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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

De los medios y los oficios


a las mediaciones y las
prácticas

Jesús Martín-Barbero

Entrevista
(realizada por Martha Elena Montoya; publicada en: Un
nuevo modelo de comunicación en América Latina, Conver-
saciones con nueve estudiosos de los medios y la cultura,
Rotativa Veracruz, México, 1992)

« (…) reubicar el objeto de estudio de la comunicación


más allá de los medios no significa en modo alguno
perder de vista el lugar que los medios ocupan en la
configuración cultural del mundo de hoy –en la
configuración tanto económica como política de nuestras
sociedades–, sino entender que en nuestras sociedades
latinoamericanas las experiencias cotidianas de
comunicación rebasan lo que los medios mismos hacen,
lo que influyen. En la medida en que en estos países la
comunicación socialmente más relevante no tiene su
único lugar en los medios, ella tiene que ser
comprendida en el espacio de la vida, de los mundos de
vida desde los cuales los medios son mirados, leídos,
escuchados. »
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¿Cómo se dio su planteamiento de que la comunicación


no se agota en los medios?

Podría comenzar retomando una reflexión hecha ya hace


bastantes años, en la que respondía una pregunta parecida:
el campo de los problemas de comunicación de América
Latina reveló muy pronto su imposibilidad de ser limitado y
constreñido a lo que permitía pensar una teoría que dejaba
por fuera las prácticas sociales de comunicación, esto es, los
espacios, los procesos y los actores de la comunicación.
Todos ellos rebasaban sin duda los medios para involucrar
espacios religiosos, prácticas políticas, mundos artísticos,
etcétera. No se trataba de sacar a los medios como objeto de
estudio, sino de redefinirlos; de redefinir ese objeto a partir
menos de la teoría que de las prácticas, esto es, a partir de la
vida cotidiana de la gente, de los mundos y modos de co-
municación, desde la casa hasta el barrio, la cantina, el
estadio, la plaza. La comunicación no se estancaba en los
medios.

Lo que estaba planteando era la necesidad de ubicar el


estudio de los medios mismos en las redes de comunicación
cotidiana de la gente, la inserción y la influencia de los
medios en el vivir, en el soñar y en el trabajar de la gente.
Sin duda esto suponía, como planteé también hace tiempo
en un artículo, olvidarnos del objeto para pensar los proce-
sos. Es indudable que si el único objeto de estudio de la

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comunicación son los medios nos queda muy difícil pensar


a los actores, los sujetos y los procesos.

Quiero dejar en claro, entonces, que reubicar el objeto de


estudio de la comunicación más allá de los medios no signi-
fica en modo alguno perder de vista el lugar que los medios
ocupan en la configuración cultural del mundo de hoy –en
la configuración tanto económica como política de nuestras
sociedades–, sino entender que en nuestras sociedades lati-
noamericanas las experiencias cotidianas de comunicación
rebasan lo que los medios mismos hacen, lo que influyen.
En la medida en que en estos países la comunicación so-
cialmente más relevante no tiene su único lugar en los
medios, ella tiene que ser comprendida en el espacio de la
vida, de los mundos de vida desde los cuales los medios son
mirados, leídos, escuchados.

Quizá la mejor manera de entender lo que he querido


plantear es mirar lo que sucede en nuestro país: en Colom-
bia, en estos últimos años, veíamos la imposibilidad de
comprender lo que hacen y representan los medios de co-
municación, en especial la televisión, sin referirlo a los
mundos de experiencia cotidiana, a la comunicación que
catalizan los medios y a los miedos de que se alimentan.
Pocos países en el mundo pueden mostrar una paradoja tan
flagrante: pocos países pueden presentar un desarrollo tan
grande, tan pujante, de las tecnologías de comunicación, de
los medios de comunicación, en especial de la radio y la
televisión; pero ese desarrollo pujante se encuentra acom-
pañado de un quiebre bien profundo de la convivencia, de
la comunicación entre las diversas comunidades que pue-
blan, que viven este país como nación. A eso es a lo que me
refiero. A esa paradoja de que los medios puedan desarro-
llarse mucho, mientras la comunicación pueda empobre-
cerse, destruirse, degradarse.

