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Academia de Dragones: Primer Vuelo: Dragon School
Academia de Dragones: Primer Vuelo: Dragon School
Academia de Dragones: Primer Vuelo: Dragon School
Ebook107 pages2 hours

Academia de Dragones: Primer Vuelo: Dragon School

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About this ebook

Una adolescente discapacitada, un dragón empático y un vínculo que salvará el mundo.

Amel, de dieciséis años, llegó a la Academia de Dragones igual que todo el resto: con el sueño de montar un dragón y unirse a los Jinetes de Dragones de Dominion,

Pero Amel tiene una pierna tullida y el entrenamiento en la Academia de Dragones es extenuante. Antes de siquiera convertirse en una Iniciada, deberá completar su Primer Vuelo en un dragón,

¿Podrá Amel sobrevivir a su Primer Vuelo y convertirse en una Iniciada de la Academia de Dragones, o se estrellarán sus sueños contra las rocas?

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateAug 22, 2018
ISBN9781547530809
Academia de Dragones: Primer Vuelo: Dragon School

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    Academia de Dragones - Sarah K. L. Wilson

    Capítulo Uno

    La mejor parte de la Academia de Dragones es escoger tu dragón. Es la parte de la que todo el mundo habla, y la parte que contarán a sus hijos y a los hijos de sus hijos algún día; si llegan a vivir tanto. Los Jinetes de Dragones no viven demasiado. No es que eso moleste a alguien. En todo caso, hace que más de nosotros desesperemos por vivir para montar un dragón como los del Pueblo de los Cielos de Dominion.

    La mejor parte sobre escoger a tu dragón es que te unes a uno de los Colores de Dominion cuando eliges. Los dragones solo vienen en unos cuantos colores, y el color que eliges determina tu rol por el resto de tu vida —sea corta o larga— como Jinete de Dragón.

    Quiero unirme a un Color de Dominion y tener un propósito en la vida. Nadie quiere que una tullida como yo haga algo excepto quitarme del camino, pero voy a mostrarles que tengo tantas oportunidades como cualquier otro.

    Estábamos apiñados al borde de los altísimos acantilados, temblando como una nidada de polluelos. El viento silbaba sobre la roca negra del peñasco, empujándonos hacia el borde irregular del risco. ¿Acaso esperaban que saltáramos y voláramos como los dragones que allí anidaban? Muy por encima de nosotros, entre arcos extensos con incrustaciones remolinantes, se elevaban los nichos de los Dragones, tan intimidantes como las leyendas de las grandes bestias. Estos ni siquiera eran los Grandes Nichos de Dominion —sino los de los Dragones de la Academia—, pero ya me sentía sobrecogida por la enorme magnitud y el alcance de estos.

    Nuestro instructor, el Maestro Dantriet, se paseó frente a nosotros, con las manos apretadas detrás de él. Sus músculos nudosos se apretujaban bajo tiras de cuero y bufandas de seda. Llevaba el cabello blanco al estilo de los Jinetes de Dragones: largo con trenzas prietas entremezcladas con los mechones lacios.

    —Hoy eligen su dragón. No cometan errores: esta decisión los definirá.

    Un escalofrío recorrió nuestras filas ante sus palabras. Miré a mi lado a una chica con cabello rubio platinado y un vestido fino de seda cerúlea. Era de la alta nobleza como mínimo y su mirada fría me decía que no le importaba que la mirara. Lo más probable es que estuviera entre aquellos que elegirían primero. A los ricos y poderosos se les daba la primera partida de los dragones recién capturados. Ni siquiera necesitaba adivinar quién escogería de último: yo. Y con mi suerte, conseguiría un dragón arisco color barro, cubierto de verrugas y con aliento tan malo como una pila de basura. Aun si así fuera, estaría agradecida. Estaba aquí para montar un dragón, no para verme bonita haciéndolo.

    Ajusté mi muleta y miré con interés mientras el Maestro Dantriet agarraba un pedazo de tiza y escribía nuestros nombres en una pizarra colocada entre los nichos. Al lado de cada nombre había un espacio en blanco. Esos espacios estaban a punto de ser rellenados con nombres de dragones. Sentí que mi corazón se aceleraba. Incluso sabiendo que sería la última en escoger, incluso sabiendo que sacaría lo peor del sorteo, no podía evitar sentir la emoción electrificante del momento. Estaba a punto de escoger un dragón. Iba a ser una Jinete de Dragón.

