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Acero quebrantado
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Acero quebrantado

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About this ebook

Después de un periodo sanguinolento en Irak, Karen Barnes solo desea una vida simple rodeada de caballos y de las montañas de Wyoming. Sin embargo, cuando un desconocido trata de alojar a un caballo famoso valorado en millones de dólares en su cuadra, Karen sospecha que el caballo ha sido robado.

Cuando sus peores temores se ven confirmados, y su vida amenazada, aparece su instinto de supervivencia. No obstante, las cosas son mucho peores de lo que se habría podido imaginar cuando descubre que ese robo es solamente una treta para encubrir el espionaje.

Con las vidas de las personas que quiere en juego, ¿puede encontrar el coraje para luchar en una batalla más, o la violencia y matanza van a hacerla pedazos?

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateDec 18, 2018
ISBN9781547562800
Acero quebrantado

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    Book preview

    Acero quebrantado - T.J. Loveless

    ACERO QUEBRANTADO

    ––––––––

    SAGA METAL PERFECTO

    LIBRO 1

    T.J LOVELESS

    Sinopsis

    Después de un periodo sanguinolento en Irak, Karen Barnes solo desea una vida simple rodeada de caballos y de las montañas de Wyoming. Sin embargo, cuando un desconocido trata de alojar a un caballo famoso valorado en millones de dólares en su cuadra, Karen sospecha que el caballo ha sido robado.

    Cuando sus peores temores se ven confirmados, y su vida amenazada, aparece su instinto de supervivencia. No obstante, las cosas son mucho peores de lo que se habría podido imaginar cuando descubre que ese robo es solamente una treta para encubrir el espionaje.

    Con las vidas de las personas que quiere en juego, ¿puede encontrar el coraje para luchar en una batalla más, o la violencia y matanza van a hacerla pedazos?

    Dedicatoria

    Para Daron, el amor de mi vida, mi oso Fozzie en mis horas más oscuras.

    Prólogo

    Síndrome de Estocolmo.

    Tres palabras que odiaba, que aborrecía, que quería eliminar de la faz de la tierra. Pero ahí estaba yo sentada mientras ella repetía la frase e insistía en que debía comprender su significado para poder seguir adelante. Síndrome de Estocolmo, tres palabras que podrían explicarlo todo, ayudarme en el camino hacia la recuperación.

    Mis recuerdos salían a la superficie y me provocaban unas reacciones físicas que no iba a contarle a la terapeuta solicitada por el tribunal. Ella no lo entendería, y seguramente no iba a ser de ayuda. Confiar en ella no era una opción, y el dolor que me sobrevenía al pensar en los últimos meses no podía soltárselo a una extraña.

    Fingía, asentía y actuaba como si la estuviera escuchando. Ella podía echarle la culpa al síndrome de Estocolmo todo lo que quisiera; yo sabía que la situación era culpa mía en muchos sentidos.

    A la mierda. Eso nada tenía que ver con Estocolmo, sino con el asesino serial violento y sádico que se hallaba en prisión, con las recientes cicatrices rosadas que seccionaban mi rostro y me bajaban por el cuello, con un padre al que se le daba demasiado bien guardar secretos y con un caballo famoso valorado en diez millones de dólares.

    Capítulo I

    La alarma sonaba alto y claro mientras el relojito rodaba por toda la habitación. Una avance tecnológico para los que presionan el botón «Posponer» repetidamente en vez de levantarse de la cama. Llevaba una relación de amor-odio con él.

    Me restregué la cara quejándome por lo bajo. Despertarse a las cuatro de la madrugada nunca es agradable, pero las tareas debían realizarse, y cuatro caballos tenían que ir a subasta. El mundo funcionaba a la luz del día.

    La noche seguía siendo mi compañera preferida. Era en esas horas cuando podía mantener a raya las pesadillas generadas por los recuerdos de la guerra.

    Até mi largo pelo castaño oscuro en una cola de caballo y cogí unos vaqueros, botas y una camiseta. Seis caballos, cuatro de los cuales debían prepararse para la subasta, esperaban a la rutina matutina. Todos los boxes necesitaban limpieza y paja fresca, tres perros le rogaban alimento y todos los animales debían hacer ejercicio.

    Me encantaba todo lo relacionado con el ranchito: los olores, el trabajo duro y no tener un jefe gritón. Me sentía más sola que la una. Papá me lo dejó cuando murió, ya que la donante de óvulo se largó el día en que nací. Para mí, solo los animales eran confiables.

