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ROMPIENDO EL CERCO

Nuevos paradigmas sobre el


estatus político de Puerto Rico

por

José L. Arbona

Mayagüez, Puerto Rico


ROMPIENDO EL CERCO
Nuevos paradigmas sobre el
estatus político de Puerto Rico

© 2004 José L. Arbona


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1 de marzo de 2004

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SOBRE EL AUTOR
José L. Arbona es Director del Centro de Tecnología Educativa
en Multimedios y catedrático de la Universidad de Puerto Rico
en Aguadilla. Posee una maestría en Física de la Universidad de
Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez y otra maestría
en Sistemas Gerenciales de Ingeniería de la Universidad de
Massachusetts en Amherst. Durante sus múltiples años de
docencia universitaria se ha desempeñado tanto en la enseñanza
como en varias posiciones administrativas. Su experiencia en
áreas de creación y evaluación de programas universitarios
abarca desde el nivel departamental hasta el institucional. Ha
fungido como evaluador para el Consejo de Educación Superior
y para la “Middle States Association of Colleges and Schools”.
También ejerce como conferenciante y consultor privado en las
áreas de Cambio Organizacional, Planificación Estratégica y
Gestión de Calidad Total. En algunas ocasiones, el autor ha
vertido sus opiniones respecto a asuntos políticos o sociales en
artículos periodísticos. Este libro es su primer trabajo político
extenso publicado.

iii
AGRADECIMIENTO
Agradecer a la familia inmediata por su tolerancia
mientras uno lee, reflexiona y escribe es, por supuesto, un cliché,
pero ciertamente justificado. Agradezco a mi esposa Myrta
Ramírez y a mis dos hijas, Ileana y Cristina por su enorme
capacidad para entender y perdonar mis múltiples horas absorto
en mi trabajo, cuando ciertamente ellas merecían mucho más de
mi atención. Sólo el amor perdona esas faltas. Mi otro
agradecimiento es, por supuesto, a los autores de los múltiples
libros que he leído y a los muchos intelectuales y “politólogos” a
quienes he escuchado en conferencias, coloquios o programas de
discusión pública. De algunos, quizás los más, he tomado
conceptos, compromisos y actitudes que me han ayudado a
crecer intelectualmente y a conformar mis propios criterios,
aunque no siempre en conformidad con ellos. De otros, a
quienes he tomado como antiejemplos, he aprendido lo que no
debe ser. En cierto sentido, ellos no educan, pero instruyen.

iv
PRÓLOGO
Escribo este libro con una premisa subyacente: que la
relación política actual entre Puerto Rico y los Estados Unidos de
América es deficiente al grado de ameritar un cambio sustantivo.
Esto quiere decir que el Estado Libre Asociado (ELA), tal cual
existe ahora, se percibe como limitante y, por lo tanto, requiere
cambiarse. Aunque hay todavía quiénes no comparten esta
perspectiva y consideran al ELA como una fórmula federativa no
colonial, este es un punto que para la gran mayoría de los
puertorriqueños está meridianamente claro. Pero el modo en que
en Puerto Rico hemos abordado nuestro problema de estatus nos
tiene estancados en un debate improductivo y confrontacional.
Improductivo, porque a pesar de los cambios
extraordinarios acaecidos a nivel global, particularmente durante
la última mitad del siglo XX, el discurso político puertorriqueño,
salvo por algunas excepciones recientes, sigue siendo el mismo de
hace 50 años. No responde ya a las realidades del presente y, por
lo tanto, no convence. Confrontacional, porque hemos elaborado
alternativas definidas desde perspectivas irreconciliables. Con
ello hemos levantado vallas a la convivencia. La victoria de un
grupo, aun por la vía electoral, representaría la derrota moral y
sicológica de los otros, dejándolos sin más opción que la
humillación colectiva o la confrontación no democrática.
Nuestro pueblo, intuyendo el resultado, prefiere la indecisión.
Para romper el cerco de los desgastados modelos
mentales que nos limitan, lo que precisamos son nuevas
alternativas de estatus o reconceptuar las existentes en nuevos
contextos, es decir, conforme con nuevos paradigmas. Éstos
deben responder a las realidades del presente con mayor eficacia
y, a la misma vez, deben elaborarse desde perspectivas
conciliatorias. Siguiendo esa línea de pensamiento, abogo en este

v
libro por la opción de la libre asociación con los Estados Unidos
para redirigir nuestras aspiraciones colectivas dentro de una
relación respetuosa, productiva y duradera con ese pueblo. Pero,
más importante que eso, planteo que las otras opciones de estatus
pueden reconceptuarse de tal forma que resulten aceptables a la
mayoría de los puertorriqueños. Para ello debemos abordar el
problema del estatus desde el poder liberador de nuevos
paradigmas, no cargados con el lastre de pensamientos políticos
desgastados y anacrónicos.
Si mis ideas no conforman con el discurso político
prevaleciente, ¡qué bueno! No escribo para alinearme con una de
las posiciones tradicionales sino para disentir de esas posiciones y
sugerir una perspectiva que contribuya a destrancar la discusión
política y la reoriente. Mi intención es expresar un sentir
generalizado de la mayoría de la gente en Puerto Rico, que aún no
hace resonancia en la dirigencia política del País. Lo hago sin
pretensiones de experto pero sí con la confianza de alguien que
ha desarrollado sus ideas en el estudio metódico y la reflexión
responsable e, igualmente importante, de alguien que ha logrado
desasirse de los paradigmas tradicionales que hoy resultan
intelectualmente limitantes para quienes aún los abrazan.

vi
TABLA DE CONTENIDO
Sobre el autor iii

Agradecimiento iv

Prólogo v

Capítulo 1 -INTRODUCCIÓN 1
Un discurso anacrónico..................................................... 1
Caldo de confusiones y temores ..................................... 8
Nuestro infantilismo político............................................ 10
Confrontación inevitable: la premisa de unicidad ....... 14
Rompiendo el cerco: la premisa de superioridad
comparativa....................................................................... 15

Capítulo 2 - PODER Y LIMITACIÓN DE LOS


PARADIGMAS 17
El debate nuestro de cada día ....................................... 17
Los "hilos" invisibles ....................................................... 20
Utilidad y poder de los paradigmas............................... 22
Los paradigmas pueden cambiar .................................. 24
Orígenes de nuestros paradigmas ................................ 26

Capítulo 3 - PARADIGMAS ASOCIADOS A LAS


PROPUESTAS DE ESTATUS 35
Necesitamos que los "hilos" se vean ............................ 35
Puerto Rico: siempre en pantalones cortos ................. 36
La estadidad como culminación de la colonia............. 44
¡Un nuevo federalismo!.............................................. 51
La libre asociación no cabe en la constitución
federal ................................................................................ 57

vii
Capítulo 4 - EL PROBLEMA Y LA SOLUCIÓN 61
La premisa de unicidad: perspectiva divisoria............. 61
La premisa de superioridad comparativa: perspectiva
armoniosa.......................................................................... 65
Los tres mínimos .............................................................. 66
Alternativas en contextos imaginativos ........................ 72
Alternativas procesales ................................................... 73
El Comité de Unidad y Consenso.................................. 81
Cuestión de voluntad ....................................................... 82

Capítulo 5 - BASES CONCEPTUALES PARA NUEVOS


PARADIGMAS 85
Paradigmas sin ilusionismos demagógicos ............... 85
Modos de asimilación ................................................ 86
¿Monoculturalismo o pluriculturalismo?: para el
estadoísmo la diferencia es vital................................ 95
Nacionalidad puertorriqueña: evolución
y estado actual ........................................................ 105
Peligros reales, potenciales e imaginarios del
anexionismo .................................................................... 125
Autonomía en dos tiempos ........................................... 133
Ciudadadanía americana.............................................. 137
Soberanía ........................................................................ 139

Capítulo 6 - ARGUMENTO POR LA LIBRE


ASOCIACIÓN 143
Cambio de perspectiva ............................................ 143
La estadidad ............................................................ 146
El ELA mejorado, en unión permanente .................. 149
La independencia ........................................................... 150
La libre asociación ......................................................... 151
Puntos medulares de la libre asociación.................... 155
Primera aproximación a un pacto de asociación ...... 159
Reflexión de cierre ......................................................... 172

BIBLIOGRAFÍA 175

viii
Capítulo 1

INTRODUCCIÓN
Del rompimiento con la soledad colonial depende ahora –en toda su abyección o todo su
esplendor futuros– el próximo capítulo de nuestra biografía. [Vega, Ana Lydia (2001)]1

Un discurso anacrónico

Llevamos un siglo bajo la égida del gobierno americano.2


Podría decirse que la primera parte de ese dominio, fue para mal
y la segunda, para bien. Al principio, para Estados Unidos no
fuimos más que un botín de guerra, útil a sus propósitos
geopolíticos y económicos. Sufrimos la desconsideración de la
prepotencia del imperialista, manifestada en el infortunio del
menosprecio racista, el asalto cultural que obligó a nuestro
sistema educativo a funcionar en lengua extraña, la reducción de
nuestra economía al monocultivo de la caña y el escarnio público

1
Aquí y en lo sucesivo cito brevemente, indicando autor y fecha de
publicación. Las fichas bibliográficas completas se encuentran en la
Bibliografía.
2
El calificativo de “americano” no se circunscribe únicamente a los
ciudadanos de Estados Unidos, claro está. Sin embargo, con poca
resistencia de los demás países de las Américas, Estados Unidos ha logrado
apropiarse con bastante éxito del gentilicio. En atención a esto, como la
mayoría de la gente, generalmente utilizaré americano como equivalente de
estadounidense. Por otro lado, en reconocimiento de que el país
estadounidense es uno y no muchos en uno, como sugiere su nombre, me
referiré a él como Estados Unidos, no los Estados Unidos; es decir, lo
trataré en singular.

1
o la persecución de aquéllos que osaban a cuestionar la
legitimidad de tal estado de cosas.
Durante la segunda mitad del siglo, la situación comenzó
a cambiar, gradualmente durante los primeros veinte años, más
aceleradamente a partir de los años ochenta. Con ello, Estados
Unidos reflejaba no sólo un cambio hacia Puerto Rico, sino un
cambio social que ocurría en su propio seno. Ese cambio se
caracterizó por una mayor sensibilidad por los problemas sociales
que aquejaban a la sociedad americana y, más críticamente, a
Puerto Rico. Aumentaron los programas de beneficencia social y
de salud, las becas para estudios universitarios, los programas de
acción afirmativa para que las minorías tuviesen acceso
privilegiado a buenos puestos de trabajo, y los puertorriqueños y
otras minorías comenzaron a ocupar posiciones de alta jerarquía
en el gobierno federal (congresistas, jueces, oficiales de las fuerzas
armadas, ...).
En lo político, la relación con Estados Unidos nos ha
hecho partícipes de una sociedad que, aunque con defectos,
exalta la participación ciudadana en los asuntos públicos,
reconoce la igualdad de los ciudadanos ante la ley, protege las
libertades civiles fundamentales y provee mecanismos de
desagravio para aquéllos que pudieran sufrir los desmanes de
funcionarios públicos que no se apegan a la ley. En lo
económico, la forzada incorporación de la Isla en el sistema
americano nos debilitó al principio, pero nos forzó a desarrollar
las competencias requeridas para funcionar exitosamente en un
ambiente de competencia feroz entre los países industrializados
de alta tecnología. En lo cultural, el dirigismo que intentó
Estados Unidos en afán de americanizarnos por medio del
sistema de educación, fue abandonado. Dentro de las estructuras
de gobierno del Estado Libre Asociado (ELA) se incluyeron las
relacionadas con el sistema de educación y cultura. Con ello se
resguardó nuestra autonomía cultural y se establecieron los
mecanismos para afirmar nuestra identidad, sin posteriores
interferencias de la metrópoli.
A pesar de los avances visibles, la relación que existe entre
Estados Unidos y Puerto Rico es, todavía, críticamente
insuficiente. A pesar de la prosperidad relativa de Puerto Rico
con respecto a otros países de América Latina, al compararnos
con Estados Unidos –del que somos parte o pertenencia, como
2
lo prefieran decir– 50% de nuestra población está dentro de los
parámetros de la pobreza. Un siglo de relación con el coloso del
norte no ha sido suficiente para acercarnos ni siquiera al estado
de Nuevo México, ¡el más pobre de la Unión!3 El ELA
experimentó crecimiento económico real hasta 19704. De ahí en
adelante ha estado virtualmente estancado. Después de 1992
comenzó a despegar, pero a un ritmo de crecimiento insuficiente
para mejorar su posición relativa respecto a Estados Unidos. El
índice promedio de desempleo está cerca del 12%, una cifra que
representa un mejoramiento sustancial si la comparamos con el
20% que promedió durante la década del ochenta (en Estados
Unidos promedió 7% en dicho período). Aun así, es un
indicador desalentador cuando lo contrastamos con el de Estados
Unidos, que está rondando el 6%.5 Además de los indicadores
puramente económicos, hay múltiples indicadores sociales
fuertemente vinculados a la economía –divorcio, drogadicción y
criminalidad, deserción escolar, enfermedades mentales, vivienda
inadecuada, emigración por razón económica, mortalidad

3
El estado más pobre solía ser Mississippi con una tasa de pobreza de 25%
en 1987. Según los resultados del censo federal del 2000, sin embargo,
Nuevo México aparece con una tasa de 17.7% mientras que Mississippi
ahora la tiene en 17.1%, igual, dicho sea de paso, que la de Arkansas.
4
No pretendemos ser comprensivos en nuestro análisis. Para ello el lector
puede consultar varios libros o informes en los que se hace buen resumen de
los principales indicadores económicos y sociales que caracterizan a Puerto
Rico; entre ellos véanse a Cao, Ramón J. y Aponte Rosario, Lourdes,
Eds.(1997), Dávila Colón, Luis R. (1996) y Banco Gubernamental de
Fomento (1999 y 2000). Aun cuando los números actualizados sean
distintos, relativamente, la situación sigue igual a como en ellos se describe.
Para el que no tiene tiempo para leer informes económicos extensos, la
publicación trimestral del Banco Popular de Puerto Rico, Progreso
Económico, es excelente.
5
Previo al 2001, el promedio de desempleo en Estados Unidos había estado
fluctuando entre 3 y 4 por ciento anual, subiendo más adelante debido a una
recesión económica que oficialmente comenzó en marzo de 2001 y, según
informes recientes, ya había concluido para principios del 2002 aunque no
de manera evidente debido a la lentitud de su crecimiento económico. En el
2004, sin embargo, la recuperación ya se hace sentir.

3
infantil,...– que denuncian la insuficiencia del estatus6 actual y
justifican su cuestionamiento.
Por el lado político podemos decir que en esencia Puerto
Rico es una región geográfica que reúne muchas de las
características de un estado-nación: somos un grupo social con
una cultura distintiva y diferenciable de la de otros pueblos,
somos homogéneos en idioma, ocupamos un territorio
claramente delimitado, tenemos un gobierno propio y estamos
organizados políticamente bajo el ordenamiento de una
constitución y unas leyes básicas de nuestra hechura. Pero, dicho
gobierno es uno limitado por estar política y militarmente
subordinado a Estados Unidos. Tenemos, es cierto, un
ordenamiento democrático, pero nuestra constitución está
obligada a conformar con el régimen jurídico que le impone
Estados Unidos y estamos obligados a obedecer leyes que
emanan de éste, sin que tengamos ingerencia democrática en la
determinación de dichas leyes. La relación es, pues, de
subordinación y por lo tanto colonial.
El señalamiento es importante porque muchas veces
cuando intentamos resolver algunos de los problemas
fundamentales económicos o sociales que nos aquejan, nuestras
soluciones chocan con impedimentos que emanan del
ordenamiento federal. No podemos entrar en acuerdos
económicos con otros países sin el aval americano, lo que inhibe
nuestro desarrollo fuera del redil comercial estadounidense; no
podemos escoger la marina mercante que nos convenga para el
tránsito de nuestro comercio, obligados a usar la más cara del
mundo que es la americana; no podemos controlar la inmigración
a Puerto Rico, lo que nos hace más susceptibles al trasiego de
drogas ilícitas; no podemos votar para autorizar o no las guerras
en las que incursiona Estados Unidos, aunque los soldados
puertorriqueños tengan que ir a batalla; no podemos determinar
el salario mínimo que debe aplicar a nuestros sectores
industriales, obligados a aplicar el de un país que tiene un ingreso
per cápita varias veces más alto que el nuestro; y la lista continúa.
Frecuentemente, algún congresista americano nos señala,
con desdén, que muchas de las cosas que los puertorriqueños

6
Come es usual en Puerto Rico utilizo estatus como equivalente a
condición política.
4
quisiéramos controlar desde el ELA están vedadas igualmente a
los estados de la Unión, que ellos también están cobijados por el
ordenamiento federal y pedir lo que ellos mismos no tienen es
absurdo. Hay, sin embargo, un pequeño detalle que se les olvida:
las leyes que limitan el poder de los estados son hechura de los
propios representantes de los estados. Ellos tienen las leyes que
colectivamente han decidido para sí mismos mediante
participación democrática e igualitaria. No es el caso de Puerto
Rico que debe plegarse a las leyes federales sin tener igual
oportunidad de seleccionar a los oficiales electos que las
aprueban. A esto el ex gobernador Rafael Hernández Colón le ha
llamado “el déficit democrático” del ELA.7 La mayoría de los
puertorriqueños, un tanto menos eufemistas, le llamamos
“nuestra condición colonial”.
Nuestra condición colonial –y los múltiples problemas de
orden económico y social que de ella derivan– es el problema
fundamental de Puerto Rico. El debate sobre el estatus es pues
cada vez más intenso y más relevante, pero no experimentamos
avance alguno. Ello se debe a que seguimos analizando las
opciones de estatus y definiendo nuestras estrategias para la
descolonización, amparados en un discurso anacrónico; nuestras
concepciones políticas no han evolucionado con la rapidez con
que lo ha hecho nuestra realidad social. Como consecuencia, no
logramos aglutinar voluntad colectiva mayoritaria para alguna
alternativa de estatus descolonizador. El resultado es que por
condición imperante o como se dice en inglés, por “default”,
prevalece el estatus actual. Es decir, queda vigente precisamente
la condición que es nuestro problema y nos divide. La tesis que
adelanto en este libro es que salvo que podamos reconceptuar el
problema del estatus en el contexto de nuevos paradigmas, esta
situación continuará, para nuestro detrimento. Mientras convenga
a los intereses de Estados Unidos, ellos no tomarán iniciativa
alguna para destrancar el debate. Por el contrario, apoyados en
nuestra indecisión, la utilizarán de excusa para justificar el estatu
quo y dirán al resto del mundo que no están en ánimos de
imponernos soluciones, ¡por respeto a nosotros!

7
Hernández Colón, Rafael (1998).

5
Si la realidad social cambia y un grupo social sigue
viéndola con el crisol de sus viejas concepciones, corre el peligro
de quedar desplazado por aquéllos que, más ágiles, adoptan
paradigmas que les permiten elaborar interpretaciones más afines
con la nueva situación. Por ejemplo, durante el siglo XVIII la
realidad social de Europa cambiaba rápidamente y requería que la
nobleza reajustara sus modos y relaciones con las masas
menesterosas y la burguesía emergente. Pero no lo hizo. Su
ceguera les mantuvo asidos a paradigmas de clases que ya habían
sido declarados inválidos en la mente y los corazones de la
inmensa mayoría de sus poblaciones. Y lo que pasó con los
sistemas monárquicos es historia conocida. Algo similar ocurrió
con la casta imperial de China. Mientras el pueblo miraba hacia
los modos occidentales –especialmente la nueva filosofía
marxista– el emperador y sus seguidores permanecían encerrados
en palacio, sordos y ciegos a la realidad imperante que ya les
proclamaba obsoletos, aun antes de su caída oficial. En Japón,
sin embargo, pasó lo contrario. En esa nación los shogunes
(lores feudales) percibieron la realidad cambiante del siglo XIX,
forzada sobre ellos por la penetración de las potencias europeas.
Esa atinada percepción de la nueva realidad les hizo protagonizar
un cambio radical de los cimientos de su sociedad. En cuestión
de una generación se transformaron en una nación industrializada
y militarmente potente, según la imagen de esas mismas potencias
europeas que culturalmente desdeñaban.
En Puerto Rico el “alto liderato” político da muestras de
estar en la misma situación de los lores europeos y los
imperialistas chinos del pasado. Absortos en sus diatribas y
pequeñeces, se han ido aislando de la realidad social que les rodea
y, respecto al estatus, repiten los mismos discursos desgastados.
Algunos están cargados de miedos e inseguridades, mientras el
pueblo se siente confiado y resuelto; otros predican complacencia
con el statu quo, cuando el colectivo reclama avance y cambios; y
todavía otros insisten en oponer la puertorriqueñidad a la
ciudadanía americana, cuando la inmensa mayoría del pueblo
hace tiempo las relevó a ambas de los vaivenes de la política
partidista. De nuestros líderes podemos decir lo que Ortega y
Gasset dijo de sus contemporáneos al ver que no respondían al
reclamo de su tiempo: “Prefieren servir sin fe bajo unas banderas

6
desteñidas a cumplir el penoso esfuerzo de revisar los principios
recibidos, poniéndolos a punto con su íntimo sentir”.8
Aunque no justificable, la situación es entendible. Los
paradigmas dominantes del pensamiento político de Puerto Rico,
al menos en nuestra clase política, son el resultado de una realidad
social, económica y cultural que fue penetrando la psiquis
colectiva durante las primeras seis o siete décadas del siglo pasado
y condicionó nuestra percepción y reacción ante ella. Más
adelante, hablaremos en más detalle sobre los paradigmas. Por
ahora, baste decir que son generalizaciones que elevamos al rango
de principios o verdades fundamentales. Los paradigmas reflejan
nuestro modo de ver la realidad; son, por así decirlo, los modelos
mentales a través de los cuales filtramos la información de
nuestro medioambiente y hacemos sentido de los sucesos
sociales.
Los paradigmas están condicionados por el contexto
social que los genera. Ese contexto está determinado por la
geografía, economía, creencias religiosas y filosóficas, moral
social, ciencia y tecnología, influjo migratorio, política local, y el
equilibrio geopolítico prevaleciente, para mencionar sólo algunos
factores principales. Los paradigmas pasan de generación en
generación facilitando la continuidad social a través del tiempo.
Pero si el contexto social cambia significativamente, éstos se
tornan incongruentes con la nueva realidad. Son tiempos de
rebelión, inconformidad y reclamos de cambio. Sin embargo, el
deseo de cambio no siempre se traduce en opciones viables. Para
ello se requiere reconceptuar la realidad a la luz de nuevos
paradigmas, más congruentes con el nuevo contexto social que
los reclama. Si esto no se logra, la incongruencia seguirá y se
manifestará en diatriba social, confrontación, disputa estéril y
desasosiego. Esto es lo que pasa ahora en Puerto Rico. Sentimos
la urgencia de cambio, pero no aglutinamos una voluntad
colectiva en torno a alguna alternativa. Mi contención es que esto
se debe a que las alternativas propuestas se fundamentan en los
viejos paradigmas; requerimos de algunos nuevos más
congruentes con la realidad de nuestro tiempo.

