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EL TERRORISMO DE ESTADO COMO CRISIS SOCIAL

Del terror la impunidad y el olvido a la recuperación de la


memoria y la esperanza

Prof. Psic. Víctor Giorgi

“Hay un único lugar donde el ayer


y el hoy se encuentran y se reconocen
y se abrazan; ese lugar es el mañana”
E. Galeano

Las crisis vividas desde los colectivos humanos nunca son


unidimensionales Estas rupturas de la cotidianidad irradian sus
efectos sobre el conjunto de la vida humana, impactan en los diversos
componentes de su complejidad: afectos, comportamientos, vínculos,
proyectos. Generan experiencias personales y colectivas que se
inscriben en la memoria se resignifican y dejan sus huellas en los
futuros individuales y colectivos.
La utilización sistemática del martirio y el terror como instrumentos
de poder; el intento de superarlo a través del silencio y el olvido; la
trabajosa tarea de recuperar la memoria y promover la
autoreparación del conjunto social, son fases de un proceso histórico
que recorre los últimos 35 años de la historia del Uruguay.
Abordar estos temas desde la perspectiva psicológica implica hablar
de los efectos que produce el contacto con lo siniestro, las imágenes
del horror, las situaciones en que la realidad supera las mas terribles
producciones de la fantasía; es también hablar de los costos del
silencio y del olvido pero también de la reparación colectiva y de la
recreación cotidiana de la dignidad.
Desde el inicio de esta comunicación se hace necesario explicitar que
nosotros –los supuestos técnicos- no somos ajenos a esta experiencia
histórica. Vivimos 15 años en una sociedad dominada por el terror,
resistimos 20 años al silencio, la impunidad y el olvido; somos
partícipes de la compleja y trabajosa reconstrucción de la esperanza
que hoy protagoniza nuestra gente.
Hablamos desde la implicación. Desde allí escuchamos, trabajamos,
pensamos, cuando podemos escribimos e intentamos teorizar. Tarea
que no resulta fácil dada la carga de afecto que acompaña nuestro
trabajo y la resonancia que la temática tiene en nuestras propias
historias personales. (Giorgi, V.; 1999)
Pero –a su vez- se nos hace éticamente ineludible comunicar, ganarle
la batalla al silencio, aportar a esa necesaria transformación del
“traumatismo” en “experiencia histórica” que consolide nuestra
identidad como nación y libere la construcción del futuro.

