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P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS

P REMIO PACO E SPÍNOLA


© cada uno de los autores
© Yaugurú

ISBN: 978-9974-8033-3-6

YAUGURÚ | 73
Colección dirigida por
Gustavo Wojciechowski
macadg@internet.com.uy

Primera edición: junio del año 2007


Se editaron 500 ejemplares numerados. Juan Rodríguez Laureano / Lucía Lorenzo / Marcelo Rolandi
Germán Aguirrezabala / Julio Barrera / Virginia Brown
Diseño: Maca Leonardo de León / Mónica Dendi / María Inés Dorado
Puesta en página realizada en QXPress 4.1, Isabel Gallo / Federico Leicht / Marco Maidana
utilizando las tipografías Sabon y Optima. Mónica Marchesky / Raquel Martínez Silva / Sylvia Mernies
Fotomecánica: Typeworks. Magdalena Miller / Victoria Morón / Enrique Pardo
Impresión: Tradinco [Minas 1367] Yéssica Pontet / Mariela Rodríguez / Guillermo Silva Grucci
Depósito legal: 342.312 Carlos Daniel Tellechea / Andrea Viera Gómez
ACTA DEL JURADO

Convocan: Montevideo, lunes 28 de mayo de 2007


En Montevideo, en el día de la fecha, siendo las 16:30 hrs., reunido el
Jurado de los Premios Paco Espínola (María Inés Obaldía, Carlos Caillabet y
BIBLIOTECA Henry Trujillo), en presencia del Director General de la Radiodifusión
NACIONAL Nacional del SODRE (Sergio Sacomani) y de los escritores que conducen el
programa "Sopa de Letras" (Pablo Silva y Alfredo Fonticelli), se deja cons-
tancia que acuerdan por unanimidad otorgar los siguientes premios según se
detalla:
Organiza: Auspicia: Patrocinan:

1er. Premio: Cuento "La Forma del Infierno". Perteneciente al seudónimo


"Aldo Manucho" del escritor JUAN RODRÍGUEZ LAUREANO.

2do. Premio: Cuento "Las ancianas no mueren al final". Perteneciente al


seudónimo "Dos González" de la escritora LUCÍA LORENZO.
Apoyan:
3er. Premio: Cuento "Cayendo en un día soleado". Perteneciente al seu-
dónimo "A.B. Myself" del escritor MARCELO PABLO ROLANDI.
Intendencia Municipal de Colonia, Maldonado, Río Negro y Salto.
Y menciones especiales según el siguiente orden alfabético:

AGUIRREZABALA,GERMÁN STRANGERS IN THE NIGHT


BARRERA, JULIO NOBLEZA OBLIGA
BROWN, VIRGINIA DEYANIRA DESCALZA
DE LEÓN, LEONARDO BORGES RECUERDA
8 / P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA

DENDI, MÓNICA
DORADO, MARÍA INÉS
ESTA VEZ, SÍ
CADENCIA TROPICAL
STRANGERS IN THE NIGHT
GALLO, ISABEL COMENZÓ CON EL SONIDO
DE UN AVIÓN
Germán Aguirrezabala
LEICHT, FEDERICO ADIÓS AL QUEGUAY
MAIDANA, MARCO BAJO LA PIEDRA
MARCHESKY, MÓNICA FLORES EXÓTICAS
MARTINEZ SILVA, RAQUEL LA TRAMPA Y EL RATON
MERNIES, SYLVIA F DE FLORENCIA
MILLER VICTORICA, MAGDALENA EL REBAÑO DE ORESTES
MORÓN, VICTORIA LA MIRADA
PARDO, ENRIQUE MALDITOS PERSONAJES
Hic et Nunc. Así se llamaba el lugar. El destello de las luces y el pulso
PONTET, JESSICA TUPÉ
ensordecedor de la música lo recibieron ni bien bajó las escaleras del
RODRÍGUEZ, MARIELA DE CUAJO
local; tal contraste con el silencio y la penumbra mortecinos, típicos en
SILVA, GUILLERMO EL AMOR SEGÚN B.
la Ciudad Vieja a esa hora de la noche, lo anonadaron por un momen-
TELECHEA, CARLOS D. RAPSODIA SEXTA:
to. Era el 15 de Noviembre de 2001.
PRINCIPALÍA DE ERECTEO
"Mañana es viernes", pensó intrigado mientras trataba de ubicarse
VIERA, ANDREA NUEVE VIDAS
en ese espacio ajeno que lo rodeaba y en el tiempo que corría delante de
él. "¿Cómo hará toda esta gente para ir a trabajar mañana?", se pre-
guntó al mismo tiempo que se animaba a dar un paso entre toda esa
multitud, que se movía y hablaba en el medio del caos, caos, caos… que
ATENTO ATENTO
lo rodeaba.
¿ FIRMAS DEL JURADO? CREO QUE ESTARÏA BUENO
Una camarera muy alta, con cola y aspecto de caballo, pasó cerca de él.
SI ES QUE NO COMPLICA Y ME LAS MANDAN MEDIO AL
—Perdone, señorita —le dijo, levantando su cabeza y su dedo índice
TOQUE, DE LO CONTRARIO VA ASÍ Y LISTO.
con gesto de marioneta—. Quisiera hablar con el dueño.
La muchacha lo miró desde arriba, como si hubiera visto un sapo,
pero en seguida se repuso (después de todo, aquí y ahora, parecer normal
era algo raro): le dijo que fuera hasta la barra y preguntara allí. Al avan-
zar hacia donde le habían señalado, lo hizo con su habitual poca plasti-
cidad; parecía una botella, perdida entre un mar de gente, que necesita-
ba llegar a la orilla para entregar su mensaje. Bum-bum… lo rodeaba el
bum-bum que vomitaban esas cajas negras que colgaban del techo.
"¿Qué te sirvo, morocho?", le dijo el barman guiñándole un ojo al
llegar a la barra. El hombre, por llamarlo de alguna manera, con rasgos
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de fauno y ademanes de sirena, vestía de negro y tenía perforada la nariz puso a revisar sus bolsillos, como si hubiera perdido algo, para evitar
y las cejas; se quedó mirándolo fijo, esperando una respuesta, mientras que Hermes lo tomara de la mano mientras lo guiaba hasta un rincón
fruncía los labios y con un gesto mimoso plegaba un repasador sobre el apartado del ruido pero no del humo.
mostrador. Transitaron otra vez entre las mesas rodeadas por paredes de piedras
—Perdone —le respondió, algo nervioso, el recién llegado—, pero yo centenarias. Un enano pelado con dos trenzas los acompañó parte del
quisiera hablar con el dueño. camino mirándolos fijamente, luego se apartó tan misteriosamente
—¡Ay! Hubieras empezado por ahí —le contestó en un ataque de fre- como vino. Debajo de una tubería antigua pintada de verde inglés, se
nético temblor—. No te vayas que ya vengo. Tomá asiento, bombón … encontraba Gerard. Sin embargo, su aspecto era muy francés: tenía la
—¡No! No, gracias. Prefiero estar de pie…— esta mañana había barba y el bigote de D’Artagnan, la nariz de Cyrano de Bergerac y el
caído desde bastante altura y le dolía donde apoyarse. cuerpo de Obelix. Fumaba un cigarro fino y llevaba su abrigo de piel de
El barman partió, raudo y cimbreante, hacia otro extremo del local. camello sobre los hombros. En ese momento se encontraba conversan-
Luego de eludir a una rara variedad de alma en pena, que se paseaba do con un tipo flaco, de camisa bordeaux con volados en el pecho y en
entre las mesas con una capita de plástico, se puso a cuchichear con una las mangas; una secretaria parecida a Morticia tomaba notas en silencio:
rubia veterana, vestida discretamente de plateado. La mujer lo miró (con —Bien, esta parte del boliche seguirá llamándose Nunc, pero en la
ese gesto de asombro reprimido por la costumbre de ver extravagancias) parte superior, en torno a la terraza que da a la plaza, ubicaremos a Hic.
y caminó hacia él envuelta en una nube de humo. El infeliz de la capita Allí, como hablamos, crearemos un ambiente más tranquilo. Quiero que
le hizo una reverencia al pasar. una música suave, que permita hablar sin pensar, flote en el aire; los
—¡Hola! Me llamo Maruja Goldenblond y soy la erre erre pé pé de colores serán suaves… ¡Ah! Y el día de la inauguración: fuegos artifi-
este pub, ¿en que te puedo ayudar…? ciales…
—Mucho gusto, señora —detrás de ella, el pequeño fauno le hacía —Disculpá, Gerard —interrumpió Hermes—, Maruja me pidió que
adiós con la mano—. Disculpe que la moleste, pero necesito hablar con trajera a este guapetón hasta aquí…
el dueño. —Es por el asunto de Nueva Troya, señor —espetó el aludido, al
—¿Con cuál de ellos? —la pregunta le resultó tan inesperada como reconocer al destinatario de su mensaje, quien lo miró en silencio por
fatal; el interrogado sintió que todos los presentes lo estaban mirando. unos segundos; luego, con un gesto, hizo que sus empleados se retiraran
—No lo sé —confesó resignado—. Sólo conozco a uno, pero no en silencio.
recuerdo su nombre… —Corneta Mayor Gamma Centauri reportándose, señor —continuó
—¿Por qué asunto es? —la rubia ya no sonreía. el mensajero, en posición de firmes, cuando estuvieron solos.
—Es un asunto personal, debo entregar un mensaje. —¡Shh! ¡Con discreción, caramba! ¿Qué novedades tiene? —pregun-
—¿No se referirá al secretario del Diputado Tintulino Apituleo, no? tó Gerard, moviendo sus manos hacia abajo, como si quisiera tapar con
El Diputado también es del interior…, como usted. un manto invisible tanto su ansiedad como al visitante.
—Puede ser. —El Supremo Galactuán me pidió que le informara que la invasión
—Está bien, comprendo su reserva —dijo la mujer dándose vuelta a la Tierra se ha visto… demorada, señor —ambos hablaban en el len-
hacia el barman—. Hermes, llevá al caballero con Gerard, por favor. guaje militar de su lejano mundo natal —. Las compuertas de la nave
—Gracias, muy amable, señora —dijo el visitante, y de inmediato se nodriza están averiadas y no se pueden abrir; ya se pidieron repuestos a
12 / G ERMÁN AGUIRREZABALA

la base, pero demorarán cinco años en llegar. Además, un meteorito gol-


peó la antena del equipo de comunicaciones y no sabemos si el mensaje
NOBLEZA OBLIGA
ha llegado o no…
—Entonces ¿cómo hizo usted para llegar hasta aquí? —preguntó
Julio Barrera
Gerard entrecerrando los ojos: "¡Cinco años más en este planeta de
locos!", pensó.
—Me lanzaron en un balón de aterrizaje, señor —dijo Gamma
Centauri, mientras Gerard se compadecía de él reproduciendo un gesto
de dolor—. Directo a la estancia La Aurora…
—¿Por eso está vestido de gaucho, Centauri?— en estas circunstan-
cias, Gerard prefería reír sin ganas a llorar: todos somos extraños en la
noche.
Ese día se levantaron más tarde que de costumbre. Mientras él le
acariciaba el pelo enmarañado de una noche en la que ambos se entre-
garon como si fueran los póstumos placeres, ella le pedía entre susurros
de gata juguetona que la acompañara a la peluquería y después a la
modista. El le dijo que ese día iba a ser agotador para ella y que tenía
que estar bien porque no sabía a que hora iba a poder volver a dormir.
— Calla tonto— le respondió ella, que parecía más despreocupada
que él — no ha de ser para tanto— y se dio media vuelta dándole la
espalda mientras él jugaba a desenmarañarle el pelo.
Después que se ducharon refregándose con manos y con besos baja-
ron a reponer energías con el desayuno del hotel donde se habían aloja-
do, bastante más caro del que solían del que solían ir, pero solo porque
esta era una noche especial. Intercambiaron miradas elocuentes que
querían decir más de lo que decían, sonrisas que no se interrumpían por
el café ni por las medialunas, roces que eran como secuelas de heridas
futuras, y cada tanto inspeccionaban el entorno para ver si continuaba
ajeno a ellos.
Brindaron para festejarlo y salieron para enfrentarse al " último"
día. Cruzaron el parque bajo la sombra de los cipreses tomados de la
mano. Sus pasos eran más lentos que sus pensamientos, que se negaban
a transcurrir. Cortaban el silencio solo con observaciones circunstancia-
les, preguntándose, por ejemplo, de quien sería esa estatua que estaba
junto al lago, mirando perplejos el agua estancada de una antigua fuen-
14 / J ULIO B ARRERA

te de mármol, asombrándose con los diferentes tonos celeste rosa de los


malvones. De pronto él dijo:
DEYANIRA DESCALZA
—Tengo el presentimiento de que no voy a verte más—. Ella le apre-
tó un poco más la mano y siguió caminando con los ojos en las baldo-
Virginia Brown
sas grises y cuadriculadas, como si supiera que en la vida no habría de
haber un día más dichoso que ese y fuera a su vez incapaz de retenerlo.
Unos pasos más adelante se quedó mirando el gorjeo de un gorrión y no
habló por mucho rato hasta que dijo: —Deberías venir—. No —dijo
él— no debería. En la peluquería ella tardó horas y él agotó el reviste-
ro. El espejo los ayudó a mantenerse unidos y él solo se alejó para com-
prar cigarros y estirar las piernas.
Cuando terminó , ella le dijo que tenía que dejarlo porque iba a arre-
Paco Cachaça se jactaba de haber sido el último en haber visto a
glar algunos detalles con su familia, "nobleza obliga" agregó, y lo dejó
Deyanira con vida, en la madrugada del domingo. Iba descalza, bailan-
parado en una esquina del centro a esa hora en que se encienden las
do sola por la calle, ya al final del pueblo, cruzando el puente carretero,
luces de los bares, los vehículos emprenden el regreso, y va avanzando
donde empieza el campo y termina el polvo de nuestro querido pueblo
el movimiento hacia la noche. El se quedó parado ahí, mirándola mien-
de Villa Balvina. Así había dicho, y agregaba:
tras ella se alejaba, y tardó en darse cuenta que otra vez la tenía allí,
— ¡Sí señor que fui yo el último en verla bailar!
frente a él, ahora diciéndole que se pusiera el traje y que fuera a la igle-
Nadie le creyó nada a Paco Cachaça. Primero porque hacía rato que
sia. —Pero no conozco a nadie— dijo él. —Me conoces a mí —dijo
Paco Cachaça no recibía una madrugada sobrio, y segundo porque, con
ella. —Pero qué va a pensar tu novio— dijo él.
luna o con sol, Paco Cachaça era un mentiroso. ¿Cómo podía ser cierto?
—Nada. —dijo ella— No tiene porqué pensar nada.
Si el orgullo de Deyanira eran sus zapatos de baile. Durante la sema-
na, Deyanira usaba unas zapatillas viejas, que lavaba al final del día a
cepillo fuerte y jabón de coco. Pero cuando llegaba el sábado por la
noche, Deyanira aparecía en el baile, sus pies calzados en zapatos rojos
de vértigo de altos. Deyanira comenzaba a bailar con el primer acorde
y no descansaba hasta que se había apagado el último. Era por esto que
los zapatos de baile no duraban más que cuatro sábados. Terminaban
desvencijados, agotados por el mágico ondular de Deyanira, que aún a
su edad, era la mejor bailarina del pueblo. Solamente se había perdido
un baile en su vida, y esto era porque a su primer y único hijo,
Primicio, se le había ocurrido nacer un sábado de noche, algo que
Deyanira nunca le perdonó y dicen que fue por esto que Primicio en
cuanto pudo se fue del pueblo. Al sábado siguiente, Deyanira ya esta-
ba de vuelta en el baile.
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La primera semana de cada mes, Casildo el cartero se repasaba la habían perdido detalle y se preguntaban cómo podía ser que se hubiera
curva del postizo y le llevaba a Deyanira la encomienda que llegaba de marchado bailando descalza. Si cualquier mujer hubiera matado por un
la capital con los zapatos nuevos. A veces sandalias, a veces cerrados, a par de sandalias así. ¡Las cosas que se le ocurrían a Paco Cachaça!
veces con lazos, con hebillas, pero siempre rojos y con tacones descabe- Sin embargo, el sábado vino y se fue sin que Deyanira apareciera.
lladamente altos. Casildo, así como le entregaba el par, le hacía prome- Decidieron entonces las vecinas entrar a la casa y ver qué había pasado.
ter a Deyanira que bailaría con él la primera pieza. Deyanira se reía y Allí y para su sorpresa, encontraron las zapatillas de trabajo, limpitas y
prometía. Y después olvidaba su promesa, pues a Deyanira no le impor- con olor a jabón de coco, y a los pies de la cama, esperando, las sanda-
taba con quién bailaba, decía que bailaba con la música, aunque claro, lias rojas con sus tacos altos y sus moños tiesos.
nunca dejaba de sonreír al compañero. —Les… les queda un baile… — susurró una voz. Y el cuarto entero
Decían algunos, como se dicen tantas cosas, que los zapatos los suspiró.
encargaba Deyanira a una gran tienda de la capital, pero otros comen- El pueblo se reunió en la plaza, a ventilar opiniones. Algunos que-
taban que nunca la habían visto hacer un giro para pagarlos, y querían rían aguardar a que Deyanira volviera, porque si volvía y pescaba a
suponer que podían ser regalo de un viejo novio, que incluso después de alguien con sus sandalias, iba a correr la sangre. Aunque todos pen-
tantos años, no olvidaba a Deyanira. Decían y decían, pero Deyanira saban que a pesar de que no se había encontrado el cuerpo, Deyanira
callaba, se estrenaba los zapatos y los bailaba. tenía que estar muerta, pues que si no, no se hubiera perdido el baile
También a alguien se le ocurrió que era buen negocio eso de traer del sábado.
zapatos rojos de tacón alto: Hizo un pedido de contrabando y armó una También estaba quien decía que si estaba muerta, había que esperar
estantería en la casa para venderlos, aunque a veces tenían que encargar que el cuerpo apareciera para enterrarlo con las sandalias. Algunos
número, porque no había. Fue buen negocio hasta que no dio para hombres comentaron que para enterrarla, la enterraban con las zapati-
más, porque estos zapatos nunca fueron tan rojos, ni tan altos, como los llas de trabajo.
de Deyanira y además no aguantaban más que un sábado. —Eso nunca — chilló una mujer.
Los zapatos de febrero, pues Deyanira había desaparecido después del Corrió un murmullo, porque ya había algunas que le habían echado
baile del tercer sábado, la mañana del domingo 23, para ser más preci- el ojo aquellas sandalias, a las que todavía les quedaba un sábado por
sos, eran unas sandalias de suave cuero rojo, con un gran lazo al frente. bailar.
Ese sábado, como todos los primeros sábados del mes, fue poner —Entonces descalza, porque si Deyanira iba descalza cuando se mar-
Deyanira un pie en el baile, que las mujeres clavaron los ojos al piso, sin chó, bien sabría ella lo que hacía, y hay que respetar los deseos de los
perder un paso del provocativo repiqueteo de aquellos tacones rojos. muertos — gritó otra.
Deyanira, que se sabía mirada, cruzó la pista despacio, como hacía toda —Mismo, mismo — se escuchó a coro.
vez que estrenaba un par de zapatos. Más tarde, una vez que se ponía —Los muertos no tienen deseos — interrumpió alguien.
a bailar, era imposible seguir aquellos pies. Bajo el lazo de las sandalias, —Usted me entendió, no se haga el vivo.
se asomaba una hilera de uñas perfectamente esmaltadas de rojo. Y ahí empezó la pelea. Entre tirones de pelo y bofetadas, volaron
Deyanira había hecho que su sobrina se las pintara, porque la prosperi- varios pares de zapatos; pero el alcalde se abrazó a las sandalias de
dad y los años se le habían ido a la cintura, y le costaba estar agachada Deyanira y se refugió entre las patas del caballo de bronce que cabalga-
tanto rato. Las mujeres recordaron aquellas sandalias, de las que no se ba en la plaza, y por ello cuando a la mañana siguiente apareció el cuer-
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po de Deyanira, las sandalias seguían intactas, sus moños tan tiesos y sus Ah, sí, y el entierro sería esa tarde.
tacos tan altos como Deyanira los había dejado. Las mujeres de Villa Balvina eran todo menos pacientes, pero se con-
Deyanira llevaba su vestido de rosas, pero iba descalza, los pies des- vino que ante el cuerpo, más valían la modestia y el recato, aunque fuera
nudos y las uñas con el esmalte rojo con que su sobrina las había pinta- fingido, pues cada una se sentía observada como posible merecedora de
do, aunque ahora estaba algo descascarado. Así que fue Deyanira misma las sandalias de Deyanira. Comenzaron a preparar el cuerpo para el entie-
y muerta quien confirmó que era cierto lo que Paco Cachaça decía. rro, y se hizo un gran silencio en el pueblo, pues Deyanira estaba descal-
Se formó una comisión, con el alcalde, el cura y con el dueño del za y había que tomar una decisión. Así fue que la peinaron y le pusieron
salón de baile, quienes se estimaron personas idóneas para decidir el su vestido de amapolas que le quedaba un poco apretado. Su sobrina le
futuro de las sandalias de Deyanira. A Paco Cachaça también lo invita- quitó el esmalte viejo y volvió a cubrir las uñas de los pies de Deyanira con
ron, porque al fin y al cabo era el último en haber visto bailar a aquel rojo carmesí que llevaban cuando se había marchado bailando.
Deyanira, y esto no era poco. Se había pasado la semana contando a No hubo mujer que no concurriera al entierro de Deyanira, que no
cambio de un fondo de caña, cómo se había marchado Deyanira, bai- le presentara respetos, que no pusiera una flor, en un llanto apretado
lando descalza, así que fue tan borracho a la reunión que se desparramó de emoción, sobre aquel cuerpo ahora tan quietecito. La tierra se
debajo de la mesa y se durmió. Eso sí, de vez en cuando y dormido aso- cerró sobre Deyanira, sobre las flores con las que las mujeres del pue-
maba la cabeza y chamullaba: — ¡Sí señor que fui yo el último en verla blo taparon las amapolas del vestido que le quedaba un poco apreta-
bailar! do, sobre aquellos pies descalzos y sobre las uñas que su sobrina había
Las mujeres del pueblo se ofuscaron, porque no había representante pintado de rojo.
suyo en la comisión. Los hombres, después de la pelea del día anterior, Las mujeres pretendieron paciencia una vez más, en aras de ser des-
las habían mandado a callar, se enterarían a la mañana siguiente, cuan- tinatarias justas de aquellas sandalias y sumisamente dieron de comer
do la noticia de la decisión apareciera en la puerta de la iglesia. Y las bien a sus maridos. Todo era cumplidos y cortesías, incluso entre aque-
mujeres del pueblo callaron, sí, pero aquella noche mientras se reunía la llas que habían sido acérrimas enemigas. Nadie negaba una mano a una
comisión, ninguno de los hombres del pueblo comió bien. vecina ni apartaba la vista de los mendigos. Ninguna perdía la pacien-
A la mañana siguiente, cada una de las mujeres salió con una excusa cia con el marido ni gritaba a los hijos.
bajo el brazo, a pasar por la puerta de la iglesia, para ver qué iba a ser Aquel comportamiento dulce y comedido no pasó desapercibido
de las sandalias de Deyanira. La notificación era breve y clara: para los hombres, que así lo comentaron a los miembros de la comisión,
"Deyanira será enterrada descalza, pues descalza se fue y los deseos como también lo hizo el cura, que nunca había visto a tantas mujeres en
de los muertos debe ser respetados, aunque los muertos no tengan la misa. Así que el alcalde finalmente anunció que se reunirían otra vez.
deseos." La noche en que se reunieron el alcalde, el cura, el dueño del salón
En lo que respecta a las sandalias, no se había llegado a una conclu- de baile y Paco Cachaça, las mujeres contuvieron el aliento, bajaron la
sión de qué hacer con ellas. Paciencia se pedía a las vecinas de Villa mirada y dieron de comer aún mejor a sus maridos.
Balvina. Concluidas las exequias de Deyanira, y luego de un merecido A la mañana siguiente, la noticia apareció en la puerta de la iglesia:
descanso, el cura, el alcalde, el dueño del baile y Paco Cachaça se reuni- "Las sandalias de Deyanira, que en paz descanse, serán entregados a
rían nuevamente, y prometían encontrar un destino justo a las sandalias fin de año a la mujer de comportamiento más ejemplar, modelo de mujer
de Deyanira. para nuestro pueblo."
20 / V IRGINIA B ROWN

