y que, al proporcionales armas y con el sacrificio de su vida, les había dado
a todos ellos la posibilidad de sobrevivir.
Fue un momento solemne, Naknaktup lloró en memoria de la madre del chico a la
que no se le permitió vivir después de haberle destetado, y Lonit sintió una simpatía
desbordante por alguien que había conocido el dolor de una infancia sin amor. Karana
estaba turbado, triste de que él y Ninip no hubieran cambiado ni una sola mirada de
amistad durante todo el tiempo que vivieron juntos. Podían haber sido amigos… con
el tiempo. Pero ya no quedaba tiempo. La vida de Ninip se había extinguido.
Apilaron numerosas piedras encima de la tumba al objeto de que los depredadores
no comieran su carne ni esparcieran sus huesos. Ninguno de ellos había enterrado
nunca a otro ser humano. Los cuerpos quedaban expuestos cara al cielo; pero había
algo en aquella costumbre que no parecía estar bien. En la tundra, la superficie de la
tierra era demasiado delgada para poder excavar una tumba y la escarcha era roca
dura. Ante la presencia negra y sombría de la montaña, el suelo pareció acoger de
buen grado el cadáver de Ninip. Por razones que ninguno de ellos alcanzaba a
entender, parecía lo más correcto que descansara allí, protegido de los depredadores,
en el flanco de la montaña en la cual había entregado su espíritu por ellos.
Torka cogió una de las lanzas. Con el afilado puñal que llevaba al cinto, raspó la
marca de identificación de quien la había hecho y grabó la suya. A través del asta
grabó las dobles líneas laterales que habían sido la marca de propiedad de Ninip.
Luego rompió la lanza contra el muslo y colocó los pedazos derechos sobre la tumba.
—Así sabrán los espíritus de la montaña que Torka reclama a este muchacho
como algo suyo. También lo sabrá Galeena. Eso es lo que querría Ninip. Ni siquiera
en el mundo de los espíritus reclamaría Ninip a Galeena como algo suyo. Ninip es de
la tribu de Torka. ¡Por siempre jamás!
Continuaron adelante. Manaak llevaba a Iana en sus brazos. El sobresalto de las
últimas horas había mitigado sus dolores, pero en la neblina azul que iba a ser la
única luz del siguiente día, sus dolores se reanudaron. Una gran contracción rompió
el agua en la que el niño nonato estaba protegido contra las sacudidas de la vida; y la
criatura salió en medio de un chorro, con tanta rapidez que Umak no tuvo tiempo de
entonar una sola canción de alumbramiento. En su lugar entonó un cántico de
alabanzas, mientras Manaak casi se desvanecía de alegría y Karana decía que el niño
recién nacido crecería para ser un hombre muy sabio, porque había tenido el buen
sentido de negarse a nacer en la tribu de Galeena.
Descansaron sólo lo suficiente para que Iana fuera atendida por las mujeres.
—Tenemos que marcharnos lejos de este sitio —dijo Manaak—. Galeena no
acostumbra a perdonar. Si puede, vendrá a buscarnos. Sus cazadores caerán sobre

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nosotros como una manada de lobos mientras durmamos. Tenemos que seguir.
Durante un día y casi una noche entera, caminaron y descansaron, descansaron y
caminaron. Manaak llevaba en brazos a Iana hasta que ésta insistió en que se sentía lo
bastante fuerte para andar sola, y así lo hizo, aunque le costara. Aun así, cuando
Umak se ofreció a hacer una camilla con su piel de oso, Iana rehusó.
—Tu magia vive ahí dentro, Espíritu Jefe —le dijo, apretando al niño contra su
pecho—. Es posible que no actúe con rapidez, pero es una magia fuerte y poderosa
que me ha dado este hijo.
Dos días después encontraron los despojos de un gran bisonte. Se trataba sin duda
de un animal viejo y enfermo, pero era imposible decir si había muerto por causas
naturales o si los lobos le habían matado. Sólo aparecía devorado en parte: panza,
garganta, ojos, lengua y el flanco al descubierto. El resto estaba intacto, y fue tarea
fácil ahuyentar a los pequeños carroñeros que acababan de acudir para darse un
banquete. Con sus costillas levantaron la estructura de una cabaña pequeña,
cubriéndola con el pellejo de bisonte y la piel de oso de Umak.
Iana no puso ninguna objeción; de hecho, sonreía agradecida mientras permanecía
acostada en su interior, resguardada del viento.
—Todos nosotros moraremos al calor de la magia de Umak, que da la vida —
dijo.
Y así lo hicieron.
Comenzó a nevar. Una nieve suave y constante, sin viento, que cubría la tierra y
llenaba el mundo de silencio… hasta que un terrible rugido rasgó aquel silencio. La
tierra tembló; su pequeña cabaña se estremeció como si la azotara el viento, pero no
hacía viento.
Aterrorizados, salieron a gatas de su refugio, y escudriñaron en todas direcciones
la blanca lejanía, kilómetros y más kilómetros de nieve. No se movía nada. Aparte de
la nieve no se divisaba otro color que el inmenso bulto negro de la Montaña
Poderosa, la montaña de Galeena. Miraron hacia allí, primero perplejos y luego
sobrecogidos de terror. Todo el cuadrante superior de la montaña estaba moviéndose.
La superficie del enorme casquete de hielo de la cima, de varios metros de espesor,
estaba resquebrajándose, rompiéndose, deslizándose hacia abajo mientras capas
subyacentes supersaturadas de piedras y rocas, sobrecargadas por el peso de la nueva
acumulación de nieve, súbitamente se negaron a soportar la carga. En grandes y
oscuras sábanas de detritos, los puntales del glaciar se vinieron abajo haciendo que el
propio glaciar los engullera.
Mientras Torka y su reducida tribu de proscritos contemplaban el espectáculo en
atónito silencio, el flanco entero de la cara este de la montaña, incluido el saliente que
semejaba una caverna y todos sus ocupantes, quedó sepultado por siempre jamás por
los detritos geológicos de siglos.

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Karana dio un suave tirón de la mano de Umak y después de la Torka.
—La montaña nos lo advertía…
El viejo lanzó uno de sus característicos gruñidos mientras Torka asentía con la
cabeza, atraía a Lonit más cerca de sí y decía pausadamente:
—Galeena tenía razón. Se quedará en su campamento "seguro" en las alturas para
siempre.

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PARTE V
EL CORREDOR DE LAS TORMENTAS

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CAPÍTULO 1
olitarios en la tundra invernal, Torka asignó a su pequeña tribu las tareas
necesarias para sobrevivir. El tiempo aclaró un poco. Trabajaban juntos en
silencio, todavía aturdidos y sin creer del todo la enormidad de la catástrofe
que había destruido a la tribu de Galeena y estuvo a punto de atraparles a ellos.
Aprovecharon cada pedazo de carne del bisonte; comían mientras trabajaban para
extraer el tuétano, fuente de vida de sus articulaciones, luego ponían aparte los huesos
largos de sus patas, que serían convertidos más adelante en lanzas. Separaban los
tendones y arrancaban los largos y duros mechones de pelo de su cola y de sus crines,
de forma que estos filamentos pudieran ser trenzados y convertidos en redes para
atrapar aves y roedores. Asimismo servirían a modo de cañas de pescar para capturar
peces de los hielos.
Para cuando el tiempo volvió a cerrarse, habían utilizado los cuernos del bisonte
para quebrar la tundra helada y cortar un círculo más grande y profundo sobre el cual
levantaron de nuevo su cabaña. Protegido por trozos de césped apilados todo
alrededor, constituía un habitáculo cálido para refugiarse del viento frío y de los
remolinos de nieve mientras, a lo lejos, un perro salvaje aullaba en la tundra como si
protestara por la tormenta.
Karana levantó la cabeza en la oscuridad.
—Escuchad. El Hermano Perro ha visto cómo se desplomó la montaña. Llora
porque cree que hemos muerto.
Umak escuchó los aullidos lastimeros del perro. Mantenía a Naknaktup abrazada
mientras ella lloraba en silencio por la muerte de su tribu; sin embargo, no pensaba en
ella ni en los miembros de la tribu de Galeena. Recordaba otra noche, otra tormenta,
y a un viejo que caminaba en medio del viento mientras un perro salvaje le seguía y
le impedía morir. Cerró los ojos. ¿Dónde estaba ahora el Hermano Perro? ¿Y cuál
había sido el encantamiento egoísta causante de que Umak hubiera pasado tanto
tiempo sin preocuparse por el destino del hermano que le había salvado la vida?
El viento arreció. Se apoderó del sonido del perro y lo difundió por el mundo de
tal forma que, en el interior de la cabaña, la voz del viento era la única que se podía
oír. Manaak e Iana dormían el uno en brazos del otro mientras su hijito mamaba
satisfecho.
Lonit dormía, apretada contra Torka. La mano derecha del joven descansaba
sobre su vientre, y de pronto notó que la criatura se movía. El futuro se movía.
Torka escuchaba los lamentos del viento y reflexionaba sobre los acontecimientos
que le habían convertido en jefe de su reducida y vulnerable tribu. Nunca había
deseado ser jefe. En cualquier caso, al pensar en todo cuanto le había llevado a aquel
lugar desolado, azotado por la tormenta, parecía como si desde que la Voz del Trueno

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irrumpió en su vida, una fuerza invisible hubiera dirigido sus pasos. Probándole.
Dirigiéndole. Pero, ¿por qué? ¿Hacia dónde?
Haciéndose estas preguntas se quedó dormido. Soñó con tierras lejanas que se
extendían hacia el este al otro lado del Corredor de las Tormentas, con tierras
calentadas por el sol naciente, donde bandadas de aves llenaban el cielo y rebaños de
caza vagaban por los valles. El sueño era tan intenso y se desarrollaba en una tierra
tan maravillosa, que, al despertar, casi esperaba encontrarse con que había sido
transportado allí. Pero el mundo que le rodeaba era frío y negro. Fuera de la cabaña,
la tormenta arreciaba, y el invierno se enseñoreaba de todo.

No existía el tiempo. No había días, ni noches. Tampoco amaneceres ni


crepúsculos.
Sólo había oscuridad, y en aquella oscuridad el viento vivía y proyectaba su
aliento seco, frío y salvaje, en una incesante exhalación que barría con furia el mundo
y dejaba los cielos limpios de nubes.
Y en aquella oscuridad infinita, bajo aquel frío cielo, Torka y su pequeña tribu
sobrevivían. La comida escaseaba, pero un grupo tan pequeño de gente necesitaba
poco para su sustento. Cuando la caza disminuía en las inmediaciones de un
campamento, se trasladaban a otro. Se calentaban con fogatas alimentadas con
trocitos de hueso y estiércol, y cuando dejaban un campamento en busca de otro,
Lonit les animaba para que recogiesen piedras y guijarros. Ambas cosas escaseaban
en la tundra abierta, pero la vida en las alturas de la montaña les había enseñado cuán
valiosas eran para mantener el calor e irradiar su precioso don de calentar la vida
durante muchas horas, incluso después de que astillas, huesos y fragmentos de
estiércol cuidadosamente preparados se hubieran convertido en nada.
Caminaban por la tierra ondulada, en la dirección impuesta por la caza a la que
seguían y por las dentelladas del viento bajo cero. Sin las pesadas ropas de invierno
que se vieron obligados a dejar atrás, se encontraban en una grande y peligrosa
desventaja hasta que pudieran confeccionar prendas de invierno adecuadas con los
cueros y las pieles más inverosímiles. Todo lo que cazaban y mataban lo comían y lo
usaban. Las pieles de pescado, aves y ardillas tenían escasa aplicación. Las de
tejones, zorras, linces, liebres y ratones de campo eran procesados rápidamente y
convertidos en guantes y botas, capotas y camisas hasta la cintura, confeccionado
todo ello con piezas de las distintas pieles. Los intestinos de sus presas eran abiertos y
su contenido compartido por todos los miembros de la pequeña tribu; luego ponían a
secar las tripas opacas encima de su hoguera, previamente aceitadas con grasa
derretida, y las transformaban en una especie de láminas de pergamino que colocaban
sobre las túnicas exteriores, pues combatían eficazmente los rigores del viento.
De campamento de caza en campamento de caza, avanzaban y prosperaban.
Aunque pesada a causa de su embarazo, Lonit nunca se había sentido mejor.

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Naknaktup se había recuperado de las primeras náuseas de su preñez, pero aún se
dolía de la pérdida de su pueblo, especialmente de Oklahnoo, su hermana. En unión
de una Iana totalmente recuperada, Naknaktup trabajaba con Lonit; las tres ponían
trampas, cosían, descuartizaban y raspaban pieles y convertían la grasa en aceite.
Naknaktup compartía también la alegría que el hijito de Iana proporcionaba a su
madre, y se complacía en hablar del nacimiento de su propio hijo.
—Esta mujer tan vieja creía que nunca más tener bebé —decía, tan
resplandeciente como si se hubiera engullido un trozo del sol de verano—. ¡Umak ser
gran espíritu jefe! ¡Esta mujer está orgullosa de ser su mujer! —luego la luz del sol se
desvanecía poco a poco de sus ojos, y su sonrisa se borraba mientras los recuerdos
empañaban su felicidad—. Tantos pequeños como tener esta mujer, y ahora todos
muertos, asesinados. Abandonados a las tormentas, o comidos en el invierno oscuro.
—¿Comidos? —los ojos de Lonit se habían abierto como platos.
—A Galeena no gustarle niños pequeños. Conservar solo unos pocos de los más
fuertes. En los malos tiempos, en los tiempos oscuros del invierno, cuando la caza
escasear y a los hombres no les gusta salir de caza cuando hacer frío, Galeena matar
pequeños. La carne de los bebés ser buena.
Lonit comprendía por qué no había niños pequeños en la tribu de Galeena y por
qué Iana había demostrado tan poco entusiasmo sobre el inminente nacimiento de su
hijo. El Destructor no había matado a todos los pequeños de la tribu; lo había hecho
Galeena.
Naknaktup estaba perpleja ante la sorpresa de Lonit y su lógico horror.
—¿Torka y su pueblo no comer bebés?
—¡No! ¡No lo hacemos! —gritó la muchacha, pero enseguida recordó los
rumores que circularon en el campamento de invierno de su propia tribu antes de que
irrumpiera en él el gran mamut fantasma, rumores de que Teenak, la mujer del jefe,
había matado y cortado en pedazos a su criatura recién nacida para ser utilizada como
comida. En ademán protector puso las manos sobre su hijo nonato—. En esta tierra
nueva, en esta nueva tribu, la gente de Torka no devorará jamás a sus hijos. ¡Nunca!
Naknaktup e Iana se miraron la una a la otra; luego las dos dedicaron a Lonit una
sonrisa esperanzada.
—Ojalá sea así —dijeron al unísono.
—¡Será así! —aseguró la muchacha con énfasis.
Las dos mujeres asintieron con la cabeza.
El sol había vuelto a los ojos de Naknaktup.
—Entonces —dijo—, vivir con la tribu de Torka será una buena cosa.

Y así fue. Cada campamento parecía ser un poco mejor que el anterior. Los
hombres cazaban con éxito, llevándose a Karana con ellos para que pudiera sacar
provecho de su habilidad y experiencia. Las mujeres compartían el trabajo cotidiano;

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preparaban no sólo comida y prendas de vestir, sino todas las pequeñas cosas que
elevaban la calidad de su existencia de simple subsistencia a un nivel que les permitía
disfrutar un poco.
Se reían. Entonaban canciones de vida. Umak llenaba las horas con el relato de
historias maravillosas. Manaak y el pequeño de Iana jugaban y gritaban con un
tremendo deseo de vivir. El niño había sobrevivido a las primeras semanas de vida en
las que no se sabía con seguridad si una criatura poseía un espíritu de vida; ahora no
cabía duda de que era así. El nuevo hijo de Manaak era lo bastante fuerte y mayor
como para que se le impusiera un nombre y fuese reconocido como miembro de la
tribu. Le pusieron Ninipik, "pequeño Ninip". Y todos estaban convencidos de que el
espíritu descarado del valiente muchacho no muerto vivía de nuevo en el cuerpo del
hijito de Manaak y de Iana.
Torka siempre recordaría el momento exacto en que se le ocurrió la idea.
Regresaba al campamento con Manaak y Karana después de varias horas dedicadas
con éxito a cazar. Los tres habían abatido dos antílopes de la estepa, una liebre blanca
de invierno y cuatro perdices nivales bien alimentados. No obstante, al divisar un
nutrido rebaño de caballos se detuvieron.
—Mirad eso… —dijo Manaak, relamiéndose—. Toda esa carne roja y dulce
paseándose, justo fuera del alcance de nuestras armas, como si conocieran la
distancia exacta que nuestras lanzas pueden salvar.
—Podemos hacer lanzas mas largas —sugirió Karana.
—Las lanzas más largas serían demasiado ligeras para acorralar desde aquí a unos
animales tan pesados —replicó Manaak.
—¡Entonces podríamos hacer lanzas más largas y más pesadas! —dijo Karana.
Manaak se echó a reír.
—Nuestras lanzas son excelentes para abatir a los caballos, Pequeño Cazador. ¡Lo
que necesitamos es brazos más largos!
Esta última frase quedó grabada en el cerebro de Torka y no hubo forma de
librarse de ella. De regreso al campamento no podía pensar en otra cosa, dándole
vueltas y más vueltas mientras consumía la comida que Lonit le había preparado, y al
dormirse, la frase de marras figuró en el sueño que tuvo.
El sueño era en parte un recuerdo. Vio a una jovencita que sostenía uno de los
huesos largos de las alas de un cóndor. Estaba maravillada por lo ligero de su
estructura y preguntaba cómo era posible que un hueso tan frágil pudiera soportar el
peso de un ala tan grande. Se vio a sí mismo arrodillado mientras examinaba el ala,
fascinado por su estructura anatómica, intrigado por la fortaleza y la elasticidad de los
poderosos tendones que proporcionaban una especie de movimiento de resorte a los
músculos y huesos.
Después, en el recuerdo de un sueño dentro de otro sueño, Torka se vio como un

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hombre con las alas de un cóndor; unas alas que le transportaban en las alturas por
encima del mundo, que le hacían ingrávido y le permitían experimentar el
impresionante impulso y potencia del vuelo. Era una lanza que surcaba el cielo, una
lanza que controlaba su propia marcha.
Despertó con un respingo, tenía el brazo derecho doblado, con el puño encima del
hombro. Poco a poco, la idea fue desarrollándose en su mente mientras su brazo se
extendía. Estaba acostado boca arriba. Flexionaba su brazo una y otra vez, luego lo
alzaba para cerciorarse de cómo trabajaban los músculos, los huesos y los tendones.
La idea se apoderó de él, haciéndole levantarse y salir a toda prisa de la cabaña.
Permaneció erguido bajo el salvaje cielo del Ártico, un hombre en la oscuridad
con la luz de la inspiración inflamando su alma. Cogió una de sus lanzas del lugar
donde descansaba con las otras contra las paredes cónicas del exterior de la cabaña.
Probó su peso y equilibrio. La idea cobraba cada vez más fuerza; sin forma, pero no
sin orientación, se alzó en ángulo recto sobre ambos pies. Giró hacia la derecha,
inclinándose hacia atrás, hasta que todo su peso descansó en su pierna derecha y él
permanecía retorcido, como una hélice, hasta que no pudo retorcerse más. Su poder
estaba concentrado ahora en la parte derecha de su cuerpo. Podía sentirlo en la
pantorrilla y en el muslo mientras, por medio de la tensión controlada y el ángulo de
su pie, se obligaba a girar. Notó cómo se desenroscaba su potencia, proyectándose
hacia arriba a lo largo de su cuerpo mientras él se lanzaba hacia adelante, se
equilibraba sobre el pie izquierdo, apoyándose con firmeza sobre el derecho, y
arrojaba la lanza.
El arma trazó un arco elevándose hacia las estrellas. Cortó el aire frígido con tanta
limpieza como la imaginación creativa de Torka se expandía en su cerebro. Contuvo
la respiración, maravillado mientras la idea se encendía y tomaba forma hasta que, en
la oscuridad, la veía con toda claridad y gritaba a las estrellas:
—¡Así es como vuela!
Umak sacó la cabeza fuera de la cabaña y frunció el ceño al ver que Torka
arrojaba una lanza tras otra hacia las estrellas. Preguntó a su nieto si pensaba que las
luces del cielo eran presas que los hombres pudieran cazar y comer; después le
comunicó que los malos espíritus entrarían en su cabeza si persistía en su extraño
comportamiento.
Torka ignoró a Umak. Ahora, por fin, la idea se había encauzado. Le dirigía y él
la seguía ansioso, arrojando sus lanzas hacia las estrellas. A cada lanzamiento, notaba
la fuente y la redistribución y el flujo de su poder que, a través de él, pasaban al asta.
Comprendió que, lo mismo que en sus sueños, la lanza era una extensión del hombre.
Repetidas veces recogió sus lanzas y las arrojó de nuevo, notando el impulso.
Entendía la mecánica del lanzamiento, recordaba los grandes y largos huesos del ala
del cóndor y se daba cuenta de que los orígenes de la idea se remontaban al momento

