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En suelo incierto, ensayos (1990-2006)
En suelo incierto, ensayos (1990-2006)
En suelo incierto, ensayos (1990-2006)
Ebook602 pages8 hours

En suelo incierto, ensayos (1990-2006)

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En suelo incierto, ensayos reúne los ensayos de Eduardo Milán que aparecieron en los libros Resistir (FCE, 2004), Justificación material (2004), Un ensayo sobre poesía (2006) y Una crisis de ornamento (2012). Todos ellos tratan sobre el pensamiento del presente poético, la poesía latinoamericana y la poesía en sí misma abarcando distintas peculiaridades que no se salvan de un entretejido multicultural
LanguageEspañol
Release dateAug 12, 2015
ISBN9786071631855
En suelo incierto, ensayos (1990-2006)

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    En suelo incierto, ensayos (1990-2006) - Eduardo Milán

    SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS


    EN SUELO INCIERTO, ENSAYOS

    EDUARDO MILÁN

    En suelo incierto, ensayos

    (1990-2006)

    Primera edición, 2014

    Primera edición electrónica, 2015

    La escritura de los siguientes libros fue posible gracias a una beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte, Fonca: Justificación material (promoción 2000-2003) y Una crisis de ornamento (promoción 2003-2006)

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3185-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Sumario

    Nota

    Resistir. Insistencias sobre el presente poético

    Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana

    Un ensayo sobre poesía

    Una crisis de ornamento. Sobre poesía mexicana

    Una utopía más verdadera, por Nicolás Cabral

    El estar de la palabra poética, por Juan Soros

    Índice

    A Gabriela

    A Leonora

    A Andrés

    y Alejandro

    A Antonio Méndez Rubio

    Edmundo Garrido

    Nicolás Cabral

    Luis Felipe Fabre

    Josu Landa

    Nota

    Los cuatro libros que se reúnen aquí, Resistir. Insistencias sobre el presente poético (1994-2004), Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana (2004), Un ensayo sobre poesía (2006) y Una crisis de ornamento. Sobre poesía mexicana (2012), todos editados en México originalmente, son libros nucleares. A partir de su publicación individual —o antes de ella, como en el caso del último mencionado— se sucede una serie de recopilaciones: Crítica de un extranjero en defensa de un sueño (Madrid, Huerga & Fierro, 2006), Sobre la capacidad de dar sombra de ciertos signos como un sauce (México, Mantarraya-Casa Vecina, 2007), Veredas a los modos de un bosque (Montevideo, Biblioteca Nacional, 2008), Cosas de ensayo veredes (Caracas, Monte Ávila Editores, 2009), Ensayos Unidos. Poesía y realidad desde la otra América (Madrid, Antonio Machado Libros, 2011), Salir fuera. Tierra de ensayos (Tenerife, Baile del Sol, 2012), que, por un lado, no son recopilaciones que reúnen el mismo material y que, por otro, incluyen a su vez, cada una, nuevos ensayos. La edición de esos ensayos salidos del núcleo —o entrados, según se vea— está pendiente. La multiplicidad de ediciones no obedece aquí a una simple mimesis del modo de operar de la industria cultural musical donde gran parte de agrupaciones y autores solitarios reúnen cada vez la verdadera edición de lo mejor de su obra, el ahora sí del destilado de su producción. Obedece a una realidad global pura y dura que revela la desigualdad de posibilidades de circulación. Salvo las excepciones de las trasnacionales de la edición, los libros rara vez cruzan la frontera. Exhaustas, la aves migratorias ya no viajan de punta a punta. Vuelan parando en cada localidad por un respiro. No corren la suerte de un guatemalteco o de un salvadoreño. Y no es la decadencia de la especie, es el enrarecimiento del aire.

    E. M.

    RESISTIR

    Insistencias sobre el presente poético

    UNO

    In memoriam Juan Carlos Macedo, poeta

    Errar

    DECÍA: escritura es superficie. Pero no decía que era superficie reflejada, superficie refractada, doble superficie. Plano y de una plenitud de espejismo, este desierto señala una nueva condición vacía. Señala también su margen, un margen que comienza a contarse por la posibilidad de oír una voz. Entre esa voz —posibilidad emergente de una entrada de mar en la escritura— y el desierto como metáfora de una soledad muda hay un vagabundeo de alguien que, por falta de otro nombre, llamamos poeta. Ahí está, en un espacio virtual y transitorio, no como un pez en el agua. Habría que insistir en el desierto ya que en el desierto lo único posible es insistir. Insistir: estar en estado de absoluta disponibilidad. No es posible clamar en el mar, pero es posible reclamar en el desierto. Reclamar: estar en estado de escucha. Estado de escucha es también estado de alerta, estado de alas levantadas en el medio, un estado por volar —sin jamás aspirar a pájaro, esa figura sin raíz—. Ninguna libertad sin la raíz, el pájaro es libertad aparente, producto de un valor que encuentra su uso en la separación de todo suelo. Alas son alejamiento, promesas de rupturas con la tradición. El valor de volar no es un coraje libertario: es un simple juego de metátesis, un intercambio de letras en el comercio de la frase, la instalación de una economía de trueque, el medioevo del discurso. Escribir es no alejarse de la posibilidad de la voz por venir y bienvenida. Escribir es escribir después de Auschwitz, es asumir la suma de las cenizas en el viento del desierto sin temer al humor de las palabras, la ironía del creador. Es ser judío de día y esperar bajo el sol. Es tener historia. Is to have or nothing (Wallace Stevens).