A las mujeres se les desmayó el alma. Por algunos días, se llevaba


bien aquello de ser dulce y servicial y de morderse la lengua antes de
BORGES RECUERDA
hablar, ¡pero para fin de año daba igual que faltara una eternidad!
¡Santa, beata, milagrosa había que ser para aguantar aquello! Se mira-
Leonardo León
ron de reojo, y por aquello de que somos pocos y nos conocemos
Oigo el último pájaro.
mucho, supieron que por una vez en la vida, estaban todas de acuerdo.
Lego la nada a nadie.
Organizaron pues una reunión para remendar ropa para los pobres del
J. L. Borges
pueblo, y a puertas cerradas discutieron la situación. Cierto es que fue
la discusión más civilizada que habían tenido jamás.
Al día siguiente, apareció una notificación en la puerta de la iglesia.
"Las mujeres renunciamos a las sandalias de Deyanira, que en paz
descanse. De aquí en más, iremos a los bailes descalzas. Si Deyanira,
I
alma y vida del baile, encontró a bien abandonar sus sandalias y bailar
descalza, pues que también nosotras. Hay que respetar los deseos de los
El muchacho entra en la biblioteca. Al trasponer el umbral oye los
muertos."
murmullos de las voces y las hojas. Sin vacilar entra en un pasillo de
libros y se detiene en un lugar preciso. Parece saber lo que hace. Lee los
···
lomos ladeando la cabeza y encuentra el libro: "Jorge Luis Borges/ Obras
completas". Lo abre y observa la foto de un hombre sentado sostenien-
Aún hoy, años después, las mujeres de Villa Balvina bailan descalzas,
do un bolígrafo, pelo oscuro peinado hacia atrás, un pañuelo atado al
con las uñas pintadas de aquel rojo que llevaba Deyanira cuando se
cuello que le da aire de compadrito, un saco azul con mangas cortas, la
marchó.
mirada que atraviesa el papel. Debajo de la foto se enuncia: "Jorge Luis
Las sandalias de Deyanira se han cubierto del polvo del olvido en un
Borges (1899) Poeta, ensayista, y narrador argentino. Perteneció a la
armario de la Alcaldía, sus moñas tiesas asomadas de entre varios expe-
corriente Ultraísta. Fundó con otros amigos la revista Proa en 1922. En
dientes traspapelados.
1923 publicó su primer libro de poemas Fervor de Buenos Aires.
Pero nadie ha olvidado nunca cómo bailaba Deyanira, ni siquiera
Destacamos Luna de Enfrente (1925), Discusión (1932), e Historia
Paco Cachaça, que ya viejo todavía cuenta a quien le pague un vaso de
Universal de la Infamia (1935). Borges se suicidó en 1940 en Adrogué."
caña, sí señor que él fue el último en verla bailar.
Y es cierto que Paco Cachaça vio a Deyanira marcharse descalza por
II
el puente carretero, donde empieza el campo y termina el polvo de nues-
tro querido pueblo de Villa Balvina. Pero eso de que iba bailando… eso,
Inclina el vaso lentamente para evitar quemarse con la leche. Siente
hasta borracho bien lo sabe él, eso es mentira.
el movimiento del líquido en el recipiente. Huele el vapor antes del con-
tacto. Presume que se quemará, y por eso es cauteloso en la tarea. Sin
embargo, un sutil gesto de la muñeca le acerca demasiado el líquido a la
boca, y el calor se le viene a los labios.
22 / L EONARDO L EÓN P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 23

—¡Ah!¡Pero qué mierda!— dice mientras encorva el torso para evi- — Llegué a pensar que eras Estela.
tar enchastrarse el saco y la camisa. Sopla un poco sin saber por qué. —Suerte que no me confundiste, hubiera sido un momento espanto-
Toma una servilleta tanteando la mesa y se limpia la barbilla. so. Nuestra amistad hubiera corrido serios riesgos. — Lo dice riendo e
Se sacude la ropa con las manos, como si se quitara polvo. Está sen- incorporando a su voz una modulación entrecortada, para que el otro
tado junto a la mesa del living. El espacio es pequeño y luminoso. La advierta el chiste.
ventana abierta deja paso a la luz que dibuja sobre la madera del piso Borges sonríe sin desearlo.
las pequeñas ranuras de la persiana, y un sector más apagado que opaca Bioy lo contempla y se conmueve. El otro mira el techo (digo "mira"
el tul de una cortina. Lo rodea la biblioteca que no ve, el silencio, y un solo para no serle infiel al verbo) mientras da cortos sorbitos.
aire que se siente estancado y que solo se advierte a través de un movi- —No viene desde hace semanas. Pensé que mi operación la obligaría
miento leve de la cortina. a venir, pero ni siquiera la lástima la anima a darse una vuelta por acá.
Desde allí oye el llamado a la puerta. Sin pensar en el visitante no ¿Te das cuenta? No llamó al hospital, no mandó saludos con nadie, ni
puede obviar una suerte de amargura, de intolerancia. Sabe que hoy siquiera ha llamado por teléfono. Es imposible que no se haya enterado
necesita estar solo, que probablemente la soledad sea la única capaz de de nada por la prensa.
complotar con él y afianzar su secreto cometido. Tiene miedo (por no —A propósito de eso, vine a saber cómo te encuentras.
decir horror) que la realidad conspire en su contra, y que bajo sus mis- —¿Y cómo voy a estar? Esta fue la última operación. Ya no hay nada
teriosas estrategias lo someta nuevamente a la cobardía. que hacer. La penumbra se ha convertido en mi estado permanente. Los
Fanny, el ama de llaves, recibe al visitante. Desde su silla el ciego médicos ya no toleran mi nombre, y deben hablar mal de mí en sus
reconoce la voz de Adolfito. Los sonidos le dan imágenes para que la encuentros.
imaginación pueda asirse de algún vestigio de realidad y no siga su curso —¿Cuándo te sacaron las vendas?
predilecto de fantasías. Ahora se agrega madre que invita a pasar. Se —Ayer a la tarde. Hoy vuelvo a la Biblioteca, estoy harto de la casa.
sugiere una suerte de cordialidad en las voces. El ruido de los tacos sobre Tengo miedo Adolfito, tengo mucho miedo.
el parqué se hace gradualmente más intenso y, por un breve instante, La voz se le corta, se hace trémula entre letra y letra. Parece que los
piensa con esperanza en Estela. Sin embargo ya sabe que el bulto, la silencios, las pausas que descansan entre las palabras, temblaran. El
sombra amorfa que lo enfrenta, es el amigo. Escucharlo y advertir su amigo lo mira y casi llega a hacer la pregunta. Borges le contesta antes.
presencia real lo sorprende, pues acaba de descubrir que si bien la som- —Tengo miedo a olvidar mi rostro, el tuyo, el de madre. Tengo
bra no le enseña una anatomía concreta, a los amigos se les adivinan las miedo a que cuando esté muriendo y quiera despedirme del mundo, acu-
acciones intuitivamente. dan solo recuerdos velados, sombras con sonidos...
—Borges. —¿No hay esperanzas?
—Adolfito. Ya me parecía que eran tus pasos.
—¡Qué honor, che! No sabía que mis pasos eran tan importantes. III
—Sentate, Adolfito.
Se sentó y la casa pareció dormir. Los sonidos de la cocina se apaga- Está en la Biblioteca Nacional. No hay periodistas, ni estudiantes, ni
ron. Una puerta se cerró en alguna parte. El silencio los acompañó como documentos, ni siquiera algún verso que lo ocupe. Está solo, sentado en
otro amigo. el escritorio, y apoya las manos sobre el bastón.
24 / L EONARDO L EÓN P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 25

Sabe que necesita de algo (algo que está en su pasado) para llevar a Pero no puede. Borges lo sabe, y le da rabia.
cabo su último gesto, quizás el único que le haga conocer la verdadera feli- Entonces se acerca más, hasta que los rostros se enfrentan. Borges le
cidad. Rastrea en la memoria y sonríe al ver de nuevo. Asiente con la cabe- mira los ojos que todavía gozan del don, pero sin embargo sabe que
za mientras sus ojos ciegos ya vislumbran el pasado, un lugar luminoso de viven otra forma de ceguera, que indagan una realidad profunda e indes-
la memoria que atrapa y lo empuja de un lado a otro. Un lugar que lo cifrable incluso para él.
devuelve a la fantasía del mundo real, de los espacios y las formas. —¡Debes hacerlo!— le grita Borges al otro— Es la única forma de
Se ve en una habitación enorme, tirado boca abajo con un libro entre liberarnos.
los codos. Se ve leer un pasaje de Stevenson y hasta siente la emoción en El otro no lo escucha y es aquí cuando Borges reza (sí, reza) y pide
la garganta. Ve a su hermana Norah con un pincel en la mano, ve la coraje para su hermano del pasado, del recuerdo. Ruega a través de una
biblioteca de su padre, a este que se acerca con un tablero de ajedrez oración aprendida en la infancia para que el valor acuda, y no sentencie
bajo el brazo. Ve al Ródano y a sus aguas, se ve nadando (siente el ahogo al hombre patético de la cama y al que reza a su lado a la desdicha de
del ejercicio). Ve una multitud que se burla, otra que lo aplaude de pie. una vida cobarde. Reza porque la acción suceda y arruine un futuro
Ve a Adolfito con rostro claro, y su cara verdadera que mira al techo funesto de arrepentimiento e insomnio.
oscuro del despacho se arruga como insinuando un llanto. Ve a su padre Nada pasa, en apariencia. El otro sigue jadeando con el arma apun-
en el lecho, a su madre que descansa en un sillón con un libro de tando al piso.
Dickens. Ve su sonrisa. Se ve a sí mismo frente a un tigre dormido detrás Borges se decepciona y, justo antes de emprender el regreso al despa-
de gruesos barrotes, se ve dormido y encorvado en una cama lejana, se cho solitario de la Biblioteca, justo antes de abandonar el escenario real
ve escribiendo un verso que luce en alguna parte el verbo fatal. Se ve solo de su recuerdo, escucha el disparo. Alcanza a ver cómo el otro cae sobre
en su despacho, mirando su pasado, llorando sin advertirlo. la cama, rebota en el colchón y termina golpeando en el suelo con la
Las imágenes continúan revolviéndose en la mente del hombre, en la cabeza abierta que alimenta un charco rojo en el piso. Alcanza a ver su
búsqueda, hasta que sucede el hallazgo. Se ve en un Hotel de Adrogué propia sangre ajena, a disfrutar del silencio que sucede al estampido.
empuñando una pistola de un calibre que ignora, sentado en una cama, Siente que el futuro desaparece, y casi puede imaginar al viejo ciego del
temblando, con un libro que ya ha leído a su lado. Detiene la evocación despacho que se desdibuja en una niebla de olvido. Ve ante sus ojos un
en ese instante y se inmiscuye en el recuerdo. Se acerca lentamente a ese conjunto de hojas, de libros, de cuartillas con su propia caligrafía, que
Borges al borde del derrumbe. El otro solo sostiene el arma e intenta se vuelven cenizas y son arrasadas por una ráfaga. Siente la muerte en
alzarla hasta la altura de la sien. El caño sube unos centímetros y luego cada objeto. Y siente alivio, pero no encuentra una explicación.
vuelve a caer. No sabe que el otro, en su búsqueda, vio un futuro de la memoria.
Borges lo mira con lástima. Lo comprende. Sabe y recuerda el Vio a un ciego apoyado en su bastón en un salón oscuro y en silencio
momento a la perfección, y descubre que para las emociones el tiempo que miraba el techo y evocaba un viejo día en Adrogué. Lo vio quieto,
no pasa, no existe. Sabe que el otro quiere huir del mundo, que lo han rezando para poder interferir en el pasado y consolidar la tarea que le
dejado una vez más, que el amor, y el mundo que revela el amor, le está devolviera el valor. Lo vio gritándole en su propia cara. Entonces el otro
vedado. Se acerca y le acaricia la cabeza. El otro parece no advertir el intercedió en la realidad de Borges. Los recuerdos de ambos se unieron
gesto. Está ensimismado en su propia lucha, en su propia búsqueda de en un espacio mágico del tiempo y, desde esa atmósfera extraña, empa-
un estímulo que tense el brazo y alce el arma. ñada de luces y oscuridades, creció el milagro secreto de cada uno.
26 / L EONARDO L EÓN

Le acarició la cabeza y le dijo:


—Ya sé... Ya sé...
ESTA VEZ, SÍ
Justo antes de que el índice apretara el gatillo, se oyó un pájaro a tra-
vés de la ventana.
Mónica Dendi
Lloró y sonrió al mismo tiempo.
Disparó: el plomo atravesó un verso y propagó un estruendo vivo en
la habitación que cayó en una tumba de silencio.

Al oprimir "play", el CD comenzó a girar. La voz aguda y gatuna de


Barry Gibb se escuchó en seguida, afiebrada de tanta noche de sábado.
Mario dibujó unos pasos a lo John Travolta, se miró de reojo en el espe-
jo y agitó su escasa cabellera. "Sos un guacho, vamos todavía". Dio los
últimos retoques a la mesa mientras seguía con su baile de pulpo desbo-
cado, agitando sus tentáculos de arriba abajo y en todas las diagonales
posibles. Su apartamento de hombre recién divorciado, de un dormito-
rio y sala multifuncional, en el décimo piso de un edificio céntrico, guar-
daba un cierto desorden contenido, una decoración ecléctica, producto
de las sobras del matrimonio, más algún esperpento donado por una tía,
adornos florales que le impuso su madre, y los libros que con tanto
mimo guardaba en sus estantes de cedro.
Numerosas cuadernolas y revistas yacían en un rincón, en el piso.
Acomodó una vez más sus aristas, que sobresalían insistentes de la
columna desalineada de papeles. Encendió una varilla aromática, colo-
cada artísticamente en un soporte, que era su máximo orgullo de arte-
sano aficionado. De sus épocas de estudiante, conservaba el cráneo de
un hombre baleado en la cabeza, al que con un amigo, nombraron
"Augusto". Ahora, la agujereada calavera era un sonriente porta—
incienso.
Verificó en la cocina que todo estuviese marchando bien. El olor a la
carne horneándose había invadido el espacio deliciosamente. Echó una
ojeada al horno, el jugo crepitaba y la carne se veía dorada. Fue enton-
28 / M ÓNICA D ENDI P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 29

ces al baño y se perfumó. El timbre del portero eléctrico lo sacó de su —Mm, que delicia. Pensé que íbamos a pedir unas pizzas por teléfo-
contemplación ante el espejo. no. No esperaba una cena formal.
—Es Carmen –murmuró—. Esta vez tengo que ir despacio, sin asus- —Formal, no, simplemente tuve ganas de resarcirte por lo de la plan-
tarla ni aburrirla. Ya se me escaparon tres, desde que estoy solo. Lo peor ta. A decir verdad, extraño la comida casera. Estoy aprendiendo a coci-
es que todas me cortan aun antes de llegar a la cama. Tengo que termi- nar, sobre todo para cuando vienen mis hijos.
nar con tanta abstinencia. No hablaré para nada de mi "ex", ni de mi —Hacés bien, además, esa cualidad es algo que nos fascina a las
trabajo, ni de mis compañeros, nada de nada. Seré una tumba. Bueno, mujeres, resulta muy excitante.
eso tampoco. —¿Si? —Mario se entusiasmó íntimamente—. Vamos a ver si decís lo
Se conocieron el día en que Carmen llegó al barrio con sus muebles, mismo cuando hayas probado lo que preparé.
se estaba mudando al edificio contiguo. El iba de salida, con sus dos —Yo diría que por el olorcito a grasa hecha cascarita, suavemente
pequeños hijos. Con la curiosidad propia de cualquier vecino, y de quien adobada, se trata de un trozo de nalga o de cuadril.
está alerta, esperando un día encontrar lo que ya no tiene o lo que nunca —Acertaste, es una colita de cuadril a la cerveza.
halló, Mario dio un rápido vistazo a los efectos que bajaban de un Mientras conversaban, ella aprovechó para mirar y analizar el apar-
camión a la vereda. El mobiliario era reducido. Se veían tres macetas con tamento, su cerebro procesaba la información que recibía. Una bibliote-
sus plantas y detrás, una cama de plaza y media. Una mujer joven car- ca bien surtida de libros de lomo ancho, con títulos que referían a ana-
gaba una caja de cartón con el letrero "juego de té". Pensó que sería la tomía, medicina y palabras que le resultaron de difícil comprensión a
nueva vecina y viviría sola. Distraído, no prestó atención a sus hijos. La simple vista. Eso fue lo único realmente prolijo que vio. En otros estan-
niña tropezó entre las cajas y bultos, quebrando una maceta y cayendo tes se mezclaban varias novelas policiales con cuentos infantiles. Un crá-
encima de ella. La begoña quedó como un rojo huevo frito aplastado en neo humeante le sonrió con sus descarnadas mandíbulas. Una cama
el piso. El padre se deshizo en disculpas y se alejó lo más rápido que marinera, con funda de chenill rojo y almohadones en composé, amari-
pudo hacia el auto. llos y carmesí, hacía las veces de sofá. En una esquina, al costado del
La segunda vez que se vieron, Mario volvió a disculparse y se preo- ventanal, una caja de cartón dejaba asomar camiones de plástico, pelu-
cupó en decirle que aquel día llevaba a los niños de regreso a casa de la ches y muñecos de cara redonda y pelo de lana.
madre. Carmen sonrió ante la apurada explicación del hombre, que le Mario sacó la carne del horno. Con una cuchilla fue cortándola en
dejaba en claro su condición de divorciado, o separado. rebanadas rosadas, jugosas, que dejaban al descubierto el centro multi-
¡—No te preocupes —le contestó—, esa begoña era un regalo de mi color del relleno. Colocó dos porciones en cada plato y las bañó con el
"ex suegra". Casa nueva: vida y plantas nuevas. jugo de cerveza. Ella lo ayudó, sirviendo el puré de papas. "Es de paque-
¡A los pocos días coincidieron en el video—club de la esquina. Entre te", se disculpó Mario.
frases de saludos y trivialidades de ocasión, él le propuso ver una pelí- De música de fondo para la cena, se escuchó la voz sensual de Ana
cula y comer algo. Ella dudó un momento, lo miró y decidió confiar en Belén. En la mesa, la conversación giró en torno a libros y a películas,
esa mirada de ojos oscuros. Eligió un drama y Mario una de ciencia— ninguno de los dos parecía tener prisa por hablar de su reciente pasado.
ficción. Acordaron verla en la noche, en casa de él. "Esto marcha bien", se dijo Mario. "Está buenísima, qué ganas de
¡Carmen llegó con una barra de helado. El intenso aroma que salía bajarle esos pantaloncitos. Esta vez, sí, estoy ganando, estoy siendo
del horno, le provocó una inspiración profunda. entretenido y parece que le gusto".
30 / M ÓNICA D ENDI P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 31

Carmen comía con verdadero placer. Disfrutaba cada bocado, la —Entonces sos cirujano. Pero, qué disparate, fue a operarse con el
carne en su punto, bien condimentada, había tomado los aromas y sabo- estómago lleno, eso es una locura, digo, por la anestesia, ¿no?
res del relleno y la amarga espirituosidad de la cerveza. En su boca juga- —Noté que había comido carne, presumí que era mechada, por los
ba con los sabores de las aceitunas, las zanahorias en juliana, el morrón trozos pequeños de diferentes verduras. Después de analizar, descubrí la
y el agridulce toque de las pasas de uva. Lamentó la falta de una buena mostaza y la cerveza. Con esos datos hoy preparé la cena.
ensalada o de un auténtico puré. —¿Qué le pasó? ¿Pudiste operarla igual? Se podría haber muerto.
—Realmente te luciste con esta comida. Mi madre hace la colita de —Ya lo estaba, la apuñalaron mientras comía. Soy médico forense y...
cuadril mechada, pero no tiene este gustito. Carmen abrió grandes los ojos. Miró el plato vacío, la fuente con la
—Será que cuando le hago le incisión para mecharla, antes de intro- carne roja y jugosa sobre la mesada de la cocina y luego a Mario. Un
ducirle los ingredientes, la mojo por dentro con una mezcla de aceite de ruido sordo subió de su estómago hasta la garganta. Se levantó, tirando
oliva, sal, orégano y ajo con perejil. la silla, y corrió al baño.
Mario estaba feliz, distendido, la conversación era fluida y notaba "Pucha”, pensó Mario, "con esta ya son cuatro minas que pierdo".
que ella estaba pasándolo bien. Bastaba sentir su mirada de aprobación.
—Si, pero no es eso. Hay otro ingrediente que no alcanzo a distin-
guir. ¿Dónde aprendés los misterios de la cocina?
—Algunas veces le pregunto a mi vieja, pero ella hace una comida un
tanto aburrida. Las más de las veces son "mis pacientes" los que me
informan de los ingredientes más sofisticados.
—Si, noté por tus libros que debés de ser médico. Imagino que ten-
drás pacientes de esos charlatanes que te cuentan todo, hasta lo que
comieron y cómo lo hicieron.
—No creas —se atoró Mario con un bocado—. Son bastante silenciosos.
—Si siempre cocinás así, voy a venir más seguido a hacerte compa-
ñía. Pero decime, ¿cuál es este ingrediente que no alcanzo a detectar y
que le da tan buen sabor?
—Es mostaza. Después de mechar la carne, la salpimentás y la emba-
durnás con mostaza, luego la colocás en una asadera y la regás con un
litro de cerveza.
—Ah, era eso. Luego en el horno, la vas bañando cada tanto.
Buenísimo. ¿Quién te la enseñó?
—La paciente que atendí ayer. Soy muy cuidadoso y muy observador,
así que cuando la abrí, pude notar que la última ingesta todavía no
había sido atacada suficientemente por los jugos gástricos, lo que me
llevó a aislar los componentes que presentaba a nivel estomacal.
CADENCIA TROPICAL
María Inés Dorado