8
Ortega y Gasset, José (1923).

7
En Puerto Rico muchos actúan conforme con
preconcepciones ideológicas gestadas en el contexto social de la
primera mitad del siglo XX. Pero, a partir de la década del
setenta, y más notablemente en los ochenta, la realidad política,
social y económica de Estados Unidos y Puerto Rico comenzó a
presentar un contorno radicalmente diferente. Tanto, que los
viejos preceptos sociales, las interpretaciones pasadas, ya no
sirven para entender el presente. Pero los grupos sociales y
políticos dominantes de Puerto Rico no parecen enterados.
Probablemente se debe a que el cambio ocurrió vertiginosamente,
dando poco tiempo a la intelectualidad puertorriqueña a
compenetrarse con la nueva realidad. Esto es más visible en
nuestra clase política, quizás porque ésta ata sus intereses a la
continuidad del viejo orden, a pesar de su discurso pro cambio.
En contraste, la adaptación se ha dado con mayor espontaneidad
en la masa del pueblo, cuyo comportamiento es cónsono con
nuevos paradigmas. Pero falta su articulación a nivel consciente.
En este libro hago ese intento.

Caldo de confusiones y temores

Cualquiera sea nuestra preferencia de estatus, hay en


nosotros un reconocimiento de nuestra diferencia cultural con
respecto a Estados Unidos. Ese sabernos y sentirnos diferentes
nos mueve a evitar la integración total en la Unión, a sentirnos
incómodos ante ella. Por eso, ante las opciones de estatus
siempre hemos preferido las alternativas que dejan las puertas
abiertas a ejercer nuestra espontaneidad sin ser absorbidos por los
Estados Unidos. Aún los estadoístas –en un claro reflejo de su
reclamo a nuestra afirmación cultural independiente– plantean la
estadidad en el contexto de lo que denominan la Estadidad Jíbara.
Pero paralelo al impulso natural de resolver nuestro
problema de estatus mediante una solución de afirmación
nacional, nos acompaña un sentido enorme de inseguridad.
Tenemos un temor que nos paraliza.9 No en vano han pasado

9
Tanto es así que esta condición ha dado pie incluso a tomarse como
temática de un libro, muy interesante y didáctico, publicado en 1993 por la
Editorial Cultural: Dignidad y jaibería: temer y ser puertorriqueño de
Juan Manuel García Passalacqua.
8
siglos de dominio extranjero, primero bajo España, ahora bajo
Estados Unidos. El no haber nunca sido pueblo independiente
nos hace dudar de nuestra capacidad para el gobierno sin tutelaje.
En nuestra psiquis colectiva pesa el lastre del adoctrinamiento
que pretendía hacernos ver como incapaces de manejar nuestro
propio destino, necesitando siempre ir de la mano de la
metrópoli. ¡Puerto Rico, siempre en pantalones cortos!
El comportamiento dicotómico que acabo de describir
lleva a los puertorriqueños a inventar las cosas más absurdas
imaginables cuando de estatus político se trata. Los autonomistas
quieren ciudadanía americana indisoluble, trato igual a un estado
y participación efectiva en el gobierno federal, pero al mismo
tiempo reclaman el derecho de determinar qué leyes federales
deben o no aplicar aquí. Los estadoístas aceptan que la estadidad
federada es única e igual en sus fundamentos y práctica para
todos los estados, pero insisten en que si Puerto Rico adviene a la
condición de estado, en toda actividad donde los organismos
internacionales no gubernamentales lo permitan, podrá participar
como país separado de Estados Unidos; por ejemplos, en el
concurso de Miss Universe y en las competencias deportivas
internacionales. Por su parte, los libreasociacionistas y algunos
independentistas –estos últimos más por razón electorera que por
convicción jurídica– hablan de la imposibilidad legal de privar a
los puertorriqueños de la ciudadanía americana que ya tienen, por
razón de un cambio de estatus. No escapa a cualquier analista
objetivo que recurren al argumento legal por temor a que la
voluntad política de Estados Unidos sea contraria a sus deseos.
Así las cosas, al evaluar una propuesta de estatus el
puertorriqueño medio ha de confrontarse a un entretejido de
argumentos que mezcla realidad con imaginación, verdad con
mentira, lo plausible con lo imposible. ¿Puede, entonces, culparse
al pueblo si su confusión le lleva a la indecisión? El primer paso
para movernos masivamente hacia una solución es desmitificar
las opciones, poniéndolas en la mesa con sus fortalezas y
debilidades, y haciéndolas susceptibles al análisis racional. Pero
los líderes políticos tradicionales se resisten. En parte porque
ellos mismos han llegado a creerse los mitos de sus credos, y en

9
parte porque ven la competencia política como un juego amoral,
donde importa más prevalecer que convencer. Se impone, pues,
la necesidad de clarificar.
Conceptos medulares como asimilación, mono y
pluriculturalismo, nacionalidad e identidad, implicaciones del
anexionismo, soberanía y ciudadanía americana, son de tal
importancia que por ello le dedico la totalidad del Capítulo 5.

Nuestro infantilismo político

Sufrimos los puertorriqueños de un infantilismo político


que parece incurable. Me refiero a la insistencia que tenemos de
polarizar la realidad política entre el nosotros y el ellos, dando a los
líderes de nuestro partido todas las virtudes y a los líderes
contrarios todos los vicios. Así, nuestro partido adquiere
dimensión de santidad en tanto se ve como ente perfecto.
Simultáneamente, los otros partidos encarnan la maldad o la
estupidez o, peor aún, ambos. Los líderes de nuestro partido son
inteligentes, creativos y siempre están bien enfocados; son
dedicados, sacrificados y están entregados desinteresadamente al
servicio público; son pulcros y honestos. Los contrarios, por
supuesto, son poco inteligentes o están por alguna razón
ofuscados; su dedicación en el servicio público está maculada por
el autointerés; son corruptos, deshonestos y no les importa
perjudicar al pueblo en aras de adelantar sus causas personales o
intereses económicos.
Lo que expreso parece una caricatura. Pero, observe el
lector nuestro comportamiento colectivo.10 Si determinado
partido propone un proyecto, ¿no surge de inmediato, como
impulsada por resorte, la automática oposición de los partidos
contrarios? ¿No se adscriben rápidamente a los proponentes,
torpeza, ofuscación, intereses escondidos, propósitos ulteriores,
maquinaciones malsanas o agendas escondidas como razones
para impulsar el proyecto? Escúchense los programas radiales de

10
Siempre podremos encontrar instancias individuales en las que alguna
persona, inclusive algún líder político, adopta una posición racional y crítica
frente a algún asunto público independientemente de su afiliación partidista.
Pero aquí lo que hacemos es destacar lo que es el comportamiento social
típico.
10
comentarios políticos en los que participa la ciudadanía. ¿No es
obvia la alineación de los participantes, en favor o en contra de
una posición dada, en función única de sus afiliaciones políticas?
¿No es evidente la afiliación por la manera soez y personalista
con que se ataca al contrario en casi todas las discusiones,
cualesquiera sean los temas que se traten? Huelga la respuesta.
Los ejemplos para ilustrar el infantilismo político al que
aludo, abundan. Si un gobernante ofrece un mensaje de estado,
para sus correligionarios de partido el mensaje es extraordinario,
visionario, penetrante e inspirador. Pero claro, para sus
opositores el mensaje es uno insustancial, vacío, decepcionante,
carente de verdad, superficial y desalentador. Si un funcionario
público influyente es acusado de corrupción, los del partido
contrario lo castigarán con el escarnio público, se apresurarán a
pedir su renuncia y destacarán (casi con alborozo) que el caso
ilustra su tesis de que todos los del partido contrario son
corruptos; los de su partido cautelosamente dirán que se sienten
sorprendidos y aconsejarán calma, recordándonos que no
debemos apresurar un juicio definitivo por cuanto en nuestro
sistema democrático “todos somos inocentes hasta que se pruebe
lo contrario en un juicio”. Si un partido propone una reforma, el
otro propone la reforma de la reforma; si uno predica la
moderación ante un problema social complejo, el otro le acusa de
blando e irresoluto y reclama firmeza, pero tocándole a él el
mismo problema solicitará paciencia y espacio para actuar con
mesura. En nuestro infantilismo, si un juez decide un asunto
político conforme a nuestro parecer, es ilustrado y justo, pero si
en otro caso el mismo juez decide lo que no deseamos, es un
bribón insensible que “deshonra la toga”. Si alguien grita ¡azul!
los otros gritan ¡rojo! o ¡verde!
Así es nuestro infantilismo político. Pero ningún ejemplo
lo dramatiza mejor que la lucha del pueblo puertorriqueño por
sacar de Vieques a la Marina de Estados Unidos. Se trataba de un
reclamo de legitimidad incuestionable: por razones de salud
pública, por razones de protección al ambiente, por motivos
económicos, por la necesidad de que los viequenses disfrutasen
de un ambiente de razonable seguridad física y emocional. Por
eso, cuando el 19 de abril de 1999, un fatal error de un aviador de
la Marina estadounidense provocó la muerte del Sr. David Sanes,
un civil que a la sazón trabajaba en un puesto de observación en

11
Vieques, se disparó el clamor público por detener las prácticas
bélicas, limpiar las áreas contaminadas (en la medida que eso sea
posible) y asegurar que Vieques fuera devuelto a los viequenses
para su sano disfrute social. Prácticamente todos los grupos
sociales y políticos respondieron con consternación e
indignación. Entre los primeros que levantaron su voz de
protesta y reclamo estuvo el entonces gobernador Pedro Roselló.
Y es significativo que así hubiese sido porque, a juzgar por los
comportamientos de ex gobernadores anteriores y especialmente
tratándose de un gobernador estadoísta, habríamos esperado una
reacción menos anti Marina.
Surgió, pues, el clamor por la salida de la Marina y un
consenso multipartidista y multisectorial por lograrlo. Por eso,
cuando el Gobernador Roselló anunció su acuerdo negociado
con el presidente Clinton mediante el cual la Marina saldría de la
isla-municipio en el 2003 (si el pueblo viequense lo solicitaba en
un plebiscito), se reducirían las prácticas bélicas notablemente
practicando sólo con municiones inertes, se devolverían los
terrenos federales a Puerto Rico y se asignarían al menos $40
millones para labores de recuperación ambiental y otros
menesteres, la sabiduría social exigía regocijo y apoyo público.
Pero, con excepción del ex gobernador Rafael Hernández Colón,
figura de peso dentro del Partido Popular, el alto liderato del
PPD adoptó la posición del PIP y otros grupos cívicos: “Roselló
traicionó a Vieques y rompió el consenso”.
¿Cómo podía reaccionar así la oposición? ¿Cuándo en el
pasado tuvimos a un gobernador que abiertamente y sin titubeos
se enfrentara a la Marina? Y no sólo a la Marina. Luego de que
el presidente Clinton nombrara una Comisión para que le
recomendara soluciones al problema de Vieques, ésta le sugirió la
salida (no garantizada) de la Marina en cinco años, dándole ese
tiempo para que pudiera hallar un lugar sustituto. Roselló le dijo
que no, sin titubear. El Secretario de la Defensa, William Cohen,
le pidió entonces a Roselló que negociara con él. Roselló le dijo
que no. Sólo llegaría a un acuerdo mediado por el propio
Presidente. ¿Qué gobernador anterior ha demostrado semejante
determinación en defensa de un interés nacional puertorriqueño
frente al poder federal? Ninguno. Suponer que el gobernador
podía hacer otra cosa es infantilismo político, porque, ¿quién en
su sano juicio podía esperar que el gobierno federal se enajenara
12
inmediatamente de Vieques, sin un período de transición y en
contra de la posición oficial de la Marina que resistía su salida con
argumentos de defensa nacional? Pero dentro de nuestro
infantilismo político no podía esperarse otra cosa. Éste nos ciega
el entendimiento y nos hace adoptar posiciones irreflexivas.
Para el PIP, por supuesto, tenía sentido alinearse con la
estrategia de desobediencia civil. Después de todo, la influencia
del PIP se la daba la militancia y abnegación de su líder Rubén
Berrios, no sus posibilidades de triunfo electoral, consideración
que, por lo tanto, no tenía que entrar en su ecuación. El PPD, sin
embargo, tenía que apoyar el acuerdo Clinton-Roselló porque
tenía opción al poder político y los resultados, buenos o malos,
serían su herencia. Pero pudo más su interés de apocar al PNP y
a su líder máximo que la conveniencia de Vieques o, inclusive, su
propia conveniencia de partido. Por el infantilismo político de no
dar crédito al partido contrario, el PPD se comprometió
políticamente con una posición de extremo: ni una bomba más en
Vieques y salida inmediata de la Marina. Luego, desde el poder, el
PPD comprobó que la intransigencia, que tiene pleno sentido en
los grupos de desobediencia civil como elemento de presión
–porque otra alternativa no tienen– no sirve de nada a los
funcionarios de estado. Por el contrario, les acorta el horizonte.
Así, respecto a Vieques, el PPD estuvo siempre a la deriva. Su
acción fue reactiva. Fueron los grupos de desobediencia civil los
que marcaron el ritmo de los sucesos.
Pero, aun los desobedientes civiles cometieron errores de
táctica producto del infantilismo político que también en ellos se
manifestó. Aunque ninguno de los líderes lo quiera admitir
abiertamente, esos errores estuvieron a punto de descarrilar la
proyectada salida de la Marina. No fue secreto alguno que los
desobedientes civiles, eran mayoritariamente simpatizantes del
independentismo y del PPD. No había en ello nada impropio,
excepto que sufrieron el impedimento psicológico de no poder
ver nada positivo en la gestión de un ex gobernante PNP. Así,
adoptaron la posición de que el acuerdo Clinton-Roselló era
engañoso y no conveniente. La Administración PPD les hizo
coro para mantener la imagen de que el PNP no logró nada
bueno para Vieques. En la esfera federal esto debilitó el acuerdo
Clinton-Roselló, abriéndolo a revisión en el Congreso. Si una de
las partes del acuerdo –el sector civil y el gobierno de Puerto

13
Rico– lo declaraba nulo, ¿por qué el gobierno estadounidense
tenía que sentirse obligado a cumplirlo? Como consecuencia, los
extremos beneficiosos del acuerdo que incluían traspasos de
terreno de la Marina al ELA y fondos federales para limpiar la
contaminación fueron malogrados.
A pesar de los errores mencionados, la Marina salió de
Vieques, sin duda gracias a la desobediencia civil que los grupos
anti Marina ejercieron con extraordinaria eficacia. Había motivos
de sobra para sentirse victoriosos y satisfechos cuando por fin la
Marina se fue. Pero en la celebración oficial no se percibió un
júbilo pleno entre los líderes. Es que también había que darles
crédito significativo a William Clinton y a Pedro Roselló. ¡Ni
pensarlo! Los desobedientes civiles sucumbieron a su infantilismo
político negándose a sí mismos la total satisfacción de su victoria
para no tener que compartirla con sus contrincantes ideológicos.
¿Quiérese un ejemplo más elocuente de lo que es nuestro
infantilismo político?

Confrontación inevitable: la premisa de unicidad

En lo relativo al estatus, nuestro infantilismo político


también nos ha llevado a una encerrona de difícil salida dentro
del comportamiento de inmadurez política que nos caracteriza. A
raíz de esa inmadurez hemos construido imaginarios políticos que
proclaman nuestra opción preferida de estatus como una fórmula
perfecta y la única alternativa viable. Mientras, las opciones alternas
son descritas como fórmulas incompletas, irrealizables y
perjudiciales en grado sumo. Dentro de nuestro simplismo
hemos llegado a creer que nuestros líderes –es decir, los que
dirigen nuestro partido– han concebido la solución de estatus que
proponen con una inteligencia, creatividad, sensibilidad social y
entereza moral que sus homónimos en los partidos contrarios
jamás podrán igualar. Su propuesta es, por lo tanto, la
conjugación de elementos todos favorables y congruentes entre
sí; en ella no hay nada desfavorable, inadecuado, inconsistente o
perjudicial a los intereses del pueblo. Si el liderato de la oposición
niega esta realidad es por mezquindad política, insuficiencia
intelectual, intereses económicos personales o por una
multiplicidad de otras razones, ninguna de las cuales es acreedora

14
de atención seria. Conforme con este infantilismo político, no
cabe pensar que pudiera haber argumentos válidos en contra de
lo que nuestros líderes de partido dicen. ¡Y, ni soñar que pueda
haber buena intención en los que proponen soluciones alternas!
A la propuesta contraria sólo corresponde una respuesta:
el descrédito. Sí, porque las propuestas de los líderes contrarios
tienen que ser imperfectas, ilusorias, carentes de posibilidad real y
diseñadas sin tomar en cuenta el verdadero interés del pueblo. Y
si no responden al interés del pueblo, ¿a quién o a qué
responden? En nuestro infantilismo político inventamos el
interés malsano de los contrarios. Si la propuesta contraria es
evidentemente inferior a la nuestra, su defensa tiene que
descansar en intereses egoístas, odios, racismo, xenofobia,
complejos y mil otras razones objetables. Así, con el argumento a
favor de una propuesta específica de estatus siempre asociamos o
entretejemos un discurso dirigido a probar que es la única
alternativa meritoria mientras que las que se le oponen como
opciones son inherentemente perjudiciales a Puerto Rico y, por
ende, merecedoras del descrédito. A este modo de pensar y actuar
con respecto al estatus le llamo la premisa de unicidad.

Rompiendo el cerco: la premisa de superioridad


comparativa

La premisa de unicidad y estrategia de descrédito es –¿qué duda


cabe?– una solemne estupidez. Ha tendido a nuestro derredor un
cerco psicológico que sólo un acto de voluntad colectiva puede
romper. La verdad es demasiado compleja para segregarse tan
fácilmente, cabiendo holgadamente y con carácter de exclusividad
en nuestro partido. La inteligencia, honestidad y sensibilidad
social son atributos dispersos en la población, no se concentran
privilegiadamente en los miembros de un partido único.
Debemos reconocer que las propuestas de estatus son distintas
simplemente porque responden a formas alternas de ver a Puerto
Rico en relación a Estados Unidos y el resto del mundo.
Ninguna carece de méritos y ninguna está exenta de problemas y
limitaciones. Por ello, nos corresponde evaluarlas sin atribuir a
sus proponentes características de absoluta virtuosidad o maldad,
según el partido del cual procedan.

