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La teoría política de Occidente ante el futuro
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La teoría política de Occidente ante el futuro

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John Dunn sostiene que las técnicas con que los gobernantes actuales retienen el poder son más modernas que las utilizadas por Maquiavelo, pero se hallan concebidas en los mismos términos prepotentes de forzar un equilibrio mañoso con base en la represión y utilidad del poder mismo.
LanguageEspañol
Release dateDec 5, 2016
ISBN9786071644749
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    A readable survey on political theory. Informative. The basis for my knowledge of political thought. Read in college.
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    This is a textbook I kept from a college class. It surveys Western political philosophy from the time of the Greeks and Romans to the era of the Nazis.

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La teoría política de Occidente ante el futuro - John Dunn

1978

I. LA TEORÍA DEMOCRÁTICA

En realidad, siempre tiene que haber jefes.

MAO TSE-TUNG (6 de febrero de 1967). (Tomado de Frederick Wakeman Jr., History and Will: Philosophical Perspectives of Mao Tse-Tung’s Thought, Berkeley, Cal., 1975, p. 315.)

EN LA actualidad todos somos demócratas. El señor Callaghan y madame Mao, el presidente Amin, los señores Brezhnev, Trudeau y Vorster. Es cierto que en algunos países los ejércitos disfrutan de una soberanía que se toman mucho trabajo en proclamar que es temporal; y alrededor del Golfo Pérsico, en Marruecos, y por aquí y por allá en los Himalayas y en el Asia sudoriental, todavía adornan el mapa una o dos monarquías de oropel; pero hasta éstas procuran congraciarse lo más que pueden, al presentarse como instrumentos de los objetivos de sus pueblos, como herramientas del demos. Algunas monarquías todavía son bastante ostentosas, tanto en la forma de vida de sus casas reales como en la retórica de sus autodescripciones en público. ¿No es extremadamente glorioso ser rey y cabalgar en triunfo por Persépolis?,¹ y no menos glorioso simplemente porque tu abuelo no haya estado más cerca de ser rey que, por ejemplo, el padre de la señora Thatcher; sin embargo, los reyes más orgullosos de la actualidad, los ocupantes de los tronos del pavoneo, los que han orquestado la OPEP, los sonrojados clientes de Harrods y de la industria británica de armamentos no son, y lo saben muy bien, soberanos por derecho divino, sino que son temporales y por tolerancia, reyes con permiso del pueblo. Las técnicas con las que los monarcas de hoy retienen sus tronos son más modernas que las recomendadas por Maquiavelo en El príncipe hace cuatro siglos y medio; pero en gran parte están concebidas en los mismos términos descarnados. Los reyes de hoy (los verdaderos, los que gobiernan) sobreviven algún tiempo sólo gracias a un hábil equilibrio entre capacidad represiva y utilidad; la legitimidad que conservan aún entre sus propios instrumentos de opresión (ejército, policía secreta, burocracia estatal) depende de la utilidad que ofrezcan, y esto en última instancia, por más caricaturesca que tal pretensión sea en realidad, depende de que, supuestamente, representen los intereses del pueblo.

Así no es como las cosas eran antes.

Por supuesto que tampoco son así ahora muy en concreto, en la realidad social y política. Que se diga que los Estados modernos pretenden representar los intereses de su población, y que casi todos, con excepción de unas cuantas monarquías, incluso pretenden que sus actuales formas políticas constituyen un gobierno por el pueblo mismo (o que llegarán a serlo tan pronto como termine la situación de emergencia), a primera vista no constituye más que un juego de palabras. Y las palabras, como dijo Thomas Hobbes, son fichas de los hombres sabios, que responden a ellas; en cambio, son la moneda de los necios.² La teoría democrática es el esperanto moral del sistema de Estados nacionales de la actualidad, el lenguaje en que todas las naciones están unidas realmente, la jerga pública del mundo moderno, en verdad una moneda dudosa —a la que sólo un tonto estaría dispuesto a tomar por su valor nominal, literalmente—. Pero parece que es con la teoría democrática con la que hay que empezar, no con la realidad de la democracia, considerada como un hecho social, tema sobre el que es probable que no haya mucho que decir, ya que ofrece muy pocas pruebas concretas, y en verdad escasa realidad histórica y social sobre la cual hablar. Ciertamente que, de hecho, la realidad democrática es muy tenue.

Sin embargo, los orígenes intelectuales y el desarrollo histórico de la jerga pública del mundo moderno, cuando menos, ofrecen un tema de discusión que es palpable, tan presente históricamente y tan extenso como podría desearse.