Iban sin prisa, caminando uno detrás del otro por las calles estrechas
y sucias. Eran las tres de la tarde y el calor sofocante obligaba a la siesta.
Él, alto, flaco, de piel oscura y curtida al sol, daba grandes zancadas
y se balanceaba al andar. Dos metros atrás, ella, muy blanca y delgada,
con los cabellos rubios y lacios, atados en una cola de caballo que nos
los podía sujetar. Caminaba decidida, dando pequeños pasos, pero man-
teniendo el ritmo y la distancia que la mantenía detrás de él. Ni más ade-
lante, ni más atrás, siempre a la misma distancia. Esa, era toda su preo-
cupación. Debajo del vestido verde cortito, salpicado de margaritas
blancas, se insinuaban los pequeños senos nacientes y la brisa dejaba
entrever los muslos blancos, perfectos, que más que tentar, prometían.
Sin dudas era una niña, pero su rostro desafiante, de mirada azul tra-
viesa y la boca sensual, siempre roja, despertaba ocultas inquietudes,
más allá de la razón.
Llegaron a la puerta del pequeño hotel y él, en un acto de insinuada
caballerosidad, se detuvo y la empujó suavemente por la espalda para
que entrara. El lugar estaba en penumbras y ella encandilada se quedó
parada a unos metros de la modesta recepción, apenas iluminada por la
pantalla del televisor, que emitía la telenovela de la tarde. El le indicó
que se corriera hasta un rincón y se acercó al mostrador. Intercambió
dos palabras con la encargada y sacó unos billetes arrugados del bolsi-
llo. La encargada los agarró sin levantar la vista de la pantalla y deposi-
tó ruidosamente una llave sobre la madera oscura. Con un movimiento
34 / M ARÍA I NÉS D ORADO P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 35

de cabeza, él le indicó la escalera que estaba al final del pasillo. Subieron —Vestite.
sin hablar y entraron en la habitación número doce. El anochecer llegó a la sierra.
La niña comenzó a tararear una canción, era el tema de la novela que En la cantina de Pereira, el hombre intentaba tomar su cerveza como
la encargada estaba mirando. Se sentó en los pies de la cama y se des- todos los días y discutía con otros de la cuadrilla, sobre el atraso que
calzó las zapatillas de lona rosadas. Más nervioso y asustado que ella, él provocaba el clima lluvioso, en el progreso de la cosecha de papas.
le tomó los pies y se los masajeó. Ella comenzó a reír por las cosquillas. En el caserío, la niña con la radio a todo volumen, bailaba con pro-
Una mezcla de inocencia y sensualidad emanaba de sus movimientos vocativos movimientos de caderas el tema del momento, mientras, son-
agitados y su risa. El quería olvidar que era solo una niña y lo estaba reía sugestivamente a un público de osos de peluche y muñecas estrope-
logrando. Juguetearon sin prisa. Fue fácil desvestirla mientras la besaba adas, que la miraban inalterables, sin importarles que ahora, ella se sin-
en la boca. Luego, mientras se sacaba torpemente la ropa, sus ojos la tiera toda una mujer.
recorrieron varias veces sin pudor, con libertad, como tantas veces
hubiera querido hacerlo, cuando se encontraban por casualidad en algu-
na esquina del barrio.
Nada en aquella niña producía pena o contención. Por el contrario,
toda ella era una invitación al goce, una invitación que no permitía
negativas y alejaba cualquier tipo de puritanismo o piedad.
Se tendieron desnudos en la desvencijada cama de hierro. El ruidaje
que hacía cada vez que se movían, ocasionaron nuevas risas. Relajados
y divertidos se acariciaron y se exploraron de una manera natural y pri-
mitiva. Era instinto sexual puro, animal, sin agresiones ni estereotipos,
que se originaba en el candor y la simpleza de esa niña y que evolucio-
naba sin pausa hacia la pasión y el frenesí. El aceptó que ninguna expe-
riencia anterior aportaba y se entregó al éxtasis de encenderla, mientras
crecía su deseo y su urgencia. La niña respondía con agrado, curiosidad
y abandono. Hasta que él no pudo más y se hundió en un abismo de ojos
azules y piel blanca. Ella hizo una mueca, mezcla de gozo y dolor y le
clavó los pequeños dedos finos en la espalda. Sin soltarla, jadeante y
agotado, hundió su cara en los cabellos rubios y se durmió cavilando
sobre brujas y conjuros, que lo atontaban con sus pócimas hipnóticas
que olían a champú de limón.
Una canción lo despertó. Ahora ella cantaba a viva voz la cumbia
que estaba de moda. La miró sin saber que hacer y ella sin dejar de can-
tar le devolvió una graciosa sonrisa. El la recorrió con descaro, hizo una
mueca y poniéndose serio de repente le dijo:
COMENZÓ CON EL SONIDO
DE UN AVIÓN
Isabel Gallo

El sonido de un avión en picada, surcó el silencio nocturno. El mutis-


mo, retornó. Voces a lo lejos, conmoción. Fue el primero. Le siguió otro,
y más. Cada vez más.
Jamás se había conocido algo así, era una nueva experiencia en estas
tierras pacíficas. Luego supimos que fuimos invadidos. Pero no, por
quienes. Alguien lo afirmaba. La confusión, era absoluta. Un reino del
caos, una constante interrogación.
Se sobrevivía apenas, si se tenía suerte. O tal vez, por desgracia.
Algunos medios de comunicación, funcionaban de a ratos, y por
ellos, recibíamos noticias e instrucciones. Que por otra parte, eran cada
vez más escasas e ininteligibles.
Debíamos dormir por turnos y durante el día. Las noches, según
decían, eran más seguras. Nadie se atrevía a cerciorarse por sí mismo.
Acatábamos ciegamente, con la esperanza de que todo aquello, termi-
nara pronto.
La obtención de alimentos, era azarosa, a veces, no había nada dis-
ponible, y de pronto, donde ya habíamos buscado, aparecía una lata o
un paquete maltrecho. Creíamos que, tal vez, alguien, lanzaba desde un
lugar desconocido, el vital material. De todos modos, las suposiciones,
no eran nuestra preocupación fundamental.
La creciente ausencia de contactos humanos, que jamás habían sido
personales, comenzaba a alterar nuestras susceptibilidades.
38 / I SABEL G ALLO P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 39

Éramos cinco en la casa, sin nada más que hacer, que dormir y aguar- intensa, que costaba tragar la propia saliva. Fue la última noche de
dar la noche. En todas las excursiones, teníamos la sensación de una pre- reposo que tuvimos. De allí en más, permanecimos en una vigilia per-
sencia a nuestro alrededor, pero no conseguíamos comprobarlo, por más petua, que sólo era infringida, cuando el cuerpo perdía totalmente su
astutos que nos pusiésemos. Terminamos dándonos por vencidos, y olvi- resistencia.
dando también, esa esperanza. Todo rastro de convivencia humana, había desaparecido finalmente.
Las estaciones avanzaban, el benigno y en ocasiones extenuante A pesar de que seguíamos siendo cinco, estábamos completamente
calor, dejaba el paso a un frío gélido que no conocimos antes. Quizás, aislados, cada uno en su mundo de desconfianza y temor. Colaborando
era nuestra percepción distorsionada por la fatiga, la paranoia y la esca- en lo que redundara en beneficio propio y nada más.
sez de todos los recursos que algún día disfrutáramos. Comenzábamos El tiempo, que había perdido significación, reinstauraba un nuevo
a comprender, el sentimiento de último de la especie. Nos volvíamos más reinado despótico e implacable.
dependientes, y posesivos hasta el extremo. El silencio tomaba proporciones totalitarias.
El futuro no existía, en el mejor de los casos, estaba de vacaciones. Las excursiones al exterior, resultaban pavorosas y desgastantes, ter-
Nos conformábamos con subsistir. Llegó el tiempo en que se nos fueron minaron por espaciarse al máximo.
borrando las fronteras sociales, y entonces nos comportábamos arbitra- Convertidos prácticamente en enajenados, éramos, y solamente eso.
riamente, siguiendo nuestros instintos, o caprichos, o quien sabe. Pasó más tiempo –una cantidad imprecisa— cuando nos desperta-
Las relaciones dentro de la familia, se oscurecían y desdibujaban. La mos, todos juntos, por primera vez desde la mordida. Neme, o lo que
total hermeticidad en la que nos movíamos, obstruía nuestros pensa- quedaba de ella, yacía en un sofá.
mientos. Obteníamos alimento apenas suficiente, el descanso era conta- Golpeamos a Mark. No hay explicación para lo que hicimos, pero
minado por toda clase de situaciones inverosímiles, provocadas por la ocurrió. Lo dejamos malherido. A nadie le importó.
incoherencia de nuestras vidas. Él, fue el segundo. Tan sólo el hecho de que, los tres que quedába-
Simplemente, estábamos allí, vivos, sí. Pero sin saber, lo que ocurría mos, no éramos Mark, lo confirmó.
con el mundo conocido, sin certezas, sin un punto de referencia al cual Hubo un período de tregua, que se adivinaba inestable. Nos parecí-
aferrarnos. amos menos a lo que fuimos. Ya no colaborábamos. Cada uno se las
El tiempo transcurría sin nuestro conocimiento. Nos tornábamos arreglaba como podía.
más bestias y menos humanos, a cada instante, y ni siquiera lo notába- No volvimos a pronunciar palabra.
mos. Tan incapaces nos volvíamos. Entonces, le pasó a Gaby. Lucía bien, al menos, lo que estaba a la
Durante lo que para nosotros era la noche (que antiguamente cono- vista, el resto había desaparecido.
ciéramos como el día), tuvo lugar el incidente. Ojalá hubiese sido, sólo Quedamos, Juan y yo. Desconfiando, calculando. Olvidándonos del
eso. Parecía un simple accidente de Morfeo. Ocurrió durante la guardia lazo, que en algún lugar lejano, nos unió.
de Mark. Era difícil mantenerse despierto, más aún, salir a procurar el alimen-
Mark, no era confiable, pero todos debíamos desempeñar las tareas. to. Nos fuimos quedando echados, aguardando el desenlace, casi sin
Los gritos de Neme, nos despertaron. Algo la había mordido. expectativas.
Pudimos comprobar, sin poseer mucho entrenamiento, que era un Me desperté ante la sensación de un líquido tibio.
algo humano. De inmediato cambió el ambiente. La tensión era tan Si pudiera borrarlo de mi mente. Si lo dejase fluir junto con mi cor-
40 / I SABEL G ALLO

dura, fuera de mi persona. Quitarme el sabor de la sangre, omitir sus


enormes ojos azules, tan abiertos.
ADIÓS AL QUEGUAY
El espacio se me hizo sofocante. Huí.
Me precipité al exterior, con el sol en alto, por las calles vacías.
Federico Leicht
Corrí, proporcionalmente a las desmedidas cantidades de adrenalina
que producía.
Perdí el sentido.
Luces intensas, hieren mis ojos, imposibles de cerrar.
Del barullo continuo, comienzo a identificar voces humanas.
Distingo su sexo, tono y modulación.
Alguien se dirige a otro, que está muy próximo a mí.
—Lo felicito, doctor. Nuestras expectativas, fueron plenamente
Se despertó ensopado y de canto, como la mañana anterior, con el
colmadas. Estamos muy complacidos. Su experimento, ha sido un
rumor de los truenos prefigurando más del mismo temporal. Por la puer-
éxito total.
ta entreabierta de la tapera se colaba un chiflete densamente gélido, que
envolvía su cuerpo y el de los demás y se escapaba por entre las chapas
que habían acomodado en las ventanas vacías para amortiguar los
embates del frío. El problema era el agua incesante, que tras dos días de
intensas lluvias se colaba por las aberturas, las innumerables grietas, y
por un amplio sector del techo del rancho —nclenque y quejumbrosa
estructura— que venía sirviéndoles de refugio y los tenía a los siete ovi-
llados contra la pared opuesta a ese agujero que fue un manantial de
agua y relámpagos durante toda aquella noche y la anterior. Tras la
pared y a sus espaldas, entre las mochilas, bolsas, herramientas y las
armas, el poderoso torrente del río Queguay arrullaba el sueño de quie-
nes conseguían –en interrumpidos instantes de eternidad— dejarse llevar
por el agotamiento y dormir a pesar de todo.
Las seis y treinta y cinco. Pasó la yema helada de sus dedos por la
esfera del reloj. Mientras estiraba las piernas y se sacaba las garrapatas
que subían por la pantorrilla en religiosa procesión, escuchaba el ulular
del viento entre las serpientes ramas de los sauces y los espinillos del
monte. Se puso de pie. Miró fijamente aquella masa de cuerpos sucios,
hacinados, tendidos en el suelo como bultos, las cabezas cubiertas con
buzos, las manos entre las piernas arrolladas. Ahí estaba Helena, con su
cuerpo esbelto y fibroso en pellejo y hueso, con sus dorados bucles en
42 / F EDERICO L EICHT P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 43

deforme mata que sobresalía entre la lana puesta a modo de almohada Hacía seis días que él había escapado sólo de Paysandú, un hervide-
y pasamontañas, siempre hermosa, siempre compañera. ro de milicos, huyendo con armas y bagajes rumbo a la tatucera del San
Sintió frío y una lágrima amarga se le escapó del ojo. Debajo de Francisco, ubicada (es un decir) en algún lugar entre la Ruta 3 y el río
aquel llanto a medio contener, hundida bien abajo, tras párpados y lóbu- Uruguay. Al llegar allí, y luego de buscar por horas, confundido entre
los oculares, más allá de las glándulas, los tejidos y la sangre, estaba su chircas y matorrales que se parecían pero no eran, se encontró –además
propia materia, su propia pena por sí mismo pujando por escapar bien de a Helena— un panorama desolador. Diecinueve almas escondidas
lejos de aquella choza medio derruida, de aquella cacería infernal en la bajo tierra; diecinueve cabezas balanceantes, nerviosas, alumbradas con
que ellos eran la presa absurda. Sabía que, con el mismo esfuerzo con una tenue luz de linterna, y muchas, demasiadas armas apuntándole, en
que abrió los ojos a ese día que auguraba más tempestad e inmovilismo, un hueco concebido para albergar a cuatro o cinco personas a lo sumo.
tendría que enfrentar, cuando escampara, la fatigante tarea de seguir Unas cuantas personas llenas de incertidumbre, que aún reían, que hací-
adelante con aquel grupo de hombres y mujeres extenuados, hambrien- an preguntas y daban medias respuestas y preguntaban de vuelta. Todas
tos, andrajosos, evitando ser vistos, caminando por las noches y escon- llevaban en sus bolsillos las veinticinco respuestas radicales para trans-
diéndose en los montes durante el día, bordeando el Queguay hacia formar el mundo, pero ninguna tenía la solución para este entuerto en
adentro, con rumbo a Tacuarembó. Sintió náuseas, un leve estado de el que estaban metidos. No había demasiado tiempo. Muchos de los que
irrealidad y de pánico que el cuerpo somatizó en creciente asfixia. Con habían caído en Paysandú conocían el paradero del escondrijo, y tor-
la mano izquierda tomó un trozo de carbón húmedo del suelo, y sin- mentos mediante, alguno terminaría por cantar. Esa era la lógica. Había
tiendo ya que su integridad se quebraba, se hundía para siempre en la que salir de ahí, y allí mismo se hizo presente la naturaleza más compleja
irremediable vorágine de la angustia y el llanto, rayó en la chapa a trazo y profunda del hombre: la confrontación entre el yo y el ellos, el egoís-
grueso: patria o muerte. Y si bien contuvo la lágrima, no cesó la angus- mo y la frustración, ambas gravitando embriagadoras en torno a una
tia y continuó ese horrible malestar. linterna llena de miedos.
Ya entrado el mediodía, con el cielo ennegrecido, totalmente enca- El grupo armado decidió salir caminando sin rumbo fijo. Atravesó
potado, el grupo había tomado la decisión –en pequeña pero solemne medio a gatas y a campo traviesa la ruta tres plagada de retenes, jeeps y
asamblea— de seguir bordeando la orilla sur del río. Desabastecidos de camiones militares, y tras deliberar a lo loco, a medio consenso, tomó el
alimentos e imposibilitados de caminar, sólo lograrían reponerse del rumbo del Queguay a la luz de un cuarto de luna surcada por nubes en
debilitamiento físico y anímico siguiendo la marcha y cazando, si es que filigranas. La marcha fue interrumpida varias veces por el haz intermi-
encontraban algún animal que matar. Él acompañó la decisión sin com- tente de algún helicóptero, más o menos distante, que los obligaba a
promisos con el tiempo o el espacio. Por el contrario, bien dispuesto a zambullirse monte adentro, aguardando sigilosos a que pasara el susto.
morir en esa lógica onírica en que había transformado su propia expe- Pero el susto dio paso a la tragedia, cuando a las cuatro de la mañana y
riencia vital, encarando de buenas a primeras esa aventura en la que ya luego de siete horas de caminata, se le comunicó a Julián Vergara (van-
no importaban los menoscabos del cuerpo y las privaciones físicas, y en guardia en la marcha y en el buen humor del grupo) que se detuviera,
la que solo restaba sobrevivir, actuando casi por inercia, como un cuer- que era momento de hacer una pausa para el descanso. Julián se dio
po de siete cabezas y catorce pies que obraban mancomunados, cami- vuelta para encarar al grupo con una sonrisa en los labios, dispuesto a
nando por el mismo rumbo y hacia el mismo objetivo, más allá de pri- bromear mientras apoyaba el Winchester 44 en el suelo, y cayó herido
vaciones y orgánicos desgastes. de muerte por su propia arma traicionera que lo fusiló por la ingle y le
44 / F EDERICO L EICHT P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 45

atravesó el corazón. Julián murió en el absurdo. Nadie del grupo creía las espinas de cruz y los altos ramales, cuando escuchó el ruido de los
en Dios, nadie creía en la existencia del Diablo, pero el Queguay había motores, cielo arriba. Trató de distinguir el helicóptero mientras vol-
puesto en duda las creencias y convicciones de los más convencidos. vía sobre sus pasos con rumbo al campamento, pero la tupida maraña
Mientras unos cavaban la fosa con lo que podían, el amanecer se comía recortaba su ángulo de visión.
lentamente a la mortal sombra nocturna. Los insectos no zumbaron y Cuando alguien del campamento vio que era un helicóptero militar
los pájaros parecieron mudos, ni siquiera la brisa meció la más leve hoja artillado y los habían descubierto, empezaron los disparos, balas silban-
durante aquella jornada. Desde el fondo del monte, un llanto sobrena- do de arriba abajo y de abajo a arriba. Mientras corría entre tropiezos
tural brotó de la espesura y se mantuvo sosteniendo al sol en su recorri- hacia el campamento vio como el aparato caía en picada sobre el grupo
do, durante todo el día. Al caer la tarde, la moral de aquellos hombres para cobrar altura y volver a repetir la maniobra, sin dejar nunca de dis-
y mujeres era solo una palabra hueca y colectiva que caminó toda la parar. Pensó en la suerte de Helena y sintió más de la misma asfixia,
noche junto a ellos siguiendo el rumbo del arroyo, que pasó de largo por inmediatamente aparecieron los jeeps y los camiones, cercándolos a
el Mburicuyapí y acampó en el Bacacuá, desplomándose fatalmente en todos, que dispersos y desbandados en el monte, nunca podrían con las
la costa sur del Queguay. Había llegado el momento de separarse. crecidas y turbulentas aguas del Queguay.
La pinza venía cerrándose desde Colonia, desde Mercedes y Paysandú, Ya sin capacidad de reacción, pasmado ante la emboscada, sintió una
y allí estaban ellos, un grupo dividido entre quienes entendían más pru- ráfaga acercándose y el picor en el costado del cuerpo; de inmediato el
dente pasarse a la orilla norte del arroyo, o intentar volver a Montevideo, humo, el piso, el cielo, Helena, la cálida humedad de la sangre cubrien-
o escapar con rumbo a Salto. Al igual que Helena, él entendía que lo mejor do su camisa. En aquellos instantes, con el cuerpo tumbado, con la heri-
era seguir rumbo a Tacuarembó, bordeando el arroyo y el monte hasta da ardiendo mientras yacía brutalmente en un monte del Queguay,
que aflojara el cerco. Junto a ellos, cinco voluntades más. Entre los true- como animal recién cazado, entendió por fin que en la naturaleza del
nos y los destellos de un cielo adverso, los saludos y las palabras de bue- hombre está el que la confrontación de sí mismo con la existencia tenga
naventura, tres grupos se abrieron tomando rumbos distintos, todos a que pasar, necesariamente, por la batalla con los miedos que la niegan.
medio convencer de que lo que hacían era lo correcto. No hubo certezas Comprendió que su destino no era la muerte cuando al borde de la asfi-
aquella noche de abrazos, estruendos y relámpagos. Ya no las habría más, xia y con la súbita percepción de un mañana aún por cumplir, logró
la tormenta se cernía sobre sus cabezas, definitivamente. inclinarse un poco más sobre el costado herido y con la mano ensan-
Luego vino la tapera y el temporal que duró dos días. Al amanecer grentada, temblorosa, garabateó en la mochila con la yema de su índi-
del tercer día, eran pocos los que tenían fuerzas para retomar la cami- ce: venceremos. Y al fin pudo respirar en paz.
nata. Debilitados, con fiebres y diarreas, con poca esperanza de sobre-
vivir, la iniciativa corría ahora por cuenta de quienes habían tomado
la decisión de bordear el río rumbo a Tacuarembó. Él entendió que la
única manera de lograrlo sería aprovechar aquel día, que despuntaba
algo más claro. Mientras el resto improvisaba un campamento allí
mismo, él buscaría algo para comer además de yuyos, hongos y raíces,
que se habían transformado en la dieta de rigor. Decidido, emprendió
la marcha sólo, abriéndose paso desde el monte al descampado, entre
BAJO LA PIEDRA
Marco Maidana
(Inspirado en Viaje a Occidente, de Wu—Cheng’en)

Bajo la piedra, Sun vio nacer y morir las flores, vio crecer la hierba y
que el tiempo la arrebatara; sintió estremecerse la roca sobre sus miem-
bros entumecidos, sintió calor y frío.
Bajo la piedra, Sun estaba inmóvil y sus ojos trataban de absorber algo
de la vida a su alrededor. Observó el deambular de los caracoles y la ardua
tarea de las hormigas; presenció épicas batallas entre ingentes arañas y
toscos escarabajos; siguió hasta donde pudo las largas peregrinaciones de
las tortugas hacia un mar no muy lejano, pero que no veía. Con mucho
esfuerzo y dolor lograba, a veces, ver un pedacito de cielo, y esto le pro-
vocaba profundas nostalgias de una vida perdida en el paraíso.
Otrora, Sun—Wu—Kung había volado libremente sobre una nube
rosada por el espacio infinito. Era como la neblina cuando quería serlo,
y también podía ser abeja o mosquito o, simplemente, un agudo chilli-
do en la noche; quien lo buscaba debía andar de un lugar a otro, pues
nunca Sun se hallaba sosegado en ninguna parte; tal era el espíritu del
Rey Mono. Por eso, cuando la gran rebelión que hizo tremer los cielos
en contra de la evolución fue sofocada y Sun—Wu—Kung juzgado como
gran rebelde, las potestades celestes lo sentenciaron a un castigo aun
peor que la muerte; tal vez porque ni siquiera ellas podían brindarle
aquel letal consuelo, promulgaron una condena consecuente con su
infame conducta: "Que Sun—Wu—Kung permanezca quinientos años
bajo la piedra."
48 / M ARCO M AIDANA P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 49

Día tras día, Sun permaneció tendido de bruces soportando el peso Sun lo sabía, siempre lo supo. Había esperado, había aprendido en su
de la dura piedra sobre su cuerpo. Así experimentó la vida de los mine- posición de espera, y después de este sueño bajo la piedra, aún con los
rales, un lento proceso pétreo de densidad acumulativa, de sofocante miembros embotados, estaba dispuesto a tomar la mano del monje y
presión y monotonía. Cada momento se hacía eterno e insufrible; allí emprender el camino, otra vez.
supo lo que era la espera, y por su comprensión pudo soportar la sole-
dad y la agonía. Perdió la noción del tiempo, luego también la del espa-
cio, su mundo era un escenario de experiencias conexas pero a la vez
ajenas al mundo exterior. "No se puede ir en contra de la evolución."
Estas palabras, que marcaron su sentencia, rondaban sus pensamientos
de tanto en tanto. El tiempo puede ser el más cruel de los castigos, y aun
así, un pésimo corregidor. Un día creyó que se habían olvidado de él; un
tiempo después, casi se olvida a sí mismo.
Pero una mañana como las otras, ¿o tal vez fue una tarde?, apare-
cieron frente a la piedra los pies de un peregrino. Se sentó en la posición
del loto frente a Sun, que contuvo el aliento y trató de escuchar lo que
él sospechaba podía ser una voz. Tuvo una sensación extraña; creyó
reconocer, entre un murmullo ininteligible, antiguas palabras llevadas
por una dulce melodía, mientras creía estar viendo, con el rabillo de un
ojo, las piernas cruzadas de aquel misterioso visitante. Entonces se emo-
cionó, como hacía tanto tiempo no le ocurría; ¿cuánto había pasado?,
¿quinientos años, cien años, mil años acaso?, ¿o había sido sólo un día,
un momento?, ¿o no había sido nada?
Sun, el que se había transformado bajo la piedra, no obstante, en esen-
cia, seguía siendo el mismo; algo de aquel Sun que vagaba por los cielos y
la tierra había vuelto repentinamente a él; el pasado y hasta el futuro se
hacían presentes en este instante. De pronto, la luz apareció por todas par-
tes ante su campo visual. Sun debió protegerse los ojos con las manos de la
increpante mirada del Sol; sólo entonces supo que estaba libre de la piedra.
Poco a poco comenzó a entrever una figura de pie frente a él, y el hombre
reía, Sun podía oírlo, creía verlo entre imágenes nebulosas. Luego de unos
instantes reconoció ante sí la presencia del Maestro del Zen, el monje
Tripitaka, el cual lo saludaba con un gesto amable de manos extendidas.
No por casualidad aquel hombre iluminado pasó por allí aquel día
para liberar de la piedra a Sun—Wu—Kung. En el fondo de sí mismo,
FLORES EXÓTICAS
Mónica Marchesky

