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Calamo currente
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PRIMERA PARTE
John Barth
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Sociedad Argentina de Escritores.
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-Boludos viejos...
-Sí, boludos viejos que no saben qué hacer con su vida.
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-No, ¿por?
-¿Qué corno es, borregar, o lo que carajo dijo?
Pearson apenas si reprimió una risa que no por
sutil (ya que fue un simple soplido por la nariz) resultó
menos irónica. Luego respondió:
-Podrías preguntar de un modo menos insolente, pero
igual no importa. La próxima vez traete el diccionario y
listo. –Encendió otro cigarrillo, y paladeó tranquila-
mente el jerez, poniendo luego la copa entre ojos y lám-
para para apreciar visualmente el precioso licor, como
corresponde al buen sibarita.
-La verdad, me encanta hablar con usted, de cualquier
manera. Creo que si dejara de tomarse todo como un a-
taque personal, su relación con el prójimo podría cam-
biar en forma más que positiva.
-No tomo nada en forma personal. Pasa que no me
gustan los superados, de ningún orden.
-Eso de ser superado, supongo que se refiere a quienes
ponen una máscara de suficiencia para ocultar debili-
dades y complejos, ¿no es así?
-¿Vas a seguir pidiéndome definiciones?
-No, digo porque esa acepción no está en el diccionario;
y usted es muy purista en este sentido, así que cuando
se sale de libreto no sé muy bien de dónde agarrarme.
-Así me gusta. Que te fijés muy bien adónde estás pi-
sando. Es la única manera de mantener una conversa-
ción mínimamente digna.
-Claro, si depende de mí que esto no se convierta en un
monólogo emocionalmente patético y formalmente in-
maculado... no sea perro viejo, Pearson, deje de alar-
marse frente a cualquier macho joven que se atreve a
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-A ver, analicémoslo.
-Bueno, ya no recuerdo cómo lo dije, pero más allá de
su observación formal, me pareció bastante adecuado,
al menos en términos estéticos. De todos modos la idea
era clara, ¿no?
-Creo que interpreté que el alma descarnada no puede
enfrentar el juicio de Anubis con apenas unos esbozos
de lo que debería ser una vida plena en términos evolu-
tivos, ¿es eso?
-Exactamente, yo no podría haberlo explicado mejor.
Por lo visto es bueno, usted, en esto de interpretar. No
ha llegado adonde llegó de chapucero, eso es obvio.
-¿Ésta es la forma en que encontrás inspiración?
-¿A qué se refiere?
-Te pregunto si hallás inspiración inhalando tóxicos.
-No lo creo. Seguramente hallo estímulo, sí; la inspira-
ción va por otro lado, según me parece. Ahora, no va a
caer en el prejuicio de suponer que la droga crea ta-
lento. A lo sumo es un catalizador más, un agente mo-
tivador. O sea, consumir mucho fósforo, magnesio o
sustancias como ésas puede dar una mayor capacidad
para la ejecución material de una obra, mas de ningún
modo la haría más inspirada o bella. Eso está en uno.
Quiero decir, usted no podría ir y ganar un torneo de
Serie Master de tenis nada más que por dóping. Es
preciso que sea un gran jugador, primero. La droga no
pone capacidades donde no las hay. Es más, a veces
hasta puede entorpecerlas. Recuerde la anécdota aque-
lla de Louis Aragón... una vez, cuando explicaba la
metodología del automatismo psíquico, alguien le dijo
que entonces cualquiera podía ser surrealista , a lo que
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-No voy a discutir con vos cuál vida es real y cuál no, y
mucho menos la pertinencia de tus comparaciones.
-Vamos, no doble las rodillas, maestro. Todavía es ca-
paz de algunas embestidas más.
-Por cierto, no hace falta que la jugués de motivador.
Pero volviendo al tema, de algún modo mis ideas han
cobrado una forma de existencia que perdurará mucho
más allá de mi muerte, y también de la tuya; cosa que a
menos que empieces a hacer algo en tal sentido, me
garantiza una permanencia en el mundo real mucho
mayor. A no ser que pienses que conservar tu miembro
es más importante que trascender en un nivel más
perespiritualizado, por así decir.
-Es notable cómo esa especie de orgullo egotista lo lle-
va a reivindicar en tal forma un albur semejante. Aquí
yace el gran Pearson, cuyo fallecimiento ha sido frau-
dulentamente antedatado sólo a resultas de su propia
vanidad. No me diga que no le estoy sugiriendo un
buen epitafio; es más, ya podría ir encargando uno de
bronce, para colocar en la puerta de esta bóveda.
-Te estás pasando de la raya...
-Hablando de eso, ¿quiere otra?