Entonces, ¿qué valor podemos atribuir, en nuestra confiada sabiduría, al cabal predominio, al encanto cosmopolita de esas palabras? Si hoy todos somos demócratas en teoría, ¿por qué lo somos? Y si no lo éramos, si no éramos nada por el estilo, ¿por qué y cómo nos hemos convertido en tal cosa?

Tal vez sea mejor comenzar la investigación histórica con un breve intento de presentar el sabor de las convicciones históricas que en el pasado hicieron políticamente desagradable a la democracia, ya sea como un sistema práctico para organizar el gobierno de una sociedad, o como un conjunto de valores políticos más abstractos. Primero que nada, tomaremos un pasaje de un folleto publicado en Londres en diciembre de 1648, supuestamente del mismo rey Carlos I, entonces prisionero del ejército parlamentarista en el castillo de Hurst, en el Solent: No hay nada [que] pueda obstruir más la muy esperada paz de esta nación que los ilegales manejos de los que pretenden de siervos convertirse en amos, y que laboran por establecer la democracia.³

Había una jerarquía social y un orden legal, y la democracia era incompatible con ambos. Casi dos meses más tarde, el 30 de enero de 1649, en el cadalso de Whitehall, al dirigirse por última vez a su pueblo, o cuando menos al puñado de constantes enemigos de entre ellos, a los que los soldados habían permitido estar al alcance de su voz, Carlos reafirmó el mismo tema: En verdad deseo la libertad e independencia de ellos tanto como cualquier otro, pero debe decirles que su libertad e independencia consisten en tener por gobierno leyes con las que su vida y sus bienes sean más suyos. No consiste en participar en el gobierno, señores, no es nada de eso. Un súbdito y un soberano son claramente dos cosas diferentes.

Por supuesto que Carlos I era un hombre obstinado, de imaginación algo limitada, del que se puede decir en cierto sentido, si bien con poca amabilidad, que tal rasgo fue la causa de su presencia en el patíbulo; claro que además era rey, y por su condición es posible que fuera supersensitivo respecto del carácter categórico del abismo que separaba a los súbditos de los soberanos. Por otro lado, a pesar de la excelencia de su gusto artístico, difícilmente representaba un ejemplar notable de la cultura intelectual superior del siglo XVII. Aun así, sus puntos de vista sobre los méritos de la democracia estaban muy lejos de ser excéntricos históricamente. Algo más tarde, en el mismo siglo, en 1683, encontramos que el gran filósofo Leibniz, el hombre más inteligente de la Europa del siglo XVII, aunque debe confesarse que intelectualmente no estaba en su mejor forma cuando trataba de política, en una carta privada a un aristócrata alemán, al referirse a la mejor y más cristiana forma de gobierno, escribió: al presente no hay príncipe tan malo que no sea mejor vivir bajo su mando que hacerlo en una democracia.

No hay príncipe tan malo. Sin duda que en la actualidad simplemente invertiríamos los valores: no hay príncipe tan bueno que vivir bajo su mando fuera mejor que en una democracia. Y claro está que para los hombres del siglo XVII (o por lo menos para sus gobernantes y sus apologistas ideológicos) la enormidad no residía sencillamente en la palabra democracia; era la idea de que una autoridad política dependiera en algún punto de la voluntad y la elección franca del pueblo en conjunto lo que en realidad helaba a los que poseían la autoridad social en la Europa del siglo XVII. Helaba hasta a los que, como Oliver Cromwell, al final no vacilaron ni en ordenar la ejecución de su propio rey. Hasta aquellos cuyas teorías basaban la legitimidad política en el consentimiento del pueblo, era de esperar que se estremecieran ante la idea de que ese consentimiento se hiciera demasiado directo y demasiado franco (y, por tanto, vociferantemente revocable). El más desaforado de los primeros críticos de John Locke, el no jurista Charles Leslie, lo atacó por lo evasivo y totalmente falso de su teoría; la base de su consentimiento del gobierno la reduce a un absurdo anonadador al decirle a Locke con burla: ¿Enviarán gente a empadronar a toda la nación?

