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Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II
Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II
Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II
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Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II

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Este el es el segundo y último de dos sobresalientes tomos de la historia de Colombia escritos por el jurista, diplomático, académico e historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre. En los últimos 16 capítulos de su formidable obra, Liévano Aguirre describió las luchas intestinas entre los avarientos españoles inclinados a continuar expoliando los recursos de la Nueva Granada y las insaciables élites criollas deseosas de competir con el inagotable apetito de la corona española para que sus súbditos enviaran metales preciosos, productos y mano de obra gratis.

Con agudeza analítica el autor enlaza la evolución del clima intelectual y armado, que siguió después de la revolución de Tupac Amarú en Perú y de los comuneros en Colombia y la forma como esa renovación incidió en los diversos conflictos sociales y económicos surgidos en el actual territorio colombiano, que con el paso del tiempo se convirtieron en la prolongación de las difíciles relaciones entre la aristocracia criolla y los gobernados en el país, causa y razón de las luchas por la tierra y de la persistente violencia en el país.

Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, es una obra de obligatoria lectura para quien desee adentrarse en el conocimiento de los sucesos políticos, económicos, sociales, culturales y científicos que han construido la identidad colombiana con base en lo sucedido durante las épocas de la conquista, la colonia y la guerra de la independencia.

Con absoluta certeza quien lea este segundo tomo de la obra clásica de Liévano Aguirre, estará motivado para leer la primera parte, en la cual quedan al descubierto las tramas, las traiciones y las intenciones egoístas de quienes se autodenominaron próceres de Colombia y aprovecharon para su beneficio personal y familiar, los sacrificios de artesanos y campesinos a lo largo de la guerra de la independencia, en particular de los patrióticos esfuerzos de Simón Bolívar y Antonio Nariño, de lejos los dos verdaderos padres de la república granadina.

No es descabellado afirmar, que después de leer los dos tomos de Los Grandes Conflictos sociales y económicos de Nuestra Historia, el lector habrá abierto su mente a la comprensión e investigación mas profunda de la realidad histórica colombiana.

LanguageEnglish
Release dateMar 12, 2018
ISBN9781370450886
Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II
Author

Indalecio Liévano Aguirre

Indalecio Liévano Aguirre fue diplomático, historiador y político colombiano, nacido en Bogotá el 24 de julio de 1917 y fallecido en la misma ciudad el 29 de marzo de 1982. Bachiller del Colegio Mayor de San Bartolomé, estudió Derecho en la Universidad Javeriana en 1944. Gracias a su tesis de grado, fue designado miembro correspodiente de la Academia Colombiana de Historia, y fue ascendido a miembro de número en 1950.Luego de iniciarse en el periodismo, ocupó varios cargos diplomáticos en los gobiernos liberales de los años 40 y con Gustavo Rojas Pinilla. En 1964 es elegido Representante a la Cámara y en 1970 llega al Senado. En 1974 es reelecto senador y el presidente Alfonso López Michelsen lo designa Ministro de Relaciones Exteriores. Pronto se convierte en el Ministro estrella del gobierno y en 1975 se encarga por unos días de la Presidencia de la República. En 1978 deja el Ministerio y es elegido Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Liévano falleció de un infarto agudo de miocardio en Bogotá el 29 de marzo de 1982, siendo sepultado en el Cementerio Central de la ciudad.

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    Los grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia- Tomo II - Indalecio Liévano Aguirre

    LOS GRANDES CONFLICTOS SOCIALES Y ECONÓMICOS DE NUESTRA HISTORIA II

    INDALECIO LIÉVANO AGUIRRE

    Colección Sociología Política Colombiana No 2

    Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia

    Tomo II

    Colección Sociología Política colombiana

    De la Revolución de los Comuneros a la guerra de independencia

    © Indalecio Liévano Aguirre

    Segunda Edición

    Diseño y Diagramación

    Ediciones Tercer Mundo

    Apartado Aéreo 4817

    Bogotá–Colombia

    ISBN-9781370450886

    Smashwords Inc.

    Reproducción textual de la edición de los capítulos XVIII a XXXIII publicada por las revistas Semana y La Nueva Frontera, en la década de los sesenta del siglo XX. Todos los derechos reservados. No se puede traducir ni reproducir por ningún medio físico, fílmico o electrónico sin la autorización escrita del el editor.

    INDICE

    Las contradicciones revolucionarias del régimen colonial

    El derrumbe de la autoridad política de España

    El 20 de julio de 1810

    La batalla por la independencia

    En la patria boba

    La colonia interior

    Nariño en el poder

    Hacia la independencia

    Nariño frente a la fronda

    La dictadura de Nariño

    La libertadura

    El epílogo de Pasto

    La guerra social

    La hora decisiva

    La pacificación española (1a parte)

    La pacificación española (2a parte)

    La estrategia de la revolución

    Capítulo XVIII

    LAS CONTRADICCIONES REVOLUCIONARIAS DEL RÉGIMEN COLONIAL

    LOS DOMINIOS como mercado de la burguesía española ─El monopolio mercantil ─Los economistas de Indias. ─Estructura económica del virreinato granadino ─Metales preciosos y frutos tropicales. ─Mentalidad colonial de los comerciantes ─Deficiencias de la metrópoli como vendedora única. ─La crisis de abastecimientos ─El contrabando ─Conflictos en la zona agraria ─La hacienda sustituye a la encomienda ─Las disponibilidades le mano de obra. Conspiración criolla contra los resguardos de indios ─La cuestión del salario. ─Prevenciones del virrey Mendinueta ─Los gremios de artesanos. -Producción nacional y comercio colonial ─Deficiencias de la Metrópoli como compradora única. –En los albores de la independencia granadina.

    SI LA REVOLUCION de los comuneros y el levantamiento de Túpac Amaru indujeron a la corona a introducir algunos cambios en el conjunto de su política colonial, dichos cambios tuvieron un carácter epidérmico y en manera alguna se puede considerarlos como una rectificación fundamental de esa política.

    En la medida en que proseguía el desarrollo de las doctrinas burguesas en el Viejo Mundo y se desvanecía la influencia de las ideas morales y religiosas que inspiraron las Leyes de Indias, se acentuaba, también, la tendencia a transformar los dominios en una zona subalterna de la economía española y la burguesía peninsular, mal equipada para comprometerse en una ofensiva frontal contra el añejo feudalismo de España, consiguió, en cambio, que la corona le permitiera utilizar las posesiones americanas como el mercado colonial que necesitaba para apresurar su desarrollo y enriquecimiento en cuanto a la clase económica.