    Unos suaves relinchos me dieron la bienvenida al abrir las puertas de la cuadra. El olor a caballos, heno y estiércol flotaba por el aire de la madrugada. Relajé los hombros al oír esos sonidos familiares, al ver esas vistas y al oler esos olores: mi lugar feliz.

    Solté a los caballos para que pastaran por las cercanías y observé la manera en que se organizaban conforme a la jerarquía. Happy Feet tomó la delantera y trotó hacia la mejor hierba: la del centro. Cerré bien la puerta y me apoyé en ella un momento. Con el silbido de la brisa sobre la hierba del valle de fondo, la luna desapareció justo a tiempo para que apareciera el sol. El espectáculo hizo que levantarse valiera la pena. Mientras los rayos dorados acudían a escena como cada día, yo miraba el pelaje alazán de Happy Feet destellando un reluciente cobre al sol de la mañana. Estaba que florecía debido al potro que esperaba para las próximas seis semanas. La había emparejado a ella, bisnieta del difunto y grandioso San Peppy Badger, con Five Alarm, actual campeón de la AQHA de los Estados Unidos en reining, en acoso y derribo y en concurso hípico. Esperaba grandes cosas del potrillo. Me hacía mucha ilusión entrenar y forjar una relación especial con él. Sin duda alguna, el potro sería tan estupendo como su padre, un caballo que echaba de menos con dolorosa intensidad.

    Mi mente vagó un poco, recordando los caballos que trotaron por mi vida desde niña hasta hoy. Recordando la confianza que podía darles a ellos, pero tenía problemas para dar a los seres humanos.

    Uno de mis rottweilers, Rage, gimoteó y meneó la cola. Me reí y alargué la mano. Él había sido mi compañero desde que regresara del teatro iraquí hacía diez años, y su hocico gris era reconfortante. Sabía que solamente le quedaba un tiempo limitado, dada su edad. Me rendí y, de cuclillas, abracé esos enormes hombros. Como respuesta recibí el típico gruñido de los rottweilers. Vivir sin él me destrozaría el corazón.

    Comencé la lista de tareas diarias con una sonrisa y disfrutando de la rutina hacía mucho tiempo instaurada. Siempre se podía contar con la rutina. Contenía la dualidad de necesitarla y de esperar fervientemente que ocurriese algo diferente.

    Al terminar con el último box, colgué la horca en el lugar habitual y me palmeé los vaqueros para quitarles el polvo y la suciedad. El sudor me corría por el cuello y la espalda, la camiseta se me pegaba. Tiré de la tela con la esperanza de conseguir un poco de aire entre la camiseta y mi piel. Hacía calor. Me limpié el sudor de la frente. Unos finos rizos morenos me cayeron en la cara y soplé para quitarlos de mi campo de visión.

    Me di por vencida y fui hasta una manguera que había cerca del lado sur de la cuadra. Le di a la manivela del agua fría y me mojé, disfrutando del contraste. Completamente empapada, la apagué y me volví.

    —Hola.

    El hombre, parado a unos tres metros, vestía vaqueros, camiseta sin remeter y mocasines sin calcetines. Llevaba gafas de sol estilo aviador, un bronceado parejo y unos músculos bien desarrollados pero no a base de trabajo duro. Era una musculación a base de gimnasio. Un Mercedes cupé negro con la capota bajada estaba estacionado cerca del almacén para los remolques de caballos.

    Definitivamente, no era una persona muy de caballos.

    —¿Puedo ayudarlo en algo?

    Miré hacia el sol y estimé que eran las siete de una mañana de finales de primavera.

    —Me dijeron que tenía que hablar con usted si quería alojar a un caballo. ¿Es eso correcto?

    Se quitó con un movimiento brusco las gafas de aviador. Con ellas puestas parecía tener treinta y muchos años, pero sus ojos demostraban que se acercaba más a los cincuenta. De un verde apagado, eran fríos, sin vida, hundidos y unas líneas duras irradiaban de las comisuras. Me miró de arriba abajo hasta que gruñó y me miró a los ojos.

    Quería gruñirle también yo por la falta de respeto; pero si la conversación trataba sobre un caballo, lo iba a escuchar.

    —Sí, alojo caballos, pero solo después de que rellenen todo el papeleo y de que mi veterinario acredite al animal como saludable.

    Le vi hacer un tic con el ojo izquierdo, y se puso las gafas de sol.