15
Los líderes de Puerto Rico tienen la obligación moral de
viabilizar una sociedad en la que puedan convivir todos los
puertorriqueños. No se pueden diseñar opciones de estatus cuyas
consecuencias sean escindirnos en grupos sociales
irreconciliables. En la práctica, este requisito se traduce no sólo
en la necesidad de que nuestro grupo político ofrezca una
alternativa apropiada, sino también en permitir y facilitar que los
otros grupos igualmente puedan hacerlo. Propongo, pues, que a
la premisa de unicidad y estrategia de descrédito le antepongamos
la premisa de superioridad comparativa.
Según la premisa de superioridad comparativa, cada quien
abogaría por su preferencia de estatus por entenderla superior a
las demás pero no porque entienda que las demás carecen de
valor. En este contexto, acojo el consejo que nos dio nuestro
magno jurista José Trias Monge11:

Debe alterarse el clima de intolerancia e irrespeto en el que


nos debatimos. Reconozcamos que la libertad es realizable
en muchas maneras dignas; que las debatidas hasta ahora y
otras más son igualmente respetables; que sus sostenedores
no son personas que conspiren contra el bienestar de la
patria. No se confunda la equivocación con malevolencia.
Al malévolo se le castiga, pero al equivocado se le intenta
educar sin palabra agria.

Abjúrese de la trampa. Esta afición nuestra a los dados


cargados, a tenderle emboscadas al contrario, a sacar
ventaja a como dé lugar, no es decorosa...

Este cambio en nuestro modo de abordar el problema del estatus


es de carácter fundamental y podría llevarnos a su solución en
corto plazo. Cierto que el esfuerzo racional y psicológico que
tendríamos que hacer todos los puertorriqueños para despojarnos
de nuestras preconcepciones relativas al asunto del estatus
político es enorme, pero es posible si se está dispuesto a verlo sin
apasionamientos irreflexivos. Es lo que intentamos en este libro.

11
Trías Monge, José (1998), p. 26.
16
Capítulo 5

BASES CONCEPTUALES
PARA NUEVOS
PARADIGMAS
Para entender mejor nuestra realidad y lograr eventualmente un consenso descolonizador en
nuestro país hay que reconocer que, entre el momento actual y los años en que se forjaron las
diferentes posiciones partidistas que existen actualmente en Puerto Rico, han ocurrido
importantes transformaciones de gran envergadura en todo el mundo que no permiten seguir
formulando las viejas aspiraciones de la misma manera ni entender de una manera estática
los procesos en que éstas se insertan. [Méndez, José Luis (2001)]

Paradigmas sin ilusionismos demagógicos

En el capítulo precedente expresé lo importante que


resulta definir las propuestas de estatus con imaginación.
Inclusive me aventuré a dar algunos ejemplos de la orientación
que podríamos dar a cada opción. Se trata, en suma, de
reconceptuar nuestras ideologías en función de nuevos
paradigmas. Pero, imaginación no es igual a ilusionismo ni puede
darse a costa de transfigurar la verdad. La moral política dentro
de la premisa de superioridad comparativa requiere que
definamos las opciones sin mitificar y sin demagogias. Por eso, se
impone la necesidad de clarificar varios conceptos medulares que
suelen ser los que muchos –unos por franca ignorancia, otros por
pura demagogia– exageran o tergiversan con interpretaciones
inexactas.

85
Modos de asimilación

Cuando dos pueblos interactúan por períodos


prolongados es inevitable que se influencien bilateralmente de
modo que uno incorpora algunos de los modos culturales del
otro. Si la interacción se da desde una relación de dominio o
superioridad de uno frente al otro, la metamorfosis cultural se
inclina más hacia el subordinado. Es decir, el pueblo que por
fuerza o conveniencia se va transformando por el proceso de
adaptar o adoptar los modos del otro, termina siendo el más
influenciado. Si la transformación cultural es sustancial, decimos
que el pueblo que sufre el cambio se asimila; es decir, se hace
similar o semejante al de la cultura dominante.
Una relación de dominio que propicie un proceso de
asimilación puede ocurrir por diversas razones, entre ellas:
religiosas, intelectuales, militares, políticas o económicas. Por
ejemplo, los católicos romanos han sido asimilados, en el sentido
religioso, a los modos eclesiásticos del Vaticano a tal grado que, a
pesar de las diferencias geográficas y culturales entre ellos, su
homogeneidad religiosa a través del mundo es asombrosa y digna
de admiración. Igual ocurre entre los judíos, cuyo credo y
costumbres religiosas –independientemente de su país de
domicilio– son moldeados por la fuerza asimiladora de su
religión milenaria.
Por lo general, en lo intelectual y modos de
comportamiento social las potencias mundiales tienden a ejercer
un fuerte efecto asimilador sobre otros pueblos. Así, sus sistemas
educativos suelen ser copiados; los trabajos de investigación
giran, con gran frecuencia, alrededor de las teorías de sus
intelectuales y, además, éstos se citan como fuente de autoridad;
se busca su tecnología científica; se adoptan sus modos de
organización social, militar y política; y, la juventud sobretodo,
imita sus formas de cultura popular, particularmente su música y
vestimenta. Hoy día el mayor poder asimilador lo ejerce
Occidente, particularmente desde Estados Unidos, Inglaterra,
Alemania y Francia. Similarmente, conforme Japón se fue
posicionando como potencia económica y tecnológica su

86
influencia cultural comenzó a sentirse, particularmente en los
círculos empresariales.
El dominio militar de un pueblo sobre otro o la amenaza
de ese dominio puede ser un factor asimilador importante. El
caso de Japón es un buen ejemplo. Los europeos tuvieron su
primer contacto con los japoneses durante el siglo XVI pero
luego de un breve período de interacción fueron prácticamente
expulsados de Japón. Durante los próximos dos siglos, Japón
permaneció organizado conforme a un sistema feudal y cerrado a
Occidente por decisión propia. Mientras, Europa se fortalecía
militar y tecnológicamente. A mediados del siglo XIX
reaparecieron los europeos en Japón y, para males mayores,
también llegaron los americanos, esta vez con fuerza bélica
imposible de resistir. La reacción japonesa fue de humillación
colectiva. Por decisión propia los shogunes (lores japoneses)
decidieron asimilarse a los modos occidentales para hacerles
frente en igualdad de condiciones. En cuestión de una generación
(1866-1899) Japón pasó de ser una nación feudal, tecnológica y
militarmente atrasada, a una nación “occidentalizada”,
comparable en ciencia y fortaleza a las potencias europeas más
adelantadas. La asimilación japonesa fue voluntaria en pos de
desarrollar la fuerza económica y militar que le servirían de valla a
la penetración y dominio político del extranjero occidental50.
Durante todo el siglo XX los pueblos en vías de
desarrollo e inclusive los tercermundistas, hicieron esfuerzos
asombrosos por asimilar sus modos militares a los de las
potencias mundiales. Esto no sólo incluye la adquisición de
armamentos modernos, sino copiar la organización militar, el
sistema de mando y las estrategias. Se trata, por supuesto, de un
esfuerzo iluso. Como regla general para mantener su hegemonía,
las potencias no equiparan a los países compradores con su
propio nivel técnico-militar. Por otro lado, la posición de
fortaleza de dichos países con respecto a sus enemigos comunes

50
Nótese que la asimilación no tiene que darse al grado de convertir al
pueblo asimilado en un calco del pueblo asimilador. En este caso Japón
pasó por un proceso de transformación cultural que cambió los usos del
pueblo japonés pero no al punto de contradecir su esencia o idiosincrasia.
Se trata de un ejemplo de asimilación sociológica por adaptación, del que
hablaremos más adelante.

87
o potenciales, se mantiene igual, ya que éstos responden con
esfuerzos armamentistas similares. El esfuerzo de estos gobiernos
militaristas sólo sirve para transferir fondos a las potencias y de
paso perjudicar a sus propias poblaciones menesterosas al desviar,
para uso militar, aquel dinero que hubiese rendido mucho mejor
fruto en obras y servicios de beneficio social. Aun así, las
potencias han propiciado la asimilación militarista, a veces por
conveniencias geopolíticas y otras muchas por conveniencias
financieras.
Los ejemplos más claros de asimilación política y
económica se encuentran en las relaciones colonia-metrópoli.
Aunque en su esencia cultural o étnica la mayoría de las ex
colonias europeas se diferencian claramente de sus ex metrópolis,
las primeras prácticamente calcaron los sistemas políticos de las
últimas. Lo mismo puede decirse de sus sistemas comerciales y
financieros. En lo económico, por ejemplo, Hong Kong se
parece mucho más a Inglaterra que a China a la cual fue
reintegrada recientemente. Y, a pesar de su fuerte herencia
española, no cabe duda de que en lo referente a lo político y a lo
económico, Puerto Rico se parece mucho más a Estados Unidos
que a la antigua Madre Patria.
A pesar de los ejemplos anteriores, es importante destacar
que la asimilación política ha ocurrido aun entre pueblos de
similar jerarquía nacional. Por ejemplo, conforme iban cayendo
las monarquías, las naciones democráticas de Europa occidental
se organizaron conforme al estándar de democracia parlamentaria
del modelo inglés o del francés. Por otro lado, las incipientes
repúblicas de América del Sur lo hicieron conforme al modelo
presidencial de Estados Unidos. De una u otra forma, podría
decirse que la mayoría de las democracias modernas han sido
políticamente asimiladas a Inglaterra, Francia o Estados Unidos.
Como la asimilación implica la transformación de los
modos culturales de un pueblo para asemejarse a otro que
generalmente ejerce una influencia dominante sobre él, suele
verse como un proceso detrimental para el asimilado. La
implicación es que de algún modo la transformación supone un
cambio que gravita contra el asimilado porque menoscaba su
esencia original. En efecto, esto podría ser así, pero si la
asimilación se da gradual y voluntariamente y no supone la
desvaloración de la cultura original, no tiene que serlo. Para
88
entenderlo debemos diferenciar entre dos tipos de asimilación,
una por imposición y otra de carácter voluntario.

Asimilación por adopción forzada

En una relación dominante-subordinado, el pueblo


dominante podría intentar ejercer fuerza para hacer que el
subordinado adopte sus modos culturales de manera rápida. Esto
suele ocurrir cuando el dominador percibe al pueblo subordinado
como inferior, especialmente en el plano cultural, étnico o
político. Naturalmente, este sentimiento se refuerza cuánto más
diferentes son las culturas de ambos pueblos. Imaginemos las
siguientes situaciones como ejemplos de asimilación forzada:
obligar a mujeres musulmanas fundamentalistas a usar ajuar de
mujer occidental; requerir a miembros de una religión a renegar
de su credo en favor de otro; forzar a un ciudadano
puertorriqueño a clasificarse conforme a raza en vez de
nacionalidad; sustituir el idioma autóctono por otro; requerir a
mujeres cristianas que acepten la poligamia. Claramente estos
procesos de asimilación forzada serían denigrantes y
empobrecedores para aquéllos que tuviesen que sufrirlo. Puesto
que en una situación de asimilación forzada no todas las
alternativas culturales del pueblo dominante son congruentes con
las del otro o fácilmente asimilables, surgirá en el subordinado
una tensión sicológica que sólo podrá resolverse con una de dos
soluciones opuestas, o con la desobediencia o con la aceptación
de la imposición. En los ámbitos económicos, políticos o
jurídicos la desobediencia o resistencia explícita, suele conllevar
graves consecuencias para el pueblo sojuzgado. Pero para la
sociedad que cede culturalmente, los efectos sicológicos pueden
resultar ser tanto o más perjudiciales. La represión del valor
propio frente al extranjero se acompaña con dudas en torno a la
propia identidad y los individuos se sienten socialmente
desarraigados, apocados y frustrados. Según los entendidos en la
materia, la criminalidad, el refugio en las drogas, el sexo
desenfrenado, el desorden social y las altas incidencias de
problemas de salud mental que frustran la creatividad del pueblo,
son los resultados.

89
Durante el apogeo del imperialismo, todas las
modalidades de dominio cultural –artísticas, educacionales,
políticas, económicas, judiciales y militares– fueron ejercidas por
las potencias europeas, por la extinta Unión Soviética y por los
Estados Unidos, contra sus respectivas colonias. Dos obras de
sociología política merecen especial lectura para quienes interesen
compenetrarse con los efectos sociológicos y sicológicos que
surgen de estas formas abyectas de la relación metrópoli-colonia.
Éstas son, Los condenados de la tierra, de Franz Fanon, y
Retrato del colonizado, de Albert Memi. Aquí nos limitamos a
decir que en la medida que la metrópoli intenta trasplantar por la
fuerza sus modos culturales al pueblo colonizado,
simultáneamente menospreciando su cultura autóctona, surge un
clima de confrontación que escinde al pueblo entre aquéllos que,
apabullados por lo que perciben como una clara superioridad
cultural de la metrópoli, se someten a ella y adoptan un sentido de
claro menosprecio por lo propio y aquéllos que afirman su
identidad y la defienden aun a costa de entrar en claro conflicto
tanto con la metrópoli como con los nativos aliados a ella.
Si el precio que pagan los que se oponen abiertamente a
un régimen de asimilación forzada es la persecución política, el
encarcelamiento y el rechazo de muchos de sus propios
nacionales que prefieren jugar el juego de la complacencia con la
metrópoli, el precio que pagan los que se niegan a sí mismos es la
angustia existencial. Sicológicamente estos individuos se ven
forzados a vivir en la frontera de dos culturas: la suya, que
rechazan, y la extranjera, que no les brinda cabida ni
reconocimiento igualitario; la suya, que deben menospreciar para
aproximarse a la metrópoli, y la ajena, que deben armonizar con
su íntimo sentir aunque la perciben incongruente con él. El
resultado es que estos individuos se ven obligados a desmerecer
sus valores y creencias y con ello necesariamente se acompaña un
sentimiento de desvaloración que les hace sentir apocados,
avergonzados de sí mismos.
Los tres ejemplos siguientes ilustran el concepto de
asimilación forzada:

• En la desaparecida Unión Soviética dos opciones eran


claras para los nacidos fuera de Rusia, se asimilaban a

90
los modos rusos o se resignaban a ser ciudadanos de
segunda clase en sus propios países.
• En el Afganistán contemporáneo, el otrora
gobernante grupo Talibán imponía su
fundamentalismo islámico al resto de los afganos, con
pena de cárcel o amenaza de muerte para el que lo
resistiera. El carácter impositivo del fundamentalismo
talibán quedó evidenciado con el cambio abrupto en
el comportamiento social de miles de afganos,
inmediatamente después de la reciente intervención
militar de Estados Unidos y sus aliados en dicho país.
• Y, no lejos de nosotros, en Estados Unidos, los
americanos blancos forzaron a los indios nativos de
Norte América a optar entre asimilarse a los modos
anglosajones o la segregación en reservaciones.
Muchos de ellos escogieron la asimilación, pero, en
general, las altivas naciones indias prefirieron su
propia aniquilación en la guerra o su aislamiento en
las reservaciones para preservar sus culturas.

En nuestra discusión relativa al paradigma de estadidad


como culminación de la colonia (Capítulo 3) vimos cómo en la primera
mitad del siglo XX, Estados Unidos experimentó con asimilarnos
a sus modos culturales, usando el inglés como vehículo forzado
de enseñanza pública. Utilizó, además, todos los otros
mecanismos a su alcance: el patronazgo político, las presiones
económicas, la subordinación a su sistema judicial, la represión
policial y el reclutamiento militar obligatorio. Hasta la concesión
de la ciudadanía americana se hizo por encima de las objeciones
de nuestro liderato político, no por solicitud nuestra. Fue en ese
contexto que surgieron la mayoría de los paradigmas políticos que
se vinculan con nuestras opciones de estatus y que prevalecen
todavía en la corriente regular de nuestra sociedad, por pura
inercia. Así, con el estadoísmo se asocia la claudicación cultural
ante el americano por conveniencias políticas y económicas, con
el autonomismo se asocia el pragmatismo que acomoda el interés
del invasor pero salvando el espacio político mínimo necesario
para poder afirmar nuestra personalidad cultural puertorriqueña
no adulterada y con el independentismo se asocia la rebeldía, la

91
intransigencia, la indisposición a la colaboración con la metrópoli.
Al decir de muchos, la independencia se reservaba como “el
último reducto de nuestra dignidad”.
Los que hoy se oponen a la estadidad lo hacen porque
están imbuidos de estos paradigmas y siguen viendo en la relación
Estados Unidos–Puerto Rico una donde prevalece el intento de
asimilación forzada. Pero no es el caso. A partir del 1952, con el
ELA, Puerto Rico conquistó el espacio político y cultural que
requería para afirmar su identidad sin la confrontación cultural
que implicaba la política de americanización forzada. No es que
bajo el ELA no hubiese habido asimilación. La hubo y continúa
habiéndola. Pero se da en otro contexto social, caracterizado por
la adaptación dinámica del pueblo puertorriqueño ante su realidad
política, social y económica. Esa realidad es una fluida que
evoluciona junto con los cambios que ocurren en los Estados
Unidos y el resto del mundo. En fin, es una realidad radicalmente
diferente a la que generaron los paradigmas asociados al
imperialismo moderno y la Guerra Fría; una realidad que como
hemos visto requiere de nuevas interpretaciones y formas alternas
de respuesta política.

Asimilación por adaptación voluntaria

Hay momentos históricos en que determinado pueblo


aprecia la necesidad de cambiar usos y costumbres a fin de lograr
dignos objetivos sociales. Por ejemplo, un pueblo con tendencia a
tener gobiernos caudillistas podría apreciar el valor de mudarse a
modos más democráticos, un sistema educativo elitista podría
reconocerse como socialmente improductivo y discriminatorio, o
los elementos más progresistas de una sociedad clasista podrían
aceptar la bondad de un orden social fundamentado en la
igualdad. Confrontado, pues, con un nuevo desideratum, un
sector significativo de una sociedad podría plantearse la
conveniencia de modificar componentes fundamentales de su
cultura tomando como estándar los modelos culturales de otro
pueblo. Cuando se plantea esta transformación conforme a un
proceso flexible, permitiendo la adaptación cuando la adopción
no sea el mejor camino, se minimiza la tensión sicológica que
supone el cambio social cuando se detectan incongruencias

92
culturales. A este modo de “transculturación” la denominaré
asimilación por adapatación voluntaria51.
Carlos Alberto Montaner ha propuesto que la solución
para la superación de América Latina está en su emulación de lo
que él denomina el factor helénico.52 En esencia, lo que Montaner
propone es la asimilación de los elementos culturales
sobresalientes del credo liberal. Éste, como sabemos, tiene sus
raíces en la civilización occidental tanto en su manifestación
europea como norteamericana.
La Unión Europea es un sueño pan europeo que empieza
a cobrar forma. Éste supone sustanciales cambios políticos y
económicos que ya se están traduciendo en nuevas formas
culturales. Si el obrero español puede trabajar en Francia con
iguales derechos que los franceses, o un médico alemán puede
practicar medicina en Inglaterra sin tener que revalidar allí, ¿no se
conceptúan las formas ciudadanas de forma distinta a cómo se
hace ahora? ¿Seguirán viéndose unos y otros como extranjeros,
en el sentido clásico?53
El estado de Israel es el resultado de una asimilación
interna y masiva voluntaria. En este caso la asimilación ocurre en
torno a un imaginario nacional relativamente reciente, propuesto
por los padres del estado moderno de Israel, que funde historia,
idioma, religión, tradiciones y formas culturales nuevas, en una
aspiración de unidad colectiva. Muchos, si no la mayoría, de los
judíos de la diáspora que vinieron a constituir el Estado de Israel
sólo compartían el origen étnico y la religión que los cimienta por
sobre toda diferencia. Ni siquiera hablaban el mismo idioma, pues
siglos de separación en diversos países habían ido borrando el

51
Naturalmente que cuando digo que el pueblo decide su asimilación
voluntariamente, no se ha de entender que esto incluye a todos los
individuos. Como es natural, habrá siempre fuerzas de aceptación y
rechazo, argumentos que enfatizan los pro y argumentos que hacen hincapié
en los contra. En los asuntos políticos hay siempre una dialéctica entre
grupos que implica debate y confrontación, discusión álgida y desacuerdos.
La aceptación “voluntaria” es siempre la del o los grupos socialmente
dominantes.
52
Montaner, Carlos Alberto (1997).
53
Este libre intercambio de la fuerza trabajadora y profesional no es aún un
hecho concreto, pero se trabaja en los protocolos políticos que lo harán
posible.