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en que Lonit se había preguntado cómo podían unos huesos tan frágiles soportar el
vuelo de un ave tan enorme.
No se trataba del tamaño de los huesos, sino de su longitud, la elasticidad de sus
tendones y la multiplicidad de sus articulaciones. El poder de la lanza de un hombre
no residía en el peso del asta sino en la tensión que el hombre le imprimía a través de
todos los huesos de su cuerpo. El rápido movimiento de su muñeca era tan crucial
para el lanzamiento como el empuje largo y sostenido de los poderosos músculos del
hombro y de la espalda.
—¿Torka? —Manaak acababa de salir de la cabaña y estaba junto a él,
lógicamente preocupado por su extraña y aparentemente irracional conducta—. ¿Qué
estas haciendo?
—¡Tenías razón! —exclamó Torka, dándole afectuosos golpes en la espalda—.
Necesitamos brazos más largos. Otra articulación. Quizá dos. Y más tendones para
sujetarlas bien y darles mayor impulso.
Manaak le miraba boquiabierto.
—Vuelve a la cabaña, amigo. Umak ya está entonando cánticos para ahuyentar a
los malos espíritus de tu cabeza.
—El espíritu que ha entrado en la cabeza de este hombre —sonrió Torka— es un
buen espíritu, ¡tan bueno que puede cambiar para siempre nuestra forma de cazar!
Torka tenía razón. Le llevó varias semanas de ensayos y decepciones, de fracasos
y de éxitos a medias; pero por fin fabricó un artilugio de aspecto inofensivo con un
asidero en un extremo y una contera con lengüeta en el otro. Obtenido de la pelvis del
bisonte, tenía la longitud de su antebrazo. Con la mano derecha en el asa y el extremo
de la lanza sujeto contra la lengüeta —con el extremo más estrecho y puntiagudo del
asta hacia atrás por encima de su hombro y su sección longitudinal entre los dedos
pulgar e índice— Torka había diseñado un rudimentario lanzaproyectiles.
Con la práctica se convertiría en un segundo antebrazo y una segunda muñeca,
permitiéndole aumentar la potencia y la rapidez de su brazo, incrementando más del
doble la velocidad y distancia del impulso de su lanza.
Manaak, Umak y Karana insistieron cada cual en fabricarse su propio tiralanzas,
y pronto cazaron con Torka, encantados con el ingenioso artilugio, contemplados por
sus satisfechas mujeres.
—Con el nuevo instrumento —observó Lonit rebosante de orgullo—, los
cazadores pueden permanecer lejos de la caza y matar a los animales sin arriesgarse.
—Es una buena cosa —convino Naknaktup.
Iana, que ya no tenía los ojos tristes, sonrió y asintió con la cabeza; pero su
sonrisa se habría apagado si hubiera oído las palabras de su hombre mientras éste se
arrodillaba junto a Torka sobre el cuerpo del caballo que acababan de matar.
—Mira a cuánta profundidad ha penetrado la punta de la lanza en la carne… hasta

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el pulmón… ¡y desde tanta distancia! —Manaak palpó la herida causada por su arma
—. Con las puntas de lanza adecuadas, un hombre podría atreverse a cazar mamuts
con el tiralanzas.
Torka miró al otro hombre y sacudió la cabeza.
—A Torka no le gusta el sabor del mamut.
—El que Manaak cazase sería para darle muerte, no para comerlo.
—Entonces, Manaak cazará sólo —dijo Torka.
—Si el Gran Espíritu viene, le haremos frente juntos.
Sin previo aviso, Torka le asestó un puñetazo. Manaak cayó de costado, más
sorprendido que enfadado; sus gruesas ropas de invierno reducían el furor de las
embestidas del viento, pero nada podría aplacar la cólera que percibía en la voz de
Torka.
—¡Hablas con una lengua que nos acarreará el desastre a todos nosotros! —le
acusó Torka—. Manaak ha nombrado al innominable. Aquí, en esta tierra extensa y
ondulada donde las mujeres no tienen el recurso de refugiarse en un lugar seguro en
las alturas en momentos de peligro, Manaak ha pronunciado el nombre de la bestia a
la que Torka teme más que a la muerte… —Se levantó y le dio a Manaak unas
afectuosas palmadas en la espalda—. ¡La vida es hermosa! Tu mujer sonríe en un
campamento donde hay comida. Tu hijo se alimenta y el mío está a punto de salir del
seno de mi mujer. Tenemos responsabilidades en esta vida. ¿Tan ansioso estás de
morir, Manaak? ¿Tanto deseas que yo muera contigo? Sin nosotros, ¿quién cazaría
para nuestras mujeres en la época de la larga oscuridad? ¿Cuánto tiempo vivirían sin
más protección que la de un anciano y un chiquillo?

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CAPÍTULO 2
urante muchos días comieron carne de caballo. Lentamente el invierno
empezó a declinar. Había sido frío y seco, con poca nieve; pero ahora, cuando
la época de la larga oscuridad tocaba a su fin, el clima cambió. El viento dio
la vuelta, arrastrando tierra adentro nubes cargadas de humedad desde distantes mares
polares. La nieve caía sin cesar. Sobre un espeso banco de nubes que presagiaban
tormenta, la luna del hambre se alzaba en el cielo de la tundra.
A medida que Torka y su pequeña tribu iban de campamento en campamento, la
caza resultaba más difícil de encontrar. En la parte inferior del horizonte oriental,
cuando los bancos de nubes lo permitían, podían divisar el primer brillo prometedor
de la luz del sol encima de un laberinto de cumbres y glaciares de cordilleras lejanas,
pero los animales que hibernaban aún dormían debajo del suelo, ocultos y a salvo de
los pinchazos de los bastones puntiagudos de las mujeres gracias a grandes montones
de nieve dura, y cuando los rumiantes morían por falta de forraje accesible, también
ellos quedaban sepultados en cuanto se desplomaban. Lobos y perros salvajes
entonaban la canción del hambre mientras vagaban por el solitario paisaje barrido por
el viento. Y la tribu de Torka empezaba a enflaquecer y a pasar hambre.
Instalaron un campamento en medio de la apabullante blancura. Se alimentaban
de los trozos de sebo que en un principio estaban destinados para servir de
combustible de sus candiles. Se acercaba el momento en que Lonit daría a luz, y la
joven se preguntaba si tendría leche para su bebé. Aunque Iana no hablaba de ello,
Lonit sabía por los quejumbrosos sonidos que emitía su hijo al mamar, que su leche
no era tan abundante como debería de serlo. También Naknaktup lo sabía. De vez en
cuando, Lonit las sorprendía mirando a hurtadillas a sus hombres, y a Torka en
particular. Desde que Galeena les expulsó de la montaña, todos le habían considerado
como su jefe. Umak se ocupaba de hacer magia; Torka tomaba las decisiones, y
Manaak era el segundo en el mando. Todos habían asumido sus papeles con tanta
facilidad como se ponían sus ropas. Sin embargo, las decisiones eran cada vez más
difíciles de adoptar, y era natural que surgiera cierta incertidumbre.
—¿Por qué me observan las mujeres de ese modo? —preguntó Torka a Lonit.
—Esperan que les ordenes a Iana y a Manaak que nos den a su hijito para que nos
sirva de comida.
—¡Este hombre no haría jamás una cosa semejante!
—Es lo que Galeena haría.
—¡Torka no es Galeena! ¡Torka no se come a los niños de su tribu! ¡Los niños
son el futuro del Pueblo! ¡Si luchamos para sobrevivir a la oscuridad invernal es
precisamente por ellos!
Había hablado en voz alta, enojado. La cabaña era pequeña. Sus palabras fueron

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oídas por todos. Lonit miró a Iana y a Naknaktup con una significativa expresión en
la que se leía claramente: "ya os lo había dicho". Manaak lanzó un gruñido de
aprobación. Karana miró a Torka con admiración, se acordaba de cómo arriesgó
Torka su vida para buscarle en medio de la tormenta, y ahora, más que nunca, supo
que Torka no se parecía a ninguno de los hombres que había conocido anteriormente.
Umak refunfuñó sintiéndose orgulloso de Torka, y se dijo que Egatsop estaba
equivocada con respecto a su nieto. La innata compasión de Torka no tenía nada que
ver con la debilidad de carácter; eran los cimientos sobre los cuales iba alzándose su
sabiduría.
—¡Sobreviviremos! ¡Para tener una nueva existencia! ¡Para oír las risas de
nuestros hijos! Por eso cazamos. Por eso entonaremos ahora cánticos de vida en la
oscuridad invernal. Cantaremos en voz alta, para que el sol pueda oírlos en el sitio
lejano donde se encuentra en algún lugar del mundo y se apresure a regresar con sus
hijos.

Cantaron, y en la oscuridad del invierno, los perros salvajes les respondieron de


igual forma.
—Están cerca —dijo Torka.
Todos guardaron silencio y escucharon.
—¿Crees que el Hermano Perro está ahí fuera? —inquirió Karana.
—En alguna parte, sí. Si es que vive —contestó Torka.
Umak cerró los ojos, volvió la cara hacia arriba y respiró profundamente como si
quisiera absorber el sonido de los perros, estudiarlo para hallar respuesta a la
pregunta que se hacía para sus adentros. Su mente permaneció en blanco. Los
aullidos de los perros no le decían nada. Gruñó disgustado consigo mismo. "Umak es
un espíritu jefe. ¡Si Aar está cerca, este viejo debería de saberlo en sus huesos!" Pero
sus huesos sólo notaban el frío y un fuerte y doloroso entumecimiento. "Umak es
viejo", pensó. Luego abrió los ojos y escudriñó desafiante la oscuridad.
—Este hombre no está tan hambriento como para cazar y comerse a su hermano
—exclamó.
—¡Tampoco Karana!
Torka miró con severidad al viejo y al chiquillo. Manaak ya se había puesto su
capa de cazar. Iana preparaba sus trampas. Torka aprobó con un movimiento de
cabeza la iniciativa de ambos. A continuación les dijo a Umak y a Karana que los
perros salvajes eran una caza excelente para los hombres hambrientos que tenían que
ocuparse del bienestar de sus mujeres embarazadas y de sus hijos.
—Si Umak y Karana tienen un vínculo espiritual con el perro al que llaman Aar
—añadió—, allá ellos. Se quedarán aquí y protegerán a las mujeres. Manaak y Torka
cazarán y pondrán trampas. Y si el Hermano Perro ha encontrado un sitio en la
manada que aúlla, lo mejor para él será que eche a correr, porque Torka no tendrá

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ningún miramiento si se le pone a tiro.

Viajaron hacia el este bajo un cielo preñado de nubes bajas, en pos de la canción
de los perros salvajes. Encontraron el rastro y se animaron. Echaron a correr, con el
viento levantándose a su espalda.
La tundra ondulaba delante de ellos. Copos de nieve danzaban en el viento como
velos transparentes de neblina. Se detuvieron para descansar y comer cada uno un
pedazo de sebo. Entretanto escudriñaban el mundo que les rodeaba para fijarse en
detalles que les permitieran regresar después al campamento sin problemas.
Manaak se golpeó el pecho para manifestar su satisfacción por lo que había visto.
Se levantó, blandió su tiralanzas, y dijo lleno de audacia:
—¡Con esto llevaremos carne a casa!
Torka le habría insultado por su forma arrogante de expresarse, pero Manaak ya
se había alejado a todo correr. Torka le siguió.
Pasaban las horas. Los perros parecían estar dirigiéndoles. Tan pronto como
llegaban a un sitio de donde había procedido la canción de los perros, sus huellas les
hacían continuar siguiéndoles.
—Es como si se pararan y esperasen; como si nos llamasen y dejaran pistas para
que vayamos tras ellos —comentó Manaak pensativo.
—¡Son perros, no hombres!
—Sin embargo, Umak llama hermano a uno de ellos.
A Torka no le hizo gracia la observación de Manaak. La ignoró y siguió adelante
hasta que las huellas de un bisonte le hicieron detenerse. Sobresaltado, se dio cuenta
de que él y Manaak no eran los únicos cazadores a pie. Los perros rastreaban a su
propia caza, y parecía como si se apartaran de su camino para hacer que los hombres
les siguiesen.
—¡Los espíritus están con nosotros! —exclamó Manaak.
—Tal vez sea así —convino Torka, si bien deseaba que Manaak no hablara con
tanta desenvoltura de cosas que todavía no habían pasado.
Manaak captó el tono de censura de Torka. La precaución innata de éste chocaba
con su carácter impaciente.
—Mira a tus pies. Hay huellas de bisonte por todas partes. Mira cómo han
esparcido la nieve con sus cuernos y sus pezuñas. Han hurgado con sus hocicos para
arrancar los rastrojos que hay debajo. Un gran rebaño. Y no está a más de dos días de
distancia. Vamos. Ahora retrocederemos para decírselo a los otros. La promesa de
tanta carne nos proporcionará la energía que necesitamos para trasladar nuestro
campamento cerca de los terrenos de pasto de los bisontes. Pronto cazaremos. Los
bisontes se asombrarán ante el poder de nuestros tiralanzas. ¡Beberemos su sangre
caliente y nos daremos un banquete con su carne mientras nos reímos en la cara fría
de la luna del hambre!

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Torka estaba tan horrorizado por el insensato estallido de arrogancia de Manaak,
que no podía hablar. En lo más hondo dé sus entrañas el miedo se retorció como un
pez menudo. Se sintió enfermo al darse cuenta de que Manaak acababa de romper el
mismo tabú que Nap rompió el día en que La Voz del Trueno entró en sus vidas para
destrozar su mundo. Se había atrevido a nombrar al animal al que perseguían antes de
que lo hubieran avistado. Y peor aún, había proclamado su intención de reírse del
espíritu de la luna del hambre.
De pronto, Torka fue penosamente consciente del gemido del viento. Violentas
ráfagas le azotaban la espalda. Se estremeció, no por el viento que soplaba a una
temperatura de varios grados bajo cero, sino a causa de un frío mayor, una especie de
espantosa premonición que le corría por dentro.
—Vamos —dijo—. Huelo a tormenta en este viento. Llevamos demasiado tiempo
fuera del campamento.

A lo largo de cientos de kilómetros, el viento barría la tierra abierta, sin un solo


árbol; hacía que la nieve volara a su paso y se esparciera hasta que fue imposible
distinguir el cielo de la tierra. Umak estaba de pie, de cara al viento.
—¡Ya vienen! —gritó aliviado—. ¡Los cazadores vuelven!
Manaak surgió de la blancura, tan jubiloso por sus noticias que abrazó al anciano.
—¡Bisontes, Espíritu Jefe! ¡Los perros nos condujeron hasta ellos! ¡Un gran
rebaño! Dejaremos que pase esta tormenta y tendremos dulces sueños de carne en la
oscuridad del invierno. Trasladaremos nuestro campamento y luego cazaremos. ¡Oh!
¡Cuánto cazaremos!
Empujó al viejo delante de él y entraron juntos en la cabaña. Sacudiéndose la
nieve, compartió su alegría con todos y tendió a Iana la liebre que había caído en una
de sus trampas.
—Por ahora no es demasiada carne —declaró —; pero nos la comeremos
enseguida y cocinaremos sus huesos en una bolsa de agua hirviendo encima de la
grasa que hemos guardado para nuestras piedras de cocinar. Pronto comeremos todos
chuletas de giba, y nuestras manos estarán resbaladizas de sangre y de grasa. ¡Díselo,
Torka! Háblales de las huellas de los bisontes, y de lo grande que debe ser el rebaño
que… —se interrumpió de pronto para escudriñar los rostros en la oscuridad, uno por
uno—. ¿Dónde está Torka? Estaba delante de mí cuando me paré para recoger esta
liebre. Ya debería de estar aquí.
Afuera, el viento azotaba la cabaña con tal fuerza que el armazón entero se
tambaleó. Lonit exhaló un grito de angustia, y salió a la tormenta, seguida de Umak y
de Karana. Llamó a Torka con desesperación, pero el viento arrebató su voz y la
fragmentó, llevándosela en dirección opuesta a través de la tundra. Torka nunca la
oiría. Y si no la oía, nunca sería capaz de encontrar el camino de regreso al
campamento en medio de la deslumbrante blancura de la ventisca. Nunca.

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—Con una tormenta como ésta… ¿Cuánto tiempo puede un hombre vivir solo,
sin comida ni cobijo?
La pregunta de Manaak heló la sangre de Lonit mientras Umak la obligaba a
volver a la protección de la pequeña cabaña, resguardada de las inclementes
dentelladas del viento que soplaba bajo cero.

Voces.
Por encima del rugiente vacío y de la pavorosa blancura de la tormenta, Torka oía
hablar a unos hombres. Sus gritos de mando agudos y guturales le hicieron volver en
sí. Miró hacia arriba desde el fondo del barranco en el que había caído y vio figuras
que corrían por el borde.
Uno. Dos. Contó hasta una docena de hombres, con prendas de vestir y capuchas
de piel oscura y lanuda de bisonte, con lanzas en sus manos y las espaldas encorvadas
para avanzar contra el viento. Al poco rato habían desaparecido, envueltos en el
remolino de la nieve. Y en el mundo entero existía tan sólo el sonido del viento, y en
la revuelta blancura nada se movía.
Nada.
Excepto el hombre en el fondo del barranco.
Solo y desorientado, Torka sacudió la cabeza para despejarse, diciéndose que las
figuras no habían sido reales, no podían haber sido reales. Habían sido fantasmas que
caminaban por los bordes borrosos de su conciencia. Sueños. Sólo sueños.
Las preguntas se agolpaban en su mente. Le dolía la cabeza. ¿Cómo había ido a
parar al fondo de aquella grieta profunda e irregular en la superficie de la tierra?
¿Dónde estaba Manaak?
Esas preguntas trajeron respuestas inmediatas. Recordó que Manaak se había
detenido para matar y recoger una liebre que había quedado atrapada en una de sus
trampas. La nieve caía abundantemente. Habían caminado por la vertiente de una de
las numerosas colinas cónicas que se levantaban como ampollas en el suelo
habitualmente llano. Las habían utilizado como puntos de referencia que les guiasen
de vuelta a su campamento, pero a causa de la nieve arrastrada por el viento, aunque
las colinas tenían una altura aproximada de 9 a 30 metros, tuvieron dificultades para
distinguirlas. Manaak había dicho algo acerca de que esperaba que fueran capaces de
encontrar el camino de vuelta a casa, y Torka había replicado que sería así, siempre
que se dieran prisa antes de que la tormenta fuese a peor. Por tanto, al verle andar
delante de él, Manaak debió creer que se había ido sin esperarle. Con el viento
soplando alrededor, ninguno de los dos pudo oír el rumor interno de la pequeña
colina que se desplomaba. Torka sólo sabía que bajo sus pies había un terreno firme,
cubierto de nieve, y que al siguiente paso la tierra se abrió inesperadamente. No podía
saber que la colina no era tal colina, ni que la amplia extensión de tierra, llana y
circular sobre la cual caminaban era un antiguo lago cegado. A lo largo de milenios,

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el agua que antaño espejeaba bajo el cielo del Ártico se había transformado en una
gruesa capa de sedimento húmedo, producto de la erosión de lejanas montañas.
Rodeada de escarcha, el exceso de agua se helaba y formaba duros núcleos de hielo
que poco a poco sobresalían en la superficie del suelo. Salvo por su presencia en el
terreno por lo demás llano, tenían el aspecto de cualquier otra colina, pero los veranos
calurosos transformaban la textura de sus centros helados y los fríos inviernos les
daban una nueva forma hasta que la presión y la expansión provocaban fisuras en
ellas y las llenaban de baches. El peso de Torka había bastado para hacer que una de
esas grietas se abriese, y el resquebrajamiento de un costado de la colina provocó que
la tierra cediese bajo sus pies y que cayera en el bache que ahora había quedado al
descubierto.
Sucedió con tanta rapidez y tan inesperadamente, que no tuvo tiempo de
reaccionar antes de que su cabeza se golpease contra la pared del barranco. No tenía
la menor idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero la tormenta
había adquirido proporciones monstruosas. El barranco le proporcionaba un refugio
natural. Sabía que no debía arriesgarse a intentar volver al campamento hasta que el
viento amainara y la nevada no fuese tan copiosa. Mientras se despojaba de su manto
y lo colocaba estirado en lo alto de la estrecha fisura a modo de tejado que le
protegiera de la inclemencia del tiempo y mantuviese su cuerpo caliente, pensaba que
lo único que cabía esperar era que Manaak hubiera encontrado el camino de vuelta a
casa o bien un refugio contra los elementos. Entretanto, cubierto por sus diversas
prendas de abrigo, metió sus manos enguantadas bajo las axilas y deseó que sus
trampas hubieran atrapado también una liebre, como la de Manaak. Se le hizo la boca
agua y trató de no pensar en comida. Decidió imaginarse lámparas de aceite,
hogueras resplandecientes, e intentó mantenerse caliente.
La cabeza empezó a dolerle de nuevo. Cerró los ojos y se durmió hasta que,
surgido de la ululante blancura de la tormenta, el Destructor penetró en sus sueños.
Lo vio con toda claridad, era una montaña en movimiento, medio invisible en la
ventisca, dirigiéndose inexorablemente hacia el campamento de su gente.
Despertó sobresaltado. Como en aquel terrible amanecer de hacía mucho tiempo,
todos sus sentidos gritaron: ¡Peligro! Tendió el oído. ¿Acaso había escuchado el
barrito del gran mamut? No. Sólo se oía el sonido del viento que gemía, aullaba,
rugía… un sonido capaz de enloquecer a cualquier hombre con su potencia
demoníaca. Pero aquel otro demonio estaba lejos. Lo mejor sería dormir, ahorrar toda
energía para mantener el indispensable calor del cuerpo. En lo alto de la estrecha
hendidura del barranco, el aire era cada vez más frío y el viento arreciaba. La
tormenta se prolongaría durante horas sin amainar. Nada podía moverse en medio de
ella.
Nada.

