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Los límites de la mirada : entre subjetividad y operación artística
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Los límites de la mirada : entre subjetividad y operación artística

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El conjunto de textos que integra este libro no pretende excluir otras reflexiones-interpretaciones sobre los temas que aborda. Se trata de ensayos abiertos, verdaderos detonantes para la acción refleja y dialógica en tiempos aciagos, y a través de espacios invisibles al saber común. En este sentido, los escritores poseen un carácter provisional, al representar un momento situado en el devenir de las ideas sobre cultura visual, en general, y de manera especifica sobre manifestaciones particulares surgidas en el campo de las artes visuales.
Este trabajo constituye el resultado de un extenso desplazamiento por territorios de una subjetividad que pretende sintonizar con el origen intuitivo e intangible de la creación, dejando un espacio inviolable a los efectos que los medios materiales ejercen sobre procesos y resultados de la acción transformadora. Intuición, teoría y contexto histórico, en este sentido, contribuyen a formalizar la tarea de hacer escritura de retazos de voces apenas perceptibles, surgidas de un lenguaje que no dice como lo hacen las palabras que "habla" sin hacer uso del sonido y que, generalmente, lo muestra de una manera cambiante, sutil y al parecer secreta. Un ejercicio de traducción acotada a los vaivenes epocales, situado en los márgenes de un producto ajeno, unas circunstancias lejanas y un estado de consciencia transitando entre la lucidez de la razón, los dictados del conocimiento teórico acumulado y los espacios intangibles de la imaginación creadora.
LanguageEspañol
Release dateApr 4, 2023
ISBN9786078918423
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    Los límites de la mirada - Ingrid Fugellie Gezan

    Introducción

    El conjunto de textos que integra este libro no excluye otras reflexiones-interpretaciones sobre los temas. Se trata de ensayos abiertos, verdaderos detonantes para la acción refleja, reverberante y dialógica en tiempos de confusión pactada en y a través de espacios invisibles al saber común. En este sentido, los escritos poseen un carácter provisional, al representar un momento situado en el devenir de las ideas sobre cultura visual en general y, de manera específica, sobre manifestaciones particulares surgidas en el campo de las artes visuales.

    Las ideas que se exploran en las páginas siguientes –aunque forman parte de un mosaico compilatorio extendiéndose a través del espacio-tiempo–, comparten una postura de origen, un marco referencial que tiende a integrar sus textualidades en conjuntos articulados de sentido. Así, y en relación a las distintas expresiones que aborda el compendio, he asumido a la base de las mismas una legitimidad en el orden de lo semántico, un sustrato ontológico que las hace verdaderos archivos de su momento histórico, pero que al mismo tiempo las vuelve capaces de cumplir la función de enunciar temporalidades y espacios inéditos, susceptibles de vaticinar el porvenir: los mundos posibles surgidos de la imaginación creadora.

    Es así que he concebido los escritos como una oportunidad para pensar, una ocasión a la mano para imaginar otras realidades, y contribuir a la recuperación del sentido que los escrúpulos de la época actual deniegan, mediante la supremacía de lo material contingente, el dinero y la especulación financiera, tendientes también a fagocitar los designios trascendentales de la cultura visual, arte y diseño incluidos.

    Por otra parte, he intentado esbozar un enfoque hermenéutico cifrado en una multiplicidad de disciplinas, capaces de apoyar la tarea de intentar el desciframiento de los mensajes ocultos, silentes y muchas veces espinosos que los objetos, mensajes e intervenciones de la cultura visual vehiculizan. Pero no sólo eso, que de por sí constituye un ejercicio inestable y pantanoso, sino también intentar empujar la búsqueda del sentido al descubrimiento de las energías movilizadoras, performativas y del todo inseparables –no siempre evidentes–, debido al rasgo ambiguo de sus discursos, caracterizados por una larvada polisemia estructural.

    A manera de símil, estos textos constituyen el resultado de un extenso desplazamiento por territorios de una subjetividad autoral que no hace otra cosa que sintonizar con el origen profundamente intuitivo e intangible de la creación, dejando siempre un espacio inviolable para los efectos fundamentales que los medios materiales ejercen sobre procesos y resultados de la acción transformadora. Intuición, teoría y contexto histórico, en este sentido, contribuyen a formalizar la tarea de hacer escritura de retazos de voces apenas perceptibles, surgidas del interior de un lenguaje que no dice como lo hacen las palabras, que habla sin hacer uso del sonido y que, generalmente, lo muestra de una manera cambiante, sutil, y al parecer secreta. Un ejercicio de traducción acotada a los vaivenes epocales, situada en los márgenes de un producto ajeno, unas circunstancias lejanas y un estado de consciencia transitando entre la lucidez de la razón, los dictados del conocimiento teórico acumulado, y los espacios intangibles de la imaginación creadora.