93
hebreo de la memoria colectiva israelita. Todo eso cambió –o
más bien sigue cambiando– como resultado de un esfuerzo
consciente y deliberado por restablecer la nación judía en lo que
es hoy su estado político. Los que optan por la reintegración
israelita aprenden hebreo y se someten a una asimilación
multilateral mediante la cual cada grupo inmigrante aporta
diferentes modos culturales que se van transformando o
fundiendo con los modos prevalecientes de la población ya
establecida.
Tómese el ejemplo de Turquía. A pesar de ser una nación
musulmana, su liderato político llegó a la conclusión de que en lo
económico, tecnológico y militar debía parecerse más al occidente
cristiano que al oriente islámico. Se trata de una decisión muy
conflictiva y divisiva en su interior, pero ha tenido el resultado de
mantenerla fuerte, relativamente próspera y militarmente segura.
En China tenemos otro caso de asimilación por adaptación. Ésta
está asimilando su economía a los modos de producción y
distribución capitalista aunque todavía resiste asimilar sus modos
políticos a los sistemas democráticos. (Me parece, sin embargo,
que conforme avance la asimilación económica, surgirá presión
cultural por la asimilación política correspondiente.)
La asimilación voluntaria no suele ocurrir por simple
adopción pasiva sino por adaptación dinámica. Ésta se da
mediante un proceso psicológico que procesa el mensaje cultural
de los nuevos modos pasándolos por el filtro de la cultura
autóctona. Este fenómeno se conoce como codificación cultural;
lo nuevo se recibe pero se le asigna los códigos de la cultura
propia a fin de hacerlo “digerible”. Si se interfiere con el proceso
de codificación no ocurre la adaptación cultural, ni mucho menos
la adopción. Así, cuando los americanos intentaron forzar sus
modos culturales sobre los puertorriqueños se encontraron con
una valla sicológica que producía su rechazo. De ahí, la enorme
resistencia del pueblo a aceptar la enseñanza que se le impuso en
el idioma inglés a principios de siglo. Sin embargo, la situación
cambió. Cuando, por medio del Estado Libre Asociado, por fin
los americanos decidieron no forzar la asimilación en Puerto Rico
y se nos reconoció el derecho de manejar nuestro sistema
educativo y organizar nuestro gobierno local sin interferencias
directas, el proceso de codificación pudo ocurrir exitosamente. Si
alguna duda hubiere del grado de asimilación ya sufrido,
94
examínense con juicio crítico y comparativo la estructuración de
nuestra constitución, nuestro ordenamiento gubernamental, los
procedimientos judiciales, los sistemas de comunicación y los
modos de organización empresarial. Obsérvense las fuentes
didácticas a que recurren nuestros profesionales y técnicos, las
asociaciones profesionales a que pertenecen y el vocabulario que
usan. Considérense algunas prácticas sociales foráneas a nuestras
raíces hispánicas, como la celebración del día de Acción de
Gracias, Navidades con Santa Clause, y Halloween. Determínese
qué se come con más frecuencia, ¿las almojábanas que tanto
gustaban a nuestros abuelos o los “combos” de Burger King?
Como ejemplos adicionales, aquilátense la música que gusta a la
juventud, su modo de vestir, los programas de televisión y las
películas que prefiere.
En suma, cuando la asimilación se da por medio de un
proceso de adaptación voluntaria –sea por conveniencia o
necesidad– resulta ser beneficiosa y contribuye a la evolución de
los pueblos y su integración exitosa a la comunidad global. Otro
asunto es cuando la asimilación se produce por la fuerza. Los
opositores a la estadidad federada alegan que ésta representa un
peligro real de asimilación forzada. Mi contención es que podría
ser que sí, pero no necesariamente. Por el contrario, la estadidad
podría ser una oportunidad continuada de asimilación por
adaptación voluntaria, como lo ha sido el ELA desde su creación.
¿Cómo resultaría ser la estadidad en realidad? La forma como
Estados Unidos responda a su propio problema contemporáneo
de identidad nacional será el factor determinante para saberlo.

¿Monoculturalismo o pluriculturalismo?: para el


estadoísmo la diferencia es vital

La cultura de un grupo social se refiere a su particular


sistema de comportamiento colectivo (costumbres, tradiciones,
ordenamiento político y jurídico, relaciones sociales,...) y al
producto material que surge de ese comportamiento (arte,
tecnología, industria, vestimenta,...). La cultura ejerce influencia
normativa y axiológica sobre el grupo social porque emana de una
cosmovisión (filosofía, ciencia, religión, mitología, ética,...) que
define sus creencias, valores y pautas de conducta. De este modo,

95
la cultura permite formular juicios de valor respecto a qué es
bueno o malo, procedente o improcedente, aceptable o no.
Siendo así, no es difícil comprender por qué dos pueblos de
culturas disímiles se sienten en inmediato conflicto cuando se ven
forzados a profundizar sus relaciones más allá de una interacción
relativamente superficial. Precisamente, la intolerancia étnica tiene
su origen en la incapacidad de ciertos grupos a moldear o
flexibilizar sus códigos culturales para adaptar o asimilar
influencias externas. Pero lo contrario también ocurre.
Atestiguando la extraordinaria capacidad humana para la
adaptación, muchas sociedades han aprendido que la convivencia
requiere apreciación de las diferencias culturales y si no
apreciación total, sí entendimiento y tolerancia.
La manera en que una nación-estado concibe su ser
nacional o identidad puede propiciar o no la convivencia en su
seno de grupos étnicos diversos, en estado de igualdad política y
respeto a sus peculiaridades culturales. Si la nación-estado da
espacio a la cohabitación de múltiples nacionalidades o formas
culturales, decimos que la nación es pluricultural. Si, por el
contrario, se define como culturalmente homogénea, la nación es
monocultural. En tal caso la expectativa es que las minorías
étnicas que allí viven se vayan asimilando a las formas culturales
nacionales previo a su inserción como ciudadanos de esa nación
con sus plenos derechos. En ese contexto, es claro que las
opciones anexionistas de estatus, especialmente la estadidad,
dependen en gran medida de cómo Estados Unidos se ve a sí
mismo. ¿Es una nación-estado monocultural o pluricultural?54
Hace unas cuantas décadas, monocultural habría sido la respuesta
más próxima a la realidad. Hoy, hay suficientes elementos de
cambio social en el interior de Estados Unidos como para
hacernos dudar. En dicho país pugnan dos imaginarios de
identidad: una que insiste en la homogeneidad cultural de la
nación –e pluribus unum– y la otra que propone la pluralidad étnica
como signo definitorio –fortaleza en la diversidad. Qué imaginario
nacional terminará por imponerse es algo que no me aventuro a
adivinar. Creo que la transición de Estados Unidos a una nación

54
Para un interesante resumen del dilema de identidad nacional que sufre el
pueblo americano, refiero al lector a García Passalacqua, Juan Manuel
(1999).
96
pluricultural es plausible, aunque ciertamente no definitiva. El
asunto requiere un poco de análisis.

El concepto de identidad

La identidad se refiere a un conjunto de distintivos


culturales que dan significado y sentido de unidad a un grupo
social, permitiéndole diferenciarse de otros colectivos sociales.
En sentido estricto, el “individuo” que se describe como
poseedor de la identidad no es uno real sino un ente
representativo del conglomerado al que se asocia. Es decir, es un
prototipo social, un imaginario. Por medio de éste se refleja un
consenso interpretativo del significado que el grupo da a su
particular biología y geografía, y a sus respuestas o modalidades
filosóficas, religiosas, científicas, sicológicas y artísticas en su
devenir histórico.
Conforme con lo expuesto, aquello que denominamos
“identidad nacional” no es más que el imaginario de identidad del
grupo social dominante o, al menos, una identidad negociada
entre varios grupos dominantes. Pero no siempre se logra
consenso. En tal caso, el país sólo tiene dos alternativas: queda
sometido a una pugna ideológica y cultural en la cual cada grupo
intenta imponer su cosmovisión o acepta la coexistencia de
múltiples identidades sociales y se admite una tensión dinámica y
democrática entre los sujetos sociales identificados con esas
identidades.
En el primer caso se adopta una concepción reduccionista y
esencialista de la identidad, llamada así porque cada grupo intenta
reducir la realidad del sujeto social a su percepción particular de
identidad, conforme con un conjunto de elementos distintivos
esenciales. La concepción reduccionista es monoculturalista pues
visualiza al ente nacional como un individuo de características
homogéneas y claramente diferenciables de otros grupos étnicos
y nacionales. En el segundo caso la concepción del ente nacional
es pluriculturalista, reconociéndose la tensión de las diferencias
culturales entre los grupos principales que cohabitan la nación.
Lo distintivo de esta perspectiva es que se acepta la presencia de
múltiples identidades que enfatizan sus diferencias como modos

97
de autoafirmación, al tiempo que se buscan fórmulas de equilibrio
social y político que permitan su coexistencia.
En naciones políticas con distintas etnias o grupos
sociales bien diferenciados, la concepción reduccionista de la
identidad nacional se convierte en exclusionista, pudiendo
acarrear graves problemas de marginación y conflicto social. En
México, por ejemplo, y a pesar de la retórica de unidad, la
concepción de identidad nacional del grupo dominante
ciertamente excluye a los indios Maya de Chiapas. Igual ocurre
con otros países de la América hispana, donde el indio e inclusive
el mestizo queda marginado. Los múltiples conflictos de la
Yugoslavia moderna han tenido su origen en el intento de una
etnia particular –la serbia– por excluir a las otras que, por siglos,
allí cohabitaban. En contraste, si se adopta una perspectiva
pluricultural el espacio de convivencia para los grupos
diferenciados, aunque más complejo, es más amplio. Aplica aquí
lo que Kevin Hetherington55 nos explica respecto a la formación
de múltiples identidades:

El espacio [en el que se forma la] identidad es uno heterogéneo,


doblado, paradójico y accidentado en el que una posición distintiva y
singular no es posible ... Es por medio de identificaciones con otros,
pudiendo éstas ser múltiples, superpuestas o quebradas, que la
identidad –en el sentido de autoubicación y pertenencia con otros– es
lograda. [Traducción nuestra.]

Tómese el caso de Irlanda del Norte. En dicho país


pugnan dos concepciones de la identidad nacional, una definida
alrededor de la religión católica y la otra alrededor de la
protestante. A pesar de que entre ambos imaginarios nacionales
hay muchos más puntos en común que disímiles, son las
diferencias, con sus saldos sangrientos, las que han prevalecido
hasta ahora. Nos parece que una salida al conflicto irlandés está
en reorientar su posición respecto a su nación, reconceptuándose
culturalmente no como un pueblo homogéneo sino como un
pueblo con dos variantes culturales, que aunque distintas,
permiten la cohabitación pacífica. Parece ser que por ese camino
van andando.

55
Hetherington, Kevin (1998).
98
Naciones pluriculturales

Las naciones que se definen como entidades


pluriculturales son poco abundantes, pero hay algunos ejemplos
dignos de mención. Canadá salta a la vista. Allí han podido
interactuar cultura anglosajona y francesa por tiempo
significativo. Las tensiones existen, sin dudas, y son notables,
pero hasta ahora ha prevalecido la voluntad de unidad.
Suiza es otra nación fundamentada en el
pluriculturalismo. Este ente nacional comenzó a forjarse a
principios del siglo XIII cuando tres grupos, de origen francés,
alemán e italiano, unieron sus fuerzas para oponerse al dominio
del emperador alemán, Rodolfo de Habsburg. La integración
política de estos tres grupos dio lugar a la Confederación Suiza de
1499. Aún hoy, este pueblo, uno de los más prósperos del
mundo, mantiene su unidad nacional e integración en un
contexto pluricultural cuya característica sobresaliente es que en
el país se habla indistintamente el francés y el alemán y, con
bastante frecuencia, también el italiano. Otra particularidad
pluricultural del pueblo suizo es que logra vivir en armonía
religiosa aunque tanto la Iglesia Católica como las protestantes
tienen presencia notable.
En la España contemporánea se hace un experimento de
integración pluricultural digno de observarse. El conjunto de
provincias que constituyen la nación-estado española incluye a
lugares tan culturalmente disímiles como Galicia, el País Vasco y
Cataluña. Las tensiones del choque cultural se hacen
particularmente visibles ante la insistencia de las provincias por
usar sus lenguas autóctonas en lugar del español y algunos
grupos, como los etarras, plantean la necesidad de la
independencia total. Aún así, la unidad se mantiene y no por la
fuerza de las armas sino por el acomodo político que va creando
mecanismos democráticos que viabilizan la convivencia. El saldo
final es todavía incierto. Pero parece ser que la unidad en la
diversidad será la solución a la pugna cultural de las
nacionalidades españolas.
La Unión Europea es otro experimento contemporáneo
de pluriculturalismo, esta vez a nivel transnacional. Sí, porque
aunque el foco dominante de la integración es económico, los

99
países constituyentes van creando estructuras políticas y jurídicas
que los van llevando a la conformación de una confederación que
crece gradual y flexiblemente, dando oportunidad al ajuste. La
meta europea es la unión pero no mediante la fusión cultural de
cada nación sino mediante la convivencia pluricultural de sus
sociedades. El proceso de asimilación multidireccional habrá de
ocurrir, pero su naturaleza voluntaria y gradual minimizará las
tensiones del proceso y, con toda probabilidad, enriquecerá al
colectivo resultante.

¿Y Estados Unidos?

Estados Unidos es un país en el que cohabitan muchos


grupos étnicos de distintas culturas. Sin embargo, hasta hace muy
poco, su imaginario de identidad colectiva no se planteaba como
pueblo heterogéneo y pluricultural sino como crisol de razas. La
diferencia es fundamental. Según el imaginario del crisol de razas,
Estados Unidos se reconoce como amalgama de individuos de
múltiples etnias que en busca de oportunidades que no le son
asequibles en sus propias naciones, están dispuestos a fundirse –o
más bien a forjar– una nueva cultura nacional, caracterizada por
la supremacía de la libertad política y religiosa, y la valoración del
individuo en función de su trabajo. En teoría, aunque se
conservan elementos culturales de las naciones de las que son
oriundos, estos individuos se desligan voluntariamente de éstas en
ánimos de crear una nación sustituta. Así, el nacional resultante
es, en efecto, un individuo de características culturales nuevas,
siendo éstas las características nacionales del americano
estadounidense.
Mientras Estados Unidos fue un país cuya principal
inmigración venía de la Europa Protestante el paradigma del
crisol de razas trabajó bastante bien. Cuando comenzó el influjo
de los europeos católicos la asimilación del inmigrante resultó
más difícil, pero aún en estos casos –gracias al carácter secular del
estado americano– después de dos o tres generaciones la
absorción cultural se completaba con bastante éxito. Quedaban
sin embargo, muchos grupos étnicos en Estados Unidos para
quienes el paradigma del crisol de razas no trabajaba. Primero,
porque dichos grupos no eran susceptibles a la homogeneidad

100
cultural a la americana y segundo, porque los propios americanos
oriundos de Europa mostraban desdén hacia ellos. Me refiero,
claro está, a los negros, los hispanos y los asiáticos.56.
En Estados Unidos, durante el siglo XIX y buena parte
del XX, el paradigma de la supremacía étnica del blanco civilizado
se tradujo en acciones de menosprecio y persecución contra las
minorías. En el sur se entronizaron las leyes de segregación,
legalizando las injusticias contra los negros y neutralizando los
pocos avances logrados como consecuencia de la Guerra Civil.
En California se aprobaron leyes de segregación contra los
japoneses y se intentó limitar su inmigración. Mientras, los
periódicos mantenían vivo el odio racial publicando artículos
inflamatorios contra la llamada “amenaza amarilla”. En cuanto a
los latinoamericanos, éstos se consideraban inferiores e
incapacitados para el buen gobierno. Ese prejuicio se traduciría
en un trato discriminatorio contra el hispano que sólo en las
últimas décadas del siglo pasado habría de amainar.
Mientras las minorías excluidas del “sueño americano”
eran proporcionalmente pequeñas en comparación con el
estadounidense blanco típico la situación no representó mayores
problemas para el imaginario nacional americano. Sin embargo,
toda relación de desigualdad tarde o temprano engendra
oposición y lucha. Con el correr de los años las minorías
americanas fueron aumentando en número, exigiendo y ganando
el merecido reconocimiento de sus derechos y obteniendo
influencia al aprender cómo insertarse exitosamente en la política
nacional americana.
Y no lo han hecho mal. Aunque queda todavía mucha
brecha por cubrir, hoy Estados Unidos da muestras de ser una
nación inclinada a aceptar la valía de sus ciudadanos, irrespectivo
de su origen étnico. Las políticas de acción afirmativa, las
decisiones judiciales en pro de los derechos civiles y la voluntad
de convivencia pacífica en el seno de la sociedad estadounidense
abrieron puertas a las minorías. El signo más visible de esto está
en el actual Secretario de Estado, Colin Powell. ¿A penas unas
décadas atrás, ¿quién habría imaginado que un afroamericano

56
Por supuesto que en Estados Unidos hay otros grupos minoritarios –
palestinos, árabes, hindúes, paquistaníes,...– que no destaco por ser
proporcionalmente pequeños hasta ahora.

101
accedería a tan importante, neurálgica y visible posición de
liderazgo nacional? Y, ¿quién es la Consejera del Presidente en
Asuntos de Seguridad Nacional? Condoliza Rice, otra
representación prestigiosa de la comunidad afroamericana y,
además, ¡mujer!. Los hispanos, muchos de ellos puertorriqueños,
también han ascendido en la escala social y económica americana,
ocupando posiciones de prestigio y gran reconocimiento público,
tanto a nivel privado como gubernamental. Tenemos figuras
distinguidas en la judicatura federal, las fuerzas armadas y el
Congreso. En el mundo del espectáculo, nuestros artistas están
entre los más cotizados, nuestros científicos e ingenieros ocupan
posiciones de liderazgo en la NASA y otras instituciones de alta
tecnología, y contamos con un grupo de profesionales que en
suelo norteamericano ocupan altas posiciones gerenciales y
técnicas en compañías multinacionales de renombre. Decir que
las minorías americanas alcanzaron ya la plena igualdad política y
económica sería incorrecto, pues queda aún mucho trecho que
cubrir. Pero, a la inversa, decir que las minorías siguen
condenadas irremediablemente por el racismo y el prejuicio es
falsear la realidad.
La incrementada sensibilidad étnica de la sociedad blanca
americana típica hacia sus minorías no es simple religiosidad o
altruismo. Es un asunto de sobrevivencia. Sí, porque la
demografía americana ha ido cambiando progresivamente, al
punto en que sus llamadas minorías sobrepasarán el 50% de la
población en unos cincuenta años. Y el grupo de mayor
crecimiento es precisamente el de los hispanos. Hoy éstos
constituyen el 12% de la población y se estima que en cinco años
superarán numéricamente inclusive a los afroamericanos. Así que
para el 2050 el White-Anglo-Saxon-Protestant (WASP) no será el
americano típico, sino que en comparación con el resto de la
población estadounidense será simplemente otro grupo. Por lo
tanto, a éste le va la vida asegurarse de que la sociedad americana
adquiera la capacidad de convivencia en un contexto pluricultural
y multiétnico. Adoptando una idea de Néstor García Canclini, se
trata “no de disolver las diferencias, sino de volverlas

102
combinables”.57 Pero, ¿lo han reconocido así los americanos?
Unos sí y otros no.
Los americanos tradicionalistas se acogen al paradigma
del crisol de razas como solución a lo que ellos identifican como
el problema étnico, con sus tendencias desintegradoras de la unidad
nacional. Pero, por otro lado, están los que plantean el
paradigma de fortaleza en la diversidad, según el cual la nación se
enriquece con la multiplicidad étnica y cultural que en ella reside.
Para los primeros, el reto es lograr que mediante un proceso de
efectiva educación y mediante adecuadas políticas de integración,
las minorías se asimilen al modelo monocultural, es decir, que se
fundan en el crisol de razas dando como resultado un americano
culturalmente homogéneo. Para los segundos, el reto es
establecer mecanismos sociales y políticos que concedan
oportunidad razonable a cada grupo para acceder a los centros de
poder económico y decisionales por medios democráticos, sin
alterar los entendidos mínimos que puedan acordarse para
viabilizar la convivencia en un contexto pluricultural. Claramente
en esos “entendidos mínimos” tienen que estar el respeto a la
singularidad identitaria de cada grupo, por un lado, y el
reconocimiento, por el otro, de que dicha singularidad no puede
construirse invadiendo el espacio cultural de los demás ni en
extremismos que inciten reacciones defensivas o moralistas,
definidos desde imaginarios culturales irreconciliables.
Una apreciación de las tendencias sociales y políticas de
las últimas décadas me hace pensar que el paradigma de la
diversidad ha ganado suficiente momentum y aceptación como
para que pudiera ser el que predomine. Es fácil darse cuenta
cómo los grupos insisten en destacar su singularidad. Nótese, por
ejemplo cómo se enfatiza en el origen étnico –afroamericano,
italoamericano, francoamericano, hispánico–; cómo se establecen
premios separados para los cantantes y actores negros, hispanos y
blancos; cómo se distribuyen fondos federales conforme a
etnicidad –por ejemplos, para programas educativos se distingue
entre los Minority Serving Institutions (MSIs) que dan servicios a
colegios negros, hispanos, hawaianos e indoamericanos– y en el

57
García Canclini, Néstor (1999), p. 123.

103
Congreso, los legisladores se agrupan en un caucus blanco, negro
o hispano.
Para los estadoístas, el devenir histórico del imaginario
nacional de Estados Unidos les resulta crítico. Si prevalece la
concepción monocultural, es decir, el paradigma del crisol de
razas, no hay espacio para un estado hispano en el sistema
americano. Pero si se impone el paradigma de fortaleza en la
diversidad donde los grupos coexisten sin pretensiones de
dominio o absorción de unos sobre otros, un estado hispano es
perfectamente viable. Como ilustración del dilema, examínense
las expresiones del senador Daniel Patrick Moynihan58 con
motivo de las discusiones en torno al estatus de Puerto Rico en el
Congreso en 1990:

A fin de cuentas, los grandes asuntos planteados aquí son


cívicos, no económicos. ¿Quieren los puertorriqueños
convertirse en americanos? Porque eso es lo que implica
ineludiblemente la estadidad. ¿O quieren preservar una
identidad separada?