    —Acabo de adquirirlo, y la documentación está todavía en curso. Me gustaría traerlo directo hasta aquí.

    Me dedicó una hermosa sonrisa llena de unos dientes blancos y perfectos.

    Saltaron las alarmas dentro de mi cabeza.

    —No hago excepciones. Hay otros lugares que lo acomodarán.

    Di media vuelta para entrar a la caballeriza, pero no le quité ojo a su sombra.

    —Puedo pagarle lo que me pida. El caballo es Five Alarm. —Oí una leve reticencia en su voz—. Sabe quién es Five Alarm, ¿no es así?

    Ya me estaba cabreando. Me volví para enfrentarme a él con los brazos cruzados y, apretando los dientes, le dije:

    —Sí, da la casualidad de que sí conozco a Five Alarm, el semental alazán cuarto de milla, ganador de la AQHA en 2003. De hecho, tengo a su madre, Ringing Alarms, bisnieta de Secretariat e hija del impresionante Special Effort, ya fallecido. Lo crié personalmente de potrillo cuando alquilamos a su padre, Five Card Stud, campeón del Derby de Kentucky en 1993 y del Sea Hero, y a la yegua de cría, Packed Little Lena, campeona del Halter de la AQHA. Five Alarm ganó tres campeonatos seguidos del American Reining Horse Association; quedó en tercer lugar en el campeonato FEI World Equestrian en 2010 en reining y en concurso hípico; ganó dos veces el campeonato National Cutting Horse Association en Fort Worth, Texas; y hasta el momento nueve de sus diez descendientes han sido campeones Junior Halter sin haber llegado aún a los dos años. Five Alarm ha estado en Spade Farms los últimos seis años. Ahora, ¿por qué quiere alojarlo justamente en esta cuadra?

    Durante mi discurso, vi que tensó el cuerpo.

    —Como he dicho, cuando lo compré me dijeron que usted era la persona a la que acudir para conseguir el mejor alojamiento a largo plazo. Sin embargo, creo que voy a buscar otro lugar.

    Giró sobre sus talones y la gravilla crujió conforme los mocasines se acercaban con paso airado al Mercedes. Salió del camino de entrada de grava de mi casa quemando ruedas y creando una batalla campal en los bajos de su Mercedes.

    Algo no iba bien. Nadie vendería a Five precisamente cuando las capacidades de su descendencia estaban empezando a tener notoriedad. Además, yo tenía un contrato con Spade Farms que decía que yo poseía el derecho de preferencia si decidieran venderlo algún día. Si lo vendieran sin mi consentimiento, tendríamos entre manos un incumplimiento del contrato, por lo que su hacienda multimillonaria pasaría a ser de mi propiedad.

    Fui trotando a la oficina de la cuadra, cogí el teléfono y marqué los números de memoria. Llamaba y llamaba, pero no contestaban ni saltaba el buzón de voz. Colgué y me quedé mirando el teléfono con miles de pensamientos invadiendo mi mente. Miré por la ventana a las yeguas que pastaban en la hierba húmeda.

    —Mierda.

    Saqué el archivo de fichas giratorio y me puse a marcar más números. La mayoría no había oído nada de Jerry, el dueño de Spade Farms. Muchos dijeron que seguramente estaría viajando, dado que la temporada de demostraciones empezaba a animarse. Una hora más tarde, no tenía ninguna noticia definitiva.

    Me encantaba Wyoming por varias razones. Los espacios abiertos y las montañas, entre otras muchas, porque actuaban como centinelas entra los invasores. La pintoresca Laramie, con montones de nieve y largos inviernos, pero hermosos y cálidos veranos. Las grandes altitudes ayudan a los caballos a ser extremadamente competentes con el oxígeno y, cuando trabajan en altitudes más bajas, se mueven como si fuesen más veloces cuando en realidad es por obra del mayor contenido de oxígeno.

    Yo había elegido quedarme después de la muerte de papá básicamente por el aislamiento. Nunca me había recuperado del tiempo de servicio en el ejército, ni del único despliegue a Iraq al principio de la guerra. Estar rodeada de muchas personas me ponía los pelos de punta, y las pesadillas eran insoportables. Al menos en Laramie las montañas creaban la ilusión de seguridad.