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Pensó fugazmente en las figuras fantasmales que vio apenas recobrada la
conciencia. Se le vino después a las mientes algo que Karana le había dicho, algo que
le producía verdadero terror.
La Tribu Fantasma.
¿Qué fue lo que le contó el niño sobré ella? Que sus campamentos aparecían en la
época de la luz, para raptar a mujeres y niños, luego se desvanecían como si nunca
hubieran existido, pero dejaban tras de sí campamentos incendiados, sembrados de
cadáveres y de moribundos como única prueba de su existencia.
Se dijo que estaba volviéndose tan asustadizo como Karana, con una imaginación
tan desbordante como la suya. No estaban en la época de la luz. Precisamente se
había desencadenado la peor tormenta invernal que había conocido en muchas lunas.
Nadie podía caminar en medio de una tormenta como aquélla. Nadie.
Salvo los fantasmas. Salvo los espíritus.
—¡No! —gritó, y aunque el viento ahogó su voz, la simple exhalación de un
sonido humano resultaba consolador.
Se obligó a cambiar el curso de sus pensamientos. Por fin, se quedó dormido, con
una mano aferrada al mango de su maza-cuchillo, y la otra a la lanza que
providencialmente no se había roto en la caída.

En el campamento, Naknaktup se despertó. La tormenta había amainado. Su


gente dormía con un sueño profundo e inquieto, pero Naknaktup no se sentía
intranquila. La tormenta terminaría. Torka regresaría. Si Umak lo creía, Naknaktup
estaba segura de que sería así. Su confianza en el espíritu jefe era completa. Aquel
que era un anciano había sembrado el espíritu de una nueva vida en una mujer que
era lo bastante mayor como para sospechar que su tiempo de fertilidad había pasado.
Estaba segura de que Umak obraba prodigios. Y el peso del prodigio que había
implantado en su seno presionaba ahora sus entrañas. Suspiró, molesta por tener que
salir a hacer sus necesidades. No le quedó otro remedio que hacerse el ánimo; se
levantó, se envolvió en una de sus pieles de dormir y salió.
El viento había amainado considerablemente, pero todavía nevaba y hacía mucho
frío. Naknaktup se alegraba de que su hijo no naciera hasta el completo retorno de la
época de la luz. Sonreía mientras andaba con dificultad a través de la nieve; soñaba
despierta con días cálidos y con el dulce olor de su hijo, se imaginaba cómo lo
abrazaría y como le amamantaría, y…
Se detuvo. Unas sombras se movían en la nieve. Sombras oscuras y peludas,
como si fuesen bisontes erguidos sobre sus patas traseras que acechaban a sus presas
disfrazados de hombres. Contó las sombras. Una., dos… muchas. Todas ellas
blandían sus armas de una manera que a Naknaktup le pareció peligrosa en sí misma.
Surgieron del viento, miraban con malignidad a la estupefacta mujer que se había
quedado inmóvil con su cabellera grisácea ondeando al viento. Las visiones de luz y

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de calor se desvanecieron junto con la del hijo a quien ansiaba amamantar.
Naknaktup logró lanzar un grito de vaga advertencia justo en el momento en que una
lanza penetraba en su pecho y le atravesaba el corazón. En el interior de la cabaña, su
grito agonizante había alertado instantáneamente a los otros. En la creencia de que un
depredador la había atacado, Umak y Manaak cogieron sus lanzas, alegrándose de
que el mal tiempo les hubiera hecho guardarlas dentro en lugar de dejarlas fuera
como solían hacer. Riñeron a Karana, diciéndole que se quitara de en medio. Iana
apretó a su bebé entre sus brazos, y Lonit deseó haber tenido aún sus boleadoras para
servir de ayuda.
Más joven y rápido, Manaak apartó a Umak para ser el primero en abandonar la
cabaña.
—¡Umak es el espíritu jefe! ¡Manaak es un cazador! ¡Deja que vaya delante de ti!
—¡Hummm! ¡Naknaktup es la mujer de Umak!
Manaak no cedió. Quería ser el primero en salir, el primero en enfrentarse a
cualquier clase de fiera, ya se tratase de un lobo, un oso, un león o un mamut. ¡Un
mamut! ¡Con cuánta ansia esperaba que fuese el gran fantasma! Su imperioso deseo
de matar nublaba su inteligencia, eclipsaba la vocecilla que en lo más hondo de su
cerebro susurraba: "Si es el Gran Espíritu, todos moriremos".
Salió de la cabaña respirando fuerte, dispuesto a enfrentarse al Gran Espíritu, pero
totalmente desprevenido para enfrentarse a hostiles y extraños depredadores de su
propia especie. Durante unos instantes fatales, arma en ristre, los miró asombrado.
Fueron los últimos de su vida. Dos lanzas se clavaron en su cuerpo. Una le atravesó
el cuello; otra le perforó el estómago con su punta asimétrica y le destrozó la columna
vertebral. Atónito, ahogándose en su propia sangre, se le doblaron las rodillas y se
desplomó sobre la nieve.
Lo último que oyó fue el grito de Umak llamándole por su nombre mientras el
viejo salía de la cabaña como una centella detrás de él.
Umak no llegó a ver quién le derribaba. Salió de la cabaña y saltó sobre él
atacándole. Había visto caer a Manaak, y también lo que le había abatido. Viejo como
era, y no tan fuerte como lo había sido en su juventud, vio que su mujer estaba
muerta, y con ella su hijo nonato, y la ira que sentía le hizo poderoso.
Pero juventud y poder no eran nada para la figura emboscada que tenía detrás, a
un lado de la entrada de la cabaña. El hombre equilibró su arma con un rápido
balanceo y derribó a Umak de un lanzazo.

Fue el silencio, no el sonido, lo que despertó a Torka. El viento había cesado.


Ansioso por regresar al campamento, sacudió la nieve de su manto exterior y se lo
puso, cogió la única lanza buena que le quedaba y, con su maza-cuchillo en el cinto,
se dispuso a trepar para salir del barranco.
A la débil y pasajera luz del día, el mundo era blanco; la tierra, el cielo estaban

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blancos por la presencia de la nieve y de las nubes. Entornó los ojos, deslumbrado por
el resplandor. Pronto se atenuaría. Si quería encontrar el camino de vuelta al
campamento antes de que oscureciera, tendía que darse prisa.
Cuando la profundidad de la nieve lo permitía, andaba a paso rápido mientras sus
músculos se relajaban paulatinamente a medida que los calentaba el movimiento. La
experiencia hizo que no le resultara demasiado difícil encontrar lo que buscaba. Se
detenía de vez en cuando al reconocer puntos de referencia que ni siquiera el más
avezado de los rastreadores hubiera sido capaz de identificar; cubiertas por la capa de
nieve, todas las cosas parecían diferentes. Pero él era Torka. La sangre de muchas
generaciones de espíritus jefes corría por sus venas, y Umak había sabido enseñarle.
Siguió adelante sin mirar atrás. De pronto una inesperada columna de humo
apareció en el horizonte, señalando la situación exacta del campamento. Se alegró de
que se les hubiera ocurrido encender una hoguera para guiarle, aunque se preguntaba
dónde habrían encontrado algo combustible que provocara tanto humo. Apretó el
paso. Pensaba en el calor de la cabaña, confiaba en que Manaak estaría allí para
recibirle y ansiaba encontrarse en los suaves brazos de su mujer.
¡Lonit! Casi gritó su nombre al representarse los graciosos hoyuelos que se
formaban en sus mejillas cuando sonreía.
Mientras ascendía una ondulada pendiente poco pronunciada, sus pensamientos
dieron un brusco giro, y el resplandor abandonó el día. No aminoró el paso mientras
miraba hacia atrás por encima del hombro.
Por la forma en que les colgaba la lengua de la boca, la manada de perros debía
seguirle desde hacia bastante tiempo.
El instinto le decía que corriera. La prudencia le obligó a detenerse y a plantarles
cara. En lo alto de la pendiente la elevación del terreno le proporcionaba cierta
ventaja. Nunca podría dejarlos atrás, pero sí matar a varios y, después de haber
ahuyentado a los que quedaran, volvería con sus presas al campamento. Los perros
tenían la carne demasiado correosa, pero su pequeña tribu, casi depauperada, se
alegraría con cualquier clase de carne que les llevara. Y si los despellejaba primero y
se comía a continuación sus ojos azules, nunca sabrían que se alimentaban de la carne
del Hermano Perro.
La máscara negra de la cabeza de Aar era inconfundible entre sus congéneres de
ojos rojizos y pelaje gris. Estaba muy delgado, se le marcaban las costillas y tenía
cicatrices en el hocico y en la cruz, pero era sin duda alguna un animal en la plenitud
de la vida, el segundo perro más grande de la manada, con potentes quijadas y una
mirada salvaje y casi enloquecida en sus ojos.
—Hermano Perro… volvemos a encontrarnos. Este hombre ve que has regresado
con los de tu especie, y siempre supo que lo harías.
Aar agachó la cabeza, con el cuello hacia adelante y las orejas hacia atrás. A su

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lado, un poco más adelantado, el macho más grande gruñó y, como si les hubiera
dado una orden, la manada entera le siguió.
Con lentitud, Torka sacó su maza-cuchillo del cinto y la levantó con la mano
izquierda, mientras con la derecha sostenía la lanza en ristre. Los perros entendieron
su amenaza. Algunos se pararon y dieron unos pasos hacia atrás, pero su jefe, el
macho de mayor tamaño, rugió. Avanzó dos pasos y se paró, con el pelo del lomo
erizado.
Torka permaneció inmóvil, dejando que el perro se cerciorara de que no había
miedo en su mirada.
—Ven… —invitó—. Eres el más grande. Servirás para la comida más abundante.
La cabeza del perro se torció un poco, como si tratase de comprender las palabras
del hombre. Aar se puso al lado del jefe, hombro con hombro, con los músculos
tensos, conteniéndose para no avanzar más.
—¡Ah, Hermano Perro! A Umak no le gustaría verte ahora sin saber el destino
que has elegido. Ven, intenta comerte a Torka, y Torka hará que no vuelvas a tener
hambre nunca jamás.
El hambre había hecho intrépidos a los perros. Cerraron filas detrás de su jefe. El
macho grande les incitó al ataque, y entre gemidos y aullidos se lanzaron sobre Torka
sin vacilar. Subieron veloces la pendiente hacia él; y el joven cazador los golpeó con
su maza. Pero cuando su arma entraba en contacto con la mandíbula del perro grande,
vio estupefacto que el jefe tenía otro enemigo.
Aar se había arrojado a su garganta. Si el arma no le había matado, las dentelladas
del Hermano Perro lo harían. El gran perro gris cayó de costado. Otros perros se
abalanzaron sobre Torka y encontraron la muerte por obra de su maza. Ni una sola
vez tuvo que usar la lanza. Con Aar combatiendo a su lado, renegando de su propia
especie en defensa del Hermano Hombre, Torka era capaz de romper la crisma de los
ejemplares más agresivos de la manada. El resto huyó a la desbandada. Todos
excepto uno, una hembra de pelaje tupido y panza abultada, que se había mantenido
apartada de la lucha, miraba a Torka y al perro como asombrada por la conducta de
Aar, mientras Torka se sentía conmovido por la forma en que éste había actuado. Por
primera vez desde que Umak había insistido en que Aar era su espíritu hermano,
Torka se dio cuenta de que el anciano tenía toda la razón. Asombrado, se dejó caer
sobre una rodilla. El perro se mantenía cerca, aunque no demasiado, mirándole, con
la cara ensangrentada. Con cierta indecisión, Torka extendió una mano en señal de
conciliación.
—Hermano Perro… —admitió, y aunque no se explicaba cómo, supo que de
alguna manera el perro era más que un animal. En una extraña y desconcertante
simbiosis, el perro había decidido ofrecer su lealtad al Hombre—. Tú y yo no éramos
amigos —añadió Torka—, pero de aquí en adelante, te aseguro que seremos

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hermanos.

Torka pretendía llevar la carne descuartizada de los perros al campamento, pero


cuando empezaba la tarea, descubrió las huellas. Heladas en la capa mas profunda de
la nieve dura, el viento había barrido la nieve en polvo que las cubría. Torka las
examinó, las tocó para apreciar mejor sus diferencias.
Muchos hombres.
Aar olfateó las huellas con interés; la perra hizo otro tanto. El frío del pánico
invadió a Torka. Los hombres envueltos en pieles, armados, que caminaban por el
borde del barranco no habían sido un producto de su imaginación. Eran reales. Las
palabras de Karana acudieron de nuevo a su cabeza mientras sus ojos se clavaban en
la lejana hoguera que no era en absoluto una señal para guiarle de vuelta a casa.
"La Tribu Fantasma…, aparece en la época de la luz para robar mujeres y niños,
luego se desvanecen, pero dejan tras de sí campamentos incendiados, sembrados de
cadáveres y de moribundos como única prueba de su existencia".
Con Aar a su lado y la perra siguiéndoles a prudente distancia, Torka corrió hacia
el campamento. Cuando llegó, la cabaña era un montón de escombros carbonizados y
humeantes.
Permaneció conmocionado, frío e inmóvil, mientras los recuerdos de otro
campamento desgarraban su alma. Muerte… muerte… por todas partes. Una voz
gritaba en su interior: "¡No! ¡Otra vez, no! ¡No!"
Avanzó rápidamente, con la esperanza de que los cuerpos que veía se levantasen
para burlarse de él, como si tomaran parte en una broma pesada. Pero no se
levantaron. Manaak había muerto acribillado a lanzazos, pero las armas habían sido
extraídas de su cadáver; yacía en un charco helado de su propia sangre. Naknaktup
estaba tumbada donde había caído, espantosamente mutilada, con su hijo nonato
arrancado de su vientre y colocado en posición de mamar las heridas de donde antes
estuvieron sus pechos.
De haber tenido comida en el estómago, Torka habría vomitado. Utilizó la lanza
para sostenerse mientras buscaba a Umak, a Lonit y a Karana. Casi deseaba no
encontrarles, aunque después se volviera loco de rabia y desesperación si no lo hacía.
Gritó sus nombres, y el de Iana. El viento se los devolvió desde kilómetros de vacía y
desolada oscuridad.
Los apagados gemidos de Aar le condujeron al cuerpo de Umak. El anciano yacía
medio enterrado entre los escombros de la cabaña, tan ennegrecido por las
quemaduras que era casi irreconocible hasta que, de las cenizas y las pieles y los
huesos carbonizados, un débil sonido mal articulado pero inconfundible llegó al oído
de Torka.
—Hummm… mmm…
Torka apartó frenéticamente los escombros de la cabaña; cuando descubrió a su

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abuelo agonizante, bajó la cabeza y se echó a llorar como un niño hasta que un dedo
ennegrecido y huesudo tocó sus lágrimas.
—Las lágrimas son la sangre del espíritu de un hombre. No lo dejes sangrar.
Torka necesitará de toda su fortaleza para… seguir la pista de Lonit y de Karana, y de
la mujer de Manaak.
—¿Están vivos?
—No gracias… a este viejo. Se los llevaron hacia el este… cuando la tormenta
amainaba… en las últimas horas… —un ronco estertor le interrumpió; su mano se
agarró al antebrazo de Torka para tratar de soportar el dolor—. Torka tiene que ir…
ahora…
Suavemente, como si se tratara de un niño herido, Torka cogió a su abuelo entre
sus brazos y lo estrechó contra su corazón, como si, por medio del poder de su amor,
pudiera alejar a la muerte.
—Iremos juntos, como cuando Umak sacó a Torka del camino del viento para
conducirle a una nueva vida. Torka llevará en sus brazos a Umak hasta que esté bien
y fuerte de nuevo.
—¡Hummm! Eso no… sería… una buena cosa —sus pulmones estaban abrasados
por el incendio, el tejido lleno de ampollas hacía que cada una de sus palabras fuera
una agonía. Pero él era Umak. Dominó los espíritus de su dolor, consciente de que
incluso en aquellos momentos, al final de su vida, era un espíritu jefe. En un ronco
susurro habló a Torka del pasado y del futuro que ahora descansaba en él—: El
Pueblo… todos ellos viven en ti… por siempre jamás… Por siempre jamás…
Aar se sentó y metió el hocico debajo de la mano del anciano mientras la perra,
que todavía desconfiaba del Hombre, se sentaba al borde del campamento asolado.
—Hermano mío, una vez más ha llegado la hora de que este anciano camine en
alas del viento. Pero esta vez, Hermano Perro, no me detendrás…
El viento arreció. La oscuridad se intensificó. Muy a lo lejos, en las distantes
cordilleras orientales, sonaba un rugido dentro del viento, un barrito. Torka escuchó
la voz fácilmente reconocible de un mamut. ¿Era la Voz del Trueno? ¿De El Que
Sacudía El Mundo? ¿Del Destructor? "O la muerte misma", pensó, lleno de odio
hacia la bestia cuyos estragos le habían conducido adonde ahora se encontraba, a
aquel terrible momento de absoluta desesperación.
—Escucha. Camina delante de nosotros… ¡en la cara del sol naciente! —la
euforia vibraba en la voz de Umak. Rodeado por los brazos de Torka, su cuerpo se
irguió, desplomándose luego hacia atrás.
—¿Padre de mi padre? —Torka no se atrevía a hacer la pregunta.
Aar la respondió. Con la cabeza levantada hacia el cielo, el Hermano Perro
entonó una canción fúnebre por el espíritu de un anciano que, por fin, caminaba en
alas del viento.

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CAPÍTULO 3
n medio de la helada oscuridad, una luz brillaba como un frío ojo blanco que
mirara sin pestañear en la lejanía. Los hombres vestidos de pieles y tocados
con capuchas la señalaron y gruñeron con evidentes muestras de satisfacción
mientras pinchaban a sus cautivos con sus lanzas.
—¡Klamah! ¡Klamah!
—¡De prisa! ¡De prisa! —Karana repitió la frase en su propia lengua,
inclinándose desafiante contra el viento y arreglándoselas para andar con la mayor
lentitud posible.
Delante de él, Iana tropezó, y cuando Lonit se inclinó y trató de ayudarla a
levantarse, la recompensa que recibió fue un brutal golpe asestado en su espalda con
el asta de una lanza. La joven cayó a su vez. Furioso, Karana saltó en su defensa, pero
su pierna se resintió y los tres cautivos se reunieron en el suelo.
A los hombres que los habían apresado no les divertía la situación. Largas lanzas
erizadas de pinchos daban órdenes tan claras que no necesitaban hablar. Las dos
mujeres se ayudaron la una a la otra a ponerse en pie. Karana se levantó, hizo ademán
de coger una de las lanzas amenazadoras y le propinaron una patada tan fuerte que
rodó otra vez por el suelo.
¿Era el golpe? ¿O era otra cosa? El niño estaba sentado cogiéndose el vientre,
esforzándose por respirar como si algo se moviera dentro de su pecho y de sus
entrañas. Semejantes a nubes que pasasen rápidamente a través de una luna llena, vio
sombras, las sintió dentro de él, y supo con una terrible y sobrecogedora sensación de
infinito vacío en su corazón que Umak había muerto. El espíritu del anciano que le
había tocado, ahora se movía dentro de él y a su alrededor. Quiso agarrarlo, conservar
la substancia invisible de lo que una vez fuera el alma de Umak, pero esa clase de
cosas no podían conservarse. En cualquier caso, mientras sus captores le obligaban a
puntapiés a levantarse, algo había quedado en él. Alzó la cabeza y se dio cuenta de
que estaría siempre con él como una parte de sí mismo.
—iHummm! —exclamó, y no se inmutó cuando el extremo romo de una lanza le
golpeó con rudeza en la espalda para hacerle callar.
Caminaron durante horas. La luz fría y blanca era una almenara hacia la cual
encaminaban sus pasos los hombres vestidos de pieles, hasta que, al amanecer, la luz
desapareció e hicieron un alto para descansar, poniéndose en cuclillas sobre la nieve
para comer sus raciones de viaje antes de enroscarse para dormir. Cuando
despertaron, uno de los hombres pesadamente vestidos cogió a la criatura de los
brazos de una pasiva Iana y entregó el bebé a Lonit. Les dijo algo a los otros, palabras
obscenas y torpes que les hicieron reír con aviesas intenciones. Algunos de ellos se
pusieron a su lado para turnarse y saciar sus bajos instintos a costa de Iana. La mujer

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de Manaak ni siquiera intentó resistirse. Yacía debajo de ellos como una muñeca
fláccida de ojos vacuos.
Lonit cerró los ojos y apretó al pequeño contra su pecho. Sabía que el niño viviría
sólo mientras Iana satisficiese los deseos de sus captores. Recuerdos de muerte —de
una muerte terrible, sangrienta, sin sentido-discurrían como una visión roja debajo de
sus párpados. Abrió los ojos y se sentó estremecida, arrimándose a Karana.
—¿Por qué no nos han matado a todos? ¿Y por qué no me destriparon a mí en
lugar de a la pobre Naknaktup?
El niño, sentado junto a ella con las piernas cruzadas, pareció abismarse en la
contemplación de la oscuridad. Por fin, habló.
—Karana sólo sabe lo que oyó decir a otros de la Tribu Fantasma. Raptan a
mujeres y niños. Naknaktup era mucho mas vieja que tú, y no era hermosa. Cuando
lleguemos a su campamento, los Hombres Fantasma nos llevarán bajo tierra y
moriremos para siempre para este mundo.
La boca de Lonit se contrajo por la amargura que experimentaba al escuchar los
rugidos salvajes y los gruñidos de placer lanzados por sus captores al desahogarse
con Iana.
—Son hombres, no fantasmas —dijo—. De manera que tenemos que continuar
andando con lentitud; tenemos que arrastrar los pies para que nuestras huellas sean
claras. Nuestros captores creen que nos han matado o capturado a todos. No saben
que Torka existe. Nunca deben de saber lo que da fuerzas y esperanza a Lonit y a
Karana.
El chiquillo asintió con la cabeza. Inconscientemente imitaba a su adorado
espíritu jefe mientras cruzaba los brazos sobre el pecho, proyectaba el mentón hacia
adelante y hacía que las comisuras de su boca se curvaran hacia abajo.
—Hummm, así es —dijo en un susurro lo que deseaba que fuera una certeza
absoluta—. ¡Torka nos encontrará!