Contrástese ahora esa posición con la adoptada por el ex


presidente William J. Clinton al expresarse ante la Asociación de
Gobernadores Demócratas el 22 de febrero de 1998, un mes
antes de que el Proyecto Young se bajara a votación en la Cámara
de Representantes federal:

Hay quien cuestiona la opción de estadidad por la cultura


hispánica de Puerto Rico. Con todo respeto, discrepo con
ellos. Después de todo, esto es un asunto del siglo XXI para
los Estados Unidos... La esencia de esto no es Puerto Rico, si no del
resto de nosotros. ¿Qué es nuestra cultura? ¿Cómo podemos hacer a los
Estados Unidos una nación más diversa? (Énfasis añadido.)

Como bien lo percibe Clinton, el caso de Puerto Rico


exacerba en los americanos su propio problema de identidad
nacional: ¿es nación monocultural o pluricultural? Por eso el
Congreso evade contestar. Pero Puerto Rico necesita presionar el
asunto. Nosotros necesitamos una respuesta ahora.

58
Citado en Berríos Martínez, Ruben (199?), p. 117.
104
Nacionalidad puertorriqueña: evolución y estado
actual

En múltiples libros relativos a la situación puertorriqueña


a principios del siglo XX, se citan ejemplos de funcionarios
norteamericanos de la época expresándose sobre Puerto Rico en
el sentido de ser, en su mayoría, una gente poco instruida, de
subculturas diversas, parlante de una especie de patois del
castellano, en fin, un conglomerado, pero no una nación en
sentido estricto. El sentimiento era compartido por la élite
puertorriqueña de entonces. Ésta veía a Puerto Rico como nación
amorfa, aún en gestación. No hay que olvidar que –salvo por un
puñado de ilustres separatistas– previo a la llegada de los
norteamericanos la élite puertorriqueña se conceptuaba española.
Sí, se reconocían las diferencias regionales entre el español de
España y “el criollo” pero ello no quería decir que mirasen a
Puerto Rico como nación, ni siquiera en el sentido cultural. En
ese contexto, no resultaba del todo extraño que con el
desplazamiento de España por parte de Estados Unidos la élite
puertorriqueña se sintiera desarraigada, sin una nación con la cual
identificarse. Sólo así puede entenderse que apenas iniciado el
dominio norteamericano, un buen número de líderes
puertorriqueños hablaran de sustituir el español por el inglés y
americanizarse lo más rápido posible. Ello incluía personalidades
de la talla de José Celso Barbosa, José Julio Henna, Rosendo
Matienzo Cintrón, Federico Degetau, José Tous Soto y Manuel
Zeno Gandía59. Lo veían como un proyecto nacional viable para
un Puerto Rico que aún no se percibía como nación claramente
definida y diferenciada. La siguiente cita de Barbosa60 nos ilustra:

Estando nosotros ligados al pueblo americano por accidentes


geográficos, por vínculos comerciales, y, últimamente, por
leyes inapelables de la historia, deberíamos realizar un gran
esfuerzo... para insuflar en nuestro espíritu el pensamiento
redentor de aquel gran pueblo.

59
La realidad política habría de hacer que algunos de los mencionados,
frustrados e injuriados, migraran ideológicamente hacia la independencia o
el autonomismo según el modelo canadiense.
60
Citado en Meléndez, Edgardo (1993), p.52.

105
... Al defender la americanización de la Isla, lo hemos hecho
porque deseamos que nuestro futuro gobierno esté
cimentado en iguales instituciones democráticas en que se
cimentó esa gran república y que nuestro país asimile todo
aquello que ha hecho grande y poderoso al pueblo americano.

Claramente en la mentalidad de la época, la americanización no


representaba conflicto alguno con la nacionalidad puertorriqueña.
Ésta ni siguiera se percibía como conclusa sino más bien en
estado embrionario. Pero las diferencias marcadas entre los
puertorriqueños y los norteamericanos, unidas a la soberbia
imperialista y al desdén racista de estos últimos –que en la época
se exhibían sin tapujos– fueron suficientes para que la mayoría de
los líderes del patio comenzaran a mirarse a sí mismos como
grupo diferenciado, unido entre sí por geografía, historia,
tradiciones, lengua y biología. Es entonces cuando Puerto Rico
realmente empieza a concebirse como grupo nacional.61Así lo
expresaría, a principios de la década del 30, el presidente del
Partido Unión Republicana y líder estadoísta, Tous Soto, ya
amargado por la frustración que en él produjo el rechazo del
estadounidense y convencido, en las postrimerías de su vida, de la
imposibilidad de la estadidad por razones políticas y culturales:
“Seremos americanos a flor de epidermis, pero en lo profundo de
nuestro ser ... seremos borinqueños intransmutables”62.
La afirmación más radical de nuestra nacionalidad ocurre
desde el Partido Nacionalista. Pedro Albizu Campos, su
presidente, desarrolla un discurso claramente antiamericano y pro
independencia. Cónsono con la ideología nacionalista plantea el
problema del país como un desideratum entre la afirmación del
ser puertorriqueño y su negación: “Está sobre el tapete la
61
Estoy consciente de que muchos ubican el surgimiento de la nación
puertorriqueña en el siglo XIX. Concuerdo que desde entonces el
conglomerado puertorriqueño comienza a reconocer su diferencia al
compararse con el español. Pero, políticamente y culturalmente dichas
diferencias nunca se percibieron de grado tal como para que surgiera en la
élite puertorriqueña dominante la noción de nacionalidad diferenciada de la
española. El pueblo masa, por supuesto, era otra cosa. Pero éste nunca fue
protagonista en nuestros escenarios políticos, salvo en tiempos más
recientes. Así, es en el siglo XX cuando realmente se plantea, tanto por la
élite como por las masas, la realidad de la nación puertorriqueña.
62
Citado en Meléndez, Edgardo (1993), p.87.
106
suprema definición: o yanquis o puertorriqueños”. Luis Muñoz
Marín también se declararía nacionalista. “Soy [le escribía en
1932 al gobernador Roosevelt] nacionalista radical, por razones
morales y de altivez colectiva no debatibles y por razones
económicas que siempre estoy dispuesto a debatir”63. Y, aunque
con una actitud menos beligerante, como nacionalista, también
Muñoz veía la independencia como la única solución al
desideratum político y cultural que planteaba Albizu. Cuaja así
nuestro primer imaginario como ente nacional realmente diferenciado de la
metrópoli. Y para los más compenetrados con tal imaginario, su afirmación y
desarrollo requería de un estado propio e independiente.
Los intereses geopolíticos de Estados Unidos eran
incompatibles con la independencia. Pero ante la crisis, la
metrópoli haría sus ajustes. Por el lado político, se desvinculó de
los líderes puertorriqueños tradicionales. Éstos se encargaron de
corromper el proceso electoral, recién abierto para las masas,
convirtiéndolo en una vergüenza nacional. A pesar de su retórica
populista, la élite puertorriqueña siempre miró al vulgo con
desdén. Además, recurrieron a las componendas partidistas para
fortalecerse contra los grupos obreros, que luchaban por mejores
condiciones de vida, y contra los nacionalistas, que procuraban la
independencia. El gobierno norteamericano comprendió que por
medio de ellos no habría modo alguno de apaciguar al pueblo.
Había, sin embargo, un nuevo líder a la vista, el joven Luis
Muñoz Marín. Éste mostraba el arrojo y el apasionamiento de los
nacionalistas pero realmente era de tendencia liberal, algo que no
representaba problema ideológico para el gobierno
estadounidense, liderado a la sazón por el paladín del liberalismo
norteamericano, el presidente Franklin D. Roosevelt. El
gobernador de turno en Puerto Rico, Rexford Guy Tugwell,
también era un intelectual liberal comprometido con las causas
sociales. Entre él y Muñoz hubo resonancia inmediata. Y resultó
bueno para Puerto Rico dada la otra resonancia, la de Muñoz con
su pueblo.
Por el lado social el gobierno americano comenzó a aliviar
los problemas de escasez, desempleo y pobre salud con los
paliativos de los programas del Nuevo Trato de Roosevelt. La

63
Citado en Maldonado Denis, Manuel (1969), p. 114.

107
estrategia iba dando resultado. Por fin el gobierno colonial
adoptaba una política sensible al dolor y las necesidades del
pueblo. Pero no era suficiente. El reclamo político para el
autogobierno seguía en pie. Y también seguía en pie la lucha por
afirmar la cultura puertorriqueña, simbolizada muy especialmente
por la resistencia a utilizar el inglés como idioma forzado en las
escuelas públicas. Sin embargo, no habría de haber tregua para
los que predicasen la separación respecto a Estados Unidos. Se
acrecentó la represión contra los independentistas, fuesen o no
nacionalistas.Hablar de nuestra cultura, izar la bandera
puertorriqueña o cantar una canción como Preciosa habría de verse
con suspicacia. Claro que tal situación no podría sostenerse por
mucho tiempo. Se requería una válvula de escape que diera salida
al reclamo legítimo por el autogobierno y a una expresión cultural
no inhibida del pueblo. Esa salida fue el Estado Libre Asociado.
El ELA representó un trueque implícito entre el PPD y
Estados Unidos. El primero abandonaría su prédica en favor de
la independencia y el segundo permitiría al pueblo puertorriqueño
conformar un gobierno propio con el suficiente espacio político,
económico y cultural para experimentar soluciones autóctonas a
sus problemas. Siempre ha habido debate respecto a si, en efecto,
el espacio político y económico concedido por el ELA fue
suficiente. Pero respecto a lo cultural, no hay dudas de que el
ELA ha permitido al pueblo su desarrollo y fortalecimiento
natural. La oportunidad de organizar un gobierno con atributos
de autónomo y poder experimentar alternativas de desarrollo
social y económicos sin el veto inmediato de los norteamericanos,
dio a los puertorriqueños salida a su inteligencia colectiva y
contribuyó a que pudiera probar, en la práctica, su capacidad para
el autogobierno. Gracias al ELA se pudo redirigir el proceso
educativo en español y en congruencia con nuestras costumbres y
tradiciones. Además, se establecieron instituciones que exaltaban
la cultura propia. Los medios de comunicación teleradiales
abrieron espacios para la expresión artística –música, drama,
comedia– que sirvieron para masificar la cultura popular. El
influjo de la cultura americana continuó, por supuesto, pero esta
vez ejercimos la libertad de incorporarla gradualmente, conforme
a nuestros códigos culturales. De la asimilación por adopción
forzada pasamos a la asimilación por adaptación voluntaria.

108
Bajo el ELA la nación puertorriqueña se concibe como
expresión cultural colectiva que no requiere de un estado político
para su existir. Precisamente, el divorcio entre el concepto de
nacionalidad y el estado político es la segunda etapa en la evolución del
imaginario de la nación puertorriqueña. Este nuevo paradigma, que ya
no requiere de la independencia pero sí de un régimen político
con autonomía cultural, fue un gran paso de avance. Permitió un
consenso en la sociedad puertorriqueña detrás del PPD que se
tradujo en voluntad política unitaria para dedicarse, por más de
dos décadas ininterrumpidas, al mejoramiento de la sociedad en
todos los órdenes, incluyendo su transformación de una sociedad
agraria a una sociedad industrial.
El discurso estadolibrista facilitó la unidad de las fuerzas
puertorriqueñistas que, en su mayoría no eran independentistas
nacionalistas. Sin embargo, se dejó en pie el muro culturalista
que diferenciaba entre los que aspiraban a la estadidad y los que
no.
Los primeros se pintaban como antipuertorriqueños
avergonzados de sí mismos y dispuestos a disolver su identidad
nacional a cambio de la seguridad política y económica que sólo
concebían como parte de la integración. Duele reconocerlo, pero
no se trataba de una simple caricatura. Los estadoístas –y
debemos añadir que muchos autonomistas también– sentían la
urgencia sicológica de exaltar los modos culturales
estadounidenses y simultáneamente disminuir los propios. Era la
respuesta de los espíritus colonizados que creyeron incompatibles
la integración a Estados Unidos y la afirmación de la nacionalidad
puertorriqueña. El estadolibrismo también prolongó la condición
de anatema de ciertas expresiones nacionalistas previamente
identificadas con el independentismo. La exhibición de la bandera
puertorriqueña, las canciones patrióticas, las expresiones literarias
puertorriqueñistas, la exaltación de los valores autóctonos en las
escuelas y universidades y la identificación afectiva con Latino
América, eran recibidas con sospecha de sedicionismo velado. El
estadolibrismo fue, por lo tanto, un discurso que rechazaba los
extremos de los pensamientos independentistas y estadoístas de la
época y los sustituía por un discurso de consenso que oponía la
necesidad de trabajo social y modernización a la esterilidad y
divisionismo que se asociaban al debate del estatus.

109
Con el correr del tiempo, bajo el ELA la realidad social
fue cambiando y con ella la masa puertorriqueña. Si miramos con
cuidado, advertiremos que el signo dominante de esa
transformación ha sido solidificar nuestra cultura en una que
110

integra lo tradicional con lo moderno, y que acepta y valora la


interrelación con Estados Unidos en un contexto de apreciación
por lo autóctono. Esta metamorfosis boricua se da y se refuerza
simultáneamente con un cambio social en Estados Unidos. Éste
se ha convertido en un estado político de mayor equidad entre
sus ciudadanos y más tolerante de la diversidad cultural y racial.
Como consecuencia, se ha reducido la tensión que antaño
representaba el espectro de la americanización forzada sobre
Puerto Rico. El efecto inmediato de esto ha sido el surgimiento
de un movimiento estadoísta que se define desde la cultura
puertorriqueña y no en oposición a ella como solía ser. El
concepto de estadidad jíbara de Luis Ferré, expuesto en 1967, es
una manifestación de esto. Al énfasis cultural de lo propio frente
a lo americano se añade un estadoísta de nuevo cuño, cuya marca
sobresaliente es no hacer genuflexión ante el americano. De ser
un puertorriqueño dócil que justificaba todo lo que proviniese del
Norte, ha pasado a ser un puertorriqueño que se siente igual en
dignidad y derechos al anglosajón.
Ha sido el ex gobernador Pedro Roselló el mejor
exponente de este nuevo tipo estadoísta. En Estados Unidos se
insertó como líder, no como seguidor. Allí fue elegido por los
gobernadores del sur y también por los gobernadores demócratas
para presidir sus respectivas organizaciones. Y es bien sabido que
su voz tenía peso en la Oficina Oval. El acuerdo Clinton-Roselló
en torno al caso de Vieques es prueba de ello. Por mucho que la
pequeñez política local lo quiera desmerecer, este acuerdo fue un
logro que muy pocos gobernadores estatales habrían podido
lograr en circunstancias similares. Veamos los detalles.
El 19 de abril de 1999 el ciudadano civil, David Sanes,
perdió la vida como resultado de una bomba que por error estalló
cerca de él. La bomba fue lanzada durante unos ejercicios bélicos
de la Marina en Vieques. ¿Cuál hubiese sido la respuesta
inmediata de un gobierno pro americano en el pasado? La
respuesta es obvia: habría clasificado el incidente como un
accidente que no obstante ser de lamentable consecuencia era de

110
esperar que ocurriera alguna vez en ambientes militares. Luego de
reconocer la necesidad de indemnizar a los familiares de Sanes y
“requerirle enérgicamente” a la Marina que revisara y reforzara
sus medidas de seguridad para prevenir futuros accidentes, habría
colaborado con la Marina para cerrar el caso en aras de “nuestra
contribución a la seguridad nacional”.
Pero no fue así. Uno de los primeros en condenar el
incidente como inaceptable fue el gobernador y presidente del
PNP, Pedro Roselló. Inmediatamente nombró una comisión
especial para evaluar el incidente y proponer una política pública
al respecto. La comisión, presidida por la entonces Secretaria de
Estado, Norma Burgos, incluyó una representación de Vieques y
al alto liderato político, social y religioso del país. Luego de un
amplio estudio, la comisión determinó que la Marina había
incumplido sus compromisos legales para con los ciudadanos de
Vieques y que por años había estado actuando en craso
menosprecio de la integridad ambiental de la Isla y adoptando un
comportamiento de indiferencia negligente a los problemas de
salud y pérdida económica que sus prácticas militares causaban.
Su recomendación fue solicitar que la Marina cesara sus
bombardeos y saliera de Vieques a la brevedad posible. Y así lo
aceptó el gobierno PNP, adoptando las recomendaciones como
política pública. El gobierno anunció, además, que si los medios
políticos no lograban detener a la Marina, recurriría a los
tribunales federales para lograrlo.
El resto es historia conocida. El presidente William J.
Clinton nombró a un grupo de cuatro conocidos expertos
militares –conocido como el Panel Rush, por el apellido de su
presidente– que recomendó que la Marina redujera sus prácticas y
buscara alternativas para su eventual salida en un período de
cinco años. Con algunas modificaciones el presidente Clinton
decidió aceptar lo recomendado por el Panel Rush. El
gobernador Roselló lo rechazó de plano, se negó a negociar el
asunto con la Marina o con el Secretario de la Defensa, William
Cohen, y solicitó la intervención directa del Presidente.
Aquilatemos la posición del gobernador Roselló por medio de sus
expresiones al presentarse, el 2 de octubre de 1999, ante el

111
Comité de las Fuerzas Armadas del Senado federal, presidido por
el senador John Warner64.

Cuando valores o principios encontrados quedan


contrapuestos, cuando ninguna de las dos posiciones
diametralmente opuestas carece de merito, entonces se debe
encontrar un método para escoger. De alguna manera se tiene
que establecer una prioridad. Y no puede haber una prioridad
mayor que los derechos humanos de un pueblo.

... Nosotros comprendemos [por razón de nuestra experiencia


colonial] cómo y por qué la desobediencia civil no violenta es
aplaudida como noble cuando es practicada en el continente, y
puede ser, increíblemente, equiparada con la traición cuando
es tan siquiera contemplada en Puerto Rico... Nosotros, el
pueblo de Puerto Rico, no somos el primer grupo de
ciudadanos americanos que han pasado por la escuela de los
duros golpes y dolorosas lecciones de la democracia ... Sr.
Presidente, estoy seguro sin embargo, que nosotros, el pueblo
de Puerto Rico, nos hemos graduado de la pasividad colonial.

La firmeza de Roselló tuvo resonancia en el presidente Clinton.


Luego de un corto período de negociación, éste aceptó ordenar la
salida de la Marina para no más tarde de mayo de 2003, cosa que
se concretó muy recientemente bajo la administración del
presidente George W. Bush65.
Pero no fue sólo Roselló el que adoptó una firme
posición anti Marina y se negó a la genuflexión. Casi todos los
líderes novoprogresistas lo hicieron. (Una lamentable excepción
fue don Luis A. Ferré, demasiado imbuido en los viejos
paradigmas para comprender que el interés militar de la Marina
debía ceder ante los derechos de los ciudadanos americanos de
Vieques.) La ahora senadora Norma Burgos merece mención
especial. Junto a muchos otros puertorriqueños de distintas
inclinaciones políticas, pagó con cárcel por su participación en
actos de desobediencia civil pro Vieques. Es difícil decir que eso
fue por hipocresía o conveniencia política, aunque no falta quien
lo insinúe.