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-Ah, sí, sí, ya. Ahora tengo que contarle la historia que
a su vez me contó ese tipo que se hacía llamar Sa-
lomón. Cuando le manifesté mis dudas se sonrió con
suficiencia, y me dijo que tenía pruebas objetivas que
podían demostrar su aserto, aunque en cierta forma, le
ofendía un tanto que no aceptara su palabra de caba-
llero. Entonces me excusé, más que nada por no perder
el providencial salvoconducto que parecía haber halla-
do, y le aclaré que en modo alguno ponía en duda su
palabra, que lo que sucedía era que no había entendido
cómo podía llegar a acreditarse una filiación tan remo-
ta, y que si él decía tener pruebas objetivas, pues bien,
no era necesario que me las mostrase.
-¿No fue eso un poco pusilánime de tu parte?
-Claro, usted lo dice porque está acá cómodamente sen-
tado, calentándose las tripas con un jerez de puta ma-
dre, sabiendo que lo más azaroso que puede pasarle es
que el cajero automático de planta baja le diga que está
momentáneamente fuera de servicio. Lo quiero ver en
la situación en la que estaba yo, a ver si se hacía el
gallito. Fíjese que a pesar de esa actitud, acerca de cuya
gallardía acaba de sentar duda, Salomón me dijo que
precisamente esa reliquia que demostraba su ascenden-
cia real era el motivo por el que estaba allí, habiendo
entrado y tratando de salir de Chile en forma clandes-
tina. Y prosiguió, sin necesidad de requerimiento algu-
no de mi parte: La reliquia de la que hablo, no sola-
mente demuestra mi ascendencia real -por cuanto ha
pasado de generación en generación, y cada uno de los
herederos dejó consignada su identidad-, sino que tam-
bién comprueba que el Faraón Tutankamón fue asesi-
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-Ojo con este viejo, que es mucho más puerco que sus
propios personajes, y eso no es decir poco. -A Pearson
le molestó muchísimo más el calificativo de viejo que
el de puerco, por supuesto. Por su parte, Fátima sonrió,
e invitó a Gerry a no ser desfachatado con el ilustre au-
tor que los honraba con su visita.
-Probablemente sea un ilustre y hasta un gran autor, lo
que no lo hace menos viejo puerco –insistió Gerry. Si
bien mantenía la misma impronta descarada que había
observado desde el momento en el que se habían cono-
cido, el contexto llevó a Pearson a pensar que en reali-
dad ahora lo hacía en función de motivaciones atinentes
a los celos; cosa que no explicaba el porqué los había
presentado, si así era. Mas los asuntos sentimentales,
puestos a interactuar con mecanismos de orden racio-
nal, inevitablemente generan interrelaciones tan caóti-
cas que hacen imprevisible toda eventual resolución.
-Parece que se ha tomado confianza rápidamente, este
bribón –observó Fátima, mientras hacía unas rápidas
caricias agitando la mano sobre el pelo de Gerry, en
una actitud que automática e involuntariamente Pearson
sopesó, tratando de dilucidar si correspondía a tropis-
mos instintivos de índole maternal o sexuales, a secas.
Luego de este rápido e infructuoso análisis, acordó:
-Es un muchacho básicamente imprudente. Su lengua
debería darle oportunidad al cerebro de funcionar antes,
alguna vez. En fin, celebro haberlo tolerado, pues de o-
tro modo me hubiese perdido la oportunidad de cono-
cerla a usted.
-Eh, Pearson, pare de avanzar. No hace un par de mi-
nutos que se conocen y ya está tirando toda esa melaza
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SEGUNDA PARTE
Gregory Bateson
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-Oh, por favor... no hace falta que diga cosas como ésa.
Seguramente tendrá oportunidad de tomar café con per-
sonas más interesantes que yo. Simplemente debe salir
a la calle e invitar al primero que se le cruce.
-Está bien, no voy a discutir eso con usted. Solamente
me gustaría remarcar que esa modestia es un indicador
más de su excelencia como artista. Detesto a esos tipe-
jos pedantes que escriben dos o tres paparruchadas y
luego andan por ahí dándose aires.
-Yo también los detesto, pero no estoy muy seguro de
no ser yo mismo uno de ellos.
-Puede estar bien seguro de que no lo es. Basta con leer
un par de novelas suyas para advertir que está fuera de
esa clase. Eso resulta evidente incluso para un lector
mediocre como yo.
Pearson regresó cargando una bandeja con dos
tazas humeantes, la azucarera y un cenicero limpio.
-No creo, sin embargo, que haya venido a verme para
hablar de literatura, ¿o sí?
-Oh, no, jamás incurriría en semejante falta de ubicui-
dad. ¿A poco cree que soy tan osado como para preten-
der presentarme ante usted para hablar de literatura?
¿Un lego como yo?
-Bueno, en todo caso, no me parece tan osado. No suelo
elegir a mis interlocutores en orden a sus méritos aca-
démicos, o intelectuales, a secas –aseveró, al tiempo
que advertía la flagrante falacia que tal juicio conlleva-
ba. Como venían las cosas, tal vez ésa fuera a ser la pri-
mera de una larga retahíla de patrañas; y menos ino-
cuas, con toda seguridad.
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-¿Cómo está?