    Leer a Edmond Jabès. Y tomar contacto con la liviandad de la arena, con la aridez de una propuesta desolada que encuentra consolación al asumir su propia ausencia. La propia ausencia es la ausencia del poeta que ahora no lleva comillas porque ya no es titular de su habla. El vacío ya no es el vaciamiento ni del cuerpo ni del alma, sino el vaciamiento del propio nombre, el vaciamiento de la función. Dejar de ser para ser hablado. Ésa sería la forma de reencontrarse con el origen que está más allá del nacimiento, encontrar el origen hacia atrás. Escribir sería entonces retroceder infinitamente hacia el final. Sería alejarse hasta el principio, una manera de morir antes. Esta forma de viaje al revés es una manera de reverse, de cortar de un solo tajo la propia vida en el momento de la palabra. Escribir es siempre plantearse una estética de negación de la propia vida, reafirmar una suerte de no seguimiento. Deteniendo la duración, escribir es resistir. Toda escritura nace de una herida que nunca cicatriza porque su abertura es la posibilidad de la escritura.

    ¿Es este discurso una forma más de mixtificación? ¿Responde a una propuesta de empezar de nuevo, de tirar la escritura del mundo por la borda del abismo? Tal vez sería una propuesta de comienzo pero nunca de final, una propuesta de repoblación. Sucede justamente allí, en el desierto, ese lugar o no-lugar donde la posibilidad de la analogía es total o no existe. No es una propuesta de creación de la nada porque supone siempre un sujeto, no de la escritura sino del mundo. El hombre está y es errante. Sólo que no tiene palabras y su continuo vagabundeo permite eludirlas, dejando pasar solamente las palabras que no le pertenecen. Rechaza entonces el lugar de la apariencia, porque la apariencia impide la llegada de las palabras. ¿Rechaza el mundo? No, rechaza una forma del mundo donde las palabras en apariencia están encarnadas secularmente. Es sólo un gesto: la gesticulación de la mano cuyo vaivén parte aguas. Es un hombre alimentado por un deseo principal, el deseo del desierto, cuya posibilidad de satisfacción es sólo un sueño de escritura.

    Transición

    DESDE la experiencia de mayor interioridad posible (la experiencia del vacío) pasar a la mayor posibilidad de evidencia exterior del lenguaje. O sea: el pasaje evidenciado del conocimiento de la materia (conocimiento límite) al límite de posibilidad referencial, dejando testimonio puntual del proceso. Es decir: si matas algo dentro también lo matas fuera. Es imposible escribir poesía sobre un cardenal sin mancharse las manos de cardenal. Si hay un pudor, una timidez o un pequeño miedo al apoderarse de la palabra, ese sentimiento es correlativo al acercamiento con el referente. Mallarmé no esperaba noches enteras (las noches blancas de Valvins) la llegada de la palabra justa (como una esposa) para exterminar el mundo. La palabra justa, esa palabra que se espera, una palabra en tránsito por el túnel del tiempo, no es una palabra pura por no contaminada. Es pura por haber mantenido intacto su sentido original, atravesando todo un Sahara de significaciones, la tentación del silencio bajo un golpe de cúpula, escapando al águila de Góngora (la mirada del águila), un siglo de oro, El Dorado. Ese sentido original es su secreto, un secreto que se revelará al mundo cuando logre fundirse al objeto de su deseo.

    Entonces bodas. ¿Y cómo será ese sentido? ¿Será un sentido feliz? Feliz o infeliz, se trata del único sentido posible: el sentido de la encarnación, que huye de la desesperada situación de vivir en dualidad. El poeta es sólo un medio, un agente de coincidencia. El amor sólo es posible entre desconocidos, pero la encarnación sólo es posible entre antiguos pares del reino: un conocimiento ocurrido debajo del árbol del Paraíso. La traición del poeta es gesticularse, interferir con su imagen o su nombre en el proceso de un rito al cual no fue invitado, un rito iniciado mucho antes de su aparición como mediador. Mallarmé o Villamediana son sólo palabras en el aire, rumbo a la inmediata evaporación. Son máscaras transitorias impuestas al tiempo por la palabra original. Son palabras elegidas por la palabra: antenas. No hables, no señales, quítate: recibe.

    Keats: Los poetas no tienen identidad. Esa falta que señala Keats es la condición necesaria para no interrumpir el proceso de unidad entre la palabra y el mundo. Si el poeta tiene identidad, abre una zona de interdicción, una dicción alterna que impide la verdadera dicción, la otra. Separa, amplía la falla que tiempo e historia han abierto entre la palabra y el objeto de su deseo. El yo poético debe desaparecer, esfumarse. Una considerable paradoja es la del romanticismo: tan cercano al mito, exaltó al yo poético como figura totémica. Excepciones: Novalis y la locura de Hölderlin. Lezama lo sabía: Para llegar a Montego Bay. Para llegar a la boda y verificar el lugar de la fiesta hay que dejar testimonio del camino recorrido. De lo contrario ¿para qué tanta peregrinación? Una mala escritura se reconoce inmediatamente: es la escritura que produce apariciones súbitas, donde el largo proceso de búsqueda está eludido, relegado al silencio en calidad de desecho. En la escritura nada es desechable. Todo adquiere significación en el largo camino a la fusión. La súbita aparición de la palabra encarnada se justificaría como una epifanía de lo real. Para eso hay que dejar testimonio de ese silencio de siglos de espera. Elegir: dibujar las pisadas que te llevan al banquete (sentando así las bases de tu propia tradición, posibilitando un seguimiento) o crear espacios de silencio que evidencien tu otra condición: la condición muda. A ese vaivén no escapa la escritura del mundo.