Me encontré de pronto en una difícil situación económica. Mis pin-


turas ya no se vendían, mis cerámicas habían sido desplazadas por los
novedosos motivos chinos, que habían invadido el mercado destrozan-
do mi empresa. La casa que alquilaba, con el depósito al fondo que cum-
plía con los requisitos de un atelier, me estaba resultando costosa. La
casera ya estaba sobre mis huesos, evaluando lo que pudiera embargar
de mi escasa producción. Había un furor en toda Europa por imitar la
porcelana Ming, furor que acá en Holanda se acentuaba aún más.
Nuestros artesanos se perfeccionaban cada día, sacando al mercado
unas finas y delicadas líneas de jarrones, azulejos y platos. Mientras eso
pasaba, surgió de pronto un ceramista que contrariando los motivos
azules de hermosos paisajes o frutos en relieve, empezó a fabricar piezas
con flores, negras, caobas, naranjas y púrpuras sobre fondo blanco. Esa
fue la gota que derramó el vaso; decidí ir a visitarlo. No nos conocía-
mos, por lo cual no importaba si me presentaba como pintor o simple-
mente como un comprador atraído por la novedosa rebeldía que acapa-
raba la atención de sus piezas. Cuando estuve frente a él, todo el dis-
curso que había venido ensayando mientras caminaba por el costado de
uno de los tantos canales que cruzan la ciudad, se me olvidó. Atiné a
darle la mano y decir: —Soy un vecino curioso... —maldije al instante
mi tan distraída conciencia que casi descubre el verdadero motivo que
me traía a su atelier. Su mirada me recorrió clínicamente, lentamente, de
arriba abajo y rogué que no me mirara a los ojos, de lo contrario me
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delataría. Nunca fui bueno para mentir. Luego de unos minutos en silen- gara el plazo del alquiler, proponiéndole dividendos luego de la fabrica-
cio me contestó ya de espalda. ción de las piezas. Con esa idea fija en la cabeza, salí, tropezando con
—Pase... ¡pero no toque nada! –me dijo enseñándome el dedo índice mis pasos. La noche estaba fría y tranquila. La niebla era una cortina
de manera autoritaria. Esa frase la conocía yo muy bien, porque era la insondable. Apenas se divisaba la silueta de la iglesia al final de la calle.
que repetía cada vez que la casera hurgaba en mis piezas, dejando hue- De pronto vi que venía hacia mí como en una imagen de espejo, un hom-
llas en la cerámica fresca. Respiré y lo seguí en silencio. Me contó que bre, la capa y sombrero no dejaban ver el rostro, al igual que el mío,
se llamaba Harold y que estaba trabajando en algo nuevo. Sus manos pasó a mi lado sin verme. Su prisa era notoria y rozó mi brazo, una dis-
seguían las palabras, dibujando en el aire, perfeccionando el trazo, dán- culpa escapó de su boca y creí reconocer a Harold. Cuando atiné a gri-
dole la rúbrica a su elocución. Tal vez su juventud o ese tono de voz tar su nombre, ya se había perdido entre la niebla. Pensé que coinciden-
suave pero impetuoso impresionó mis canas. Su entusiasmo hizo que temente iría hacia mi casa y comencé a seguirlo. Su figura zigzagueaba
olvidara por un momento mi misión de espía. Conversamos del tiempo entre los canales pero al desviar hacia los puentes, supe que me había
que se estaba poniendo cada vez más frío, de la niebla que se elevaba de equivocado. Iba hacia la zona donde las mujeres ofrecen sus servicios
los canales, de la iglesia gótica al final de la calle, en fin de todo, menos clandestinamente. En ese momento mi curiosidad tuvo que dividirse en
de lo que a mí me importaba. Respondiendo a una referencia de mi parte dos y poner en la balanza el peso de descubrir la técnica y el peso de ser
por el trabajo que estaban realizando los artesanos locales, se dignó a un "voyeur" y espiar su comportamiento entre mujeres. Debo reconocer
mostrarme unas piezas sueltas apiladas sobre una mesa. Eran ensayos, que las dos opciones me resultaron muy interesantes, pero por supuesto
prácticas a medio terminar de sus obras, pero la cerámica que lo estaba que descarté la segunda ya que la premura por solucionar mi causa, me
haciendo famoso no se veía por ningún lado. llevaba a la casa de Harold. Rodeé la vieja construcción que tenía un jar-
Cuando la banalidad en nuestra conversación estaba llegando al dín, salté un muro, desgarrando mis ropas en los arbustos que detuvie-
límite de la tolerancia, decidí que era tiempo de retirarme; le dejé mi ron mis pasos, como manos hambrientas en la noche. El silencio fue tes-
dirección y prometí volver. Al llegar a la casa que estaba alquilando, mi tigo de mis improperios. La luz de una lámpara al final de la casa se divi-
atelier que no había pagado en dos meses, estaba cerrado. Dos maderas saba a lo lejos. Corrí hacia ella. No había tiempo que perder, Harold
bloqueaban la puerta de entrada y un cartel rezaba: "Clausurado". Supe regresaría en cualquier momento. Todas las ventanas se encontraban
que era mi ruina, sin mis herramientas, era hombre muerto. Pasé días cerradas. Cuando estaba por desistir en mi intento, divisé una puerta de
recluido en mi habitación, aún restaban dos semanas para terminar el madera que comunicaba al jardín, que se mantenía también cerrada,
mes de alquiler, no atinaba a nada, me sentía un zombi que sacan de la pero al hacer fuerza y empujar se abrió de golpe y caí hacia el interior.
tumba y no sabe que hacer. La casera, al ver que no le contestaba cada Se presentaron de pronto todas las maravillas del trabajo que estaba rea-
vez que llamaba, acercaba el oído tratando de escuchar algún movi- lizando el afamado Harold, piezas muy sencillas, pero con el dibujo per-
miento. Entonces al sentir su presencia, yo tosía disimuladamente a lo fecto de increíbles flores exóticas, flores desconocidas, sin hornear. Tomé
que ella tocaba tres golpes y dejaba la comida al costado de la puerta. la lámpara y fui recorriendo todo ese mundo insulso e incoloro, el fondo
Una noche decidí que lo que tenía que hacer era descubrir de una vez blanco y denso resaltaba como base, de unos dibujos increíbles; seguí
por todas la técnica de Harold, me había resistido hasta entonces, había hurgando entre sus bocetos, me llené los ojos de esas flores, traté torpe-
luchado por días con mis fantasmas, pero ya no podía soportar más. mente de delinear alguna de ellas en un papel, pero el nerviosismo no
Copiaría esos motivos florales, convencería a la casera de que me alar- dejaba mis manos quietas. Opté por mirar, luego trataría de reproducir-
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las. Sentí ruido y unas voces que ya se encontraban dentro de la casa. nía la botellita color ámbar. Convencí a la casera de que me habilitara
Era Harold con una mujer. Deposité la lámpara en su lugar y esta vez mi nuevamente el atelier, y como un enajenado empecé a elaborar platos,
curiosidad pudo más que mi impulso por escapar sin ser descubierto. no sabía muy bien adonde quería llegar con todo ese desenfreno, pero lo
Me escondí detrás de un grueso cortinado en el momento en que entra- cierto es que en una semana tuve toda una colección con mis propias flo-
ban los dos al recinto. Risas inundaron el silencio, no entendía, desde res exóticas dibujadas sobre el fondo blanco enlozado. Me faltaba la
donde me encontraba que era lo que decían, pero sentí el sonido de materia prima para la pintura y el líquido de la botellita. Decidí ir a visi-
vasos y la conversación se fue apagando lentamente hasta que el silen- tar a Harold de día, sin la complicidad de la noche, cuando me presen-
cio fue roto por extraños movimientos. Parecía que desgarraban una té ante él, casi no lo reconocí, en su cara se notaba el cansancio, el ros-
tela, a la vez que herramientas de cocina se mezclaban con una respira- tro demacrado distaba mucho de aquél jovial y agradable que había
ción jadeante. Mi curiosidad a esa altura ya estaba en su límite y con visto la primera vez. Me comentó que luego de la última entrega, había
sumo cuidado observé. Harold se encontraba de espalda, trabajando recibido un pedido enorme para China, los cuales, contradictoriamente
con algo tendido sobre la mesa. La luz mortecina de la lámpara no era a lo que podría pensarse, deseaban obtener sus piezas. Se disculpó por
propicia. Agudicé la vista y lo que vi fue una escena espeluznante, que su estado deplorable y me invitó a pasar a su lugar de trabajo. Al entrar
bloqueó mis cuerdas vocales, a la vez que necesité sostenerme del corti- en aquel recinto que tantas horripilantes imágenes recurrían a mi mente,
nado para no caer. Minuciosamente Harold juntaba en pequeños reci- tuve que detener mis manos para no delatar mi conocimiento del lugar.
pientes, la sangre que manaba de las muñecas y tobillos de la infortuna- Conversamos como la primera vez de cosas sin importancia, pero lo
da mujer. Con maestría mezclaba distintos momentos de coagulación noté nervioso. Miraba constantemente hacia un rincón de la habitación,
con un líquido que volcaba de una botella de vidrio color ámbar que no donde se exponía la cerámica blanca con dibujos de flores sin rellenar.
pude descifrar que era. Con trazos rápidos y seguros rellenaba aquellas Un frío me recorrió el cuerpo, yo sabía que era lo que venía después,
flores exóticas, las cuales empezaban a adquirir tonos púrpura, naranjas sabía que necesitaba la pintura, al igual que yo. Cuando me ofreció un
y caobas, tan característicos de su obra. Luego de aquel banquete de trago, nuestras miradas se cruzaron y fue como si toda esa macabra
colores, prendió el horno y desapareció todo rastro del macabro festín; noche se me viniera encima. Insistió en que bebiera con él, pero salí airo-
el cuerpo de la mujer se retorció como una hoja de papel al consumirse so diciéndole que no podía por un problema de salud, me temblaban los
y una sensación desagradable subió desde mi estómago. Cuando termi- labios cuando se lo dije, pero mantuve mi compostura. Comprendí que
nó de pintar introdujo en el horno, una a una las piezas con una des- estaba tan desesperado como yo, comprendí que era capaz de matarme
agradable y tétrica prudencia. Al encontrarme solo, deslicé mi cuerpo para lograr el objetivo y pensé en mi propia situación, si sería capaz de
hacia fuera como un fantasma, tratando de no delatar mi presencia, salté llegar a tal extremo y no obtuve respuestas. Al preguntarle por la técni-
nuevamente el muro, esta vez con más cuidado de no enredarme en los ca, rechazó hacer comentarios, se estaba poniendo cada vez más violen-
desgarradores arbustos y salí a la niebla. Deambulé por los canales, sin to y alegando un compromiso inexistente me retiré. Volví en la noche,
rumbo, tenía que calmar mis ideas. Luchaba con mi sombra, con mis jui- como una sombra más, como un buitre hambriento que revolotea sobre
cios, me parecía horrible el modo en que Harold se apropiaba de su la presa aún fresca. Esta vez no necesité esconderme, su desesperación
material para colorear las flores, pero a la vez tenía que buscar una solu- era tan grande que ya no le importaba que lo vieran, había dejado abier-
ción a mi destartalada situación económica. Aún me faltaba un elemen- ta una de las ventanas y su imagen se presentaba sobre un fondo de som-
to para completar mi investigación: saber qué era el líquido que conte- bras grotescas, vi que hacía cortes en sus brazos, y extraía su propia san-
56 / M ÓNICA M ARCHESKY

gre, confirmando el porqué del estado demacrado y violento. Aún le


quedaban algunas piezas por pintar, fue entonces cuando notó que se
LA TRAMPA Y EL RATÓN
había terminado el líquido de la botella ámbar, como loco comenzó a
mesarse los cabellos, profiriendo alaridos demenciales. Tomó la capa y
Raquel Martínez
salió con paso apresurado, lo seguí, esta vez lo seguiría hasta donde
fuera necesario; lo seguí a corta distancia, sabía que ya no veía más que
su propia desesperación. Entró al cementerio y se dirigió hacia una de
las criptas, sin mirar hacia atrás, había una lámpara encendida y la tomó
en sus manos, bajó hasta el sótano y yo detrás de su sombra. Me detu-
ve a una distancia prudencial y pude ver que aún manaba sangre de
entre las ropas, vi como torpemente arañaba la madera del costado de
un féretro hasta quedarse sin uñas, y juntaba algo en la botella. De pron-
Revolvió los bolsillos con manos temblorosas en busca de un cigarro.
to, empecé a sentir gruñidos que salían de todos los rincones. Era una
Quiso encenderlo y no pudo, el viento le apagaba la llama del fósforo
jauría de perros, con afilados colmillos y ojos de fuego, que rodeaban el
aun antes que pudiera verla. Caminó unos pasos más y metió la cabeza
féretro, dejando al infortunado Harold sin salida. Fue presa de las garras
y las manos en un zaguán. Después de tres intentos pudo dar, al fin, la
hambrientas de la noche que habían sido atraídos por el olor de la san-
primera pitada. Parecía que en ello le iba la vida. Tres o cuatro veces se
gre. Llegué a mi casa sin aliento, sintiendo en mis oídos los gritos des-
llevó el cigarro a la boca con fruición. Cayeron las primeras gotas, luego
garradores del muchacho y pensé al ver los blancos platos con las flores
comenzó el aguacero. Entró en un bar y pidió una grappa. El agua le
exóticas, que aún no había descubierto nada más que el horror, y el
chorreaba por la cara. Sacó un pañuelo y se secó. Luego quedó inmóvil,
miedo. Salí nuevamente hacia la casa de Harold. Había visto como los
el vaso en la mano libre, la mirada perdida.
perros desmembraban el cuerpo y sería imposible que sobreviviera a tal
Cuando el cigarro comenzó a quemarle los dedos, lo tiró al suelo y
ataque, por lo que tenía mis pasos cubiertos. Entré al atelier, y comencé
lo aplastó con el taco, como si se tratara de una asquerosa alimaña.
a buscar en sus carpetas, en los cajones y cualquier lugar donde se pudie-
En la mesa de enfrente una pareja se miraba a los ojos, se acariciaba
ra ocultar la fórmula de la botellita ámbar. Finalmente encontré en unas
las manos. Dos veces los miró y retiró inmediatamente la mirada. No
hojas manchadas tal vez por la práctica la famosa receta...
por respeto a ellos, sino con rabia. Los odió con todas sus fuerzas, y para
Ha pasado un tiempo de aquellos horribles hechos, la casa de
vengarse de su felicidad, quiso imaginarlos enfrentados dentro de unos
Harold se mantiene abandonada, sus piezas pasaron a formar parte
años, cuando su amor comenzara a desgastarse.
del patrimonio del museo, luego de que él desapareciera, y yo, bueno,
Pidió dos copas más que apuró de un trago. El ambiente caluroso y
mis cerámicas se han exportado y he tenido que trabajar sin descanso,
húmedo, lleno de humo y olor a alcohol, a cigarro y a ropa mojada, empe-
mi situación económica fue solucionándose con el tiempo. Aunque me
zó a atosigarlo. Las risitas cómplices de la pareja lo irritaban. Con segu-
he quedado en el mismo lugar... la casera ya no anda revoloteando a
ridad se burlaban de él, por eso lo miró la chica, cuando hace un rato pasó
mi lado... y mis flores exóticas han adquirido con el tiempo el trazo
para el baño. Decidió huir. ¿Acaso no era lo que siempre hacía?
casi perfecto de la copia genuina del maestro.
Cuando tenía diez años y murió su padre, él se escondió bajo la
cama, para no ir al entierro; cuando perdió un examen, dejó la
58 / R AQUEL M ARTÍNEZ P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 59

Universidad; cuando en la cancha se armó gresca, y entre dos le pega- Miró en derredor, como queriendo absorber hasta el mínimo detalle.
ron a su mejor amigo, él salió corriendo; cuando hubo huelga general, Tal vez sería su último recuerdo.
él dio parte de enfermo; cuando se formó el sindicato en la fábrica, Entonces sintió un sonido agudo, corto, punzante. En un rincón que
renunció al trabajo, hoy, esta misma mañana. no había visto, estaba oscuro, un ratón trataba de zafar la patita atra-
Llegó a su casa, pensando aprovechar el día nublado y ventoso para pada en una trampa. Inmediatamente pensó en hacer a otro responsable
meterse a la cama y dormir, dormir, sin decidir nada; mañana sería otro día. de sus actos.
Abrió la puerta y entró sin hablar, ¿qué le iba a decir a Alicia? Si el ratón se libraba, él viviría. Si el ratón moría, él moriría con él.
¿Cómo explicarle que estaba otra vez sin trabajo? Nunca iba a enten- Concentró toda su atención en observar la escena. El cigarro se hizo
der la verdad, le diría que… había sido despedido por reducción de ceniza entre sus dedos, sin fumarlo. Era el momento más importante de
personal, eso es. Se encaminó al dormitorio, donde imaginaba encon- su vida, y esta estaba en manos de un ratón .
trarla todavía desperezándose. Javier estaba en la escuela desde tem- Pasó un buen rato.
prano, y ella aprovechaba a quedarse en la cama, ya que era enfer- El ratón comenzó a desfallecer, ya no gritaba. El hombre pensó:" Si
mera y su turno empezaba a las seis de la tarde, justo a la hora que él él tiene mi vida en sus manos, no lo sabe, en cambio yo tengo la suya
solía volver. entre las mías y lo sé. Si lo dejo morir, no podré morir en paz, si lo salvo,
Entró al cuarto y la encontró en la cama, como había imaginado. deberé vivir mi vida con coraje, tratando de salvarme como él ".
Pero no estaba sola. Debía apurarse, el ratón agonizaba.
Miró a los dos, escuchó gritos y exclamaciones. No dijo nada. Tiró el pucho, se levantó y caminó hacia el rincón. Abrió la trampa
Volvió a salir al viento de la calle, y trató de prender un cigarro. y tomó al ratoncito entre sus manos. Lo acercó a su cara y lo besó.
Cuando salió del bar caminó un rato bajo la lluvia. Se encaminó Luego recordó el botiquín en la caseta del encargado y buscó algo para
donde lo llevaron sus pasos. Hacía tiempo que no vivía, sino que pare- curarle la patita.
cía que la vida lo vivía a él. Se miró en el espejo del botiquín y se arregló el cabello empapado.
Cuando cruzó el puente arreció la lluvia. Como un sonámbulo entró Echó una última mirada al ratoncito que masticaba papel en un rincón,
en el viejo galpón, usado antiguamente como depósito de la fábrica prendió un cigarro y, lentamente, salió al camino otra vez. Había escam-
donde trabajara. Sabía que nadie vendría. Era el lugar perfecto. pado. El sol había desplegado el arco iris, como si la vida le diera una
Empujó el enorme portón oxidado, el candado estaba roto. Adentro segunda bienvenida.
hacía frío. Emprendió el camino de regreso silbando bajito una balada que le
Una veintena de tambores de aceite, tres o cuatro tornos antiguos, había enseñado su madre.
dos bancos de carpintero en desuso, chapas oxidadas, y en un rincón,
varios rollos de cuerda, tal como recordaba. El polvo, las arañas y los
ratones habían tomado posesión del lugar.
Sobre un montón de tablas apiladas se sentó a fumar un cigarro.
Luego buscaría la cuerda, la ataría a las vigas del techo, subido en un
tambor de aceite, haría bien el nudo corredizo. Cuando pateara el tam-
bor ya no tendría más problemas. Si se animaba…
F DE FLORENCIA
Sylvia Mernies

El despertador sonó a las ocho de la mañana en el pequeño aparta-


mento en Fuengirola, pero Florencia estaba despierta desde hacía rato.
Era su día libre, pero quería levantarse temprano porque era un día muy
especial. La noche anterior había demorado en dormirse y había apro-
vechado para empezar a leer su nuevo libro de Sue Grafton, "P de peli-
gro". Mientras se incorporaba en la cama, miró hacia el estante donde
tenía la colección de su autora preferida, "A de adulterio", "B de bes-
tias", "C de cadáver"... Si tuviera que elegir un título acorde para ese
día, tendría que ser "F de felicidad", ningún otro podría describir mejor
sus sentimientos. Recordó que, cuando había empezado a leer los libros
de Grafton, estando en Montevideo, le incomodaba la traducción espa-
ñola, llena de modismos y expresiones que en nada se parecían a la
manera de hablar del Río de la Plata. Ahora, después de casi cuatro años
en España, los leía con mucha más familiaridad.
Cuatro años...a veces le parecía increíble; cuatro años sin ver a su
gente, sin jugar con sus sobrinos, sin abrazar a sus padres, sin sentarse
con sus amigos en un bar. Cuatro años sin estar en su país, cuatro años...
Puso a calentar agua para el desayuno, "hoy no voy a tomar mate"—
pensó—"el próximo lo voy a tomar en casa, con mamá y papá".
Después de tantos años de dificultades, de no llegar con el sueldo a fin
de mes, de atrasarse con el alquiler; después de haber empezado de
nuevo tantas veces, había decidido venirse a España a probar suerte, a
intentar modificar su destino. En España, finalmente, había logrado
62 / S YLVIA M ERNIES P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 63

cosas que nunca antes había conseguido, un buen trabajo, un lindo con ella, siempre había estado para apoyarla y darle fuerzas. Cuando
apartamento, una vida sin sobresaltos y, lo más importante, un compa- todo parecía salir mal, Alejandra le decía: "Y bueno, Flor, siempre se
ñero. Javier había aparecido en su vida al año de estar en Fuengirola y puede empezar de nuevo". A veces, el optimismo de su amiga había lle-
poco a poco la había ido conquistando con su calidez, con su compren- gado a molestarle, le había parecido infundado, pero era cierto que
sión, con sus atenciones. lograba infundirle ánimo y esperanza.
El sonido del agua hirviendo interrumpió sus pensamientos. Se pre- Finalmente llegó el momento de ingresar el número de expediente,
paró un café, bebió un sorbo, y decidió escuchar algo de música. Puso las manos le temblaban sobre el teclado, miró con ansiedad la panta-
en el equipo de audio el CD con la música de "Il Postino"; como siem- lla... No podía creer lo que veía, tenía que haber algún error... "NO
pre, se emocionó al escuchar el bandoneón de Ulises Passarella. "Otro APROBADO"...
floridense que triunfó en Europa"—pensó—, y se rió de su chiste. Las lágrimas surgieron incontenibles, sintió ganas de gritar, de rom-
Florida... cuánto tiempo... Primero había dejado la casa de sus padres en per la computadora, de insultar a alguien. Se sintió estúpida, estafada,
el campo para ir a hacer el liceo en la capital, después había tenido que fracasada; sintió que el destino se ensañaba con ella, que no merecía
volver a dejarlo todo para hacer la facultad en Montevideo. Para ella, tanta mala suerte. Sintió que todas sus ilusiones se deshacían, nueva-
dejar Uruguay no había sido su primer desarraigo, ya había tenido que mente todo quedaba postergado, nuevamente tenía que guardarse sus
hacer la valija muchas veces, buscando un nuevo destino. Pero aquél no esperanzas. Lloró, lloró y lloró, y sintió que no había consuelo para su
era un día en el que hubiera lugar para la tristeza o para la nostalgia, decepción.
aquél era un día de buenas noticias. Miró la hora, eran las diez de la mañana, en el campo sus padres
Se sentó frente a la computadora; finalmente sabría el resultado de estarían empezando un nuevo día de trabajo... F de Florida, F de
su trámite de regularización en España. Con el número de expediente y Fuengirola...
una contraseña que le habían dado en el Ministerio, podría enterarse de Dejó la silla, fue hasta el ropero y lo abrió. Pensó en su lindo apar-
la resolución. Estaba contenta, estaba segura de que todo iba a salir tamento, en su trabajo bien pago, en Javier, en todo lo que Uruguay le
bien, había presentado todos los papeles en tiempo y forma y creía reu- había negado y España le había dado.
nir las condiciones que se exigían; no había posibilidad de que no la En el estante más alto estaba su valija, comprada en Tiendas
aprobaran. Se conectó y entró en la página del Ministerio, mientras Montevideo cuatro años antes. La sacó del estante, la puso arriba de la
tecleaba imaginó con placer anticipado todo lo que iba a hacer a su vuel- cama, la abrió, levantó la vista, se miró en el espejo y, con los ojos toda-
ta a Uruguay; la regularización iba a permitirle entrar y salir de España, vía llenos de lágrimas, se dijo:
algo que hasta ahora había sido imposible. A pesar de lo mucho que —Y bueno, Flor, siempre se puede empezar de nuevo.
extrañaba, era consciente de que no podía arriesgar todo lo que había
obtenido, su casa, su trabajo, su pareja; no poder volver a España hubie-
ra significado perder todo eso. Ahora todo iba a ser distinto, podría irse
al menos un mes a Uruguay, podría ver a su familia y a sus amigos.
Pensó en Alejandra, su mejor amiga; podía imaginar la alegría del reen-
cuentro, todo lo que tendrían para contarse, todos los abrazos que tení-
an pendientes. Recordó a su amiga con ternura, siempre había contado
EL REBAÑO DE ORESTES
Magdalena Miller Victorica

