Asha o la fuerza de la esperanza: El sueño de levantar una escuela en Nepal
By Aina Barca
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Aina Barca, con solo 21 años, emprendió el reto de hacer realidad un difícil proyecto: construir una escuela de educación especial en Hetauda, al sur de Nepal, la única escuela para niños con discapacidad en un distrito de 2.500 km2. Una mujer joven y extranjera se verá sola en una sociedad profundamente patriarcal, enfrentándose a amenazas, coacciones y abusos para cumplir con sus objetivos.
En Asha o la fuerza de la esperanza, la autora explica su lucha por escolarizar a los niños olvidados de Nepal, un país con sus propias normas y códigos de conducta, donde la corrupción se cuela por cada rendija. Una historia intensa y emocionante donde la esperanza cobra vida propia.
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Asha o la fuerza de la esperanza - Aina Barca
Agradecimientos
Prólogo 1
«Familia de Hetauda», precioso nombre para un proyecto creado para atender a personas que sufren discapacidad intelectual. Hace más de cincuenta años que en Cataluña surgieron los primeros centros, esencialmente promovidos por padres de niños que presentan estas deficiencias –disfunciones, diríamos ahora–. En casi todas las comarcas catalanas los hay: unos pensados para personas en edad de trabajar, otros concebidos como centros de día, y unos terceros orientados a menores de edad.
Estos proyectos, si llegan a cuajar, al cabo de los años acaban constituyéndose en grandes familias. La razón creo que es común a todos ellos: sus fundadores consideran y tratan a todas las personas como iguales, como corresponde a su dignidad intrínseca. Esta visión o paradigma de partida configura un tipo de relaciones interpersonales y de cultura. Confiere, además, una gran motivación y un sentido de pertenencia a todos sus miembros.
¿Cuál ha sido la motivación de personas como Aina Barca, que, sin tener ningún familiar que sufriera algún tipo de discapacidad, decidió consagrar su vida a niños de ese colectivo y emprender un viaje sin retorno de más de nueve mil kilómetros?
Es curioso: a la misma edad que Aina, yo también decidí dejarlo todo y marcharme a trabajar como mozo de manicomio al Hospital Psiquiátrico de Las Delicias, en Zaragoza. No me es difícil, por tanto, ponerme en su piel e imaginarme qué pensaba y sentía Aina cuando, seis años atrás, decidió fundar una escuela para niños con discapacidad intelectual en el sur de Nepal.
Yo buscaba sentido al trabajo que realizaba y, en definitiva, a mi vida. La búsqueda permanente del sentido es lo que siempre me ha motivado, y creo que es lo que motivó a Aina a cambiar radicalmente su vida. Así también lo aprendí de Viktor Frankl, que, en su libro El hombre en búsqueda de sentido, da un testimonio trascendental sobre su paso por el campo de concentración nazi de Auschwitz.
Si no, uno no se explica cómo Aina ha logrado superar tantas adversidades: demasiado joven, chica, extranjera, sin dinero ni contactos, en medio de una sociedad llena de prejuicios…
Familia de Hetauda ya va por la segunda escuela y ha movilizado a una parte de la sociedad nepalí en torno a la necesidad de atender y escolarizar a los niños que padecen discapacidad intelectual, y de hacerlo con recursos adaptados a su situación específica.
Aina ha sabido sensibilizar a la sociedad para que tome conciencia de esta situación y de estas necesidades. Así, ha logrado crear un equipo profesional y entusiasta y proveerse de los de equipamientos adecuados. Todo ello con el objetivo de mejorar el bienestar y el grado de autonomía de estas personas y conseguir su integración real en la sociedad nepalí.
He viajado varias veces al Nepal, una tierra fascinante, casi mística, que me ha dejado impronta y que, sin duda, también la ha dejado en el alma de Aina. Pero quiero pensar que Aina, a través de sus escuelas para niños con discapacidad intelectual, dejará una huella todavía más profunda en la sociedad nepalí.
Es un honor y un placer haber conocido a Aina y poder acompañarla, aunque solo sea con estas palabras.
Este libro demuestra algo que suelo contestar a la gente que se acerca a La Fageda y pregunta: «¿Cómo lo has hecho?», a la que le respondo: «No lo sé, pero, si algo sé, es que es posible».
¡Gracias, Aina!, ¡gracias, Familia de Hetauda!
