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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

De los intermediarios
a los mediadores

Jesús Martín-Barbero

Conferencia
(Seminario sobre Periodismo cultural, Colcultura,
1989; publicada en el Magazín Dominical de El Espectador
N. 323, junio de 1989, y luego en Pre-textos, Univalle,
Cali, 1995)

« (…) la cultura es el espacio de producción y recreación


del sentido de lo social, donde el orden y los desórdenes
sociales se vuelven significantes (…). El periodismo
trabaja esa dimensión significante de la cultura en la
medida en que luche contra la tendencia más extrema
de gheto y de repliegue que es hoy el encerramiento en
lo privado, la privatización de la vida disolviendo el
tejido colectivo, de la experiencia social, al desvalorizar
esa experiencia y confundirla con el ámbito de la
agresividad, la inseguridad y el anonimato. No sólo desde
la política, también desde la cultura puede activarse lo
que en el público hay de pueblo, esto es, de sentido
comunitario y solidario. »
2

Lo que experimentamos culturalmente como propio, en


términos nacionales o latinoamericanos, responde cada día
más a lo que la dinámica y la lógica de las comunicaciones
masivas nos hacen sentir como tal. Lo que está cambiando
no son únicamente los contenidos –perdidos o deformados–
de la identidad sino los modos mismos de percibir lo propio
y lo ajeno, lo nuestro y lo otro. Pero esto no es puro efecto
tecnológico, es decir, resultado de las transformaciones en
el aparato comunicacional, como tiende a afirmar el pen-
samiento instrumental, ni es deducible de la degradación
cultural que implica la mercantilización de la vida como
sostiene la crítica radical. Fascinados por las innovaciones
tecnológicas o aterrados por la desublimación de la cultura
olvidamos que la comunicación –sus mediaciones, sus di-
námicas– no han sido nunca exteriores al proceso cultural.
La comunicación es dimensión constitutiva de las culturas,
grandes y chicas, hegemónicas o subalternas. Comprender
las transformaciones culturales implica entonces dejar de
pensar la cultura como contenido de los medios y empezar a
pensarla como proceso regulado a un mismo tiempo por
dos lógicas: la de las formas –matrices– simbólicas y la de los
formatos industriales. Preguntarnos por lo que en la comuni-
cación colectiva hay de cultura implicará luchar contra la
razón dualista que nos impide comprender el doble movi-
miento que articula las demandas sociales y las dinámicas
culturales a las lógicas del mercado, a la vez que liga el
apego a unos formatos con las fidelidades a una memoria y
la pervivencia de unos géneros con la emergencia de nuevos
modos de percibir y de narrar, de ver y de tocar.

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Habituados a pensar la acción de los medios masivos en


términos de homogenización –como si ella fuera efecto de los
medios y no condición de funcionamiento del mercado
transnacional y por tanto de la vida social misma que ese
mercado alcanza a regular– se nos escapa lo que hace la
especificidad de la comunicación en nuestro tiempo, esto es,
su papel en la modernización: en el movimiento de seculariza-
ción de los mundos simbólicos y de fragmentación/
especialización de la producción cultural, que es el proceso
mediante el cual nuestras culturas, locales o nacionales, son
insertadas en el mercado mundial.

Mirar las relaciones comunicación/cultura desde lo plan-


teado significa que lo que pone en juego la intervención de
la política en ese campo no concierne solamente a la admi-
nistración de unas instituciones, a la distribución de unos
bienes o a la regulación de unas frecuencias, sino a la pro-
ducción misma del sentido en la sociedad y a los modos de
reconocimiento entre los ciudadanos. Ese es el desafío que la
cuestión cultural le plantea hoy a la política al haberse con-
vertido de residuo indigerible de los planes de desarrollo, en
clave de acceso a la comprensión de las dinámicas y los

1
Con ilustraciones de Juan Carlos Nicholls.
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bloques, de los decepcionantes resultados que han dejado


los “milagros” económicos y de lo mentiroso de las pasivi-
dades y las inercias atribuidas por los salvadores de turno a
las colectividades.

Crítica de los intermediarios

En materia de cultura, las políticas en este país han sido


mucho más implícitas que explícitas, han estado contenidas
no tanto en los documentos como en las prácticas de los
funcionarios públicos, y también en las de los investigadores
y los comunicadores. Habiendo tematizado lo referente a

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las instituciones y los investigadores en otro texto2 me refe-


riré aquí a la política que ha guiado el trabajo de los
comunicadores, en especial de los periodistas, y a los cam-
bios que se vislumbran en esa práctica.