64
Citado en Younes, Lina M. F. (1999), p. 3.
65
El lector recordará que este asunto ya lo abordé con más detenimiento en
el Capítulo 1.
112
Otro ejemplo de cómo los estadoístas de ahora rechazan
adoptar posiciones de resignación lo brinda el caso de un grupo
de ciudadanos aguadillanos que en la corte de distrito federal en
Puerto Rico recientemente reclamaron su derecho a votar por el
Presidente de Estados Unidos, por razón de su ciudadanía
americana. ¡Y el juez federal Jaime Pieras les da la razón
declarando el impedimento vigente como acto inconstitucional!
A los efectos de nuestro argumento, poco importa que la decisión
del juez federal puertorriqueño no se sostuviera en las cortes
federales de mayor instancia. Lo que aquí destacamos es la
insistencia del estadoísta a enfatizar en su igualdad y a enfrentar al
americano cuando siente que su dominio es impropio, arbitrario
o injusto. ¡No hay nada de pitiyanqui en eso!
Como ultima ilustración, destaco la discusión entre Rafael
Escudero y Leonides Díaz con motivo de su contienda por la
presidencia del PNP luego de que ésta fuera renunciada por
Carlos Pesquera, en el año 2000. Escudero justificaba su
candidatura en función de su defensa de una estadidad claramente
vinculada a la puertorriqueñidad. Díaz contestó que eso no estaba
en discusión porque era de aceptación general en el PNP. Es
decir, si por aprecio y defensa de la puertorriqueñidad se trataba,
¡no había diferencia alguna entre ellos!
Mientras muchos estadoístas –ciertamente no todos– se
han movido hacia una explícita apreciación de los distintivos
autóctonos que nos definen como puertorriqueños, paralelamente
y en la otra dirección, atestiguamos un movimiento
independentista que, al menos desde su colectividad más fuerte,
el Partido Independentista Puertorriqueño, ha superado su
animosidad contra el americano. El PIP ha cambiado su táctica
frente al poder metropolitano. Ahora se presenta como partido
pragmático dispuesto a la negociación. Su estrategia es la de
convencer al americano que el independentista no es un ser
carcomido por el odio, irracional, intransigente, anticapitalista y
con tendencias totalitarias. La participación del PIP en el proceso
de discusión en torno al Proyecto Young a finales de la década
pasada le dio esta oportunidad y la aprovechó ventajosamente.
En esa discusión el PIP terminó reconociendo que el
puertorriqueño valora la ciudadanía americana y no presentó
obstáculos a su continuidad. Aun en el aspecto militar hubo
flexibilidad; si bien como meta de largo alcance no se renuncia a

113
la aspiración de una república desmilitarizada, se mostró
disposición a una transición favorable para Estados Unidos. En
fin, el PIP se insertó en Washington como partido de
pensamiento moderno, democrático y dispuesto a la convivencia
y colaboración con Estados Unidos66.
A nivel local el PIP ha moderado su vocabulario
antiestadoísta. Se opone a la estadidad, naturalmente, pero su
discurso no es acrimonioso contra los estadoístas como
individuos, como lo solía ser. Quizás sea por necesitar sus votos
mixtos, pero como sea se trata de un cambio paradigmático
notable. Para el PIP esto no se ha traducido en votos
simplemente porque la preferencia política del pueblo está
demasiado distante del ideario independentista. Pero lo que los
líderes pipiolos no han ganado en votos, lo han ganado en
admiración y respeto. Se trata de un capital político que bajo las
circunstancias apropiadas podría dar frutos en el futuro.
En los estadolibristas también se ha efectuado un cambio
notable. Si antes eran tímidos en su reconocimiento de la
existencia de la nación puertorriqueña, ahora su defensa es
acendrada y directa. No nos olvidemos que éstos fueron los que
rechazaron el discurso nacionalista por considerarlo divisivo y
opuesto a la unión permanente con Estados Unidos. Son los que
aconsejaban bajar el diapasón de la discusión del estatus –que
siempre tuvo un fuerte componente cultural– en aras de atender
los problemas “reales” de la sociedad puertorriqueña. Pero el
discurso cambió. Ahora el popularismo se abraza a la defensa de
la puertorriqueñidad, casi con extremismo. Tanto así, que
asombra su insistencia en la unión permanente. Podría pensarse que
su actitud no es más que una reacción irreflexiva contra el
ascenso del PNP, partido que ha logrado desplazarle de su
posición hegemónica en Puerto Rico. Siendo el PNP estadoísta,
el PPD parece haber concluido que su movimiento natural tiene
que ser hacia el extremo opuesto, pero como no está dispuesto a
defender la independencia y tampoco la libre asociación, ha
intentado usar la defensa de la cultura y la identidad
puertorriqueña como su elemento diferenciador. Algo de eso hay,
sin dudas, pero sería una infamia política regatearle al Partido
66
Para un resumen de ese proceso y como el propio PIP lo visualiza
recomiendo leer a Berríos Martínez, Ruben (199?).
114
Popular el carácter genuino y sincero de su reciente énfasis en lo
que nos distingue como nacionales puertorriqueños. Se trata, en
verdad, de un nuevo estado de conciencia colectiva que nos
arropa a todos y por su significación tendemos a enfatizar.
Así las cosas, el efecto neto de los cambios culturales
descritos es que la oposición cultural entre estadoístas,
autonomistas e independentistas, prevaleciente en los primeros
setenta años del siglo pasado, se ha ido superando al grado que
me atrevo afirmar que no es el signo dominante de la sociedad
puertorriqueña del presente. Por el contrario, sostengo que hemos
logrado un imaginario nacional nuevo que, en una especie de síntesis sincrética
produce un consenso sociológico en Puerto Rico que funde los sentimientos pro-
puertorriqueños con los pro-americanos. El nuevo imaginario tiene
cuatro elementos distintivos:

• Se reconoce al pueblo puertorriqueño como un ente


cultural colectivo claramente diferenciado del pueblo
americano. En efecto, nos sentimos nación.
• Sentimos apreciación por lo autóctono y lo valoramos
sin vergüenzas coloniales frente a los americanos.
• Nos sentimos iguales en derecho y dignidad a los
americanos. No hay complejos coloniales en el nuevo
imaginario nacional puertorriqueño.
• Aceptamos y valoramos el enriquecimiento cultural
que surge de la interacción dinámica con el pueblo de
Estados Unidos. Nos sabemos influenciados por el
americano pero a la misma vez somos conscientes de
la influencia que sobre éstos ejerce nuestra
hispanidad.

Muchos tendrán dificultades con este prototipo nacional


que acabo de describir, pero no Mark Ruíz. Mark nació en Río
Piedras y se crió en Toa Alta. A la edad de 12 años, como tantos
otros puertorriqueños, se trasladó con su familia a residir en los
Estados Unidos. Allá se convirtió en uno de los mejores
clavadistas del mundo y por su calidad deportiva ha representado
a los Estados Unidos en múltiples competencias internacionales.
En una de esas competencias, en los juegos panamericanas de
1999, Mark ganó la medalla de oro para los Estados Unidos en

115
una dramática ejecución que lo llevó del tercer lugar al primero.
Cuando los periodistas puertorriqueños abordaron a Mark para
que le enviara un mensaje a Puerto Rico, así se expresó: “Quiero
que Puerto Rico sepa en este momento, que ese es mi país, que
me encanta mucho y que nunca niego de donde soy”67. Esa es la
síntesis cultural del puertorriqueño, que reconoce su realidad
como boricua, que la afirma sin ambages y con orgullo, pero que
al mismo tiempo la inscribe dentro de los Estados Unidos como
americano, sin sentir contradicción alguna. Por eso tenemos un
congresista puertorriqueño que es independentista, por eso
nuestros cantantes triunfan en el mercado artístico
norteamericano y por eso a un juez federal como Salvador
Casellas no le tiembla el pulso para escribir, siendo parte del
sistema judicial federal, que la pena de muerte aunque permisible
en Estados Unidos es anticonstitucional en Puerto Rico.
¡He ahí el tercer nivel de la evolución histórica de nuestro
imaginario nacional! Es un imaginario puertorriqueñista pero a la
misma vez compatible con cualesquiera fórmulas de convivencia con
Estados Unidos –incluyendo la estadidad– siempre que sean
predicadas en la igualdad política y el respeto a nuestra
idiosincrasia.
116

Parecería que el discurso político que protagonizan


nuestros partidos políticos contradice mi conclusión.
Ciertamente, a base de los insultos que se hacen a diario unos
contra otros, no hay espacio para ver avenencias. Afirmo, sin
embargo, que los intereses electoralistas de nuestros líderes
políticos dominantes y su identificación con los paradigmas
anacrónicos que discutimos en el Capítulo 3, obstaculizan su
capacidad para visualizar el cambio radical que en materia
sociológica ha sufrido el pueblo puertorriqueño. Obsérvese, por
ejemplo, cómo el reconocimiento del nuevo imaginario nacional
puertorriqueño le quita al PIP y al PPD el monopolio de la
defensa de la puertorriqueñidad. Por otro lado, al PNP le
confronta con la angustia de tener que reconocer que, ante los
ojos del americano promedio, nuestra renuencia a dejar de
vernos como entidad nacional separada, aunque sólo sea en el
sentido cultural, es el mayor obstáculo para la estadidad. Para no

67
Citado en Piñeiro Planas, Noel (1999), p.147.
116
enfrentar éstas y muchas otras contradicciones que surgen de los
nuevos paradigmas, a los líderes encumbrados en posiciones de
poder en sus respectivos partidos les resulta más fácil permanecer
anclados en el pasado que saltar al presente y ubicar el debate del
estatus en un contexto contemporáneo. Pero no se confunda la
ceguera oportunista del liderato político dominante con la
percepción y el sentir real del pueblo. La incongruencia entre
éstos, líderes y pueblo, es cada día más notable.
Ya hemos visto, no obstante, que sí hay señales de
cambio en los partidos. El avance ideológico, aunque todavía
difícil de percibir con claridad por estar entrelazado con viejas
concepciones, es más notable en el PIP y en el PNP68. En el PPD
también hay indicios de transformación paradigmática, pero la
cosa es más entreverada, dadas las continuas contradicciones en
las que incurren aun los líderes más proclives al cambio. Si este
partido lograra articular un nuevo discurso político, caracterizado
más por el proactivismo que el reaccionismo ideológico, tal vez
cambie la situación. Está por verse. De lo que no hay dudas es
que el fluir de los acontecimientos no se detendrá por los que lo
resisten. Llegado el momento crítico, los que no hayan cambiado
sus paradigmas obsoletos se quedaran varados en el pasado, sin
penas ni glorias.

68
Capto en varias expresiones y acciones recientes de algunos líderes
novoprogresistas una especie de volver atrás, adoptando posiciones de
exagerado proamericanismo. ¿Se trata de un retroceder ideológico del alto
liderato del PNP ante lo que percibe como un ascenso del PPD, montado
éste sobre un discurso puertorriqueñista? O, ¿es simplemente otra
manifestación de ese incurable infantilismo político nuestro que obliga a
adoptar, irreflexiblemente, la posición contraria del adversario político,
cualquiera que ésta sea? Si la estrategia es política, es un movimiento torpe.
Cualquier sesgo ideológico que insinúe regresar a la adulación pro
americana y a caracterizar la afirmación de lo propio como un “peligro” que
amenaza nuestra relación con Estados Unidos, hallará fuerte resistencia y
hasta denodado desprecio por parte de la masa puertorriqueña. Mal pueden
los penepeístas configurar una mayoría pro estadidad resucitando el
discurso identitario que se niega a sí mismo en vergonzosa genuflexión ante
el americano. Sería una involución histórica. El pueblo no lo tolerará.

117
La nación puertorriqueña dividida en dos: peligros
del neonacionalismo

Aunque muchos hacen genuflexión frente al poderoso,


ante los intentos de asimilación forzada hay siempre quienes
reaccionan con fuerza para defender la cultura propia y resaltar su
valía. En Puerto Rico, previo al establecimiento del ELA, los
grupos que más vigorosamente defendieron la cultura autóctona
frente a los intentos de americanización se ubicaron
políticamente a favor de la independencia o la autonomía. De ahí
que tanto independentistas como autonomistas se
autodenominen puertorriqueñistas y se consideren antiasimilistas.
La alternativa de ser estadoístas les estaba vedada pues los
americanos no facilitaban otro tipo de alineación ideológica para
los que no se plegaran al plan de americanización por imposición.
En efecto, para ser estadoísta había que estar en disposición de
exagerar la importancia de los modos culturales americanos y
disminuir los propios. Un precio que implicaba la necesidad de la
autonegación. Pero en nuestra discusión sobre la evolución de
nuestra nacionalidad vimos que las circunstancias presentes son
diferentes. Por un lado, Estados Unidos muestra ahora un mayor
respeto y aprecio por la diversidad étnica y cultural. Por otro lado,
ante el influjo del americanismo y confrontados con la dialéctica
del ser o no ser, los puertorriqueños hemos podido llegar a un
imaginario nacional que representa una síntesis que supera la
confrontación. Somos puertorriqueños, valoramos lo nuestro,
pero aprendimos a convivir con los americanos en relación
sincrética, adaptando lo que nos llega del Norte a nuestra peculiar
manera de ser. Algunos, sin embargo, todavía no se han enterado.
Persiste una peligrosa tendencia en un subgrupo de los
autodenominados puertorriqueñistas –los llamados
neonacionalistas– a reclamar patente de corso por la defensa de
nuestra identidad y excluir con ello a los que no encajen con su
definición, aunque con ello dejen fuera a la mitad estadoísta del
país. Hubo un tiempo en que este reclamo era justificado porque
los estadoístas mismos renegaban de sus distintivos nacionales
puertorriqueños. Pero son tiempos superados. Ahora –y asombra
que los puertorriqueñistas no se alegren de ello– el planteamiento
estadoísta no se centra en desenfatizar lo propio en favor de lo

118
netamente americano, sino en que el estado federado no tiene
porqué contraponerse a nuestra cultura, permitiendo el estado
hispánico. Se trata de una reconsideración ideológica significativa
que gravita a favor de la unidad social de los puertorriqueños. Si
es o no una posición realista a la luz de cómo piensan los
americanos está aún por verse. Pero esa es otra discusión. Lo
que importa destacar ahora es que –contrario a lo que afirman los
neonacionalistas– los estadoístas no son ni se sienten
antipuertorriqueños.
La raíz del problema es que los neonacionalistas tienen
una concepción esencialista de la identidad puertorriqueña. Ésta
reduce al puertorriqueño a la condición de miembro de un
conglomerado homogéneo, cuyos valores están determinados por
un individuo hispánico de características idílicas –humilde,
hospitalario, alegre en la adversidad, inteligente (jaiba), de gran
sensibilidad social, apegado a la naturaleza, ...– y excluye del
grupo a todos los que manifiestan comportamientos afines a los
modos culturales americanos. No es nuestro deseo elaborar
argumentos eruditos en contra de este arquetipo puertorriqueño,
pero en algún componente de él hay una falla crítica. Sí, porque
usándolo como modelo, los neonacionalistas llegan a la
conclusión de que los anexionistas son antipuertorriqueños. Es
decir, ¡el imaginario de identidad de un puertorriqueño típico
usado por los neonacionalistas excluye a la mitad de la población
de Puerto Rico y, peor aún, los declara traidores! Claramente, la
conclusión es absurda por lo que no hay más alternativa que
concluir que el arquetipo es incorrecto69. Para ilustrar el
pensamiento neonacionalista, tomemos algunos ejemplos.

69
Aplico aquí un modo de análisis usado en matemáticas, llamado
“reducción al absurdo”. Conforme con este método, se plantea una
proposición matemática presuponiendo de antemano que es cierta. Sin
embargo, si la consecuencia lógica e ineludible de la premisa nos lleva a
una conclusión que sabemos falsa, no queda más alternativa que rechazar la
veracidad del enunciado original. Es obligatorio hacerlo pues éste reduce la
conclusión a un absurdo. ¡Y así sucede con cualquier imaginario de
identidad de nuestro pueblo que nos fuerce a concluir que la mitad de los
puertorriqueños esencialmente no lo son!

119
Al interpretar el triunfo de la quinta columna (opción de
“ninguna de las anteriores”) en el plebiscito de estatus de 1999,
don Ricardo Alegría70 se expresa así:

El resultado del falso plebiscito impuesto por el gobernador


Roselló y sus más fieles aliados anexionistas , una vez más ha
demostrado, con claridad y contundencia, que Puerto Rico
está dividido entre los puertorriqueños que se sienten
orgullosos de su nacionalidad, de su identidad cultural, de su
lengua materna, el español, y una subcultura caracterizada por
un complejo de inferioridad que los hace renegar de su
nacionalidad, por lo que no les importaría intercambiar su
identidad cultural por supuestos beneficios económicos.

Don Ricardo, uno de nuestros más ilustres ciudadanos, no acaba


de entender que la “subcultura” a la cual se refiere ¡constituye
46% de la población puertorriqueña residente en Puerto Rico!
Llegar a la conclusión de que prácticamente la mitad de nuestra
población reniega de su nacionalidad es casi equivalente a decir
que tal nacionalidad, al menos como la conciben los
puertorriqueñistas, realmente no existe.
Veamos otro ejemplo. En una recriminación al PIP por
éste haber apoyado el proyecto Young para celebrar un plebiscito
de estatus con auspicio federal, el reconocido jurista, doctor
Antonio Fernós, señala lo siguiente:

En 1999 el PIP debe advertir que es conducente al fracaso


hacer causa común con quienes niegan la nación, la patria y la
ciudadanía nacional puertorriqueña; que es absurdo unirse a
esos y atacar a quienes siguen siendo “puertorriqueños
primero”; que es patético ver al PIP hacerle el “caldo gordo” a
un trasplantado como el Cangrimán Mr. Young. ¡No se haga
más!

No viene al caso determinar ahora si la posición del PIP respecto


al proyecto Young fue acertada o no. Lo que sí importa es tomar
nota del tono antagónico que se utiliza contra los estadoístas. Y
la implícita exclusión que de ellos se hace al referirse a quiénes
son los verdaderos puertorriqueños.

70
Alegría, Ricardo E. (1999).
120
Finalmente, examinemos las siguientes expresiones de
doña Celeste Benítez71, conocida ideóloga del Partido Popular, al
referirse a los estadoístas:

Quien quiere dejar de ser puertorriqueño para convertirse en


americano es porque íntimamente desprecia a su pueblo, a su
cultura y a su historia. Un poderoso e inconfeso sentimiento
de inferioridad es siempre la raíz del deseo patológico de
querer dejar de ser lo que se es para convertirse en otra cosa.

Asumiendo que lo que Benítez dice es sociológicamente correcto,


¿qué concluimos? Nada más y nada menos que una sustancial
proporción de la población puertorriqueña –los estadoístas–
“desprecia a su pueblo, a su cultura y a su historia.” Y si este es
un comportamiento “patológico”, la mitad de los puertorriqueños
deben de andar mal de la cabeza. O podríamos concluir otra
cosa. Si casi la mitad del pueblo desprecia el imaginario
puertorriqueñista de los no anexionistas, sería totalmente
incorrecto afirmar que constituimos una nación unitaria. En todo
caso estaríamos ante dos proyectos de nación en pugna por
concretarse. Pero la victoria de uno sería la derrota del otro. El
resultado promete ser desastroso. Seríamos el Irlanda del Norte
del Caribe.
Cuando un grupo nacional pugna con otro que considera
disímil y fuerte, el nacionalismo tiene una bondad: le permite al
grupo aquilatar sus valores, virtudes y fortalezas y, de esa manera,
no sentirse apocado frente al otro. Pero eso, que puede ser su
virtud, es también su mayor defecto. Porque el nacionalismo
tiende a exagerar la diferencia entre el “nosotros” y el “ellos”. Se
convierte así en un obstáculo para la convivencia. El
nacionalismo exagerado –y casi siempre lo es– no conduce nunca
a la solidaridad sino a la discordia; no tiende puentes sino que
levanta muros. Al respecto nos dice Alejandro Muñoz-Alonso72,
distinguido jurista y hombre de estado español:

El nacionalismo se carga de razón cuando reclama el


reconocimiento de una identidad propia, pero la dialéctica del
“nosotros-ellos” y la tendencia permanente a extremar las

71
Benítez, Celeste (1999), p. 35.
72
Muñoz-Alonso, Alejandro (2000), p. 261.

121
diferencias acaban produciendo una crispación que se vuelve
en contra de tales aprendices de brujo. Fomentar la
mentalidad de cultura o nacionalidad asediada o acosada ... es
sembrar vientos que acaban soplando en todas las direcciones
y produciendo tempestades imprevistas.

