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El libre albedrío, de nuevo discutido en neurología

Aunque existe la determinación neural de la conducta, optamos cada día


entre ámbitos de posibilidades

Son muchas las evidencias empíricas recogidas hoy por la neurología que
hablan a favor de una estricta determinación neural de la conducta
humana. Esto parecería conducir a pensar que estamos absolutamente
determinados por los genes, la maquinaria neural y la estimulación
ambiental a representar el rol que la naturaleza física, genes y ambiente,
nos impone. La realidad es que nos sentimos dentro del mundo,
condicionados por nuestra naturaleza y por el ambiente; pero sabemos
que somos personas que hacemos diariamente nuestra vida impulsando
opciones selectivas de entre ámbitos de posibilidades. La ponencia del
profesor Manuel Froufe, en la Cátedra CTR, el próximo 22 de marzo, nos
ofrece la oportunidad de reflexionar sobre estas apasionantes cuestiones.
Por Javier Monserrat.

Numerosos resultados empíricos producidos por la investigación en psicología y


neurología han hecho que se replantee con fuerza un problema de siempre: ¿está el
hombre determinado por los genes y el ambiente a obrar “necesariamente” como lo
hace? ¿Somos una especie de robots biológico-sensitivos que respondemos de una
manera fija e inapelable a las circunstancias del ambiente según nuestros, digamos,
programas de procesamiento? Es evidente que detrás de estas preguntas se esconde
nuestro entendimiento del hombre.

El humanismo tradicional supone que somos seres libres y responsables, no sólo


creadores de la propia vida, sino de la sociedad y de la cultura. Este humanismo es
también muy importante para una idea religiosa del hombre. ¿Dónde quedaría la
arquitectura ideológica de la moderna sociedad, el orden jurídico y político, si
debiéramos suprimir los términos “libertad” y “responsabilidad”?
Debemos recordar que en la ciencia los hechos son los hechos. En ciencia se habla del
mundo en función de los hechos, de la base empírica, que resulta de una variada
aplicación de métodos de investigación empíricas (no sólo la experimentación). Es
verdad que los hechos no son “lo dado absolutamente” que decían los positivistas, sino
que son ya una “interpretación” en sentido popperiano.

El instrumental experimental para registrar un hecho cuántico es interpretativo y


también lo es la batería de preguntas para registrar los hechos de una encuesta
sociológica. Pero, aunque sean interpretativos, los hechos imponen tendencias
inequívocas. Esta es la situación actual con la gran acumulación de evidencias
psicológicas y neurológicas que hablan a favor del determinismo.

Los hechos, es decir, sus tendencias acumulativas, no deben ser cuestionados, ni puestos
en duda bajo ninguna sospecha. Sin embargo, sí es importante advertir que la
epistemología nos obliga a tener en cuenta que una cosa son los hechos y otra sus
interpretaciones.

Reflexión sobre la libertad

El experimento de Libet, por ejemplo, no es que, en absoluto, no pueda ser discutido en


su diseño; pero no lo vemos conveniente porque se encuadra en un conjunto muy
amplio de resultados cuya tendencia va en la misma línea. Sin embargo, ¿qué
interpretación sacamos del experimento de Libet? ¿Que el “libre albedrío” no existe?
Sin embargo, ¿hay interpretaciones alternativas?

Si ante unos hechos incuestionados hubiera varias alternativas interpretativas, entonces


cada científico debería valorar los argumentos de cada una de ellas e inclinar su
voluntad hacia una u otra. Esto es lo que pasa habitualmente en la ciencia.

Nuestra interpretación de los hechos psicológicos y neurológicos es que no justifican


negar el libre albedrío o la libertad humana, aunque, eso sí, nos hagan caer en la cuenta
de algo que ya se conocía desde hace mucho tiempo: los enormes condicionamientos
que pesan sobre las decisiones humanas, hasta el punto de llegar en ocasiones incluso a
anularlas.