    La importancia y alcances de este proceso los explica con singular penetración Manfred Kossok, quien dice al respecto: ─La corona podía dejarse arrancar concesiones con facilidad tanto mayor cuando que, a costa de sus posesiones coloniales, poco explotadas, contaba siempre con la posibilidad de desarmar el antagonismo fundamental entre nobleza y burguesía, entre el orden feudal de la sociedad y el Estado y la difusión de las formas capitalistas─

    ─Dado que la burguesía española contaba en las colonias con un mercado asegurado ─dice Kossok ─ conformó durante un tiempo con que en la metrópoli prevalecieran las condiciones feudales. Desde el comienzo, el punto central de la actividad económica de la burguesía comercial, espina dorsal al mismo tiempo de toda la burguesía no correspondió al mercado interno, sino al externo, o sea al colonial americano─

    ─Con esta dislocación del centro de gravedad, y más allá de una prosperidad transitoria, la burguesía aceptó una hipoteca cuyas funestas repercusiones se harían sentir después de la pérdida de las colonias... ─

    ─Semejante proteccionismo comercial e industrial, como contrapartida de la moderna teoría colonial, impuso al imperio colonial español una carga funesta, puesto que la aparición de cualquier rama de la manufactura se consideraba como una competencia desleal a los ojos de la burguesía metropolitana y también de la corona. La nueva política económica confirió nuevo sentido a las leyes que, desde los tiempos de la conquista, prohibían la producción y exportación de bienes que debían producirse en España o mejor dicho, les dio por primera vez aplicación efectiva ─

    ─Hasta fines del siglo XVII, las restricciones se extendían principalmente a las ramas más nobles de la agricultura (vino, olivetos, etcétera), y sobre todo trataban del comercio intercolonial. En el siglo XVIII (bajo la dinastía borbónica) se trató ante todo de medidas que impidieron el surgimiento de una manufactura colonial─

    La burguesía española y sus economistas representativos, como Ulloa, esbozaron el plan de ocupación económica del imperio colonial, ideando las limitaciones que juzgaron indispensables para que la América española redujera sus actividades productivas a aprovisionar la Metrópoli de materias primas y metales preciosos y servir de mercado comprador de las manufacturas peninsulares.

    ─España puede, por sí sola ─escribía Ulloa─ con los productos de sus manufacturas, satisfacer el consumo de todas sus posiciones americanas». Para el logro de este objetivo proponía prohibir terminantemente todos los productos extranjeros para el conjunto de América.

    Este tipo de política no hubiera colmado las aspiraciones de la burguesía española de no haberse él complementado con las importantes providencias promulgadas por Carlos III, a fin de permitir la participación, en el monopolio del comercio de América, de aquellos núcleos de la burguesía peninsular que se habían visto excluidos de sus beneficios por virtud de los privilegios concedidos a los puertos de Cádiz y Sevilla.

    Para terminar tales restricciones, que obstruían el ensanche del tráfico mercantil, la corona procedió a aumentar, tanto en España como en América, él número de puertos habilitados, a fin de facilitar el canje de metales preciosos y materias primas por mercancías españolas.

    ─En 1778 –dice Ramos Pérez─ se aprecian nuevos e interesantes progresos con la promulgación del reglamento de aranceles reales para el libre comercio de España con Las Indias, para el cual se abrían trece puertos en la Península, aparte de los de las Baleares y Canarias, y veinticuatro en América─

    Una política orientada a forzar el desarrollo de un tipo de economía subalterna en los dominios causó no pocos traumatismos en América, traumatismos cuya intensidad se graduó de acuerdo con las características de cada zona administrativa del imperio. Interesa conocer, por tanto, aquellos tipismos de la estructura económica del virreinato granadino que, de manera más tajante, chocaron con los objetivos centrales de la política colonial borbónica y determinaron la naturaleza de las doctrinas y soluciones concretas que emplearían los voceros del descontento para construir, con acierto o sin él, los fundamentos de una nueva nacionalidad.

    Aunque la conquista y colonización del territorio granadino fueron fecundas en cambios de orden económico y cultural, debe reconocerse que poderosas razones de orden geográfico y telúrico mantuvieron casi inalterables las pautas seguidas por los aborígenes, en tiempos precolombinos, para determinar el asentamiento de la población.

    En un proceso de siglos los indios se habían retirado de las zonas cálidas y en busca de temperamentos más suaves se localizaron en los altiplanos fríos de las cordilleras o en sus vertientes templadas. En ellos crecieron las grandes civilizaciones indígenas, al tiempo que supervivía el más crudo primitivismo en aquellas tribus que se resistieron a abandonar las regiones cálidas.

    Aunque los españoles no tenían un plan preconcebido sobre la manera cómo debían distribuirse demográficamente en los territorios conquistados y la fiebre del oro los atrajo a las regiones tropicales del occidente granadino ─donde se hallaban situadas las minas más ricas─, terminaron por buscar el refugio de los altiplanos fríos del oriente, con tanta mayor razón, cuanto que en ellos estaba localizada la gran masa de la población acostumbrada a la vida civil y mejor preparada para incorporarse al régimen de las Encomiendas.

    A lo largo de la colonia, por tanto, el centro de gravedad económica del reino se desenvolvió en el oriente, al tiempo que las zonas occidentales, donde se hallaban las mayores riquezas mineras, no consiguieron superar los estadios de una difícil y precaria vida económica.

    No debe, sin embargo, creerse que las considerables disponibilidades de mano de obra y las benévolas condiciones telúricas que distinguían a las altiplanicies del oriente, crearon un tipo, de economía capaz de atender con idoneidad al bienestar de la numerosa población que se asentó en ellas.

    La topografía abrupta de la cordillera aislaba a los altiplanos de los grandes ríos que podían servir de vías de intercambio y ello condujo a la formación de centenares de ínsulas económicas, separadas entre sí por las arriscadas formaciones de la cordillera, cuyos obstáculos sólo podían vencerse con inversiones considerables, difíciles para una sociedad cuyas fuentes de capitalización eran precarias.

    La estructura de la economía granadina se conformó, por tanto, como un conjunto de núcleos orientados hacia una relativa autosuficiencia, particularmente intensa en materia de alimentos esenciales, objeto principal de la agricultura, y con respecto al vestuario, cuyos requerimientos dieron impulso a las antiguas industrias textiles aborígenes.

    Desde luego, este tipo de autosuficiencia no sobrepasó los límites de las necesidades propias de las clases populares y tanto la población criolla acaudalada como los emigrantes españoles y los funcionarios alimentaron una demanda de mercancías y alimentos importados de España o del extranjero.

