Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
1. ANTIGUO TESTAMENTO
Ton empneúsanta
vv. 2,7a Psyché dsósa vv. 15,11b psychén
Veamos:
1. Los comienzos de la teología: Hugo de San
Víctor.
1. La teoría de la identidad
2. El emergentismo
3. El dualismo interaccionista
Al comienzo dijimos NO al
dualismo y NO al monismo
antropológicos cuerpo-alma en la
antropología cristiana. Con los
materiales reunidos hasta ahora,
podemos ensayar una respuesta
sistemática a estos interrogantes.
a) Ser-en-el-mundo
SER-EN es más que ESTAR-EN: el mundo no
es para el hombre un complemento
circunstancial de lugar, sino un elemento
constitutivo. Los dos relatos de creación del
hombre (J-P) subrayan ese carácter terrenal,
mundano, de Adán.
La inserción del hombre en el cosmos no es
violenta, sino natural; su instalación en el mundo
no es un exilio como pensaban Platón y
Orígenes, sino la incardinación en su propio
hogar. Más todavía: la realidad del cuerpo no es
confinación dentro de la propia piel, sino que es
co-extensiva al mundo. El mundo es como el
cuerpo ensanchado del hombre; y el cuerpo es,
a la vez, “el quicio del mundo”, es decir, la
estructura a través de la cual la existencia
humana particulariza el universo.
Un testimonio literario
contemporáneo de esta actitud
ante la muerte se puede
encontrar en el impresionante
libro de Anne Philipe, “Sólo
durante un suspiro”. La autora
describe la muerte de su esposo,
enfermo de cáncer, la despedida
y su largo e intenso “trabajo de
duelo”:
“Hasta entonces nunca me había preocupado de la
muerte. No contaba con ella. Sólo la vida era
importante. ¿La muerte? Una cita inevitable y
eternamente diferida, ya que su presencia
significa nuestra ausencia. Se presente en le
mismo momento en que dejamos de existir. Es
decir: o ella o nosotros. Podemos afrontarla
conscientemente, pero ¿podemos conocerla por el
tiempo que dura un relámpago? Tenía que
separarme por siempre de la persona que más
amaba. El “nunca más” estaba a nuestra puerta.
Yo sabía que ningún otro lazo nos uniría fuera del
amor. Aunque perdurasen determinadas células
sensibles que llamamos alma –me decía a mí
misma- no podrían almacenar memoria y nuestra
separación tenía que ser definitiva. Me decía una
y otra vez a mí misma que la muerte no
significaba nada y que sólo la angustia, el
sufrimiento físico y el dolor que causa el tener
que abandonar a seres queridos o una obra
empezada hacen tan temible su cercanía…”
La muerte, en contradicción y en
correspondencia con la esperanza cristiana:
a) La muerte como signo del pecado está en
contradicción con la esperanza cristiana en
el reino de Dios: en la tradición judía y
cristiana se ha considerado siempre la
muerte en relación con el pecado, con la
voluntad de autoafirmación absoluta frente
a Dios y dentro de todas las realizaciones
humanas sociales. La persona que vive
desde sí y para sí, desde sus propias
posibilidades y para sus propios fines, que
no reconoce a Dios ni se abre radicalmente
a la situación del prójimo, vive en pecado;
destruye así su propia humanidad y
cualquier forma de convivencia humana. De
ahí que el pecado equivalga a
incomunicación, tanto en la relación de la
criatura con el Creador como en las
relaciones de las criaturas entre sí.
Sólo con la muerte de Jesús, el “justo” y
“obediente”, pierde la muerte humana el
carácter universal e inevitable de una auto-
representación del pecado.
El anuncio que hizo Jesús del reino de Dios
contrasta con la figura de la muerte. El
reinado inminente de Dios acaba con el
reinado de la muerte en todas sus formas de
destrucción de la vida y la comunicación;
implica la oferta de Dios a los pecadores de
convertirse y aceptar la vida, el amor y la
justicia de Dios.
El reino de Dios confiere así una liberación de
las consecuencias del dominio de la muerte a
todos aquellos que más sufren con esas
consecuencias: los endemoniados, los
enfermos, los que padecen la injusticia en las
relaciones sociales, los aislados y excluidos de
la comunicación general. Cundo empieza el
reinado de Dios, desaparece el imperio de la
muerte.
b) La muerte como participación en la agonía de Jesús
por causa del reino de Dios es una forma relevante
de “libertad liberada” para el amor: Jesús mantuvo
hasta el final, hasta la entrega de su vida, la
esperanza en ese Dios que “no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva”. Él lo “puso”
todo en manos del Dios salvador y liberador, del que
esperaba la salvación de los pecadores, la liberación
de los pobres y la vida de los muertos. A Él se
abandonó sin reservas y siguió su camino
conducente al reino de Dios, aunque implicaba ser
rechazado por Israel y ser condenado a muerte. En
este abandono a Dios sin reservas, que incluía
también la muerte y abarcaba por tanto la totalidad
de su vida, quedó superada definitivamente la
autoafirmación incondicional como el modo humano
general de comprenderse a sí mismo y de vivir desde
sí mismo. Porque Jesús no eligió este modo de vivir
y morir desde el amor liberador de Dios por propia
necesidad, sino a causa del reino de Dios, a causa
de los hombres y de su vida liberada por Dios.