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Siguiendo con el ejemplo de Colombia, tenemos que re-


cordar lo que ha sucedido en las últimas campañas políti-
cas, en las que el verdadero espacio de la comunicación (las
plazas y las calles) se vio soslayado, desplazado por los
medios mismos, dada la violencia, dada la agresión de la
que fueron víctimas los candidatos. Si los medios absorbie-
ron la comunicación política en esas campañas, no fue por
el poder de los medios mismos, sino porque se hacía impo-
sible desplegar la comunicación en espacios abiertos dado
lo que el país vivía, lo que el país temía. ¿Cómo pensar
entonces que la única comunicación que merece ser estu-
diada es aquella que pasa por los medios, cuando sabemos
que lo que los medios hacen es sustituir, fagocitar la comu-
nicación porque en nuestras ciudades se hace imposible
vivirla en otras formas, con otros contenidos, otros signifi-
cados?

Sin embargo usted le atribuye a la comunicación un sitio


estratégico en las sociedades de hoy.

Cierto, por los procesos de comunicación pasan hoy al-


gunas de las claves, tanto de bloqueo como de los cambios
más importantes de nuestras sociedades. Las transforma-
ciones tecnológicas que tienen lugar en el ámbito de la
comunicación están reorganizando los procesos productivos
y comerciales, cambiando la forma misma de la administra-
ción estatal, transformando el modo de trabajar, de enseñar.
No sólo en el espacio de la producción industrial y de la
administración estatal, sino en el lugar mismo de la cultura.
Hoy experimentamos, cada vez con más fuerza, que los
logros y los fracasos de nuestros pueblos, en su lucha por
defender y construir sus identidades se hallan ligados a las
dinámicas y a los procesos de comunicación. Pero lo que
sabemos también es que hablar de comunicación hoy es

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hablar de muchas cosas. Porque si comunicación significa


por un lado modernización, esto es, renovación industrial,
transformación cultural, de alguna manera también signifi-
ca para muchos, aquello que es sinónimo de lo que nos
manipula culturalmente, nos destruye, nos engaña, de lo
que nos disuelve moralmente y nos desnacionaliza.

Lo importante es que desde el punto de vista de las trans-


formaciones industriales, y también desde el espacio de las
transformaciones culturales, la comunicación se ha vuelto
estratégica de tal manera que, según los pensadores de los
países centrales, la sociedad de fin de siglo no tendría sino
ese nombre: la sociedad de la comunicación y de la infor-
mación. Es decir, la comunicación llega a aparecer no sólo
como una dimensión fundamental de una nueva sociedad,
sino como su propio modelo, con todo lo que ello contiene
de ambigüedad, de desazón, de desconcierto.

Usted ha relacionado siempre los estudios de


comunicación con el interés por las culturas populares,
hasta llegar a considerar lo masivo como una forma de lo
popular. ¿Qué sentido tiene eso ahora?

En un primer momento, estudiar los procesos de comuni-


cación desde el ámbito de lo popular significó ante todo la
necesidad de desplazar la mirada desde arriba hacia abajo:
desde aquella visión que retenía sólo lo que los medios
masivos o los procesos masivos le hacían a la cultura culta,
a meter en el espacio de estudio lo que los medios y proce-
sos masivos tienen que ver con los mundos de las culturas
populares, es decir, con las culturas de las mayorías en
América Latina.

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Desde ahí, lo primero que se hacía visible era la imposibi-


lidad de seguir pensando los procesos masivos de comu-
nicación como meros procesos de divulgación, de vulgari-
zación y de degradación. Fue necesario entonces introducir
la perspectiva histórica, porque lo popular no podía ser
aprehendido en su conformación plural –pero, a su vez, en
su conformación subalterna, dominada– si no era abriéndo-
se a una perspectiva histórica para romper tanto con el
populismo como con la mirada arcaizante. Sólo la perspec-
tiva histórica podía librarnos de una visión nostálgica según
la cual es a un mundo de autenticidad popular al que lo
masivo llega a contaminar, a corromper. Pues lo que la
historia nos permite descubrir es que la configuración mis-
ma de lo que entendemos por “popular” se ha hallado
íntimamente ligada a eso que en el siglo XX se llama lo
“masivo”.