    Esta demanda, originada en los hábitos y refinamientos de las clases dirigentes y en la necesidad de proporcionar al reino las herramientas e instrumentos de capital difíciles de producir en el medio nativo, obligó desde temprano a mantener un considerable nivel de exportaciones, a fin de atender al pago de las mercancías de obligada importación.

    Los pobladores del Nuevo Reino debieron enfrentarse, por consiguiente, al complejo problema que se derivaba de su preferente asentamiento en aquellas áreas cuya producción tenía escasa demanda en España, como era el caso de los frutos de tierra fría, al tiempo que se sentía, en forma dramática, la escasez de mano de obra en las regiones donde abundaban los productos tropicales y los metales preciosos, únicos objetos de demanda por parte de la metrópoli.

    Basta saber que el trigo y las harinas de la Sabana y de la provincia de Tunja se vieron tempranamente desplazados de los mercados de Cartagena y de las poblaciones costaneras por los trigos extranjeros.

    Los efectos que este problema tuvo en el desenvolvimiento de la economía granadina, se hicieron sentir con explicable intensidad desde el momento en que las tribus de indios nómades y belicosos que poblaban las regiones occidentales del reino se fueron disminuyendo, huyeron de las minas o declararon franca-mente la guerra a los pobladores españoles y criollos.

    Las explotaciones mineras del Chocó, Mariquita, Antioquia y Popayán sufrieron el deterioro que era de esperarse por la insuficiente previsión de mano de obra y tal fue una de las principales razones que indujo a la corona a adoptar, en el Nuevo Reino, el régimen de la mita, que debía permitir el traslado periódico de cuotas de indios mansos de la Sabana y provincia de Tunja a las regiones mineras de occidente y en particular a la provincia de Mariquita.

    Esta medida produjo serios desajustes en la estructura agrícola de las regiones orientales, cuyas disponibilidades de mano de obra se redujeron, y ello explica los numerosos memoriales y representaciones remitidos al Consejo de Indias por los cabildos de Santa Fé y Tunja, memoriales en cuyo texto se relataba, con lujo de detalles, los perjuicios ocasionados a los hacendados por el traslado de los indígenas a las minas, en las cuáles su mortandad era alarmante.

    ─De tres años a esta parte -─decía el Cabildo de Tunja en 1625─ van los naturales tan a menos y en tanta disminución, que si no se remedia, en pocos años se acabarán, y juntamente la tierra (el reino), pues su consistencia pende de la preservación de los dichos naturales... ─

    No obstante las protestas de los cabildos, el régimen de la mita se prolongó por varias décadas y ello permitió mantener en plena explotación las minas de occidente y proporcionar al reino los metales preciosos indispensables para el pago de las importaciones que demandaba el alto nivel de vida de sus clases acaudaladas.

    Tal resultado se obtuvo a costa de la elevada mortalidad de los indios mitayos, cuya suerte y padecimientos describía, en 1729, el presidente don Antonio Manso y Maldonado:

    ─Hecha la conducción ─decía─ lo que sucede es que salen los indios de sus temples frigidísimos a las minas de Mariquita, que son calidísimas; trabajan dentro del agua con el peso de una barra a que no están acostumbrados, con que de poco enferman, si no mueren muchos a pocos días de trabajo, se huyen y se aplican a bogar en las canoas de trajín que hay en el Río de la Magdalena, o se alejan más distantes, con que es raro que vuelvan a su pueblo─

    ─Lo peor es que en seguimiento del marido se suelen ir la mujer e hijos pequeños con él a las minas, y perdido él, ninguno de los que salieron vuelven, y si alguno vuelve es inútil para todo, porque o viene azogado o medio tullido y perdida la salud para siempre─

    El elevado porcentaje de mortalidad de la población aborigen que trabajaba en las minas, obligó a la corona a expedir la real cédula del 7 de junio de 1729, en la cual se exoneraba a los indios del servicio de mita. La encomiable medida causó, no obstante, los traumatismos económicos que era de esperarse y sus efectos se reflejaron en la pronta paralización de las minas. ─No hay duda ─decía el ingeniero D’Elhúyar que semejante providencia pudo ser en aquellas circunstancias capaz de la total ruina de las minas, porque siendo entonces corto el número de las otras castas y nada o poco ejercitadas en la labor de minas, los dueños de ellas debieron hallarse de la noche a la mañana sin brazos para trabajarlas─

    Más categórica fue la opinión de don José Celestino Mutis sobre la Cédula que prohibió el traslado de los indios a las minas: ─No hubieran cesado las labores -escribió─ a no haber sobrevenido la absoluta prohibición de las mitas, sin haberse antes meditado el golpe mortal que con esta providencia sufrió todo el reino ─

    Esta es la verdadera causa de haberse extinguido hasta la memoria de las minas en estos reales de Mariquita y los de Pamplona, deducidas de irrefragables documentos. A un tiempo cesaron todas (las minas) y todas se desampararon a consecuencia de aquella prohibición.

    La rápida deteriorización de la industria minera produjo un descenso vertical de las exportaciones de metales preciosos, de manera que para el pago de las importaciones tradicionales fue necesario acudir a las monedas de oro y plata que constituían los medios de cambio empleados en las transacciones internas del reino. Ello determinó un agudo proceso de deflación, el escandaloso encarecimiento de los precios y una drástica escasez del capital disponible para todas las actividades económicas. En una obra de la época, titulada Memoria Anónima del comercio del virreinato, se dice al respecto:

    ─No hay arbitrio para conservar dentro del reino la moneda, por ser la especie necesaria para la compra en el exterior y no lograrse proporciones para el canje de los géneros que entran─

    Esta crisis, que afectó profundamente a la economía granadina, sólo pudo aliviarse en la medida en que los asientos de negros permitieron introducir una considerable cantidad de esclavos africanos, con los cuales se reanudó de manera gradual la explotación de las minas y se aumentó su productividad.

    A fin de acelerar la reconstrucción de la industria minera, la corona otorgó a los propietarios una notable rebaja en el impuesto de quintos y estableció numerosas facilidades para la adquisición de esclavos. En 1796 decía el virrey don José de Ezpeleta en su Relación de Mando:

    ─Las grandes minas de oro que se trabajan por sus propietarios con esclavos, cuyo número es proporcionado a sus facultades. Las demás son propiamente unos lavaderos, en las que varias gentes se emplean personalmente en buscar el metal para satisfacer sus necesidades─

    La crisis minera se encargó de demostrar que las energías económicas del reino no eran suficientes para rectificar su estructura económica mono-exportadora, de manera que la recuperación de la industria minera significó solamente el regreso a los antiguos cauces, dentro de los cuales la producción agrícola y una incipiente industria artesanal atendían al consumo de los estratos populares, al tiempo que la demanda de mercancías exigidas por los estamentos acaudalados se saldaba con la exportación de los metales preciosos extraídos de los ricos del Chocó, Antioquia y Popayán.

