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Sobre cine

Entrevista con Gilles Deleuze

Cien años de cine..., y esta es la primera vez que un filósofo se propone enunciar
los conceptos propios del cine. ¿Cómo interpretar esta ceguera de la reflexión
filosófica?

– Es cierto que los filósofos se han ocupado muy poco del cine, y eso los que han
llegado a hacerlo. Sin embargo, se da una coincidencia. En el mismo momento de
aparición del cine, la filosofía se esfuerza en pensar el movimiento. Pero puede que esta
misma sea la causa de que la filosofía no reconozca la importancia del cine: está
demasiado ocupada en realizar por cuenta propia una labor análoga a la del cine, quiere
introducir el movimiento en el pensamiento, como el cine lo introduce en la imagen.
Más que de una posibilidad de encuentro, se trata de dos investigaciones
independientes. A pesar de todo, los críticos cinematográficos, al menos los mejores, se
convierten en filósofos desde el momento en que proponen una estética del cine. No son
filósofos de formación, pero se convierten en filósofos. Esta fue la aventura de Bazin.

¿Qué pediría usted en este momento a la crítica cinematográfica? ¿Qué papel


debería desempeñar?

– La crítica cinematográfica se encuentra ante un doble escollo: tiene que evitar


limitarse a una simple descripción de las películas, pero también debe cuidarse de no
aplicar al cine conceptos que le son extraños. La tarea de la crítica es formar conceptos,
que evidentemente no están dados en cuanto tales en las películas, pero que a pesar de
ello sólo son aplicables al cine, a tal género cinematográfico o a tal película. Conceptos
que son propios del cine, pero que sólo se pueden formar filosóficamente. No se trata de
nociones técnicas ( travelling, continuidad, rupturas de la continuidad, amplitud o
profundidad de campo, etc.), la técnica no vale nada si no está al servicio de los fines
que implica pero que no se explican por ella.

Esos fines son los que configuran los conceptos cinematográficos. El cine realiza un
auto–movimiento de la imagen, incluso una auto– temporalización: esta es su base, y
este es el aspecto que yo he intentado estudiar. Pero, ¿qué puede revelarnos el cine
acerca del espacio y del tiempo que no revelen las demás artes? Un travelling y una
panorámica no presentan el mismo espacio. Es más, puede suceder que el travelling deje
de trazar un espacio para sumirse en el tiempo (en Visconti, por ejemplo). He intentado
analizar el espacio en Kurosawa y en Mizoguchi: en uno, es un continente que engloba,
en el otro es una línea universal, y ambas cosas son muy distintas, no sucede lo mismo
en un continente globalizador que en una línea universalizante. Las técnicas están
subordinadas a estas grandes finalidades. Ahí radica la dificultad: se precisan
monografías de los autores, pero hay que incorporar a esas monografías una
diferenciación de los conceptos, de las especificaciones, de las reorganizaciones, que
pone en juego al cine en su totalidad.

Su pensamiento está atravesado por la problemática de las relaciones entre cuerpo


y pensamiento, ¿cómo excluir de tal problemática al psicoanálisis y su relación con
el cine? ¿Cómo excluir a la lingüística y, en suma, a todos esos “conceptos ajenos”?
Es el mismo problema. Los conceptos que el psicoanálisis proponga en lo referente al
cine deberían ser específicos, es decir, aplicables únicamente al cine. Siempre podemos
relacionar el encuadre con la castración y el primer plano con el objeto parcial, pero no
veo que eso pueda aportar algo al cine. Dudo incluso de que la noción de “lo
imaginario” sea válida para el cine, que produce realidad. Se puede aplicar el
psicoanálisis a Dreyer, pero esta aplicación, en este campo como en tantos otros, no
añade gran cosa. Mejor sería una confrontación entre Dreyer y Kierkegaard, ya que este
último pensaba también que todo consiste en “hacer” el movimiento, que sólo la
“elección” podía hacerlo: esta decisión espiritual se ha convertido en un objeto
apropiado para el cine. En nada nos ayudará un psicoanálisis comparado de Kierkegaard
y Dreyer a la hora de avanzar en ese proble-[98]ma filosófico– cinematográfico. ¿Cómo
puede llegar a ser objeto del cine la determinación espiritual? Es el mismo problema
que, de modo muy diferente, encontramos en Bresson o en Rohmer, y en él está
comprometido el cine en su totalidad, no un cine abstracto, sino el más emotivo, el más
fascinante.

Lo mismo puede decirse de la lingüística: se ha contentado con suministrar conceptos


que se aplican al cine desde fuera, como por ejemplo el concepto de “sintagma”. Al
hacerlo, la imagen cinematográfica queda reducida a un enunciado, dejando entre
paréntesis su carácter constitutivo: el movimiento. La narración es, en el cine, como lo
imaginario: se trata de una consecuencia muy indirecta que se deriva del movimiento y
del tiempo, no al revés. Lo que el cine narra es sólo aquello que le permiten narrar los
movimientos y los tiempos de la imagen. Si el movimiento se regula mediante un
esquema sensomotor (si presenta un personaje que reacciona ante una situación),
entonces tendremos una historia. Al contrario, si el esquema sensomotor se desploma en
provecho de movimientos no orientados, discordantes, entonces tendremos formas
diferentes, devenires más que historias...