    El Maestro Dantriet agarró un cuerno curvo de jabalí de la pared y sopló en él. La atronadora nota dejó reverberaciones recorriéndonos. ¿Deberíamos preocuparnos por que nos empujara hacia el precipicio detrás de nosotros? Los otros miraban cautelosos a su alrededor, pero yo mantuve mis ojos en el Maestro. No iba a dejar que el miedo me detuviera: ni ahora ni nunca.

    Un Jinete de Dragón surgió de cada nicho, sus bufandas trenzadas de seda ondeaban desde los codos y rodillas debido a la violenta brisa. Idénticas expresiones de piedra decoraban cada rostro. Unas palabras —demasiado pequeñas para que las leyera desde aquí— estaban quemadas en el cuero que cubría sus ropas. ¿Qué escribiría sobre sí mismo un Jinete de Dragón por seguridad o como suerte? ¿O acaso eran tributos? ¿Serían palabras para los cielos?

    No tuve tiempo de reflexionar sobre ellas, pues el Maestro sopló el cuerno de nuevo: dos toques intensos, y los Jinetes de Dragones sacaron unas varas oscuras de sus cinturones. O, al menos, pensé que eran varas hasta que unas feroces chispas estallaron desde los extremos y restallaron los látigos violentamente. Unas cabezas surgieron de los nichos, acompañadas de rugidos y olores sulfurosos. Un ojo maligno se fijó en mí sin parpadear. Con la pupila de color naranja como una rendija, lucía como una ventana al infierno. Sentí un escalofrío en la base de mi columna que se extendió hacia arriba, atravesándome, pero con él también vino un vertiginoso entusiasmo. Para esto había venido.

    El Maestro bajó el cuerno y llamó a la primera persona.

    —Alta Gobernadora Savette Leedris.

    La chica con la fina seda cerúlea se adelantó con una sonrisa torcida dirigida a mí. Me la había buscado, ¿no? Se paseó por la fila de dragones gruñendo como si estuviera escogiendo una tela para su siguiente vestido. Uno verde chasqueó sus dientes hacia ella, y aunque su cabeza era más grande que todo el cuerpo de la muchacha, ella no se inmutó. Era valiente, no pude sino admitirlo renuentemente.

    Se detuvo frente un dragón de un brillante carmesí, tan liso que sus escamas apenas sobresalían. Levantando la barbilla, miró al Maestro y asintió. El Maestro sacudió una muñeca y el Jinete de Dragón latigueó al dragón de vuelta a su nicho. Su nombre fue escrito al lado del de ella: Eeamdor.

    Sentí un estallido de envidia mezclado con mi entusiasmo. ¡Qué fino dragón! ¿Imaginan ser capaces de elegir una criatura tan impresionante para aprender a montar, para vivir y morir con ella?

    El siguiente al que llamaron era otro Alto Gobernador: Deadru Tevish. Él escogió un retorcido dragón dorado: Daacdid. La melena de león de Daacdid y sus brillantes ojos negros brillaban en el sol. No envidié su elección, aunque me gustaba el objetivo del Color Dorado de Dominion. Los Dorados eran diplomáticos. Donde se necesitaba negociar la paz, donde las disputas eran irreconciliables, donde las fronteras eran indefinidas, allí eran donde los colores Dorados brillaban más. Era el extremo contrario al rojo: el Color de la guerra. Daedru y Savette serían opuestos del otro desde este momento en adelante.

    Estaba demasiado nerviosa para acordarme de los nombres de todos los dragones elegidos, pero sí noté que elegían a los dragones más por su color que por cualquier otra cosa que pudiera determinar. Parecía no haber preferencia por los lisos sobre los nudosos, o por los agresivos sobre los apacibles, pero en tanto el número de dragones disminuía, la ansiedad en aquellos de nosotros que quedábamos se intensificaba. Cuando solo tres de nosotros quedamos, el chico de cabello rizado a mi lado escogió el último dragón negro con un apuro casi alarmante. Debía estar desesperado por ser parte del Color de las Torres: para construir, defender y expandir nuestras ciudades del cielo. Eso no me parecía muy emocionante, pero habría escogido con gratitud aquel dragón; de la misma manera que escogería al dragón rojo a dos lugares de mí que olía tan fuerte que creí que mi cerebro saldría

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