Se produjo un cambio en el tiempo y el viento volvió. Una vez más soplaba con
una intensidad demoníaca que azotaba la nieve caída transformándola en asfixiantes
corrientes de aire. Viajar era imposible. Las pisadas habían sido borradas del mundo,
y después de dos interminables días y noches de tormenta, un Torka sin tribu surgió
de un montecillo de la tundra que les había servido de refugio a él y a los perros y en
el que se habían acurrucado para defenderse del frío. Surgió para escudriñar una
tundra en la que había sido borrada toda huella de quienes habían caminado delante
de él.
Permaneció en pie durante un buen rato. Miraba y escuchaba, con el corazón tan
vacío como la tierra que se extendía ante él. Luego avanzó resuelto en dirección a la
cara del sol naciente. Los perros resollaban mientras trotaban en pos del hombre,
como si se preguntaran qué razones tendría para viajar a una tierra desconocida.

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—Lonit estaba allí, y Karana —les informó, sin darse cuenta de que estaba
haciendo lo que tantas veces había criticado a Umak: hablaba con los perros como si
fueran capaces de entenderle.
Los siguientes días fueron breves intervalos de luz hecha jirones por el viento,
durante los cuales Torka anduvo a paso largo con Aar a su lado y la perra
siguiéndoles a prudente distancia. Las noches eran largos períodos de oscuridad y
viento helado en los cuales intentaba dormir para ser capaz de viajar sin tener
necesidad de descansar durante las horas de luz. Pero a la tercera noche, despertó en
la profunda oscuridad que precede al alba y, por primera vez, distinguió la brillante
estrella que refulgía fría y blanca en el horizonte montañoso. Se dio cuenta de que la
estrella no se movía. No era una estrella. ¡Era una almenara! Se insultó para sus
adentros. Los merodeadores viajaban de noche y ganaban tiempo porque se guiaban
por una almenara que no podía verse a la luz del día.
En el acto se puso en pie, cogió sus armas y avanzó hacia la luz. Los perros
lloriquearon, pero él los ignoró. Las montañas estaban cerca, extensas cordilleras
abrumadas de glaciares. Había un fuerte olor a hielo en el aire, pero no vio ni olió
nada relacionado con viajeros ni campamentos. Si los que se habían llevado a Lonit, a
Karana, a Iana y al pequeño Ninipik eran miembros de la Tribu Fantasma, no cabía
duda de que llevaban el nombre bien puesto. Seguir su rastro era como tratar de
seguir a una nube después de que ésta se hubiera desvanecido del cielo. Pero ahora, al
menos, tenía una luz que le guiaba.
Viajó el día entero, dirigiéndose en línea recta a la parte de las montañas donde
había visto la luz. Sólo se detuvo el tiempo suficiente para aliviar su fatiga. Durmió
un poco y apenas comió. Aunque la tierra estaba elevándose, las montañas no
parecían por eso más cercanas. Siguió adelante toda la noche y el día siguiente hasta
desplomarse exhausto en la tundra, viendo cómo cazaban los perros por su cuenta.
Trabajaban en equipo, compartían la comida y el lugar donde dormían. Pensó en
Lonit, y su dolor por haberla perdido era insoportable. Le despertó Aar, tocándole una
mano con su hocico. El perro estaba en pie a su lado. Acababa de depositar delante de
él media liebre, con la cabeza y las patas delanteras masticadas. Aar le miraba,
aparentemente a la espera de que se comiera el regalo. Torka tenía hambre sobrada
para complacerle. Mientras devoraba el inesperado presente, recordaba las numerosas
veces en que ante la insistencia de Umak, la comida de la tribu fue compartida con el
perro.

La luz estaba ahora cerca. Los merodeadores se dirigían hacia ella a grandes
zancadas, confiados. Exhausta, Lonit volvió a sentir un profundo dolor que la
abarcaba la parte baja de la espalda y la pelvis. Había oído hablar a suficientes
mujeres en el campamento de Galeena como para saber que aquellos dolores
significaban el comienzo del parto. Su hijo, el hijo de Torka, se disponía a venir al

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mundo. ¡Torka! Se mordió los labios para no gritar su nombre.
Las montañas estaban justo frente a ellos, y bajo sus pies la tierra se elevaba un
poco para recibirles. Karana había caminado apartado de las mujeres, pero ahora lo
hizo al lado de Lonit.
—¡Le he visto desde la cresta de las colinas, le he visto! —su voz era un susurro
que no obstante sonaba como un grito triunfal—. ¡Un hombre con dos perros que
corrían a su lado! ¡Estaba oscuro, pero le he visto a la luz de las estrellas! ¡Tiene que
ser Torka!
Por primera vez desde que los asaltantes irrumpieron en el campamento, Karana
vio los hoyuelos de una trémula sonrisa en el rostro de Lonit. Los dos últimos días
había estado tan pálida y desmadejada, que empezó a temer por ella, de forma que no
le dijo que lo que había visto estaba tan lejos que las figuras parecían tres diminutas
sombras moviéndose sobre la tierra cubierta de nieve. Ninguno de los Hombres
Fantasma se había apercibido. Pero Karana las había visto. Sabía que era Torka
porque, lo mismo que en el saliente cuando le habló el espíritu de la montaña
advirtiéndole del peligro qua corrían, algo dentro de él había comunicado a su alma la
verdad de la presencia de Torka; pero no esperaba que Lonit le creyera.
—Sólo tenemos que retrasar a nuestros captores una noche más, tal vez dos, aquí
abajo —le dijo a Lonit —; y dejaremos todas las señales que podamos de nuestro
paso, para ayudarle a seguirnos.
La sonrisa de la joven se desvaneció. Sus ojos se posaron en las formas
voluminosas y peludas que caminaban delante de ella con andares majestuosos,
utilizando sus lanzas como bastones para asegurarse de la solidez y la profundidad de
la nieve que había bajo sus pies. Detrás de ella y a ambos lados, caminaban otros
hombres; eran feos, llevaban tatuajes y horribles adornos de hueso que les perforaban
el labio inferior y sobresalían hacia abajo sobre sus mejillas como si fueran colmillos
resbaladizos por la saliva. "Son asesinos", pensó. "Hombres que llevan lanzas y
puñales no sólo para cazar y protegerse de los depredadores, sino para matar a los de
su propia especie".
Si Torka viene por nosotros… —se detuvo antes de expresar sus temores en voz
alta y provocar que se cumpliera, pero las palabras estaban en sus ojos al mirar al
niño. "Si Torka viene por nosotros, le matarán."
El hombre que iba en cabeza se paró de repente, alzó un brazo y pronunció unas
palabras que parecían un saludo. Lonit y Karana miraron al frente, desconcertados,
pero contentos de tener oportunidad de descansar… hasta que vieron unas figuras que
avanzaban hacia ellos procedentes de las estribaciones de la montaña. Llevaban
antorchas de lo que parecían ser hierbas empapadas en sebo y cueros atados a huesos
de costillas de animales de caza mayor. No tardaron en llegar; eran hombres feos, sin
aliento, sonrientes, que abrazaban a los merodeadores como si fueran hermanos largo

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tiempo esperados que volviesen de una cacería.
Y allí estaban. Sólo que sus presas no habían sido animales, sino esclavos.
Mareada por un concepto demasiado ajeno a ella para comprenderlo del todo, Lonit
se vio convertida en objeto de su escrutinio mientras le echaban hacia atrás la
capucha y los hombres se la pasaban de uno a otro, manoseándola y tocándola el
vientre. Reían y parecían complacidos mientras dedicaban frases de felicitación a los
que la habían capturado. Después pusieron sus manos en Iana y examinaron a su
hijito, fuerte y llorón, mientras hacían señas de asentimiento sin dejar de gruñir. A
continuación concentraron su atención en Karana, hurgándole, contemplándole
lascivamente como si pensasen que era una jovencita núbil, manoseándole tan
provocativamente como lo habían hecho con las mujeres hasta que el chiquillo,
ofendido, lanzó un grito y se encargó de que uno de ellos lamentara haberse quitado
los guantes antes de empezar a meter las manos en las ropas de Karana.
Lonit se encogió, convencida de que iban a matar a golpes al niño por su acción.
En cambio, se echaron a reír y le dieron unos empujones como si su arranque les
hubiera gustado. El hombre a quien acababa de morderle la mano se chupó la sangre
de la herida, sacó con la otra una cuerda de tender trampas de su cinturón y, mientras
otros dos sujetaban a Karana, hizo un lazo con la cuerda de tendones y lo deslizó
alrededor del cuello del chico.
—¡Shiank! —exclamó, y sacudió la mano mordida, poniendo a Karana junto a él.
Lonit no necesitaba hablar su lengua para comprender que acababa de advertir a
todos que Karana era de su propiedad. Notó entonces que los adornos del hombre
eran más elaborados que los de sus correligionarios, y su tamaño dos veces más
grande. Con su indumentaria oscura y peluda de pieles de bisonte, era un hombre
grotesco pero innegablemente poderoso. Su rostro, con colmillos de fiera, estaba tan
oscurecido por los negros remolinos de sus tatuajes que, incluso a la luz de las
antorchas, no podía distinguir sino la peligrosa bestialidad de sus facciones. Cuando
ordenó a los demás que reanudaran la marcha, ni uno solo de ellos vaciló, y cuando
Karana se revolvió para librarse del lazo, el hombre se limitó a tirar con más fuerza.
Si no quería morir estrangulado, al niño no le quedaba otro remedio que seguirle.
Hacia la luz.
Era un ojo que brillaba frente a ellos en el flanco de un monte angosto que se
elevaba en la base de las estribaciones de las montañas. Y a continuación, lentamente,
el ojo se abrió. Un puñado de hombres surgió de él.
El terror se enroscó en las entrañas de Lonit mientras se resistía y era empujada
hacia adelante y obligada a caminar sobre un talud nevado que nunca conservaría las
huellas de seres humanos. Karana caminaba delante de ella, ahogándose mientras
luchaba contra el ronzal que le arrastraba. Subieron sin detenerse por un lado del
terraplén hasta penetrar en la luz.

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Lonit lanzó un grito de espanto. Detrás de ella, por vez primera desde que se
había visto forzada a soportar ser violada por amor a su hijo, la mujer de Manaak
emitió un sonido. Era un lamento contenido, prolongado, que suplicaba misericordia.
Para ella; para su hijo; para Lonit y Karana.
Pero no había misericordia para ninguno de ellos. Aquél era el destino al que
habían sido conducidos. No había forma de volverle la espalda. Unas manos duras,
inflexibles, asieron a Lonit por detrás forzándola a penetrar en el montículo, y a
seguir hacia arriba, hacia el ojo. Al menos la joven pudo ver que se trataba sólo de
una cavidad en el interior de las estribaciones del terraplén. En las profundidades de
la tierra brillaba la luz, y una cara repugnante, bestial, con colmillos, se asomaba a
mirarla mientras, contra su voluntad, era cogida de las axilas por detrás e introducida
dentro hacia abajo, donde unas manos la esperaban.
Estaba a punto de desvanecerse mientras el calor, el hedor y la luz la envolvían.
La pusieron de pie sobre un suelo húmedo y resbaladizo; estaba rodeada de hombres
desnudos de mirada lasciva, cuyos cuerpos aparecían untados de grasa, tatuados
desde la frente a la punta de los pies, incluidos los genitales.
Una vez más la manosearon, palparon su vientre, sus ropas. Ella trataba de
zafarse, pero se rieron de sus esfuerzos y se la pasaron de uno en otro, sin dejar de
sobarla, hasta que por fin la empujaron más hacia el interior del ojo, a lo largo de un
hediondo y resbaladizo corredor en declive que se extendía lateralmente debajo de la
superficie del terraplén.
El corredor se abría a otro pasillo, con una escalera de mano corta, casi vertical,
construida con una estructura de huesos que conducía a una pequeña habitación
forrada con cueros, en la cual había infinidad de lanzas apiladas, y de la cual partían
varios túneles iluminados por antorchas.
Desorientada, Lonit sucumbió por primera vez a la desesperación, Iana gemía
detrás de ella; Karana había desaparecido de la vista. Mientras la mujer de Manaak
era obligada a entrar en uno de los túneles y Lonit era empujada dentro de otro, sus
pensamientos eran como pájaros asustados que volasen en una tormenta. "Karana
tiene razón", pensaba. "Estos hombres son de carne y hueso, pero también son
fantasmas. Ni siquiera un rastreador tan hábil como Torka podría encontramos aquí
jamás."

Fue Aar el primero en captar el olor a Hombre y en correr en círculos, olfateando,


con el hocico pegado al suelo mientras movía la cola alegremente. Entretanto, la
perra levantó la cabeza con curiosidad, observándole. Cuando Torka encontró cerca
de allí la primera de las huellas y reconoció las pisadas de las botas de Lonit y de
Karana, lanzó un grito de júbilo. La perca levantó la cabeza en otra dirección y gimió
suavemente, completamente desconcertada por el comportamiento de los machos de
su manada.

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—Torka encontrará a su mujer —aseguró solemne, en voz alta—. Y
sigilosamente, con mi maza-cuchillo y el tiralanzas, este hombre hará que muchos
hombres paguen por lo que han hecho.
Siguieron siempre hacia el este, en dirección a las montañas hasta que llegaron al
talud y perdieron la pista donde terminaba el montículo de nieve. Aar captó el olor y
corrió en distintas direcciones, para regresar por último, mientras la oscuridad se
apoderaba del mundo, al sitio donde Torka estaba sentado solo, a la espera de ver la
luz nocturna que le sirviera de guía. Pero no había ninguna luz, excepto la de las
estrellas, fría y distante. Procedentes del este oyó sonidos de mamuts. Una cría que
llamaba, una hembra que respondía, y después la voz de otra cría, mayor que la
primera, ya en la adolescencia, que barritaba quejumbrosa. Los perros oyeron los
gritos de los mamuts y sus cabezas se levantaron mientras gemían suavemente, como
solidarizándose con aquéllos.
Torka experimentó un repentino sobresalto al darse cuenta de que, al igual que los
perros, entendía lo que se comunicaban los mamuts con tanta claridad como si
estuvieran hablando entre sí en su propia lengua.
—"¡Madre! ¿Dónde estás? ¡Tengo miedo!"
—"Hijo, no te muevas. Voy a buscarte."
—"Madre, mi hermano está en apuros! ¡Ven enseguida!
—"Hijos, tened calma. No tengáis miedo. De día o de noche, estaré a vuestro
lado".
Torka escuchaba. Los sonidos de los mamuts continuaron, luego cesaron. La
hembra había consolado a sus pequeños. Sus pensamientos le asombraban. ¿Cómo
podía ser? Los mamuts eran presas. Poseían espíritus de bestias, no de hombres. Los
mamut no podían amar, ni afligirse ni preocuparse. Ni aspirar a vengarse de quienes
habían causado dolor a sus seres amados o los habían destruido. ¿O acaso sí que
podían?
De repente se quedó frío, helado. Miró a los perros que yacían enroscados, el uno
contra el otro. La hembra había abandonado a su manada para estar con Aar. ¿Por
qué, si no le quería? Su propio amor por Lonit era como una piedra dentro de su
garganta. Una piedra que le ahogaba impeliéndole imperiosamente a buscarla. Lo
mismo que a Karana, y a vengar las muertes de Manaak y de Naknaktup, y la de su
adorado abuelo.
Los recuerdos de un enorme ojo rojo, enloquecido de odio, acudieron en tropel a
su mente. El ataque del Destructor se produjo cuando él, Nap y Alinak se disponían a
descuartizar a la hembra despeñada. ¿Habría sido el Destructor su pareja? ¿Podría
haberla amado el gran mamut? ¿Podía pensar un animal como un hombre? ¿Amar
como un hombre? ¿Odiar como un hombre?
No. Torka estaba seguro de que no podía ser así. En su momento, mataría al

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Destructor y bebería su sangre en nombre de su tribu perdida, de Egatsop, de Kipu,
de su hijita, que no había vivido lo suficiente para conocer ninguna de las alegrías de
la vida.
Tenía la boca seca. Sus ojos estaban fijos en la tierra negra y salvaje. Ahora él
tenía otras presas que cazar: criminales que raptaban mujeres y niños para
convertirlos en esclavos.

