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Lección 13 para el 25 de junio de 2016

«Reunidos, pues, ellos, les dijo Pilato: ¿A quién queréis que os suelte:
a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?» (Mateo 27:17)

JESÚS BARRABÁS JESÚS EL CRISTO

Líder político Líder espiritual

Quería liberar al pueblo Liberó al pueblo del


de Roma pecado

Prometía gloria terrenal Ofrece gloria eterna

Jesús cargó sobre sí la cruz que había sido preparada para


Barrabás. Así, Barrabás representaba al mundo por cuyos
delitos fue crucificado Jesús.
Es una elección que todos debemos hacer: Jesús o el mundo.
«Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz,
diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46)

Al recitar las palabras del Salmo


22:1, Jesús mostró la terrible
separación del Padre que el
pecado produce.
Solo Dios podía tomar sobre sí
nuestro pecado y sufrir la muerte
eterna –la eterna separación del
Padre– en nuestro lugar. Él es
nuestro sustituto, nuestro
garante de la vida eterna.
A pesar de la tremenda angustia,
la fe de Jesús no vaciló. Se
mantuvo fiel hasta el fin: «Padre,
en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lucas 23:46).
«Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de
arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se
partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos
cuerpos de santos que habían dormido, se
levantaron» (Mateo 27:51-52)
Al morir Jesús, ocurrieron dos hechos significativos:
1. El velo del Lugar Santísimo se rasgó.
 El evento al que apuntaban los servicios del
santuario terrenal se había cumplido. Ya no se
necesitaba derramar más la sangre de los
sacrificios de animales, porque la sangre del
Cordero de Dios había sido ya derramada.

2. Las tumbas se abrieron y algunos santos


resucitaron (después que Jesús resucitó [v. 53]).
 Estos santos dan testimonio del poder de Jesús
sobre el pecado y la muerte. Al igual que ellos,
un día nosotros también seremos liberados del
pecado y revestidos de inmortalidad.
«Al resucitar Cristo, sacó de la tumba una multitud de
cautivos. El terremoto ocurrido en ocasión de su muerte había
abierto sus tumbas, y cuando él resucitó salieron con él. Eran
aquellos que habían sido colaboradores con Dios y que, a costa
de su vida, habían dado testimonio de la verdad. Ahora iban a
ser testigos de Aquel que los había resucitado.
Durante su ministerio, Jesús había dado la vida a algunos
muertos. Había resucitado al hijo de la viuda de Naín, a la hija
del príncipe y a Lázaro. Pero éstos no fueron revestidos de
inmortalidad. Después de haber sido resucitados, estaban
todavía sujetos a la muerte. Pero los que salieron de la tumba
en ocasión de la resurrección de Cristo fueron resucitados para
vida eterna. Ascendieron con él como trofeos de su victoria
sobre la muerte y el sepulcro. Estos, dijo Cristo, no son ya
cautivos de Satanás; los he redimido. Los he traído de la tumba
como primicias de mi poder, para que estén conmigo donde yo
esté y no vean nunca más la muerte ni experimenten dolor»
E.G.W. (El Deseado de todas las gentes, pg. 730)
«Si Cristo no resucitó, vuestra fe no
sirve de nada: todavía seguís en vuestros
pecados […] Pero lo cierto es que Cristo
ha resucitado. Él es el primer fruto de la
cosecha […]» (1ª de Corintios 15:17, 20 DHHe)

¿Y si Jesús no hubiese resucitado? Hubiera


significado que Él no tendría poder para
liberar al hombre de la muerte ni vencer el
pecado.
Ya antes de morir, Jesús aseguró, hablando
de su propia vida: «Tengo poder para
ponerla, y tengo poder para volverla a
tomar» (Juan 10:18).
La resurrección de Jesús es nuestra máxima
seguridad. «Porque si creemos que Jesús
murió y resucitó, así también traerá Dios
con Jesús a los que durmieron en él»
(1ª de Tesalonicenses 4:14).
«Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, id
y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28:18-19 NVI)
Antes de ascender al cielo, Jesús dio a
sus discípulos una misión. Esta misión
emana de la autoridad recibida del
Padre: «Se me ha dado toda autoridad…
por tanto, id».
Aunque la predicación del Evangelio
debe ser hecha por labios humanos, se
realiza por autoridad divina. Debemos
llamar a todas las naciones para que
acepten la soberanía del Rey de reyes y
Señor de señores.
Esta misión no incumbe solo a los más de
500 discípulos que se reunieron con
Jesús en esa ocasión (1ª de Corintios
15:6). Todos estamos involucrados en su
cumplimiento.
«El Señor Dios ha hecho la promesa
eterna de proporcionar poder y gracia a
todos los que están santificados
mediante la obediencia a la verdad.
Jesucristo, a quien se le dio todo el
poder en el cielo y en la tierra, se une en
simpatía con sus instrumentos, las
almas sinceras que día a día participan
del pan viviente “que descendió del
cielo”. Juan 6:33.
La iglesia en la tierra, unida con la
iglesia en el cielo, puede realizar todas
las cosas»
E.G.W. (A fin de conocerle, 4 de diciembre)

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