    Aunque, por el momento, me sentía fuera de onda, aislada. Spade Farms se hallaba al noreste de Oklahoma, en el centro del circuito de demostraciones de la AQHA de los Estados Unidos. No podía subirme de un salto al camión e ir hasta allí a toda velocidad para saber qué era exactamente lo que estaba sucediendo. Fui de un lado para el otro del despacho sin saber qué hacer. Miré por la ventana y salí airada hacia el guadarnés. Los caballos necesitaban entrenamiento y ejercicio. Tendría que seguir con la campaña de información en la tarde.

    CapÍTULO ii

    Me levanté y me di golpes en el musco con la cuerda para convertir el dolor de espalda en un evidente dolor de culo. Había sido culpa mía por haber juzgado mal el lenguaje corporal del caballo castrado. A pesar de los veinte minutos de trabajo en el picadero circular, el caballo seguía a tope de energía.

    Con los brazos en jarras, respiré hondo varias veces y me centré. Trabajar con animales de media tonelada era agotador y, cuando hacía calor, me arrancaba la energía de un tirón. No se debía subestimar a los caballos. Cada uno tenía sus propias personalidades, caprichos y necesidades. Me había distraído y pagado el precio por ello.

    El gran caballo bayo resoplaba y hacía cabriolas al otro extremo del picadero, y le dejé hacerlo. Fui a coger una fusta, regresé al círculo y me le acerqué. Levantó un poco las patas delanteras e hizo el ademán de echar a correr. Respondí a eso estirando la fusta y agitándola para arriba y para abajo mientras le hablaba con un hilo de voz.

    —Shhh, tranquilo, chico. Soy yo. Ha sido culpa mía, lo sé. Venga, deja que me acerque.

    Movió rápidamente las orejas en mi dirección y se lamió los labios. «Buena señal de sumisión», pensé. Con pasos lentos y deliberados, me acerqué a su hombro y lo cogí de las riendas. Di media vuelta y fui en la dirección opuesta para comportarme como la jefa que se suponía debía ser... y me siguió.

    Me pasé veinte minutos haciendo trabajar al caballo castrado en el picadero circular hasta que logré que se calmara y que se pusiera de frente a mí a cada señal de stop que le daba. Le di un buen baño además de un masajito, por si acaso. Cuando estuvo ya dentro del box para pasar la noche, fue recompensado con su chuchería favorita: una onza de chocolate negro.

    Cuando pasé al lado del box de Ringing Alarm, vi su rostro castaño sobre la puerta de dos mitades. En su día había tenido un pelaje vibrante, sedoso y rojizo. Su mancha blanca era un contraste llamativo con el color oscuro. Sus ojos, de un hermoso y luminoso marrón oscuro, poseían una dulzura que me daba envidia. La mayoría de los seres humanos podrían aprender de ella. En su época había sido campeona cuando corría con dos años. Mi padre la había comprado cuando ya tenía tres y causó sensación en el mundo del reining. Ringing Alarms había trabajado duro y hecho fluir la sangre  por ese corazón de oro. Pidieras lo que le pidieras, ella lo hacía. La yegua me había enseñado a montar y, a la vieja edad de dieciséis, le pregunté a papá si podía emparejarla con el semental que habíamos alquilado: Five Card Stud. Puesto que el contrato establecía que se permitía con «cualquier yegua en celo», papá dijo que sí.

    Cada vez que miraba a Ringing Alarms, veía a su potro: Five Alarm. Él había heredado su espíritu y corazón. La belleza, habilidad y movimiento de ella mientras que exhibía la resistencia, tamaño y velocidad de Five Card Stud. A Five le iba muy bien en Spade, y Ringing era mi vínculo con el semental. Ella era mi mejor amiga desde el momento en que pisó nuestro ranchito. Aprendía más sobre los caballos con su paciencia que con cualquier otra cosa que me enseñaba papá. Lo que me había llevado conmigo a Irak, entre sangre y lágrimas, entre muerte y destrucción, era una foto de ella y Five Alarm cuando era un potrillo. Ellos me habían mantenido cuerda.

    La yegua contaba dieciséis años cuando la emparejé con Five Card Stud, solo unos pocos meses mayor que yo. Ahora su hocico era gris y tenía el cuerpo más delgado. Una anciana que se había ganado el derecho a la jubilación. Ella era mi yegua favorita. Si me pedía arrumacos, vaya si se los daría.

    Pasé casi una hora consintiéndola, peinándola y rascándola con el cepillo de púas suaves, diciéndole tonterías y colmándola de alabanzas bien merecidas. Ringing se relajó y respondió a todas mis preguntas con relinchos o resoplidos suaves. Le trencé la cola y la crin para que no se le enredasen y me marché sintiéndome mejor con el mundo, dolorida pero contenta.