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CAPÍTULO 4
onit gritó, pero su voz fue absorbida por los límites sofocantes y mal
ventilados de la pequeña habitación donde yacía. Era uno de los numerosos
cubículos al final de los innumerables pasajes subterráneos, similares a
laberintos, de la Casa de los Fantasmas. Al igual que los túneles, sus paredes y el
tejado cónico estaban apuntalados con huesos de costillas y cráneos de mamut,
embadurnados después con el mismo fango denso de heces humanas mezclado con
grasa y desperdicios que cubría los suelos. La habitación entera rezumaba una
humedad caliente que apestaba como si fuera una herida purulenta.
Lonit gritó de nuevo, esforzándose por respirar.
Varias mujeres tatuadas estaban sentadas a su alrededor mientras ella sufría los
dolores de parto. La habían colocado sobre un camastro de gruesas pieles de pelo
largo enmohecidas, preparado encima de una cama de hierbas y líquenes mohosos.
Un armazón de costillas de mamut colocado debajo impedía que resbalara y cayese
en el fango fétido y caliente del suelo. Al resplandor titubeante proyectado por dos
candiles que ardían sobre cráneos de caribú incrustados en postes de hueso, las caras
de las mujeres tenían una uniformidad oscura y aceitosa, hasta que en una de ellas se
dibujó una sonrisa de simpatía y comprensión. Se levantó para ver lo que Lonit
necesitaba.
Desnuda, salvo un faldellín de plumas, la mujer era casi tan alta como Lonit.
Alcanzó sin ninguna dificultad el techo de la habitación y apartó una trampilla del
centro. El aire caliente y pestilente salió formando vapores, mientra penetraba aire
frío.
Lonit lo aspiró con ansiedad. Era dulce, limpio; procedía del mundo de arriba,
donde Torka vivía y la buscaba, y donde ya debía de haber perdido toda esperanza de
encontrarla. Tuvo que hacer un poderoso esfuerzo para no pronunciar su nombre en
voz alta.
Una de las mujeres reprendió con aspereza a la que había abierto el respiradero.
La mujer alta lo cerró y las otras mujeres mascullaron unas palabras de aprobación.
Lonit estuvo a punto de sentir náuseas al aumentar la pestilencia en la habitación de
nuevo cerrada. La mujer alta, al ver su malestar, abrió otra vez el respiradero. Las
otras mujeres se dirigieron a ella en tono regañón, hablando en algo que parecía una
mezcla de dialectos diferentes, pero la mujer alta se limitó a mirarlas, con sus manos
tatuadas sobre sus anchas caderas también tatuadas. Las otras se levantaron, una de
ellas pronunció una frase que terminaba con la palabra gulap. La mujer alta respondió
con una frase todavía más áspera que terminaba con la misma palabra. Por último,
como si todas se sintieran ofendidas en común, abandonaron el cubículo por una
salida oculta tras una cortina de cuero, la cual era poco más que un agujero en la

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pared. La mujer alta suspiró, sacudió la cabeza y se acercó para sentarse al lado de
Lonit.
—Gulap vendrá de todas formas —dijo.
Lonit estaba estupefacta de oírla expresarse en su propia lengua.
La mujer alta sonrió al darse cuenta del asombro de la joven.
—Tú y yo, Aliga, hablamos lo mismo. Debes venir de alguna parte lejana del
mundo. ¿Del oeste quizá?
—¡Sí!
La sonrisa de Aliga se trocó en melancolía.
—Allí se vivía bien. Hace mucho tiempo. Es mejor olvidar. Esta habitación huele
como un cadáver en verano, pero es bueno saber que, a pesar de esta pestilencia,
estamos vivos.
En aquel momento otra contracción se apoderó de los sentidos de Lonit; era un
dolor tan intenso, tan absoluto, que por un instante no existía nada salvo el dolor. Una
oleada de insoportable presión la arrastraba hacia abajo hasta que… lentamente…
empezó a aflojarse.
Aliga apoyó una mano experta sobre su abdomen.
—Ahora tu hijo no tardará en aparecer.
—¿Dónde está Iana? Me gustaría que estuviera ahora conmigo.
—Tu amiga está con los hombres. Es nueva, de modo que la usarán largo tiempo.
Alégrate de estar aquí. Cuando nazca el niño, si quieres, te daré una bebida para que
sangres mucho tiempo. Ningún hombre te tocará mientras sangres.
—¿Qué han hecho con el niño de Iana?
—¡Es un crío muy fuerte! Muchas mujeres estarán orgullosas de amamantarle.
Cuando sea mayor, los Hombres Fantasma le llevarán a la gran reunión de cazadores
de mamuts que tiene lugar cerca de aquí.
Los Hombres Fantasma lo cambiarán por muchas cosas buenas, y por más
mujeres.
Lonit la miró despavorida, asustada de hacer la próxima pregunta.
—Y a Karana…, ¿también lo cambiarán?
—¿Al pequeño que cojea? No; es tan guapo como una chica. Los Hombres
Fantasma lo usarán como a una mujer. En algunas tribus, chiquillos como él son muy
apreciados por los cazadores cuando hacen viajes largos sin sus mujeres… vio la
mirada de incomprensión de Lonit y añadió—: En los viajes largos, los chicos no
sangran, no se quedan embarazados. Para algunos son más valiosos que las mujeres
—. Suspiró con infinita tristeza—. Tu amiga tiene suerte de que su bebé sea niño.
Esta mujer espera que a ti te ocurra lo mismo. Entonces los Hombres Fantasma
dejarán que tu bebé viva… si Gulap dice que los presagios son buenos.
—¿Gulap?

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—Es la hermana mayor del jefe, la madre de sus hijos favoritos. Ahora es muy
vieja, y muy lista. Muy inteligente para vivir tanto tiempo en una tribu como ésta…
—Aliga se quedó callada de repente. Se oían voces de mujeres que se aproximaban a
la habitación de la sangre. Aliga puso una mano sobre la muñeca de Lonit mientras le
advertía en voz baja—: Sé fuerte, sé valiente, Mujer del Oeste, y no digas nada que
irrite a Gulap. El jefe ha dicho que le pertenecerás cuando dejes de sangrar. Ha dicho
que te tatuará él mismo. Eso es un gran honor, pero ha hecho que Gulap se enfadara
mucho contigo. Su hermano jamás volverá a mirarla a ella como te ha mirado a ti.
—¡Pero esta mujer es fea! ¿Por qué iba a desearme?
Aliga miró a Lonit como si no pudiera dar crédito a lo que oía.
—Tienes ojos de gacela. Eso se considera como un distintivo de gran belleza
entre muchas tribus. Se considera algo tan raro como el león blanco, o como el
reclamo del somormujo cuyo lomo no lleva rayas. Lo que no abunda, lo que no es
habitual alcanza mayor valor que cualquier otra cosa. Tú eres hermosa, Lonit. Mujer
del oeste. ¿Es posible que nadie te lo haya dicho nunca?
—Sólo una persona. Pero ha sido suficiente… Lo ha sido todo…

A lo largo de toda la noche los mamuts emitieron tristes y fúnebres sonidos. Torka
durmió a ratos hasta que el amanecer tiñó de suaves colores la tundra y un olor
increíblemente fétido le llegaba, traído por el viento del este. También los perros lo
habían olido. Se habían levantado a la vez, volviéndose hacia el hedor, y luego hacia
el lado opuesto. Resoplaron como si quisieran limpiarse. Después, repentinamente
inquieto, Aar empezó a dar vueltas y a olfatear de nuevo entre gimoteos.
Torka se puso en pie al reconocer el olor a Hombre en el viento. Era todavía más
hediondo que la suciedad y los desperdicios en el saliente después de ser tomado por
Galeena. Sin duda alguna era el hedor de un campamento. Pero aunque escudriñó el
horizonte hasta que los ojos le lagrimearon y escocieron, no pudo descubrir el menor
indicio de vida… hasta que Aar se volvió hacia el norte y se quedó inmóvil.
Torka siguió la dirección de la mirada del perro, y por un momento también él fue
incapaz de reaccionar.
Una larga columna de gente avanzaba hacia él; demasiada gente para constituir la
tribu de merodeadores que él buscaba. Vio mujeres encorvadas bajo pesados fardos y
hombres que llevaban lanzas y bastones para la nieve. Si es que había niños
pequeños, no los vio. Un reducido grupo de cazadores corría hacia él dando voces,
con las lanzas en ristre. Torka permaneció en su terreno, con el arma dispuesta y Aar
a su lado, gruñendo.
Los hombres vestían prendas de cuero cuidadosamente trabajadas, y mientras se
acercaban, su olor no era el de personas que vivieran en medio de la porquería. El
jefe del grupo se detuvo justo fuera del alcance de la lanza, con un brazo levantado.
Otro hombre más joven se colocó a su lado.

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Sus ropas estaban confeccionadas por entero con la piel blanca del vientre de los
caribúes abatidos en invierno. Levantó también un brazo, y al hacerlo, las garras de
halcón que colgaban del borde inferior de su bolsa de medicina tintinearon al viento.
Torka no se movió hasta que el primer hombre tiró al suelo su lanza en señal de
paz. El hombre de blanco hizo otro tanto, aunque Torka advirtió cierta renuencia en
su gesto.
—Buscamos la gran reunión de cazadores de mamuts que se celebra a la entrada
del Corredor de las Tormentas —la voz del primer hombre era tan clara y desprovista
de amenaza como un cielo sin nubes.
—Esta noche oímos la llamada de los mamuts. ¡Queramos cazar! —la voz del
segundo hombre era tan firme y aguda como un proyectil bien lanzado—. ¿Dónde
está tu tribu, Hombre Que Camina Con Perros?
No fue el tono de las palabras del hombre lo que atrajo su atención, sino su
dialecto. Lo conocía tan bien como el suyo propio, era la lengua de Karana. Mientras
tomaba nota de cuántos eran aproximadamente los forasteros y de la falta de niños
entre ellos, supo instintivamente que eran el pueblo de Karana.
Desechó toda preocupación por su seguridad y tiró la lanza al suelo.
—¡Yo soy Torka! Busco a la Tribu Fantasma que ha raptado a mi mujer y a
Karana, hijo de Supnah! Si tú eres ese hombre, únete a mí. ¡Este día cazaremos
hombres, no mamuts!
En la Casa de los Fantasmas, Karana fingía dormir. Despojado de sus vestiduras,
yacía muy quieto, temiendo que el menor movimiento hiciera que sus verdugos
reanudasen sus tocamientos contra natura cebándose en él. Ahora les oía salpicándose
de orina entre sí, en la contigua habitación del sudor. Había pretendido no
entenderles, aunque su habilidad innata para desentrañar los diversos elementos que
componían una lengua marcadamente diferente había funcionado a la perfección.
Ahora que se habían saciado con él y con algún otro, hablaban de perseguir otra
presa.
El sonido de los mamuts les había excitado casi tanto como manosear a Karana.
Por la forma en que las bestias gemían era evidente que por lo menos una de ellas
estaba atrapada en el fango. Los otros permanecían a su lado por si podían ayudar
para ofrecer consuelo.
Los merodeadores hablaban de que el jefe ya había dejado la Casa de los
Fantasmas a la cabeza de un nutrido grupo de exploradores, con el propósito de
averiguar el paradero de los mamuts. También hacían comentarios sobre el placer que
todos experimentarían cuando empezara pronto la matanza de las bestias.
Karana escuchaba; les odiaba y odiaba la forma en que le habían herido en lo más
hondo de su cuerpo, allí donde ningún hombre tenía derecho a lastimar a otro, menos
aún a un chiquillo a medio crecer. Sus voces subían y bajaban. El odio de Karana

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aumentó y cuajó en una resolución inquebrantable.
"Marchaos", se dijo. "Y mientras cazáis, cogeré mis ropas y escaparé hacia arriba
como el humo a través del respiradero de esta habitación antes de que nadie pueda
atraparme. Encontraré a Torka y le conduciré hasta aquí. Juntos comprobaremos si
los Hombres Fantasma sangran con tanta facilidad como los hombres y las mujeres a
quienes matan por placer."
La perspectiva era estimulante, pero de pronto se le ocurrió que no tenía idea de
lo que habían hecho con sus ropas. Sus ojos se perdieron en los contornos de la
escalera de hueso que conducía al respiradero de la habitación. Un mundo frío y
hostil se extendía al otro lado de la trampilla. Si actuaba con rapidez, podía intentar
evadirse en aquel mismo momento. Ninguno de los robustos y bien alimentados
Hombres Fantasma podrían seguirle a través del respiradero, pero Karana era lo
bastante pequeño y ágil para deslizarse a través de él si lo intentaba. Tembló al pensar
en el reto al que se proponía enfrentarse y también al darse cuenta de que no tenía
esperanza de sobrevivir sin sus ropas, a menos de que encontrase a Torka
inmediatamente. ¿Y qué posibilidades había de que fuera así? ¿Y si se había
equivocado al creer verle? ¿Y si las sombras que había visto moviéndose en la tundra
fueron un simple espejismo provocado por el viento o por la luz de las estrellas.
Karana oyó gritar a Lonit; su voz procedía de uno de los hediondos y laberínticos
túneles de la Casa de los Fantasmas. Compartió el dolor y el miedo de la joven. Cerró
los ojos con fuerza, concentrándose para ordenar al espíritu del valor que creciera
dentro de él. Lonit era la mujer de Torka. El le debía la vida a Torka. En el interior de
la Casa de los Fantasmas, Karana, Lonit, Iana y el pequeño Ninipik estaban ya
muertos para el mundo de arriba.
"Quizá un chico desnudo pueda sobrevivir", pensó, levantándose con lentitud del
hediondo camastro de pieles y líquenes.
"Torka está vivo. Torka está cerca". Como en aquella mañana fría y clara en que
la montaña le había hablado desde dentro de su propio espíritu, la voz que le decía
que Torka estaba vivo era una voz del espíritu. Karana no podía ignorarla, lo mismo
que tampoco había ignorado los gritos de Lonit. Había oído antes a mujeres con
dolores de parto. El tiempo de Lonit estaba muy próximo a cumplirse. Y el de Karana
para escapar había llegado ya.
Desnudo o vestido, nunca se le volvería a presentar la ocasión. Con el mayor
sigilo arrancó las pieles del camastro, y con la velocidad con que un águila se lanza
de su percha, Karana voló escalera arriba, apartó la trampilla y forzó su cuerpo a salir
por el respiradero, de vuelta al mundo de los vivos.

Con Aar siguiendo el rastro y dirigiéndoles como si fuera el jefe de la manada,


Torka y los hombres de la tribu de Supnah avanzaban por la tundra en busca de la
Casa de los Fantasmas, en pos del hedor a Hombre que por un breve espacio de

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tiempo había surgido de la tierra para contaminar el viento. Había vuelto durante
unos instantes, fuerte y dulzón, con la pestilencia de orines calientes y de
desperdicios y materias fecales en descomposición. Después se había marchado, tan
por completo como si lo hubieran imaginado.
Hicieron una pausa, olfateando como animales. El rostro curtido de Supnah, de
facciones regulares, estaba tenso a fuer de concentrado, mientras el hombre vestido
con pieles de caribúes abatidos en invierno permanecía a su lado en cuclillas, con su
peso equilibrado sobre las puntas de los pies.
—¿Está seguro mi hermano Supnah de que desea seguir a esos Hombres
Fantasma, cuando hemos pasado media vida evitando con éxito todo contacto con
ellos?
—Si Karana está con ellos, Supnah les seguirá —contestó el hombre de más edad.
—Karana está con ellos —dijo Torka categórico—. Y este hombre dice que los
fantasmas no dejan huellas por las cuales puedan ser seguidos.
Navahk, el hechicero, le contempló con sus ojos fríos de pesados párpados que
parecían atravesarle. Torka no recordaba haber visto nunca a un hombre tan guapo, ni
a alguien que instintivamente le produjese más desconfianza. Ni siquiera Galeena
había provocado en él una reacción tan negativa cuando le vio por primera vez. Era
posible que su experiencia con aquel individuo le hiciera mirar con malos ojos a
todos los extraños. No estaba seguro. No sentía aversión hacia Supnah, a pesar de que
le resultaba difícil pasar por alto el hecho de que hubiera abandonado a Karana. Aun
así, Torka vio el parecido del niño con el rostro curtido del padre, lo apreció en la
mirada de despejada inteligencia que iluminaba sus facciones y revelaba una
naturaleza abierta, bien que cautelosa. Supnah no se parecía en nada a su hermano
menor.
Cada palabra y cada gesto del hechicero eran misteriosos. En su boca de labios
fuertes y bien dibujados había una perpetua sonrisa afectada, como si fuera dueño de
un grande y maravilloso secreto que ningún hombre desvelaría hasta que fuera
demasiado tarde, e incluso entonces daría lo mismo, porque nadie excepto Navahk
era capaz de entenderlo. Torka no había estado con la tribu de Supnah sino el tiempo
suficiente para contarles cómo Karana había seguido a un águila a un refugio seguro
en la montaña poderosa, cuando ya sintió los ojos del hechicero fijos en él,
atravesándole. Se había vuelto a mirar al hombre, y Navahk le había sonreído de la
manera más amistosa, mostrando sus dientes perfectos aparte de la singularidad de
que todos ellos eran puntiagudos, como si poseyese una dentadura entera de caninos;
pero no fueron los insólitos dientes del hombre lo que llamó la atención de Torka y le
puso en guardia. Fueron sus ojos. Había abismos en su interior que advertían sobre
ocultas y pérfidas intenciones. Por razones que él solo conocía, aunque sonreía y
pretendía todo lo contrario, Navahk no estaba contento de oír que Karana, el hijo de

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su hermano, vivía, ni estaba tampoco ansioso por aprovechar la oportunidad de
rescatarle de la Tribu Fantasma.
Sin embargo, Supnah estaba radiante. Parecía haber rejuvenecido media vida.
—Karana fue abandonado una vez por este hombre. ¡No volverá a ocurrir! —
puso una mano fuerte, bellamente enguantada, sobre el antebrazo de Torka y añadió
—: Es bueno que los espíritus te hayan guiado para que se produjera nuestro
encuentro.
—Es bueno —convino Torka.
El hechicero no dijo nada.
Los cazadores blandieron sus lanzas, y todos se mostraron de acuerdo en que si
Supnah lo deseaba, había llegado el momento de dar caza a la Tribu Fantasma.
Aquella tribu llevaba demasiado tiempo tratando a los demás como si sus semejantes
fueran bestias que debían ser cazados como tales.
—¿Puede el hombre cazar fantasmas? —la sonrisa de Navahk se había acentuado
—. Se dice que como los Hombres Fantasma no son de carne y hueso, tienen que
raptar a las mujeres de otras tribus. De otro modo no tendrían hijos. ¿Podemos
encolerizarnos con ellos por eso?
—Si fuera tu mujer la que hubiesen raptado —dijo Torka con frialdad—, no
necesitarías justificar tu cólera. Y este hombre te dice que no se llevaron sólo mujeres
del campamento de Torka. Cogieron pieles y la poca comida que teníamos. Los
fantasmas no necesitan comer ni vestir. Más que fantasmas parecen hombres que
prefieren apoderarse de mujeres de otras tribus en vez de ocuparse en criar a niñas de
su propia tribu.
Un murmullo recorrió las filas de los cazadores. Las comisuras de los labios de
Navahk se curvaron hacia abajo, formándosele huecos bajo sus pómulos altos y
redondeados.
—Se dice que son grandes espíritus peludos, con cuerpo de bisonte y colmillos de
felino saltador. Dicen que sus caras son negras, y que la única ocasión en que los
hombres pueden mirarles sin ser asesinados es cuando acuden a la gran reunión para
conseguir mujeres a cambio de diversos artículos. Llegan en la niebla y desaparecen
en ella. Ningún hombre osó nunca darles caza como ahora pretendemos hacer
nosotros.
Un nuevo murmullo surgió de entre los cazadores. Luego miraron a Supnah, en
espera de que refutara lo dicho por su hermano. De momento, Supnah parecía haber
perdido el habla.
Torka se dio cuenta de que Navahk jugaba con el temor de los demás. ¿Acaso
estaba asustado el hechicero? Torka calibró su sonrisa, sus ojos y las líneas de su
cuerpo erguido dentro de la blanca envoltura de sus vestiduras. No. Torka estaba
convencido de que el miedo era una emoción que no debía asaltar a Navahk con

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facilidad. Existían motivaciones mucho mas sutiles bajo su reticencia a perseguir a la
Tribu Fantasma. Su lengua era tan fría, rápida y peligrosa como un río en una crecida
de primavera. Por la forma en que los otros se comportaban con él, Torka comprendió
que Supnah no era el único que tomaba decisiones en la tribu. Todas las cuestiones se
sometían al criterio de Navahk. Juntos Supnah y Navahk regían los destinos de su
pueblo, pero si bien Navahk compartía abiertamente la jefatura de la tribu, era a
Supnah a quien le correspondía la responsabilidad última de éxitos o fracasos. No era
de extrañar que el hechicero sonriera, pensaba Torka. Enseguida recordó que Karana
le había contado que fue debido a ciertos augurios hechos por Navahk por lo que
Supnah dejó a su hijo para que cuidara de los otros niños más pequeños de la tribu
mientras los adultos partían en busca de comida. El recuerdo le preocupó. ¿Por qué
habría aconsejado Navahk una cosa así? ¿Y cómo podía Supnah haberle hecho caso?
Enfrente de ellos, en los distantes vericuetos de uno de los cañones de la montaña,
los mamuts comenzaron a llamarse de nuevo. Aturdido y lleno de una súbita
impaciencia, Torka gesticuló en dirección al sonido.
—Vamos, adelante entonces. Cazad mamuts. Este hombre buscará a la Tribu
Fantasma. Por su mujer, por la mujer y el hijo de alguien que fue amigo suyo, y por el
niño que ha sido como un hijo para él. Torka continuará solo. No tiene miedo.
Había pretendido aguijonearles, estimular su orgullo, comprometiéndoles a
adoptar la decisión que tan desesperadamente necesitaba que tomaran. Solo, el
fracaso era casi seguro. Con unos veinte hombres armados a su lado; el éxito era más
que probable.
Pero aquellos hombres no se movían, contentándose con mirarle. Las
declaraciones de su hechicero les habían despojado de su entusiasmo. Incluso Supnah
parecía titubear.
—¿Cómo podemos saber que Karana aún está vivo y no es un espíritu? —
inquirió el jefe.
Torka sintió repulsión hacia Supnah. Era débil, y Navahk le manipulaba como a
un pedazo de tendón mojado.
—No podemos saberlo. Sólo podemos tratar de averiguarlo.
Dicho esto, le volvió la espalda y se alejó antes de perder el control de su lengua
y hacer tales manifestaciones sobre la hombría de Supnah que su propia vida correría
peligro. Si Karana, Lonit, Iana y el pequeño Ninipik tenían que ser hallados, tendría
que buscarlos él solo.
Apretó el paso, tan desilusionado y furioso que la rabia contenida casi le cegaba.
Aar y su hembra corrían delante de él, con el hocico pegado al suelo, la cola
enarbolada, trazando amplios círculos hasta que, de repente, Aar se quedó parado.
Un chico pequeño, desnudo, avanzaba hacia ellos, dando traspiés, procedente del
este.

