Solomon Kane
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Solomon Kane - Robert E. Howard
KANE
SOLOMON KANE
Luego volvió de nuevo su rostro hacia las colinas. Solomon Kane era un luchador de pies a cabeza. Algún maligno enemigo de los hijos del hombre habitaba en aquel siniestro horizonte, y ese mero hecho era un desafío tan serio como un guante arrojado a su rostro por algún impulsivo valiente de Devon.
Reconfortado por su noche de sueño, se puso en camino con su largo y pausado paso, dejando atrás el bosquecillo que presenciase la batalla nocturna, y alcanzando la región donde los árboles raleaban al pie de las pendientes. Ascendió por éstas, deteniéndose un momento para observar el camino por el que había llegado. Ahora que se encontraba sobre el altiplano, pudo distinguir fácilmente una aldea en la distancia: un racimo de chozas de bambú y barro seguidas, a corta distancia, por otra choza desusadamente grande situada sobre una especie de bajo montículo.
¡Y mientras miraba, con una súbita acometida de espantosas alas, el terror cayó sobre él!
Kane giró galvanizado. Todos los indicios habían señalado la hipótesis de un ser alado que cazaba por la noche. No había esperado un ataque a plena luz del día… pero tenía encima a un monstruo con aspecto de murciélago, abalanzándose en su dirección como surgido del mismo ojo del sol naciente. Kane vio una extensión de poderosas alas, desde la que destacaba un rostro horriblemente humano; entonces sacó su arma y disparó con puntería infalible, haciendo que el monstruo girase salvajemente entre cielo y tierra para descender formando espirales, hasta estrellarse a sus pies.
Kane se inclinó hacia delante, con la humeante pistola en su mano, y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. De seguro que aquella cosa era un demonio surgido de las simas del infierno, le dijo al puritano su sombría mente; aún así, una bala de plomo había acabado con él. Kane se encogió de hombros desconcertado; nunca había visto nada parecido a aquello, aunque toda su vida había caminado por extraños senderos.
El ser era antropoide, inhumanamente alto y delgado; la cabeza era larga, estrecha y calva
-la cabeza de un depredador-. Las orejas eran pequeñas, muy juntas y extrañamente puntiagudas. Los ojos, fijos en la muerte, eran angostos, oblicuos y de un extraño color amarillento. La nariz era fina y ganchuda, como el pico de un ave de presa; la boca era un tajo amplio y cruel, y sus labios finos, fruncidos por la emisión de un gruñido mortal y salpicados de
espuma, revelaban unas fauces de lobo.
La criatura, desnuda y calva, no era en otros sentidos diferente de un ser humano. Tenía los hombros anchos y poderosos, y el cuello largo y esbelto. Los brazos eran musculosos y de buena longitud, y los pulgares estaban colocados junto a los demás a la manera de los grandes monos. Tanto unos como otros estaban armados de grandes garras curvas. El pecho era curiosamente deforme, con el esternón sobresaliendo como la quilla de un barco y las costillas alrededor de esta línea curva. Las piernas eran largas y enjutas, con enormes pies prensiles en forma de manos, y dedos gordos opuestos al resto, como el pulgar de un ser humano. Las garras de los dedos de los pies no eran más que uñas largas.
Pero la característica más curiosa de esta sorprendente criatura se hallaba sobre su espalda.
Un par de grandes alas muy parecidas a las de una mariposa, sólo que con estructura ósea y de una sustancia correosa, sobresalían de sus hombros, naciendo en la parte superior de la espalda, donde los brazos se unían a los hombros, y terminando a medio camino de las estrechas caderas. Kane calculaba que esas alas debían medir unos dieciocho pies de punta a punta.
Agarró a la criatura, estremeciéndose involuntariamente ante el tacto resbaladizo, duro y correoso de su piel, y la levantó a medias. Su peso era un poco superior a la mitad de lo que hubiese pesado un hombre de la misma estatura -unos seis pies y medio-.
Evidentemente, los huesos eran de una estructura peculiarmente similar a la de las aves e iban recubiertos de una carne que constaba casi por completo de correosos músculos.
Kane dio un paso atrás, inspeccionando de nuevo al ser. Entonces, su sueño no había sido tal, después de todo -aquella cosa odiosa u otra parecida había, con espantosa certeza, estado observándole a su lado en el árbol-. ¡ Un zumbido de poderosas alas! ¡ Un repentino ataque desde el cielo! Mientras giraba, Kane se percató de que había cometido el crimen más imperdonable de la jungla… había permitido que el asombro y la curiosidad le hiciesen
bajar la guardia. Ya tenía en la garganta a tiro de los demonios alados y no tenía tiempo de sacar y disparar la otra pistola. En un laberinto de azotadoras alas, Kane vio un diabólico rostro semihumano -sintió como aquellas alas le golpeaban y las crueles garras al hundirse en su pecho-; luego, fue alzado del suelo y percibió el espacio