    De esta situación dan clara cuenta los documentos e informes de la época, entre los cuales vale la pena citar los siguientes conceptos de don Pedro Fermín Vargas, escritos en 1790: ─En el estado presente del reino, en que no tenemos abundancia de frutos que cambiar por los que vienen de Europa, son necesarios los trabajos de minas para pagar la multitud de mercaderías que recibimos anualmente".

    La persistencia de una estructura económica que se distinguía por la exportación de un solo tipo de productos, los metales preciosos, y la importación de una compleja gama de mercancías de la metrópoli, creó en el gremio de los comerciantes granadinos una mentalidad típicamente colonial, que les tornó alérgicos a todo esfuerzo encaminado a ampliar los renglones tradicionales de exportación del reino y les indujo a reducir sus actividades a la introducción, con escandalosas ganancias, de las manufacturas peninsulares. Importar era lo único que les interesaba, de manera que todas las dificultades con que tropezaba regularmente la precaria agricultura del reino, se multiplicaban por la falta de un gremio comercial interesado en facilitar la salida de los frutos nativos para el exterior.

    ─Este renglón (el del comercio) ─decía el arzobispo virrey─ debe suponerse aún en la cuna en vista de la maravillosa fecundidad del reino en todo género de producciones, el añil, la cochinilla, la ipecacuana, la zarzaparrilla, el excelente cacao de Magdalena, a que sólo hace preferencia el de Somondoco, e infinitos otros frutos que no se encuentran entre los extraídos, o han sido en muy cortas proporciones, por lo cual debería el comercio solicitar estos objetos a las provincias donde se producen con más abundancia, y no estar atenido a los oros que se acuñan en las Casas de Moneda, de donde salen los doblones por lo común en derechura a registrarse en la aduana, sin pasar una vez siquiera por manos de los labradores...─

    No existía, por tanto, un verdadero conflicto de intereses entre los grandes comerciantes de la oligarquía granadina y la política colonial de la dinastía borbónica, orientada a estimular, en los dominios, la exportación de metales preciosos y materias primas y a convertirlos en mercado exclusivo para las manufacturas de la industria peninsular.

    La armonía de intereses era notoria y ello explica el regocijo con que los comerciantes se enteraron de las providencias promulgadas por Carlos III para aumentar, tanto en España como en ultramar, el número delos puertos habilitados para un tipo de comercio colonial que implicaba el canje regular de manufacturas por metales preciosos y frutos tropicales.

    Lo que no tuvieron en cuenta Ulloa y los economistas de la burguesía española ─llamados paradojalmente Economistas de Indias─, fue la incapacidad de la industria peninsular, ya en franca decadencia, para abastecer en forma monopolística las demandas del inmenso mercado de ultramar. No concedieron, tampoco, la debida importancia a la pérdida del domino de los mares por España y al establecimiento, por parte de Inglaterra, Holanda y Francia, de importantes factorías en las Antillas, las cuales habrían de utilizarse como bases de penetración comercial en los dominios americanos.

    La política colonial del despotismo ilustrado comenzó a flaquear cuando, el monopolio del comercio de América se tradujo, para los dominios, en un abastecimiento deficiente de mercancías, consecuencia lógica de la decadencia de la industria española. Entonces se descubrió que España carecía de la potencialidad económica indispen-sable para actuar, con respecto a su inmenso Imperio, como compradora y vendedora única y de esta manera se inició el gradual deterioro de las relaciones entre la Metrópoli y los poderosos gremios de comerciantes de ultramar.

    Para comprender la naturaleza de este conflicto, que tan decisiva importancia tendría en el movimiento de emancipación, basta considerar la magnitud de las deficiencias que, en el siglo XVIII, impedían a la economía española ejercer, con tolerable idoneidad, el monopolio del comercio de América. La función de vendedora única, defendida tan tesoneramente por los economistas del Despotismo Ilustrado, sólo habría podido desempeñarla España si su industria manufacturera hubiera vivido en una fase de ascenso y no de vertical decadencia, como era el caso en el siglo XVIII.

    El rigor con que se intentó aplicar el monopolio mercantil se tradujo en una crisis endémica de abastecimiento deficiente de los dominios, dada la desproporción que existía entre la capacidad productiva de la industria española y la magnitud de las demandas del mercado americano. Para atenuar sus efectos, sin renunciar al monopolio, la metrópoli se vio precisada, en la segunda mitad del siglo XVIII, a surtir sus colonias con mercancías adquiridas en los países europeos, mercancías que España distribuía por conducto de sus canales mercantiles.

    Esta solución artificial tuvo una eficacia relativa, porque perdido el dominio delos mares por España y comprometida simultáneamente en desastrosas guerras con Francia e Inglaterra, sus naves nunca pudieron recibir adecuada protección, lo que acentuó los desastrosos resultados del déficit mercantil. El empleo de convoys, para evitar las capturas y hundimientos de los barcos mercantes, hicieron inevitable la reducción del número de viajes anuales, de manera que las fallas del abastecimiento, lejos de disminuirse se aumentaron.

    La persistencia de la crisis se tradujo, como era natural que sucediera, en la regularización del comercio de contrabando con las colonias inglesas y holandesas y el volumen del mismo adquirió dimensiones que llegaron a sobrepasar la magnitud del tráfico legal. Una vez demostrada la inhabilidad de la metrópoli para satisfacer oportunamente las demandas de sus dominios, a los comerciantes importadores de América no les quedó otro recurso, a fin de mantener sus surtidos, que el de servirse del comercio clandestino, fomentado desde las Antillas por Inglaterra, los Estados Unidos y Holanda.

    ─Ocupados los mares por las escuadras y corsarios enemigos─ escribía el virrey Mendinueta en 1803 ─bloqueados nuestros puertos y empleada en las grandes operaciones de Europa la Armada Española, ni ésta ha podido auxiliar el giro entre la matriz y sus colonias, ni los comerciantes de Cádiz, Barcelona, Málaga y otros puertos en la Península se han animado a hacer sus expediciones...─

    Acostumbradas estas gentes al consumo de géneros, efectos y caldos de Europa, y produciendo el reino algunos metales y frutos, era consiguiente que para adquirir lo que echaban de menos y dar salida a lo que tenían de más, se aventurasen al comercio clandestino con las colonias extranjeras vecinas... Una costa dilatadísima y despoblada, con abundantes surgideros; un corto número de guardacostas, destituidos de muchos artículos para navegar; una decidida protección de los extranjeros al comercio ilícito, y otras circunstancias que dependen de las expresadas, hicieron y harán siempre inútiles las mejores providencias.