La mortalidad es una de las
dimensiones del ser humano en
cuanto cuerpo. Pero no es su
último destino. Dios, en efecto, no
lo creó para la muerte, sino para
la vida. La fe cristiana espera, por
tanto, una victoria sobre la
muerte, y la teología sistematiza
esa esperanza con ayuda de dos
categorías: inmortalidad y
resurrección. Ambas categorías
requieren, bajo pena de resultar
ininteligibles, una previa
demarcación de la imagen del
hombre con que operan. En
efecto, “muerte”, “inmortalidad”,
“resurrección”, significarán algo
totalmente distinto según se parta
de una antropología dualista o de
una antropología unitaria.
En una antropología dualista,
“muerte” es la separación del alma
(inmortal) del cuerpo (mortal) o, con
otras palabras, la liberación del alma,
que continúa existiendo sin verse
afectada por la muerte, puesto que
es inmortal por naturaleza.
En una antropología unitaria, por el
contrario, “muerte” es. Según vimos
ya, el fin del hombre entero. Si a ese
hombre, a pesar e la muerte, se le
promete un futuro, dicho futuro sólo
puede pensarse adecuadamente
como resurrección, a saber, como un
recobrar la vida en todas sus
dimensiones; por tanto, también en
su corporeidad.
Lo que aquí resulta
problemático es el concepto
de inmortalidad; habrá,
pues, que precisar qué se
entiende bajo tal concepto
en la antropología cristiana,
y qué relación existe entre
inmortalidad y resurrección.
Está claro que la categoría
cristiana clave, en el
contexto de la esperanza
cristiana de victoria sobre la
muerte, es resurrección y
no inmortalidad.
Resurrección “en la muerte” (teología
católica actual)
- La teología católica actual ha emprendido en
los últimos cuarenta años numerosos intentos
de reinterpretar el problema de la relación
entre la “inmortalidad del alma” y
“resurrección del cuerpo”. Se ha alcanzado
un consenso en este punto. El esquema
básico (inspirado generalmente en K.
Rahner) de los ensayos recientes se puede
resumir así: el ser humano unitario (como
persona corpórea) abriga una esperanza
unitaria, por obra de la gracia de Cristo, en la
superación de muerte: la resurrección como
participación en la resurrección de Jesús; el
objetivo primordial de nuestra esperanza no
puede ser la felicidad del alma inmortal,
liberada del cuerpo, sino la comunión
humana plena, triunfadora de la muerte, con
el Cristo resucitado.
En el regreso al mensaje bíblico original de
esperanza hay que evitar más que antes las
tendencias excesivamente dualistas tanto en
la antropología como en escatología. Esto se
logra sobre todo: 1. identificando la
inmortalidad el alma y la resurrección del
cuerpo; 2. situando este proceso unitario de
consumación ya en la muerte de cada
individuo. Es decir: la consumación final que
espera el creyente en la muerte y, por
tanto, la superación definitiva de su historia
vital en la vida de Dios, se equipara con lo
que llama la Biblia “resurrección de los
muertos”. Lo que le hombre espera de Dios
en la muerte no es simplemente la felicidad
de un primer grado de perfección que posee
el alma liberada del cuerpo, sino que abarca
la totalidad de la perfección personal
1.3.5 El hombre es una unidad de cuerpo y
alma
Recapitulemos el camino recorrido hasta aquí:
hemos partido de la experiencia originada del
hombre como ser unitario. Tal experiencia
desautoriza el dualismo antropológico, sin que por
ello se caiga en el reduccionismo monista. El hombre
es cuerpo; el hombre es alma (ninguno de estos dos
enunciados da, por sí solo, razón completa de la
realidad Humana), ¿cómo pensar la relación alma-
cuerpo?
La cuestión es más filosófica que teológica. La
teología se interesa por el asunto sólo en función de
un dato de fe: “El hombre es uno en cuerpo y alma”
(GS 14). Este dato de fe está, a su vez, implicado
con otras verdades cardinales del credo: la
encarnación del Verbo, la redención mediante la
muerte y resurrección del Señor, la resurrección de
los muertos, la sacramentalidad de la gracia, etc.
Si los teólogos se ocuparon del
problema en el pasado, se debió a
que la frontera entre la filosofía y la
teología era entonces más fluida
que hoy; los teólogos eran filósofos,
y los filósofos eran teólogos. Pero
hoy la reflexión teológica no tiene
por qué tomar la cuestión a su
cargo. Una vez cubiertos los
mínimos antropológicos, según
hemos tratado de hacerlo, no hay
razones par abocar teológicamente
este tema que corresponde a la
filosofía. De hecho, a los teólogos
actuales no parece preocuparles
especialmente el problema.