CRISTÓBAL COLÓN PALASÍ
Fundador y presidente de La Fageda
Santa Pau, febrero de 2019
Prólogo 2
El día que conocí a Aina, me maravilló que una chica tan joven, y con una apariencia tan frágil, hubiera sido capaz de crear y levantar, sin apenas ayudas, un proyecto tan grande –en todos los sentidos– como la ONG Familia de Hetauda.
Nos encontramos, hace ya unos años, un mes de julio, en Katmandú, Nepal. No voy a aburriros explicando cómo y por qué llegué allí, pero ella fue la razón y el catalizador de mi viaje; ella y sus niños olvidados de Nepal.
Aina me iba a acompañar a Hetauda para que conociera a su familia nepalí y para enseñarme lo que había construido en apenas cuatro años de trabajo. Solo hacía un par de meses que nos habíamos intercambiado algún email y que yo había contactado con ella a través de las redes sociales. Me sentí atraída por su proyecto desde el primer momento en que, desde el ordenador de la redacción donde trabajo, leí sobre él en una búsqueda aleatoria de ONG españolas que trabajan en Asia. Cuando concretamos los detalles del viaje y me dijo «sí», compré los billetes de avión a Katmandú aquella misma tarde.
Al principio de estas líneas os he hablado de la aparente fragilidad de esta joven de veintiséis años. Aina también habla de la máscara y del muro infranqueable que se ha visto obligada a construir para esconder sus miedos y sus flaquezas. Yo, en cambio, desde que la conozco, he podido comprobar que se trata de todo lo contrario: es su aparente fragilidad la que enmascara su fuerza y valentía sin límites.
El libro que tenéis en las manos os va a llevar a vivir de cerca una historia sobre discriminación, machismo, abuso de poder, corrupción, abusos, coacciones, monstruos oscuros…, todo ello tejido con hilos casi invisibles, casi imperceptibles, que consiguen que el peligro sea aún mayor. Una historia de tristeza, a veces, y de soledad, de mucha soledad. Aunque su historia, a pesar de lo que pueda parecer en un principio, habla de héroes y heroínas, no de víctimas.
Pero Asha también es un relato que habla de solidaridad, de la generosidad en mayúsculas y sin límites, que no espera nada a cambio, de personas que desprenden luz, de pura y bendita inocencia, de bondad, de sonrisas inesperadas, pero muy deseadas, y de inmensas alegrías. Una historia que nos ofrece pruebas de la extraordinaria y asombrosa capacidad de resistencia del pueblo nepalí, la misma cualidad que tiene esta veinteañera catalana con raíces en Nepal, su casa.
La historia de Aina Barca también nos ayuda a no perder la esperanza en la bondad humana, esa que escasea y echamos de menos, la misma que a veces nos cuesta tanto encontrar, incluso en nuestro interior.
Durante este camino por el que transitaréis de la mano de Aina, ella os hablará a menudo de la palabra «destino». Aina ha confiado en él y asegura que ese destino es el que la ha llevado a crear la ONG Familia de Hetauda. Pero ella también ha batallado contra ese mismo destino y ha luchado, y seguirá luchando, con todas sus fuerzas, para ir en contra del destino de cientos de niños desahuciados y condenados a no recibir educación ni cuidados, niños que, por haber nacido con algún tipo de discapacidad o diversidad cognitiva, en Nepal están obligados a vivir una vida en la oscuridad más absoluta.
Si creemos y confiamos en la fuerza del destino, tengo dudas de si el camino se convierte en más fácil y liviano o, por el contrario, se hace más tortuoso y complicado, ya que, creyendo a pies juntillas en ese destino inexorable, perdemos las riendas y el poder sobre nuestro futuro y quizás nos abandonemos a esperar sin más a que llegue lo que tenga que llegar. Quizás el secreto de la felicidad esté en tener esperanza, en no perder la esperanza, en creer en ella, en ser esperanza. Esperanza es asha en nepalí, y asha es lo que ha guiado la vida de Aina Barca, más que su propio destino.
No existe un amor más incondicional que aquel que consigue que ames sin límites, aunque el objeto de tu amor te obligue a odiarle y te conduzca al desprecio y a la tristeza. Cuando lleguéis al final de esta historia, de este camino lleno de piedras y de dificultades, también descubriréis que hay vínculos más fuertes que los de la sangre y el apellido. Asha significa esperanza, sí, pero también es amor sin mesura y sin miedo.