    Hasta las medidas promulgadas por los virreyes para favorecer el poblamiento y desarrollo de las regiones costaneras se prestaron para el fomento del contrabando. Tal ocurrió, por ejemplo, con las providencias que autorizaron la introducción de ciertas mercancías, a fin de estimular la explotación del palo del Brasil en las costas de Santa Marta y la Goajira. El permiso solo sirvió para que se introdujeran clandestinamente, grandes cargamentos de mercancías extranjeras, destinados a venderse en el interior del reino.

    Igual cosa ocurrió con la apertura de la vía del Atrato, autorizada para facilitar la exportación del oro del Chocó y de la provincia de Popayán. La apertura de esta vía, tan difícil de vigilar por la naturaleza salvaje del territorio, permitió el incremento del comercio ilícito de mercancías inglesas y por la vía del Atrato se comenzó a exportar clandestinamente el oro, a las colonias extranjeras, sin el correspondiente pago del impuesto de quintos.

    ─En la Nueva Granada -escribía Humboldt en 1801 -la exportación fraudulenta del oro del Chocó se ha aumentado mucho desde que se declaró libre la navegación del Atrato. En vez de llevar el oro en polvo, y aúnen barras, por Cali o Mompós, a las casas de moneda de Santa Fé y Popayán, toma directamente el camino de Cartagena y Portobelo, de donde sale para las colonias inglesas. Las bocas del Atrato y del Sinú, donde estuve anclado en el mes de abril de 1801, sirven de depósitos de paso a los contrabandistas…─

    La profundidad estructural de la crisis mercantil terminó por dividir al mismo gremio de Comerciantes y en los Consulados, como ocurrió en el de Cartagena, se produjeron agrias controversias entre los comerciantes españoles, opuestos a cualquier clase de tráfico con las colonias extranjeras, y los comerciantes criollos, inclinados a favorecer el libre comercio, dada la imposibilidad en que se hallaba la Metrópoli para atender al abastecimiento de sus posesiones.

    Presionadas las autoridades por los mercaderes españoles y canarios, les fue imposible mostrar la indispensable flexibilidad y terminaron por adoptar, aún en términos más severos, las drásticas medidas que, a su sucesor, sugirió el virrey Ezpeleta. ─El comercio nacional marítimo -escribió en su Relación de Mando –debe fomentarse por medios opuestos a los que han influido en su decadencia; y siendo una verdad demostrada que el numeroso resguardo no alcanza para celar el contrabando en las muchas leguas de costa despoblada a Barlovento y Sotavento de Cartagena, Santa Marta y Riohacha, es indispensable convencerse de la necesidad de cerrar nuestros puertos a toda comunicación con los extranjeros─

    Las severas restricciones impuestas en las aduanas, la terminante prohibición del comercio de cabotaje y la clausura de la vía del Atrato, causaron unánime indignación entre los comerciantes criollos del reino, y de ella quedó constancia en el extenso documento escrito por Camilo Torres en 1810, bajo el título Motivos... para reasumir los derechos de soberanía. En el texto de esta exposición dice Torres:

    ─La pública utilidad se quejaba también de que el gobierno había obstruido todos los canales de la felicidad del reino... Cuando España no podía suministrar géneros ni efectos para el consumo, vio que se cerraron los puertos al comercio de las potencias neutrales, a pesar de las reclamaciones del consulado de Cartagena, dando lugar al contrabando, y causando al erario la pérdida de muchos millones de pesos en los derechos de aduana; que se prohibió la salida de las canoas para el Chocó, causando la pérdida de los comerciantes que tenían acopios de quinas y frutos, con improbación del consulado; que cuando a repetidas instancias del comercio se abrieron los puertos, se recargó un derecho de un cuarenta y cinco por ciento a los efectos, dejando seguir el contrabando, y fomentando la mala fe, y la inmoralidad de las costumbres…─

    En momentos en que se acentuaban las tensiones propias de la crisis mercantil, nuevos factores de conflicto, originados en el campo agrario, se encargaron demultiplicar los motivos de fricción entre el gobierno colonial y los estamentos acaudalados del virreinato. Ya el agro granadino no estaba dominado por los encomenderos y en él había surgido un nuevo tipo de poder social, empeñado en emanciparse de las restricciones que, en reemplazo del antiguo régimen de la encomienda, se habían promulgado por la corona para organizar la distribución y el empleo de la mano de obra indígena.

    En el Nuevo Reino la encomienda había perdido ya su importancia, porque las autoridades no se vieron forzadas, ante las presiones de una aristocracia estrechamente vinculada a la nobleza española ─como ocurrió en México y el Perú─, a adjudicar nuevamente las encomiendas que revertían a la corona al vencerse los respectivos plazos de una vida o dos vidas.

    En la segunda mitad del siglo XVII y en el curso del siglo XVIII se produjo, por tanto, el gradual traslado de las grandes encomiendas de manos de los particulares a cabeza de la corona y los indios encomendados se transformaron paulatinamente en indios de resguardo, que habitaban en sus propias tierras y pagaban a la real hacienda los tributos que anteriormente daban a los encomenderos.

    En la medida que se reducía el número de las personas beneficiadas con la merced de encomienda, desaparecían también las modalidades impuestas por dicho régimen a la estructura económica del reino y adquiría mayor importancia el llamado concierto agrario, institución por cuya virtud los indios de resguardo o de comunidad estaban obligados a proporcionar, para el cultivo y laboreo delas haciendas, una cuota de trabajadores asalariados, fijada en el cuarto o en el quinto de la población de cada resguardo.

    Se puede decir, por consiguiente que el tipo de organización agraria que sustituyó a la encomienda fue el régimen delas grandes haciendas, formadas por las mercedes de tierras o los remates de realengos, haciendas que sus propietarios trabajaban, de manera principal, con indios concertados. Como la cuantía de los dichos indios se reducía a las cuotas autorizadas por el régimen del concierto, el cual sólo permitía el cuarto o el quinto, no puede decirse que en el Nuevo Reino existiera un exceso de mano de obra disponible para la economía privada, sino una relativa escasez de ella, lo que obligaba a los grandes propietarios a ofrecer salarios atractivos a los indígenas, siempre que deseaban obtener una mayor cantidad de trabajadores dela autorizada por las cuotas mi limitadas del concierto.

    Ello explica suficientemente la aversión que los grandes magnates de la oligarquía criolla profesaban a los resguardos y los numerosos intentos que realizaron, en el último tercio del siglo XVIII, para destruirlos.