    Desvío

    ACERCARSE por la palabra a un pájaro o a cualquier otro referente no volador entraña un miedo: el miedo de matar. Así, nombrar es detener, cortar un acto del referente que te es ajeno. Si ese referente además de volador es un referente cantarino, el peligro es doble: cortar un vuelo y cortar un canto. No basta eludir el crimen trasladando el mundo a la escritura y recordar, una vez más, que todo esto es un juego de palabras, una simple figuración sin figuras, un ejercicio de traducción. Es y no es: el mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. Si hay una paz posible, una tranquilidad de escritura en el escriba, ella radica en mantenerse erguido en ese puente, en ese lugar de tránsito desde donde se señala la distancia entre mundo y escritura. Ese punto es el lugar de la atención, el lugar alerta donde un paso en falso significa la pérdida de un estilo, el derrumbe de la elegancia. Ese paso en falso figuraría el robo de la antorcha, la apropiación del fuego o el rapto de la llama señalada: la promesa de Prometeo. Prometeo menor en el centro de una naturaleza en ruinas, el escritor guarda la distancia como si guardara el agua en el desierto. Porque la distancia es su único atributo, su distinción. Esa diferencia es lo que lo instala en su zona de goce, ese estar entre, en el lugar medio que es él mismo. El escriba es el guardián de la frontera.

    Je est un autre. La frase de Rimbaud es el reconocimiento pasmoso de la conciencia de la alteridad, de la diferencia, de la línea que demarca la ausencia de titularidad. Es también el arte de la fuga, una huida sin precedentes y la constatación de que toda identidad es fingida. Pero, en la escritura, es fundamentalmente una desesperada declaración de inocencia. Es declararse inocente de la función depredadora de la escritura. No soy el responsable de este crimen: sólo he sido hablado. A partir de ahí la escritura abre sus piernas a la modernidad, para que en ella penetre un río textual que no tiene nombre porque ese nombre, justamente, señala el lugar del crimen y al criminal, confundido con su escenario. La expresión ha muerto. El yo, sacerdote de un oficio por demás sospechoso, yace sepultado en el subterráneo textual. El texto sigue su curso pero es un río tatuado, un río que lleva en el lomo la marca de una huella. Ese tatuaje no es fonéticamente inocente. Señala un tú, una desviación de las aguas hacia su espejismo primario: lo que ves es tu reflejo. Escribir será mirarse y, al mirarse, reconocerse. Pero al reconocerme siento las bases de mi identidad, vuelvo al yo. Regreso a lo mismo, el texto ha transferido al lector su falla original. Todo lector es culpable. Leer es escribir. Las aguas se cierran.

    Y se abren. A la crisis de la modernidad y del pensamiento lineal (ese texto que fluye como un río) corresponde el (re)nacimiento del lector para la escritura. Ya no hay titular de la escritura; hay titular de la lectura. El lector se ocupa del texto, se sumerge en él, interrumpe su fluir, se baña tres veces en esa agua, tres veces y las que quiera. El lector es quien puede fijar, detener, retener el curso. ¿Y quién se ocupa de los referentes del mundo? Naturalmente que el texto, ese pulpo multidimensional que atrapa y traga lo que le rodea. Y así navegamos como inocentes por un agua contaminada pero sin mirar atrás y sin reconocer nuestra culpa. El pensamiento de la posmodernidad constituye la más alta irresponsabilidad frente a los muertos y, en términos textuales, la mayor traición a ese muerto, el Yo o hablante textual. Vivir ahora es vivir entre una ausencia, en una suerte de cráter o herida temporal que jamás cerrará. Frente a ese yo o lugar vacío que te señala con su ausencia sólo es posible la instalación de una política de simulacro, de simulación de un estado de plenitud por demás inexistente. Ahora más que nunca todos somos creadores, todos somos nuestro propio demiurgo. Pero escribir ahora es todavía llorar la muerte del creador.

    Sobrevivir

    NO HAY novedad: los poetas escriben para sobrevivir. La retirada de Rimbaud anunció: la verdadera vida está en otra parte. Pero ya no hay verdadera vida para el poeta en el crepúsculo del siglo. Y lo que es peor: no hay otra parte. Y las paradojas continúan. Una de Novalis: El paraíso está en todas partes o en ninguna. Tal vez haya que concluir, desgraciadamente para aquel fino espíritu del romanticismo alemán, que, bueno, en realidad, no hay paraíso. Y así vamos por delante, negando aquí y desconfiando allí de una serie de propuestas que el ser humano poético se tomó el trabajo de concebir para hacernos un poco más felices. Todo lo que tenemos es el presente: sofocante, implacable, filoso como una lámina, pero esto es todo, al menos por ahora. Los abanderados del presente no pensaron, no pudieron haber pensado qué significa exactamente vivir encerrados entre las cuatro paredes del presente, como si hubiéramos sido pintados. La cuadratura de nuestra vivencia tiene algo de arte, de artificio: por algo se dice, y no sólo en alusión a la representación de nuestra existencia, que vivimos en la sociedad del espectáculo. Esto es un escenario: estamos encuadrados. La posibilidad de salirnos del marco, de desmarcarnos, era, en un sentido temporal, la utopía. Era una promesa de devenir no solamente lineal sino también hacia arriba, hacia abajo o hacia el costado. El arte de nuestro siglo intentó el gran desmarcaje: la unión arte-vida, que era una forma de salirnos del cuadro. Fracasó: el regreso a las formas de fachada niega, entre otras cosas, el movimiento de la vida, el error, lo imprevisible, lo incontrolable. El regreso a las formas canónicas en arte no sólo significa el relativo agotamiento del repertorio formal de la vanguardia: significa, antes que nada, que todo está bajo control, que nuestra visión del mundo está controlada, que nada queda librado al azar, ni siquiera librado a la parte de lo fortuito estético que tiene el azar: lo sublime.