Al menos desde finales del siglo XVIII, lo que se llama


“cultura popular” ha estado mediado por procesos de co-
municación que han venido a unificar, a centralizar, a
masificar. Si desde el siglo XIX se va a llamar cultura popu-
lar a una cultura que es cada vez más fabricada para las
clases populares es porque a su vez esa nueva cultura –esa
cultura que llamamos “de masas”–, contenía, activaba
señas de identidad de las viejas culturas, claro está, defor-
mando, recuperando, resignificando esas reseñas de
identidad. Pero lo cierto es que ya será imposible pensar
una historia pura separada de las culturas populares y no
habrá más remedio que estudiar, a la vez, la forma en que
esas culturas se construyen y resisten; cómo se constituyen a
partir de las nuevas dinámicas culturales de la sociedad de
masas, a partir de las dinámicas industriales y a partir de los
nuevos modos que toma la hegemonía.

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Usted ha sido uno de los pioneros en América Latina en


plantear la necesidad de estudiar la actividad del
receptor. ¿En qué se asemeja su planteamiento o en qué
difiere de la teoría de “los usos y las gratificaciones” de
Mac Quail sobre la autonomía del receptor?

En mi reflexión y en mis investigaciones la recepción no


es sólo una etapa o un momento de la comunicación. Es
más bien un lugar desde el cual repensar el proceso entero
de la comunicación. Digamos, entonces, que la diferencia
fundamental con lo que ha venido planteando hace años la
teoría de “los usos y las gratificaciones”, es que ese tipo de
teorías miran la recepción como una etapa separada, sepa-
rable del proceso de la comunicación. Mientras que lo que
algunos en América Latina estamos pensando es que estu-
diar la recepción está exigiendo replantear el modelo mismo
con el que estudiamos y desde el que pensamos los modelos
de la comunicación.

Estudiar la recepción significa para nosotros el estallido


de aquel modelo mecánico en el cual lo que está en juego en
la comunicación son los emisores, receptores, canales, códi-
gos, señales, aparatos. Es decir, un modelo en el que no hay
actores ni intercambios. En el que la recepción no es sino la
etapa de llegada de una información o de una significación
que, cuando llega al receptor, ya está hecha, ya está dada.

Investigar la recepción representa, entonces, el estallido


de ese modelo de comunicación. Significa también el cues-
tionamiento de una epistemología conductista, que por más
que trate de ampliar el ámbito de decisión del receptor se-
guirá siempre constreñida por la visión de que la iniciativa
está invariablemente en el otro polo, en el emisor, y el re-
ceptor quedará condenado, por más iniciativa que se le
atribuya, a reaccionar al interior del ámbito de estímulos
que el mensaje y el código le permiten. Significa también la

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superación de la concepción pedagógica, iluminista, de la


acción a realizar sobre los receptores, casi siempre ligada a
una concepción del educar para corregir la mirada, para
proteger al receptor de las asechanzas, de las trampas que le
tienden los medios. En últimas, la nueva concepción impli-
ca superar la concepción moralista del receptor como
víctima de la manipulación, de las artimañas, de la conspi-
ración y, a su vez, el moralismo también que ve al receptor
como un individuo solo, aislado, replegado sobre el medio.

Nos encontramos entonces con que, de alguna manera, es


imposible entender lo que estamos planteando como inves-
tigación de recepción si no rompemos con la concepción,
con el modelo de comunicación, que venía a fragmentar el
estudio y establecía una especie de repartición de territorios.
Del estudio del emisor se encargaban la economía y la so-
ciología, el estudio del mensaje se le encomendaba a la
semiótica y del estudio del receptor se responsabilizaba a la
psicología. Esa tripartición, esa fragmentación, no es más
que el fondo positivista de aquel modelo de comunicación
que hace imposible pensar eso que entiendo como la comu-
nicación que desborda los medios, la comunicación desde la
cual actúan los medios y desde la cual la gente se relaciona
con los medios.

De ahí entonces que sea necesario vincular el estudio de


la recepción a otro tipo de modelo, a otro tipo de trama
teórica, de concepción general de los procesos mismos de la
comunicación. De esta manera, hablar del estudio de la
recepción es hablar de la anacronía, de los destiempos, de la
heterogeneidad de temporalidades entre los receptores y los
emisores, los mensajes y los medios, entre textos y contex-
tos. Heterogeneidad de temporalidades que viene marcada
por la heterogeneidad y la división de clases, de generacio-
nes y de sexos; pero también por lo que Williams llamaba
“la diversidad de formaciones culturales que conviven en

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una misma sociedad” las formaciones arcaicas, las forma-


ciones residuales, las formaciones emergentes.