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El rostro de la vieja era negro. No había un solo milímetro de su piel que no
estuviera tatuado, incluso los párpados y las orejas, con círculos y puntos que giraban
sobre sus facciones en dibujos parecidos a los jirones en espiral de la aurora boreal.
Lonit la miró a través de una neblina de agotamiento y de dolor, en aquellos
momentos algo atenuado. Nunca había visto una aparición tan repelente. Las pestañas
y las cejas de la mujer estaban cubiertas de moho verde. Repetidos enjuagues con
orina habían vuelto su cabello quebradizo y amarillento. Rodeaba su cabeza como un
aura enmarañada de tela de araña, encima de la cual hubiera hecho sus necesidades
algún animal. Sus facciones estaban ocultas en pliegues de piel grasienta y curtida,
repleta de picachos y valles. Y en medio de esos picachos y valles se abría una sima
que era la boca de la mujer. De esa boca surgían palabras que Lonit no entendía, pero
estaban dichas con la voz de una persona joven, no vieja. Lonit estaba tan
sorprendida que, por un instante, olvidó el miedo experimentado al ver entrar a Gulap
en la Habitación de la Sangre.
Gulap sonreía, mostrando sus dientes tatuados y convertidos en afiladas puntas,
un distintivo de belleza entre las mujeres de la Tribu Fantasma. Agitó un sonajero
encima de Lonit. Era una garra de perezoso hueca en cuyo interior habían sido
introducidos huesos de roedor. Producía unos chasquidos ligeros, secos, que servían
para subrayar las palabras de Gulap. Mientras hablaba, las otras mujeres empezaron a
cantar un lamento fúnebre. La sonrisa de Gulap se acentuó.
Lonit cerró los ojos. El dolor volvía; era un dolor terrible, desgarrador, que le
rodeaba la espalda y el vientre como un cinturón invisible que la apretara cada vez
más como si fuese a partirla por la mitad. El sordo lamento de las mujeres parecía
intensificar el dolor. La sostuvieron derecha, en posición de dar a luz. Se alegró,
porque estaba demasiado débil para arrodillarse sola. Pero le habría gustado que
cesaran de ulular. Le habría gustado que…
De repente el dolor le desgarró el cuerpo cuando, con un impulso brutal, Gulap
convirtió su sonajero en un puñal que penetró en Lonit, perforó la bolsa del líquido
amniótico que rodeaba a su bebé, y fue sacado después. Lonit tenía los ojos
desorbitados mientras prorrumpía en alaridos contra la violación. Sólo la tensión de
sus músculos, en el punto álgido de una contracción, había impedido que la garra
ahora ensangrentada penetrase en la carne y en los huesos de su hijo.
Gulap habló. Gulap sacudió la cabeza. Vigilaba el rechazo protector de Lonit,
quien luchaba por soltarse de los brazos de las mujeres que la retenían. Aliga era la
que estaba más cerca. Parecía pesarosa y arrepentida mientras traducía las palabras de
Gulap a Lonit.
—Gulap dice que pondrá fin a tus dolores de mujer. Gulap dice que es mejor que
tu bebé muera. Gulap ha visto malos presagios para ti. Tu leche será veneno, y tu
criatura no sabrá mamar del pecho de otra mujer.

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—¡Y de eso se encargará ella haciéndole un agujero en el cráneo a mi bebé antes
de que pueda llegar a respirar! —Lonit miró a Gulap de hito e hito, deseosa de que la
mujer supiera que no se dejaba embaucar por sus pretensiones de hechicera.
—No mires de esa manera a la mujer sabia —recomendó Aliga.
—No es sabia, ¡es perversa! Dile que esta mujer no quiere que intervenga en el
alumbramiento de su hijo. Dile que Lonit no desea ser la mujer de su hermano. Dile
que si se aparta de mi camino, Lonit tendrá a su hijo y abandonará este lugar. Con
Iana y Karana. ¡Lonit se marchará lejos y nunca mirará atrás!
Aliga movió la cabeza de un lado a otro.
—Todos nos iríamos lejos y nunca miraríamos atrás si pudiésemos —aseguró—.
Si Gulap te dejara marchar, los hombres de la tribu la matarían.
—¡Dile lo que te he dicho!
Aliga se encogió de hombros e hizo lo que Lonit quería, sin demostrar sorpresa
cuando Gulap sonrió burlona y habló directamente a Lonit. Aliga tradujo sus
palabras.
—Gulap dice que el chico Karana ha huido desnudo en medio del frío. Hace
mucho que se ha ido y a estas horas debe estar muerto. Cuando regresen los que han
dejado la Casa de los Fantasmas para cazar mamuts, se enfadarán mucho y castigarán
a los cazadores que fueron tan descuidados como para permitir que un chiquillo tan
precioso escapara. Incluso ahora Liquah y Tlah buscan su cadáver. Cuando le
encuentren, le desollarán. Gulap te hará un vestido con su piel para que lo uses
cuando hayas dejado de sangrar. Eso hará que el jefe sonría al tomarte a ti y lo que
queda del chiquillo al mismo tiempo. Y mientras tanto, Gulap dice que la mujer del
oeste no debe preocuparse por su hijo. Está maldito. Varón o hembra. Apenas haya
nacido, Gulap le cogerá y entregará su espíritu para que sea pasto del viento.

El Hermano Perro recibió a Karana con tal entusiasmo que el chiquillo cayó al
suelo. Los cazadores de la tribu de Supnah habrían acribillado a lanzazos al animal
que parecía estar a punto de devorar al hijo largo tiempo perdido de su jefe, pero
Torka gritó: "¡Alto!", y a los pocos momentos Karana corría de nuevo hacia ellos, con
Aar trotando feliz a su lado, lamiéndole la mano; la perra les seguía mientras emitía
un sorprendido gimoteo.
Los cazadores de la tribu de Supnah jamás habían visto a un chico caminar al lado
de un animal salvaje como si fuera su hermano. Susurraban entre ellos,
preguntándose de qué magia se valdría aquel chico menudo, desnudo, que pasaba
delante de ellos con un animal que trotaba a su lado como si su espíritu estuviera
dominado por un encantamiento que le hacía considerarse un ser humano en vez de
un perro salvaje.
Navahk observaba y escuchaba resentido, mientras Karana se detenía delante de
su padre y aceptaba la obligatoria bienvenida del jefe de la tribu. Supnah le

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contempló largo rato con ojos que hablaban de un amor más profundo de lo que las
palabras podían expresar. Puso las manos sobre los hombros del niño. Le llamó Chico
Que Sigue Al Águila. Acto seguido le envolvió en vestiduras traídas con rapidez por
otros miembros de la tribu.
Karana estaba orgulloso de aceptar el nombre. Se sentía contento de haberse
reunido con su padre. Sin embargo, existía un vacío agridulce en su corazón, donde
debería estar su amor filial. Supnah le había vuelto la espalda, abandonándole al azote
de las tormentas de la época de la larga oscuridad. Por otra parte, Torka había
arriesgado su vida, arrostrado aquellas tormentas para salvarle. Era a Torka a quien le
debía lealtad. Era a Torka a quien se volvió abrazándole sin avergonzarse, como un
hijo abraza a un padre amado. Cuando Torka correspondió a su abrazo y le llamó
Pequeño Cazador, el afectuoso apelativo infantil le conmovió más que el intrépido
sobrenombre que Supnah acababa de darle. Era eso. Pero era también el Pequeño
Cazador, y sabía que siempre sería hijo de Torka. Y hermano de Lonit.
—Está viva —dijo—. Grita con los dolores de parto y corre grave peligro en el
lugar más terrible que este chico ha visto jamás. Este chico te llevará allí. Juntos
sacaremos a Lonit del mundo de los espíritus y la devolveremos al mundo de los
vivos.
—Entonces son fantasmas… —las palabras de Navahk eran mitad afirmación,
mitad pregunta, pronunciadas en un tono tan suave como el más blando de los
tendones.
Sin explicarse cómo, mientras Karana palidecía, Torka notó como si alguien le
hubiera echado un lazo al cuello y lo apretase.
—¡Mirad! Karana señaló hacia el oeste, contento de desviar la mirada de su tío.
Apenas visibles sobre las lejanas vertientes del talud, dos figuras se dirigían al
trote hacia ellos. Se movían a la manera de los rastreadores, es decir corrían y de
pronto se paraban, y sólo el ángulo del sol les impedía vislumbrar a los cazadores de
Supnah en las sombras de la tundra ondulante.
—Hombres Fantasma —susurró Karana.
—No puedes estar seguro de que lo sean —rebatió Navahk.
El chico asintió con la cabeza.
—Su casa está allí, debajo de ese terraplén tan alto que parece una colina. Creo
que me buscan. No quieren que ninguno de sus cautivos escape para llevar a otros a
su escondrijo o para decir a otros lo fácil que resultaría matarles allí dentro. Sería
igual que hacer salir a los tejones con humo. La Casa de los Fantasmas es una gran
madriguera con muchos túneles y respiraderos; pero los respiraderos son muy
pequeños, y sólo hay una entrada. Si la bloqueáramos y cerrásemos los respiraderos
todos morirían. O les podríamos esperar con lanzas en ristre a la entrada,
incendiaríamos los respiraderos y entonces saldrían a puñados como las sabandijas

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que son, para no ahogarse.
Torka sonrió al escuchar las tácticas propuestas por el niño, las cuales podrían
funcionar con ciertos retoques.
—Los espíritus son inmortales —dijo Navahk sin dirigirse a nadie en concreto—.
Aquellos que les den caza corren el riesgo de provocar su ira.
—¡Los Hombres Fantasma ya han provocado la mía! —replicó Torka—. ¡Y ahora
mismo te demostraré que son hombres!
Pidió a los hombres que nadie le siguiera y ordenó a Karana que se quedara atrás.
Con su maza-cuchillo y su tiralanzas, acechó a los que perseguían a Karana. El
primer hombre no llegó a ver la lanza que le mató. El segundo miró en todas
direcciones, en busca de adversarios que no estaban allí. Cuando Torka se dejó ver,
estaba tan lejos del radio de alcance normal de una lanza, que el hombre le arrojó las
tres suyas, más las de su compañero abatido, y ninguna de ellas cayó cerca. Torka
sonrió al ver que el pánico se apoderaba del hombre. El Hombre Fantasma estaba
viendo ahora un fantasma.
Sin apresurarse, Torka recogió las lanzas del hombre. Con lentitud las reunió,
probó su equilibrio, y las encontró bastas pero útiles. El "Hombre Fantasma le
vigilaba mientras retrocedía dando traspiés, hasta que por último se volvió y echó a
correr.
Propulsadas por el dispositivo ideado por Torka, las lanzas de éste volaron como
cohetes. Las dos primeras aterrizaron delante del hombre, deteniéndole a medio
correr, mientras la tercera le atravesaba la espalda saliéndole por el estómago, y otras
dos se clavaron en la parte posterior de sus muslos. La boca de Torka se torció en una
mueca de satisfacción mientras Supnah y sus hombres se le acercaban, maravillados
por su hazaña y la "magia" de su tiralanzas.
—No es magia —les dijo, y se ofreció a fabricar un tiralanzas para todos los
hombres que desearan tener uno… pero después de que le ayudasen a rescatar a su
mujer. Se produjo un cambio de impresiones entre ellos. Él apenas les oía mientras se
inclinaba sobre el Hombre Fantasma agonizante y lo volvía de lado, sin hacer caso de
sus alaridos de dolor ya que aún tenía las lanzas clavadas en las piernas.
—No eres un fantasma —gruñó, recordando a Manaak, a Naknaktup y a Umak en
tanto su mano enguantada se curvaba alrededor de la garganta del hombre—. Diles a
éstos lo que eres.
Los ojos del Hombre Fantasma parecían salírsele de las órbitas en su cara negra.
Debajo de los tatuajes de su piel palidecía al tiempo que el brillo de la vida
comenzaba a desvanecerse de sus ojos.
—¡Díselo! —insistió Torka, sacudiéndole, gozándose en su dolor.
—Hombre… Soy… un hombre… Soy…
—Pronto un hombre muerto —dijo Karana, sacando la lanza de un tirón de los

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intestinos del hombre, porque sabía que de ese modo lo destripaba. Moriría
lentamente, como Karana había sufrido lentamente bajo los malos tratos de aquel
hombre, bajo su peso, y con el terrible conocimiento de que fue el mismo individuo
quien golpeó a Umak por la espalda y le arrojó a la cabaña en llamas para que se
quemara vivo.

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CAPÍTULO 5
iguieron adelante bajo un cielo encapotado. Karana les indicaba el camino,
contento de que Navahk hubiera preferido quedarse con otros varios hombres,
quienes se encargarían de defender a sus mujeres de los grandes carnívoros
que pudieran amenazarlas.
Se encontraban a mitad de camino de su meta en un mundo de color pizarra
cuando se tumbaron cuerpo a tierra. Con los ojos entornados contra el azote creciente
del viento, permanecían al acecho tras un montículo de la tundra y vieron cómo de la
Casa de los Fantasmas salían hombres armados y desaparecían en uno de los cañones
que dividían la base de las cordilleras orientales. El viento soplaba en su dirección
desde la vastedad de las enormes montañas abrumadas por glaciares. El olor a hielo
era muy fuerte. De vez en cuando, el barrito de un gran mamut alborotador rompía el
silencio.
—Han salido a cazar a las bestias de grandes colmillos —dijo Karana—. La Casa
de los Fantasmas estará casi desierta, a excepción de unos cuantos guardianes y los
cautivos. Recuperaremos a nuestras mujeres y nos marcharemos antes de que vuelvan
los que han ido a cazar mamuts.
Supnah contempló el horizonte con mirada dubitativa.
—Los guardianes… tendremos que matarles. Este hombre nunca ha matado a
otro hombre.
Karana miró a su padre, preguntándose si abandonar niños a merced de la
oscuridad invernal no era lo mismo que matarles.
—Los Hombres Fantasma son depredadores de su propia especie —dijo Torka—.
Por sus acciones se han convertido en presas para ser cazados por otros hombres.
Cuando hayan muerto, el pueblo de la tundra vivirá sin temor a caer en sus manos.
Matarles… será una buena cosa.
El joven temblaba mientras veía entrar en el cañón distante al último de los
Hombres Fantasma. Temblaba porque acababa de tomar una terrible resolución.
"Cuando regresen", pensó, "encontrarán su campamento como yo encontré el mío.
Cuando regresen, morirán… pero no antes de ver los cadáveres de sus hermanos y de
sus seres queridos preparados para los carroñeros, como ellos dejaron a los míos".

A través de los túneles de techo bajo, angostos y pestilentes, la vieja caminaba y


se reía por lo bajo, recreándose en la repugnante victoria que estaba a punto de lograr.
El bebé que llevaba en sus brazos era hermoso; tan hermoso y tan fuerte como su
madre. Gulap chupó los residuos de sus dientes. Su risa ahogada se convirtió en una
mueca. La mujer del oeste había luchado por aquella criatura como un lince
acorralado. Había arañado y pegado, y cuando las otras obedecieron a Gulap y

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trataron de mantenerla tumbada, se las había arreglado para asestarle un puntapié que
alcanzó a la vieja justo en la barbilla. La lengua de Gulap exploró la parte blanda bajo
el labio superior. Notaba el sabor a sangre en la depresión esponjosa donde antes
había dos dientes. Su mueca se retorció hacia abajo en una expresión de odio que la
hacía parecer aún más fea de lo habitual.
Sentado en el húmedo túnel apuntalado con huesos que conducía a la entrada de
la Casa de los Fantasmas, uno de los guardianes se estremeció al verla pasar. ¿Se
volverían todas las mujeres tan horrorosas como la hermana mayor del jefe si se les
permitía vivir pasados los años de la primera juventud? Cerró los ojos y volvió a
dormitar, pesaroso de haber sido el primero en levantar la cabeza y mirarla.
Ella continuó, con sus pies calzados con botas deslizándose un tanto sobre el
cieno del suelo. Un poco mas allá, otro hombre dormitaba de pie. La vieja le propinó
un codazo en su voluminosa panza al llegar junto a él, riéndose del hombre mientras
éste se agarraba el vientre.
—¡Vamos! ¡Ponte tus ropas! Gulap necesita un hombre que camine delante de
ella para mantenerla a salvo de los carnívoros mientras va a ofrecerles esta comida
inútil.
—¿Es una niña?
—¡No por mucho tiempo! —exclamó, graznando como un ave vieja y malvada
hasta que el guardián le franqueó el camino al mundo exterior. Sólo le había costado
unos segundos ponerse su vestidura exterior y calzarse las holgadas botas. Para la
suerte que la vieja le tenía reservada, no tendría que pasar frío demasiado tiempo.
Estaba en lo alto de la escalera de mano con un aspecto tan desgarbado como un oso
puesto de pie sobre las patas traseras para llenarse la tripa de hojas de picea.
Una fuerte ráfaga de viento la echó hacia atrás. Se sintió menos feliz al recordar
su juventud perdida, ya que, a pesar de las pesadas vestiduras que se había puesto
para llevar a cabo su empresa, estaba helada hasta los huesos. Sus dientes afilados le
dolían dentro de las encías. Frunció en una mueca su pequeña boca tatuada.
¿Cuántos años habían pasado desde que era una muchacha fuerte y elástica a
quien no le importaba el tiempo que hiciera? ¡Demasiados! ¿Cuánto tiempo hacía
desde que era una viajera resistente que se mofaba de las mujeres esclavas de la Tribu
Fantasma cuando se resistían a cruzar el helado río otoñal? ¡Demasiado! Cuando las
cautivas se echaban a llorar, ella las pegaba con sus puños pequeños y duros, y
cuando ellas, desnudas, se encogían acobardadas por el frío y el agua rebosante de
grandes trozos de hielo, mientras suplicaban que les fueran devueltas sus ropas, ella
les propinaba patadas. Sus huesos ya no resistirían una actividad semejante.
Ahora, mientras el viento helado recorría sus viejos huesos, invadía también la
parte superior de su túnica que le quedaba holgada. Con la mano libre hizo ademán
de ponerse la capucha, luego lo dejó. No serviría de nada. El frío encontraría su carne

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por muchas prendas de cuero y de pieles que se pusiera. Incluso en su nido de dormir
de hierba y líquenes en la Casa de los Fantasmas, con todas sus pieles de dormir
amontonadas encima de ella, se despertaría y los huesos le dolerían, y permanecería
acostada recordando su juventud y el calor de los hombres que antaño durmieron a su
lado. Ahora, los hombres dormían con cautivas jóvenes, bellas mujeres. Rechinó un
poco los dientes que le quedaban y supo que dormiría sola hasta el fin de sus días.
—Madre… ¡dame la comida para que te resulte más fácil subir la escalera!
La voz del guardián la hirió tan profundamente como el viento helado. "¿Madre?"
¡Ella no era la madre de aquel hombre! Su reacción ante el insulto no intencionado
del guardián la hizo entrar en calor, porque el calor siempre es causado por la ira… y
por el placer que encontraba en hacer daño a quienes poseían la juventud y la belleza
que ella ya no volvería a tener nunca más.
De pronto se dio cuenta de que ya no le interesaba ejecutar el asesinato ritual del
bebé que llevaba en sus brazos. Era demasiado joven para temerla, para acobardarse y
para demostrarle terror. Tenía que morir, balando como una cabra. En cuanto al
guardián que la había llamado "madre", podría calentar sus viejos huesos y quitarle el
dolor de dientes. No lo mataría, porque Gulap necesitaría el permiso del jefe para eso.
La muerte ya se produciría sin duda en su momento, pero Gulap necesitaba ser
calentada ahora.
Impaciente, entregó la criatura al guardián, diciéndole que la llevara lo bastante
lejos de la Casa de los Fantasmas para que no atrajera a los depredadores.
—Tapónale la boca y la nariz con nieve. Se asfixiará. Es una mala muerte. Pero
primero dale unos azotes, para que llore. Quiero que su madre oiga sus gritos.
Él se encogió de hombros y cogió a la criatura. Que viviera o muriera no era de su
incumbencia, pero el infanticidio era cosa de mujeres. Para sus adentros le dedicó una
sarta de insultos a la vieja bruja que le obligaba a salir al viento huracanado para
realizar una tarea que le rebajaba, mientras ella regresaba al calor de la Casa de los
Fantasmas.
Mientras trepaba fuera del terraplén, la oía cloquear alegremente en tanto hacía
sonar la ensangrentada garra de perezoso convertida en sonajero. Deseó con todas sus
fuerzas que resbalara y al caer se lo clavara en su propio cuerpo.
Luego miró a la criatura que sostenía en sus brazos. La "comida" se parecía a su
madre. Sonrió al ver la sangrienta señal de la garra de perezoso hecha sonajero. Había
visto cómo la utilizaba Gulap. La madre de aquella criatura viviría para yacer con
muchos hombres, pero nunca más volvería a alumbrar comida que pudiera ser
ofrecida a las tormentas.