Por supuesto que, en la actualidad, en una u otra ocasión se ha empadronado a naciones enteras (o cuando menos a su segmento de adultos); pero en 1703, bueno es recordarlo, nunca, en ninguna parte, se había empadronado a toda una nación, ni siquiera a la mitad de adultos, la mitad masculina; que sepamos, hasta entonces nadie, ni siquiera entre los ciudadanos de El mundo al revés de Christopher Hill,⁷ había propuesto en serio esa amplia y promiscua participación de los adultos de uno u otro sexo de toda una sociedad territorial, como un posible buen procedimiento para hacer el arreglo del gobierno de esa sociedad. Es verdad que en Inglaterra, durante la Gran Revolución, los Igualadores propugnaban algo que, cuando menos para Cromwell y para Ireton, si no para el profesor Macpherson,⁸ se parecía sospechosamente al sufragio de los hombres adultos; la defensa de su caso la hacían en un terreno más bien naturalista. Según es fama, el coronel Rainborough lo presentó así: realmente considero que el más pobre de Inglaterra tiene una vida por vivir lo mismo que el más poderoso.⁹ Pero si bien no puede haber mucha convicción en la idea de que lo que Rainborough realmente quiso expresar no fue el más pobre sino el más pobre de los agentes del mercado, independientes económicamente, en cambio no hay base para dudar de que en realidad lo que quiso decir fue literalmente el más pobre, el varón adulto más pobre, y no, como ahora se diría, la persona más pobre. Por supuesto que había algunos cuyo rechazo de la sociedad inglesa del siglo XVII y de sus valores era más profundo aun que el de los Igualadores, pues Winstanley el Cavador,¹⁰ los Vociferadores,¹¹ o los lacayos de la quinta monarquía estaban ansiosos, como dijeron algo presuntuosamente, de poner a Cristo en el trono de Inglaterra,¹² pero ninguno tenía una visión clara de una determinada forma política, ya fuera seglar o sagrada, que dar a Inglaterra en conjunto. Es decir, ninguno tenía una teoría coherente sobre el carácter del Estado posrevolucionario, y aunque su crítica de las jerarquías fuera todavía más radical que la de los Igualadores, no les proporcionó ninguna teoría coherente sobre la acción política terrestre, o bien les dejó una que a todos les prometía (como ocurrió con algunos revolucionarios posteriores) la libertad eventual, aunque entretanto ofrecía una deleznable doctrina elitista de autoridad política por ellos mismos.

No resulta fácil, entonces, ni siquiera identificar un grupo de personas que en el siglo XVII fueran con toda certeza demócratas seglares convencidos. Notoriamente, la democracia era una forma de régimen político que había desempeñado un importante papel en la historia de la antigua Grecia; pero la antigua Grecia estaba distante por cerca de dos milenios, y en el siglo XVII nadie, que nosotros sepamos, identificaba sus propios valores políticos con el nombre de demócratas. Como un término de autodescripción política, la palabra demócrata no reapareció en ningún idioma de la Europa occidental hasta fines del siglo XVIII, y entonces surgió como antítesis política de la palabra aristócrata.¹³ El asalto que a finales del siglo XVIII se lanzó contra el sistema cerrado de castas privilegiadas¹⁴ del antiguo régimen posfeudal en toda Europa y por supuesto sobre todo en Francia, fue responsable de la resurrección del vocablo demócrata como un término de autoidentificación política. Hasta la década de 1780 fue posible semánticamente (y muy eficaz políticamente) describir las aspiraciones o principios políticos de los adversarios como demócratas o democráticos (por ejemplo, encontramos que así lo hace Boswell);¹⁵ pero nadie, ni siquiera el más radical, describiría con firmeza en esos términos sus propias aspiraciones o principios políticos.

No es difícil explicar por qué ocurría esto. Democracia era una palabra griega, seglar e intelectual. Las políticas radicales que uno puede encontrar en la Europa del siglo XVII y hasta en la mayor parte del XVIII eran explícitamente sagradas, o bien eran populistas, con un tono prescriptivo, que luchaban, como los Igualadores, por restaurar lo que pensaban eran los derechos populares tradicionales, las libertades de los ingleses nacidos libres, con supresión del yugo normando de Guillermo el Bastardo,¹⁶ o si no, en verdad poseían gran firmeza intelectual y se formulaban con el lenguaje de la reforma autocrática o de una aspiración moral explícitamente utópica. De manera necesaria, las políticas populistas eran vernáculas con firmeza, anglosajonas a toda costa, por lo que se oponían a lo griego. En contraste, las políticas de los intelectuales eran fuertemente autocráticas, comprometidas, al igual que los ministros reformadores como Turgot,¹⁷ en la efectiva concentración del poder en las manos del gobierno de la Corona; o bien, esos intelectuales eran moralistas intratables, muy pesimistas en cuanto a la posibilidad misma de crear o restaurar una buena sociedad. Cuando aparece en los escritos de alguno de esos hombres, la democracia figura como un término teórico que designa una forma de Estado peculiarmente predispuesto a los accidentes con una necesaria división social, excepcionalmente exigente del tipo de cultura política (la dedicada virtud pública de su cuerpo ciudadano) que requería para sobrevivir, y radicalmente inadecuada, tanto en lo político como en lo militar, para competir con las formas modernas de Estado imperantes en la época, las monarquías absolutas occidentales. Si en todo el espectro político había una sola e indiscutible conclusión en la teoría política académica a mediados del siglo XVIII, era que la democracia como forma distintiva de régimen político había desaparecido y lo había hecho para siempre.¹⁸

