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Almas ciegas

Emilio del Barco


Agüimes,
No basta con mirar, hay que poder y querer ver. Las gárgolas que miran al cielo, no ven
su inmensa belleza. Son y serán ciegas, eternamente. Con frecuencia olvidamos que el
origen, la fuente mística, de las principales religiones monoteístas es común: La Biblia.
Nos puede parecer casi imposible que tantas variantes surjan del mismo manantial. En
el Oriente Medio todo es posible. Fue, siempre, la tierra de la fantasía. Aunque, a pesar
de los inmensos cambios que hayan podido sufrir las enseñanzas, algunas cosas
permanecen como al principio de los tiempos: Religiosamente, siempre se considera
que la mujer está por debajo del hombre. En todos los sentidos.
En una sociedad armónica, las reglas sociales deberían tender a beneficiar a la
Humanidad en su conjunto, por igual. Sin distinciones de clases, sexos o etnias. Si Dios
es el Señor del Universo, desde su distancia nos verá a todos iguales.
Una de las principales cuestiones que nos dividen actualmente es que las religiones
antiguas nacieron, casi todas, como religión de un pueblo y al servicio de los hombres,
miembros de éste. Las mujeres eran la parte supeditada de la sociedad.
Las reglas sociales, adquirían su legitimidad jurídica, si estaban de acuerdo con la
religión imperante. Está claro que las reglas sociales, pensadas e impuestas por
hombres, no igualaban sus derechos con los de la mujer.
En lo que tocaba a otros pueblos, se consideraba que, el Dios específico de un pueblo,
había de ocuparse, preferentemente, de beneficiar a su pueblo. El resto de los humanos
eran algo externo: hijos de los Hombres, no hijos de Dios. Esta mentalidad, selectiva y
primitiva, subyace en su esencia doctrinal. Las peticiones formuladas en las oraciones
habituales siempre piden beneficios para el Pueblo de Dios. El concepto de Humanidad
como Unidad, era algo ajeno a la mentalidad de siglos pasados.
Cuando buscamos, con dificultad, razones para la justificación de nuestros
pensamientos, quizá olvidemos que sus raíces son más antiguas y profundas que las del
pensamiento actual.
La postergación de la mujer en la sociedad, viene de antiguo. Siempre fue más valorado
el cazador que la cocinera. Sin caza previa, no hay asado.
En nuestra cultura, hemos bebido de la Biblia, directamente. Y ya ahí se nos dice que el
origen del Mal, del Pecado Original, incluso del Trabajo como castigo, que tanto
aborrecemos, estuvo en Eva. Como si Adán no hubiese tomado parte en el festín
manzanero. Claro que, quizá nos aclare algo el saber que entre los cabalistas hebreos, el
número femenino, por excelencia, era el seis. Con pronunciación y escritura siempre
igual o semejante, en muchos idiomas, a la palabra ‘sexo’.Así, el seis se identificaba con
la mujer, el sexo, y, consecuentemente, el pecado. En un revoltijo insano.
Tengamos en cuenta que los relatos bíblicos fueron, casi siempre, escritos por
sacerdotes, hombres todos ellos. Sujetos a reglas muy severas en cuanto a la práctica del
sexo. Con lo que éste se convierte en obsesión prohibida.
El correr del pensamiento masculino se ve en la ofuscación de considerar a la mujer
como objeto prohibido, tentación constante, esencia y fuente de pecado. Ella era la
provocadora. Para que veamos la estrecha relación que se le asignaba con el Averno,
pensemos que el número considerado demoníaco por excelencia es el 666.Triple seis.
Que, leído al modo cabalístico, cifra por cifra, no significa más que sexo, sexo, sexo.
Algo, al parecer, diabólico, la raíz de todo mal. Sobre todo, para quienes, por voto,
tienen prohibida su práctica. Con lo que reconvierten un instinto, el de la supervivencia
de la especie, en obsesión pecaminosa. Ser mujer, entre tanto obseso, no debe resultar
nada fácil. Emilio del Barco,, DELBARCO@terra.es,, +34/928780967,,DNI 27968889,,

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