    Convencidos de que sólo cuando los indios carecieran de tierra podrían los hacendados disponer de abundancia de mano de obra e imponer a los dichos indígenas las condiciones del alquiler de su trabajo, no hubo recurso a que no acudieran para lograr la quiebra de los resguardos.

    Primero se valieron, como ya lo vimos, del oidor criollo, Moreno y Escandón, a fin de conseguir que las autoridades demolieran gradualmente los resguardos del reino.

    Como esta tentativa les falló gracias a la decisiva participación de los indios en el movimiento comunero, pronto se ingeniaron el hábil recurso de proponer a las autoridades la venta de lo llamados sobrantes, a sea de aquellas extensiones de tierra de los resguardos que no estaban en explotación y se utilizaban como reservas para el porvenir.

    Tales sobrantes eran entonces considerables porque al adjudicarse, en el siglo XVIII, las tierras a los resguardos se contempló la necesidad de otorgarles extensiones suficientes no sólo para la labranza y los ensanches futuros, sino también para garantizar a los indios el dominio de las aguas y de los bosques indispensables para proveerse de leña y maderas de construcción. Ello explica por qué en los documentos de la época se habla frecuentemente de la legua cuadrada, al referirse a la extensión mínima de las tierras de cada resguardo.

    Como la vigencia de este criterio permitió la existencia regular de sobrantes, el nuevo ataque contra los resguardos se efectuó por el procedimiento de solicitar a la audiencia la venta o el arrendamiento de los dichos sobrantes, lo que implicaba dar el primer paso para conseguir, como se lograría en el futuro, la total enajenación de las tierras de los indios.

    A las autoridades no se les escaparon los móviles de esta solicitud y ello explica la resistencia que opusieron a ella y la doctrina sentada en 1809 por el fiscal en lo civil en contra del arrendamiento porque pueden resultar graves inconvenientes de proceder a arrendarlas tierras de los resguardos contra la voluntad de los indios; o porque resentidos causen daños a los arrendatarios y éstos a los mismos indios. Con respecto a la venta de los sobrantes dijo el fiscal protector en 1809:

    ─Que siendo tan justo como lo es, que ninguno sea despojado de la propiedad, uso y usufructo de sus cosas, si no es por deudas o débito, se sigue que no concurriendo tales causas respecto de los indios, sería hacerles de peor condición que otros cuales-quiera propietarios... La corona y sus autoridades delegadas no se mostraron dispuestas, como lo demuestran estos documentos, a permitir que los grandes propietarios del reino resolvieran sus problemas de mano de obra por el fácil sistema de despojar a los indios de sus tierras, a fin de obligarlos, ya reducidos a la miseria, a alquilar su trabajo en las condiciones fijadas por los hacendados─

    En franca discrepancia con los magnates criollos, las autoridades del reino se empeñaron en preservar, para los indios, las tierras de sus resguardos, lo cual sólo dejaba a los hacendados el recurso de aumentar los salarios si deseaban contar con una adecuada provisión de mano de obra.

    ─Son generales las quejas contra la ociosidad-decía el virrey Mendinueta en 1803-; todos se lamentan de la falta de aplicación al trabajo; pero yo no he oído ofrecer un aumento de salario y tengo entendido que se paga en la actualidad el mismo que ahora cincuenta años o más , no obstante que ha subido el valor de todo lo necesario para la vida, y que por lo mismo son mayores las utilidades que produce la agricultura y otras haciendas, en que se benefician o trabajan los artículos de preciso consumo─

    ─Esta es una injusticia que no puede durar mucho tiempo, y sin introducirme a calcular probabilidades, me parece que llegará el día en que los jornales impongan la ley a los dueños de haciendas, y éstos se vean precisados a hacer partícipes de sus ganancias a los brazos que ayudan a adquirirlas─ (Relaciones de Mando, pág. 476).

    Tensiones de intensidad parecida se presentaban en el sector de la pequeña manufactura y artesanía, cuya organización siguió desde temprano, el modelo delos gremios medioevales españoles.

    En los gremios se refugiaron los indios desplazados de sus tierras y los oficios permitieron la supervivencia, en el nuevo reino, de algunos aspectos vitales de la antigua economía indígena. En las etapas iniciales de organización de los gremios, primó el aporte de la población indígena y por ello las clásicas jerarquías de maestro, oficial y aprendiz sólo se utilizaron relativamente para establecer estratificaciones de tipo clasista.

    Esta situación se modificó, en el siglo XVIII, por el ingreso, a los oficios, de los sectores de desecho de la población criolla y española, que intentaron adueñarse de las altas jerarquías de los gremios y hasta trataron de introducir una división permanente entre oficios nobles ─como el de los plateros y armeros─ y oficios bajos, como los de zapatería, sastrería, mueblería, curtiembres, etc. Este conflicto se tradujo en la formación de asociaciones parciales o cofradías de ciertos gremios, las cuales adoptaron, para distinguirse, usos y ceremonias peculiares y sus respectivos santos y patronos.

    La frecuente interrupción del comercio entre la metrópoli y los dominios constituyó un eficaz estímulo para el desarrollo y ensanche de las pequeñas manufacturas y la artesanía nativas, a cuyos productos debieron acudir los pobladores del reino por virtud de las permanentes soluciones de continuidad que ocurrían en el comercio de importación de mercancías españolas.

    Los oficios adquirieron, por consiguiente, una inusitada importancia y la corona hubo de enfrentarse, por primera vez, a los complejos problemas que se derivan de la existencia de una considerable masa de trabajadores urbanos, cuyo sentido de clase y organización en gremios, se prestaba admirablemente para la formación de una fuerza social revolucionaria.

    Este peligro se presentó con características semejantes en los distintos dominios de América y ello explica la similitud de los principios adoptados por las autoridades, a fin de reglamentar el funcionamiento de los gremios. En 1777 se promulgó, en el Nuevo Reino, la llamada Instrucción General para los Gremios, la cual perseguía dos objetivos fundamentales: someterlos a un eficaz control por parte del Estado y poner las artes en el mejor estado posible.

    Para evitar que el desarrollo del movimiento artesanal desembocara en la creación de una fuerza popular revolucionaria, la Instrucción adoptó una serie de precauciones, destinadas a impedir que los gremios adquirieran la fisonomía de organizaciones independientes, y siguieran prácticas políticas susceptibles de estimular en sus gentes la conciencia de esa independencia.