    He procedido a dividir los contenidos siguiendo cierto marco cíclico en tres partes. Modernidad y quiebre. Aceleraciones del campo visual –que conforma el primer capítulo, enfoca un conjunto de textos referidos a distintos momentos y espacios de una modernidad que atraviesa de manera diversa (e incluso divergente), los planteamientos culturales sintónicos con los presupuestos materiales e históricos del capitalismo en su fase mercantil. Desde los descentramientos característicos de un barroco anclado en los contextos mercantiles de las nacientes repúblicas nórdicas, a los vaivenes transformacionales del arte decimonónico en el marco de la revolución industrial, este apartado subraya el impacto que dichas transformaciones en el orden de la producción de mercancías tienden a disparar en cuanto a premoniciones de cambio, y puestas en escena de sus efectos perniciosos. En términos de una vocación correctiva, se trata de manifestaciones que ponen de alguna manera en crisis dicho orden, siempre en el contexto del campo lingüístico y operacional correspondiente.

    La vanguardia insobornable –segunda parte del libro–, conjunta una serie de reflexiones en torno a los planteamientos de los movimientos de vanguardia de la primera mitad del siglo xx, y de algunas de sus manifestaciones en el campo de la cultura visual. Expresiones diversas que abarcan grabado, litografía, pintura, muralismo, dibujo y diseño, hablan del espíritu revolucionario de estos movimientos, centrados en la búsqueda de un cambio civilizatorio a través del arte.

    Sincretismos y derivas posmodernas, última parte, integra escritos –muchos de ellos de un carácter lírico capaz de enfatizar las facultades envolventes que los acontecimientos artísticos ejercen sobre la subjetividad–, textos que abarcan manifestaciones y experiencias que atraviesan las grandes temáticas del presente (derechos humanos, políticas de género, migración, precariedad y desocupación laboral, marginalidad socioeconómica, contaminación ambiental y guerras, entre otros); procesos democratizadores del arte en marcha; y conexiones posibles entre campos disciplinares acotados. En este apartado se amplía el horizonte estético al incluir fotografía, cine, performance, escultura, arte-objeto, diseño y arquitectura, siempre a partir de un enfoque hermenéutico que posibilite la apertura a la transversalidad disciplinar y de concepto.

    En su conjunto, los escritos me han permitido descubrir niveles más profundos de análisis e interpretación de estos objetos, experiencias y operaciones, cuyo fin, la mirada atenta o veloz y sus erráticos recorridos, puedan conducir a territorios de la mente capaces de transformar nuestra visión de las cosas.

    Ciudad de México, 17 de septiembre de 2020

    I

    Modernidad y quiebre

    Aceleraciones del campo visual

    Entre subjetividad y operación artística

    En ningún otro sitio aparece con tanta pureza y claridad el carácter duradero del mundo de las cosas, en ningún otro sitio, por lo tanto, se revela este mundo de cosas de modo tan espectacular como el hogar no mortal para los seres mortales. Es como si la estabilidad mundana se hubiera hecho transparente en la permanencia del arte, de manera que una premonición de inmortalidad, no la inmortalidad del alma o de la vida, sino de algo inmortal realizado por manos mortales, ha pasado a ser tangiblemente presente para brillar y ser visto, para resonar y ser oído, para hablar y ser leído.

    Hannnah Arendt, La condición humana ¹

    Desde sus inicios, la actividad humana que llamamos arte se muestra vinculada al bienestar y a la vida. Movimientos rítmicos del cuerpo, sonidos instrumentales, dibujos sobre la piel, representaciones parietales al interior de cavernas protohistóricas, huesos esgrafiados y piedras talladas, diseños espaciales, herramientas labradas. Todas estas acciones, objetos e intervenciones primigenias exhiben −más allá de lo aparente− una constitutiva inevitabilidad.

    ¿Podía el ser humano en el momento inaugural soslayar estos quehaceres, y restringir sus operaciones a lo utilitario indispensable?

    Bajo condiciones extremadamente precarias −vividas por la humanidad en etapas de establecimiento, y cuyos límites con el peligro resultaban prácticamente insostenibles−, llama la atención lo aparentemente inocuo de estas prácticas, a la vez que el apremio por resguardar sus productos y procedimientos. Rituales, procesos simbólicos, búsquedas estéticas, ¿qué relación guardaban con las urgentes necesidades básicas? ¿Cuál es el vínculo profundo e inobjetable entre tales actos y el sentido humano, a la vez transitivo y permanente?

    Transcurren los tiempos y seguimos deliberando acerca de esta realidad, no obstante su irreductible valor para la vida. Sobre todo al alero de la sombra nietzscheana y tras la huella de esa mentira que −para el filósofo− constituye el único y fundamental sentido frente a las aterradoras verdades de la tecnología y la existencia.²

    La humanidad que nos constituye, sitúa las preguntas frente a una enmarañada perspectiva, ante un camino misterioso y pleno de posibilidades cuyo tránsito no se detiene. La trama se desplaza en este punto sobre territorios fecundos y a través de espacios donde interpretar se vuelve tarea ineludible, sobre todo porque la insistencia del ser humano en proceder de esta manera −que lo lleva a debatirse en espacios de creación desinteresada−, persiste a lo largo de por lo menos cuarenta mil años.