    Por eso decía que no hay novedad: los poetas escriben para sobrevivir. Sobrevivir, para un poeta, es simplemente ser. Ya casi se trata de una cuestión de dignidad, de luchar por no convertirse en una especie en extinción, como un tigre o un esquimal. Más allá de ser, esto es, escribir para producir cambios, para acompañar el ritmo de la vida, ya es imposible. El retroceso controlado de las formas en arte atenta directamente contra el avance —también controlado— de las formas en la ciencia. Pero mientras esta última se permite experimentar (muchas veces con el lenguaje de los poetas), el arte occidental actual se prohíbe la experimentación. Vivimos una época de arte cerrado, de poesía cerrada. Las nuevas posibilidades expresivas están bloqueadas porque parecería que, en un arrebato por la salvación de la especie, el arte teme su propia extinción. Y el arte retrocede por no alejarse demasiado, porque sabe que, al caer las posibilidades de la utopía en el pensamiento y en la vida, corre el peligro de terminar (peligro no muy lejano) hablando para sí mismo. Abrir un claro en la selva, poder imaginar, son empresas que no tienen más interlocutor que los pares del oficio. Así, se escribe para los que escriben. Y ya nadie se atreve a cuestionar el valor performativo o la actitud de lo hecho porque eso sería dar un paso adelante que no podemos dar. ¿A quién le importa que un poeta plantee nuevas posibilidades expresivas si el arte mismo de la poesía está en vías de desaparición? Sería una propuesta que cae en el vacío. Y aquí viene la paradoja, la gran paradoja: en las épocas de gran tiniebla, de gran cerrazón en cuanto a lo posible estético, aparecen nuevas formas. Todo consistiría en ver cuáles son los mecanismos contextuales que posibilitan su aparición. Luego, dejarlas fluir. Y la pregunta es: ¿estarán nuestros ojos preparados para lo verdaderamente nuevo?

    Apuntes sobre la imposibilidad de escribir

    ¿Y SOBRE qué escribo ahora? Éste no es un testimonio de la impotencia semanal de un columnista, sino la obligada reivindicación de un mutismo siempre latente en todo poeta. Escribir sobre el amor, escribir sobre el mundo, sobre la ausencia de imágenes o sobre un posible manantial de palabras que se suceden llamándose unas a otras son algunas variantes de lo mismo: nada, obligada manera de referirse a ese animal vivo que late amistosamente debajo de las palabras. Los místicos lo saben cuando usan las palabras o su encadenamiento para sugerir que detrás de todo está ella, en su expectativa blanca. Mallarmé la incorporó, la levantó en andas desde el plano mojado de un naufragio: Un coup de dés que no ha acabado, un siglo después, de sugerir posibilidades. Todo poeta, en fin, lo sabe en algún lugar de su conciencia: detrás de todo está ella, la callada, animándonos a distraer nuestra mirada de su imán. Ahora, a fines de un siglo que ha dejado lo mejor de sí mismo en cuanto a sorpresas, la nada vuelve a las suyas, con toda su carga de sugerencias. La nada es como el desierto, la nada creativa es el desierto. Pero no en cuanto a esterilidad ni en cuanto a imposibilidad, sino en cuanto, justamente, a lo posible: el desierto es el territorio de la neutralidad donde todo, absolutamente todo, puede ocurrir dentro de los límites del ser, todo poeta que se precie en algo, que se estime como creador, no sólo debe padecer ese momento de la nada: deberá buscarlo, llegar al límite de decisión de su decir.

    Decir es decirse pero no tanto: la precisión, la justeza de ese decir pasa irremediablemente por la conciencia de ese borde, de ese margen que señala que más allá está el vacío. Pero ese vacío, una vez más, está preñado de sugerencias, de posibilidades de totalidad. Frente a ese abismo de completud, valga el oxímoron, el poeta retacea, recorta aquí y allá algunos fragmentos de sentido que tengan una unidad en sí mismos o, por el contrario, aludan a esa falta de completud.