I – TERRORISMO DE ESTADO Y ESTADO DE TERROR

Uruguay ha sido, durante la mayor parte del siglo XX una sólida


democracia, situación excepcional en el contexto político
latinoamericano. Esta característica, junto con los niveles de
desarrollo económico, social y cultural alcanzados en la primera mitad
del siglo, le valieron el mote de Suiza de América.
En la década del ´60 comienza a procesarse un notorio deterioro
económico y político.
Entre 1972 y 1984, vivió, junto con la región, uno de los períodos más
negros de su historia.
La tortura, la prisión prolongada, el exilio, la desaparición de
personas, fueron durante este período, instrumentos centrales de una
estrategia política racional, clara y coherente desarrollada desde el
Estado. Se procuraba imponer un determinado proyecto histórico que
requería la desarticulación de la sociedad civil y el sometimiento del
conjunto de la población a un principio de autoridad incondicional
basado en el terror. Ese terror penetró los espacios cotidianos, los
colectivos, las cabezas de los uruguayos. (Giorgi, V.; 2004)
Este doble proceso: ejercicio sistemático del terror desde el Estado e
introyección colectiva del mismo, ha sido denominado
respectivamente “Terrorismo de Estado” y “estado de terror”.
Su sustento ideológico se centró en la llamada Doctrina de la
Seguridad Nacional. A través de ella el opositor fue “extranjerizado”:
quienes cuestionaban la sociedad perdían el derecho a ampararse en
su normativa jurídica, así como en sus valores y principios éticos.
Quedaba así legitimada toda forma de violencia hacia el “enemigo”,
desdibujando las diferencias entre el pensar, el decir y el hacer, entre
el pasado y el presente. Todo era punible y la desproporción entre
transgresión y castigo fue un ingrediente fundamental para hacer
vivir a la población un profundo sentimiento de vulnerabilidad ante el
poder. Esto llevó a que la autocensura operara en forma despótica y
arbitraria, atacando la propia capacidad de pensar. (Giorgi, V.; 1997)
La tortura, al menos en la experiencia uruguaya, constituyó una
práctica rutinaria, casi un acto administrativo al que se sometía todo
detenido.
Se procuraba la obtención de información entendida como un objetivo
militar en sí mismo. Pero los verdaderos objetivos de esta práctica la
trascendían. Se buscaba “quebrar” al detenido, no sólo como castigo
individual, sino –y fundamentalmente- en tanto representante de un
luchador social, exponente de la ideología que se deseaba destruir. Lo
“ejemplarizante” estaba siempre presente.
Importaba quebrar la moral y la autoestima del dete4nido, pero
también la imagen que de él tenían sus compañeros y la población en
general.
Hacer sentir al preso su soledad, mostrarle que estaba en manos de
sus torturadores que tenían “todo el tiempo del mundo”, que no había
límites en lo que podían llegar a hacerle.
Pero este aislamiento, esta impunidad dada por la clandestinidad y el
secreto de la cámara de tortura, debía saberse. La población debía
saber lo que el aparato represivo era capaz de hacer con quienes se
le oponen, y, a la vez, debía sentir su impotencia, aceptar el
sometimiento y hacerse “cómplice pasivo” de la impunidad.
Aquí aparece el empleo del rumor como puente entre la tortura
individual y el amedrentamiento colectivo.
La tortura fue así saliendo de los infiernos y entrando a la cotidianidad
de los uruguayos, los arrestos sin causa aparente, tampoco eran
equivocaciones: todos los miembros de la sociedad eran presos
potenciales. Toda la sociedad vivía, de hecho, en una suerte de
“libertad condicional” que en cualquier momento y arbitrariamente
podía ser revocada. (Giorgi – Schroeder, 1986)
La imagen del Estado de Derecho, árbitro y protector de los
ciudadanos, portador de la balanza símbolo de la justicia y la equidad
fue reemplazada, en la representación colectiva por la de un tirano
terrible, omnipotente capaz de mutilar, destrozar, matar o retirar del
mundo y, hasta lo más mágico y terrible: hacer no existir –
desaparecer- a quien no se sometiera a su voluntad.
En el plano ético se produjo un quiebre de valores, modelos y normas
que hasta entonces regulaban la convivencia social. Se instituyó la
radical disociación entre legitimidad ética y ejercicio del poder.
El poder se legitima “de hecho” a través de la fuerza. Las posturas
democráticas, concordantes con los valores propios de nuestra
cultura y los DDHH se asocian a la ausencia de poder: la impotencia.
La “ética del poder” y la “impotencia de la ética”.
La población fue sometida a una auténtica estrategia de inhibición
sistemática de la capacidad de reacción ante la arbitrariedad.
Se exhibió la prepotencia y el avasallamiento de los DDHH castigando
en forma “ejemplarizante” cualquier gesto de rebeldía o dignidad.
El control (efecto panóptico) invadió los espacios privados. De este
modo se atacó la sensibilidad social, se elevaron los umbrales de
tolerancia de lo intolerable y la convivencia con los antivalores se
naturalizó.

II – LA SOLUCIÓN A LA URUGUAYA: EL SILENCIO DE LO


SINIESTRO Y LO SINIESTRO DEL SILENCIO
Recuperada la democracia los violadores de los DDHH no son
sometidos a la justicia generándose incluso normas jurídicas con la
finalidad de legitimar la anomia.
Esta situación conocida como “impunidad” consolida y profundiza los
efectos del Terrorismo de Estado sobre el tejido social.
La impunidad no se limita a la ausencia de castigo sino que incluye la
inexistencia de juicio de un proceso de verdad, de reconstrucción de
los hechos y del sentido histórico – político de esos hechos.
El juicio permite recordar, hablar, documentar, da lugar a un tercero
que en representación del colectivo social arbitra juzga al tiempo que
recoge información para construir una “memoria colectiva” que
recupere el significado histórico de lo sucedido. (puget, Kaes, 1991)