-Y, ahora se durmió. Dice que le duele mucho la cabe-
za, que seguramente el ladrón la intoxicó de algún mo-
do.
-¿Quiere decir que se trata de alguien a quien ella dejó
ingresar voluntariamente?
-¡Pero no, hombre! ¿De dónde saca semejante cosa?
Supone que insufló un gas, o algo así. Si es quien dice
ella que es, seguramente tiene acceso a substancias cu-
yos efectos desconocemos en lo absoluto. No solamente
nosotros, los peritos de la policía también.
-¿De qué clase de cosas estamos hablando? O mejor,
decime quién es el que se supone que maneja esas po-
sibilidades tan extravagantes.
-Ya debería haberlo adivinado. Se trata del mismísimo
Salomón.
-¿Acaso no me has dicho que lo mató?
-Sí, eso le he dicho porque eso es lo que hemos creído;
hasta hoy, claro.
-A veces tengo la impresión de que están burlándose de
mí –dijo Pearson, desconcertado.
-Es lógico. Ya se lo he dicho, tiene el ego tan inflado
que supone que el universo gira en torno suyo. Ahí en
la habitación está postrada, física y anímicamente, una
mujer a la que han robado una reliquia que costó la vida
a su padre y que a punto estuvo de cobrarse la de ella
también. Aquí, yo sufriendo por ella, porque la quiero
como a mi finada madre. Y el gran Pearson, muy ufano,
pretendiendo que estamos confabulando para burlarnos
de él... –terminó de decir, meneando la cabeza, mien-
tras se servía una copa.
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-No lo creo.
-Pues sí, tiene lógica. Si piensan que anda detrás de e-
llos, darán por descontado que éste es el mejor lugar
para el acecho.
-Qué ironía. Lo primero que le conté de mí mismo a es-
ta gentuza fue un incidente de caza de mi infancia. Y a-
hora estamos hablando en estos términos –Juárez lo mi-
ró entonces con los ojos bien abiertos, como no enten-
diendo, como no abarcando mentalmente la profundi-
dad de una digresión semejante, en instancias en las que
evaluaba la azarosa situación en la que el destino, en
concurrencia con su larga lengua alcoholizada, lo ha-
bían colocado. –Pero bueno, hombre, no se desespere,
no se preocupe tanto. ¡Me va a hacer sentir culpable!
-No, ya sé que no es para tanto, pero he visto tantas co-
sas, ya. Figúrese que esos tipos, que boletearon a uno y
lo arrojaron al Riachuelo (y quién sabe a cuántos más
pueden haber boleteado, ¿no?...) no tendrían muchos
inconvenientes en tirar un par más. Sobre todo si ven
que la mano se les pone fea. Aparte, ya le dije, el cuida-
do es más que nada por los que puedan trabajar en com-
plicidad con ellos y uno no conoce.
-Lo entiendo perfectamente, y me excuso en la razón de
que no fui yo quien inició este diálogo. Por eso le digo,
si no quiere, no diga más nada. No soy tan necio ni tan
ingrato como para presionar a una persona que me ha a-
yudado. Quédese tranquilo, Juárez, le aseguro que se-
gún yo lo veo, esos miserables deben estar bien escon-
didos; no creo que tengan muchas ganas de hacerse ver,
sería pésimo en términos de estrategia. Y por otra parte,
véalo de este modo: si ya nos vieron acá, sentados, dia-
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-Ahá.
-Se subieron a un auto importado, un Toyota azul oscu-
ro, creo... metalizado, vio, y salieron como para la Pa-
namericana.
-Al menos eso era cierto.
-¿Qué cosa?
-Lo del Toyota, pero no me haga caso. Yo me entiendo.
-No me vieron, y si me hubieran visto, capaz ni me co-
nocían. Pero mejor que no me vieron, sino creo que no
le estaría contando nada. Sobre todo porque venía con
el Eric.
-Por supuesto, claro que sí. Pero no lo vieron.
-No. Venían muy concentrados en su conversación, y
yo caminé para el lado que me tapaba el ligustro.
-¿Y por qué se ocultó?
-El hombre es un asesino. Al menos eso creía, hasta que
usted me lo confirmó. No tenía ningún interés en que
supiera que había visto adónde paraba. Uno nunca sabe.
Y menos viniendo con el pibe.
-Sí, fue muy prudente.
-Es una casaquinta de ladrillo a la vista, con tejas ne-
gras, en Idiart al fondo, justo donde termina el asfalto.
-Idiart, eh.
-¿Qué pasa? ¿Le dice algo?
-Sí, quizá otra coincidencia. Pero no importa, hombre.
Ya no es su problema. Ha dejado de tener problemas.
Yo desaparezco de su vida, a no ser que las cosas sal-
gan del todo bien y pueda venir a beber unos tragos con
usted sin comprometerlo. Olvidaré que he estado aquí y
seré una tumba. Una tumba que antes de cerrarse abrirá
otras tres.
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