    Es la trampa de la poesía cuando realmente está escrita con sabiduría: la nada, imposibilidad o posibilidad del todo, está presente en los grandes poemas contemporáneos aunque sea en la mínima forma de una huella. Los efusivos o los locos —esos seres cada vez menos adorados— la ignoran. Pero sus confesiones, sus alianzas con el espíritu del maligno, sus caídas en la tiniebla de lo terrible, sólo son intentos vanos de escapar al imán de la blanca atracción, subterfugios, coartadas. Aludir a la nada no es —como predican algunos críticos ligeros de paso— la negación del mundo, la negación de los referentes. Y no lo es porque el mundo, con toda su excelente arbitrariedad, no es el todo sino solamente una parte, un medio, un remitente a un antes y a un después. Antes, la nada; después, el universo. Aludir a la nada es el reconocimiento de una presencia que en todo momento sugiere la transitoriedad de una escritura. Esa alusión es contra la posibilidad afirmativa, contra la exclamación y por la necesidad de un matiz que siempre advierte: no te lo creas demasiado. A partir del reconocimiento de la nada, escribir en el siglo XX —escribir poesía— es el arte del titubeo, de la duda; es la proliferación del equilibrista. Por eso en un poeta verdadero siempre se advierte que la ansiedad de la influencia (Harold Bloom), la búsqueda desesperada de un entronque con la tradición, la búsqueda de padres o de abuelos en la escritura deja lugar al único superyó posible: el vacío y la conciencia del vacío. La conciencia del vacío manifiesta en la escritura no es el autorreconocimiento de la imposibilidad de escribir (escribir es siempre imposible y ése es el punto de partida), sino la búsqueda de un lugar en el territorio minado. Sugiere una lucha, un enfrentamiento con el origen, aquel momento donde no había palabras. Toda palabra poética, a partir de ahí, tiene la fuerza de una revelación, de una instancia epifánica. No es extraño que en los grandes poetas del siglo, más allá o más acá de su cortedad en el decir, se presienta una íntima nostalgia por aquel momento original, el momento donde no existía nada que existiese. Siempre está presente el deseo velado de volver a empezar, por la sospecha verdadera de que allí, en aquel origen, ha quedado una posibilidad irremediablemente perdida.

    De todas maneras nos vamos

    ESCRITURA del desastre (Blanchot): no escribir el desastre (descriptura) sino ser escrito por el desastre. Se cierra el siglo con sigilo, al margen de los avatares históricos. Se cierra por donde se abre, casi como si se doblara. Son pocos, poquísimos, los escritores lúcidos que no cierran los ojos frente al cierre del siglo ni tampoco desvían la mirada. Para la escritura fue un siglo donde ocurrió todo, desde las utopías escriturales que prometían doblar el mundo, inventando una segunda voz con igual verdad que la primera, hasta las negaciones escriturales que también prometieron sepultar a la primera voz para que todo fuera ficticio, o, tal vez, más verdadero, abolida la verdad de la apariencia que nos crea la costumbre. Dicho así, con esta solemnidad, parecería que no queda flor, pájaro o mujer sobre el suelo. Quedan, pero no son palabras. Las palabras que heredamos están manchadas, en igual proporción, por la vida y por la muerte. Supongamos que siempre fue así: la muerte y la vida, siglo más, siglo menos, siempre adhieren a la piel de la palabra (aquí subyace la metáfora de un cuerpo; nunca como este siglo la palabra estuvo tan revestida de corporeidad, de todas las funciones biológicas de un cuerpo, entre ellas: amar, porque las palabras se atraen o se repudian por parentesco fónico) un poco de su esencia. Habría que esperar un limpiador, uno que desbrozara, uno que dijera esto es trigo, esto es cizaña y todo lo demás es paja. Pero no se ven los limpiadores, en un momento en que más se los necesita. Jünger huyó al bosque para tratar de oír la voz, en completa soledad, de Heidegger. Beckett murió diciendo que todo esto es, en realidad, imposible, tanto la vida como la escritura. Pero algo queda claro: la escritura de este siglo no ha sido una escritura aburrida. Mucho me temo que, al menos en América Latina y al contrario de lo que dice Julio Ortega en su profecía sobre la literatura latinoamericana de los noventa, el aburrimiento viene ahora. El aburrimiento, la autocomplacencia y el servilismo de escritor a lector. Lo que realmente se vislumbra como profecía es el cumplimiento de una literatura lateral que no cuestione, ni por asomo, al mundo y a la escritura. Se ve venir una literatura de acompañamiento, donde la antigua tensión entre escritor y mundo desaparezca en el aire, del mismo modo que la pasión, en la escritura de aceptación, cuya única rebeldía residiría en el reconocimiento tímido de que, en realidad, somos transitorios. Sólo la pasión atestigua aquel deseo dionisiaco de vivir como dioses olvidando, por un momento, nuestra condición mortal. Una literatura de lo posible literario que resulta ser el eco de lo imposible del mundo. Se le desea una larga vida a la parodia, una risa desatada de nuestro lugar en el mundo como si lo payaso fuera nuestro único paradigma. Pero ay del escritor que, en su ritual paródico, no se ría de sí mismo. Y eso es poco probable, ya que a la pérdida de posibilidad del escritor sobreviene un largo aliento solemne. Vamos volviendo al dilema de Baudelaire y a las posibilidades conceptuales del escritor en el mundo. Lamentamos nuestra falta de lugar y, con esa convicción, lucharemos por ella. No se descarta totalmente un revival del dandismo. Porque todo será simulado, operático. Y la escritura del siglo XXI será la nueva Eurídice que, frente a un solo vistazo, se convertirá en piedra. Olvidaremos nuestro pasado inmediato. Son muy pocos los escritores que quieren saber realmente lo que pasó con la escritura del siglo XX, aun antes de que el siglo acabe. Antes de haber terminado la frase ya la hemos satanizado. Pero propuestas de escritura no hay. Lo que hay son catálogos de escritores cuya batalla cotidiana es una lucha por estar ahí. Ya estamos escribiendo para mantener nuestro lugar, para ocupar un buen puesto en el hipódromo de las letras. Sólo que, al olvidar nuestra historia inmediatamente anterior, nos condenamos a ella. Nunca más la selección, el futuro de la escritura será un supermercado repleto.