    —Hola, guapa —saludó una voz masculina cuando entré a mi casa, el hogar de una mujer desordenada.

    Sonreí al oír las palabras de Jake. Habíamos sido novios de vez en cuando desde el instituto, competido el uno contra la otra en varias demostraciones, discutido a menudo sobre el caballo de quién era el mejor. Había sido mi primer amor y mi primer amante.

    Alcé la mirada. Aunque yo medía un metro setenta y cinco, él se elevaba por encima del metro noventa. Lucía la constitución larguirucha de los vaqueros, que había acentuado trabajando en el rancho y en el campo. Añádele entrenamientos y demostraciones de caballos, y podría quemar cinco mil calorías antes del desayuno. Lo que más me gustaba de él eran sus ojos verde oscuro. Me recordaban a los pinos en los primeros momentos del atardecer. Sus preciosos rasgos duros eran recibidos con miradas de envidia por parte de los hombres, especialmente los nacidos y criados en ciudades. Probablemente porque las mujeres se desvivían para conseguir su atención. Y lo único que tenía que hacer yo era sonreír.

    —¡Hola, cariño! Creía que no volverías hasta pasado mañana. ¿Cómo le va a Maverick?

    No le di tiempo a contestar. Lo rodeé el cuello con los brazos y tiré de él hacia mí. Soltó un gruñido bajo y me atrajo hacia sí. Sentí el calor de su cuerpo y no pude resistirme. Las provocaciones se convirtieron en lenguas batiéndose en duelo. Me encantaba el sabor a canela de su caramelo favorito. Presioné cada centímetro de mi cuerpo contra el suyo. Yo quería exactamente lo que me prometía con ese beso.

    Pero él se echó atrás un poco.

    —Cariño, tentarías a un tejón a abandonar a su presa. ¿Cómo está Ringing?

    Qué cielo de hombre, cómo conocía mi debilidad.

    —Vieja y contenta, igual que una abuelita. ¿Cómo le ha ido a Maverick? —le pregunté, manteniendo los brazos donde estaban y disfrutando de la fuerza y el calor.

    —Quedó primero en dos demostraciones, segundo en los nacionales. Fue culpa mía, estaba nervioso porque necesitaba esa tercera victoria. Quiero vender a su hermano y, cuantos más triunfos consiga Mav, mayor será el precio del potro.

    —Sí, pero cuando lo pongas de semental, harás tu agosto. Sin mencionar que se parece mucho a Five Alarm. Son idénticos, excepto por el calzado de una pata.

    Varias emociones pasaron por su rostro, demasiado rápido para poder interpretarlas.

    —Y también el potro. Es un buen punto de venta. Aunque decirle a la gente que no desciende de Five disminuye el precio de las ofertas.

    —Lo siento. ¿Por qué no vienes a ducharte conmigo? —Y le sonreí de una manera que le hacía saber exactamente lo que deseaba hacer—. Deja que te quite los problemas a base de agua, jabón y toalla.

    Se rió por lo bajo y me alejó con un empujoncito.

    —No puedo, Karen, tengo que llevar a Mav a casa. Solo quería verte. —Me besó el dorso de la mano—. También tengo un compromiso urgente esta noche al que no puedo faltar.

    Cuando lo dijo, noté que la luz en sus ojos se debilitó y apartó la mirada.

    —¿Puedo ayudarte en algo? —le pregunté ladeando la cabeza y sintiendo una alarma vibrar en mi pecho.

    —Me temo que no. Ojalá pudiera cancelar todo el maldito asunto, a decir verdad.

    Me rodeó los hombros con sus fornidos brazos y me abrazó fuerte.

    —¿Qué ocurre? ¿Seguro que no puedo ayudarte? —Mis palabras salieron amortiguadas contra su pecho.

    —Es una cosa familiar, y ya sabes cómo son —dijo, meciéndose un poco; y yo, con él.

    —Pues nada. Gracias a Dios tengo a mi viejo amigo Cohete de Rechupete —dije con una sonrisa de satisfacción.

    Jake se rió y yo también. Algunas cosas se apretaron en lo profundo de mi vientre, y a duras penas pude evitar ponerme como un tomate por la humedad que pastaba a sus anchas por mis bragas. Debió de haber leído algo en mi expresión, porque gimió y se acomodó la tremenda erección que llevaba dentro de sus vaqueros Wrangler.

    —Para. No

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