Buena parte del periodismo cultural que tenemos “vive


de” la división entre creadores y consumidores, pues asume esa
división como un hecho, esto es, como si ella formara parte
de la “naturaleza de la cultura” y no de la división social y
la lógica del mercado. A partir de ese presupuesto, el perio-
dismo cultural define su función de intermediario, una
consistente en establecer relaciones entre creadores y públi-
cos; de ahí todo su esfuerzo por hacer accesibles las obras y
por elevar el nivel de comprensión de la gente. Objetivos
loables, sin duda, pero que ocultan lo que en ese proceso se
produce: el subrayado y refuerzo de la separación entre unos y
otros, y la conversión del periodista en oficiante de un culto:
¡aquel en que la gracia de la creación puede tocar a los po-
bres (mortales) consumidores! Sea vulgarizando las grandes
obras o elevando la “baja” capacidad de entendimiento de
las gentes del común, el periodista acaba siendo el protago-
nista, ya que es él quien da acceso y oficia los ritos de
iniciación. La mejor prueba de que ese periodismo abunda
(y “funciona”) es que la relación de sus lectores con las
obras sigue fiel a lo que ese periodismo propone: una rela-
ción no de uso, de apropiación y de goce, sino de reverencia y culto.
Al conservar como únicos criterios de validez la calidad en
lo erudito y la autenticidad en lo popular –y no la significa-
ción de las prácticas, los procesos de trabajo, las
materialidades del sentido y las sedimentaciones de saberes
que son las técnicas– ese periodismo escapa difícilmente a
la tentación formalista y a su trampa; nos acerca a unas
obras que sin embargo se cuida muy bien de mantener ale-
jadas, que el lector o espectador seguirá sintiendo lejanas.
2
“Por unas políticas de comunicación en la cultura”, en: Gaceta Nueva
Época, No.1, Colcultura Bogotá, abril 1989.

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La calculada “oscuridad” del discurso que da acceso al


sentido de las obras se encarga de mantener vivo su “secre-
to” y con él su alejamiento.

El intermediario se instala en la división social, y en lugar


de trabajar por disolver las barreras que mantienen y refuer-
zan las múltiples formas de separación y de exclusión
sociocultural, defiende su oficio: el de establecer una comu-
nicación que mantenga a cada cual en su posición, una
comunicación en la que los creadores no vayan a perder su
distancia y el público su pasividad. Porque, de lo contrario,
el que peligra es él. ¡Paradójico oficio de un “comunicador”
al que la lógica mercantil acaba convirtiendo en su mejor
cómplice al reducir su tarea a la de empaquetador de pro-
ductos culturales o lubricador de los circuitos del mercado!

Lugar y alcance de los mediadores

De donde parte el trabajo del mediador en la cultura es de


hacer explícita la relación entre diferencia cultural y des-
igualdad social: no de la reducción de la diferencia a
desigualdad, sino de la imposibilidad de pensarlas comple-
tamente por separado en nuestra sociedad. Ubicado ahí, el
periodista cultural descubre que la difusión de una obra o la
comprensión del sentido de una práctica no tiene como
únicos límites la densidad o complejidad del producto, sino
la situación de lectura y la imbricación en ella de “factores”
no puramente culturales. Asumir esta perspectiva no va en
modo alguno en detrimento de la especificidad del trabajo
cultural, es tan solo asumir que esa especificidad no está
hecha únicamente de diferencias formales sino también de
referencias a los mundos de vida y a los modos de uso. La espe-
cificidad de lo cultural no se pierde por implicar en la
comunicación la asimetría social que ella tiende a ocultar,
sino por identificar lo cultural con el espacio y el tiempo de
lo “noticiable”, vaciándolo de espesor para hacerlo consu-

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mible inocuamente, masticable como chicle, sin necesidad


de asimilación. A diferencia del intermediario en la cultura,
el mediador se sabe socialmente necesario pero cultural-
mente problemático, en un oficio ambiguo y hasta contra-
dictorio: ¡trabajar por la abolición de las fronteras y las
exclusiones es quitarle piso a su propio oficio!, ¡buscar la
participación de las mayorías en la cultura es acrecentar el
número de los productores más que de los consumidores...
de sus propios productos!