Orestes siempre contaba ovejas antes de dormir. Era una de esas


pequeñas manías que no dañaban a nadie y que le proporcionaban un
orden interno que lo hacía sentirse equilibrado. Necesitaba contar por
lo menos hasta diez para poder dormirse en paz consigo mismo. Las
ovejas, pequeñas nubes de algodón blanco que saltaban ante sus ojos en
fila india, le proporcionaban un sedante mental necesario.
Esa noche Orestes no podía contar hasta la décima oveja. Cuando
iba por la séptima su mente se desconcentraba y se perdía en recuerdos.
La octava aparecía de repente sobre una parrilla, y el olor a delicia cha-
muscada lo llevaba a los asados en el balneario, a esos mediodías con
Rita preparando las ensaladas para el montón de amigos de siempre. La
extrañaba. El pecho le sangraba por dentro, lo sentía. Todavía no podía
creer que la soledad le había caído de un día para el otro, que la cama
se había vuelto gélida, que el silencio del cuarto era abrumador porque
faltaba la respiración de Rita. Sobre la mesa de luz había un frasco con
pastillas blancas. Orestes tomó uno de los sedantes que le habían rece-
tado esa misma tarde, para que pudiera descansar sin pesadillas.
Comenzaba a contar de nuevo, desde el primer cordero blanco. El
primero siempre era un cordero pequeño, juguetón. La segunda era la
madre. Después venían un par de machos jóvenes, y el quinto era un car-
nero con los cuernos enroscados. Otra oveja joven, de ojos alertas, y un
borrego gordo retozaban en el sexto y séptimo lugar. Y la octava esta vez
aparecía perseguida por un león. Un león fuerte y ágil, como aquellos de
66 / M AGDALENA M ILLER V ICTORICA P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 67

Nairobi. Y su cerebro volaba al viaje a África hacía dos años, a Rita ves- desde aquel día mágico en que sus vidas se habían entrelazado para
tida de colores crema, como una auténtica exploradora, tomando foto- siempre? ¿Veintiséis, veintisiete? Habían planeado hacer una fiesta cuan-
grafías de todo. Algunas de esas imágenes poblaban la casa, enmarcadas do cumplieran las bodas de perla. Pero nunca llegarían a esos treinta
en cuadritos rústicos comprados en el mismo viaje. Rita había regatea- años juntos. Orestes miraba su alianza y maldecía a la muerte. Quería
do como nunca, y a él le había dado un poco de vergüenza. Había sido dormir para olvidar esa jornada terrible de flores y tierra sobre el cajón,
un viaje único, apasionante, conmovedor. África los había unido y les de familiares con cara de pena y rezos insípidos. Quería volver a la feli-
había hecho prometer un regreso. Orestes sentía que las lágrimas se aso- cidad que lo había colmado hasta el día anterior, a su Rita con los bra-
maban a sus ojos entrecerrados, y luchaba contra ellas. Tal vez un som- zos abiertos y la sonrisa fácil. Quería no sentir la angustia en los huesos,
nífero no era suficiente. Su mano buscó de nuevo el frasco. y el miedo que le brotaba a chorros por la violenta despedida, por el
Cinco, seis, siete… esta vez, la ovejita número ocho venía rezagada. vacío imposible de llenar que Rita le dejaba, por el futuro árido que
Estaba renga. Su pata trasera estaba hinchada y no la apoyaba sobre el sabía que le esperaba.
suelo imaginario. Y Orestes se veía a sí mismo con la pierna quebrada Con sus ojos empañados buscó el bendito frasco y tomó un puñado
hacía casi una década. Había intentado cortar una rama del ceibo que de pastillas. Se recostó y tomó una. Esperó al cordero. Llegó feliz,
daba sombra al jardincito de la casa que habían tenido en la calle balando y brincando. Tomó otra y vio aparecer a la madre, una oveja
Laguna. La escalera no había quedado bien fijada y se tambaleó cuando sabia y llena de paciencia. La tercera pastilla precedió a uno de los
él hizo fuerza con el serrucho. El golpe había resultado en una pierna machos jóvenes, alto y con la punta de unos cuernos asomando sobre la
enyesada que lo había obligado a una parálisis forzosa durante cuatro lana. Otra más y vino el cuarto, un joven carnero muy tímido y asusta-
semanas. Rita había soportado su malhumor con grandes dosis de dizo. Tragó la quinta pastilla justo antes de que se paseara sobre las
paciencia y mucha dedicación. Lo había ayudado en todo lo que había sábanas el carnero grande, algo avejentado pero con el espíritu guerrero
podido y mucho más. Orestes percibía cómo se le llenaba el cuerpo de aún vivo. Llegó la ovejita número seis mientras otro comprimido baja-
culpa por haberla hecho sufrir su irritabilidad y sus caprichos. Había ba por la áspera garganta de Orestes. A ese le siguió otro, que acompa-
sido hacía diez años, pero la conciencia se le erizaba ahora, justo cuan- ñó la visita del borrego gordo y rozagante. La octava pastilla hizo que
do Rita ya no estaba. Justo cuando no podía hablarle a ella, sólo a una la pícara ovejita que lo había obligado a recordar se portara bien y no
lápida gris que no le hacía justicia. Orestes quería dormir, no quería pen- hiciera locuras. Desfiló tranquila ante sus ojos. El cordero flaco número
sar más en lo que le habían arrancado de repente. Las pastillas no esta- nueve hizo su primera aparición de esa noche, mientras Orestes, ya con
ban funcionando, seguía conciente, y mientras estaba conciente estaba los sentidos semidormidos, se metía en la boca otra pastilla más. Y otra,
triste. Orestes quería descansar de la tristeza. Tomó un par de compri- y la oveja número diez llegó finalmente, a paso lento pero seguro, para
midos más y esperó a que llegaran las ovejas. decirle que ya podía cerrar los ojos, que el ritual estaba cumplido, que
Contó una, contó dos, contó algunas más. Y de nuevo la maldita podía dejar que su cuerpo reposara en paz. Por fin Orestes se sumergió
octava llegó a traicionar al sueño que no parecía llegar nunca. Venía ves- en un sueño infinito.
tida de novia. Parecía una gran esponja inmaculada, llena de tules.
Caminaba de forma pausada, suave, sin dejar de sonreír. Orestes la espe-
raba en el altar, con el corazón listo para ofrecérselo. La ceremonia
había sido emotiva, Rita había dicho el sí entre sollozos. ¿Cuántos años
LA MIRADA
Victoria Morón

Y heme aquí nuevamente, por segunda vez arrojada al mundo de las


sombras. No, no arrojada: arrebatada, descoyuntados los miembros por
el ímpetu del torbellino con que nuevamente Plutón me atrajo a esta ori-
lla, vengador celoso de su ley burlada, otra vez aquí, ciegos estos ojos
míos para la luz del mundo por segunda vez desaparecida. ¿Qué veré
ahora, sombra entre las sombras, puesto que una mirada me perdió
cuando creí que por ella me salvaba? ¿Acaso distingo, en la penumbra
poblada, a aquel que fue ahogado en su propia mirada deseante? Si tal
fuera, quizás sea la hermandad de un similar destino – fatalidad funesta
de un deseo mortífero que a uno impulsó a buscar su imagen en un espe-
jo de agua, y a mí en los ojos amados en los que contemplaría mi pro-
pio reflejo — lo que me hace percibirlo.
¡Ah, ingenua vanidad de los humanos, que así me hizo creer que
nuestros ruegos apiadan a los dioses, que Eros estaba de mi parte des-
afiando el poder de Hades! Ciegos yo y mi esposo amado, sin sospechar
lo que más tarde supe: que la mayor desgracia que nos deparan los dio-
ses es conceder nuestros deseos. Creen los mortales (y así yo, cuando
entre ellos vivía) que al atravesar el Leteo se borra nuestra memoria del
mundo, pero se engañan. Cierto es que los recuerdos se desvanecen,
sombras de las sombras que somos, y sólo quedan jirones de la vida que
flotan en suspenso, imágenes dispersas, como el reflujo de ciertos sueños
que no podemos olvidar ni recordar. Pero algo se conserva de lo que fui-
mos. A mí, sólo me quedó el estremecimiento ante la mordedura y el
70 / V ICTORIA M ORÓN

veneno, junto al hueco de una ausencia, la de aquel cuyo canto me aca-


riciaba el alma. ¿Cómo volver a escuchar aquellas cuerdas que llenaban
MALDITOS PERSONAJES
el aire de una música gloriosa, para mí ya extinguida? Ahora, en el
mundo de abajo, quiero fijarla en la memoria, pero sólo consigo echar
Enrique Pardo
arena en un cedazo, y aunque la siento entretejida a las telas del corazón
que entonces tuve, la cadencia se desanuda cuando el recuerdo se afana
en abrazarla. Pero aún la música que transportaba los sentidos obraba
su magia sobre todos los que la oían. Sólo para mí una cosa estaba
reservada: no la dulzura del canto sino la del amor con que me contem-
plaba, la mirada que Eros le prestaba. No es ciego el dios, aunque una
venda cubra sus ojos. Como el adivino que, deslumbrado por la revela-
ción de sus visiones, no percibe con los ojos de su cuerpo lo que otros
Después del portazo se echó a andar sin rumbo, con las manos en los
hombres pueden contemplar, o como el aedo, ciego para el mundo de los
bolsillos, las suelas de arrastro, y en la boca un puñado de insultos. Ya
hombres y las cosas, porque otro mundo hecho de palabras guarda ful-
era común verlo pasar de esa forma, solo y con ojos extraviados, aun-
gurante en su pecho, así el Amor, con sus ojos vendados, es el que puede
que al final de la deriva el camino de Vitorio Langer terminaba siempre
ver lo que otros no ven, y tras esa mirada arroja sus saetas.
en el mismo sitio.
Hades pareció claudicar ante el hechizo de aquel canto, o ante el acoso
Perdone, pero ese personaje es de mi autoría; supongo que al verlo
de los otros dioses que lo importunaban para que quebrantara su propia
así creyó que el autor lo había abandonado. Lo que usted no podía saber
ley, pero sólo yo, sombra entre las sombras, sé la verdad de mi segunda
es que yo le prometí que iba a vivir a su antojo. Quería narrar la histo-
muerte. Sé que deseé con fuerza fatal, implorando a Eros, reflejarme nue-
ria de un personaje libre, que no dependiera de nadie, ni del autor. Todo
vamente en los ojos de aquel cuya mirada me hacía vivir. Para mi mal, el
un desafío. Y al principio funcionó: apareció con una guitarra, se rapó,
dios cedió a mis ruegos. Pero si Eros pareció propicio, no fue más que el
se vistió de negro, y fue un roquero pesado que salía al agite con su moto
ejecutor de la trampa urdida por Hades, el dios oscuro que impuso su con-
y su flaca de ojeras. Yo escribía. Pero al poco tiempo se aburrió y emi-
dición por mí ignorada. Mientras nos alejábamos de su reino, rogué al
gró al Cabo Polonio; volvió recién en invierno y, no sé por qué razón,
Amor que sus ojos me desearan. Entonces Orfeo se volvió.
quiso ser juez de fútbol. Bueno, hay cosas peores; el trabajo no requería
saber mucho, dejaba tiempo libre y sobre todo aseguraba unos buenos
líos. Puede haber una historia interesante, me dije. Y seguí escribiendo.
Pero eso tampoco duró, a los tres meses largó todo y decidió hacerse
escritor. Como lo oye. Ni me avisó. Y desde entonces vive encerrado, ya
no le interesa nada, y sólo sale de la pieza para ir como un zombi hasta
ese sitio donde se reúnen los personajes. Eso no es vida, y si él no tenía
vida yo no tenía novela. Así de simple. Le sugerí que se hiciera bombe-
ro o manejara un taxi de noche, que aceptara riesgos ¿vio? Pero no
resultó, él quería escribir. Entonces le hablé: mirá que el oficio de escri-
72 / E NRIQUE PARDO P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 73

tor es como cualquier otro, también para gente normal, y no exige Él rumbeó para el fondo buscando a los suyos. Seguro estaría el flaco
mudarse del mundo y menos anclar en esa covacha. Se ofendió, siguió Melogno y Abdón Miraballes —si había llegado desde Mosquitos—,
ermitaño y yendo a ese lugar donde encuentra a otros escritores como él. también Baltasar Vera (Verita), su mejor amigo, y tal vez Arístides; uno
Aunque allí, los únicos que tratan a esa runfla son los personajes que que escribe allí mismo desde que rompió con el autor. Gente que curte
nacieron por el cuarenta y cinco, que están de vuelta de todo; los otros su misma onda. Pero hay veces que cuando él llega ya están de viaje, y
los ignoran por completo. Sin duda los ven peligrosos, porque estos per- estando así les da por provocar. "Loros amaestrados" —les gritan a los
sonajes que escriben seguro van a crear otros personajes, y a esos, después otros. Se desbocan. Sólo respetan a sus iguales, los que no conocen rien-
los van a tener por ahí. Y ni Dios sabe como serán. Es un problema, aun- das de autores ni aceptan más mandato que el de su inspiración; como
que a mí eso no me concierne; lo que sí me preocupa es que no lleve una deben hacer los artistas de verdad, los auténticos. Ellos.
vida que se pueda novelar. Es que un obtuso así, que vive sólo para escri- Encontró a Verita frente a una amarga sin tocar, leyendo solo.
bir, es un monje budista. Y uno, que esperaba narrar su historia —la Vitorio le hizo compañía, y mientras esperaba a los otros pidió un vino
suya, no las que inventa— se encuentra con que no tiene. ¿Qué me dice? de la casa. Eso sí habría que cambiar, era la lija de siempre; en realidad
Ya ve, no es que esté abandonado, la novela y yo seguimos esperando que hubiera preferido una gaseosa, pero allí la última bebida sin alcohol se
cambie. Le voy a mantener mi palabra un tiempo más, pero, en definiti- había servido muchos años atrás y a un minusválido. Es que respetaban
va, él sabe bien quien es el dueño de la palabra fin. esa tradición de que los artistas no digieren bien los refrescos. Por eso
A esta altura Vitorio ya había cruzado la Puerta de la Ciudadela y no hizo cuestión y arriesgó un par de sorbos.
comenzaba a insultar más seguido. Que estuviera de moda la Ciudad — El domingo lo conseguí en la feria —dijo Verita cerrando el libro—
Vieja no hacía más que poblar los boliches con gente cheta, música light . Una birria. Si es antiguo y europeo pensás encontrarte a un genio olvi-
disfrazada de rock y borrachitos de dos cervezas, imposibles de sopor- dado. Pero cuánto boludo escribía con pluma de ganso. ¡Mi Dios!
tar. Además de los colonizadores que andan vestidos de turistas. Apuró Reparó en su amigo y no le vio buen aspecto, debía seguir mal.
el tranco hasta llegar al Cabildo y, cruzando la plaza, tomó por — Y vos... ¿cómo andás con tu trancazo, eh?
Ituzaingó rumbo al refugio. Para su suerte se veía incontaminado: las — Peor —contestó Victorio
caras, las conocidas; las tablas del piso con las reverencias de siempre; el — Y sí… tener la hoja en blanco enferma a cualquiera. Y si es por
aire, igual de espeso. Y en la galería de fotos, donde convivían viejos un personaje, peor. Es complicado estar en los dos gremios. Los autores
narradores y novelistas modernos, Florencio seguía mirando de reojo a casi siempre son mala gente; pero los personajes nuestros tendrían que
un Roberto de las Carreras nudista. saber distinguir, somos escritores pero también compañeros. Tendrían
La concurrencia era buena para ser martes, hasta Díaz Grey había que colaborar. De lo contrario hay que ponerse firme; cuando dijiste que
llegado con una amiga. En la puerta, ajusticiados por las miradas, dos ya no podías con el tal Orestes de tu novela, ahí, ya tendrías que haber-
críticos y un editor vichaban para adentro. Los personajes artistas tení- lo liquidado. Te lo dije: si alguno de los personajes que inventás te com-
an su lugar en la parte de atrás. En una mesa, los músicos; en otra, los plica, lo mejor es desaparecerlo.
poetas; cerca, dos pintores con sus modelos; al lado, tres cantantes y una — No es tan fácil —respondió dolido—. Tengo toda la novela en la
guitarra sentada como persona; al fondo, nuestros conocidos: los escri- cabeza, tendría que repensarla entera. Aunque ahora no sé… Yo dejé de
tores. Y en el rincón, los teatreros discutiendo si en el teatro de van- darle vida cuando se hizo barra brava, dos por tres tenía que ir a sacar-
guardia alguien entendía un carajo. Los mismos de siempre. lo de la comisaría. Encima le había dado por cambiar de mujer todos los
74 / E NRIQUE PARDO P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 75

días. Ya estaba harto de corregir. Pero ahora, que tenía preparada su y después, durante el proceso tiene un romance con su abogado, que es
vuelta, este imbécil pretende asustarme. Me dejó una nota. bisexual y está de novio con el juez. Una cosa interesante. Pero este cre-
— ¿Cómo?… ¿te escribió? tino va y se enamora de su personaje, y ahora no quiere publicar el texto
— Sí, ayer la hoja en blanco tenía un mensaje suyo. Me tuvo en vela que ya le aprobaron. Lo cambió, piensa dinamitar el juzgado y escapar-
toda la noche. se con ella. Traté de convencerlo de que no es mujer para él, y tengo in
Sacó la hoja doblada en cuatro y la tendió ante los ojos del colega. mente otra para presentarle. Pero está encaprichado, y se ha puesto vio-
Con letra pareja alguien había escrito: "Llegó la hora de la venganza – lento parece.
Los personajes". — Matalo Victorio. Te va a complicar cada vez más. Y ahora toda-
— ¡Qué hijo de puta! Todavía te amenaza…Pero ¿estás seguro de vía te amenaza, no sé que estás esperando.
que fue él? — Es que duele como un hijo…
— ¿Quién si no? Esa letra es suya, no hay duda; los otros personajes Verita movía la cabeza contrariado y viendo la cara de su amigo
son incapaces. juzgó necesario un poco más de alcohol. Se volvió buscando al persona-
Vaciaron las copas de un trago y quedaron mirándose. Un silencio je mozo —que era rengo de nacimiento gracias a un autor que se creyó
gordo ocupó las dos sillas libres y se instaló como para pasar la noche. humorista— y con un ademán le encargó las copas.
Ese es el embrollo que merecía. Ahora va a sufrir en carne propia….y — Decime —preguntó enseguida, secreteando— ¿es alto, de chuzas
si encuentra cómo arreglarlo, yo hago igual y resuelvo el mío. No va a largas y barba? ¿Y anda con un gabán negro, rotoso, y colgante con
ser la primera vez que le copie algo, la verdad es que curioseando sus escri- cadena?
tos alguna cosa he rescatado. Parece mentira, pero ese atorrante, en cal- — Sí, ¿cómo sabés?
zoncillos y envuelto en una frazada, puede escribir de un plumazo lo que — Entonces es el que está parado en la entrada mirando para adentro.
yo no podría en un mes. Esas palabras que se esconden si uno busca, a él Como acatando una orden se agacharon a la vez. El nuevo persona-
parecen esperarlo; puede garabatear treinta páginas de una sentada y a je entró sigiloso atemorizando a todos, dio unos pasos y se detuvo a
menudo descubrir metáforas que yo, su autor, jamás hubiera encontrado. hurgar, después giró, y al quedar de espaldas fue que el dúo aprovechó
Es algo que no me puedo explicar. para ganar la puerta. Corrían a tropezones por la calle Cerrito sin dete-
Verita, que seguía pensando en el asunto, dijo al rato con voz de nerse ni mirar atrás. Fueron muchas las cuadras; llegaron boqueando,
investigador privado: casi ahogados: dos piltrafas lastimosas que arrastraban unas piernas
— Se precisa más información sobre el sujeto. Vamos a ver: en qué enclenques.
lo hiciste trabajar. Lógico. Las letras y los músculos nunca se llevaron bien, lo sabe cual-
— Y…yo dejé que eligiera… y él también quiso escribir. Precisa- quiera. Tendrían que haber dialogado. Yo jamás lo hubiera hecho correr
mente, hace unos días le prometieron publicar algo; lo que a mí nunca de ese modo, mire cómo ha quedado.
me ofrecieron. Vitorio resoplaba en el suelo apoyado en el otro. Estuvo así largo
‘— ¿Escritor? Pero Vitorio… cómo lo dejaste. Ya éramos muchos. rato, y cuando al fin recuperó el resuello y pudo incorporarse, se fue
‘ — Y bueno, empezó como nosotros, con unos versitos. Y ahora tan arrimando a la mesa para enfrentar a la hoja con su bolígrafo. Cerca,
mal no le iba; tenía terminada la historia de una mujer que está acusa- el amigo lo alentaba palmeándolo. Entonces, y luego de un suspiro que-
da de envenenar al marido —uña rayada, creo que le ponía a la sopa— joso, se le oyó decir que bueno, que si no había más remedio…Y eligió
76 / E NRIQUE PARDO

para su personaje una muerte por accidente que escribió de un tirón:


"Esa tarde, Orestes se dirigió a la editorial con la versión corregida.
TUPÉ
Eran casi las cuatro cuando se dispuso a cruzar la avenida. El destino,
que ese día visitaba la zona con forma de camión, lo llevó enarbolado
Yéssica Pontet
como su máscara de proa. Crash…pum…plaf… Se detuvo lejos. Las
hojas de la novela volaron hacia los árboles y allí fueron flores de papel.
Abrazado al motor, Orestes no dijo ni pío; murió sin darse cuenta,
hecho pedazos e inédito."
¡Nunca hubiera creído que Vitorio fuera capaz de eso! Después de
todo, ese anormal era su criatura. Si lo imitara, ahora el sacrificado iba
a ser él. Sólo que yo no puedo. Pero mañana mismo lo enfermo y lo llevo
a vivir al campo; a un pueblo chico, lo llevo. Me convencí: a los perso-
A pesar de su esmero parecía somero, una oda a la que ninguno alla-
najes no se les puede permitir vivir a su antojo. Y menos dejar que se te
na y todos llaman moda. Faltaban treinta y tres vueltas al segundero
hagan escritores.
para que su estrés y el invernadero pudieran salir del trabajo, a esa altu-
ra no importaba haber caído demasiado bajo. Pero lo más importante
es que iba a devenir el momento del espejo, el que estaba necesitando
para llegar lejos. Desde la entrada, es más, desde la almohada que pedía
a gritos su hora de lucidez para pensar de una vez por todas y al revés
aquello que necesitaba para reconocerse sin objeción del ventrílocuo y
su obsesión. Aunque al principio no lo convenciera la decantación, por
las malas o las buenas iba a haber demostración de que la piel del capa-
razón no era más que un buzón infiel. El armazón sin riel del bufón.
Mientras tanto esperaba en su rol de camaleón, siempre la misma
canción. Categórico que el camuflaje resultase un herraje para salvar el
pellejo, y sin embargo, tan añejo como alegórico. Si bien la logística de
desaparecer es mística hasta para el trapecista minimalista, hasta para el
atardecer conformista, él en ese momento no era más que la sombra de
la alfombra, y eso significa que no dignifica. Quería su momento antes
que cualquier aumento. Después del hermetismo. Pero a dónde lo lleva-
ría el mecanismo del abismo. Quizás a formar parte del descarte del ojo,
de su enojo. El conservador en cuestión decidió esperar al camino a casa
para ordenar su interior por esta vía, pero ya lo había intentado el día
anterior, y el anterior a ese, y seguía con las manos vacías. Aquel día, sin
embargo, algo cambiaría.
78 / Y ÉSSICA P ONTET P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 79