    I

    Se han adjudicado distintas funciones a las operaciones y productos del arte: representar el mundo visible; conjeturar las normas; apoyar estructuras de poder; animar y liberar al espíritu; plantear un mundo diferente; comunicar ideas y emociones; desencadenar la reflexión, la imaginación y la capacidad de anticipar lo otro. Acciones y objetos, intervenciones y procesos que no sólo surgen de situaciones específicas, sino que establecen relaciones de diálogo, comentario, proposición e interrogación en los entornos de los cuales surgen, y a los que añaden sentido.

    Para las culturas antiguas, el arte documentado en los relatos de la historia significó siempre un acompañamiento del poder. Es posible pensar, sin embargo, que no sólo contribuyera a persuadir, adoctrinar y ejercer dominio ideológico. De alguna manera debió implicar un acrecentamiento en el horizonte estético de la sensibilidad individual y colectiva; una profundización del sentimiento vinculado a la existencia cotidiana; una oportunidad de ejercer la imaginación −como capacidad de conjeturar mundos posibles−, aunque de ello sepamos poco debido al carácter oficial y heroico de los relatos autorizados por la tradición histórica.

    Los objetos y las intervenciones de la creatividad pretérita −que probablemente fueron, en su mayoría, instituidos colectivamente−, ¿qué sensaciones despertaron al ser concebidos?; ¿aportarían un nuevo sentido a la existencia de los individuos comunes y corrientes?; ¿de qué manera pudieron ejercer dominio sobre sus contingencias?; ¿cómo se estableció el valor de culto en cada una de estas vidas de las que nada o casi nada sabemos?; ¿qué manifestaciones necesariamente privadas y de resistencia, surgieron en la marginalidad de la cultura oficial?; ¿incidieron en la vida de quienes las llevaron a cabo y, al mismo tiempo, en la experiencia vivida en los respectivos contextos?; ¿qué registros se podrían extraer del valor catártico de estas operaciones, percepciones y logros?; ¿cómo acceder a las transformaciones que las obras ejercieron en las vidas concretas de las épocas pasadas?; ¿existen caminos de encuentro entre los grandilocuentes relatos culturales y las memorias subalternas de los seres humanos invisibilizados por el relato oficial?; ¿cómo restituir esta omisión?

    Conocemos bien el peso enorme que impuso la religión a la conciencia y a la sensibilidad individual en el pasado; un pasado que no sólo construyó zigurats, pirámides y templos clásicos; que esculpió estatuas de dioses, retratos de emperadores y tribunos; que diseñó columnas conmemorativas en honor a campañas militares triunfantes. Me refiero al pasado que prometió a sus fieles acceder al paraíso por la vía del aporte material −extraído tramposamente de los haberes exiguos−, para construir catedrales, abadías, castillos feudales.

    En este sentido, los componentes estéticos de las construcciones, objetos y prácticas religiosas (accesorios según el relato histórico, y por tanto secundarios en la experiencia de lo religioso), ¿fueron capaces de despertar emociones de un orden diferente?; ¿qué asociaciones de sentido introdujeron en la trama vivencial?; ¿permitieron recuperar energía para la vida del instinto? Poco o nada sabemos sobre las experiencias estéticas mismas −siempre devaluadas en el marco de una narrativa medieval que disocia y separa la experiencia humana de la época en territorios asumidos como incompatibles−, y sobre su capacidad generadora de sentido en las existencias concretas del periodo; al interior de las demandas del deseo; en los escenarios íntimos de la imaginación. La historia revela poco de aquello que sobrepasa las estructuras del poder epocal y también se muestra elusiva respecto a los planteamientos divergentes de los supuestos teóricos que busca legitimar.

    Resulta casi imposible descartar la existencia de prácticas privadas en el pasado medieval; por lo tanto, suprimir la idea de que se instituyera un ámbito de protosubjetividad; un espacio interno de duda e interpretación; de transfiguración; de reconstitución imaginativa de la norma.

    ¿Podemos negar esa posibilidad? Discontinuidades, agujeros inexplicables e inconsistencias es lo que deja la experiencia individual y contingente. Pensemos, por ejemplo, en la imagen de la cruz: ¿no sería capaz −más allá de su valor canónico− de iluminar con su aura una suerte de subjetividad en conflicto? La larga y penosa ruta del peregrino (más allá de su sentido penitente o de fe en la salvación eterna): ¿respondía, comprometía o despertaba quizá, algún deseo de visualizar otros lugares más allá del espacio restringido del feudo?; ¿cómo podía esa experiencia −en el marco de la interioridad mística atribulada− contribuir a desenredar nudos extremadamente perturbadores?; ¿no existió una imaginación oculta en el pasado?