Otra vez nos volvemos a encontrar con que es imposible


estudiar los procesos de recepción sin ubicarlos a su vez en
una perspectiva de historia cultural. También esta nueva
concepción de la recepción nos implica estudiar los conflic-
tos; el espacio de la recepción es un espacio de conflicto
entre lo hegemónico y lo subalterno, las modernidades y las
tradiciones, entre las imposiciones y las apropiaciones.
Cuando hablamos de recepción en este sentido, no estamos
hablando de una recepción individual, sino de la recepción
como fenómeno colectivo, de la sociedad de la recepción.
Esto implica empezar a pensar cómo nuestros países se han
ido apropiando de los medios, de los géneros, de los forma-
tos, de las narrativas. Porque parte de la recepción que
hacen los individuos se halla ligada profundamente a los
modos de recepción, a cómo los países se apropian de los
medios. Además, estudiar la recepción es estudiar la reor-
ganización que actualmente tiene lugar entre lo privado y lo
público; el nuevo trazado de los límites entre lo privado y lo
público. Incluso, el sentido que tiene actualmente la privati-
zación del espacio económico junto a la desprivatización
del espacio íntimo; y ello ligado, sin duda, a las nuevas
irrigaciones culturales que tienen lugar entre lo rural y lo
urbano, entre las vanguardias y lo kitsch, entre lo propio y
lo ajeno. Es decir, estudiar la recepción es estudiar este
nuevo mundo de fragmentaciones de los consumos y de los
públicos, esa liberación de las diferencias, esa transforma-
ción de las sensibilidades que encuentran un campo especial
en la reorganización de las relaciones entre lo privado y lo
público.

Estudiar la recepción es también estudiar un campo de


exclusiones, de desligitimaciones. En primer lugar, exclu-
sión y descalificación de los gustos populares que durante

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mucho tiempo fueron simplemente considerados como la


ausencia de gusto, o a lo sumo como mal gusto. Es también
plantear la exclusión y deslegitimación de las narrativas de
género frente a las narrativas de autor. Hasta hace poco
tiempo, todo aquello que no cayera dentro de los géneros y
sobre todo, dentro de los géneros incorporados a las indus-
trias culturales, no merecía la pena ser estudiado sino por
aquellos que se especializaban en ese campo. Otro espacio
de exclusión es la manera en que nuestra sociedad mira,
descalifica, deslegitima los modos vulgares del disfrute, es
decir, toda la carga de pasión y de ruido que los actores
populares incorporan a sus modos de recepción.

Finalmente, estudiar la recepción es estudiar una forma


de expresión de las demandas sociales, a través de los dife-
rentes modos de ver que se hacen presentes, demandas de
comunicación y de cultura que es necesario dar forma para
que cualquier tipo de política de comunicación deje de ser
una imposición estatal o una imposición de las élites y co-
menzar a ser una política democrática. No se trata sólo de
la democratización de los medios, sino también de tomar
conciencia del papel que los medios tienen en la democra-
cia, en la democratización de nuestras sociedades. Me
refiero a la reorganización de las relaciones entre el Estado
y el mercado, a la consideración del consumidor como
ciudadano, al nuevo sentido de los consumos culturales y,
por lo tanto, a la necesidad de incorporar las demandas de
la gente en el campo del qué hacer en el establecimiento de
las políticas culturales.

Usted está trabajando últimamente en una


reconceptualización de la técnica y ha dicho que la
tecnicidad es una parte fundamental del diseño de nuevas
prácticas y que más que artefactos se trata de

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“competencia del lenguaje”. ¿Cómo no confundir esto con


“el medio es el mensaje”?