Por fin en el auto la fortaleza sin sutileza del incauto lo había dejado impedir lo llevó a no poderlo permitir e iba a conseguir aquel lujo no
pasar por la piedra de hiedra. Es que perdía si se acobardaba por verla importaba ya lo brujo.
verde, porque hierva mala nunca muerde. Sin embargo una vez metido Hacia el cuarto oscuro con el voto decidido se encaminaba el porfío
en la maraña de las pestañas que engañan hasta las entrañas era difícil considerando lo degradante que había resultado que estar en privado lo
salir del letargo. Sobre todo cuando la sumisión requería concentración. privó del laboratorio recalcitrante. Del emporio del embargo. Y sin
Dudo que estuviera sano considerando la virulencia del disimulo. embargo estaba tan parecido como vacío. Hermético. Invisible a lo die-
Mampara en vano. El semáforo y sus reglas eran quizás más peligrosos tético e insípido. Vestido para la ocasión sin sumisión plausible. Sombrío
que tanta niebla. Seguir su pista estaba en la lista sin intervenir. Se esta- y sin sombra. Me nombra lo que edite. Estaba sin escondite y no estaba.
ba convirtiendo en un motín sin fin la fuga del ilusionista que se espan- Esperaba confundirse en otros para confundirlos y no le encontró senti-
taba hasta de la generosidad invasiva de la publicidad, por coincidir con do a seguirse en su trama. La fama del peligro cuando emigro por las
su mediocridad. El problema también eran los coches, por asistir a tanto ramas más finas. Hasta las golondrinas tienen escamas. Si pateaba hacia
derroche de dirección. Todos conspiraban contra su introspección. su propio arco, el capitán se hundía con el barco. De todas formas creo
En la encrucijada de la comparación el plagio de esta excursión sacó que no deseaba salir indemne. Hada suicida solemne.
su tajada. Llámese esquina. Transacción aventajada y así y todo distrac- Buscaba que valga la pena, aunque la pena se sabía valer por sí
ción fuera de la rutina. La travesía de su minusvalía lo hacía compren- misma. Buscaba las llaves de su depósito sin ventanas y con aislante del
der que a las respuestas, por más funestas, las iba a pescar en la tran- ruido intolerante. Tomar las riendas le costó la vivienda, como los ries-
quilidad de su hogar. El poder del auto convencimiento resultaba útil gosos plantíos en las proximidades del volcán. Revuelta con azafrán.
ante el desconcierto, principalmente para no darle el gusto ni rango de Igualmente dudo que haya comprendido la utilidad del puente hacia la
acción al susto que precedía la decisión. Faltaban ahora ciento nueve fuente inerte, la del propio fuerte. Al principio fueron sus principios,
vueltas de volante para acabar con el mareo andante y la postergación. ahora sus expectativas. Ya no se trataba de la hospitalidad para las pla-
Con la ansiedad anti horaria producto de su situación precaria. Aunque gas de los alrededores como alternativa. De la saga que ata acreedores.
en el fondo sabía que estaba errado en su técnica porque estaba cortado Tampoco se trataba de burlar o culpar a la influencia, sino de encontrar
con la misma tijera étnica. Así todo el coraje y los supuestos fuegos de el promedio que le ocultaba la ciencia con tanto remedio. El indulto que
artificio no iban a ser otra cosa que gajes del oficio. no garantizaba la medalla recordaba a un insulto pero cuando ensaya.
Una vez dentro de su casa se sintió de otra raza. Se mintió. Era el Para escucharse en la razón necesitaba ubicarse como un atolón, rodea-
momento de fijar su atención imperceptible en estar disponible para sí, do pero separado.
pero otra vez la distracción porque sí. Era acaso la dulce voz de la sole- Entró en aquel apartado marginal y cerró la puerta sin umbral. Se
dad sin acompañamiento o el derrumbe de su argumento aquel murmu- sentó en el suelo y contempló la uniformidad hermética de aquel llamé-
llo que salía del capullo. Sería eterna la interrupción del puerto que cie- mosle anaquel de ética. Es que existía el que barajaba la ventaja de la
rra la recepción o es que todo era parte del vertido de residuos incon- alhaja en la caja y el que persistía. Los dos convivían pero sólo resisti-
trolado de la interacción. Las luces de la calle opacando las estrellas y ría el material noble. El roble de su hoja de calco que era sólo un palco
obviando los detalles, la oscuridad saturada copando su propiedad pri- en el esquema de la diadema. De la parodia de la custodia por condena.
vada y su conciencia, la notoriedad de la presencia. Sin comentarios su Estaba allí ante sí mismo, lejos de cualquier pesimismo y encerrado,
excusa de amparo sin reparo. Con paciencia. La creencia de que lo podía porque las llaves quedaron del otro lado. Después de la intermitencia sin
80 / Y ÉSSICA P ONTET

pertenencia restaba el reposo sin gozo. Todavía no terminaba el pozo y


parecía un esbozo que camina. No tenía más sugerencias que le generen
DE CUAJO
turbulencias ni que regeneren. Acudía al escudo precedente para salvar
la brecha que cambiaba de fecha los antecedentes.
Mariela Rodríguez
Necesitaba aire para gritar pero no quería disminuirlo. Alguien tenía
que oírlo y sin embargo él se había asegurado de no reclutar a nadie a
su voluntariado. Cuando no tuvo referente prefirió seguir estando
ausente antes de asumir de protagonista. Perseguir la propia conquista
fue demasiado pedir, y esta es la comprensión de su inspiración. Cuando
todo iba sobre ruedas se quedó sin pruebas ni testigos, y eso fue, sin que-
rer, su mayor castigo. Eso y el temor que ocultaba el desequilibrio biva-
lente. Seguir buscando cómplices no le resultaba suficiente y era tarde
Nunca pensé que iba a ser fácil. Tengo que ser sincero.
para el alarde. De todas formas quién se haría cargo de su descargo.
Desde aquel día en que les di cierta autonomía, los dos, aparente-
Quién lucharía contra su estricto derecho de admisión circunscripto. Ni
mente iguales, eran tan eficientes como dispares. Siempre pasa; en cuan-
siquiera quien subscribe tuvo el tupé de avisarle que en algún momento
to delegamos, surgen los problemas. Fui el culpable y me atengo a las
se le iba a acabar el aire.
consecuencias.
Aquellos dos eficaces colaboradores, jamás se ponían de acuerdo. No
me hacía a la idea de poder desempeñarme sin ellos. Inútilmente inten-
taba poner orden en el caos de sus versiones disímiles, para llegar a un
acuerdo. Menos mal que sólo eran dos a mi cargo.
Uno era el que siempre veía el lado positivo de los temas, problemas,
negocios. No negaré que su optimismo contagiaba. Todas las mujeres le
parecían buenas, o estaban buenas. Si por alguna razón alguna de ellas
me visitaba, me hacía una señal de aprobación para que ya pusiera en
marcha la propuesta de matrimonio. En cuanto veía los folletos de via-
jes, se deslumbraba intentando convencerme con islas caribeñas, sol y
mucha, mucha paz. Siempre contento, atento, hasta durante las prime-
ras horas de la mañana.
En cambio el otro....ahh el otro ya se levantaba lagañoso y arisco.
Era difícil de convencer hasta del más mínimo detalle de cambio.
Siempre huraño, mirando con desconfianza cualquier proyecto,
dama, o la simple compra de una cafetera. Examinando los potenciales
problemas, olfateando lo negativo. Si por casualidad nada encontraba
para contrariar, lejos estaba de alegrarse. Ahí se quedaba, "mutis". Era
82 / M ARIELA R ODRÍGUEZ

como presentir una nube negra que nosotros dos no podíamos divisar y
en el momento menos esperado, se rasgaría de par en par, dejándonos
EL AMOR SEGÚN B.
empapados en pleno picnic.
Años de lucha con ambos me han tenido tembleque, tratando de
Guillermo Silva
ver como ajustar los dos lados opuestos que se me exponían. Me han
ayudado, no puedo negarlo, pero ha sido atormentador. Las reconci-
liaciones entre ellos son inadmisibles y jamás adoptarían un punto
intermedio. Por último, como corresponde, yo decido qué hacer fren-
te a cada caso.
Con los años, no sólo yo he envejecido, ellos también. Se han puesto
más extremistas.
Me han aguijoneado todo este tiempo y me harté. La situación se
Dicen los especialistas que las fobias son miedos morbosos provoca-
tornó insostenible.
dos por un objeto o situación. A veces esos temores hay que rastrearlos
No fue fácil. Nadie lo haría por mi. Esta decisión de prescindir de
en traumas infantiles. En el caso de Berenice Gil solo había que seguir el
ellos la tenía que tomar por mis propias manos.
mapa de su piel. Ese epitelio estratificado pavimentoso cuyas células
No merecían una lapicera elegida al azar, ni ver venir la noticia de
superficiales se cornifican, presentaba a la altura de la rodilla derecha
otra mano que no fuese la mía.
dos marcas, producto de una temprana mordedura perruna. Ese día
Así que empuñé la lapicera, aquella importada y bañada en oro,
supo lo que es el miedo. No ese miedo expresión de la insuficiencia y del
como si fuese bisturí. No puedo describir lo que fue ese día, porque las
error, del no conocer dentro del conocer, de la manifestación solidaria de
palabras no alcanzarían. Después de treinta años a mi servicio, me des-
la experiencia de la alteridad y otras bobadas. Sintió el miedo real pisán-
hice de ellos. De dos plumazos limpios. Digamos, de cuajo...
dole desde el coxis hasta la médula, anhelante y viscoso. Un miedo gru-
Hoy, a dos años de esta medida estoy en paz. Para suplirlos contraté
ñón y afilado que se quedó ahí desde entonces, en algún lugar, pegado a
dos eficientes secretarias. Sé que me creen loco, porque les guardo cari-
la pared sin atreverse a saltar, como un suicida indeciso. Esa es la causa
ño; sobre todo Verónica, la señora que viene a limpiar martes y jueves.
eficiente de su cinofobia.
Cuando pasa el plumero por la biblioteca, la oigo sollozar, y al percibir
Hoy Berenice con sus frescos sesenta y cuatro años, está sentada ante
que se aleja de mi silla paso la mano por la estantería hasta dar de memo-
la ventana de su apartamento. El sol de abril espejado en su reloj jugue-
ria con el envase. Acaricio el frasco con formol, sabiéndolos dentro.
tea en el techo. Ahora es Berenice la que lo orienta hacia los cuadros,
Ciego pero tranquilo.
los caballitos suecos, los cacharros de barro, el plato chino, el teléfono
que no suena, el maldito teléfono. Berenice está esperando su llamada,
como siempre. Nunca hubo otro hombre para ella. Ni siquiera cuando
estuvo casada. Cuando lo vio por primera vez ella cursaba tercero de
secundaria, el año de los bailes de quince. Filipo del Gruc era el profe de
Historia Natural. Ella se enamoró no más verlo. No le importó que la
doblara en edad, ni su incipiente calvicie, ni que ignorara soberbiamen-
84 / G UILLERMO S ILVA P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 85

te a esa larguirucha de ojos grandes que era ella. "Filipo" invocaba en la petrifica la convierte en salega como a la mujer sin nombre. No puede
su imaginación adolescente nombre de rey y de conquistador y había en elaborar siquiera el concepto de perro…
ese "del Gruc" que parecía un apellido hachado, algo viril que seducía Y el teléfono que por fin suena. El corazón le da un vuelco. Logra
su intimidad sin saber por qué. No fue otro que él quien la inició en los serenarse y toma el tubo. Escucha en silencio. Gracias…muchas gra-
misterios del sexo aquel inolvidable 4 de agosto (¿o fue el 8 de agosto?), cias… —alcanza a musitar antes de colgar. El que la llama es un vecino
aquel inolvidable agosto, en que del Gruc dividió la clase en dos grupos de del Gruc que vive en el apartamento de al lado. Dice que oyó un fuer-
para explicar la reproducción humana. Desde ese día fue suya para te ruido seguido del ladrido de un perro. La puerta estaba abierta. Entró.
siempre. Dejó de verlo al término del año lectivo. De ahí veinte años Encontró a del Gruc boca abajo entre el sillón y la mesita del teléfono.
Berenice dejó de crecer hacia arriba, redondeó su figura, se recibió, se Se conoce que le falló el corazón y tal vez, intentando alcanzar el teléfo-
casó, se divorció, frecuentó a sus amigas, paseó por el parque siempre no, se desplomó arrastrando las cosas que estaban sobre la mesita: un
atenta a la cada vez más importante población canina. En una de esas jarrón, un grabador…
salidas sabatinas un pequeño cachorro de perro le salta a la falda. Ella Unos sobrinos cayeron como buitres sobre los pobres bienes del
se desvanece de la impresión. Un hombre se abre camino entre la gente difunto. El que se llevó el grabador nunca pudo entender por qué, aquel
que rodea a la mujer, invocando su calidad de médico. Berenice despier- viejo loco, tenía una cinta entera con el ladrido de un perro.
ta en brazos de su adorado del Gruc. No puede creerlo. Piensa que
murió y fue al cielo, luego comprende que difícilmente encontraría allí a
del Gruc. Cambia entonces cielo por infierno, pero la placidez de la
tarde y la fuerza del hombre son demasiado reales, aunque ¿quién dijo
que el infierno no lo es? El la mira con interés y curiosidad. ¿Cómo reco-
nocer en ella a aquella flacucha liceal de hace veinte años? Es Berenice
que fuerza los recuerdos del hombre. Tanto repetirá las mismas historias
que del Gruc acabará por creer que realmente así sucedieron. El, solte-
ro empedernido se deja llevar. Desde entonces no se separarán más…
hasta que anochece. En ese momento del Gruc invoca a su perro, que
resultó perra, que quedó preñada, que tuvo perras que quedaron preña-
das, (la saga perruna durará veintinueve años). Alega, legítimamente,
que debe sacar al animal a hacer sus necesidades y darle de comer. Y se
retira hasta el día siguiente. Esa presencia perruna hace imposible la vida
de consuno. Por la fobia de Berenice. Por la intransigencia de del Gruc.
Tenés que tratarte Be.— dice él. ¿No podrías castrar las perras?— repli-
ca ella. La relación se hace cada vez más telefónica. Y aún así es impo-
sible mantener un diálogo sin el incansable, monocorde, isócrono ladri-
do como tema de fondo. Berenice ni siquiera conoce la casa del hombre
con quien está vinculada desde hace treinta años. El miedo la paraliza,
RAPSODIA SEXTA. PRINCIPALÍA
DE ERECTEO
Carlos D. Telechea

¿Es por ventura el hijo del esclavo Sofroliques de Cnossos, quien


importuna a la diosa con sus cantos? Sí, ése soy. Filostómoo, humilde
siervo de la ínclita morada del prudente Alcínoo. Y a la diosa ruego,
para que me favorezca al cantar las tristezas de un mortal, un pobre ser-
vidor de dioses y hombres, en cuyo cuerpo habitó el ansia de ser algo
más, y en su corazón, el tormento de la lucha imposible.
¿No es esto también una afrenta a los sempiternos? No, no lo es. El
que ha visto, está obligado a mostrar, sea cual fuere su condición.
Cierta mañana, apenas hubo aparecido la Aurora, de hermoso trono,
nos hallábamos en nuestras labores, ajenos por completo a lo que ocu-
rría en el resto del palacio. Mi buen amigo Erecteo, el adrastíada, car-
gaba pequeños atados de troncos, para la celebración de los banquetes
que suelen ofrecer los ilustres feacios en honor a los dioses, y de entre
ellos, especialmente a Poseidón, que sacude la tierra. De pronto, estuvi-
mos frente a Darmo, el tracio, que blasonaba de ser el más querido de
entre los sirvientes del rey, por haberse ganado el aprecio sincero de su
esposa Arete, mediante palabras y obras.
—¡Dejad de llevar leños! —dijo—. Ea, debéis aparejar un carro con
las más lozanas de nuestras mulas, y uncirlas al yugo.
No dio más explicaciones que ésas. Callamos y obedecimos.
Mientras tirábamos del carro, ayudados por otros siervos de la casa del
prudente Alcínoo, Erecteo, hijo de Adrasto, en voz baja me confesaba
sus pensamientos con respecto a la princesa Nausícaa, igual a Artemisa,
88 / CARLOS D. T ELECHEA P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 89

que se complace en tirar flechas. El pobre, no sin ningún lamento, deja- Así, cada vez era mejor mirado por los señores, y quizás se asegurara un
ba traslucir sus angustias. La princesa pronto contraería sagrado matri- lugar en la casa de Nausícaa, toda vez que nuestra grata princesa hubie-
monio con quien descollase por la esplendidez de sus donaciones nup- se elegido esposo.
ciales. Los pretendientes se agolpaban día tras día en los pórticos, y La doncella y sus jóvenes acompañantes, cargaban el pulido carro con
competían en juegos propios de hombres de valor. Nosotros los obser- nobles vestiduras; iban allí los cíngulos, los peplos y los espléndidos cober-
vábamos desde lejos. En ocasiones, debíamos correr al llamado de algu- tores. Nada podía ser más evidente: se acercaba el día del sacro himeneo.
no; ya fuere para socorrerle en labor penosa, o simplemente alcanzar Después, la reina en persona las obsequió con toda clase de gratos man-
alcanzar el agua vivificante. Pueden parecer torpes, y tal vez tanto jares y viandas, y puso junto a ellos el líquido aceite en reluciente ampo-
Erecteo como yo fuésemos más hábiles que muchos de ellos, si nos lla de oro, dulce vino en un cuero de cabra, y todo género de frutos agres-
midiéramos en los divertimentos donde los varones hacen gala de forta- tes. Iban al río a lavar las exquisitas telas, como corresponde. Erecteo
leza y belleza, pero descienden del linaje de los dioses olímpicos, y nos- había quedado, igual que todos nosotros, atónito ante tanta felicidad.
otros hemos nacido para servirles. Esta verdad, por clara que parezca, La vida de nuestros señores es como la de los dioses. Hemos nacido
era la que solía olvidar mi buen amigo, y la que constantemente le para admirarlos y ayudar a que así sea.
recordaba su padre. Jamás la princesa Nausícaa lució más divinal que en ese preciso ins-
—¡Basta ya! —le decía—. ¿Tus ojos, vedados de toda claridad, no tante en el que azotó las mulas con el látigo, asiendo con la otra mano
alcanzan a ver que la princesa desprecia inclusive sangre noble? ¡Si lo las lustrosas riendas.
más escogido de entre los feacios todos no satisface sus esperanzas, pien- —Filostómoo —recuerdo haberle escuchado rogar en voz baja a mi
sa en las tuyas! Llora si quieres, pero deja de procurar que no sabes amigo—, oh, Filostómoo. ¡Vayamos con ellas, por el divino Zeus, que
quién eres. Esclavo como tu padre, has nacido con su mismo destino. amontona las nubes! ¡Vayamos! ¡Si alguna vez te has reído con mis ocu-
—Pero padre —contestaba Erecteo—. ¿Acaso no eres tú quien no rrencias! ¡Si alguna vez hemos compartido las pingües presas de nuestras
atisba lo evidente? ¡Nausícaa, igual a Artemisa por su hermosura, no cacerías escondidas! ¡Si alguna vez, por fortuna, en algo te ha favoreci-
contraerá nupcias si no es por amor! ¡Y el poderoso dios no ha infla- do llamarte mi amigo, mi hermano! ¡Oh, Filostómoo, te pido! ¡Vayamos
mado su corazón siquiera frente a los sobresalientes esfuerzos de sus dei- al río con ellas!
formes pretendientes! Me negué con fingidas razones. Pero, como el pobre marino que ha
Cuando esto decía, sin cuidarse de que los demás esclavos le oyéra- perdido el rumbo de su tierra porque un dios se ha airado con él, y con-
mos, y aún abandonábase a mayores desvaríos, no evitábamos reír con tra toda suerte de obstáculos, y salvando las terribles pruebas que en su
todas nuestras fuerzas. Era entonces que venía sobre nosotros el despre- camino han puesto, se obstina en volver a ver el rostro de su amada
ciable Darmo, para hacernos entender con altitonantes voces, que debí- esposa y de su hijo, abandonado a poco de ver la luz; así y no de otra
amos cumplir nuestras labores en silencio. manera, Erecteo insistía en desoír mis palabras.
Aparejamos fuera del palacio el pulido carro con fuertes ruedas. —¡Oh Erecteo, hijo de Adrasto! No hace falta que te advierta acerca
Uncimos las mulas al yugo. De pronto Darmo, el tracio, nos indicó gro- de los peligros que conlleva tamaña aventura. Sabes que nuestro lugar
seramente que abandonáramos el lugar. La princesa, con su séquito de es aquí, en palacio. Hay muchas tareas que deben ser efectuadas y...
esclavas, se acercaba, mientras él ajustaba los últimos detalles. ¡Como si —¡Y las realizará Darmo, el tracio! ¡Oh, por Zeus, que lleva la égida!
hubiese podido hacer todo el trabajo sin el concurso de nuestros brazos! Dime tú, hijo de Sofroliques, ¿no es cierto que de cualquier manera será
90 / CARLOS D. T ELECHEA P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 91

él quien las haga? ¡Se trate de las tortuosas labores de diez esclavos o de do. Sobresalía en gracia, en belleza, en agilidad, en inteligencia; aventa-
uno solo, siempre recogerá el fruto de nuestros sacrificios! ¿No será jaba en mucho a cualquier moza que junto a ella osara colocarse.
acaso infinitamente más justo no obligarlo a mentir? Nausícaa, igual a Artemisa, que se complace en tirar flechas. Nausícaa,
Además de mis vehementes deseos de ver a las jóvenes en el río, las vástago ilustrísimo del prudente Alcínoo, y futura reina de los feacios,
razones del bueno de Erecteo, el adrastíada, me parecieron sencillamen- que pueblan la espaciosa Esqueria.
te irrefutables. Tuve que cerrar la boca y acompañarle, vencido, aunque Mientras algunas ponían a secar las telas, sobre los guijarros de la
más no fuera, por la sola fuerza de la verdad que acababa de oír. ¿Para orilla del río, ya las más expeditivas se quitaban, despreocupadas, sus
qué obligar a Darmo a decir aquello que no se ajustaba de ninguna blancas vestiduras. Al ver a nuestra princesa hacerlo, Erecteo, hijo de
manera a los hechos? Adrasto, bajó presuroso la mirada, rogándome que regresáramos.
Seguimos a las mozas, cuidándonos muchísimo de no ser descubier-
tos. Habiendo llegado a la desembocadura del río, ¡oh diosa!, ¡ayúdame
a poner en palabras la belleza de sus entonados cantos! Las ninfas del
bosque se agolpaban sólo para gozar un instante, venciendo la terrible
envidia, de las delicadas aves que nacían y se echaban al vuelo, engen-
dradas en las divinales gargantas de las jóvenes. Contemplé un instante
aquel espectáculo, y vi a mi lado al hijo de Adrasto, con las manos col-
gando en señal de total sumisión, y los ojos pesados de llanto.
—Ea, hermano Erecteo —dije—, ¿acaso tu alma ha abandonado los
miembros que le servían de aposento?
—Oh, Filostómoo, por el Olimpo te imploro que no la traigas si se
ha ido; déjala volar con sus cantos.
Acrecentando nuestro placer, como una majada de blancas ovejas
vimos correr las doncellas al río, tomando las vestiduras del carro alto,
de fuertes ruedas, provisto de tablado. Unas, las menos ágiles, las izaban
sin bajarse, y se las alcanzaban a las demás. Después, ¡oh, después! Toda
la gracia de Afrodita, madre del poderoso Amor, vertíase sobre aquellos
rostros, muslos, pechos, mientras la risa se generalizaba, en la compe-
tencia por ser la más expeditiva en pisotear las prendas. El río, henchi-
do de orgullo, salpicaba las vestiduras que cubrían lozanos cuerpos, sólo
para ver cómo éstas se estrechaban, y dejaban ver cada curva, cada plie-
gue, cada promontorio feliz.
—Nausícaa, Nausícaa —oí murmurar a mi buen amigo—. Del
Olimpo mismo has descendido, sólo para hacerme miserable.
Llevé mis ojos a la figura de nuestra joven princesa. Estuve de acuer-
NUEVE VIDAS
Andrea Viera