    Cierta tradición histórica insiste en la ausencia de manifestaciones análogas a lo que conocemos como subjetividad en la época medieval, negando de esta manera cualquier despliegue existencial concreto anterior al Renacimiento. La pretendida invención del individuo en las postrimerías del siglo xii, ¿fue súbita en realidad?, ¿no hubo antecedentes, momentáneamente dormidos por el influjo de la cultura hegemónica, presentes en forma de residuo cultural? La vida del Medioevo, diseñada por el relato histórico como enfáticamente colectiva y espiritual, ¿cuán lejana estuvo del sentido, la sensación y el placer? ¿Fue el arte, sus productos e intervenciones, nada más que pretextos para la salvación futura?; ¿tan cerrado estuvo el círculo virtuoso de lo trascendental en épocas de hambruna, epidemias y locura? Nuevamente el horizonte epistemológico muestra fracturas insoslayables si se pretende volver a pensar −a deconstruir−, desde el abultamiento que generan sus cicatrices.

    II

    El Renacimiento −objeto teórico de todo deseo de erudición sobre la cultura de Occidente−, arroja al cosmos de la subjetividad un balde de legitimación, sobre todo al tratarse de la emergente burguesía moderna.³ Aquí resulta más fácil anudar producción, distribución y consumo de bienes artísticos al flujo de lo cotidiano. La ciudad anima al arte, sitio privilegiado de sus manifestaciones. En sus calles, jardines y demás espacios públicos el horizonte estético se amplía. Crecen también las posibilidades catárticas.

    En este sentido el Perseo de la Plaza de la Señoría en Florencia, ¿acaso no llevaba implícita en su visión de horror una oportunidad de liberación del propio horror en tiempos de represión y marginación económica, social e ideológica, asesinatos masivos y feroz autoritarismo religioso? Cubierta en mármol de rico colorido, monumental, enseñoreada en su cúpula gigantesca, ¿pasó inadvertida Santa María de las Flores como obra de arte, opacada frente al rito celebrado ante la divinidad que se creía albergaban sus espacios?; ¿no tuvo algo sustancial que aportar −a través del placer que es capaz de provocar− a una subjetividad atormentada por la inseguridad y los vaivenes cruentos del poder?; ¿hacia dónde inmigraban las capacidades generadoras de sentido propio, ese incremento de ser (Gadamer),⁴ dispuesto a rebasar las fronteras de lo utilitario? Las bóvedas plagadas de personajes, movimiento y color (en un momento en que éstas constituían las experiencias visuales por excelencia: imágenes percibidas en ausencia de competencia visual y, por lo mismo, plenamente operativas) sin duda establecieron −más allá del texto que comunica o quizá precisamente por ello−, poderosos estímulos perceptuales, preparados para irrumpir con fuerza en la mente y sensibilidad de una población espectadora y silenciosa.

    ¿Qué decir de acontecimientos históricos como la Reforma y el movimiento de Contrarreforma −estructuralmente vinculados a las estéticas del Barroco−, y su influjo en la subjetividad de la época?⁵ Los recursos de impacto sensorial, teatralidad, dramatismo, saturación del campo perceptivo, movimiento, transiciones formales y cromáticas bruscas −entre otros−, son deliberadamente ofrecidos a la búsqueda de un estado de ánimo exaltado, al desarrollo de una sugestibilidad colectiva y al logro del trance hipnótico. Así, las manifestaciones del arte cumplen funciones catárticas inobjetables. El mensaje es construido entonces en el espacio lúdico creado entre obra y espectador, deslumbrado este último por la estética de los espacios repletos de estímulos sensoriales; invitado al placer de los sentidos; a la catarsis emocional, y a la re-presentación ilusoria del mundo.

    El panorama referido −que corresponde más a una subjetividad propia del catolicismo que a la del mundo protestante−, encuentra su contraparte en este espacio, al manifestar una forma diferente de despliegue creativo. La productividad artística del norte europeo reformado enfatiza el encanto que ejerce la descripción virtuosa del detalle.

    En este entorno, el mecenazgo se desplaza desde la jerarquía eclesiástica a la incipiente pero decidida burguesía de comerciantes, banqueros y funcionarios, y origina −a través del impacto de los centros de decisión económica y financiera− una notable diversificación de los productos y las operaciones del arte. El efecto democratizador del Barroco, la liberación que implica, se interna en el mundo reformado a través de la puerta de las casas, los despachos y demás espacios públicos, listos a recibir en sus muros la obra ingeniosa de la mano del artista. La oferta de lo que podríamos llamar pintura civil (por oposición a la religiosa), incluye paisajes locales, retratos, bodegones, escenas costumbristas, naturalezas muertas, representaciones variadas del entorno cotidiano.

    Este giro temático implicó un acercamiento del arte al mundo real, con inevitables repercusiones en la subjetividad de la época. Crear mundos paralelos pero reconocibles como surgidos del entorno familiar, probablemente haya despertado en el público un sentimiento inédito de pertenencia, una cercanía al objeto como la génesis de una curiosidad en aumento sobre las operaciones concretas de la creación artística.