    Encarnación reflexiva

    ¿CUÁL es el límite de la escritura? ¿Cuál es el límite de la libertad del escritor en la escritura? ¿Puede el escritor transgredir su propia escritura hasta vaciarla, hasta conseguir el vacío en ella? ¿Qué papel juega el mundo en la escritura más allá de que la Historia es la historia de la escritura en los textos?

    Responder a estas preguntas tal vez sería responder a la pregunta por la escritura que vendrá, por decirlo en paráfrasis de Blanchot. Y sobre todo se refieren a la escritura ensayística y, dentro de ésta, a la ensayística sobre poesía. La escritura reflexiva sobre poesía supone un objeto, aunque ese objeto sea la escritura misma. Pretextar el objeto de la escritura en la escritura misma ha sido una estrategia muy del siglo XX: supone un poetizar la escritura reflexiva, convertirla en espejo de sí misma. Al margen de su autoalusión, sí es palpable que una escritura sobre poesía no puede perder la concisión entre la mirada sobre el objeto y una reflexión sobre el lenguaje mismo. Debe poseer en su lenguaje la encarnadura material a la par de la encarnadura imaginaria de los textos a los que se refiere. Lo contrario de esto es lo más común: trazar un paisaje del texto objeto cuya perspectiva será necesariamente descriptiva. Y es una descripción que sugiere también una narración; contar el objeto, darle un principio, un medio y un fin, tratando de otorgarle una historicidad. En la mayoría de los casos de la historicidad lograda, ella se produce mediante la cita, que funciona como un injerto en el texto de una piel extraña en el tiempo pero que supone una correspondencia entre ambos cuerpos. Lo que resulta patético a los ojos de un lector que pretenda un seguimiento de esta escritura es verificar que las citas generalmente sirven no sólo para apoyar el texto en su nivel conceptual, sino también para legitimar la insuficiencia de la propia escritura reflexiva. En otras palabras: la escritura reflexiva no alcanza en su nivel de encarnadura material (el lenguaje no tiene suficiente densidad o espesor) e intenta justificarse, mediante la voz de la cita, ensanchando el marco de su conceptualidad. En este sentido, la escritura reflexiva no difiere demasiado en estrategia de aquellos poemas que se amparan en la coartada de los grandes temas para tapar una insuficiencia lúdica, pautada por la evidenciación de los mecanismos significantes del lenguaje. Es una escritura que se chantajea a sí misma, privilegiando a la idea sobre la palabra. La filosofía ha sido maestra en este tipo de coartada (salvo los grandes filósofos que también son grandes estilistas). Pero en la filosofía contemporánea, el caso de Derrida, por más discutible que resulte a los ojos del nuevo discipulado neoplatónico que domina el palco, es un intento de materializar el lenguaje desde el objetivo de alivianarlo de su carga logocéntrica. Leer a Derrida es leer a un escritor y no sólo a un pensador. Leer a un escritor: leer a alguien que no utiliza al lenguaje como vehículo, sino que utiliza al lenguaje como objeto. Las citas en Derrida están arregladas para que funcionen a la par de la escritura objeto (en este caso la escritura de Derrida y no la escritura sobre la que el filósofo escribe), para que el texto funcione, aunque con distintos niveles, como el mismo texto. La cita en este caso supone un solo grado de historicidad: la que legitima una anterioridad histórica a la escritura misma para que no resulte una escritura ex nihilo, una escritura de la nada. La cita como soporte conceptual de una escritura reflexiva remite a la Academia o al claustro universitario, donde la ideología está por encima del lenguaje. Pero la escritura reflexiva cuando se articula ex nihilo, fundada en el presente y sin verificación histórica, remite directamente a la soberbia del autor, que se presenta como autoengendrado, sin historia y sin antecedentes. Por otra parte, cuando la escritura reflexiva logra una encarnación lingüística, el lector está frente a un lenguaje que se presenta creado, con la ambición competitiva de estar al nivel del texto al que se refiere. Es generalmente la escritura de reflexión de los poetas, que no se someten con facilidad a la dictadura de las ideas. Ése sería el modelo de una escritura reflexiva: la escritura autoconsciente de sus medios, que no se niega como Historia y que otorga al lector el privilegio suplementario de no aburrirse.

    ¿Cuál lugar?

    DESDE niños conocemos el lugar: el cuerpo de la madre. Si tenemos ese lugar, el mundo, en lugar de cerrarse, se abre. La madre abre al niño un espacio en el mundo. En igualdad de condiciones el poeta. Heidegger insistía en el concepto de lugar como geografía, metáfora remota del primer lugar, del origen. El tiempo —y la modernidad— nos han jugado una mala pasada: cada vez más alejados del origen, la escritura actual, metáfora de metáforas, es la memoria del origen. Todo origen es invención y la lengua no es la patria del poeta: es su lugar. La escritura moderna, desde este punto de conciencia, se ha transformado en una experiencia abismal. La página mallarmeana ha sido la encargada de condensar esa experiencia de vacío, esa blancura que, a la vez de potencializar todas las posibilidades de la escritura, también las reduce a su mínima expresión. La patria, el origen, el lugar, o como quiera llamársele al espacio del poeta, queda establecida como una sola posibilidad o menos que eso: como un entredicho.