Dice bien Muñoz-Alonso. Hay que cuidarse de que en el


esfuerzo por disuadir a los estadoístas de que la estadidad se
antepone a nuestra nacionalidad no terminemos levantando
barreras insalvables entre unos y otros puertorriqueños. La
división de dos “nacionalidades” puertorriqueñas –los
puertorriqueñistas y los demás– podría ser el resultado del
exagerado neonacionalismo puertorriqueño. Son los “vientos” de
que habla Muñoz-Alonso.
De su discurso, uno colige que los neonacionalistas
consideran que el influjo cultural angloamericano en Puerto Rico
es dañino; de alguna manera reduce el valor de la identidad
nacional puertorriqueña y la hiere en su intimidad. Por eso, los
neonacionalistas se refieren a los estadoístas, despectivamente,
como individuos culturalmente colonizados, dispuestos a la
disolución de su identidad puertorriqueña por conveniencias
económicas. En el fondo, esta posición es tan colonialista como
la que postula la insignificancia cultural de lo puertorriqueño
frente a lo americano. Es así porque surge de la inseguridad y del
miedo que la relación colonial inspira: inseguridad de que nuestra
cultura no sea lo suficientemente robusta frente a la influencia
americana y mediante la asimilación termine perdiendo sus
elementos distintivos y dominantes; miedo de que cualquier tipo
de asimilación que se acepte conducirá inexorablemente a la
eventual negación del ser colectivo que ahora somos, para
diluirnos en el ser colectivo de los americanos.
Pero yerran, porque en su concepción ignoran que la
cultura es dinámica, que siendo producto del colectivo, reflejará la
manera particular en que éste se desarrolla a lo largo del tiempo y
responde a los problemas y estímulos de su medioambiente. Y la
asimilación, en tanto sea por adaptación voluntaria y no
represente imposición cultural, es un modo efectivo y
sociológicamente aceptable de responder73. Así, si tuviéramos la

73
Véase nuestra discusión previa en torno a los modos de asimilación.
122
facultad de ver cien años hacia el futuro y observar a un
puertorriqueño típico, seguramente encontraríamos a un
individuo cuyas costumbres y valores nos resultarían chocantes,
inclusive rechazables, al pasarlos por los filtros de los códigos de
nuestra cultura presente. Pero si ese puertorriqueño resultara ser
una persona satisfecha consigo misma, bien adaptada y
productiva en la sociedad donde se desenvuelve, probaría, con su
existencia misma, que nosotros como pueblo habríamos sido
exitosos en asegurar nuestra continuidad histórica, que logramos
afirmar nuestra presencia en comunidad con otras culturas, como
grupo social único y diferenciado. Ver esto como un resultado
positivo es aceptar la naturaleza dinámica de la identidad y es la
visión de nacionalidad que necesitamos para movernos hacia
adelante, sin miedos, complejos ni aprehensiones injustificadas.
Lo otro es encerrarnos en palacio, como el último emperador
chino, insensible a las influencias externas e ignorante de una
realidad social que hacía tiempo ya le había superado.
La nuestra es una sociedad abierta, sometida como nunca
antes al influjo no sólo de la cultura estadounidense sino de los
patrones uniformizantes de la cultura global. Tal es el efecto de
la televisión por cable; la comunicación instantánea vía satélite, el
fax y el Internet; tal es el efecto del libre comercio, el libre flujo
monetario y el debate político y económico internacional, ahora
abierto al ciudadano medio de cualquier país desarrollado; tal es el
efecto de los programas educativos transnacionales que por
medios electrónicos otorgan grados académicos y proveen
educación continua de alta calidad, a distancia. Ante esta
realidad, no cabe ya hablar del peligro de la americanización sino
de la forma en que Puerto Rico se adaptará exitosamente a las
fuerzas globalizantes del mundo contemporáneo. Así lo expresa
Néstor García Canclini74 al escribir sobre el problema que plantea
la globalización vis a vis el problema de las identidades locales:

No pienso que la opción central sea hoy defender la identidad


o globalizarnos. Los estudios más esclarecedores del proceso
globalizador no son los que conducen a revisar cuestiones
identitarias aisladas, sino a entender las oportunidades de saber
qué podemos hacer y ser con los otros, cómo encarar la
heterogeneidad, la diferencia y la desigualdad. Un mundo

74
García Canclini, Néstor (1999), p. 30.

123
donde las certezas locales pierden su exclusividad y pueden
por eso ser menos mezquinas, donde los estereotipos con los
que nos representábamos a los lejanos se descomponen en la
medida en que nos cruzamos con ellos a menudo, presenta la
ocasión (sin muchas garantías) de que la convivencia global sea
menos incomprensiva, con menores mal entendidos, que en
los tiempos de la colonización y el imperialismo. Para ello es
necesario que la globalización se haga cargo de los imaginarios
con que trabaja y de la interculturalidad que moviliza.

Afortunadamente, la mayoría de los puertorriqueños


somos conscientes de que nuestra apertura al mundo requiere
flexibilidad y voluntad de convivencia con los “otros”. Nuestro
nuevo imaginario de identidad, ahora dominante, se define desde
la perspectiva de una relación de afirmación nacional pero
simultáneamente de valoración de la interacción que tenemos con
la cultura americana. “Somos –dice Carlos Pabón75– una
formación cultural sincrética, un significante hecho de
diferencias”. A nivel local, la consecuencia lógica de ese
imaginario es tender puentes entre unos y otros puertorriqueños,
seamos estadoístas, independentistas o autonomistas.
Pero el discurso divisionista tiene su efecto. Por su
infantilismo político –esa propensidad sicológica nuestra de
aceptar con fe ciega todo cuanto nos dicen los líderes de nuestras
respectivas tribus políticas– un sector numeroso del pueblo
comienza a repetir el discurso xenofóbico de los neonacionalistas
sin advertir sus consecuencias. Paradógicamente, ese discurso no
se elabora contra los Estados Unidos sino contra nosotros
mismos76. Eso es peligroso. Amenaza con escindirnos en dos
75
Pabón, Carlos (1995), p. 28.
76
Es curioso notar cómo la mayoría de los puertorriqueñistas,
particularmente los del ala autonómica, mantienen relaciones estrechas con
grupos políticos, económicos y profesionales estadounidenses y cómo ante
ellos profesan adhesión a la mayoría de los principios, valores sociales y
hasta tradiciones que caracterizan a los americanos. Es en Puerto Rico, sin
embargo, ante los puertorriqueños, que intentan levantar barreras culturales
y sociológicas que sirvan para distanciar al puertorriqueño medio de los
Estados Unidos. ¿Será que ellos creen que tienen la inteligencia y la
entereza para lidiar con el choque cultural entre la cultura anglosajona y la
puertorriqueña, mas no así el puertorriqueño común y corriente? O, ¿será
que han descubierto que en el discurso culturalista pueden extender la vida
política que todavía les queda pero intuyen menguante?
124
campos irreconciliables y promete dejarnos estancados en la
colonia, pues sólo un pueblo unido puede salir de ese marasmo.
Debemos moderar ese discurso. El énfasis desmedido en el
debate cultural y la diferencia del ser puertorriqueño frente al
americano puede llevarnos a levantar muros de incomprensión –
entre nosotros mismos y entre ambos pueblos– cuyo efecto sea
cerrar puertas a la cooperación. Aun desde las perspectivas
independentistas y autonomistas, nos toca evitar ese resultado.

Peligros reales, potenciales e imaginarios del


anexionismo

Una aclaración antes de abordar el tema. En Puerto Rico


solemos hablar de anexionistas al referirnos a los defensores de la
estadidad federada. Ocurre, sin embargo, que los defensores de la
fórmula tradicional de Estado Libre Asociado también son
anexionistas, aunque de otro cuño, claro está.77 Lo son porque su
máxima de unión permanente supone el deseo de que Puerto Rico
sea considerado política y jurídicamente como parte integral de
Estados Unidos y no meramente un pueblo con el que este
último está asociado y mucho menos como una de sus
posesiones. De ahí su objeción a utilizar el término asociación en

77
Realmente debiéramos hablar de integración en lugar de anexión. En
cualquier diccionario puede comprobarse que anexar significa unir a una
parte, con dependencia de ella. Es decir, la anexión supone subordinación.
La parte anexada no integra al todo, si acaso, lo complementa de alguna
manera. Tanto los estados federados como el ELA y los demás territorios
de Estados Unidos están vinculados al estado americano, que es uno. Los
primeros, sin embargo, no son sus anexos sino sus componentes principales.
Faltando uno de éstos se desestabilizaría la Unión. Al menos, así lo
sintieron los estadounidenses del norte cuando los estados del sur intentaron
la secesión en la segunda mitad del siglo XIX. ¡Y para dirimir el diferendo
pelearon una guerra civil! No sería igual si Puerto o cualesquiera otras de
las dependencias norteamericanas lograran su independencia. En tal caso,
Estados Unidos seguiría siendo el mismo. Podemos decir, entonces, que los
estados de la Unión integran a Estados Unidos mientras que los demás son
sus anexos. Es irónico pero, en el sentido descrito, el Estado Libre Asociado
actual es el verdadero estatus de anexión pues es el que satisface la
definición formal del término. No obstante, en nuestro texto sigo usando el
término anexión porque es el que más usamos en Puerto Rico para
referirnos a la integración permanente con Estados Unidos.

125
lugar de unión, signando con ello su inequívoca vocación
anexionista.
En sintonía con su propio pensamiento político, a estos
autonomistas los denomino autonomistas anexionistas; nombre
que probablemente resientan porque suelen hablar del
anexionismo en forma despectiva, como si se tratara de algo
ajeno a ellos. En el fondo, pienso que es porque no quieren
asociar su fórmula a un concepto tradicionalmente vinculado con
la estadidad –y que ellos, por lo tanto, se han encargado de
desprestigiar hasta más no poder. Por su parte, los estadoístas no
se sienten particularmente contentos reconociendo que ellos no
son los únicos que defienden una modalidad de integración. A
ellos les va muy bien reclamando singularidad de este atributo
para la fórmula de la estadidad. Pero en el paradigma de
superioridad comparativa, queremos escapar de la trampa de
mitificar a nuestras propuestas y eludir sus consecuencias lógicas.
Si los estadolibristas tradicionales abordan el concepto de unión
permanente con honestidad, tendrán que internalizar la
consecuencia ineludible de que su aspiración a un ELA mejorado
fundamentado en el principio de unión permanente es una
modalidad anexionista. Los que no se sientan cómodos con ello,
tienen la opción de moverse a otro redil ideológico78.
Pero los verdaderos anexionistas, sean estadoístas o
estadolibristas, no tienen porque avergonzarse de sus preferencias
políticas. Su ideal tiene valor, si se enfoca correctamente. Es
decir, si parte desde lo que somos: puertorriqueños primero. En
ese contexto, aunque no soy anexionista –por razones que
explicaré en el Capítulo 6– me anima el deseo de aportar algunas
reflexiones que pudieran contribuir a delinear una perspectiva
positiva hacia ese concepto.

78
La correcta ubicación ideológica de cada cual, de forma que resulte
congruente con su forma real de pensar en torno al estatus sería un gran
paso de avance. Podría generar una mayoría absoluta a favor de alguna
opción, cosa que hasta ahora nos ha eludido. Pero esto es lo que conviene a
Puerto Rico, no necesariamente a los líderes políticos establecidos. Al
parecer, a éstos les conviene continuar montando sus propuestas en
monsergas fantasiosas y lenguaje de doble significado. La confusión del
pueblo les resulta políticamente rentable.
126
Comienzo por señalar, que a pesar del trato despectivo
que reciben de los llamados “puertorriqueñistas”, las alternativas
anexionistas son intentos de convivencia en la diversidad.
Habiendo buena voluntad entre las partes, pueden representar
pasos de avance en un mundo cada vez más interdependiente, un
gran ejemplo de civilización. Al respecto, Alejandro Muñoz-
Alonso79 nos dice lo siguiente.

La mayor prueba de madurez del ser humano en el plano


político es su capacidad para convivir –más allá del puro
tribalismo– con quienes son diferentes por raza, lengua,
religión o cultura. Un mundo cada vez más interrelacionado e
interdependiente está llamado a la convivencia de los
diferentes, al mestizaje en su más amplio y más noble sentido.
Cualquier separatismo implica una involución y es la expresión
de un fracaso, la vuelta a la tribu.

No concuerdo con el juicio concluyente de Muñoz Alonso. A


veces, la separación es la mejor medicina contra una imperfecta y
desigual unión. Pero su reflexión sobre el valor de la
“convivencia de los diferentes” es del todo acertada y pertinente
al caso de Puerto Rico. Por supuesto que para Puerto Rico lo
esencial es que tal convivencia no se contraponga al espacio que
reclama para afirmarse y evolucionar culturalmente a su propio
ritmo y cónsono a su peculiar manera de ser. Esto no presenta
problemas críticos en el contexto de la autonomía, aun en su
versión anexionista. Como se la concibe en Puerto Rico y, desde
el 1952 se acepta en Estados Unidos, ésta dispone del necesario
espacio para la espontánea evolución cultural del pueblo
puertorriqueño en adecuado equilibrio con el americano. Pero
surgen dudas en el contexto de la estadidad.

El tranque está en el idioma

La estadidad es temida por muchos porque la conciben


como una fuente de choque cultural que el puertorriqueño medio
no podrá manejar exitosamente, siendo la sustitución del español
por el inglés lo que tiene el potencial de amenaza mayor. Y la
preocupación es sociológicamente justificable, porque los idiomas

79
Muñoz-Alonso, Alejandro (2000), pág. 261.

127
no son simples conjuntos sonoros o simbólicos con los cuales
nos comunicamos. Resulta que también son vehículos que
permiten la expresión de modos de ser y sentir. Por ello, el
lenguaje de un pueblo es medio de transmisión de su cultura,
siendo, al mismo tiempo, una de sus más sublimes
manifestaciones. La lengua materna o primaria de un individuo
es aquella que éste aprende desde niño y a través de la cual sus
padres y mayores le educan y socializan. Por medio de su
estructura gramatical, gestos y formas semánticas el individuo se
compenetra con las tradiciones, costumbres y mores sociales de
su comunidad. Un refrán, una frase o inclusive una sola palabra
en un idioma dado, podría encerrar una idea o un sentir cuyo
significado pleno sólo puede ser asequible por los que tienen
dicho idioma como lengua materna. Por tal razón, privar a un
individuo de comunicarse y aprender en su idioma primario o
dificultárselo de alguna manera, constituye una forma de abyecta
agresión sociológica.
Por otro lado, condicionar la aceptación de un grupo
étnico dentro de otro a que el primero adopte el lenguaje del
segundo y abandone el propio o lo relegue a importancia
secundaria, encierra un juicio axiológico que explícita o
implícitamente desvalora el contenido cultural que se asocia con
la lengua desplazada. Pretender sustituir, por la fuerza, el idioma
materno, equivale a limitar la manifestación cultural espontánea y
a veces inconsciente que se acompaña junto a la expresión verbal
o escrita. Ello explica porqué los pueblos o comunidades en
relación de subordinación política con otros de habla diferente, se
asen a sus idiomas como elemento distintivo de identidad y de
resistencia a la asimilación cultural total. Así ocurre con la
defensa del gallego en Galicia, el vascuence en el País Vasco, el
francés en Quebec y, por supuesto, el español en Puerto Rico.
De ahí lo insostenible de aquéllos que, como condición para la
estadidad, pretenden imponer a los puertorriqueños un sistema
educativo y político con el inglés como idioma primario. Sería
una afrenta cultural que tendría efectos sociológicos y educativos
muy negativos, al menos para las primeras dos generaciones de
puertorriqueños que la tuviesen que sufrir.
La Constitución federal no impone ningún idioma oficial
sobre los estados, quedando esto a discreción de cada uno de
ellos. En el ejercicio de esta prerrogativa, un buen número de
128
estados han pasado leyes que oficializan el inglés. Sin embargo, a
raíz de una impugnación judicial a una de estas leyes de English
Only, aprobada en Arizona al amparo de una enmienda
constitucional estatal en 1988, la Corte Suprema de Estados
Unidos decidió, en 1999, que tales leyes son inconstitucionales si
al amparo de ellas se pretende impedir que los oficiales
gubernamentales utilicen otros idiomas para comunicarse con
individuos no angloparlantes que buscan servicios u orientación
del gobierno. En esencia, la Corte ha dictaminado que se viola la
libertad de palabra pues se levanta una barrera lingüística entre los
ciudadanos y su gobierno, ante el cual tienen derecho a peticionar
satisfacción de agravios y resolución de problemas. A juzgar,
pues, por la Constitución federal y por la jurisprudencia
establecida por la Corte Suprema estadounidense, la imposición
del inglés sobre un futuro estado hispánico no es una amenaza de
la que tendríamos que preocuparnos.
Aun así, hay quienes alegan que requerir que el inglés sea
de uso cotidiano en Puerto Rico previo a admitirlo como estado no
sería inconstitucional. En tal caso, lo que compete saber es hacia
qué posición se inclina el Congreso. Tenemos un indicio al
respecto. En los distintos momentos en que algún congresista ha
intentado levantar apoyo para aprobar una ley federal o enmendar
la Constitución para oficializar el inglés en todos los estados, se le
ha ignorado o una significativa mayoría congresional lo ha
impedido. Respecto a Puerto Rico en particular, durante el debate
congresional de 1997 para aprobar el proyecto de plebiscito del
congresista Young, hubo quienes simpatizaron con la posición
del representante Gerald Solomon quien impulsaba el inglés
como idioma oficial para la Isla en caso de que optara por la
estadidad en un plebiscito. Pero la visión de Solomon no
prevaleció. Se aprobó, eso sí, un requerimiento de que el sistema
educativo puertorriqueño debía mejorar la enseñanza del inglés
sustantivamente al grado de que los puertorriqueños lograran
“proficiencia” en el uso de dicho idioma. Pero eso no es
equivalente a imponernos el inglés o desplazar al español de su
lugar preferente, como algunos pudieran alegar. El tema, sin
embargo, es de tal importancia para los puertorriqueños que la
mera duda es asfixiante. Debemos, por lo tanto, hacer el máximo
esfuerzo por lograr un pronunciamiento del Congreso para que se
dilucide el asunto inequívocamente.

129
El peligro de la transculturación

Entre muchos opositores a la estadidad federada existe la


presunción de que ésta tiene el potencial de producir una especie
de transformación cultural del puertorriqueño, convirtiéndolo por
vía de la asimilación en un americano típico. La premisa
subyacente en este paradigma de la transculturación es que la
influencia americana en Puerto Rico aumentaría bajo la estadidad.
Descartando el peligro de sustituir al español por el inglés, no veo
cómo esto podría ocurrir. Ahora, bajo el Estado Libre Asociado,
los norteamericanos tienen acceso irrestricto a Puerto Rico. El
régimen jurídico imperante trata al americano que viene a la Isla
igual que a cualquier residente puertorriqueño; puede residir,
trabajar, estudiar, adquirir o vender propiedades, casarse con
cualquier persona puertorriqueña, trasladarse a cualquier parte de
la Isla, votar en nuestras elecciones, y hasta figurar como
candidato a puestos electivos, sujeto sólo a las leyes que aplican a
los mismos puertorriqueños. En verdad, la estadidad no añadiría
ni un sólo incentivo que pueda considerarse determinante para
inducir una inmigración americana mayor a la actual.
Al presente, dos factores importantes desalientan la
inmigración americana en gran escala hacia Puerto Rico, que
seguirían presentes bajo la estadidad. En primer lugar, la fortaleza
de la cultura puertorriqueña y su expresión hispánica80 la hace
poco apetecible al paladar del norteamericano promedio. Para
vivir en Puerto Rico por un tiempo prolongado y sentirse
integrado a la sociedad puertorriqueña, un norteamericano
tendría que asimilarse al modo de vida puertorriqueño. Para ello
tendría que ajustar muchos de sus mores sociales, costumbres,
tradiciones y gustos. El idioma es sin duda el mayor obstáculo.
Así como para el puertorriqueño que migra al norte el inglés
representa el eterno recordatorio de que es “de otro lugar”, el
español sería –como sin duda lo es ahora mismo– el choque
cultural, la valla, que para el americano típico resultaría difícil de
salvar. En segundo término está la geografía y la distribución
poblacional. Si Puerto Rico tuviera grandes extensiones de

80
Destacamos el elemento hispánico como el componente más distintivo de
nuestra cultura, sin que por ello ignoremos los componentes indígenas y
africanos.
130
terreno inhabitado donde los americanos pudieran constituir
colonias aisladas y funcionar autónomamente, podrían mudarse a
Puerto Rico en grupos grandes y, dado su poder económico y
político, podrían intentar desplazar al puertorriqueño
gradualmente hasta acumular suficiente fuerza para imponer su
hegemonía política en los círculos de poder local. Pero, el hecho
de que la isla sea pequeña y que esté plenamente poblada por
nativos, hacen que esto sea un imposible.
La inmersión de Puerto Rico en la política nacional
americana es lo único que no sería igual a lo que ahora existe.
Tendríamos que elegir congresistas. Naturalmente, los interesados
en representarnos tendrían que dominar el inglés y sentirse
cómodos en el seno de la comunidad anglosajona. Pero,
internamente, en Puerto Rico, nada les impediría hacer sus
campañas políticas en español y dirigir sus mensajes a los asuntos
de interés insular. Es en el voto presidencial donde habría
diferencia. Éste motivaría un mayor interés de los candidatos a
Presidente por cortejar el voto puertorriqueño. Pero, en este caso
lo que más probablemente ocurriría es lo que sucede ahora
cuando los candidatos a Presidente buscan el voto de los
delegados puertorriqueños afiliados a sus partidos, se valdrían de
sus aliados boricuas para conseguir las aportaciones económicas
para sus campañas y conquistar el voto deseado. Más aún, la
creciente importancia del voto hispano en los Estados Unidos
continentales está motivando que muchos políticos
estadounidenses –incluyendo los que aspiran a la Presidencia
estadounidense– aprendan español.

¿Qué concluimos?