Ojalá la esperanza se convierta en inspiración. Ojalá la esperanza nos ayude a imaginar un mundo mejor. Si somos capaces de imaginarlo, seremos capaces de lograrlo o, al menos, de intentarlo. Aina Barca es el ejemplo de ello. Ella es esperanza. Aina es asha.
You may say that I’m a dreamer
But I’m not the only one
I hope someday you’ll join us
And the world will be as one.
(Imagine, John Lennon)
LORENA VÁZQUEZ LILLO
Periodista
Prólogo
de la autora
No siempre puedes tener una vida cómoda y no siempre serás capaz de resolver todos los problemas del mundo a la vez. Pero no subestimes la importancia que puedes tener, porque la historia nos ha demostrado que el valor puede ser contagioso y la esperanza puede cobrar vida propia.
MICHELLE OBAMA
Son las diez de la mañana y, desde el despacho, oigo el ajetreo de los niños que llegan a la escuela. Hace pocas semanas que he vuelto a Nepal después de pasar unos meses en Barcelona escribiendo este libro. Sakshyam, uno de nuestros alumnos, abre la puerta, corre hacia mí y me regala un abrazo. Forma parte de su ritual diario. Después, una de las maestras lo llama para que vaya a clase y yo me vuelvo a adentrar en estas páginas; ahora, con una nueva dosis de inspiración: la huella de su amor. Pienso en Sakshyam y en su sonrisa infinita. Pienso en cada uno de los niños, y en todos los conocimientos que han adquirido desde que están escolarizados. Precisamente, esta historia trata de eso: del camino recorrido para construir la primera escuela de educación especial de Hetauda, una ciudad situada en el sur de Nepal.
Escribir el libro no me ha sido nada fácil, porque he tenido que exteriorizar las cicatrices que este país ha dejado en mí. En estos seis años de dedicación plena a la educación de los niños con discapacidad, he conocido la corrupción de cerca, he convivido con el estigma que supone el hecho de ser extranjera y he sufrido las consecuencias de una sociedad que conserva valores patriarcales muy arraigados. He tenido que enfrentarme también a amenazas, coacciones y abusos. Y para defenderme de tanta hostilidad tuve que construir una muralla a mi alrededor, tras la que cobijé todas las experiencias profundas vividas en Nepal. Un refugio infranqueable desde donde pude enmascarar la fragilidad, el miedo y las heridas bajo una capa de firmeza que me ha permitido aparentar en todo momento un dominio total de la situación. Y, hasta ahora, siempre había callado. Llega un momento, sin embargo, en que hay que mostrar, con la mayor honestidad posible, no solo el trabajo llevado a cabo por Familia de Hetauda, sino también la lucha que ha sido necesario librar para llegar hasta donde estamos hoy. Y para ello he tenido que derribar esa muralla y abrazar el dolor que ocultaba para poder escribir a través de él, para poder traspasarlo. He tenido que dar voz a los sentimientos y sustituir el sufrimiento por la amorosidad.
Salgo del despacho para entrar en una de las clases. «¡Hello, Aina miss!»,1 me dice Mihika mientras me lanza un beso al aire. Sonrío y le devuelvo la muestra de afecto de la misma manera. Dentro del aula todo transcurre con normalidad. A veces me cuesta recordar que, hasta hace poco, el hecho de que una niña como Mihika fuera a la escuela no era normal en Hetauda. A veces me parece que todos los esfuerzos para conseguirlo forman parte de una pesadilla del pasado que ya me queda muy lejana.
Y miro el libro que ahora tengo en mis manos y pienso que ha sido mi atrapasueños particular. En él han quedado ancladas todas esas pesadillas. El mayor sueño que jamás he tenido, sin embargo, fluye a través de sus páginas y estalla en las risas y las voces de los niños que oigo ahora mismo dentro de la escuela.
Todo lo que he vivido en Nepal –lo bueno y lo malo– me hace sonreír hoy con más fuerza. Me hace feliz ver todo lo que hemos logrado y siento una gratitud inmensa hacia todas aquellas personas que han formado parte de esta historia. Todas las personas que han hecho posible que la esperanza de los niños olvidados de Nepal haya cobrado vida propia en forma de educación.
