Agüimes, 04/07/07 Los más antiguos libros de la Biblia, aceptan perfectamente el concepto de un Dios guerrero y vengativo. No hay paz entre los vivos, ni entre los muertos. Estos, desde las tumbas, deben recordar a sus descendientes, que no hay paz sin venganza. En el origen de las religiones, se vislumbra claramente un sentido de temor. Temor a lo desconocido, temor al dios poderoso y vengativo, que se escondía tras los elementos naturales, para castigar al hombre que no lo honraba adecuadamente. De él venían, entonces, rayos, truenos, inundaciones, terremotos, sequías, enfermedades, plagas, etc. Todas las miserias sufridas por los pueblos, eran la expresión de la ira divina. Y, para evitar su castigo, se estaba dispuesto a los mayores sacrificios. Incluso al de los propios hijos. Aún cuando, visto con ojos actuales, resulte un tanto egoísta, eso de ofrecer a los hijos, para salvarse los padres. Pero, las reglas religiosas de entonces, no dejaban otra alternativa; considerando las estrictas reglamentaciones fijadas por el sacerdocio: erigido en traductor e intermediario de la voluntad divina. Los sacrificios rituales de personas, animales y plantas, estuvieron presentes en casi todas las religiones antiguas, siendo una parte importante del holocausto la cremación del objeto sacrificado. Se suponía que, al llegar los humos de la inmolación al cielo, aplacaban la ira del Altísimo. Todo cambia, todo avanza, todo se descompone, vive. Toda verdad, para ser efectiva, ha de adaptarse al nivel de conocimientos de quien la recibe. Al leer textos antiguos, debemos tener en cuenta, siempre, que las afirmaciones hechas hace miles, o cientos, de años, no tienen una traducción inmediata y equivalente en nuestro tiempo e idioma. Los conceptos varían su valor, con la acumulación de conocimientos. Así, no podemos caer en el frecuente error de establecer escalas de valores, por comparación con nuestros esquemas actuales. Elemental es, considerar que ninguna religión, al menos que conozcamos, nació como sistema cerrado. Todas han ido evolucionando, dando nuevo significado a verdades que dejaron, con el tiempo, de serlo. Así, las reglas de conducta tradicionales, no tienen por qué ser válidas siglos después. Actualmente, valoramos más la paz que la venganza. Las guerras de venganzas, no terminan nunca. Desde el principio de la Historia, sólo se acabarían con la extinción del contrario. Las mentes envenenadas por el tóxico de la venganza, sólo cesan cuando se extinguen. Quien es movido por el odio, contamina de odio cuanto toca. Creyendo, o haciendo creer, que esa es su misión divina. Si el odio surge de sentimientos religiosos enfrentados, se transmite de padres a hijos, junto con la creencia. Quien está imposibilitado de ver la realidad, por una ceguera selectiva, que le impide ver la bondad en el diferente, ese es el más ciego de los humanos. De cuerpo y alma. Convierte su enorme amor a los suyos, en monstruoso odio a los diferentes. El fanático no puede reconocer su error, está imposibilitado para ello. Ha sido enseñado a no dudar, a no pensar, a no interpretar, a cumplir las reglas que le fueron impuestas. Y aceptarlas. Victoria o derrota, producen lo mismo: son un acicate para seguir imponiendo su creencia. La fe, es la madre ciega del fanatismo. Sólo puede haber paz con raciocinio y los ojos bien abiertos. Emilio del Barco ,, emiliodelbarco@gmail.com ,,