    El poeta moderno no tiene lugar en el sentido de un origen. Está más acá de la secularización y de la pérdida de su aura, en la misma posición que el hombre común: está en el medio. El origen como detonador, como dispositivo generador de poesía ya no funciona. Es desde esa postura que el poeta ha perdido aura. Su condición no es menos habitual que la del individuo masificado e informe. Hoy en día sólo un maniático —o, por el contrario, alguien que se permita un diálogo de recuperación, de anamnesis, de determinada zona del pasado— puede pretender ocupar una posición que ya no existe. En 1950, los beatniks, siguiendo los pasos de la fuga árabe de Rimbaud, trataron de cometer una operación de descentramiento geográfico. Viajaron a la India y a Marruecos buscando hacer coincidir los centros hegemónicos de la cultura occidental (París, Nueva York) con los espacios con aura.

    No se equivocaron en la medida en que, para la cultura occidental, la hegemonía es siempre territorial. Pero sí hubo un error: el concepto de aura es, también, propiamente occidental. El último intento de restablecer contacto con el origen —un origen tan lejano que parecía de oro— lo propició el poeta romántico. Su exaltación del yo lírico como sustento de un diálogo mayor, deificado, con la naturaleza, era la manera de desarticular o, también, de descentralizar la prosa urbana. Fracasó: además de genio, loco, excéntrico y extravagante, el poeta romántico era también un hombre común, un burgués alto o medio pero que tenía que participar, negándose a la esquizofrenia que vive el poeta de hoy, en su momento histórico. Es que todo intento de regreso a un origen es un intento unitario, más allá de las estrategias ideológicas de fusión o de armonía.

    El poeta actual no sólo ha perdido origen o lugar: perdió, fundamentalmente, identidad. Cuando digo identidad me refiero a identidad social, a figuración. Ya sin ninguna posibilidad de vivir la otredad en el tiempo real, el poeta ha debido de aceptar la escisión que significa el cultivo de un arte reducido a su mínima expresión y, a la vez, un comportamiento que no implique una diferencia. La exaltación de la diferencia, en el poeta actual, no es más que la del hombre común: en la sociedad actual estamos todos diferidos, dislocados de un centro primigenio o mítico que no es ya el centro cultural o de hegemonía cultural. Es un dislocamiento de nosotros mismos, una toma de distancia respecto de nuestra identidad profunda. Y cuando digo que la condena del poeta es el cultivo de un arte reducido a su mínima expresión, señalo la condición del poeta como la de un mero manipulador de códigos lingüísticos: el poeta como técnico. Y todo lamento, todo llanto por lo que fui, motivo horaciano que suelen repetir algunos hacedores de poesía actuales, cae, por su mentida inocencia, en el más profundo ridículo, un ridículo, también, muy actualizado y valorado por la tecnología actual. Desde Heidegger, el último que señaló el mundo tal-cual-es, la conciencia del lugar del poeta no ha variado.

    El poema como errancia

    EL POEMA es un tráfico, un negocio con lo imposible. Imposibilidad del decir y del nombrar, decir contra toda evidencia, imponer una virtualidad al mundo que suponga, por ese gesto arbitrario, una posibilidad. Toda la poesía contemporánea más lúcida, la que ha tenido, desde las vanguardias en adelante, esa conciencia, se ha debatido entre la alternativa de dar el mundo o de darse a sí misma. Las vanguardias, con toda su reflexión negadora de la tradición, lo que comportaba un corte tajante respecto de las posibles recuperaciones de momentos estéticos del pasado, significan el punto más alto de esa conciencia, lo que Roland Barthes llamó el grado cero de la escritura. Ese grado cero supuso un límite en el diálogo poema/mundo. Ir más allá, dar un paso adelante, significaba el silencio. Pero el problema ya no era el silencio de la escritura, el abandono de la poesía y la elección de la realidad como en el conocido caso de Rimbaud, o la recurrencia a la nada como zona final que, por una paradoja evidente, remite a una nueva consideración del origen como en el caso de Mallarmé. Ambas experiencias decimonónicas no suponían una permanencia en el límite. Hay que esperar al siglo XX y a Samuel Beckett para verificar la existencia de ese límite encarnado en una realidad de la escritura más allá de toda gestualidad. Beckett supo mantenerse en ese borde de una manera ejemplar, en un ejercicio de autocontrol que le impidió retroceder y pactar con la posibilidad de lo decible o, del mismo modo, precipitarse en el abismo del callar. La experiencia de Beckett, nos guste o no, sugirió una vuelta de tuerca al problema poético contemporáneo: la conciencia del no-lugar de la poesía en el mundo. Un no-lugar que no sólo supone una clausura metafísica del acto de poetizar (interrogante que ya estaba planteada en el romanticismo alemán a través de Hölderlin con su conocida cuestión: ¿Para qué poesía en un tiempo sin dioses?), sino que también plantea un problema más grave, físico: el reconocimiento de una no-territorialidad para el poema, lo que convierte a todo gesto poético en un acto de nomadismo. A partir de ahí comienza la nueva consideración del poeta, su consideración actual: el poeta como errante. La errancia no sólo es consecuencia de aquel principio de no-identidad del poeta que formulaba Keats y que señalé más arriba, formulación que llevaba implícita, por contradicción, la apuesta de Heidegger por una metafísica vinculada al territorio según la ecuación ser = lugar = origen. La errancia es también la asunción, por parte del poeta, del fin de la consideración del poema como objeto, como una cosa más en el universo de los objetos naturales o creados, identificación que sustentó a todo el ideal vanguardista. Dicho de otro modo, al tan famoso y alabado fin de la utopía corresponde, en términos poéticos, el fin de la consideración del poema como objeto. Y esto por una razón muy sencilla: por más aventurera que quiso ser la vanguardia en su activación de la mecánica del cambio permanente, su teoría estaba sostenida por una idea cara a principios del siglo XX: la de la relatividad einsteiniana. La puesta en duda, la sospecha einsteiniana de la estabilidad del universo fue lo que posibilitó, en términos teóricos por supuesto, el ejercicio de toda la parafernalia vanguardista, su profundo trastocamiento de la idea de representación. Ya no se puede representar la figura porque se duda de su integridad; el objeto se parte en pedazos. El cubismo es un buen ejemplo de esto. Pero lo que interesa aquí es resaltar que, al depender de una teoría de la relatividad física, la vanguardia seguía dependiente de la realidad. Por más rupturas que quiso implantar no pudo quebrar el espejo que la vinculaba al mundo objetivo-real. Jugando con las palabras, la autonomía del arte que tanto preconizó también fue relativa. La poesía siguió a las artes plásticas en esa dependencia: si el objeto está descompuesto, entonces se descompone la sintaxis, se descompone la estructura del poema hasta descomponer el último bastión verbal que todavía sostenía al sentido: la palabra salta en pedazos, la visión macrológica del mundo que mantenía el poeta se cambia en un ejercicio micrológico que llega hasta la afasia en sus representantes más radicales. Altazor, de Vicente Huidobro, o En la masmédula, de Oliverio Girondo, son paradigmas claros de lo que digo. Pero por más descompuesto en sus componentes, el poema quería todavía un lugar, quería todavía ser mundo, quería ser objeto.

