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Todo estaba listo para que el tren iniciara el

largo viaje. Las vías respiraron hondo, la


locomotora bufó como un caballo de carrera que
quiere ganarle al viento, el maquinista se
acomodó la gorra de maquinista. Algunos
pasajeros sonrieron. Otros ocultaron sus
lágrimas detrás de las manos que decían “Adiós”,
“Hasta pronto”, “No te olvides de mi”, “Voy a
volver cuando el trigo madure”.
El silbato habló en su idioma. Y el tren partió.
Nicanor tenía nueve años. Y ese era su primer viaje.
Ofelia, su mamá, tenía ojos oscuros, un vestido claro con flores celestes. Y ese
era su primer viaje.
Ofelia y Nicanor dejaban el pueblo donde ambos habían nacido. Ofelia, claro
está, había nacido antes que su hijo.
Ofelia nació, creció. Y cuando llegó a ser una hermosa joven de ojos oscuros, se
enamoró. El pueblo entero, o casi entero estuvo en aquella fiesta de casamiento.
Todos bailaron hasta el amanecer. Y para que el pueblo siguiera bailando, el
amanecer se demoró en llegar.
Después nació Nicanor. Y la vida, en el pequeño pueblo siguió su curso.
El Pueblo se llamaba San Pedro. Un lugar pequeños y enorme al mismo tiempo.
Pocas casas y muchos árboles. Pocas calles y muchos arroyos. Pocos autos y
muchos, pero muchos pájaros.
Cuando Nicanor estaba por cumplir nueve años, San Pedro estaba por cumplir
ciento diez. Un pueblo de ciento diez años cansado de pelar contra la dentadura de
la gran ciudad, que le comía las orillas. Y le arrancaba pedazos enteros de tierra
sembrada y florecida.
San Pedro se cansó.
Entonces sus hombres y sus mujeres tuvieron que partir a buscar suerte en
otros sitios.
Eso fue lo que hizo el padre de Nicanor, el esposo de Ofelia. Un hombre joven y
fuerte que viajó a la ciudad de los grandes dientes. Llegó, encontró trabajo. Y
enseguida quiso que Ofelia y Nicanor estuvieran a su lado. Por eso, ellos tomaron el
tren que se alejaba de San Pedro.
Ofelia abrió la canasta en la que
traía algunos alimentos para el viaje.
_ Vamos a comer y vamos a dormir,
-dijo-. Porque el viaje es largo.
Nicanor la escuchó y entendió lo
que su mamá quería decir: “Vamos a
comer y vamos a dormir porque el
viaje es triste. O dicho en otras
palabras: “No debemos llorar”:
Era de noche cuando Nicanor abrió los ojos. El tren corría con el cielo a
los costados. Miró a la derecha… Su mamá dormía con las manos cruzadas
sobres los pliegues del vestido claro con flores celestes. Miró a la
izquierda… Un señor con anteojos, sentado al otro lado del pasillo, dormía
también. Nicanor se arrodilló sobre el asiento para ver hacia atrás. Todos los
pasajeros que podía ver desde su sitio estaban durmiendo. ¿Sería que a
todos les apenaba dejar San Pedro?
Como su mamá le había dicho que no debían llorar. Nicanor se
levantó de su asiento muy despacito. Sin hacer ningún ruido. Saludó
a Ofelia, que se movió un poquito en sueños, como si estuviera
dándole permiso. Y empezó a caminar en dirección de la
locomotora. La locomotora va adelante del tren. “Entonces – pensó
Nicanor- la locomotora es el lugar más alejado de San Pedro.”
Nicanor tenía nueve años y nunca antes había viajado.

Caminó bien agarrado de los costados, mirando a los pasajeros. Todos dormían.

Algunos, hechos un ovillo, Otros desparramados. Algunos, con la cabeza apoyada en el

hombro de su acompañante. Y había algunos que dormían con sus bolsos apretados

contra el pecho. Uno de aquellos pasajeros abrió un ojo cuando Nicanor pasó cerca. El

ojo vio que no había peligro alguno. Y el pasajero siguió durmiendo.

Nicanor avanzaba, con pasos tambaleantes. El tren avanzaba con un ruido que

parecía el derrumbe de miles de cacerolas y sartenes.

Nicanor abrió con mucho esfuerzo la puerta que permite pasar a la zona donde los

vagones se enganchaban, donde el piso es amenazante. Y el paisaje es más bello.


Y continuó.