    ─Los gobernadores, corregidores y justicias ─dice el artículo 20 de la Instrucción ─no permitirán que los gremios por sí mismos y sin su noticia y aprobación hagan juntas ni cofradías, formándose estatutos y estableciéndose convenciones que cedan en su perjuicio y en el de la autoridad real─

    Condenaron también las autoridades el establecimiento de privilegios en los gremios y la exclusión de los indios, los mulatos y mestizos del derecho, a incorporarse a ellos. ─Tampoco permitirán las autoridades ─decía el artículo 21 ─que se fije número determinado de los individuos que deben profesarle (el oficio respectivo), sino que en cada gremio entre todo el que quisiere y se juzgare a propósito...─

    ─Procurando los artesanos observar este orden y método -agrega el artículo 37 -tendrán estimación con el resto del vecindario, sin que se crea haber entre los oficios la menor diferencia, tomada regularmente por la materia del trabajo, ni que los profesores de un gremio sean menos honrados que los de otro, pues que el acero o metal, madera o lana sobre que cada uno trabaja no deben constituirle de peor o más baja condición─

    Este tipo de mandatos fueron complementados con oportunas definiciones sobre la importancia de la artesanía, a fin de contrarrestar los prejuicios de criollos y españoles contra las distintas formas de trabajo manual.

    ─Se hace forzoso desterrar ─decía el artículo 41 -el error con que las gentes de otra jerarquía o empleados en las carreras de armas y letras, desprecian a los artesanos, teniéndolos en concepto de hombres de baja esfera, sin dignarse en su compañía y constituyéndolos en un abatido comercio, reducido al trato entre sí mismos, sin atreverse a ingerirse en las concurrencias o corrillos de aquéllos ni aún en sus diversiones y paseos─

    Igual interés mostraron las autoridades en la reglamentación de aquellos aspectos de la conducta habitual de los artesanos, en los que se deseaba conseguir una mejora de las costumbres y utilizar los gremios para mejorar las condiciones de vida de sus miembros. Veamos algunos ejemplos: en el artículo 42 de la instrucción se reglamentó de la siguiente manera, el funcionamiento de los montepíos y se promulgaron las normas del caso para colectar las cuotas destinadas a constituir su capital.

    ─Como todos los gremios, dice, por lo regular si tener algunos gastos comunes con que por repartimiento se carga a sus individuos, siéndoles muy gravosa tal contribución por no poder los más de pronto y de una vez dar cuatro, seis o más pesos que les corresponde, se prohíbe para en adelante semejante método y para subsanar estos gastos que en parte son indispensables y ocurrir a ellos con menos detrimento de los artesanos, se formará encada gremio un montepío con cuyo caudal se asista a los citados fines y su sobrante se invierta en el mantenimiento de algunas miserables vidas de los mismos artesanos, dotes de sus hijas huérfanas y alimento del que por su miserable fortuna o vejez quedase imposibilitado para trabajar…─

    ─Para fondo y creación de tal montepío contribuirá cada maestro de los que quedaren con ejercicio de tales en el padrón que verifiquen los cabildos con $4 por una vez, y en lo sucesivo todo maestro que tuviere tienda, con cuatro reales mensuales, y el que se examinase de maestro dejará cuatro pesos para tal fondo─

    Tienen igual interés las disposiciones contenidas en los artículos 29, 32 y 35, cuyos textos dicen:

    ─El uso de las ruanas en estos reinos es parte muy principal del desaseo; ellas cubren la parte superior del cuerpo y nada le importa al que se tapa ir aseado o sucio en el interior; descalzos de pie y pierna se miran todas las gentes y sólo con la cubierta de la ruana, que aunque en efecto es mueble muy al propósito para cuando se encamina a caballo, debería extinguirse para todos los demás usos, y así los maestros y padres han de procurar quitarla enteramente a sus discípulos e hijos, haciéndolos calzar y vestir de ropas como sayos, aguarinas o casacas...─

    Habituados los artesanos a la bebida de la chicha o guarapo en estos reinos, abandonan las obligaciones de su oficio o trabajan en él de mala gana prefiriendo la chichería y el juego de naipes que comúnmente se les proporciona en ella. De ahí redunda no sólo la falta en el cumplimiento de su oficio sino que en sus casas renacen querellas por el mal trato que dan a sus mujeres y peor ejemplo a sus propios hijos. No permitirán, pues, los maestros ni padres que sus discípulos e hijos frecuenten las chicherías...

    Prohíbase absolutamente el reprensible abuso que tienen algunos oficios de holgar en días festivos como común dicen guardar el lunes, por ser corruptela introducida por los maestros y perjudicial a cada uno de los artesanos. La Instrucción de 1777 otorgó, también, especial importancia a la protección delas escalas inferiores de los oficios, integradas por los oficiales y aprendices.

    A fin de evitar los frecuentes abusos de los maestros se les prohibió expresamente exigir a los aprendices, en pago de la enseñanza del oficio, cualquier clase de trabajo gratuito, al final del período del aprendizaje.

    ─Por los vendedores de cada gremio ─decía el artículo 63─ se tasará el salario que debe tirar el aprendiz luego que empiece a trabajar de oficial, y su paga se obligará al maestro─

    Este tenía, como único privilegio al respecto, el derecho de exigir al aprendiz que trabajara su período de oficialía en el taller de quien le enseñó el oficio. ─Todo este tiempo ─dice el artículo 61─ ha de estar con el mismo maestro que lo enseñó…─

    Debe reconocerse, sin embargo, que la verdadera hostilidad con los gremios no provino de las autoridades coloniales, sino de la poderosa oligarquía de comerciantes importadores de mercancías españolas y extranjeras, decididamente opuesta a que las gentes del reino se acostumbraran al consumo de los productos de la pequeña manufactura y artesanía nativas y se limitara así la posibilidad de ampliar la demanda de mercancías importadas.

    ─En los siglos XVI y XVII ─dice Manfred Kossok─ el comercio, legal e ilegal, había tendido principalmente a satisfacer las necesidades del estrato social superior, mientras que la masa dé la población americana dependía de la fuerza productiva de la manufactura local; pero ahora se produjo un vuelco: el capitalismo europeo comenzó a penetrar en el mercado colonial en toda su extensión, con lo cual atacaba las raíces mismas de la manu factura textil de la América española... Una invasión de textiles, en su mayoría ingleses y alemanes, de Silesia, superó todas las proporciones conocidas hasta entonces...─

    ─Ya en 1782 exigió el gobernador de Quito que se suprimiera la importación de un setenta y cinco por ciento y se doblaran sus impuestos, para salvar de la ruina la producción autóctona de paños". El poderoso núcleo de comerciantes importadores del Nuevo Reino inició su ataque frontal contra la organización gremial de la artesanía y la pequeña manufactura, utilizando los argumentos allegados contra los gremios medioevales por los ideólogos de la burguesía europea.