Esta reubicación del oficio del comunicador en el campo


cultural tiene algunas consecuencias o implicaciones que
traslucen el cambio que se está operando en el ámbito gene-
ral de las políticas culturales. El primero afecta a lo que se
entiende por cultura en términos de contenido de la informa-
ción. Me refiero a la ampliación de la idea misma de cultura
con que se trabaja, a su descentramiento –pues la cultura no
tiene ni responde a un centro– y a su desterritorialización –
pues no tiene ningún terreno “naturalmente” propio–. Esa
doble operación se hace visible en un periodismo cuyo
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horizonte informativo ya no son sólo las obras sino también


las prácticas y las experiencias, pues en las actuales trans-
formaciones culturales, lo que en verdad “está aconte-
ciendo” en ese campo está más cerca de la precariedad y la
plasticidad de la experiencia que de la estabilidad y la fijeza
de las obras. De otra parte, el espacio de la cultura empieza
a dejar de identificarse con lo literario (las humanidades y
las artes) y a incluir la producción científica y la trama tec-
nológica. Inclusión cada día más necesaria para hacer frente
a la creciente autonomización de la esfera científica y tecno-
lógica, cuya desconexión del ámbito de la cultura está
incidiendo en la pérdida de capacidad social para definir las
opciones en ese terreno. La redefinición afectará también a
lo tenido culturalmente por popular, desfolklorizándolo y
dando entrada a la pluralidad y ambigüedad de lo urbano, a
la revoltura de pueblo y masa en la ciudad, a las deforma-
ciones y apropiaciones polimorfas de que están hechas las
prácticas y las expresiones urbanas.

El segundo tipo de cambios se sitúa del otro lado: en la


cultura como actividad de apropiación, esto es, en la posibili-
dad de una información cultural que active en la gente tanto
su capacidad de análisis como de fruición. Lo que implica
una transformación del discurso de la información, es decir,
una “política de lenguaje” que, en consonancia con las
nuevas políticas culturales, haga posible valorar las deman-
das y competencias de las mayorías sin caer en el populismo
de las recetas o en el facilismo de las vulgarizaciones; que
haga posible asumir la especificidad y complejidad de lo
cultural sin hacer de la jerga la clave de ese periodismo; que
haga posible una información que despierte el interés de la
gente sin caer en un discurso academicista y paternalista.
Un periodismo actuante, que estimule y aliente la apropia-
ción del “mundo” cultural de parte del lector, del oyente,
del espectador, que active su capacidad de desciframiento y
comprensión, estará al mismo tiempo alentando la competen-

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cia creativa, sus ganas y su capacidad de hacer cultura, estará


ayudando a borrar la distancia entre creadores y consumi-
dores.

Finalmente, los cambios operados hacen de la cultura un


espacio fundamental de reconocimiento del otro, de los otros.
Pues toda identidad y todo sujeto social se construyen en la
relación, y no hay afirmación de lo propio sin reconoci-
miento de lo diferente. La información cultural pasa a ser
entonces un campo clave en la lucha contra todo gheto,
contra toda secta, ya se deban ellos al ensimismamiento
narcisista o al repliegue provinciano. Y al abrir al recono-
cimiento de lo que producen o gustan los otros –tanto las
mayorías como las minorías, tanto en lo erudito como en lo
popular y lo masivo– el periodismo cultural está poniendo
este país a comunicar, está creando condiciones y fortale-
ciendo los procesos de democratización. Pues la cultura es
el espacio de producción y recreación del sentido de lo
social, donde el orden y los desórdenes sociales se vuelven
significantes –que es a lo que aluden expresiones como la
tan frecuente y ambigua “cultura de la violencia”–. El pe-
riodismo trabaja esa dimensión significante de la cultura en
la medida en que luche contra la tendencia más extrema de
gheto y de repliegue que es hoy el encerramiento en lo pri-
vado, la privatización de la vida disolviendo el tejido
colectivo, de la experiencia social, al desvalorizar esa expe-
riencia y confundirla con el ámbito de la agresividad, la
inseguridad y el anonimato. No sólo desde la política, tam-
bién desde la cultura puede activarse lo que en el público hay
de pueblo, esto es, de sentido comunitario y solidario.

Bogotá, abril de 1989.

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