Empecemos por decir que Mc Luhan fue pionero en re-


pensar la técnica, en luchar contra la vieja “escisión
occidental” que hizo de la técnica sinónimo de mero ins-
trumento, de mera exterioridad, de lo accidental y lo
accesorio. En ese sentido hay que reconocerle a Mc Luhan
el haber reubicado la problemática de la tecnología al inter-
ior mismo de la cultura, al asumir la tecnología como uno
de sus ingredientes más dinámicos. Pero en el pensamiento
de Mc Luhan la tecnología se convierte en las transforma-
ciones políticas, ideológicas, culturales, en el centro, en el
eje tanto del conocimiento como del poder.

Lo que estos últimos años se ha ido abriendo camino de-


ntro de los estudios de comunicación se apoya en el coraje
de Mc Luhan para replantear la función de la tecnología,
pero apunta en otra dirección. Esa nueva dirección podría
sintetizarse en lo siguiente: pensar que la comunicación se
define únicamente por lo que hacen las tecnologías es tan
deformador como pensar que las tecnologías, que los me-
dios, son algo exterior, accesorio a la comunicación. La
tecnicidad hace parte de las mediaciones perceptivas y dis-
cursivas de la comunicación. Se trata así de hacer frente a la
hegemonía de los saberes tecnológicos según la cual trans-
formar la sociedad equivaldría de ahora en adelante a
cambiar las tecnologías, los modos técnicos de hacer y de
organizar una información.

¿Cómo asumir ese nuevo espesor de las nuevas tecnologí-


as, sus modos transversales de presencia en la comunidad,
en la cotidianidad, desde el trabajo al juego, desde la ciencia
a la política? No como una especie de dato que vendría a
confirmar la centralidad del desarrollo tecnológico, esto es,

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a convertir el desarrollo tecnológico en el espacio en el que


se disuelven los conflictos sociales, en el que se diluyen los
problemas de desigualdad, los problemas de poder, sino
asumir ese espesor social y perceptivo como reto a la imagi-
nación, al conocimiento y a la investigación.

Este reto tiene que ver, sin duda, con el papel que la tec-
nología ha comenzado a tener en lo que se ha llamado la
segunda revolución industrial –esta que vivimos en la se-
gunda mitad del siglo XX, especialmente en el último tercio
del siglo–, en la cual el desarrollo tecnológico se halla más
profundamente ligado al mismo desarrollo científico.

Son las condiciones mismas del saber las que están cam-
biando. Y están transformándose, en buena medida, por los
nuevos modos de relación entre ciencia y tecnología, técni-
ca y diseño; incluso por los nuevos modos de relación entre
conocimiento y saber. Un saber que cada vez más es equi-
parado a la información, con una consecuencia notable y es
la inmediatez de los cambios en el conocimiento con los
cambios en la operación. Durante muchos siglos, los cam-
bios en el conocimiento tardaban bastante tiempo en
convertirse en operaciones, en transformarse en propuestas
directas de cambios en las costumbres, ya fuera en el traba-
jo, en la cultura, o en la educación. En los últimos años la
complejidad de relaciones entre ciencia y tecnología lleva a
que, en buena medida, las preguntas que desarrollan los
problemas tecnológicos sean las que vienen a fecundar y a
orientar el desarrollo científico.

Estos cambios en las condiciones del saber son los que de


alguna manera estamos tratando de pensar en lo que más
tiene que ver con nuestro campo, es decir, en la necesidad
de cambiar las preguntas para entender la relación interior
de la tecnología con los cambios de los modos de comuni-
carnos y con los cambios en los intercambios culturales.

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Porque si bien las tecnologías se han convertido en fetiches


y están en el origen de los nuevos mitos, también es cierto
que la tecnología es hoy el soporte de nuevos lenguajes,
tanto científicos como expresivos, estéticos e informativos.
Es la sensibilidad misma del ciudadano común la que se ve
afectada por unas tecnologías que antes no lo afectaban
totalmente, sino sólo en algunos lugares y cuando él se
relacionaba directamente con ellas.

Entonces, ¿cuál es el modo de operar de estas nuevas


tecnologías?

Su modo de operar es transversal. Nos tocan no sólo


cuando estamos expuestos a determinados tipos de apara-
tos, sino desde la educación hasta el trabajo, desde la casa
hasta el deporte; cualquiera de nuestras actividades se ve
atravesada por la necesidad de tener información y de darla,
por la necesidad de contar con ella, por una serie de moda-
lidades de presencia de la información que hace a esas
tecnologías ya no aparatos, ya no utensilios, sino modos,
modalidades de la relación misma: maneras de juntarse, de
reconocerse, de ponerse en común, o al revés, de diferen-
ciarse, de distinguirse, de excluirse.