    El poema como errancia significa, ahora sí, el fin de la dependencia de la poesía respecto de la realidad. Sin lugar, sólo queda al poeta derivar o, en términos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, devenir, ser otra cosa, ir de identidad en identidad, estar en movimiento continuo. El poeta pierde identidad en ese vagabundeo interminable y el poema pierde al titular de su habla. Ya no hay identidad: hay identidades. Ya no hay una realidad que obedecer: hay realidades y todas intercambiables según el punto en que se encuentra el poeta en esta verdadera fuga de un centro ausente. En otras palabras, el poema se vuelve inubicable en cualquier realidad e inubicable en cualquier tradición, ya no puede ser situado y por lo tanto canonizado, más allá de su especificidad que es ese mínimo territorio que lleva consigo. La pregunta que se deriva de todo esto podría ser: ¿no implica este movimiento un gesto de renuncia radical al mundo y a la idea de la poesía como una posibilidad de alterar la realidad? La respuesta, en la que personalmente creo, parece ser la contraria: en ese perpetuo movimiento lo que se trata de hacer es abarcar la mayor cantidad de realidades, la mayor cantidad de mundos. Y lo más importante: en ese recorrido espacio-temporal hay un deseo implícito de recuperar una tradición. En ese efecto de anamnesis, de recuperar en el recuerdo, reside la diferencia más notable de la poesía actual respecto a la de su pasado finisecular. No una recuperación gratuita, un calco del pasado o de ciertos momentos estéticos del pasado, como si no hubiera habido tiempo de por medio. Una recuperación del pasado según este ahora: una presentificación. Con esta salvedad: la validez de ese pasado recuperado para este presente dependerá no sólo de la claridad teórica sino del nivel performativo, de realización, del poeta. Esto parece indicar que, más que el fin o la muerte de toda idea utópica, se trata de una entrada en una nueva utopía más verdadera.

    DOS

    La poesía frente a sí misma

    EN ÉPOCAS de oscuridad y crisis los poetas se refugian en su obra. Mientras que los filósofos, los sociólogos, los científicos —aunque en menor grado— se debaten tratando de dar un sentido no a las palabras de la tribu pero sí a las formas del mundo, los poetas cultivan su propio jardín. Hay quien dice, y la frase es de tal dominio público que no hace falta buscarle creador, que sólo en épocas de crisis es posible un gran arte. Eliot sugería que la poesía de un país era directamente proporcional al tamaño de su cementerio. Nada sutil, el inglés. Pero lo cierto es que hay consenso en relación con la necesidad de la catástrofe como productora de poesía. Si esto es así, habría que sentarse a esperar los grandes frutos caídos del árbol de la frivolidad, el tedio y el reblandecimiento de la época en que vivimos. Y mientras tanto, ¿qué hacer? Pues cultivar, cínicamente, nuestro propio jardín, según la historia y el ritmo de la historia que los tiempos aconsejan.

    Lo curioso es que en ese cultivar el propio jardín se oculta, al acecho, la intemporalidad, la huida por parte del poeta del tiempo presente. En efecto, ¿qué tiempo, qué historia determinan la fertilidad de las tierras interiores? Y algo nuevamente curioso: el primer movimiento que hacen los que cultivan su propio jardín es el volver a la infancia. A la infancia personal, cubierta de aura por el simple hecho de haberse transformado en un lugar alejado en el tiempo, como si la infancia tuviera esa cuota de verdad inequívoca de ciertos objetos aún no del todo gastados

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