Permanecían al acecho acostados sobre el vientre. Ocultos detrás del terraplén,


dejaron que el hombre saliera de la tierra. Estaba de pie y les daba la espalda.
Respiraba el aire frío y limpio de la tundra mientras el viento giraba en torno a los

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jirones pestilentes y mugrientos de su manto de piel de bisonte. Seguía sin volverse.
Fue el último error cometido por el hombre. Supnah le agarró por detrás mientras
Torka, cuya sangre ardía de tal manera que no utilizó la escalera de mano, saltaba en
el interior con la lanza en una mano y la maza en la otra.

A lo largo de todos los laberintos y pasillos, las antorchas oscilaban y parecían a


punto de apagarse. El fuerte olor a humo y el hedor a pieles quemadas empezaban a
impregnar el interior de la Casa de los Fantasmas, pero, aunque se esforzó cuanto
pudo, Aliga no consiguió abrir el respiradero de la Habitación de la Sangre; era como
si la trampilla se hubiese congelado.
A Lonit no le importaba. Le habían arrebatado a su bebé. Se habían llevado al hijo
de Torka para abandonarle desnudo en medio del viento. Estaba cautiva en un mundo
subterráneo donde no tenía esperanzas de volver a ver a su hombre jamás. El parto
había sido laborioso y largo, pero el nacimiento en sí había sido rápido y sin
complicaciones. No obstante, mientras permanecía tumbada boca arriba, pensando en
el horrible destino de Iana que pronto compartiría, contemplaba las mechas
chisporroteantes de los candiles y pensaba:
"La habitación está cada vez más oscura, pero no importa. Esta mujer nota cómo
se extingue la luz de su propia vida". Cerró los ojos. "Será buena cosa".
—¡Lonit! Escucha —Aliga la sacudía—, ¿No oyes voces? Lejos, hacia la entrada
de la Casa de los Fantasmas. Voces masculinas que maldicen en nuestra lengua.
El sufrimiento del parto había dejado a Lonit exhausta. Combinado con la falta de
aire, estaba somnolienta, sumida en sus pensamientos, y apenas si oía lo que Aliga
decía.
—Iana… ¿Dónde está Iana? —balbuceó—. No he oído llorar a su hijo. Debe de
ser un bebé muy bueno.
Aliga se mordió el labio. No era el momento de decirle a Lonit que el pequeño de
Iana no había sido bueno, que padecía cólicos y se había vuelto irritable al mamar de
otra mujer. Fastidiada por su irritabilidad, Gulap le había partido el cráneo.
Y ahora, de repente, Gulap estaba en la habitación. Con una mano sostenía la
cortina que tapaba la entrada y con la otra agarraba su sonajero. Avanzó con lentitud
y con idéntica parsimonia levantó la punta manchada de sangre de la garra,
sacudiéndola mientras hablaba. En la creencia sin duda de que algunos de los
cazadores habían regresado, ignoró los sonidos que llegaban a la Habitación de la
Sangre desde los diversos túneles conectados entre sí. Sus ojos brillaban como los de
un hurón.
—Apártate, Aliga. La Mujer del Oeste y Gulap tienen que pasar algún tiempo a
solas. Con esto.
Aliga contempló horrorizada no a la vieja que estaba otra vez completamente
desnuda, tan correosa y seca como trozo de carne vieja secada al viento, sino por la

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punta levantada de la odiosa garra. En las profundidades de sus ijadas, músculos
mutilados se contrajeron involuntariamente al recordar su propio empalamiento para
deleite sexual de la bruja que ahora miraba fijamente a Lonit. El corazón de Aliga se
compadeció de la muchacha. Estaba demasiado débil, no podría luchar contra Gulap,
y si Aliga trataba de intervenir, los hombres la castigarían o la matarían. Nadie
desafiaba a Gulap. Nunca. Era la hermana mayor del jefe. Le había dado muchos
hijos. Ninguno de ellos se alzaría contra ella.
La vieja sonrió burlona y agitó el sonajero para marcar cada uno de los pasos que
daba hacia Lonit.
—¡Ábrele las piernas! —ordenó, y Aliga, angustiada, hizo lo que le mandaba.
Lonit parpadeó y abrió los ojos. Intentó levantar la cabeza mientras la bruja se
agachaba delante de ella, apartando a Aliga.
Pero en aquel mismo instante la vieja miró hacia arriba, sobresaltada por la
repentina intrusión de una de las otras cautivas.
—¡Nos ahogaremos! —jadeó la mujer—. ¡Nos ahumaremos como el pescado
encima de la hoguera sin llama tapada con una cesta de piel!
Gulap estaba desconcertada.
—¿Qué estás diciendo?
—Han venido extraños. Han sellado los respiraderos. Corren por los túneles,
matan a los guardianes que intentan escapar en busca de aire. Enseguida estarán aquí.
Nos matarán a todos.
El rostro de Aliga expresó una mezcla de terror y de deleite.
—¡En este lugar ya estamos muertos! —exclamó, luego retrocedió mientras
alguien arrancaba de un tirón la cortina que ocultaba la entrada.
El hombre que penetró encorvándose a través del hueco angosto y bajo, era alto y
en sus ojos se reflejaba la locura de matar. Apartó a un lado a la plañidera y mientras
ésta escapaba, se detuvo y miró más allá de Gulap y de Aliga a la cama de pieles
donde yacía Lonit. Su cabello, sus ropas, su hermoso rostro estaban rojos por la
sangre de los Hombres Fantasma. La punta mortífera de su lanza y la larga hoja de
hueso, de extraña forma curvada, que asía con la mano estaban cubiertas de sangre
coagulada.

La anciana parpadeó al verle, dominada por el terror y la admiración a partes


iguales. Aquel hombre era el poder. Era la muerte. Era el hombre más perfecto y
hermoso que había visto en su vida. Y sabía que la iba a matar.
El sonido que salió de su garganta tenía tanto de gruñido como de ronroneo.
Mientras el hombre perfecto la miraba, la expresión de su cara decía claramente que
jamás en su vida había visto una mujer tan repugnante como ella.
La repugnancia del joven hirió el orgullo de la vieja. Su corazón rompió a latir
fuerte y rápido. "Vieja, Gulap es vieja. Vieja, vieja." Su corazón martilleaba la

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palabra una y otra vez hasta que su boca la repitió a voz en cuello, y en un salto en el
que se concentraba todo su odio se abalanzó contra el hombre en un intento de
golpearle con su sonajero, de estropear la belleza de su rostro, de destrozar su
juventud y su vida con la mortífera garra.
Él la esquivó y la mandó dando trompicones unos pasos por delante de donde se
había quedado plantado, en guardia. La vieja giró, todavía vociferante, y le atacó de
nuevo, arañándole en un hombro con la afilada punta de su sonajero de garra de
perezoso, haciéndole sangrar al penetrar en su carne a través de la gruesa manga. Él
la puso la zancadilla y la vieja se desplomó en un montón informe, con el corazón
ensangrentado mientras el ritmo de sus últimos latidos desfallecía en torno a la garra
que se había sepultado dentro de él.

El terror dominaba a Aliga de tal forma, que estaba convencida de que iba a
desmayarse. Gulap agonizaba. Su propia vida acabaría en unos instantes. El extraño
avanzaba hacia ella. Asombrada, se dio cuenta de que no quería morir. Al notar que
los grandes y oscuros ojos del hombre se clavaban en Lonit, respiró fuerte y corrió a
interponerse entre él y la agotada joven.
—¡No! —gritó, sorprendida de su propio valor—. ¡No tocarás a la hermana de
Aliga! —deseosa de no temblar de pies a cabeza como era el caso, mientras esperaba
que su casi completa desnudez no le incitara a violarla además de matarla.
Él la miró con ojos escrutadores. Vio no sólo su miedo, sino también su valentía.
Poco a poco la locura de matar desapareció de su rostro. Sus manos se aflojaron sobre
sus armas.
—No tiembles así, Aliga. Tu "hermana" es mi mujer. Torka no le hará ningún
daño, ni tampoco a ti.
Dichas estas palabras, pasó junto a ella para arrodillarse al lado de la cama de
cuernos y pieles en desorden donde Lonit yacía. Colocó sus armas en el suelo y le
acarició el rostro mientras susurraba su nombre como si temiese hablar por miedo a
que desapareciera.
Las manos de la joven se elevaron hacia él como si la vida renaciera dentro de su
cuerpo y encendiera sus ojos.
—¿Torka? —murmuró.
Él la incorporó cuidadosamente y la estrechó contra su pecho como si pensara que
la substancia de su propia vida dependía de la de ella.
—Así es —dijo, besándola, insuflándole el calor de su vida a través de las
ventanillas de la nariz y uniéndose a ella boca a boca, como si sus vidas fueran una
sola—. Los dos somos uno solo —susurró después de besarla—. Torka y Lonit… una
sola vida. Por siempre jamás.
Los hombres de la tribu de Supnah salieron de la Casa de los Fantasmas en
silencio, con rostro serio por lo que habían hecho; no se alegraban, pero tampoco se

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lamentaban por haber matado a otros de su propia especie. Dejaron los cadáveres de
los merodeadores donde yacían y condujeron hacia la libertad a las mujeres poco
antes cautivas.
Torka llevaba a Lonit en brazos cuando Karana se les acercó.
—¡Mirad! —gritó alegre el chiquillo, levantando un pequeño bulto—. ¡Karana la
ha cuidado muy bien para Torka y para Lonit! Pero ahora tiene hambre, ¡y este chico
no puede alimentarla!
Lonit lloró de alegría mientras Karana se apresuraba a ponerle a su hijita en los
brazos. Torka miró a la criatura y vio que tenía los ojos de antílope de su madre.
Quería sonreír y estar contento, pero de momento no podía sentir nada. Un vacío
oscuro y negro se extendía en su interior. Era el asco que le producía el olor a sangre
de los hombres que había matado.
El bebé no podía alimentase de los pechos de su madre. La fatiga y la tensión se
habían combinado para impedir que su leche fluyera. Aliga se acercó, envuelta ahora
en pieles para protegerse del viento, ofreciéndose a llevarle la criatura a Iana para que
ésta la amamantara.
—A su debido tiempo, la leche de Lonit fluirá. Pero ahora dejad que Iana
amamante a vuestra hija. Al alimentarla, tal vez se alimente ella también.
Ni Lonit ni Torka comprendieron las palabras de Aliga hasta que su hijita fue
colocada en el regazo de Iana. Su rostro macilento se iluminó con una sonrisa
radiante, arrulló a la pequeña, canturreó. Mientras la amamantaba, besaba su tierna
frente, llamándola Ninipik e "hijito".
—¿Dónde está el hijo de Manaak? —inquirió Torka.
Mientras Lonit cerraba los ojos y enterraba la cabeza en el hombro de Torka,
Aliga se acercó a responderle.
—Como tantos otros espíritus, camina en alas del viento…
—Demasiados —replicó Torka, con voz tan fría y hostil como la tierra que le
rodeaba—; y muchos más le seguirán antes de que este día acabe.

Llevaron a las mujeres al sitio donde Navahk y las otras aguardaban su regreso, y
cuando las cautivas contaron todo lo que habían tenido que soportar, no hubo un solo
hombre en la tribu de Supnah que no se mostrara de acuerdo con Torka en que la
cacería aún no había terminado. Mientras quedara vivo uno solo de los Hombres
Fantasma, la existencia de su propia tribu correría peligro.
Sólo Navahk se mantenía apartado de los otros y observaba a Torka, sentado con
Karana y los perros mientras se ocupaba de colocar una nueva punta en su lanza.
—¿Por quién cazas tú, Hombre Que Camina Con Perros? ¿Por el bien de todos, o
sólo por el tuyo?
Torka no titubeó.
—Ya cazo a los Hombres Fantasma por Manaak, y por el niño asesinado con

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quien camina en alas del viento —repuso—. Cazo a los Hombres Fantasma por
Naknaktup, una valiente mujer madura que se atrevió a volverle la espalda a su
pueblo por amor a un anciano todavía más valiente. Cazo a los Hombres Fantasma
por Umak, que fue el padre de mi padre y maestro de mi espíritu. Cazo a los Hombres
Fantasma por Iana, por Aliga, por Lonit y por mi hija a quien todavía hemos de darle
un nombre, para que nunca jamás hayan de tener miedo a que los "fantasmas
aparezcan de noche para matar a su pueblo y reducirlas a la esclavitud. Mato a los
Hombres Fantasma por Karana, para que ningún otro niño tenga que sufrir a sus
manos. Y mato por Torka. Sí. Porque necesito darles caza. Por mí mismo.
Idearon un plan para su cacería de hombres. Se dividirían en varios grupos, cada
uno de los cuales con la misión de dar con el paradero exacto de los Hombres
Fantasma. En cuanto los encontraran se agruparían en una sola fuerza, les rodearían y
los matarían después a todos. Los Hombres Fantasma estarían ocupados en cazar
mamuts, matándolos o descuartizándolos, totalmente ajenos a que otros de su propia
especie les perseguían.
Supnah designó a los hombres que se quedarían para proteger el campamento de
las mujeres. A Karana le dijeron que se quedara también y se ocupara de que los
perros no causaran problemas, ya que los animales ponían nerviosas a la mayoría de
las mujeres. El niño puso mala cara y demostró abiertamente su enfado, insistiendo
en que él y los perros podrían ayudar a los cazadores. Ni Torka ni Supnah quisieron
oír una palabra más sobre el asunto. Le dijeron que iban en busca de peligros y que
no querían arriesgar su vida.
—Dejamos aquí a varios de nuestros cazadores más valientes —dijo Supnah,
tratando de consolar al chiquillo—. Nuestras mujeres necesitan hombres fuertes para
guardarlas. Karana será uno de ellos. Y Navahk también. Será bueno para Karana
estar otra vez con el hermano de su padre. Aprende de Navahk. Tiene mucho que
enseñarnos a todos nosotros.
Karana lanzó un bufido de cólera y desilusión mientras Aar le tocaba la mano con
el hocico para consolarle. Navahk era una figura blanca y sonriente, vestida de
blanco, que contemplaba sin pestañear cómo partían los cazadores y desaparecían
paulatinamente en la distancia.
—Navahk hará la magia necesaria para que seamos fuertes en la cacería —dijo
Supnah a Torka mientras caminaban.
—Nuestro número y las excelentes lanzas que llevan los hombres de Supnah nos
harán fuertes —replicó Torka. No sabía por qué no quería saber nada de la magia de
Navahk.

En la linde del campamento de las mujeres, Karana levantó la cabeza para mirar a
Navahk y experimentó el antiguo e instintivo temor y desconfianza hacia el hombre y
su constante e insidiosa sonrisa.

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Si Navahk veía al niño, no dio señales de que fuera así. No se movía. Miraba
hacia el lugar por donde habían desaparecido los cazadores y sonreía. No dejaba de
sonreír. El viento del este soplaba ahora con fuerza, frío y acre con olor a hielo, a
piedras carcomidas y a distantes bosquecillos de piceas. Navahk no se acobardó
mientras soplaba contra él. Azotaba la larga franja blanca de sus mangas, levantaba la
única pluma blanca de un ave acuática del Ártico que siempre llevaba trenzada en la
coronilla como un característico adorno de su negra cabellera larga hasta la cintura.
Hacía ondear las gruesas pieles sedosas y blancas de caribú de su capa y de sus
polainas.
Karana se estremeció a causa de la soterrada y amenazadora fealdad que siempre
había percibido oculta bajo la belleza exterior del hechicero.
—Navahk… ¿por qué sonríes? —preguntó apremiante, un poco temeroso de
hacer la pregunta, pero sabiendo que tenía que hacerla.
La sonrisa de Navahk se acentuó al bajar la cabeza para mirar a Karana.
—¿Por qué cree Karana que sonrío?
Los ojos de Karana quedaron atrapados por los del hechicero. Eran como dos
abismos insondables, negros. La mente de Karana se nubló como si hubiera caído en
un pozo. Se hundía, se asfixiaba, luchaba por respirar hasta que, de repente, en el
interior de la oscuridad que le ahogaba, explotó la luz. Era una visión en la que
parecía como si la luz del sol se reflejase en enormes, gigantescos muros de hielo. Era
un mundo de hielo que semejaba trepar hasta el cielo, y en aquel mundo retumbaba
un sonido que el niño no había oído jamás. Un alarido, un rugido, un trompeteo. Y en
un santiamén el hielo empezaba a desplomarse, mientras la propia visión saltaba
hecha añicos.
—Karana sabe. Karana ve. El hijo de la mujer de mi hermano, de la mujer que
debería de haber sido mía si yo hubiera sido el jefe… sabe que es de mi carne… ve el
mundo a través de mis ojos… y lo que ve traiciona la verdad de su nacimiento a todo
el mundo excepto a Supnah, que es un necio que no ve nada.
Karana continuaba atrapado en los ojos de Navahk. En los ojos de su padre. Se
sintió enfermo, confuso, traicionado.
—¡Tú me abandonaste para que caminara en alas del viento!
—¡Porque de ese modo destrozaba el espíritu de mi hermano! Yo mando en la
tribu a través de su boca. Sólo por tu bien ha sido Supnah lo bastante fuerte para
luchar contra mi voluntad; por tu bien y por el de tu madre. Fue una buena cosa que
ella muriera. Y también lo será que tu espíritu se reúna con el suyo. Siempre he visto
tu muerte, Karana. Por eso sonrío.
El niño dio un paso atrás, aterrado, incapaz de hablar.
La sonrisa aparecía de nuevo en el rostro de Navahk. Sus ojos miraron de nuevo
hacia las cordilleras orientales.

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—Los cañones por donde penetren los cazadores les conducirán al Corredor de
las Tormentas. Es un lugar de muerte del que ningún hombre ha regresado nunca.
Supnah y sus hombres darán la vuelta, pero Torka morirá. He oído su muerte en el
rugido del viento.
Volviéndose, Navahk extendió las manos para clavar sus dedos en los hombros de
Karana, apretándolos deliberadamente para hacerle daño mientras le miraba con ojos
de ave de presa.
—Tú morirás con él; tú, que no deberías de haber nacido. ¡Navahk no compartirá
su magia con nadie!
Karana logró zafarse. El hechicero pretendió aferrarle de nuevo, pero el gruñido
de advertencia de Aar contuvo su mano.
—He visto tu muerte —prosiguió Navahk—; y la de Torka. En la cara del sol
naciente… más allá de un corredor infinito de hielo y tormentas, los dos moriréis.
De pronto, Karana se enfadó.
—Todos moriremos. Algún día. Pero no hoy, si este chico puede evitarlo.
A continuación dio la vuelta y trató de no pensar en la sonrisa de Navahk mientras
corría por la tundra en dirección este, con Aar a su lado y la Hermana Perra
pisándoles los talones.

