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Nuestro segundo cerebro

Los científicos lo descubren en el aparato digestivo

Tenemos dos cerebros: uno en la cabeza y otro oculto en nuestras entrañas. Los
neurólogos han hallado que este último también es capaz de recordar, ponerse nervioso y
dominar a su colega más noble.

Hace 4.500 años, los eruditos egipcios situaban en la parte


más prosaica de nuestro organismo, con sus intestinos inquietos y pestilentes, la sede de
nuestras emociones. En el Papiro Smith, por ejemplo, ya puede leerse que el estómago
constituye la desembocadura del corazón, el órgano “donde se localizan el pensamiento y el
sentimiento”. De este modo, cualquier manifestación o alteración en la mente cardiaca se
refleja indefectiblemente en el aparato digestivo. En el Papiro Ebers (1550 a. de C.) se
describe sin tapujos esta relación anatómica y funcional: “Tratamiento de una gastropatía. Si
examinas a un hombre con una obstrucción en el estómago, su corazón está atemorizado, y en
cuanto come algo, la ingestión –de alimentos– se hace dificultosa y es muy lenta”.
Durante siglos, los galenos prestaron más atención a nuestro vientre que al cerebro, órgano al
que tradicionalmente se le otorgó el cometido menor de ventilar la sangre. En todas las
culturas antiguas y modernas se ha tenido la conciencia, al menos popular, de que nuestras
tripas son capaces de experimentar emociones. Al recibir una buena noticia, un cosquilleo
placentero invade la barriga, como si en su interior revolotearan miles de mariposas. Por el
contrario, las situaciones de tensión, miedo o aflicción hacen que el estómago se encoja y
sintamos como si un roedor escarbase en nuestras entrañas. La repulsión hacia algo o alguien
puede llegar a producir náuseas e incluso provocar el vómito.
Este mar de sensaciones estomacales empieza ahora a encontrar una explicación dentro de los
límites de la ciencia. Fruto de décadas de trabajo, los científicos están en condición de afirmar
que, por inaudito que pueda parecer, en el tracto gastrointestinal se aloja un segundo cerebro
muy similar al que tenemos en la cabeza.
Efectivamente, el tubo digestivo está literalmente tapizado por más de 100 millones de células
nerviosas, casi exactamente igual que la cifra existente en toda la médula espinal, estructura
que junto al encéfalo –cerebro, cerebelo y tronco encefálico– forma el denominado sistema
nervioso central (SNC). Desde el punto de vista estructural, los neurólogos dividían el sistema
nervioso en dos componentes: el central y el periférico (SNP). Este último incluye las
neuronas sensitivas, que conectan el SNC con los receptores sensitivos; y las neuronas
motoras, que ponen en comunicación el sistema central con los músculos y las glándulas.

Una pareja de sesos

En esta mujer de cristal que se exhibe en el Museo Alemán de la


Higiene, en Dresde, se aprecia el parecido visual entre nuestros dos
cerebros, el que habita en la cabeza y el intestinal. En realidad se trata
de una metáfora de las similitudes existentes a nivel bioquímico y celular.
Las neuronas de la tripa no sólo controlan la digestión

A su vez, los elementos nerviosos dedicados a las funciones motoras se categorizan en una
división somática, que inerva los músculos esqueléticos, y una división autónoma, que une los
llamados músculos lisos, el músculo cardiaco y las glándulas. Hasta hace poco, los expertos
incluían el cerebro de la panza dentro del SNP. “Pensábamos que el aparato gastrointestinal
era un tubo hueco con reflejos simples. A nadie se le ocurrió contar las fibras nerviosas que lo
recorren”, confiesa David Wingate, profesor de la Universidad de Londres.
No es un secreto que el aparato gastrointestinal tiene el cometido de aportar al organismo un
suministro continuo de agua, electrolitos y elementos nutritivos. Para conseguirlo, requiere
conducir la comida a lo largo del tubo digestivo mediante unos movimientos ondulatorios
llamados peristálticos, secretar jugos digestivos, digerir los alimentos, absorber los productos
digeridos, los electrolitos y el agua; transportar este material hasta el sistema circulatorio y,
finalmente, expulsar los productos de desecho.
Todas estas tareas están bajo control, en mayor o menor grado, del cerebro abdominal,
también conocido como sistema nervioso entérico (SNE). Pero su cometido va más allá que el
de supervisar los ya de por sí complejos procesos digestivos. Al igual que el recluido en las
paredes craneales, el cerebro entérico produce sustancias psicoactivas que influyen en el
estado anímico, como los neurotransmisores serotonina y dopamina, así como diferentes
opiáceos que modulan el dolor. Además, sintetiza benzodiazepinas, compuestos químicos que
tienen el mismo efecto tranquilizante que el Valium.

La panza manda más información a la cabeza de la que recibe de ésta


A lo largo de la vida del hombre, cuya edad media se sitúa en los 75 años,
circulan por sus intestinos más de 30 toneladas de alimentos y 50.000 litros de
líquidos. El manejo y procesamiento de este ingente volumen de materia prima
es una de las competencias de nuestro sabio cerebro abdominal.
Las tuberías que conforman nuestro aparato digestivo presentan una estructura
compleja. Como se aprecia en la ilustración de la derecha, la pared intestinal está
formada por diferentes capas: entre otras, la serosa, las musculares longitudinal y
circular, la submucosa y la mucosa. Entre éstas discurre el sistema nervioso entérico
(SNE). También conocido como cerebro abdominal, éste se compone de dos
sistemas. El plexo mientérico, que está situado entre las dos capas musculares,
vigila la motilidad gastrointestinal. De menor tamaño, el plexo submucoso contiene
las fibras motoras que estimulan la secreción de las criptas de Lieberkühn. Se trata
de unas pequeñas depresiones del intestino delgado que están formadas por tipos
celulares: las células calciformes, que producen un moco lubricante; y los
enterocitos, que absorben los productos finales de la digestión. Los neurólogos han
constatado que las neuronas entéricas liberan cinco neurotransmisores: acetilcolina,
norepirefrina, óxido nítrico, péptido intestinal vasoactivo y serotonina. Éste último es
producido por las células enterocromafines que tapizan el epitelio gastrointestinal.
Estas células se activan ante estímulos de presión, como los que causan el paso del
bolo alimenticio por los intestinos, y la serotonina que segregan excita los nervios
que rigen el reflejo peristáltico.

Siete metros de viaje

El camino desde la boca del estómago hasta el ano es largo: primero 30 cm de duodeno, luego 5
metros de intestino delgado y, finalmente, 1,5 m de intestino grueso. El cerebro entérico dirige las
cuatro fases del reflejo peristáltico (arri- ba, a la izquierda).

Cerebro Abdominal

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