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San Pablo, profeta

de la “civilización del amor”


Benito D. Spoletini, ssp

Un mundo despiadado, dividido y descreído

El año dedicado a san Pablo tiene entre sus objetivos el de hacer conocer más y mejor a
ese apóstol de Jesús que, como nadie, ha testimoniado y predicado tanto sobre el tema
central y esencial de la vida cristiana: el amor. De todas las referencias del NT sobre el
amor, Pablo utiliza 75 veces la palabra “agápe”, el amor de Dios; 37 veces “agapao”,
amar; 27 veces amado; 12 veces misericordia; 10 veces compasión…Crea el
vocabulario cristiano y lo… ¡desparrama! para hacer tomar conciencia a los discípulos
de Jesús que sin el amor no son nada (Cfr 1Cor 13, 2).

En un pasaje de sus cartas Pablo acota que “el amor de Cristo lo apremia” en su misión
(2Cor 5,14), y bien podemos creerlo, pues sólo un amor grande y sin límites puede
sostenerlo (a él y a sus colaboradores), en la misión de “cambiar” el mundo que tiene
delante: despiadado, descreído y dividido. Cuando Pablo quiere indicarnos el máximo
de la maldad humana, utiliza una expresión lapidaria: hombres “sin amor y sin piedad”
(Rom 131). Y no era un mundo imaginario, pues, a la fecha el Apóstol había realizado
varios viajes misioneros, contactando a los pueblos más diversos con sus culturas,
religiones y costumbres, sus cosas buenas y sus vicios comunes.
Había podido aquilatar también el rol, que jugaban en esa situación de “diáspora”
(dispersión) las numerosas colonias judías, constatando algunos buenos frutos de
proselitismo, pero también un generalizado clima de rechazo y de división: ellos, los
judíos, los “puros”; los paganos, los “inmundos” (goyim) (Cfr Efesios 2, 11-2).
En breve, el Apóstol se halla ante un mundo que, habiendo rechazado la “verdad de
Dios”, Dios lo tenía “bajo su cólera”, entregado a sus caprichos, a la idolatría, al
desenfreno sexual y sus perversiones… La descripción que Pablo dedica al tema (ver
Rom 1,18-32), aun siendo breve, no deja de impresionar y dar una imagen pesimista de
su autor. Si el discurso se detuviese allí, pensaríamos en un Pablo desesperanzado y en
mundo sin salvación. Pero, por nuestra grata sorpresa, Pablo introduce en este cuadro un
elemento nuevo: un mundo que ha desfigurado así el proyecto de Dios sobre su criatura
predilecta, el hombre, sólo puede ser redimido, revivificado “por gracia”; es decir, por
una más abundante irrupción del amor gratuito de Dios. Realmente, “donde abundó el
delito sobreabundó la gracia” (Rom 5,20).

Pablo testigo y profeta del amor

Desde el encuentro con Jesús, en el camino de Damasco, desde sus viajes misioneros en
medios de pueblos diferentes por etnias, religión y culturas, Pablo ha comprendido que
sólo el amor de Cristo, manifestado en la Cruz redentora, puede cambiar un mundo así:
humanizarlo, unirlo, hermanarlo. Porque sólo ese tipo de amor salva.
Y Pablo, con mucha honestidad, comienza un difícil itinerario para convertirse ante todo
él, en testigo del amor gratuito de Dios. Y no le fue le fue fácil. Un biblista actual, en
forma algo impiadosa, así lo retrata: “La „egomanía‟, la propensión a la violencia