    III

    El relato histórico ha dejado sistemáticamente fuera de sus registros a los que despectivamente llama artistas menores, amateurs o principiantes. ¿Cuántos de ellos realmente fueron menores?; ¿quiénes determinaron estos criterios?; ¿qué intención tenía el trabajo que no alcanzó el circuito oficial del arte de la época?; ¿cuáles fueron las propuestas desde esos lugares del margen y el olvido?; ¿acaso no muestra esta deliberada exclusión un intento por sobrevalorar cierto producto del arte, el que logró transitar los recintos autorizados del sistema de producción cultural? Al mismo tiempo, ¿no se transparenta con toda claridad −en ese intento exitoso de exclusión deliberada− la insistente capacidad humana de crear más allá de las atribuciones oficiales de valor y a pesar de las mismas?

    IV

    El Romanticismo −en la entrada de lo que conocemos como Arte Moderno−, añade a la progresiva subjetivación de la experiencia artística un declarado afán de originalidad: la inconfundible señal de lo inédito desde la propia sensibilidad. Revisa la noción de artista, tras una serie de cuestionamientos acerca de la función del arte, sus sistemas de legitimación, y los circuitos de distribución y consumo. Ahora −con toda claridad−, no todo lo que se crea tiene un destinatario o lugar específico en los territorios oficiales de la cultura. El artista romántico desea producir lo suyo, pintar los temas que le parecen necesarios, respetar por encima de todo su particular planteamiento, registrar el impulso de una creatividad innegociable. Dentro de esta concepción autosuficiente, desdeña exigencias de formación académica, aduce legitimidad a su personal visión del mundo, y se resiste a seguir la norma que establece la tradición. Nos encontramos frente a un prototipo de artista rebelde, que se adhiere a una sola realidad: aquella que crea el genio, definido como raíz profunda y motor último de la invención.

    En esta atmósfera se incuba el pensamiento de Sigmund Freud. La idea del inconsciente, que inaugura una concepción estructuralmente compleja de la psique (en su despliegue mecánico interno, mediador del comportamiento individual), constituye un hito en las nociones históricas de sujeto y cultura. La pretendida continuidad y transparencia de la vida psíquica sucumbe ante una noción de la mente como espacio agujereado. Lo que hacemos los seres humanos –incluido el arte−, descansa fundamentalmente sobre territorios desconocidos, los cuales constituyen elementos determinantes al manifestarse y otorgar sentido a cada uno de nuestros actos. Sueños, olvidos y equivocaciones, símbolos, objetos y rituales revelan en todo momento −según el psicoanálisis−, el inagotable hacerse presente de esa región desconocida que, para Freud, constituye el origen dinámico de la vida psíquica.

    Se produce un acercamiento del ser a los territorios del sueño y la imaginación; una lejanía de la razón militante. El arte se anuncia a sí mismo como revelación, re-presentación y conformación del ser humano en su más alto nivel.

    Las nociones de condensación, proyección, desplazamiento, represión y sublimación (a través del andamiaje construido por el pensamiento psicoanalítico), adquieren pleno sentido en la comprensión de los procesos creativos. Se plantea una mecánica que persigue anudar profundas motivaciones inconscientes a las actividades, procesos y resultados del arte, visualizando esta conexión en la perspectiva de un aparato psíquico constituido por zonas en conflicto. Así, la construcción cultural −incluidas sus operaciones artísticas−, es portadora de un rodeo del impulso: aquel que garantiza su liberación a nivel simbólico. Hacer y actuar constituyen, por lo tanto, manifestaciones del inconsciente, y el arte (como expresión de la subjetividad en conflicto), representa la posibilidad liberadora que el psicoanálisis concede al sujeto atribulado por su estructural ruptura interna y por vía del conflicto, que de manera inevitable y permanente marca su relación con el mundo.

    Desde este punto de vista, las manifestaciones de la creación llevarían el sello del instinto burlado y permitido al mismo tiempo, una búsqueda del destino tan poderosa como para recurrir a plasticidades extremas y exhibir ese estilo de transformación paradójica del deseo que lo muestra una y otra vez de manera distinta. Encontramos aquí un nudo crucial entre el hacer del arte y las opciones catártico terapéuticas que implica para el sujeto, en su intento por recuperar un equilibrio siempre procesal y en constante estado de transformación, garantía, por otra parte, del ininterrumpido deseo de crear.

    La disociación de la vida mental anunciada por el psicoanálisis coincide −a finales del siglo xix− con la progresiva fragmentación de los lenguajes, las posibilidades estilísticas y programáticas de la cultura estética visual desarrollada a partir del Romanticismo. Una crítica violenta a los soportes tradicionales del arte y a su exclusividad territorial (en el centro de una cultura oficial ubicada en los espacios canonizados y excluyentes del buen gusto y del bien hacer), conlleva diversos grados de ruptura y planteamientos novedosos subyacentes a las distintas prácticas artísticas. Con mediana claridad se producen acercamientos del arte a la vida cotidiana, sus necesidades e intercambios. Destacan aquí las plataformas enunciadas por el Postimpresionismo y el Art Nouveau en Francia, y por el movimiento inglés de Arts and Crafts.⁸ Se cuestiona la pretendida racionalidad de la cultura y, sobre todo, la vigencia de una concepción que aísla las manifestaciones del arte de un mundo que avanza hacia la conflagración, la destrucción y la muerte. Es la época del surgimiento del diseño moderno y las vanguardias de la primera mitad del siglo xx.⁹

    V

    Diversas percepciones desarrolladas durante el siglo xix muestran al arte tradicional fundado en el Renacimiento como obsoleto y vaciado de sentido −especialmente porque el mundo ha cambiado profundamente−, marcando el deseo y la oportunidad para crear nuevas maneras de concebirlo.