El sentido de tal seguridad quizá lo podamos percibir mejor en los comentarios que el principal teórico del antiguo régimen europeo, a mediados del siglo XVIII, el magistrado de Burdeos, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, hace sobre el destino de las ambiciones políticas de los Igualadores; en su gran libro El espíritu de las leyes, publicado en 1848, Montesquieu observó fríamente:

En el siglo pasado constituyó un buen espectáculo observar los inútiles esfuerzos de los ingleses por establecer entre ellos la democracia. Puesto que los que tomaban parte en la vida pública carecían de virtud […] el gobierno cambiaba sin cesar. El pueblo asombrado buscaba la democracia y no la encontraba por ninguna parte. Al final, después de muchos movimientos, sobresaltos y sacudidas, se vio obligado a quedar en reposo, casi con la misma forma de gobierno que antes había proscrito.¹⁹

Y así tenía que ser, aseguraba él, como podría haberlo dicho cualquier teórico político competente, desde antes de que empezara todo.

Pero si este rechazo de la posibilidad de la democracia como forma política era un buen resumen del consenso intelectual europeo, que se podía retrotraer cuando menos hasta el imperio de Augusto, fue un consenso que desapareció con sorprendente rapidez entre 1776 y 1850 en la misma Europa.

De nuevo podemos tomar un solo ejemplo. Un joven aristócrata francés Alexis, de Tocqueville, profundo admirador de Montesquieu, visitó a Inglaterra por primera vez en 1833, más o menos un año después de regresar de un viaje a los Estados Unidos, que iba a inmortalizar pocos años más tarde, en 1835 y 1840, con la publicación del más impresionante estudio interpretativo de ese país, y del que probablemente todavía sea el análisis más importante de los valores democráticos que se ha escrito, La democracia en América. Al salir de Londres a principios de 1833, Tocqueville trató de resumir sus impresiones y de valorar las probabilidades de que Inglaterra sucumbiera a la revolución un poco más tarde; en conjunto pensó que eso no ocurriría, pero confiaba en que la aristocracia inglesa habría de emprenderla, por varias razones:

La primera es resultado del movimiento general que en nuestro tiempo es común a la humanidad en todo el mundo. El siglo es sobre todo democrático; la democracia es como una marea que asciende, sólo retrocede para volver con más fuerza, y uno pronto ve que con todas sus fluctuaciones siempre gana terreno. El futuro inmediato de la sociedad europea es democrático por completo; no se puede dudar de ninguna manera. Por lo tanto, en Inglaterra la gente común empieza a tener la idea de que también puede tomar parte en el gobierno; la clase situada inmediatamente arriba, que no ha desempeñado un papel notable en el curso de los acontecimientos, muestra muy en especial esta mal definida urgencia por el poder y el desarrollo, y día tras día se vuelve más numerosa y más inquieta. Además, la incomodidad y verdadera pobreza que se sufre en Inglaterra en nuestra época, origina ideas y excita pasiones que quizá habrían seguido dormidas por mucho tiempo si el Estado hubiera tenido prosperidad.

De modo que la marcha irresistible de los acontecimientos tiene que dar origen a un desarrollo gradual del principio democrático. Todos los días se ataca un privilegio más de la aristocracia; es una guerra lenta en contra de los detalles, pero con el tiempo infaliblemente hará caer todo el edificio.²⁰

Es sorprendente cómo Tocqueville, aristócrata y hombre que pertenecía a la sociedad europea, con una profunda experiencia de la revolución política, y aun después de su viaje a los Estados Unidos, viera a pesar de todo que el significado político de la democracia en esencia constituía un repudio del pasado feudal, el triunfo de los que carecían de privilegios sobre los aristócratas, la victoria del tercer Estado.

En 1833 democracia era una palabra europea, y una experiencia europea más bien localista y cronológicamente distante, traspuesta en forma precaria a la transición europea del antiguo régimen al Estado moderno posrevolucionario, o, si se quiere, aunque en términos que Tocqueville no habría usado, el componente político de la transición europea del feudalismo al capitalismo; pero no iba a durar por mucho tiempo más la democracia como una palabra o un concepto privativamente europeos. En 1900 la consolidación del mercado mundial, la que Marx consideró como la tarea histórica de la burguesía, así como la invasora acometida del imperialismo occidental, habían llevado a la democracia, como vocablo y como idea, aunque apenas como experiencia concreta, a los sitios más improbables. La democracia fue

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