El olvido no es una liberación del pasado sino una anulación de la


historia y de la experiencia en la que los efectos del horror se
desplazan expresándose en diversas áreas de la vida social. Es aquí
donde la solución aparentemente menos traumática, más pacífica y
armoniosa generó altísimos costos en lo individual y lo social.
Desde la concepción psicoanalítica, el trauma implica una zona de
experiencia relacionada con lo arcaico que no puede ser retomada por
el sistema de representaciones.
Imposibilitada toda reelaboración a nivel de la actividad mental, el
“trauma” se convierte en lo no hablable, lo no pensable, lo que opera
con eficacia desde el silencio.
La impunidad y el “olvido del pasado” impulsados como política oficial
por los sucesivos gobiernos desde el 85 hasta el 2005 reforzaron los
efectos del terror al otorgarle esa siniestra eficacia de lo silenciado,
consolidaron la vivencia de desprotección de los ciudadanos ante el
poder y cerraron el camino de la posible elaboración del traumatismo
histórico.
Se acuñó el mito según el cual había que concluir el debate sobre el
pasado, “dar vuelta la página”; bajo la amenaza de volver atrás en la
historia. De este modo se dio vida a una especie de “cuco” que fue
invocado desde el poder ante cualquier situación de cuestionamiento
o indicio de cambio. Ese “monstruo” estuvo presente en la campaña a
favor de la “Ley de impunidad”, y en los sucesivos resultados
electorales a través de la predica de que el acceso de la izquierda al
gobierno podría alentar el regreso de “los militares”. Durante la crisis
del 2002 que puso fin a la fantasía de que el neoliberalismo nos
conduciría al “mejor de los mundos posibles” se agito el fantasma del
caos y de la regresión al pasado como “cortina de humo” encubridora
del verdadero caos al que nos condujo la aplicación de modelos
ajenos asociado a la corrupción gubernamental.
Sin profundizar en la dinámica propia de cada uno de estos hechos se
hace evidente la presencia de los efectos diferidos del terror en la
vida política y cultural de los uruguayos.
Al bloquear el debate pleno del pasado se impidió analizar el sentido
de los hechos, asumir las responsabilidades de los diferentes actores,
comprender la compleja dinámica de aquel período histórico.
Todo esto se eludió y se obturo bajo expresiones banales como
“dinámica de los hechos”, “lógica de confrontación” “momentos
difíciles de la vida nacional”, insinuando la existencia de un
mecanismo mágico, irracional según el cual la búsqueda de la verdad
histórica podría generar un despertar de “fuerzas diabólicas”
prescindiendo del sentido que los hechos tienen en función de un
momento histórico determinado.
Al eludir el análisis de la historia se empobrece la comprensión del
presente.
Características del momento en que vivimos como la superficialidad,
la banalidad, los miedos, el sentimiento de inseguridad, la violencia,
la disolución de valores, ¿no se relacionan con esta negación que
impide pensar el pasado?
Durante ese período nuestra sociedad mostró numerosos signos
emergentes a través de esas fisuras dejadas por la tríada terror-
impunidad-olvido. Por citar solo algunos efectos sobre la subjetividad
y el imaginario social:
 Naturalización de la impunidad. La justicia no llega a quienes
ocupan espacios de poder.
 Tendencia a la indiferencia social. La filosofía del “no te metas”
llevando a las personas a renunciar al protagonismo social y
político
 Práctica sistemática del silencio como introyección de la
prohibición de hablar y su contraparte: el rumor
 Descrédito de las iniciativas y proyectos colectivos.

Recordemos que los valores solidarios y de justicia social eran el


núcleo central de los proyectos políticos contra los cuales las
dictaduras latinoamericanas desencadenaron todo el peso del aparato
estatal basándose en la célebre Doctrina de la Seguridad Nacional.
Esto se relaciona con la generalización del escepticismo social en
relación a valores de equidad y justicia, con el consiguiente deterioro
de las redes sociales fomentando el individualismo, la competencia y
el sálvese quien pueda ante situaciones críticas.
La vivencia de indefensión del ciudadano se asocia a la impunidad o
sea la incapacidad del Estado para hacer justicia.