    La huella dejada por los postimpresionistas (Gauguin, Cezanne, van Gogh, Seurat, Toulouse- Lautrec), unida al trabajo que llevaron a cabo algunas artistas contemporáneas al Impresionismo (Mary Cassat, Berthe Morisot, Marie Bracquemont y Eva Gonzalès, principalmente),¹⁰ señalan una ruta divergente al desplazar los centros geográficos y conceptuales de la producción artística autorizada hacia territorios inéditos. Se amplía el horizonte estético y la capacidad operativa de los mensajes del arte −tanto en dirección a lo desconocido (el Inconsciente) como en torno a lugares deliberadamente cotidianos−. La cultura estética visual se traslada a la intemperie, no sólo como espacio público donde exhibir sus productos y contribuir al desarrollo de un espíritu de ostentación urbana, sino como soporte de comunicación, propaganda y espectáculo.

    El impacto de la cámara fotográfica, las nuevas técnicas de reproducción de imágenes y el desarrollo de la industria tintorera, entre otros, propician un momento democratizador sin precedentes en Europa en lo que a cultura visual se refiere.¹¹ La centuria que va desde la segunda mitad del siglo xix a la primera mitad del siglo xx representa −desde una perspectiva de desarrollo moderno−, una expansión creciente en el campo de la ciencia, la tecnología, la industria y el comercio; y lleva, al mismo tiempo, a un avance sorprendente en la industria de armamentos. Los adelantos señalados, unidos a la lucha entre poderes fácticos por la defensa y expansión de sus mercados, desencadenarían las llamadas guerras mundiales del siglo xx.

    En este contexto se multiplican las búsquedas; los manifiestos de grupos artísticos emergentes conllevan propuestas de ruptura, y reivindican la innovación creativa como elemento nodal; por todas partes se advierte un rechazo frontal de las prácticas tradicionales. La cultura estética persigue un acercamiento radical a la vida, sus demandas y vicisitudes. El arte se dispone a transitar territorios desconocidos, en cercanía creciente a lo cotidiano y existencial. Atravesadas por hábitos perceptuales en desmembramiento, las operaciones del arte se diversifican: acortan la distancia que las separan del sueño; bordean la locura y la sinrazón; registran sin concesiones los sufrimientos de la destrucción y la guerra; ascienden a los territorios de lo espiritual en la abstracción; se nutren de lo banal, y operan en el centro de los objetos producidos tecnológicamente. Todo ello, desde un trasfondo signado por la utopía y el compromiso por crear un mundo mejor.

    Las vanguardias plantean sus salidas mientras la subjetividad convulsa de un periodo oscurecido por la violencia de la guerra, la miseria y la muerte se mantiene bastante al margen de las manifestaciones del arte, por lo menos en lo que se refiere al ámbito oficial. Paradójicamente, los productos de la cultura estética se vuelven cada vez más herméticos. Tan sólo el impulso del diseño, con sus intervenciones en la vida diaria, sus objetos, mensajes y la construcción de espacios habitables, como el impacto masivo del cinematógrafo y la cultura de imágenes circundando el espacio público, constituyen vínculos relevantes en la tarea declarada de la vanguardia por transformar el mundo.

    Pero ello no es todo. Concluyamos con algunos descubrimientos que son también revelaciones.

    VI

    El desarrollo tecnológico −unido a la producción estética que siguió a la Revolución Industrial de la modernidad tardía−, contribuyó a una notoria acción liberadora en sus fronteras. La producción en serie de materiales para la fabricación de las obras; su oferta cada vez más frecuente en el mercado urbano; la reproducción y difusión veloz de imágenes tras la aparición de la cámara fotográfica y sus derivados; la proliferación creciente de academias y centros de formación artística y artesanal abiertos a todo público; el carácter vital de la cultura estética de la época −que busca atravesar el mundo de la producción utilitaria y funcional de mercancías y objetos−; son todos elementos que contribuyen a expandir el horizonte del arte, sus agenciamientos, operaciones y productos. Inevitablemente se origina un proceso de democratización al interior de los circuitos de la cultura estética. Este ingrediente, sumado a protestas en aumento de sectores marginales respecto a la economía y la cultura hegemónica de la época (obreros, mujeres, migrantes) −en las que el panorama bélico internacional destaca por su innegable influencia−, signa el espacio de legitimación tradicional del arte con intervenciones que provocan distintos grados de ruptura. Nuevos actores, diversas perspectivas, otros materiales e inéditos enfoques discursivos penetran la escena cada vez más compleja del panorama epocal.