    El uso de este tipo de doctrinas se prestó desde entonces para crear los más graves confusionismos sobre la naturaleza y los objetivos económicos que realmente se perseguían, de manera que aun hoy los historiadores se inclinan a considerar el proceso de eliminación de los gremios en la América española como un fenómeno equiparable al que permitió, en Europa la destrucción de los gremios medioevales. Esta hipótesis no concuerda con la realidad histórica y las dos situaciones, en manera alguna, pueden parangonarse.

    Los gremios del viejo mundo fueron liquidados porque ellos llegaron a constituir un obstáculo por su control de la mano de obra y sus regulaciones monopolísticas de los oficios ─para el desarrollo de una economía industrial, centrada en la fábrica. Ello justifica suficientemente la eliminación delos gremios europeos, los cuales fueron sustituidos por un tipo de organización superior de las fuerzas productivas. Pasar del taller a la fábrica implicaba un progreso real, el cual fue posible por la existencia previa de una clase económica, capaz de crear una auténtica industria nacional.

    Distinto era el caso en la América española. En ella no se trataba de sustituir el taller por la fábrica, los oficios por la gran industria, sino de eliminar los focos de la producción nativa, a fin de ampliar la demanda de mercancías extranjeras. Las consecuencias, por tanto, serían diametralmente opuestas. En Europa la eliminación de los gremios y la consiguiente formación de una poderosa industria significaron auténticos factores de liberación nacional; en la América española, la quiebra, provocada deliberadamente, de la pequeña manufactura y de la artesanía, sólo serviría para aumentar su dependencia colonial de los mercados mundiales.

    Los comerciantes importadores, que durante la etapa de dependencia de España fueron el instrumento operativo de una economía colonial, debían cumplir idéntica función al producirse la independencia, con la sola variante de que ya no actuarían como servidores del monopolio español sino como vehículo, igualmente eficaz, del monopolio mercantil y financiero de las potencias anglosajonas. Su interés, con respecto al fomento de la economía nativa, se reducía a estimular la exportación de metales preciosos y materias primas tropicales, a fin de aumentar los medios de pago internacional requeridos para mantener el ritmo del comercio de importación.

    Ello permite comprender por qué, en los últimos lustros del siglo XVIII los comerciantes más destacados del Nuevo Reino, como don José

    Acevedo y Gómez ─quien era diputado del comercio de Santa Fé─ realizaron visibles esfuerzos para ensanchar la exportación de materias primas tropicales, como quinas, cacao, algodón, palo del Brasil, añil, etc., esfuerzos que los pusieron en contacto con las deficiencias que aquejaban a la metrópoli, ya no en su carácter de vendedora, sino de compradora.

    Los precios en España no eran muy atractivos en comparación con las cotizaciones ofrecidas por los comerciantes o contrabandistas ingleses y holandeses de las Antillas, y a ello se sumaban los riesgos que corrían los frutos tropicales embarcados en la marina mercante española, cuyos barcos estaban sujetos a los frecuentes ataques de los piratas y de las naves de guerra de las potencias rivales.

    Tales circunstancias no constituían, propiamente, un estímulo para que los comerciantes granadinos se decidieran a enviar sus cargamentos a la metrópoli, cuando podían. Venderlos clandestinamente, con mayores beneficios, a las colonias extranjeras.

    Así se comprende que los renglones de exportación del reino aumentaron pronto el margen del comercio de contrabando, obligando a las autoridades a multiplicar las medidas restrictivas y a llegar hasta el extremo de prohibir terminantemente el comercio de cabotaje en las costas del Caribe.

    Nada tiene, pues, de extraño que los núcleos dirigentes de la oligarquía mercantil criolla se inclinaran, paulatinamente, a considerar la de-pendencia de España no como un beneficio sino como una fuente de intolerables limitaciones, como una asociación forzada que ofrecía escasas compensaciones a los americanos.

    Basta saber que don José Acevedo y Gómez el19 de julio de 1810, víspera del día en que habría de asumir el papel de tribuno del pueblo", le decía a don Antonio Villavicencio en carta personal:

    ─Ciento veinte mil pesos, fruto de veinte años de trabajo, me hizo perder el gobierno a principio de la guerra con Inglaterra porque no hubo arbitrio de que este virrey nos permitiese ni aún el comercio de cabotaje, y en tres años las quinas se perdieron y se cayó su estimación en Europa; los cacaos se pudrieron, y los algodones que el monopolio peninsular me obligaba a mandar a Cádiz, fueron presa de un enemigo poderoso en el mar─

    Debe reconocerse no obstante, que la inconformidad manifestada por los núcleos dirigentes de la oligarquía criolla, estaba muy lejos de ser el reflejo de un sentimiento unánime.

    Una lucha sorda, subterránea, se libraba entre los distintos estamentos de la sociedad granadina, los cuales no mostraban idéntico entusiasmo ante la eventualidad de una inmediata y tajante ruptura con la nación española.

    Al tiempo que los comerciantes y hacendados juzgaban ventajosa esa ruptura, entendiendo que ella les permitiría establecer el comercio libre, liquidarlos resguardos de indios y adoptar un tipo de instituciones políticas, como las anglosajonas, designado admirablemente para garantizar el monopolio del poder por una oligarquía económica, en, los estratos populares de la población eran notorias las dudas, porque los indios tenían sobrados motivos para mirar con temor la captura del Estado por los grandes propietarios criollos y los artesanos no ocultaban su alarma ante la perspectiva de una futura hegemonía de los comerciantes importadores de manufacturas extranjeras.

    Por su parte, los esclavos, los mestizos, los mulatos y, en general, las clases desvalidas del reino se resistían a creer que su propia miseria y los males que aquejaban al virreinato tendrían su cura milagrosa cuando el poder de mandar y legislar cayera en manos de los patricios criollos, quienes sólo aguardaban la oportunidad propicia para entrar a saco en el complejo andamiaje construido por las Leyes de Indias para proteger a los humildes y a los desvalidos.

    Sólo así pueden comprenderse las razones profundas que indujeron, a la postre, a los estratos populares de las sociedades americanas a combatir, en las primeras fases de la guerra de Independencia, tan decididamente en defensa de la corona.

    Este hecho, mal comprendido por los historiadores hispanistas y por los republicanos, se explica cómo la legítima reacción del pueblo ante los francos esfuerzos que realizó la oligarquía criolla, hasta el momento en que apareció Simón Bolívar, para reducir el movimiento emancipador a la calidad de un chico pleito, destinado a convertir sus negocios

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