Bailando removía el llanto de los anfibios que se escondían en las


cunetas. El fango escamaba de negro sus piernas. Caía la larga jornada
precipitando la noche, agotadas las luces de la calle intentaban acompa-
sar el ritmo de sus movimientos aguados. Aplastaba el dolor con sus talo-
nes cuando la música se empapaba. Intacta, la luna aparecía de repente
en sus pupilas como si fueran astros gemelos satelizando su vigilia.
Recordaba sus mañanas cuerdas y los deberes familiares. El tiempo
había pasado fugazmente por el pensamiento. Las quimeras se instala-
ban como presencias en su memoria.
Amelia estaba perdida en el pasado, decían los vecinos que la cono-
cían desde niña. El pueblo escudriñaba su excentricidad con las venta-
nas cerradas.
La anécdota moría en el umbral de la parroquia que solía dibujar con
acuarelas. El agua era su obsesión desde entonces, replicaba el cura des-
concertado.
Limpiaba sus manos con cuidado luego de los bailes vespertinos y
acariciaba al felino que custodiaba sus extravíos. Nadie sabía la edad
del animal, los más viejos lo recordaban echado a los pies de la madre
de Amelia. Ella estaba muy pesada en su cuarto embarazo, proseguían
los más antiguos hurgando con recelo en el recuerdo. Descansaba bajo
la parra que alimentaba sus antojos y el animal la acompañaba. Lo
cierto es que el gato y Amelia eran inseparables, aún antes de nacida
la niña.
94 / A NDREA V IERA

Ingresaba los domingos a la misa con los pies descalzos, el vestido


claro acariciaba su cintura cuando avanzaba hacia el altar; entre los
CAYENDO EN UN DÍA SOLEADO
bancos de madera susurros suplicantes interrumpían sus oraciones de Marcelo Rolandi
Pascuas. El cura evitaba mirar las gasas que colgaban del cuello blanco
y delicado de Amelia. Se apresuraba a ordenar el púlpito con las hostias A Luiz Claudio Oliveira
y el vino. Pero la Biblia con la que daba Catequesis los sábados caía al Have you ever seen the rain
lado de la fiel descalza, escandalizando a las palomas que observaban comin’ down on a sunny day ?
desde el vitraux de la Sacristía. Comulgaba primera sin oratoria ni rezos, JOHN FOGERTY
la mirada amenazante del gato en la puerta acallaba los comentarios
poco cristianos. El animal inspiraba respeto por su edad inexplicable.
Conocía bien los secretos de los habitantes de la comarca. Se retiraba
plácida la joven con su comunión y tocaba al salir la pila de agua ben-
dita, dejando caer su brazo para que su acompañante lamiera los restos.
Allí desaparecían los dos como espectros del pecado.
Hacía mucho tiempo que los ruidos de afuera no lo despertaban
cuando estaba con ella, pero ahora se levantó en silencio y se dirigió a
la ventana. No la abrió, sabía lo que vería a través del vidrio : la carre-
tera solitaria, el letrero de neón del motel, algún auto estacionado junto
al camino ...
Y la lluvia.
Antes de oír su voz, supo que ella también se había despertado.
— ¿Ya es tiempo?
No importaba en qué idioma hablara, él siempre la entendía. Años,
interminables años de encuentros y desencuentros los llevaron a cambiar
constantemente de nombre, de idioma, de país ... Al principio — si alguna
vez hubo un principio — había sido un juego : cada vez que se encontra-
ban hablaban en un idioma diferente, el último que cualquiera de ellos
hubiera aprendido. Era fácil dominar las pocas frases que necesitaban para
entenderse. Lo demás, por cierto, no requería ningún lenguaje hablado.
Pero el juego también había terminado hacía tiempo. Así como habí-
an aceptado tantas cosas, silenciosamente, sin preguntas, también acep-
taron terminar el juego: del malayo o del finlandés habían tomado los
últimos breves retazos de lenguaje humano en el que pronunciaban sus
palabras.
96 / M ARCELO R OLANDI P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 97

Él se dio vuelta para mirarla. Estaba tendida en la cama, su cuerpo —Hmmm ... — dijo ella a modo de respuesta. Sus uñas recorrieron
perfecto apenas cubierto por la sábana. La deseó nuevamente, sin poder la piel del hombre sin lastimarlo. En otro momento, aquella promesa
evitarlo, y sintió el deseo de ella como respuesta. Afuera, la lluvia conti- simultánea de placer y dolor lo habría excitado al instante. Pero ahora
nuaba. se volvió a mirarla. Sin violencia, pero firmemente, la tomó por la muñe-
—No— contestó brevemente y se acercó a la cama. Ella se estiró gra- ca, y la mano de ella quedó suspendida frente a él, con sus dedos apun-
ciosamente y sus ojos le dirigieron un destello silencioso e invitador. Por tándole.
un momento, la armadura interna que él se había ido construyendo en Él la miró directamente a los ojos. Hacía tiempo que no la miraba así.
los últimos días se tambaleó peligrosamente ante aquella mirada. Logró —Tiene que haber otros —repitió —. No puede depender sólo de
sentarse en el borde de la cama. nosotros. En este momento, en este preciso momento, debe estar llo-
Finalmente, sin mirarla, pudo decirlo: viendo en cientos de lugares distintos, lugares en los que nunca estuvi-
—Quiero terminar. mos ni estaremos. Tiene ... — su voz se había vuelto desesperada, supli-
Casi esperó que un trueno acompañara sus palabras, a modo de pro- cante, agotada — Tiene que haber otros.
testa, pero no fue así. Ella lo dejó hablar. Sostuvo su mirada. Lentamente, él aflojó la pre-
Ella se incorporó a medias, boca abajo, con sus cálidos pechos apo- sión en la muñeca de ella. Liberada, la mano de la mujer se posó sobre
yados en la almohada. No respondió. la cabeza del hombre y sus dedos juguetearon con el firme pelo corto.
Él insistió. Él bajó la cabeza.
—Tenemos que terminar. —Nunca sabremos si hay otros —dijo ella—. Probablemente sí —. Se
Y ahora sí estalló el trueno con brutalidad inesperada, justo cuando encogió brevemente de hombros — ¿Qué más da ?
ella preguntó suavemente : Él levantó la cabeza y volvió a mirarla.
—¿Podemos terminar ? — Ya no sé si te amo — murmuró.
Él se estremeció. ¿ Entonces era ella la que dominaba esa faceta del Ella sonrió apenas.
poder ? ¿ Era ella quien, como alguna antigua diosa vikinga o africana, — Me amaste durante más tiempo del que ninguna mujer podía espe-
podía convocar la violencia de un relámpago en medio de la tormenta ? rar o exigir — le replicó en tono casi divertido. Él logró devolverle la
—Fue sólo una coincidencia — dijo ella, respondiendo a su pensa- sonrisa : era cierto.
miento (eso sí podía hacerlo, pero ya era algo trivial para ambos). De — No envejecemos ni moriremos nunca —continuó ella —. Podemos
cualquier manera, él pudo percibir el matiz irónico de su voz, y se sintió jurarnos amor eterno, pero ¿qué sentido tendría para nosotros ?
avergonzado e irritado al mismo tiempo. — Y pensar que durante años y años hemos oído de personas que
La lluvia parecía disminuir su intensidad, pero de pronto comenzó a querrían estar en nuestro lugar— comentó él.
descargarse con fuerza, acompañada de súbitas oleadas de viento. Ambos rieron breve y silenciosamente. De alguna manera, siempre
Ambos escucharon el ruido de las gotas al chocar contra el vidrio de la llegaban a un punto en que todo lo inexplicable y trágico de sus vidas se
ventana, como el repiqueteo de las patas de algún monstruoso insecto tornaba casi cómico.
que caminara precipitadamente alrededor de la habitación. Él la tomó por los hombros y sin mediar palabra se besaron. El ritual
La mano de ella buscó la espalda de él y la acarició suavemente. comenzó de nuevo.
—Tiene que haber otros ...— empezó a decir él. Afuera, la lluvia continuaba.
98 / M ARCELO R OLANDI P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA / 99

Más tarde, él volvió a hablar: — ¿Una sequía muy, muy prolongada? — preguntó casi con inge-
—¿No podríamos quedarnos definitivamente en algún lugar? nuidad, no del todo fingida.
Ella sacudió la cabeza. El hombre logró esbozar una sonrisa.
—Ya lo intentamos —le recordó—. Incluso en aquella aldea perdi- —Habrá otros— dijo, no muy seguro.
da en la selva, donde llovía durante todo el año, lo nuestro resultó —Habrá otros— repitió ella.
demasiado. El ómnibus, un enorme armadillo plateado, pareció surgir de la nada
Él asintió. Había sido hacía mucho tiempo, pero aún conservaba las a lo lejos, en la carretera. Él levantó su brazo. El vehículo se detuvo y
fugaces imágenes de ríos desbordados y chozas devoradas por el barro. abrió su puerta.
Sí, era imposible; aún en aquellos lugares casi vírgenes, intocados por la Un rápido beso y un abrazo.
mano del mayor depredador de la naturaleza. —Adiós.
—Entonces, todo se reduce a esto —concluyó—. Encontrarnos una —Adiós.
vez al mes en distintos lugares, año tras año. Estar juntos un par de días, No tenía ningún sentido decirse aquellas palabras, pero se habían
hacer el amor y traer la lluvia con nosotros. acostumbrado a hacerlo así.
Ella no respondió. Él permaneció en silencio. Era inútil discutir lo La mujer observó cómo el autobús se alejaba por la carretera.
inexplicable. Lo inevitable. Cuando hubo desaparecido en la distancia, levantó su rostro hacia el
Lentamente, la lluvia había ido cesando. Sabían que era la señal de cielo, todavía nublado.
la separación. Ahora podía sentirse culpable, como se permitía hacerlo de vez en
Sin hablar se bañaron, se vistieron y recogieron su escaso equipaje de cuando, pero ¿qué más podía hacer? Era una mujer extraña, con una
viajeros. Abandonaron la habitación y caminaron sin prisa hacia la vida extraña que no había elegido, pero no estaba preparada para afron-
carretera. Ya habían establecido de antemano la fecha y el lugar del pró- tarla sola.
ximo encuentro. Cerró los ojos y dejó su mente en blanco, concentrándose en una idea.
De pronto, él la besó con inesperada ansiedad. Ella se detuvo sor- No llegó a ver el relámpago, pero si oyó el ruido del trueno.
prendida por aquel súbito arranque de pasión. Lo miró sonriente, con
aquel fulgor picaresco nuevamente en la mirada. Pero él no sonreía y
ella percibió algo parecido al miedo en algún rincón de la mente del
hombre.
— ¿Y si alguna vez no pudiéramos encontrarnos? —dijo él— ¿Nunca
lo pensaste? Algún accidente. O si nos perdiéramos ... ¿Qué pasaría?
Ella hizo un gesto desconcertado.
— No lo sé. Nunca nos pasó. Siempre sabemos cómo encontrarnos.
Es parte del poder, supongo. De nuestro destino.
— ¿Pero y si alguna vez ocurriera? ¿Qué pasaría con nosotros? ¿Qué
pasaría con el mundo?
Ella sacudió la cabeza y su cabellera, espléndida, se agitó en el aire.
LAS ANCIANAS NO MUEREN
AL FINAL
Lucía Lorenzo

Sorpresiva y ya mustia, ah, la vejez, qué sorpresa. Balancea en la


mano la jarra y cae el líquido, jugo de la vecina, savia del árbol de la
vida de la vecina, cuatro años más joven, una niña todavía. Pasa un
trapo y piensa en qué decir acerca del jugo cuando llegue la hora de
agradecer. Sorpresa y balanceo, caída hacia delante y hacia la derecha, a
veces. Hola, llamamos de la comisión vecinal, estamos recogiendo fir-
mas para cortar aquellos árboles que estén levantando las veredas. ¿Qué
veredas? ¿Qué árboles? Las raíces están levantando algunas veredas y
queríamos. Mejor sentarse y ver televisión. Cierra los ojos y duerme la
siesta así, sentada frente al televisor en mute y un documental sobre los
pescadores o los peces de Cantabria. Sueña con su vecina, la mujer cua-
tro años más joven, haciendo alharaca de su juventud llamándola
Abuela. Cuando abre un ojo, saca el mute y escucha la voz densa, ronca,
algo afiebrada del hombre de los documentales. Explica técnicas de
pesca y es obediente cuando el camarógrafo se distrae enfocando duran-
te demasiado tiempo a las gaviotas, accede entonces a hablar sobre
gaviotas, tan hambrientas siempre, tan ávidas de presas y zigzagueantes;
y cómo vuelan. Siente que los ojos se le cierran poco a poco y que el
sueño regresa. El sonido del agua le trae una añoranza de ríos. Se intro-
duce con cortos pasos en la vida sin edad de las mujeres demasiado jóve-
nes todavía, y se sienta en el borde del río aquel, dispuesta a quedarse.
Más tarde, la vida concreta de las mujeres solas, ancianas, abuelas, mus-
tias y sorprendidas por lo tan mustio de todo, supera a la vida abstrac-
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ta de las mujeres sin edad y la arrastra por la corriente del agua cristali- abuela, rápido porque la tanda es corta y no quiere perderse el último
na hasta despertarla y comprobar que se orinó encima. Hola, soy yo, bloque de programa. Ella se queda mirándose los nudillos, tan salientes,
¿necesita algo, abuela? Ella llega y la acompaña al baño, revuelve antes tan arbolados y duros, se toca el cabello demasiado largo para su gusto
en los cajones y saca una bombacha, medias y una pollera. Lleva todo y apoya después la cara en el hueco de la mano. Se queda así, pensando
al baño y allí se retuercen en una lucha absurda, terminando después en el día, en todo lo que dura un día, ahora que no sirve para nada que
cansadas las dos, hartas ya de desgastarse, de agotarse por sólo un cam- dure. En ese momento siente el ruido de algo que cae y la cara se despe-
bio de bombacha. ¿Le gustó el jugo, abuela? Ella dice algo vago sobre el ga apenas de la mano y se detiene, fresca, en el aire. Se queda así, expec-
sabor de las frutas en otoño. Su vecina la mira y no dice nada. Muy rico, tante, pensando en el ruido, ese sonido. La cara gira hacia el pasillo que
dice después y su vecina asiente agradecida, orgullosa por algo tan inde- lleva a la cocina y se detiene, fresca, en el silencio absoluto de la casa.
finido como nimio. Siempre mirando documentales, dice y sin preguntar Mira y espera a que el cerebro ordene y el cuerpo ejecute. Pero ninguna
manotea el control remoto y cambia de canal. Ella la mira con un poco de las dos cosas sucede. Imagina a la vecina caída, golpeada, sangrante
de odio y recuerda enseguida la escena dantesca en el baño, la abigarra- en el piso de la cocina; a la vecina temblando en el suelo, pataleando aún
da lucha contra la gravedad y el tiempo. Vamos a ver algo más diverti- un poco, bajo el eco de una embolia cerebral o pulmonar. La cara vuel-
do, abuela. Y deja un talk—show. Se nota que tú sos de otra época, le ve al hueco de la mano y todos los pensamientos se desparraman hacia
dice ella, no irónica sino queriendo halagarla, retribuir en algo su esfuer- un costado, cayendo y rodando como objetos, mientras ella intenta pen-
zo. Pero la vecina no le contesta, está prendida al televisor, intentando sar. El cerebro recompone poco a poco y hace lugar para que imágenes
oír la pelea entre el marinero jovencito y la chica, casi una niña, dos vagas e imprecisas quepan ahora que ya terminan las propagandas. La
recién casados que ya se divorciaron y esgrimen sus razones ante el chica se pone de pie y muestra a la cámara su vientre de dos meses de
público. La chica le adjudica un amante en cada puerto y el marinero se embarazo y ella comprueba que es un vientre común, el vientre de una
limita a levantar los hombros y las cejas, mientras la señora que orques- muchacha, con o sin hijo adentro. El marinero hace un gesto adusto a la
ta el show señala el vientre de la chica para dar la noticia al público de demostración, se balancea en la silla y se tira hacia atrás, levantando un
un hijo en camino. Está embarazada, dice la vecina. ¿Qué? La chica, poco los brazos, bajándolos, colocándolos en los posabrazos, sonriente
encima, está embarazada. Seguro no es de él, agrega convencida. Ella y apenas malicioso, inexacto. Una mano sostiene la remera de la chica
piensa en los peces de Cantabria. Piensa en no ver documentales con ríos en alto durante un largo rato, cuando el plano se abre ella nota que la
y sonido de agua cuando esté durmiendo la siesta, no otra vez. Mira el mano no era de la chica sino de la mujer que conduce el show. La chica
perfil de su vecina, ansioso y expectante frente al drama pasional de los vuelve a sentarse en su silla y la cámara atrapa un cruce de miradas entre
jovencitos, convencida de que es cierto, de que todo lo que se ve en la ella y él. Una mujer grita desde las tribunas y otra arremete contra ella.
tele es cierto, y calcula la distancia que hay entre ambas, no de edad ya, Todas comienzan a pelear mientras la jovencita sonríe tímidamente. ¿De
sino la distancia verdadera, la que sólo se relaciona con caracteres y for- quién será el hijo? se descubre preguntándose ella. ¿De quién es el hijo?
mas de vida. Si a ella le hubiesen dicho diez años atrás que su más incon- pregunta la conductora casi al mismo tiempo, mirando no hacia la pare-
dicional ayuda iba a llegar de una mujer así, se hubiese reído mucho ja sino hacia la tribuna que clama, furiosa, contra la imposibilidad cien-
tiempo, hubiese negado con la cabeza y con las manos, aún sonriente. tífica de saber ya de quién es el hijo. Mío, mío, musita la niña en la silla
¿Le hago el tesito, abuela? Y allá va, sonora, cascabeleante, siempre cua- mientras soba su vientre y mira de reojo al presunto padre. Y ya la con-
tro años más joven, entrando ya a la cocina para preparar el té de la ductora corre olímpica hacia donde está el presunto padre y repite la
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pregunta, ofreciendo su micrófono para la pronta, casi automática, res- razones sobre qué, deja de saber si levita todavía o es que alguien está
puesta. Mío no, dice él y la tribuna reclama dividida, Tuyo, Tuyo, De aupándola, trasladándola mientras suda e insulta por lo bajo. Se debate
otro, De otro. Súbitamente recuerda a su vecina y pone el mute un ins- en definir eso, ¿levita o la trasladan?, y elige levitar, mucho más, un
tante para tratar de oír algo. Nada. Saca el mute y se concentra en el largo rato, porque sí, porque le gusta, y lo prefiere.
final de la escena. La conductora hace parar al hombre y lo lleva hacia
la tribuna, amaga entregarlo como a un paquete de comida a esas muje-
res famélicas. Él da dos pasos hacia atrás y mira alrededor. Ella, la niña,
mira un monitor que han colocado en el piso, se ve a sí misma y lo ve a
él, de frente, prevenido y fingiendo algo, ella al verlo se ríe, babea un
poco y mira hacia la tribuna, compara las dos imágenes, tan difícil de
creer que sean una. Pero ahora es a ella a quien sacan de la silla y empu-
jan, aun con sus dos meses de embarazo, obligándola a colocarse frente
a la tribuna que truena, enferma. ¡¿De quién es el hijo?! grita la con-
ductora. Y de la tribuna baja una, desde lo más alto rueda una que res-
bala, cae y se levanta, continúa hasta llegar al muchacho, golpear su
mejilla. La niña lo mira y él intenta sonreírle un poco. La conductora
hace un gesto a alguien para que saquen a la mujer que continúa mano-
teando y vociferando. Se la llevan y aún es posible escucharla gritar ¡Es
tuyo, cerdo, es tuyo! El muchacho ha dejado colgada una media sonrisa
en su cara y la niña lo mira somnolienta, algo cansada, ambos algo tris-
tes, mientras la conductora se seca el sudor de la frente antes de despe-
dirse y anunciar el tema del próximo programa. Pone el mute y gira la
cabeza hacia el pasillo. Anochece un poco adentro y del otro lado del
pasillo no se oye nada. Intenta pararse pero cae enseguida, pesada, sobre
el sillón. No era de él, piensa en decirle a su vecina, el bebé no era de él.
Razona sobre eso mientras mira la pantalla del televisor. Piensa un largo
rato hasta que se duerme un poco y sueña que levita, es liviana y levita
y al hacerlo se pregunta si será ella o si será otra, si es ella o si es otra,
mientras una voz del otro lado de la mampara —porque hay una mam-
para— va dictando siempre la misma frase Es ella, Es ella, Es ella. Y la
frase la confunde aún más. Pero levita y de pronto encuentra placer en
levitar, siente que podría trasladarse también así, como si flotara, y que
ya nadie tendría que entrar a su casa para cambiarle la bombacha o para
hacerle el té. Levita y enumera razones. Agrupa razones y deja de saber
LA FORMA DEL INFIERNO
Juan Rodríguez Laureano