    La materialidad de la obra más que su factura, se presenta como elemento relevante e innovador en el espacio que comunica el arte del siglo xix con el del xx. Lo que podríamos considerar un menosprecio por el carácter narrativo del arte tradicional representativo −que privilegia la mimesis y, por lo tanto, la cercanía de la imagen al referente real−, hace que un sector cada vez más importante de las llamadas vanguardias de la modernidad se entregue con verdadera devoción a la experimentación formal y matérica.¹² Se persigue la autonomía total del arte respecto a su función representativa canónica, búsqueda que lleva, entre otras rutas, a la abstracción. Formas y colores, texturas y materiales extra artísticos, eliminación del tema, dislocaciones oníricas y soportes no tradicionales conviven en el espacio plástico con gran libertad, para alcanzar lenguajes inéditos como el collage, las abstracciones lírica y geométrica, la esculto-pintura, los prouns (protoinstalaciones del Constructivismo Soviético), los performances dadaístas y futuristas, el fotomontaje, el arte objeto, los cadáveres exquisitos y los automatismos inconscientes del Surrealismo, entre otros.

    Experimentación y acercamiento a la vida en todos sus niveles es la norma que precipita hallazgos que sorprenden, en un arte que se propone cambiar al mundo: utopía que requiere de apertura y actitudes no excluyentes. Mirar hacia otras culturas, buscar la inspiración en el mundo de los sueños, la locura y las formas de la infancia; encontrar el arte en la calle, en objetos banales, en los desechos, en productos industriales; incorporar el espectáculo urbano a los espacios sacrosantos del arte oficial; comunicar masivamente, diseñar el mundo.

    Se trata de un camino que adquiere cada vez mayor amplitud y cuyo tránsito alcanza velocidades inéditas, para desbordarse en impredecibles apariencias tras los albores del siglo xxi. Una mentira en forma (y no a medias), trascendiendo con creces lo que Nietzsche hubiese imaginado: arte en los hospitales, en las casas de cultura, en espacios públicos; performance e intervenciones en todo tipo de objetos, espacios y acciones; instalación, fotomontaje, arte infantil; arte malhecho, incomprensible y feo; arte popular como arte, artesanías como arte, arte del cuerpo y de la tierra; proliferación de diseños artísticos, objetos, mercancías, espacios y mensajes estetizados; cine-arte, arte de la fotografía, video-arte; producción artística de mujeres, de minorías étnicas, de personas discapacitadas; arte de lo grotesco, escatológico y siniestro; grafittis, arte de la calle, arte público; publicidad y reproducción incalculable de imágenes en el espacio urbano; difusión masiva del arte a través de soportes impresos; cultura visual de medios electrónicos globales, imagen digital, realidad virtual; arte no objetual; teléfonos celulares con cámaras que producen más imágenes; intervenciones críticas en productos visuales mercantiles; arte filosófico, arte político, arte-terapia.¹³

    En plena posmodernidad, Joseph Beuys (Alemania, 1921-1986),¹⁴ enuncia una consigna memorable: todo ser humano es un artista. El hecho fundamental de la creación, la capacidad de transfigurar la materia para hacer surgir algo nuevo, constituye el fundamento que transforma cada acto humano en arte. Tan sólo la acción maquinal, lo que se repite ad infinitum sin modificación alguna −si existiera esa posibilidad− se resiste a la creación y describe, por lo tanto, un territorio ajeno a lo humano. Este planteamiento conceptual implica, en el horizonte de la cultura estética, el estilo incluyente y deconstructivo que caracteriza buena parte del pensamiento contemporáneo. Anunciada por Dadá a principios del siglo pasado y rearticulada por el Pop Art anglosajón, esta tendencia muestra que los actos y la productividad de las personas implican componentes artísticos irrenunciables, para abrir las puertas al espacio colectivo no acotado del quehacer cultural y civilizatorio, más allá de las barreras impuestas por los circuitos oficiales y las demandas del mercado.

    A este espacio cultural contribuye sin duda el giro experimentado por la educación durante el siglo xx bajo el influjo de los descubrimientos del psicoanálisis y los desarrollos de la pedagogía como ciencia.¹⁵ El elemento creatividad −definido esquemáticamente como la capacidad para encontrar soluciones nuevas a los mismos problemas−, cierto énfasis en la valoración de la subjetividad individual del educando, el estudio racional de los tiempos para el estudio y el descanso, la concepción cada vez más extendida de que el aprendizaje se realiza en situaciones plenas de sentido (cotidianas y placenteras), la valoración del factor motivación, y la aceptación de las actividades artísticas como componente esencial de cualquier programa educativo −entre otros−, dan cuenta de transformaciones clave en el desarrollo de una sensibilidad más cercana al arte y a la inventiva de la creación.