Cuando Miguel de Moragas, hace años, comenzó a estu-


diar esta separación entre el ámbito de la información para
la toma de decisiones y el ámbito de la información ligado
solamente al entretenimiento, a la diversión; y cuando
Guisseppe Riqueri comenzó a trabajar con lo que él llama
“fragmentación cultural” –que pasa por la manera como las
tecnologías pesan y cargan las viejas divisiones sociales,
reorganizándolas en función de las nuevas segmentaciones
en los consumos de la información–, ellos nos están abrien-
do la pista para esta nueva perspectiva que estamos

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trabajando. Es decir, trabajar la relación tecnología-


comunicación no como la relación de un contenido a su
continente, de un significado a su significante, sino como la
presencia de nuevas modalidades, de redes a través de las
cuales es la percepción misma, la sensibilidad misma de la
gente la que está cambiando y es precisamente esa nueva
experiencia social la que estamos tratando de comprender a
través del concepto de tecnicidad.

Entre sus principales preocupaciones ha estado la


formación de comunicadores sociales. Usted es además
asesor de la Federación Latinoamericana de Facultades
de Comunicación Social (FELAFACS). Quiero hacerle dos
preguntas al respecto.
La primera, ¿qué deficiencias encuentra en la formación
de los comunicadores en América Latina? La segunda,
¿cómo conciliar las demandas del mercado profesional
con las demandas de la realidad latinoamericana frente a
este tipo de profesionales?

Pienso que muchas de las deficiencias, o si se quiere, de


las dificultades que atraviesan tanto los estudios de comuni-
cación como la formación de comunicadores en América
Latina se hallan ligadas al hecho de que éste, es sin duda,
un campo de estudios muy reciente. Y es nuevo no porque
las figuras profesionales que constituyen ese campo sean
nuevas en la sociedad, sino porque –no sólo en América
Latina sino en el mundo entero– es la figura misma y el
sentido del papel que debe cumplir el comunicador en la
sociedad lo que está rehaciéndose. Nuestras escuelas son
bien recientes. En Colombia se están celebrando los 25 años
de la facultad más antigua. Sabemos que esas escuelas na-
cieron con una orientación bastante diferente a lo que hoy
entendemos por formar comunicadores. Además parte de
los problemas que tienen que ver con la formación de un
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comunicador nacen de la crisis de la universidad; crisis que


se hace más notoria en un campo en el que los estudios no
se hallan configurados por una disciplina rectora, que sea
cohesionadora, sino que estos son en algún sentido una
amalgama de saberes sociales y humanísticos, con otros
saberes de tipo técnico, de habilidades, de adiestramiento. Y
esa amalgama no es fácil transformarla en síntesis, como
tampoco es sencillo modificarla en un proceso enteramente
coherente.

En este sentido, digo que las dificultades tienen que ver


con lo importante de los procesos que se hallan en juego en
los estudios de comunicación –su importancia social–, con
la aceleración de los cambios que afectan el ámbito de los
comunicadores y, a su vez, con lo reciente de unos estudios
que amalgaman saberes provenientes de disciplinas, de
campos muy diversos.

Y las dificultades y las deficiencias tienen que ver tam-


bién con la manera como las escuelas de comunicación han
intentado responder a los desafíos que provenían de sus
propias sociedades. Así, nos encontramos con que, mientras
ciertas escuelas han intentado responder a esos desafíos
concentrando la formación en un conjunto de saberes técni-
cos, de destrezas, de habilidades, dando prioridad a la
dimensión práctica (llamada profesional), a la dimensión
productiva; otras escuelas tendieron durante muchos años a
ponerse en una actitud de radicalidad crítica, casi funda-
mentalista, en la cual el comunicador se identificaba con
alguien llamado a denunciar, a cuestionar el papel de los
medios en la injusticia, en la reproducción de la división
social, en la continuación de la dominación, etcétera.

De hecho, yo diría que apenas estamos saliendo de esa


esquizofrenia que opuso de una manera fundamentalista las
concepciones teóricas a los saberes prácticos, una visión

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crítica de la sociedad al campo transformador de los me-


dios.