Uno..., dos..., tres..., cuatro pasos desde que abre la última puerta del
pasillo hasta que se detiene. Se tomará un descanso en medio del corre-
dor. Si gira a la derecha se dirige hacia la puerta que está frente a la mía.
Puedo saber por el ruido de las llaves cuál de las dos abrirá. La llave de
mi puerta lo confunde, seguramente es parecida a la de otra puerta cual-
quiera de este edificio, que imagino enorme teniendo en cuenta al gran
montón de llaves que le cuelgan de la cintura, y que a modo de cencerro
van señalando hacia donde se mueve ese inmenso hombre parecido a
una vaca. Mientras se esfuerza, lanza, apenas perceptible, un mugido
que no llega a ser rezongo. Sin lugar a dudas, esta vez es para mí.
Siempre que está por entrar me asalta el mismo terror. ¿A qué le temo?
Le temo a lo que no conozco y a lo que sé que debiera recordar y mi
cabeza no puede contener, ni siquiera abarcar. No conozco el resto del
edificio porque cuando entré, seguramente estaba inconsciente, no
puedo recordar nada de lo que pasó antes. No puedo recordar siquiera
una imagen fuera de ese momento al que recurro sin querer, cuando sé
que va a venir el dolor. No puedo recordar con propiedad aunque sea
una atronadora imagen que me asalta desde lo olvidado. Sin embargo,
tengo que aferrarme, aunque sea inventado, a un terrible legado de lo
que pude ser en algún momento. En mi mente sólo tiene lugar una
inmensa llamarada que pareciera protegerme, yo, estoy en el medio de
esa llamarada, estoy en el medio de ningún lugar. Alrededor, sólo la
incandescencia de las llamas y dentro de mi pecho pegado al suelo, un
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profundo y doloroso vacío por no saber cuando terminará ese infierno. cantidad. No sé cuál será el último, solo quien pega lo sabe. Y ya viene
Nada más de lo que pueda aventurarme a decir que es recuerdo propio. uno, y duele, arde en la cara por el puntapié de un lado, y del otro por
Apenas puedo suponer el porqué de estar aquí. Antes de ahora nada, o la quemadura contra el piso forrado como las paredes por una lona
peor que eso: algo, caras que me azotan que preguntan y responden áspera y caliente. Y de la cara el dolor se transforma en ardor en el
cosas que no entiendo. fondo del pecho o del estómago. El cuerpo contrae cada músculo, las
Es insoportable, si pudiera recordar un lugar en particular, un árbol llamas queman por dentro y la vejiga se endurece cada vez más hasta
determinado, un perro, un almacén. Pero no puedo, cada vez que pien- que puedo sentir la tibieza de la orina contra mis piernas primero, en la
so en algo, luego no lo puedo retener. Todo se me disuelve en un humo cintura después, transformándose finalmente en un círculo alrededor
primordial, no puedo figurar espacios o situaciones y aunque sé que son de mi cuerpo, en una aureola que me protege. El hombre cuida de no
posibles, todas se me escapan al caos. Sé como son los árboles, los perros pisar el charco y se aleja, pero luego vuelve con más furia. He resuelto
y los almacenes, pero no sé como son los que conocí alguna vez. que me reconforta en algo esa tibieza en medio de cada castigo. Y otro,
Entonces no sé nada acerca del lugar en el que estoy y tampoco porqué otro, otro, y otro más. Con los ojos cerrados espero el siguiente, apre-
estoy en él. Sé que lo normal sería estar tomando mate en una plaza, afi- tando contra las encías latentes los pocos dientes que me quedan.
lando un cuchillo o pescando. Prefiero pescar o tomar mate. Puedo ele- Espero, hasta que escucho sus pasos, ya se va. Se va bufando de can-
gir dos características para las razones que me invento, o bien el dolor, sancio, sin voltear para ver el resultado de su trabajo, sin reír, sin insul-
o bien un pasatiempos y ambas son lo mismo; desesperación. Quizá una tar, fatalmente rutinario. Un hielo cruza de pared a pared toda la habi-
de las razones por las que estoy internado – internado, talvez estoy tación y se detiene sobre mí, cubriendo mi piel, apagando las llamas de
internado— es porque alguna vez fui peligroso para alguien. ¿En qué mi visión. Cuando se cierra la puerta, se ha parado el tiempo y empie-
estoy internado? ¿Soy aun peligroso? Eso piensan ellos, que soy una zo a esperar que regrese. Sé que quedaré solo nuevamente y el frío es
amenaza. ¿Cuántos son? Soy una amenaza y solo así se explica tanto porque comienza la espera. Puede que lo peor sea que no venga, que me
odio. Solo así se entiende esta tarea persistente de mantenerme con vida, deje solo con este infernal vacío en mi mente. Justo las doce. Hace no
de darme el alimento necesario para vivir, de dañarme lo necesario cui- mucho tiempo vino y me dijo que era su cumpleaños, que estaba can-
dando de que no muera, posibilitan en mí el terror de la duda y no me sado y preferiría haberse escapado de su casa hacia cualquier lugar. Me
dejan elegir la muerte. dijo también que le habían regalado un reloj, que ya tenía uno; era el
No puedo, cuando llegan uno tras otro los golpes, ubicarme en una segundo que le regalaba su suegra en dos años y eran idénticos. Vieja
situación extraña a ese dolor fatalmente presente. No puedo recordar puta —dijo a la vez que sacaba con gesto tierno o estúpido, lentamen-
algo y cobijarme en su familiaridad, en alguna cara, en alguna canción. te el animalito que apenas latía dentro del bolsillo de camisa. Lo puso
Las llamas son molestas, insoportables, y la necesidad de saber me endu- delante de mis ojos. Te lo regalo pero no lo dejes a la vista, dijo, y tam-
rece los músculos. No puedo acomodar mi cuerpo en el suelo, no hay bién dijo que yo lo iba a necesitar. ¿A la vista de quién más? No sabía
un lugar en el que duela menos, el dolor se infiltra dentro, no sé bien que en ese momento me regaló un pequeño escape de la fatalidad. Me
donde, y cobra vida apenas el hombre cruza el umbral. Y los golpes, uno dio la posibilidad de medirme dentro de cada golpe de las agujas, que
tras otro, cobran toda la magnitud que el hombre desea, vienen con minutos antes de dormirme crecía enormemente al punto de parecer
fuerza, con un deseo de lastimar que nunca recae en la rutina, siempre martillazos furiosos dados cerca de mis oídos. Desde la primera vez que
con ganas, a distinto espacio de tiempo uno de otro, nunca la misma seguí las agujas, comenzaron los momentos para mí, porque existo den-
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tro de los giros implacables, sin abandonar el temor a que se detengan fingida, de la misma manera podría haberlo hecho lentamente, hasta
junto conmigo. podría haberlo saboreado, pero ahora se me antojan las cosas y las
Tic. Tac. Tic. Tac. Justo las doce. El reloj se siente más nítido que hago. En algún momento he perdido el don de la sorpresa. Quisiera no
nunca, no son martilleos, es un golpe seco y delicado, puedo adivinar la hacerlo, debiera no hacerlo pero el interés por él es lo único que me hace
maquinaria en su perfección como si fuese un experto musical y ese sim- sentir un poco humano, y pregunto: ¿Pedro? El gordo, achica los ojos
ple ruido implicara a toda una banda. Minutos más, minutos menos y detrás de los anteojos como para ver mejor mi cara en la semioscuridad
está aquí, se va a parar frente a mi cama después de haber cerrado la de la pieza. Los ojos se pierden en un lejano puntito negro allá en el
puerta. No, nunca son minutos, apenas son segundos lo que demora fondo de la inmensa profundidad de los cristales. Espero. Algo va a decir
después del mediodía. Suele quedarse entre diez y veinte minutos. De hoy, estoy seguro. Porque hoy es lunes, pensó en mí estando en su casa,
hecho, la vez que se quedó más fueron veintiún minutos y trece o cator- el domingo pensó en mí, comiendo la comida rancia que dejaba sobrar
ce segundos, fue el récord. El reloj marca las únicas variantes en la vida del viernes a la noche. Seguramente vive con su familia, quizá tenga hijos
que hay dentro de este cuarto. En una oportunidad, sin dormirme, vi dar y le pregunten sobre el trabajo y en ese momento, mirando a los hijos,
tres vueltas a la aguja que marca las horas. Claro, el tiempo pasa vacío el gordo piensa en mí y sobre todo en Pedro. No hay caso— contesta y
y poco a poco, día a día, tengo menos de qué hablarle. Por otro lado, no se acomoda los anteojos que por efecto del sudor se le deslizan nariz
encuentra motivo para darme noticias. Creo que teme quedar en evi- abajo. No es suficiente, espero más, dejo que piense en los hijos. Solo
dencia, teme que yo pueda sospechar que todo se me termina, que no hace falta que diga, que confiese algo, aunque yo no entienda. Por lo
hay oportunidad de nada, teme traslucir en su mirada su propia incerti- menos no me tomaría los trabajos que me tomo. Por un momento sien-
dumbre en cuanto a lo que será de mi vida. Teme que pueda ordenar el to lástima tanto por él como por Pedro. ¿Cómo está? —al mismo tiem-
tiempo. En algún momento me trajeron, ¿no? No sé, he armado y des- po que pregunto le entrego el plato con gesto agradecido. Una cosa lleva
armado una historia tantas veces, es imposible salir de este infierno con a la otra y el gordo tiene ganas de hablar, siento por primera vez que
algo concreto. quiere contarme algo acerca de cómo piensa que sucederán las cosas.
Ya está acá. Entre la mole, la vaca, el rinoceronte, la plastilina huma- Está bien. No te preocupes. Está bien. No pienses en él —lo escucho
na con anteojos de alambre. Hoy tocó arroz con sardina, grated de sar- decir eso, y la sangre se me sube a la cabeza y quedo hirviendo, con los
dina, sardina molida, pisada, escupida, meada por los peruanitos que la músculos tensos y la furia que se sobrepone a la debilidad de mi cuerpo.
pescan la muelen la pisan, la escupen, la mean y la envasan. ¡Viva el Soy una piedra, una bestia, un verdugo. Salto. Uno, dos, tres, cuatro gol-
gordo que trajo sardina¡ — le grito. Me mira sonriendo, quizá tenién- pes secos. Cuatro chorros de sangre impulsan los trozos de cristal y me
dome algo de lástima, en una de esas festeja la ocurrencia. Le digo gordo inundan la boca y la cara. Cae gimiendo, tomándose la cara. ¿Que
porque me importa una mierda caerle bien. En algún momento intenté. hacés? ¡Mierda!— grita la bola de sebo y sangre desde el suelo. La cabe-
Pero el imbécil nunca cedió. Al menos todo sería diferente si me dieran za me late, la furia me quema por dentro y la sangre del gordo por fuera.
un día para morir. Creo que no hay nada más desesperante que esto. Arranco el montón de llaves del cinto de mi víctima. Voy a sacar a
Comé — pidió el gordo teta y yo quise que sonara una orden tajante, Pedro, hijo de puta, voy por Pedro, lo voy a sacar. La llave, sé cual es la
inadecuada a su pose de vaca mansa. —¿Qué tenés para contar?— pre- llave y abro la puerta tan rápido como ese estúpido nunca pudo. Abre,
gunta, queriendo parecer gracioso, yo pienso: Gordo puto. Tengo ham- abre, abre. Apenas piso el pasillo un aire helado me congela. Quedo
bre y no me interesa contestarle. Devoro todo el arroz con desesperación hecho una estatua en medio del pasillo. Todo gira en torno y tengo que
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hacer un gran esfuerzo para que mis piernas corran, pero no quieren. En
medio de un remolino estoy y no puedo moverme, voy por Pedro. No
DATOS DE LOS AUTORES
hay puerta de enfrente, no hay nada. Caigo poco a poco, sin entender,
por qué carajo a mí, por qué, no entiendo nada. Cuando por fin comien-
zo a moverme me doy cuenta de que no podré correr porque un peso
enorme me lo impide. El sudor frío me cubre todo el cuerpo. Sigo por el
corredor y no encuentro un punto, no encuentro nada. Y sigo aunque
parezca que no lo hago. Y cuando llego, por fin ante la única puerta que
se me aparece quiero caer. El infierno todo se abate sobre mí y sé que no
queda ningún gesto al azar. Estoy cumpliendo con la peor de las fatali-
dades. Mi mano gira la llave y luego empuja la puerta. Puedo sentir el
olor, puedo sentir los gemidos, un gusto agrio en la boca, un frío más
1er. PREMIO
frío que mi sudor me sube desde el culo hasta el cuello. Entro y miro la
pared. Quiero obviar ese despojo de carne que tiembla sobre el piso. Es
Juan Rodríguez Laureano (Melo, 1980) "La Forma del Infierno"
imposible soportarlo. Apenas logro mantenerme en pie mirando la aguja
Es estudiante de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación por la
del segundero que se despega lentamente de las otras dos, aparentemen-
Licenciatura en Letras. Trabaja en el ámbito editorial.
te clavadas en las doce, afiladas, como un puñal que recuerdo haber afi-
lado hace muchos años o recién ayer.
2do. PREMIO

Lucía Lorenzo (Montevideo, 1973) "Las ancianas no mueren al final"


Es licenciada en Comunicación. Obtuvo el primer premio en el concurso de
cuentos "Keep Walking", organizado por Johnnie Walker y diario El País. Obtuvo
una mención de honor en el concurso "Andar de Mujeres", organizado por
@mujer y Editorial Sudamericana. Publicó los cuentos "La tía tendrá su día" en
El País Cultural y "Un mundo moderno" en el Almanaque del BSE.

3er. PREMIO

Marcelo Rolandi (Montevideo, 1967) "Cayendo en un día soleado"


Publicó en la antologías: "Más vale nunca que tarde" (Banda Oriental,1989), par-
ticipó con los cuentos "La máscara" y "El exiliado") y "Diez de los noventa"
(Signos, 1991) con los cuentos "Joking cards" y "Starfighter" (este último en cola-
boración con claudio pastrana). Exguitarrista de la banda "Planeta Urbano", con
la cual editó el cd "Ríos" (Sondor, 2005).
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MENCIONES til Ed. Amauta (1991). Paticipación en talleres de Sylvia Lago y Jorge Arbeleche
y en el de Ana Magnabosco. 1992/93 Curso de lit. infantil y juvenil – Cátedra
Germán Aguirrezabala (Montevideo, 1966) "Strangers in the night" Juana de Ibarbourou. 1998/1999 - ciclo "La ciudad, los niños y los libros", char-
Es Ingeniero Naval (graduado en la Universidad de la República), casado, dos las en Bibliotecas Municipales de Montevideo.
hijos, trabaja en un astillero. "De niño, aprendí a no dejar de leer. Más tarde, des-
cubrí que los libros enseñan cosas que aún no se han escrito, y en el año 2003 María Inés Dorado (Montevideo, 1957) "Cadencia tropical"
(antes de nacer mi primer hijo) me animé a llenar con cuentos parte de ese En el 2003 y 2004 concurre al Taller de escritura "Emoticón" de Cecilia
vacío". Castiglioni y Cholo Gómez. En el 2005, Curso de Narración Oral "Caza Cuento"
de Niré Collazo. En el 2006, Taller de escritura creativa de Cholo Gómez y Taller
Julio Barrera (Montevideo, 1955) "Nobleza obliga" literario "Conectándome con mi historia personal" de Gabriela Onetto. En el
Residente en Maldonado, concurre al taller de Lauro Marauda. Publicaciones 2007, Taller de Narrativa de Ana Magnabosco. En publicaciones colectivas:
colectivas en "Pájaros en el Espejo" y "Voces en las Manos". "Cuentogotas V" (Mov. Abrace, 2004) y "Club Nudista – 7 escritores en busca de
un lector" (2005).
Virginia Brown (Montevideo, 1969) "Deyanira descalza"
Es escritora y animadora de lectura. Vive en Melo. Ha publicado un volumen de Isabel Gallo (Montevideo, 1961) "Comenzó con el sonido del avión"
cuentos propio: En Navidad, Cal y Canto (2004) y participado en dos antologí- Divorciada, una hija de 18 años. Estudiante de Letras(Opción Docencia) último
as: Thresholds, An Anthology of World Literature from the Heart of Texas, año. Redactora de sitios de Internet, correctora de Estilo (free lance). Talleres lite-
Pangloss Publishing (USA), 2003; La Mirada Escrita, Biblioteca Nacional, 2006. rarios:-2004, Taller de Washington Benavídez FHCE/2001-2003, Talleres del
En julio de 2007 se publicará su primer cuento para niños, Muchas princesas CCZN°5, de la Prof. Beatríz Rodríguez y el de la Prof. Beatriz Suárez de Baraccini.
(Alfaguara Infantil y Juvenil). Premios: Menciones de honor en el Concurso Eqqus 2005, en el Concurso de
AEDI, 2003 y en el 2ºConcurso de Cuentos Breves y Poemas (2004).
Leonardo de León (Minas, 1983) "Borges recuerda"
Profesor de Literatura. Es columnista de libros y opinión en Semanario Minuano Federico Leicht (Montevideo, 1974) "Adiós al Queguay"
y en la revista web Megafón (Bs. As.). Ha colaborado con las revistas Iscariote Empezó a ejercer el periodismo en México, en 1997, como coordinador de cultu-
(Maldonado), La Letra breve (San José), Paréntesis (Bolivia), y Luke (España). En el ra en la revista universitaria Rizoma. Allí colaboró con otras publicaciones como
año 2005 se le concedió el Tercer Premio en el Concurso Nacional de Cuento y Somos, Complot Internacional y Cinemanía. En 2000 regresó a Montevideo y
Poesìa "Durazno, corazón cultural de los Orientales". Reside en Minas desde que empezó a escribir en el semanario Brecha, en las áreas de política y sociedad, y
nació, donde convive con Estefanía, a quien define como el amor de su vida. en la revista Insomnia (Posdata). En 2003 conformó el equipo de investigación
de la revista Riesgopaís. Entre 2004 y 2006 trabajó como redactor en la produc-
Mónica Dendi (Montevideo, 1957) "Esta vez, sí" tora Trocadero, donde escribió las miniseries gráficas: Al Rescate del Graf Spee,
Publicaciones;: "Raíces y alas" (cuento). Primer premio adultos: Concurso Naufragios en costas uruguayas y Batallas que hicieron historia. También ha
"Parque de Vacaciones Ute-Antel" (2002); "Monedas de Libertad" (novela), Ed. escrito para otras varias publicaciones independientes del medio.
Mundo Afro (1998); "Misterio en el Museo" (novela infantil), primer premio Ed.
Amauta (1992); Premio Nacional de Literatura para niños y jóvenes, del MEC Marco Maidana (Buenos Aires, 1975) "Bajo la Piedra"
éditos 1992; "Excursión al arroyo y otros cuentos", mención esp. literatura infan- Ciudadano natural uruguayo, hijo de padre y madre oriental. "Resido en
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Montevideo desde los seis meses de vida, me crié en la Ciudad Vieja y luego viví una mención en un concurso de cuentos organizado por la Intendencia de
mucho tiempo en el Centro; actualmente vivo en el barrio Pocitos. Trabajo en Durazno. Hace dos años que concurre al taller literario que dirigen Cholo
una empresa en Zona América. Estudio profesorado de Idioma español en el Gómez y Adriana Pastorino.
I.P.A. No tengo obra publicada ni experiencia en talleres literarios o concursos,
aunque escribo seriamente desde hace mucho tiempo". Victoria Morón (Montevideo, 1944) "La mirada"
Profesora de Literatura egresada del I.P.A.Ha ejercido la docencia en E.
Mónica Marchesky (Salto, 1959) "Flores exóticas " Secundaria y en el I.P.A., y dictado ciclos de conferencias sobre autores de su
Poeta, ensayista y narradora. Ha publicado con A.E.D.I (Asociación de Escritores especialidad en la Alianza Francesa y en el Instituto Goethe. Actualmente es
del Interior): Liter Uruguay. Con sello aBrace: Letras en Movimiento, Círculo de docente de Literatura Griega en la Fundación María Tsakos.
Narrativa II, Cuentogotas VII. Un cuento gótico de se autoría fue publicado por
Constantí (Tarragona-España). Participó del festival de cuento breve de Toluca Enrique Pardo (Montevideo, 1936) "Malditos personajes"
(México) y dos de sus trabajos fueron publicados en una antología:"Los mil y un Comenzó a escribir con el tiempo que da el retiro y obtuvo un Segundo Premio
insomnios". Creadora el ciclo "Viviendo Cuentos". Colaboradora de las revistas en un Concurso organizado por el Centro para las Artes "Alegorías". Siguieron
"Internos" y "aBrace Cultura". Es animadora de talleres literarios y responsable del algunas enseñanzas de Carlos Ma. Dominguez, el taller del Comunal No. 5, el
taller de escritura creativa de Montevideo "Resonancias". Primer premio ensayo "En de Jorge Arbeleche y la paciencia de Tomás de Mattos y Rosario Payrou. En el
nombre de los pájaros" trabajo sobre Enrique Amorím y primer premio narrativa "El Concurso de la Asociación Uruguaya de Escritores sobre Cuentos de Estudiantes,
hombre musgo" menciones de honor en dramaturgia "Juguemos a la fantasía". Es tuvo otro Segundo Premio que fue editado en el libro con ese nombre. Fue ban-
Representante del Movimiento Cultural aBrace en Montevideo, coordinadora de cario hasta la huelga del pachecato y luego trabajó con artesanías.
"Espacio Mixtura" y miembro del "Grupo Surrealista del Río de la Plata."
Yéssica Pontet (Colonia, 1986) "Tupé"
Raquel Martínez Silva (Montevideo, 1937) "La trampa y el ratón" Nace en 1986 en el Dpto. de Colonia donde realiza estudios primarios y secun-
"Tengo 70 años, 6 hijos, empecé a escribir cuando me jubilé, estudié unos años darios. Actualmente reside entre Montevideo y el Dpto. de Rocha y cursa la
de arquitectura,nada de literatura. En 1999 saqué una mención de Lolita Rubial carrera de Medicina en la Universidad de la República.
en el concurso "Cuentos para nuestros nietos" de cuentos para niños. A fines del
2005 empecé en el taller de Juan Ramón Cabrera, y ahí estoy todavía". Mariela Rodríguez (Montevideo, 1959) "De Cuajo"
Publicaciones: Volumen de cuentos Más allá de los ojos (2006). Antologías:
Sylvia Mernies (Montevideo, 1969) "F de Florencia" Cuentogotas N° 3, 4 y 5 (2001-2004); Círculo de Narrativa 1 (2005); Voces en
Es Traductora Pública y Profesora de Inglés en Enseñanza Secundaria y en el las manos (2006). Publicaciones varias en periódicos. Premios y Menciones:
Colegio Mariano desde 1993. "F de Florencia" es el primer y único cuento que 1er. Premio en cuentos Ciudad de San José 2001, Mención de Honor AEDI
ha escrito hasta este momento. 2001, Mención de Honor ECQUS Y GRUPO ERATO 2002, 4 to. Premio en
cuentos AEDI 2003, Mención de Honor Poesía "50 aniversario KIYU"2004, 2º
Magdalena Miller (Montevideo, 1986) "El rebaño de Orestes" Premio cuentos Melvin Jones Club de Leones de Montevideo , 1era. Mención
Es estudiante de Periodismo en la Universidad Católica. Desde chica ya escribía de Honor –cuentos Club de Leones 2005, Mención de Honor Chile Poesía
poemas y algunos cuentos, aunque considera que a la mayoría de esos primeros Erótica 2006, Tercer lugar Poesía Salto-Uruguay 2006, 1er accésit Cuentos
tropiezos con las letras sería mejor perderlos que encontrarlos. En 2005 obtuvo Ciudad de San José Montevideo 2006, 1er premio ECQUS 2006, Medalla de
118 / P RIMER C ONCURSO N ACIONAL DE C UENTOS / P REMIO PACO E SPÍNOLA

ÍNDICE
Honor ECQUS 2006, 1er premio Cuentos CHADRY 2006, Mención de Honor ACTA DEL JURADO
AEDI cuentos 2007.
MENCIONES
Guillermo Silva Grucci (Montevideo, 1947) "El amor según B" AGUIRREZABALA,GERMÁN STRANGERS IN THE NIGHT
Docente y escritor. Ha colaborado con diversas publicaciones y revistas. 1er. BARRERA, JULIO NOBLEZA OBLIGA
Premio "Fundación BankBoston" en el certamen organizado por AUDE en 2002. BROWN, VIRGINIA DEYANIRA DESCALZA
Mención en el "XX Concurso Melvin Jones", Club de Leones, 2005. Obras de su DE LEÓN, LEONARDO BORGES RECUERDA
autoría figuran en "Cuentos de Estudiantes", Montevideo, 2003 y "Pequeños DENDI, MÓNICA ESTA VEZ, SÍ
Grandes Cuentos", Ed. Ábaco, Madrid, 2007. Coautor de "Rojo el 900. Delitos DORADO, MARÍA INÉS CADENCIA TROPICAL
GALLO, ISABEL COMENZÓ CON EL
Selectos", Fin de Siglo, 2007.
SONIDO DE UN AVIÓN
LEICHT, FEDERICO ADIÓS AL QUEGUAY
Carlos Daniel Tellechea (Montevideo, 1977) "Rapsodia sexta. Principalía de
MAIDANA, MARCO BAJO LA PIEDRA
Erecteo" MARCHESKY, MÓNICA FLORES EXÓTICAS
Ha estudiado Música y Literatura. "Rapsodia sexta", forma parte de una colec- MARTINEZ SILVA, RAQUEL LA TRAMPA Y EL RATON
ción de treinta cuentos, aún inédita. En ella se recorren varios estilos literarios. MERNIES, SYLVIA F DE FLORENCIA
La presente narración, muestra desde otra perspectiva un episodio de La Odisea, MILLER VICTORICA, MAGDALENA EL REBAÑO DE ORESTES
con una estética cercana a la de las traducciones de Luis Segalá y Estalella. MORÓN, VICTORIA LA MIRADA
PARDO, ENRIQUE MALDITOS PERSONAJES
Andrea Viera Gómez (Montevideo, 1976) "Nueve vidas" PONTET, JESSICA TUPÉ
Lic. en Psicología. Docente e investigadora en Psicolingüística de la UDELAR. RODRÍGUEZ, MARIELA DE CUAJO
Esta es mi primera publicación literaria, hasta el momento sólo había publicado SILVA, GUILLERMO EL AMOR SEGÚN B.
TELECHEA, CARLOS D. RAPSODIA SEXTA:
ensayos asociados con mi trabajo como investigadora en temas relacionados
PRINCIPALÍA DE ERECTEO
con la Psicolingüística y algún artículo periodístico en alguna revista.
VIERA, ANDREA NUEVE VIDAS

PREMIOS
TERCER PREMIO:
MARCELO PABLO ROLANDI CAYENDO EN UN DÍA
SOLEADO
SEGUNDO PREMIO:
LUCÍA LORENZO LAS ANCIANAS NO MUEREN
AL FINAL
PRIMER PREMIO:
JUAN RODRÍGUEZ LAUREANO LA FORMA DEL INFIERNO

DATOS BIOGRAFICOS D ELOS AUTORES

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