    VII

    Nos acercamos a momentos decisorios para el futuro de la humanidad. La complejidad creciente de las problemáticas actuales penetra de manera larvada (y muchas veces violentamente), las consciencias individuales y colectivas, arrojando resultados inquietantes para una subjetividad que se resiste a desaparecer. Los resquicios a través de los cuales se desplazan nuestras culturas −amenazadas por la destrucción no sólo del ambiente, sino también de los lazos que nos unen a los demás y a nuestra propia subjetividad−,¹⁶ nos comprometen en un sentido solidario y conducen a zonas profundas de sentido, en las que el derecho al ejercicio y al diálogo ininterrumpido con el arte constituyen un recurso de valor restitutivo en la trama de las posibilidades cada vez más restringidas del sistema de la vida.

    El foco de la entrada

    Un apunte sobre Modernidad e Ilustración

    Hace poco tuve la noticia de que Tomás Alba Edison era mexicano de nacimiento. Me cuesta en realidad creerlo. Decía el libro –que tematizaba la correspondencia secreta entre José Clemente Orozco y una novia de juventud–, que el padre del inventor había nacido en un poblado de Zacatecas y se había llevado a su hijo a Estados Unidos siendo éste muy joven. Historias que a veces resultan ciertas.

    La luz que nace de la potencia de un río para desplazarse hasta el foco de una lámpara es, en cierta medida, artífice primordial de la formación ilustrada que la tradición nos ha legado. Mucha de la información habitual, condición de rutinas compartidas y estímulo para la creación, está contenida en los libros. Datos que se suceden y alcanzan la consciencia a menudo por mediación de una lámpara.

    En casa, cuando era niña, pasaba largo rato extasiada frente a los quinqués con diseños infantiles sobre la mesa de noche. Eran los objetos luminosos del dormitorio, componentes amables que otorgaban belleza a la atmósfera además de confianza y calidez. Su tenue luz, producto de pantallas plegadas de raso o seda color durazno, iluminaba las noches o las mañanas carentes de luz solar, cuando por estar enferma faltaba a clases.

    Tengo también presente el recuerdo del pequeño foco art nouveau que colgaba a la entrada de la casa de la abuela materna. Era en realidad un objeto pequeño e iluminaba poco. Tenía una especie de aura de brillo austero, nada llamativo, un elemento que en realidad no invitaba a pasar. Ahora pienso que esta experiencia, a menudo presente en la memoria, constituye algo así como una metáfora o resumen poético de lo que fue para mí ese lugar. No sé si esto tenga algo que ver con mi marcado gusto por la penumbra, la que siento vuelve más bellos y especiales los objetos. Casi diría que con esa mínima luz muestran su mejor manera de ser, la forma perfecta que sí es posible alcanzar.

    El arte de la enseñanza

    A propósito de La lección de anatomía de Rembrandt

    Pues si la relación entre conocimiento y realidad, entre signo y referencia, deviene ambigua, el lenguaje habrá de adquirir un espesor, una opacidad con la cual hasta entonces no se contaba. En esa opacidad surge la literatura como autorreferencialidad del propio lenguaje, y aparecen las dos actitudes que todavía hoy nos obsesionan: la formalización que va en busca del lenguaje ideal neutro, de un lado, y, de otro, la interpretación, hija de la pérdida de inocencia del discurso.¹⁷

    Fernando Rampérez

    Desde los inicios y como manifestación tangible de la experiencia humana, el arte es atravesado por intenciones diversas. Este rasgo característico convierte en hermeneutas obligados a quienes nos situamos en la posición de espectadores, en verdaderos artífices del desciframiento de mensajes trabados en formas no siempre comprensibles, debido al hermetismo y la complejidad constitutiva de las obras.

    Los productos del arte transforman la apariencia en un espacio cuyo sentido trasciende el contenido manifiesto y la pura objetividad. La escena impone una zona de confusión y orienta hacia el establecimiento de una verdad pocas veces compartida, pero siempre a la deriva del anhelo de encuentro y conexión con la materialidad de lo real. La obscenidad de lo explícito (o de lo demasiado visible)¹⁸ genera pocas expectativas, audiencias mínimamente controversiales y tendencias generalizadas hacia la conformidad, aspectos que tornan superficiales los territorios destinados al debate de la creación.

    Ambigüedad y confusión: enlaces del saber

    No obstante, la constitución ambigua de los lenguajes enfrentados a la lectura del sujeto permanece en el nudo del acontecer humano, y establece una condición comunicativa tan compleja como inevitable. Desde esta perspectiva, el relato construido a partir del análisis del objeto artístico incluye, más allá de las implicaciones estéticas, el componente nocional, los argumentos detrás de las formas, las pistas del mensaje que es necesario aprehender. En este sentido, podemos afirmar que la imagen se muestra confusa frente a una pretendida transparencia, que sus huellas exhiben intenciones no siempre ocultas, pero a menudo complicadas tras el ropaje seductor del estilo. Rastros que aún permanecen en paredes de cavernas protohistóricas, su destacado carácter de signos que expresan y comunican al mismo tiempo, la factura cuidadosa hablando de búsquedas perfectibles y dificultades de comprensión en ascenso como resultado de observaciones a destiempo y en periodos de complejización creciente, constituyen evidencias de tensiones no resueltas, revelando al mismo tiempo el carácter

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