Diría, entonces, que las mayores deficiencias se hallan en


la dificultad de presentarle a los alumnos, no en términos
retóricos sino en términos cotidianos –tampoco en términos
de bellos currículums– una propuesta capaz de articular los
dos ejes de formación del comunicador: la capacidad de
convertir los espacios de estudio en espacios de formulación
de las demandas sociales de comunicación con la capacidad
de experimentación social. La idoneidad para realizar un
tipo de producción en los medios y fuera de ellos que no se
reduzca a replicar lo que los medios hacen, sino que saque
de las propuestas teóricas ingredientes de transformación,
de renovación, de alternativas en los modelos mismos de
programación y de producción para los medios.

Dicho en otras palabras, creo que las deficiencias tienen


que ver, en última instancia, con la capacidad de las escue-
las para realizar eso que en términos generales proclaman
no pocos currículums ya, y es la posibilidad de articular una
visión compleja, no esquemática, no dogmática, una visión
democrática de los procesos de comunicación a una capaci-
dad creativa, imaginativa, a una capacidad de experimen-
tar, de innovar en el terreno mismo de las prácticas de pro-
ducción.

Respecto a la segunda parte de su pregunta, sobre cómo


conciliar las demandas del mercado profesional con las de
la realidad latinoamericana y de la sociedad en su conjunto,
creo que esa posibilidad pasa por la capacidad que tengan
nuestras escuelas para mirar no sólo las figuras profesiona-
les que en este momento son legitimadas socialmente –es
decir, que sólo por aquellos desempeños profesionales que
aseguran, porque tienen identidad cultural y porque están
reconocidos en términos salariales–, sino por la capacidad

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de nuestras escuelas para saber lo que en esas figuras profe-


sionales se ha quedado viejo, aquello que si bien responde
al mercado no responde ya a lo que está pasando en nuestra
propia sociedad.

Dicho de otra manera, las propias figuras del periodista,


del publicista, del productor de televisión o radio se encuen-
tran desfasadas en la sociedad misma, porque no responden
ya a los cambios que se están produciendo en ésta. Enton-
ces no se trata de oponer las demandas de la sociedad a las
demandas del mercado, sino de ver cómo el mercado se ha
quedado atrás de lo que en la sociedad misma está pasando;
de tal manera que más allá de la oposición de intereses, lo
que está en juego para las escuelas es la posibilidad de des-
cubrir los cambios en las figuras, que aun cuando no hayan
sido legitimadas por el mercado, están siendo, de alguna
manera, legitimadas por los movimientos sociales, por las
dinámicas culturales, por los cambios en general –incluso
en las culturas empresariales–. Es decir, las escuelas no
pueden conformarse con formar comunicadores que res-
pondan a las demandas profesionales tal y como aparecen
en un momento dado en el mercado, ellas tienen que estar
atentas a las dinámicas de transformación de esas profesio-
nes, es decir, a aquellos movimientos y actores sociales que
inciden sobre su campo de trabajo, bien sea desde el ámbito
tecnológico o desde el político, el artístico y el estético.

Estamos hablando, por lo tanto, de la emergencia de figu-


ras profesionales nuevas que no son exteriores al mercado,
sino que son rebasadoras de los intereses y de las concep-
ciones que quizás el mercado profesional tiene sobre sí
mismo. ¿Y dónde hacer esa reflexión?, ¿desde dónde tomar
distancia respecto a las figuras normales y normalmente
legitimadas si no es en la universidad?

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Finalmente, quisiera plantear que esa pregunta nos con-


duce a la necesidad de que las escuelas tengan una
conciencia clara de que el campo de acción de los comuni-
cadores no se agota en los oficios; de que el campo de
trabajo es, a su vez, parte del mercado y parte de la socie-
dad. Y no se trata, por lo tanto, de oposiciones maniqueas,
sino de captar que la dinámica del campo en el cual se
muevan los comunicadores no se reduce a unos determina-
dos oficios, a unos determinados saberes, para un momento
específico. La escuela tiene que estar renovando los oficios,
pero necesita estar todavía más atenta a las transformacio-
nes que sufre ese campo de trabajo en cuanto espacio
cultural y político.

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