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verbal, al epíteto hiriente, al sarcasmo, a buscar pleitos, y a ver enemigos en todas
partes, etc... también todo esto es parte del retrato interior de Pablo. Pero, sin aquella
naturaleza un tanto agresiva, Pablo no sólo no habría sido el perseguidor de la Iglesia y
de Cristo de lo que se habla en Gálatas 1,13 y en Hechos 9, 6, sino tampoco habría sido
el apóstol del cual habla toda la historia” (G. Biguzzi).
Pablo sabe que su vocación y misión a los paganos son fruto del amor gratuito de Dios
(Cfr 1Tim 1,12-17, Gal 1,15), y por eso está dispuesto a hacerse siervo de todos para
ganarlos a todos al amor de Cristo (Cfr. 1Cor 9,19). Reconoce que lo que lo estimula en
su misión es el amor de Cristo (Cfr. 2Cor 5,14). Y sólo el amor puede explicar los
numerosos viajes misioneros, que, según los estudiosos, alcanzan a los 10mil Km.;
viajes jalonados de peligros, persecuciones, cárceles, privaciones y rechazos de todo
tipo (2Cor 11, 23-33). No hay más que exclamar: ¡tanto pudo el amor! Toda otra
explicación sería pura fantasía.
En esos viajes –y para afianzar su predicación – Pablo da vida a numerosas
comunidades que debían ser los núcleos expansivos del amor entre hermanos: pequeños
microcosmos factibles y proyecciones proféticas de un mundo renovado según el
amoroso proyecto de Dios, revelado en Cristo y confiado ahora a los apóstoles (Efesios
3, 1ss.).
Ese amor tiene también ribetes domésticos muy significativos, como la “colecta” para la
Iglesia madre de Jerusalén, empobrecida por una gran carestía. El relato (2Cor cc.8-9)
revela que las comunidades “paulinas”, aparentemente independientes, en realidad
constituían una red solidaria orgánica. En esa ocasión Pablo puso en juego su prestigio
para estimular la generosidad de las comunidades de Macedonia. “Dadle prueba (a Tito,
su enviado) de vuestro amor -las exhorta- y demostradle ante las iglesias que tengo
razones fundadas para sentirme orgulloso de vosotros” (2Cor 8,24). Y, as capacidad
organizativa, añade un eslogan contagioso: “Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7).
Éxito seguro.
Mientras tanto sigue trabajando sobre sí mismo y su entorno: se reconcilia con Bernabé,
con Juan Marcos, con Pedro, y otros antiguos compañeros, derrocha ternura con las
comunidades de Tesalónica (1Tes 2,7-8), de Filipos (Filp 1, 8-9), llamadas a ser focos
de amor, de solidaridad. Promueve intensamente la colaboración misionera,
registrándose la cifra record de 127 colaboradores -hombres y mujeres-, como en parte
revela el capítulo 16 de la carta a los Romanos. ¡Pablo practicaba la caridad que
enseñaba! Y hay un trazo heroico en su deseo de “hacerse maldito” con tal que se salven
sus hermanos los israelitas (Cfr Rom 9,2-4)… Realmente Pablo aprendió a “hacer la
verdad en la caridad” (Ef 4,15), como lo demuestran sus intervenciones en defensa de la
vida nueva de su comunidades (Cfr. Col 3,1ss.). Y ese amor se ha radicado en Cristo,
con tal fuerza y profundidad, que nada ni nadie podrá jamás separarlo de él, como él
mismo atesta (Cfr Rom 8, 35-39).

El “Himno al amor”: canto general del amor fraterno

Fuerte de todo esto –un amor fruto del Espíritu (Gál 5,22), del esfuerzo personal (1Cor
9, 27) y de la oración (Rom 15, 30-31) -fue siempre un gran orante-, Pablo nos regala el
“Himno al amor”, trasunto de su vida y de todo el mensaje cristiano, proclamado por
Jesús.

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Algunos estudiosos piensan que este himno (1Cor cap. 13) está fuera de lugar en esa
carta, pero creemos que, un texto tan central y esencial en la visión de Pablo, bien
podría estar en cualquiera de sus cartas. Se distinguen en él tres estrofas: - la primera
(vv. 1-3), enfatiza que sin amor, aún las cosas más sublimes se reducen a la nada; - la
segunda (ibid. vv. 4-7) presenta algunas exigencias esenciales del amor (paciente,
servicial, no envidioso…); - la tercera (ibid. vv. 8-10), afirma la “trascendencia
imperecedera del amor”: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor; pero la más
grande de las tres es el amor” (v.13). Pablo responde así a la comunidad de Corinto
alborotada por la abundancia de carismas que se están dando en ella. Está de acuerdo
con los dones del Espíritu, pero es enfático: “Cuando se trata de ideales y de dones,
nada es más grande y deseable de la caridad (agápe), pues ella es el signo distintivo y
estable de la vida cristiana y criterio fundamental; si falta la caridad, los carismas dejan
de ser auténticos, a la vez que todas las virtudes están llamadas al ser por la caridad que
durará siempre, superando inclusive la fe y la esperanza” (P. Rossano). Eso es el himno
del amor; el “canto general” del amor fraterno. Justo diez años después, el 67 de la era
cristiana, Pablo selló con el martirio -“el amor más grande” (Jn 15,13)- la fidelidad a ese
amor.

La “exigencia” de amar como Pablo hoy

Cuando, en Pentecostés de 1970, Pablo VI llama a la “civilización del amor”, tiene


detrás sí toda esta tradición paulina y eclesial; lo mismo Juan Pablo II cuando la recoge
como una bandera; lo mismo Benedicto XVI cuando a esto dedica su primera encíclica:
“Dios es amor”. Porque éste es el aporte genético del cristianismo a la renovación del
mundo. Sólo y siempre: ¡lo más grande el amor! (1Cor 13,13). Es esa la respuesta a los
problemas de la globalización, de la paz, del hambre, de la informática, del diálogo
intercultural e interreligioso, de los nuevos (¡ya demasiados!) muros de división… Es
también la consigna del Papa actual a los jóvenes, en Sydney, para que sean
“mensajeros del amor” y profetas de la necesaria renovación de la sociedad y de la
Iglesia (julio 2008). El compromiso cristiano sigue pasando por allí: hacer comprender
que sólo el amor salva, un amor que pasa por una realidad siempre difícil y crucificante:
la conversión, el encuentro leal con Cristo y con los hermanos, como se dio en Pablo,
ante los muros de Damasco. Ese sigue siendo el camino obligado para crear la
“civilización del amor”; o al menos intentarlo.

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