– En ello radica la importancia, en la que su libro profundiza, del neorrealismo.


Una ruptura radical, vinculada evidentemente a la guerra (Rossellini o Visconti en
Italia, Ray en América). No obstante, Ozu, antes que ellos, y Welles después,
escapan a todo intento de periodización demasiado riguroso...

– Sí, si la ruptura decisiva tiene lugar tras la guerra, con el neorrealismo, es


precisamente porque el neorrealismo da cuenta de la inutilidad de los esquemas
sensomotores: los personajes ya no “pueden” reaccionar ante unas situaciones que les
sobrepasan, porque son demasiado horribles, o demasiado bellas, o irresolubles... Nace
entonces una nueva estirpe de personajes. Pero nace, sobre todo, de la posibilidad de
temporalizar la imagen cinematográfica: es tiempo puro, un poco de tiempo en estado
puro, y no ya movimiento. Esta revolución cinematográfica se estaba preparando, en
otras condiciones, en Welles, y en Ozu mucho antes de la guerra. Welles produce un
espesor temporal, capas distintas de tiempo que coexisten, reveladas por la profundidad
de campo, en un escalonamiento propiamente temporal.

Lo que tienen de cinematográfico las célebres naturalezas muertas de Ozu es que


expresan el tiempo como forma inmutable en un mundo que ya ha perdido sus
referencias sensomotrices.

– Pero, ¿a qué criterios podrían referirse tales cambios? ¿Cómo podrían ser
evaluados, tanto estéticamente como de otras maneras? En suma, ¿en qué puede
apoyarse la valoración de una película?

– Creo que hay un criterio especialmente importante, que es la biología del cerebro, una
micro–biología. Está en constante transformación, acumulando descubrimientos
extraordinarios. Los criterios no los podrán suministrar ni el psicoanálisis ni la
lingüística, sino la biología del cerebro, porque se trata de una disciplina que no
presenta el inconveniente de las otras dos (aplicar conceptos ya formados).

Podríamos considerar el cerebro como una materia relativamente indiferenciada, y se


trataría, entonces, de saber qué circuitos, qué tipo de circuitos se trazan (imagen–
movimiento o imagen–tiempo), puesto que los circuitos no preexisten.

Consideremos una obra como la de Resnais: es un cine cerebral, incluso aunque sea de
lo más divertido o de lo más emotivo. Los circuitos implicados en los personajes de
Resnais, las ondas en las que se instalan, son circuitos cerebrales, ondas cerebrales. El
cine en su totalidad vale tanto como los circuitos cerebrales que consigue instaurar,
precisamente gracias a que la imagen está en movimiento. “Cerebral” no quiere decir
intelectual: hay un cerebro emotivo, pasional... Sobre este asunto, el problema
fundamental atañe a la riqueza, a la complejidad y a la textura de estos dispositivos,
conexiones, disyunciones, circuitos y cortocircuitos. La mayor parte de la producción
cinematográfica, con su violencia arbitraria y su erotismo blando, revela una deficiencia
del cerebelo, en lugar de invención de nuevos circuitos cerebrales. El ejemplo de los
clips es emblemático: se abría la posibilidad de un nuevo campo cinematográfico muy
interesante, pero ha sido inmediatamente conquistado por esa deficiencia generalizada y
organizada. La estética no es indiferente a estos problemas de cretinización y de
cerebralización. Crear nuevos circuitos es algo que corresponde
tanto al cerebro como al arte.

–A priori, el cine parece mejor instalado en la ciudad que la filosofía. ¿Qué tipo de
práctica podría colmar esa separación?

–No estoy seguro de que sea así. No creo, por ejemplo, que los Straub, incluso
considerados como cineastas políticos, hayan gozado de una inserción cómoda en la
“ciudad”. Toda creación tiene un valor político y un contenido político. El problema es
lo mal que todo esto se aviene con los circuitos de información y de comunicación, que
son circuitos prestablecidos y degenerados de antemano. Todas las formas de creación,
incluso la posible creación televisiva, tienen en esos circuitos su enemigo común. Sigue
siendo una cuestión cerebral: el cerebro es la cara oculta de todos los circuitos: pueden
triunfar los reflejos condicionados más rudimentarios tanto como los movimientos más
creativos, los que tienen conexiones menos “probables”. El cerebro es un volumen
espaciotemporal: corresponde al arte trazar en él nuevas vías de actualización. Puede
hablarse de sinapsis, conexiones y desconexiones cerebrales: no hay las mismas
conexiones, ni se trata de los mismos circuitos, por ejemplo, en Godard y en Resnais.

Pienso que la importancia o el alcance colectivo del cine depende


de este tipo de problemas.

* Cinema, n.º 334, 18 de Diciembre de 1985, entrevista con Gilbert Cabasso y Fabrice
Revault d’Allones

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