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CAPÍTULO 5
a distancia era engañosa en la tundra, no así el rastro dejado por los Hombres
Fantasma, a quienes por una vez no les importaba dejar huellas, convencidos
de que nadie iba tras ellos. El rastro les condujo a la garganta del cañón, a las
profundidades de una franja de tierra fría, azotada por el viento, entre dos cordilleras
alineadas hacia el sur. A través de bosquecillos de piceas y de alisos, se dirigieron en
silencio en dirección al lugar de donde partían los gritos angustiados de los mamuts.
Era un territorio oscuro, de elevados muros, poco alentador para hombres nacidos
y criados en la tundra abierta. Encima de los huesos desnudos y negros de la
montaña, descomunales lóbulos de glaciares se extendían hacia abajo desde las
alturas. Torka se sintió acobardado al recordar el terrorífico desplome del glaciar que
coronaba la Montaña Poderosa, pero ahora podía oír perfectamente las voces de los
Hombres Fantasma, así como los gritos de los mamuts. Siguió adelante. Por Umak,
por Manaak, por todos aquellos que habían muerto acribillados por las lanzas de los
Hombres Fantasma, y por todos aquellos que habían sido degradados por ellos, no
podía permitirse tener miedo.
El cañón se ensanchaba más adelante, luego se dividía inesperadamente en
distintas direcciones. Enfilaron el más prometedor, avanzando con mayor rapidez,
atraídos por los silbidos y los gritos de los Hombres Fantasma. Estaban muy cerca.
Los mamuts adultos barritaban, y el eco repetía el sonido dentro y fuera de las
intrincadas circunvoluciones del cañón. Dieron unos cuantos pasos y se pararon, al
caer en la cuenta de que habían hecho un giro equivocado. Ahora los gritos de los
mamuts quedaban a su espalda. Sin embargo, no se movieron. Estaban demasiado
estupefactos por lo que tenían ante sí.
El mundo se ensanchaba hasta el infinito delante de sus ojos. En su vida podían
haber imaginado las asombrosas dimensiones del paisaje que contemplaban. A sus
pies, las montañas caían para emerger en una amplia y ondulada llanura de tundra. Se
extendía hacia el este y hasta el infinito, entre los bordes dominantes de dos masas
glaciares que les resultaban apabullantes, aterradores, dos planchas de hielo
abarcaban dos continentes. La mayor parte de la humedad de todos los mares, ríos y
océanos de la tierra yacían helados con un espesor de tres kilómetros en el interior de
su monstruosa vastedad.
—La montaña que anda… —susurró Supnah, aterrado.
De entre las filas de sus hombres se alzó un murmullo reverente. El viento
soplaba hacia ellos procedente del este, a través de distancias demasiado enormes
para que los hombres pudieran calcularlas; aunque de alguna manera Torka lo hizo
mientras sus ojos vagaban por la inmensa cinta de la llanura tundral que se cortaba
justo al este entre las dos planchas de hielo. Cubierta de los primeros pastos de la

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primavera, ondeaba al viento como el largo pelaje de un animal verde, y sobre su piel
pastaban otros animales. La distancia hacía que le resultara imposible identificar sus
especies, pero era indudable que la amplia avenida de tundra flanqueada por las
paredes de glaciares era rica en caza.
Supnah siguió la mirada de Torka y movió la cabeza con aire de querer hacerle
una advertencia.
—El Corredor de las Tormentas es un mal lugar —dijo—. Ningún hombre puede
cazar allí.
—¡Ni siquiera Torka! —exclamó un Karana sin aliento.
Torka se sintió sobresaltado y molesto al verle. Le regañó por seguirles cuando le
habían dicho que se quedara en el campamento. El niño se disculpó como pudo,
luego explotó.
—¡Este chico tenía que avisarte! Navahk ha dicho que sucedería algo malo si
Torka seguía a los mamuts al Corredor de las Tormentas.
Las palabras de Karana ensombrecieron el rostro de los hombres que participaban
en la partida de caza. Le miraron a él y a los perros sin saber a qué atenerse hasta que
les distrajeron nuevos barritos de los mamuts y los gritos de hostigamiento de los
Hombres Fantasma.
—Navahk no ha visto con claridad —dijo Torka—. Los mamuts nos llaman desde
fuera del Corredor de las Tormentas, no para que entremos en él.
Los hombres de Supnah se alegraron de volver a ocuparse del propósito que les
había llevado allí. A Karana le dijeron que no se moviera mientras entraban de nuevo
en el cañón y seguían las voces de los Hombres Fantasma en la dirección correcta. El
camino que tomaron les condujo a un pequeño valle rodeado por agudos peñascos.
Un minúsculo lago bordeado de piceas discurría en la base de los muros circundantes,
y en el lago yacía muerta una cría de mamut acribillada a lanzazos, atascada hasta la
cruz en el fango helado de la traicionera capa de marga que se extendía en el fondo
del lago.
Los Hombres Fantasma estaban alineados a lo largo de una de las aristas que
sobresalían parcialmente en el lago. Estaban justo fuera del alcance de la agotada
hembra de mamut que les hacía frente mientras aplastaba su cuerpo contra las rocas
en un desesperado esfuerzo por alcanzarles. Ellos la imitaban y se burlaban,
asestándole puñaladas en la trompa mutilada mientras la hembra intentaba
expulsarles. Varias lanzas sobresalían de sus flancos ensangrentados. Cerca de allí, en
el lado opuesto del lago, un asustado mamut adolescente oscilaba y lanzaba gritos
patéticos desde un bosquecillo de piceas en tanto su madre continuaba empeñada en
tratar de alejar a los hombres que habían matado a su hijito.
Había algo indescriptiblemente conmovedor en aquella reducida familia sitiada de
mamuts. La hembra y el adolescente habrían podido escapar con facilidad de sus

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torturadores, pero la hembra se negaba a abandonar a su cría aunque estuviera
muerta, y el adolescente lloraba y la llamaba asustado como si fuera un niño.
"¡Madre! ¡Déjalo ya! ¡vámonos! ¡Antes de que sea demasiado tarde!"
La hembra agotada contestó en un vano intento de consolarle; después gritó como
si pidiera la ayuda de otros de su propia especie que tal vez pudieran oírla en la
lejanía. Tambaleante, estuvo a punto de caer también ella en el lago mientras
sollozaba y jadeaba llena de furia impotente, sin hacer caso de sus propias heridas al
tiempo que continuaba esforzándose por expulsar del saliente a los asesinos de su
cría.
Luego, de repente, mientras Aar rugía y la Hermana Perra gemía, la hembra se
quedó quieta y volvió la cabeza. El mundo experimentó una sacudida: Un trueno
rasgó el cielo. Pero no era un trueno. Era un bramido terrible, estentóreo, que se
producía al mismo tiempo que desde otra ramificación del cañón se precipitaba en el
valle un mamut macho.
Su cruz tocaba el cielo, y la parte alta de su cabeza rozaba las nubes cuando se
detuvo para observar la escena que se desarrollaba ante sus ojos, pequeños y rojos.
Jadeaba. De qué distancia procedía y cuánto había corrido, ningún hombre podría
decirlo, porque según la costumbre de los de su especie y género, había vagado en
solitario desde que proyectó su sombra sobre vidas humanas.
Era el Destructor. Era la Voz del Trueno. Era El Que Sacudía el Mundo. Era la
bestia de las pesadillas de Torka. Estupefactos, los Hombres Fantasma, desorbitados
los ojos, vieron cómo cargaba la muerte sobre ellos a toda velocidad. La hembra
había sido incapaz de deshacerse de ellos, pero ahora, mientras se revolvían y
trataban de ponerse a salvo, el macho gigantesco los arrancó del saliente y los arrojó
contra los peñascos. Los Hombres Fantasma se estrellaron entre espantosos alaridos;
la sangre manaba de sus oídos, bocas y narices al chocar contra el suelo. Algunos
estaban ya muertos al caer. Otros yacían aturdidos o gritaban mientras la muerte los
aplastaba incrustándoles en la tierra, en medio de un furioso barritar que sofocó los
gritos de pánico de Supnah y de sus hombres, que echaron a correr para ponerse a
salvo en una de las ramificaciones del cañón, demasiado angosta como para permitir
el paso del enorme macho.
Sólo Torka permaneció inmóvil, paralizado, contemplando cómo consolaba el
Destructor a la hembra. ¿Era su pareja? Sin duda; Torka estaba seguro. Una vez
realizada la matanza, el macho resopló con suavidad afanándose en consolarla,
acariciándola, arrancándole las lacerantes lanzas con su gran trompa. A continuación
mitigó sus heridas con marga que sacó del lago para taponárselas, frotándolas con su
largo hocico hasta que la sangre dejó de manar. Después, juntos, con infinita ternura y
suaves resoplidos de cariño, fueron en busca del adolescente y le sacaron de su
escondrijo dentro del bosquecillo de picea. Volvieron después al lago, y allí

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permanecieron balanceándose mientras llamaban a la cría sin vida. Con sus enormes
colmillos extendidos, el macho los utilizó a modo de bandeja y levantó a la cría
ensangrentada, sacándola del fango y depositándola en la orilla.
—¡Torka! —Un aterrado Karana, con un coraje casi sobrehumano a pesar del
miedo que sentía, había regresado al pequeño valle. Tiraba con fuerza de una manga
de Torka, hablándole en un susurro implorante—: ¿Qué es lo que te pasa? ¡Ven!
Supnah y sus cazadores han tomado el camino alto de la pared del cañón que se
extiende hacia el oeste. Si la bestia intenta seguirnos quedará empotrada, porque es
muy estrecho. Antes de que tenga tiempo de retroceder, podemos matarla. ¡Su carne
nos duraría para siempre!
Las manos de Torka apretaron con fuerza el asta de su lanza y el mango de su
maza-cuchillo. Probaba su fuerza como si quisiera compararla con las palabras del
chiquillo. Karana tenía razón. Podría hacerse. Sin embargo, llegado el momento en
que podía vengarse del Destructor, no quería participar en su muerte. El mamut
gigantesco no era un merodeador sin inteligencia, sino una criatura capaz de
experimentar las mismas emociones profundas que él. En realidad, la bestia no era
más bestia que Torka, y menos que Galeena o cualquiera de la Tribu Fantasma.
Pero era demasiado tarde para reflexionar sobre las virtudes del gran mamut. Éste
había captado su olor y el del niño y el perro que se le habían reunido. La cabeza del
Destructor se alzó. Sus orejas ondearon hacia adelante.
—¡Corre! —ordenó Torka a Karana.
Juntos, con Aar a su lado, escaparon. Se lanzaron a una carrera desenfrenada por
la supervivencia, conscientes de que, si lograban alcanzar el estrecho del cañón donde
Supnah y los otros esperaban en las alturas, estarían a salvo.
A mitad de camino, la pierna débil de Karana se resintió. Se desplomó aturdido,
con la mente llena de las visiones de muerte del sonriente Navahk, hasta que Torka
volvió atrás, le cogió en brazos y siguió a todo correr. Aquel momento de compasión
podía costarle caro. El mamut estaba muy cerca de ellos. Desesperado, Torka se
detuvo delante de la roca más cercana y levantó a Karana lo más alto que le fue
posible.
—¡Trepa, Pequeño Cazador! ¡Trepa para salvar tu vida!
Se dio la vuelta, sabiendo que era lo único que se interponía entre Karana y la
Muerte. La luz que se enciende en el fondo de los ojos de un hombre cuando la
muerte está próxima, estaba ahora al rojo vivo en los suyos. En sus oídos había un
extraño tamborileo. Aun así, oyó los salvajes ladridos de Aar que corría en círculos
alrededor del mamut para tratar de distraer su atención, metiéndose entre sus patas
mientras saltaba y gruñía.
—Hermano Perro, caminaremos juntos en alas del viento —dijo Torka,
consciente de que de un momento a otro seguiría al valiente perro al mundo de los

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espíritus. Entonces sí que serían hermanos por siempre jamás.
Sin retroceder un paso, sopesó sus armas. Por encima del hombro le gritó a
Karana que trepara. Una maza y una lanza eran todo lo que se interponía entre el niño
y el dominio por el que Torka y Aar no tardarían en caminar juntos.
—¡Ven! —llamó al mamut—. ¡Eres La Voz Del Trueno, el Que Sacude el
Mundo! El Que Rasga las Nubes y destroza vidas humanas… Anda, ven… ¡Torka no
tiene miedo a morir!
Lo que sucedió a continuación parecía ocurrir en un sueño en el breve latido de
un corazón. Sin embargo, el relato de lo que allí pasó se prolongaría durante
generaciones. Con sus armas dispuestas, el hombre miró de hito en hito a la bestia. El
mamut se detuvo. Tal vez en aquel momento recordara el Destructor al intrépido
cazador a quien una vez abatió para dejarle morir en la nieve. Tal vez no percibió el
hedor de los Hombres Fantasma que habían asesinado a su hijo. O tal vez, con la
grande y legendaria sabiduría de los de su especie, viera en el hombre a alguien que
compartía su propio gran corazón, alguien que se arriesgaba por salvar la vida del
miembro más pequeño de su propia especie.
Fuera lo que fuese lo que la enorme bestia vio o sintió, el caso es que permaneció
un rato quieto, hasta que por fin volvió grupas y se alejó.

Algo caminaba al caer la noche. Algo enorme. Algo silencioso. Algo que ya no
era terrible. Se movía en un valle umbrío, y mientras el pueblo de Supnah celebraba
que la Tribu Fantasma ya no existiera, Torka trepó a las alturas del cañón y miró
hacia abajo, compartiendo la pena del gran mamut que se lamentaba por su hijo
muerto.
Permaneció en aquel lugar hasta que se hizo de día y hasta el amanecer del día
siguiente. Karana se le unió, con Lonit, para darle la buena noticia de que Aar no
había dejado el mundo de los vivos para convertirse en un espíritu.
—¡Hummm! ¡El Hermano Perro es demasiado fuerte para que lo mate un mamut!
Tenía algún que otro arañazo y su orgullo estaba herido, pero mientras nosotros
dábamos caza a los Hombres Fantasma, la Hermana Perra tenía una camada de
cachorros. ¡Ahora Aar tiene su propia tribu! Y Karana tiene muchos hermanos y
hermanas perros. ¡Es una buena cosa! ¡Umak estaría muy contento!
Torka asintió con la cabeza. En efecto, el anciano estaría contento…
especialmente de ver cómo le emulaba el chiquillo. No sólo en los gestos y en la
forma de hablar, sino de un modo mucho más sutil y profundo. Navahk también lo
vio: el niño tenía poderes. Algún día sería un espíritu jefe, y un hechicero mucho más
grande de lo que Navahk podía ser jamás.
Navahk… A Torka no le gustaba aquel hombre… ni confiaba en él. Tenía los ojos
vacunos, como si su espíritu ya se hubiera escapado de ellos para caminar en alas del
viento.

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Lonit se abrazó a su hombre. Amamantaba a su hijita dentro de las vestiduras de
piel de pelo largo que las mujeres de Supnah habían compartido con ella. La
muchacha señaló hacia el valle, a sus pies, al lugar donde con una ternura que partía
el corazón los mamuts colocaban ramas de piceas sobre el cuerpo de la cría muerta.
—Es como si fueran personas —murmuró la muchacha entristecida.
Torka asintió con la cabeza. Lonit tenía razón. Los mamuts eran como personas.
Mejor que muchas de las personas que había conocido.
El amanecer era claro y frío. Supnah se les acercó.
—Venid —acompañó sus palabras con señas invitándoles a seguirles—. La tribu
se preparaba para partir. Cazaremos bisontes al oeste.
Las palabras se desvanecieron de la mente de Torka al ponerse en pie. Los
mamuts abandonaban el pequeño valle. Caminaban con lentitud hacia la luz del sol
naciente, dirigiéndose hacia el este para salir del cañón y penetrar en el Corredor de
las Tormentas. Torka podía verlo con toda claridad desde las alturas. El sol derramaba
su luz sobre la avenida tundral. Veía pastar animales de caza en la distancia. Arriba,
bandadas de aves acuáticas volaban hacia el sol sobre la inmensidad glacial.
De repente se puso a temblar.
—Existe un nuevo mundo allí, en la cara del sol naciente. Seguiremos a la caza
allí. No retrocederemos.
Supnah le miró como si Torka le hubiese pegado.
—Pero ningún hombre ha osado aventurarse en el Corredor de las Tormentas. La
muerte aguarda a quienes viajan a lo desconocido.
Una dulce sensación de calma invadía a Torka, como si un viejo amigo hubiese
regresado repentinamente del Mundo de los espíritus para estar junto a él y hablar por
su boca.
—Umak dice que un cazador debe mirar a la luz. Sólo si afronta a la muerte
puede su espíritu superarla.
La pequeña emitió unos gorjeos de satisfacción mientras succionaba la vida del
pecho de Lonit. La joven estaba en pie al lado de su hombre y miró hacia atrás, hacia
el oeste, a un mundo que sólo había aportado oscuridad a su espíritu, y acto seguido
volvió sus ojos hacia el amanecer, hacia un mundo nuevo que estaba inundado de luz.
—Esta mujer no tiene miedo —manifestó intrépida.
—Tampoco este chico —declaró Karana sonriente, comprendiendo de golpe la
visión que había compartido con Navahk. No había sido una visión de muerte. Había
sido una promesa de una nueva vida en una nueva tierra… en la cara del sol
naciente… más allá del Corredor de las Tormentas.
Mucho más abajo, el gran mamut conducía a su familia hacia la tundra verdeante
que se extendía entre los glaciares. A Torka le pareció que el de mayor tamaño le
hacía señales con la trompa, como invitándole a seguirles. Torka levantó un brazo. El

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mamut lanzó un barrito. Era un sonido que sacudió el mundo. Torka sonrió,
saludando a la gran bestia que le había permitido vivir y que, por añadidura, había
definido su futuro.
—Este hombre seguirá adelante con el amanecer —comunicó a Supnah, sabiendo
por fin que sus sueños habían sido más que un sueño. A su espalda, en el oeste, el
mundo era un lugar hostil donde la gente pasaba hambre, con luz la mitad del año y
oscuro la otra mitad. Pero más adelante, por el este, el sol estaba elevándose sobre
rebaños de caza y una tundra rebosante de pastos verdes. Llevaría a su pueblo allí, al
amanecer. Seguiría no al Destructor sino al Donante de Vida, a aquel territorio de
caza, cálido y brillante, donde nacía el sol.
A un nuevo mundo.

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NOTA DEL AUTOR


Esta obra de ficción ha sido cuidadosa y esmeradamente investigada y está basada
en evidencias halladas por arqueólogos, paleontólogos y paleoantropólogos.

El autor desea expresar su agradecimiento en especial al personal del George C.


Page Museum por su ayuda y elogiar una vez más la habilidad editorial y la
persistencia de Laurie Rosini, cuya paciencia y sugerencias ayudaron a orientar y dar
forma al proyecto desde el principio. Mi agradecimiento también a Kathy Halverson,
bibliotecaria investigadora de Book Creations, por las investigaciones que efectuó
para mí y por los numerosos tesoros de documentación que me proporcionó. A todo
el equipo de Book Creations, cuyo talento facilitó la entrada de Torka en el Nuevo
Mundo, muchas gracias.

Gracias a Reva Robins, bibliotecaria, por su ayuda y su interés en el proyecto, así


como por el préstamo del extraordinario trabajo de Asen Balikci, The Netsilik
Eskimo, publicado por el Museo Americano de Historia Natural, The Natural History
Press, 1970.

Mis más expresivas gracias también a Knud Rasmussen por grabar sus
observaciones en sus Thule Expeditions y al Instituto Smithsoniano por honrar los
trabajos etnográficos in situ del pionero en este campo Edward William Nelson
reeditando su magnífica monografía "Los esquimales en el Estrecho de Bering",
publicada primero en el Eighteenth Annual Report of Bureau of American Ethnology,
1896 ? 97.

El debate de cuándo llegó el Hombre exactamente a las Américas continúa sobre


el tapete, pero la mayoría de los arqueólogos se muestran de acuerdo en que el Homo
sapiens procedente de Siberia, cazó y se abrió camino a través de un puente de tierra

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que ahora yace bajo el Estrecho de Bering, y eventualmente emigró hacia el sur para
poblar tanto el continente de América del Norte como el de América del Sur.
Recientes hallazgos en Brasil han sido datados de hace 32.000 años. Más al norte las
vastas placas de hielo del pleistoceno borraron todo indicio revelador de humanidad
que acredite más allá de 15.000 a 20.000 años, pero no podemos olvidar que la Edad
de Hielo se prolongó más de dos millones de años, y que por lo menos cuatro veces
en ese período las grandes placas de hielo continentales crecieron para abrumar al
mundo, luego se fundieron de nuevo, hasta quedar tal como aparecen en nuestros
días.

¿Y quién puede decir que el intervalo de calor que ahora disfrutamos no será tan
sólo un lapso de tiempo entre el ir y venir de las Edades del Hielo? Quizá nuestras
ciudades y civilizaciones sean algún día sepultadas y caigan en el olvido. Tal vez,
dentro de milenios a partir de ahora el Homo futuriens rebusque en los detritos de
acumulaciones de piedras y rocas glaciares para sacar a la luz nuestros huesos y
fragmentos de alfarería, exactamente lo mismo que nosotros buscamos ahora restos
de épocas pasadas para hallar incluso la más mínima prueba de que una vez, en los
albores del tiempo, un hombre que muy bien pudo llamarse Torka, sacó a su pueblo
de Asia para conducirlo a un nuevo mundo.

Más allá del Mar de Hielo nunca se hubiera escrito si Lyle Kenyon Engel no
hubiera proporcionado a este autor la inspiración y la confianza para escribirlo.

Como productor de las series Crónicas de la familia Kent, Caravanas hacia el


oeste, Diligencia, Indios blancos y Saga del suroeste, por citar sólo unos títulos, el
amor de Lyle por todo lo americano era absoluto. Hacía tiempo que proyectaba una
serie de novelas que relatasen la vida de los primeros americanos, aquellos hombres y
mujeres desconocidos de hace varios miles de años que siguieron a los grandes
rebaños del Pleistoceno fuera de Asia, a través del puente de tierra de Bering, para
poblar el Nuevo Mundo.

Yo he inventado la historia de Torka, así como a todos los personajes e


igualmente la carne y los huesos que forman una trama antes de que ésta se convierta
en una historia digna de ser contada, pero el entusiasmo de Lyle por el argumento fue
la fuerza motriz que impulsó el montaje definitivo.

Más allá del Mar de Hielo es una novela tan suya como mía. El concepto inicial
era suyo. Ya en 1979, tenía el nombre de su héroe. Y debido a que su amor por los
animales igualaba su amor por lo americano, tenía el nombre del primer perro que iba
a ser domesticado por el hombre: Aar.

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En un mundo cada vez más complicado e insensible, Lyle Kenyon Engel era más
que un agente y más que un productor de novelas de ficción. Era, como uno de sus
autores le ha llamado con toda justicia, el Maestro, orquestando la creación de libros
que hicieran disfrutar, y continúan haciéndolo, a millones de lectores en el mundo
entero.

Lyle, espero que Más allá del Mar de Hielo sea uno de ellos. ¡Espero que sea uno
de los mejores! Y si es así, te doy las gracias por proporcionarme la oportunidad de
escribirlo.

William Sarabande
Fawnskin, California.

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