Paradójicamente los sectores que apoyaron la impunidad –o sea la


renuncia del Estado a hacer justicia- fueron y son los que piden mayor
represión y castigo ante delitos menores contra la propiedad.

Estas huellas dejadas por la experiencia histórica no elaborada, se


manipularon y se capitalizaron desde el poder generando terreno
propicio para la aplicación de políticas económicas y culturales
basadas en el conformismo y la resignación colectiva.

Durante dos décadas los uruguayos pagamos los “costos de ese


silencio”, sufrimos los efectos siniestros de esa solución mágica: “dar
vuelta la página” para evitar lo inevitable. (Giorgi, V., 1997)
III.- RECONSTRUCCIÓN DE LA ESPERANZA Y RECUPERACIÓN DE
LA MEMORIA.

El 31 de octubre del 2004 el escenario político cambia radicalmente.


El Frente Amplio, fuerza políticas que nuclea al conjunto de la
izquierda y que registraba un crecimiento sostenido desde la
recuperación democrática gana las elecciones en primera vuelta.
La gente llenó las calles en un verdadero río de esperanza. Escuchó a
su Presidente invitando a participar de la construcción de un nuevo
Uruguay: solidario, productivo, con justicia social, donde la gente y el
trabajo recuperen su centralidad con restitución de derechos y
auténtica producción de ciudadanía.

Los festejos de aquella noche reflejaban mucho mas que un momento


de alegría. Pueden pensarse como una auténtica “autoreparación
simbólica” a nivel colectivo, un triunfo sobre el terror y la resignación,
una batalla ganada a los artífices de la impunidad, una superación de
la impotencia sufrida en las últimas décadas.

Pasada la euforia comenzaba la enorme tarea de reconstruir un país


en ruinas sin defraudar las expectativas populares.
En el campo de los DDHH entre escepticismos, premuras y apuestas
al fracaso, la impunidad comienza poco a poco a resquebrajarse.
Desde el gobierno se dieron pasos firmes. La búsqueda de restos
humanos dentro de los cuarteles conduce al hallazgo y
reconocimiento de dos personas desaparecidas.
La detención y extradición de militares requeridas por la justicia
chilena, la detención de los mas connotados represores y su
inminente extradición a Argentina, se asocian a la ruptura del silencio.
Hoy se habla públicamente de los hechos ocurridos durante la
dictadura; los testimonios de las víctimas impactan en la opinión
pública. Los sectores sindicales promueven la derogación de la Ley de
impunidad a través de la iniciativa popular. Se han ganado espacios al
silencio y al olvido. La impunidad comienza a resquebrajarse y la
superación de los efectos del terror se vislumbra en un horizonte no
muy lejano.
Y en esa tarea la psicología no puede estar ausente. Una vez mas la
psicología deberá integrar la rigurosidad y la excelencia propias de la
ciencia con el compromiso que emana de la “indignación ética” ante
la injusticia, la exclusión y la violación de los DDHH, una psicología
científica con valores al servicio de la dignidad humana capaz de
aportar a la construcción de ese mañana en el cual –al decir de E.
Galeano- “el ayer y el hoy se encuentran, se reconocen y se abrazan”
BIBLIOGRAFÍA

Autores Varios Uruguay: Nunca más. SERPAJ 1989

Edelman, L.; Kordan, D.; La impunidad. Perspectiva


psicosocial y clínica
Lagos, D. Editorial Sudamericana, Buenos Aires.
1995

Giorgi, V. Estrategias psicoterapéuticas en el


proceso de
rehabilitación de personas afectadas por
la
prisión política prolongada. En:
Represión y
Olvido 2. SERSOC – Uruguay pág. 111-
129.
1999

Giorgi, V. Los costos del silencio. En: “A todos


ellos”.
Informe de Madres y Familiares de
uruguayos
detenidos – desaparecidos. Montevideo
2004
pág. 531-538

Giorgi, V.; Sechroeder, D. ¿Dónde están, dónde estoy, dónde


estamos?.
En: Intercambio SERSOC – Montevideo.
1986
Puget, J.; Kaes, R. Violencia de Estado y psicoanálisis.
Centro
Editor de América Latina, Buenos Aires.
1991

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