El balance de nuestra discusión es éste: la mayor virtud


del anexionismo es que aumenta las posibilidades de convivencia
productiva entre los puertorriqueños y los americanos.
Simultáneamente nos aleja del insularismo exagerado y el
nacionalismo extremista. Pero el anexionismo, en la modalidad de
la estadidad, tiene un potencial de conflictos culturales muy
grande. Esos conflictos son directamente proporcionales al
paradigma de convivencia social que logre predominar en el seno
mismo de la sociedad contemporánea de Estados Unidos en los

131
próximos años. Si prevalece el viejo paradigma del crisol de razas,
Puerto Rico probablemente no tenga cabida en la Unión, si
prevalece el paradigma de fortaleza en la diversidad, sí.
La posición de Estados Unidos respecto a nuestro idioma
es determinante. Si la estadidad habrá de implicar o no, la
transculturación del puertorriqueño, depende de si se concede
con el requisito de adoptar el inglés como idioma oficial en los
asuntos del gobierno estatal y como vehículo preferente de la
enseñanza pública. Tal fórmula de estadidad implicaría
asimilación por imposición, algo que resulta detrimental a
cualquier pueblo que lo sufre. Pero dudamos que el pueblo
puertorriqueño acepte la estadidad bajo condiciones tan
ignominiosas, inclusive dudamos que Estados Unidos se atreva a
injuriarnos colectivamente con semejante exigencia. Descartando,
pues, la posibilidad de que Puerto Rico acepte una estadidad bajo
tales condiciones, cualquier asimilación a los modos americanos
bajo la estadidad sería el resultado de la natural y voluntaria
interacción entre los dos pueblos. No hay por qué temer a esto.
¡Ya lo hemos experimentado desde el Estado Libre Asociado,
¡por medio siglo!
El que se preocupa por la influencia americana en Puerto
Rico tiene razón para hacerlo, pues es intensa. Pero, más que a la
estadidad, debe temer a la televisión por cable, la industria de la
música y la cinematografía, los currículos en las universidades, los
estándares profesionales que nos rigen, los libros que leemos y el
Internet. El problema es que todo esto ya existe bajo el ELA y,
con toda probabilidad, seguiría existiendo aun cuando fuésemos
república. Es legítimo que los detractores de la estadidad planteen
los peligros de una transculturación si el estado se concede con
requisitos que implican una fórmula de asimilación forzada. Pero
la honradez intelectual obliga a reconocer que, si bien tal
situación no es enteramente descartable, tampoco es un resultado
inevitable. Ausente la imposición del idioma inglés, la estadidad
no presenta ni más ni menos oportunidad de asimilación que la
que ahora existe bajo el ELA.

132
Autonomía en dos tiempos

Cuando uno analiza el discurso autonomista en Puerto


Rico advierte una enorme confusión en sus promotores. No es de
extrañar. Tanto han jugado con los conceptos que han dado a la
autonomía categoría de mito: “unión permanente”, “pacto
bilateral”, “lo mejor de dos mundos”, “una innovación
federalista”, “autonomía fiscal”. Es lo que pasa cuando se
mezclan verdades, fantasías, deseos, desesperos y demagogia.
Mas no se puede seguir autoengañados y engañando para
siempre. Por fin, hasta los estadolibristas advierten sus
inconsistencias. Por fin, la mayoría reconoce el problema colonial
y la necesidad de resolverlo.
Pero los malos hábitos mueren lentamente. Ahora que
quedan pocas dudas de la naturaleza real del ELA como fórmula
agotada, aunque una vez útil, se intenta entretejer fantasías a las
soluciones que se proponen. Y si no lo corregimos a tiempo
podría malograrse la autonomía como una alternativa viable.
Porque para que sea viable tiene que asentarse en la realidad, no
contraponerse a ella. La raíz de la confusión de los ideólogos del
autonomismo es que mezclan conceptos que surgen de dos
perspectivas autonómicas distintas: la perspectiva anexionista,
representada por los estadolibristas tradicionales y la perspectiva
soberanista, representada por los defensores de la libre
asociación. Claro que algunos líderes están conscientes de esto,
pero temen que las clarificaciones sólo sirvan para dividir a su
grupo y, por consiguiente, debilitarlos políticamente. Por
supuesto, hay también quienes ignoran las contradicciones por
conveniencia demagógica. Su interés es más electorero. Pero para
los que estén dispuestos a someter sus ideas al rigor racional y a
desprenderse de los paradigmas superados por la realidad, las
contradicciones se aprehenden con bastante facilidad.
Comencemos por identificar las alternativas y
diferenciarlas claramente. En primer término tenemos el ELA
mejorado. Esta es una fórmula de autonomía que deja a Puerto
Rico inserto en la soberanía de los Estados Unidos, se predica
bajo el principio de unión permanente. Según éste, los
puertorriqueños seríamos parte integral de los Estados Unidos y
la ciudadanía americana nos haría partícipes de la vida nacional

133
americana, ejerciendo por ella todas las responsabilidades
ciudadanas y percibiendo, de ella y desde Puerto Rico, todos sus
derechos y beneficios.
Si desde el ELA mejorado se quiere ser parte de los
Estados Unidos y no meramente uno de sus territorios con
algunos privilegios, tendrían que establecerse mecanismos
efectivos de participación democrática para que los
puertorriqueños tengamos ingerencia adecuada en la aprobación
de las leyes federales y otros asuntos vitales de la vida nacional
americana. Algunos proponen que, además, Puerto Rico tendría
que ser eximido de todas las leyes federales salvo algunas que
estarían explícitamente dispuestas de antemano. Pero esto
debilitaría la integración del ELA al sistema federal, lo cual
contradice la idea de unión permanente. Esto último, por lo
tanto, no luce ideológicamente congruente con la opción de ELA
mejorado, pero la propuesta de participar en el proceso decisional
federal mediante algún mecanismo efectivo y democrático, sí.
En segundo término tenemos la opción de libre
asociación. Ésta reclama la soberanía de estado para Puerto Rico
aunque delega parte de ella al Congreso para que éste ejerza, por y
en representación de Puerto Rico, algunos poderes claramente
definidos, pero en áreas limitadas. Además, en la libre asociación
Puerto Rico podría lograr personalidad jurídica propia en la
comunidad internacional.81 Algunos alegan que la libre asociación
equivale a la independencia tradicional. En realidad dependería
de la fuerza y el alcance del pacto. Si los nexos resultaren tenues,
no hay dudas de que Puerto Rico se parecería mucho a un estado-
nación independiente, pero, si fuesen fuertes y comprensivos, se
parecería más a un estado-nación confederado. La libre

81
A nuestro juicio esto sería lo más conveniente para potenciar el
desarrollo de la Isla sin la excesiva dependencia en Estados Unidos. Pero,
hemos de reconocer que tal exigencia no tiene que ser consustancial al
concepto de libre asociación. Esto es así porque, en el ejercicio de su
soberanía y como parte del acuerdo, Puerto Rico podría optar por delegar su
representación a nivel internacional en los Estados Unidos. Esto no viola el
concepto de soberanía pues siempre se reserva el derecho a enmendar,
renegociar o disolver el pacto, siguiendo los procedimientos que se
hubiesen acordado para ello.
134
asociación podría venir con la ciudadanía americana82 si Estados
Unidos consiente en ello, pero tendríamos también nuestra
propia ciudadanía.
Confrontados con los lineamientos generales de esas dos
opciones, ELA mejorado y libre asociación, es claro que en los
aspectos medulares –naturaleza de la relación política, injerencia
en la aprobación de leyes federales, personalidad jurídica de
Puerto Rico en la comunidad internacional– son incongruentes,
son propuestas distintas. Nuestra actual gobernadora, Sila María
Calderón,83 parece percibirlo con meridiana claridad:

No veo la libre asociación o la república asociada como una


alternativa. Cualquier desarrollo del Estado Libre Asociado
debe ser dentro del Estado Libre Asociado y dentro de nuestra
relación con Estados Unidos, que yo entiendo es una unión
permanente en la cual la ciudadanía americana,
constitucionalmente protegida, permanece.

Y con ella coinciden muchos líderes estadolibristas tradicionales,


como bien lo ilustran las siguientes palabras de la senadora
pepedeísta,Velda González84:
El status que este pueblo quiere mantener y está dispuesto a
defender con uñas y dientes, es el Estado Libre Asociado que
conocemos. Digan lo que digan, le pongan las etiquetas que le
pongan, es el ELA que vivimos con sus defectos y sus
enormes virtudes, lo que Puerto Rico quiere... Dentro de la
relación con los Estados Unidos: TODO. Fuera de la relación con los
Estados Unidos: NADA. (Énfasis añadido).

Pero estamos lejos del consenso autonomista en cuanto al


significado de las cosas. Véanlo en las expresiones de Luis Vega
Ramos85, un decidido defensor de la libre asociación:

Los autonomistas no estamos buscando algo distinto a lo que


se creó en 1952. Por el contrario, lo que queremos es que se

82
En este mismo capítulo, en la sección siguiente, abundo sobre la
ciudadanía americana y su significado para los puertorriqueños.
83
Citada en Younes, Lina M. F. (1999a), p.21.
84
González, Velda (1999), p. 59.
85
Vega Ramos, Luis (1999).

135
revise nuestra libre asociación a la luz de nuevos requisitos y
los nuevos precedentes para que se ponga a cumplir con éstos,
mediante la adopción de un pacto bilateral. Eso es todo.
Nada del otro mundo.

Nadie en Puerto Rico está promoviendo que abandonemos


nuestra modalidad de libre asociación o que adoptemos otra
distinta. Lo bueno no se cambia; lo bueno se mejora. ¿Para
qué construir la casa de la república asociada cuando podemos
ampliar y mejorar la del ELA?

Así que la próxima vez que un estadista te venga a meter


miedo con la libre asociación, levanta la frente y dile: ¡Yo vivo
en una nación libre y asociada desde 1952! Y, aunque te
asuste, ¡la vamos a desarrollar como Muñoz quería!

Ahí lo tienen. Comparen las expresiones de Luis Vega con las de


Sila Calderón y Velda González. ¿Acaso hablan del mismo ELA?
El error de Luis Vega –un error harto repetitivo en la mayoría de
los estadolibristas– surge por tratar de mitificar las soluciones
autonómicas haciéndolas parecer una e incorporando en ella todo
lo bueno de las múltiples opciones (“lo mejor de dos mundos”,
suelen decir).86 Eludamos los malabarismos confusionistas.
Hablemos a la gente con la verdad. Cada opción tiene sus altas y
sus bajas. Si preferimos una sobre la otra ha de ser porque la
consideramos superior. Defendámosla a partir de sus propias
virtudes pero no la adulteremos con atributos ajenos o falsos. De
eso es que trata la premisa de superioridad comparativa.

86
Con beneplácito hemos de reconocer que en su libro sobre la libre
asociación –Vega Ramos, Luis (2000) – el joven líder popular, Luis Vega,
ahora se expresa con mucha más claridad sobre el significado de la
autonomía en un contexto soberanista. Vega también nos relata algunos
episodios de la lucha ideológica interna entre los populares. Las más de las
veces, las inexactitudes que observamos en las expresiones públicas de los
autonomistas son sólo un intento de ocultar al electorado general la
existencia de las discrepancias medulares que se dan en el interior del PPD.
Se hace en ánimos de proyectar homogeneidad ideológica. Pero para los
libreasociacionistas es un error. Los nuevos paradigmas sólo pueden
predominar si se demuestra que los paradigmas de antaño ya no son
congruentes con la realidad. Eso sólo se logra si se trae la discusión al
plano público.
136
Ciudadanía americana

El estatus de independencia implica, naturalmente, la


separación entre Puerto Rico y Estados Unidos. Con ello Puerto
Rico adquiriría personalidad jurídica propia a nivel internacional.
Estaríamos, para invertir uno de nuestros paradigmas viejos,
poniéndonos los pantalones largos. Pero eso no quiere decir que hay
que cercenar todos los lazos que ahora nos unen al pueblo
americano. Una república que parta de una relación de amistad
con Estados Unidos admite acuerdos bilaterales que podrían ser
significativos, abarcando áreas de inmigración, presencia militar
norteamericana condicionada, comercio y moneda común,
intercambios educativos, colaboración tecnológica y científica y
otras. Todavía más, admite la doble ciudadanía si hubiese
voluntad de ambas partes para ella.
Una y otra vez, encuesta tras encuesta, sobre el 90% de
los puertorriqueños se expresan positivamente en torno a su
ciudadanía americana y manifiestan su deseo de conservarla.
Conviene pues que los independentista se despojen de sus recelos
respecto a esto y lo miren con imaginación87. La doble
ciudadanía sería una expresión jurídica de la manera en que
Puerto Rico y Estados Unidos afirman su valoración del siglo de
relaciones y convivencia que han vivido juntos, en malas y
buenas. Si Estados Unidos concuerda con aceptarlo, sería un
atributo de fuerza para la nueva república, no una debilidad como
los fanáticos del separatismo gustan de verlo, ni un oportunismo,
como lo expresan los demagogos del estadoísmo.
La doble ciudadanía no es una novedad. Varios países la
aceptan implícitamente, otros la incluyen explícitamente en sus
constituciones o leyes. De facto, Estados Unidos ya ha admitido
que algunos de sus ciudadanos ostenten doble ciudadanía. Es el
caso de algunos judíos americanos que juraron lealtad a Israel y
tienen su ciudadanía, pero siguen siendo, también, ciudadanos
americanos. Conforme con esos hechos, nos parece que

87
El PIP ya ha dado este crucial paso. Aunque sin mucho entusiasmo,
forzado por el reconocimiento de que los puertorriqueños no quieren perder
la ciudadanía americana, acogió la doble ciudadanía en la descripción de la
opción de independencia que se sometió al Congreso cuando éste
consideraba la posibilidad de auspiciar un plebiscito de estatus.

137
cualquier planteamiento americano contra la doble ciudadanía
bajo la independencia sería un asunto de falta de voluntad política
más que de impedimento jurídico.
¿Y si la voluntad política de Estados Unidos fuera la de
no conceder la ciudadanía americana a los ciudadanos de una
república puertorriqueña? Sobreviviríamos, sin duda. La
ciudadanía americana, con todo lo importante que es, no puede
verse como un fetiche. No tiene categoría de sagrada. Se
impone, por lo tanto, su desmitificación (sin que por ello
pretendamos desmerecerla). Para ello, es preciso abordar el tema
desde un punto de vista objetivo. Ante todo, aclaremos porqué
la ciudadanía americana es importante para los puertorriqueños.
Tres son las razones. En primer lugar, casi la mitad de los
nacionales puertorriqueños viven en Estados Unidos (y muchos
nacieron allá). Sus familiares y amigos de la Isla gustan de
visitarlos y por su condición de ciudadanos americanos lo hacen
sin impedimento alguno. En segundo lugar, muchos
puertorriqueños, –y, contrario a tiempos pasados, muchos de
nivel profesional– buscan en Estados Unidos oportunidades para
trabajar o estudiar. Por ser ciudadanos americanos lo pueden
hacer sin trabas y sin ser discriminados (al menos en teoría). La
tercera razón para aferrarse a la ciudadanía es por las ayudas
federales disponibles, entre las que se destacan las de beneficencia
social, becas para estudio, subsidios para viviendas, y préstamos
de bajo interés. Si estas son las razones para no querer
desvincularse de la ciudadanía americana –todas ellas muy
buenas–, la manera de resolver el problema es hallando medios
alternos para satisfacer las tres áreas de preocupación
mencionadas, independizando las soluciones de la necesidad de
tener la ciudadanía americana. Esto es posible por medio de
acuerdos bilaterales que abarquen las áreas de asistencia
económica durante un período significativo de transición y
modificaciones a las políticas laborales y de inmigración con
respecto a los puertorriqueños en caso de que no tuviesen la
ciudadanía americana.
El mensaje a hacer claro es este: la ciudadanía es una
condición jurídica que un estado concede a los individuos que
viven en él o están bajo su jurisdicción, mediante la cual hace
extensivos a éstos todos los derechos individuales que reconoce
en su sistema de gobierno, y así también todas las
138
responsabilidades de vida comunitaria que estima esenciales para
la continuidad del estado. Desde una república propia, los
ciudadanos de Puerto Rico no necesitarían todos los derechos de
los ciudadanos americanos, sólo algunos que podrían lograrse
mediante acuerdos de gobierno a gobierno. En la medida que los
puertorriqueños logren entender esto, tanto menor será su
resistencia a la independencia. Para los independentistas un
programa de educación política es apremiante.

Soberanía

En teoría política, soberanía es un derecho que debe


ejercer un pueblo colonizado para darle legitimidad a cualquier
proceso de autodeterminación. Más aún, se dice que la soberanía
no queda agotada por una decisión sino que, amparado en ella, un
pueblo puede cambiar decisiones pasadas. Conviene, pues, que
aclaremos el concepto.
Podría decirse que soberanía tiene al menos dos
acepciones. En una, soberanía se refiere al derecho de un estado
independiente a decidir sus asuntos internos sin la interferencia
de otros estados, sin más limitaciones que el requisito de no
afectar el orden internacional vigente. En esta acepción,
soberanía no tiene nada que ver con democracia, derechos civiles
o moralidad. De hecho, teóricamente, amparándose en el
derecho de soberanía de estado un grupo absolutista o tiránico en
control de un gobierno puede sojuzgar a su pueblo, privarle de
participar democráticamente en su vida pública, someterlo a la
persecución y al discrimen, inclusive cometer contra él los más
abyectos crímenes y aun así reclamar, so color de soberanía, que
las demás naciones no intervengan en favor de los ciudadanos
oprimidos, al clasificar sus actos como asuntos nacionales
internos.
Claro que en la práctica no funciona así. Hasta ahora, la
soberanía de estado de los países militarmente débiles ha quedado
siempre supeditada a la voluntad e interés de los más fuertes.
Éstos, en procura de sus propios intereses –militares,
económicos, geopolíticos– se toman la atribución de intervenir
cualquier país, si piensan que pueden prevalecer. Pero los
tiempos van cambiando. Cuanto más nos acercamos a un orden

139
mundial donde el poder crudo se sustituye por la razón y el
derecho internacional, la soberanía de estado, con sus debidas
limitaciones, adquiere nuevamente condición de importancia88.
Claramente, en la acepción de derecho de estado, Puerto Rico no
tiene y nunca ha tenido soberanía.
En la segunda acepción política de soberanía, ésta se
refiere al derecho de un conglomerado a decidir el sistema de
gobierno que desea, incluyendo su estructura, los modos de
participación democrática en los asuntos públicos y los
mecanismos que utilizará para dirimir los desacuerdos entre los
ciudadanos y el gobierno y los ciudadanos entre sí. En esta
acepción, por lo tanto, soberanía se refiere al poder decisional
que, en última instancia, reside en el pueblo. Vista así, es claro
que existe un vínculo inequívoco entre soberanía y democracia.
Desde ese punto de vista, podemos argumentar que a Puerto
Rico le asiste el derecho de soberanía, aunque no lo ha disfrutado
nunca a plenitud. En el diseño y aprobación de su Constitución
de 1952, Puerto Rico sí ejerció su soberanía de pueblo, pero
mediatizada por las restricciones que el Congreso le impuso a
través de la Ley 600 y la Ley de Relaciones Federales. El
requerimiento de tener que obedecer las leyes federales sin
participar democráticamente en su aprobación y tener que
obedecer las directrices del Presidente de Estados Unidos sin
poder participar en su elección, niega el pleno reconocimiento de
soberanía de pueblo a Puerto Rico.
Si Estados Unidos acuerda con Puerto Rico un
mecanismo de autodeterminación legítimo –lo cual implicaría
terminar con la condición colonial–, podríamos decir que en tal
proceso Puerto Rico ejerce su soberanía popular. Pero, ¿tiene
que conservar la soberanía para que el resultado final sea válido?
No necesariamente. Si optamos por una solución anexionista –
estadidad o ELA en unión permanente– significará la decisión de
unirnos al colectivo americano como parte sustantiva de éste. En

88
En un resultado que consideramos positivo, recientemente, hasta la razón
moral se ha utilizado para no reconocer la soberanía de estado de un país.
Ese es el caso de la intervención de las fuerzas de paz de las Naciones
Unidas en Bosnia y un poco después de la OTAN en Kosovo. En ambos
casos, Yugoslavia vio limitado su derecho soberano como estado.
140
tal caso, hay un solo ente soberano: el pueblo89 de Estados
Unidos. Los puertorriqueños participaríamos de esa soberanía en
igualdad de condiciones con el resto de dicho pueblo, del cual
seríamos componente activo, por decisión propia. Si optamos
por la independencia, retendríamos tanto la soberanía de pueblo
como la de estado. Por último, en el caso de la libre asociación,
retendríamos la soberanía de pueblo (porque conservaríamos una
identidad como ente político diferenciado de Estados Unidos) y
la soberanía de estado independiente podría estar o no presente,
dependiendo de la naturaleza del pacto de libre asociación. Si
Puerto Rico logra autorepresentación internacional, tendría
soberanía de estado, si delega su representación en Estados
Unidos, no la tendría.
Luego de las aclaraciones en torno al concepto de
soberanía, es claro que si bien no tiene el carácter absoluto de
poder último que reside en el pueblo, sigue teniendo significado jurídico
e importancia política. No debe despacharse, por lo tanto, como
algunos lo hacen, como un concepto anacrónico, carente de
vigencia en el mundo moderno. Pero tampoco debemos
disminuir la importancia de un acuerdo de estatus, como lo sería
el ELA mejorado o la libre asociación, aunque no incluya
soberanía de estado independiente. La soberanía importante es la
que reconoce el derecho de los ciudadanos a expresar libre y
democráticamente su consentimiento al gobierno que le cobija y a
participar en él conforme con reglas equitativas y criterios
razonables establecidos por el estado del cual se es parte. A esa
soberanía –la soberanía de pueblo– tenemos pleno derecho. Sin
ella no hay descolonización real.

89
Aquí uso el término pueblo en el sentido de conglomerado con derechos
ciudadanos plenos, no como equivalente a nación homogénea en el sentido
cultural.

141
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