En el vagón siguiente dormía un equipo de fútbol completo, con

suplentes, director técnico y hasta algunos hinchas… Eso se notaba

porque todos tenían puesta la camiseta del club. Claro que no se

trataba de un equipo importante. ¡Ni nada parecido! Los jugadores y sus

camisetas parecían salidos de un viejo metegol descolorido por el sol de

muchos veranos. Ninguno de ellos escuchó el paso cauteloso de

Nicanor, Es que seguramente estarían soñando con una vuelta olímpica

y una copa de oro que tuviera grabado el nombre del club de ellos y el

de sus novias.
Nicanor atravesó todo el vagón. De nuevo abrió
la puerta con esfuerzo. Y de nuevo pasó por la zona
incierta donde el tren se une y se separa.
En el vagón siguiente había muy pocos
pasajeros. Entre todos, se destacó una anciana que
estaba despierta como si hubiesen sido las cinco
de la tarde en el umbral de su casa. Al principio
pareció que la anciana iba a preguntarle a Nicanor
adonde iba. Pero solamente le sonrió.
Nicanor dijo “Chau”. Y Luego siguió hacia
adelante.
El tren también, cada vez más lejos de San
Pedro.
Finalmente Nicanor llegó a la locomotora. El lugar prohibido para
los pasajeros, para la sombra de los pasajeros.
Un lugar que grita “¡Fuera!”, “¡No pasar!”, “¡Deténgase de
inmediato!”, “¡Aléjese o le pongo una multa!”.
_¿Qué haces aquí muchacho?- preguntó el guarda.
_Viajo en tren…-respondió Nicanor.
Como el guarda no sabía si reír o enfurecerse, decidió esperar
un poco antes de hacer alguna de las dos cosas.
-¡Vaya con la noticia! Todos estamos viajando en tren -el guarda
se acomodó la chaqueta-. Te estoy preguntando porqué estás aquí,
en la locomotora.
_Porque mi madre, que se llama Ofelia me dijo que no
teníamos que llorar.
El guarda empezó a pensar que, quizá´, no debía ni reír ni
enfurecerse.
_A ver… Explícate mejor.
Nicanor creyó que, antes de contestar, también debía
acomodarse la ropa. Estiró su remera rayada. Y habló:
_San Pedro queda para allá –señaló hacia el final del tren- y
nosotros nos vamos para el otro lado- señaló hacia adelante. Mi
mamá está triste por eso, quiso dormirse rápido y como yo me
desperté antes de dormirme, me puse a caminar por los vagones.
_¡Ah…! ¡Ah…! ¡Ah…! El guarda acaba de
entenderlo todo.
_Con razón el tren pesa demasiado y
avanza lento- dijo. Y agregó-: De tanto en
tanto, viajan personas como tú y tu madre.
Son personas que llevan… ¿Sabes que llevan?
¡Llevan su pueblo entero como equipaje! Y
aunque el tren es fuerte no puede cargar con
un río, campos, sembrados, amaneceres
enteros, un sol y un cielo. Porque las
personas como ustedes llevan hasta el cielo
de su pueblo. Y eso, mi querido muchacho, es
muy pesado
Nicanor supo que aquel hombre tenía razón. Y pensó
que debía pedirle disculpas por el atrevimiento de llevar
tantas cosas en un tren.
Sin embargo, antes de que pudiese abrir la boca, el
guardia continuó hablando.
_Pero no te preocupes –dijo- Las personas como
ustedes suelen volver de visita. Al principio, muy seguido.
Luego, cada vez menos. Y puedes estar seguro de que en
cada viaje cargan menos pueblo con ellos. Un día se dejan
olvidado el río. Al viaje siguiente ya no quieren cargar con
los campos. Luego dejan el amanecer. Y así, un buen día
solamente llevan un poco de ropa en sus valijas.
Nicanor supo que, en esta ocasión el guarda se
equivocaba.
Los trenes y los años siguieron pasando:
pasaron cinco, diez, veinte, cincuenta… y ahora
eran Nicanor y su nieto los pasajeros del tren.
Todo estaba listo para reiniciar el largo viaje.
Las vías respiraron hondo, la locomotora bufó
como caballo de carrera que quiere ganarle al
viento, el maquinista se acomodó la gorra de
maquinista. Algunos pasajeros sonrieron y otros
ocultaron sus lágrimas detrás de las manos que
decían “Adiós”, “Hasta pronto”, “No te olvides de
mí”, “Voy a volver cuando el trigo madure”.
El silbato habló en su idioma. Y el tren partió
Muchas veces Nicanor y su nieto habían
realizado el viaje de ida y vuelta entre San
Pedro y la gran ciudad. Les gustaba hacerlo
cada verano.
Eso sí… Los guardas protestaban cuando
los veían subir, porque entonces el tren se
ponía pesado y avanzaba muy lento.
Es que Nicanor siempre se llevó consigo
el pueblo entero. Con ríos, campos,
amaneceres.
Con cielo y todo.

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