Dicen que escribir un libro es reflexionar y cerrar una etapa de la vida para empezar otra. La etapa que yo finalizo aquí y que reflejo, como un espejo del alma, en este libro está hecha de sueños, de heridas y de amor. Y quiero dedicarla a los niños y niñas de nuestra escuela, de Asha School: «Gracias porque me habéis hecho creer en la bondad humana cuando nada ni nadie me inspiraba a creer en ella, y porque me habéis enseñado el verdadero significado de la palabra felicidad. Sé que sois pequeños ángeles sobre la Tierra, aunque no todo el mundo sepa reconoceros como tales. Espero poder seguir a vuestro lado durante muchas etapas más para superar juntos todas las adversidades y crecer con vosotros y para vosotros».
Capítulo 1
Mis raíces y mis historias de la infancia
Cada cicatriz quedará aquí para contar su historia, y al final de tu vida tendrás que agradecer todas aquellas líneas escritas sobre tu piel. Ellas te harán ser libro, tomo, trilogía: la enciclopedia inacabable de la vida.
MARWAN ABU-TAHOUN RECIO
No suelo hablar de mis recuerdos de infancia y de adolescencia ni de nada anterior a mi viaje a Nepal. No obstante, me gustaría mostraros brevemente cómo era mi vida en Barcelona, ya que mis raíces siguen y seguirán estando siempre allí.
Empezaré por el principio. Nací en abril de 1991, fruto de un padre y una madre increíbles; él, profesor de matemáticas y ella, lingüista. Mi familia es pequeña, y, aunque yo deseaba hacerla crecer, y cada Navidad pedía a los Reyes Magos que me trajeran una hermana, esta nunca llegó. Mis padres quisieron que fuera su única hija para poder dedicarse plenamente a mí y ofrecerme lo mejor que tenían en cada momento. Y hoy, que lo veo con perspectiva, puedo decir que mis padres fueron siempre mis Reyes Magos; no solo me regalaron la vida, sino también la estima, la educación, la formación y los valores que hoy me hacen ser quien soy.
Crecí en un entorno de clase media y, aunque nunca me faltó de nada, en casa predominaba un ambiente de austeridad; ni los lujos ni todo lo que se consideraba un capricho innecesario abundaron nunca en mi vida. La educación, en cambio, fue siempre una prioridad. Mis padres me criaron bajo una gran disciplina y, entre normas y reglas, me inculcaron que mi responsabilidad era estudiar y sacar buenas notas. Me decían que la educación me permitiría ser libre cuando fuera mayor y, aunque yo entonces no lo entendía, siempre procuré ser una buena estudiante. Aparte de la formación académica, también dieron mucha importancia a la educación musical y a la actividad deportiva, y, así, el lenguaje musical, el piano, la flauta, el canto coral, la natación y la natación sincronizada fueron llenando todas mis tardes.
Cuando tenía cuatro años oí hablar por vez primera de la guerra; la guerra de Bosnia. Por televisión aparecían imágenes de numerosos atentados contra la población civil y también de miles y miles de personas que abandonaban su tierra. Ver la realidad de los niños bosnios me impactó mucho. Creo que fue la primera vez que me sentí realmente afortunada de vivir donde vivía. Y, en cierto modo, en la medida en que lo pueden entender los niños, comprendí que los alimentos, la seguridad y la escuela que mis padres me ofrecían cada día para aquellos niños era un privilegio inalcanzable. Le pregunté a mi madre qué podía hacer yo por aquellos niños, y si les podía enviar mi comida o mis libros. Ella no me respondió. Se limitó a mirarme con mucho amor y esbozó una media sonrisa. Los niños de Bosnia continuaron presentes en mi cabeza durante mucho tiempo.
Lejos de su realidad, sin embargo, mi infancia fue feliz; creo que no hay ni una sola fotografía de cuando era pequeña donde no aparezca sonriendo. Fui una niña muy imaginativa que siempre solía estar inmersa en un mundo mágico. Mi juego preferido era crear historias y sumergirme en ellas representando sus personajes: hablaba como ellos, sentía como ellos y vivía dentro de su piel. Mi madre era cómplice de todas mis historias. Habíamos inventado una palabra mágica, barrabarrabum, que usábamos como pasaporte de entrada a ese mundo ficticio donde pasábamos horas y horas. Unas veces yo hacía de madre, y mi madre hacía de hija; otras, yo era la profesora de música y ella la alumna, o también nos convertíamos en dos amigas que tomaban café y hablaban sobre sus hijos. La verdad es que no importaba cuál fuera el argumento, sino la intensidad con la que yo lo vivía; la empatía y la carga de sentimientos que depositaba en el