En el fondo pensamos que los hallazgos de la psicología y de la neurología moderna nos


permiten profundizar en nuestra idea del libre albedrío. Dan pie a una reflexión en
profundidad sobre la libertad y, al tocar este tema, estamos tocando una de las
cuestiones decisivas de nuestra idea del hombre.

Cuestión decisiva, como decíamos, no sólo para la sociedad, la cultura, la política, el


orden jurídico y ético, sino también para un entendimiento de la religión que se funda
en la libertad personal del hombre.

El experimento de Libet

Muchas de la consideraciones actuales se iniciaron tras el experimento de Libet (1983,


1985). Para entendernos con rapidez, digamos que Libet constató que los llamados
“potenciales de preparación” para una acción (readiness potential) eran anteriores en
unos 300 milisegundos a la conciencia del sujeto de tener voluntad para realizar esta
acción.

Si la acción se realizaba en el tiempo “0”, la conciencia de la intención estaba a menos


200 milisegundos y el “readiness potential” detectado en el cerebro a menos 550
milisegundos. Parecía, pues, que no era la decisión de realizar una acción la que
activaba la preparación cerebral para realizarla, sino al contrario.

Por tanto, parecía que la conclusión era: el mecanismo necesario que lleva a la acción se
produce en el cerebro inconsciente al margen de la decisión del individuo y la
“conciencia de la voluntad” surge después como la “ilusión” de haber sido su causa real.

Este hecho experimental parecía confirmar una teoría de la conciencia llamada


“epifenomenalismo”: la conciencia no causa efectos neuronales físico-químicos (no
causa las acciones), sino que es sólo un testigo del determinismo neural de la conducta;
creándose así la “ilusión” de que la conciencia causa la conducta. En el fondo
estaríamos complementamente determinados.

Tendencias21 ha dado cuenta ya en un artículo de otros aspectos recientes de las


investigaciones de Libet. Además, en otro artículo, ha descrito también resultados
recientes que muestran avances tecnológicos para detectar la actividad cerebral que
genera los actos voluntarios y la discriminación entre ellos.

Visión ciega y determinismo neural

La anomalía perceptiva conocida como visión ciega nos permite también reflexionar
sobre el determinismo neural. Se trata de personas que tienen lesionado el cortex visual
primario (área V1 en el cortex occipital) y, por ello, carecen completamente de imagen;
son completamente ciegas.

Sin embargo, de acuerdo con el caso clínico descrito por el neurólogo indio
Ramachandran en su libro “Fantasmas en el cerebro”, se coloca un buzón delante del
paciente ciego, se le entrega una carta y se le pide que la introduzca en la ranura del
buzón. Lo sorprendente es que, sin tener imagen, sin embargo, logra con una única
acción sin titubeos acertar exactamente con la posición de la ranura e introducir la carta.
Es lo que llamamos “visión ciega”: el paciente parece ver sin tener imagen.

¿Cómo se interpreta este hecho? La explicación propuesta por Ramachandan (que es la


ordinaria) parte de una consideración del colículo superior. Se trata de una formación
neuronal del cerebro más antiguo que, en animales primitivos, constituía el único bucle
neuronal para producir la imagen.

Mecanismos inconscientes

En el hombre la formación de la imagen y su proyección sobre el sujeto psíquico (que la


percibe) iría por una nueva vía: el núcleo geniculado lateral y su conexión con las áreas
del cortex visual (V1, V2 y V3).

Sin embargo, en el hombre, según la hipótesis de Ramachandran, el colículo superior


seguiría cumpliendo algunas funciones primitivas relacionadas con la ubicación de los
objetos en el espacio. Por ello conectaría con las áreas superiores del lóbulo parietal y
produciría una imagen inconsciente que dirigiría la mano del paciente de visión ciega al
introducir con precisión la carta en el buzón.

Por consiguiente, la acción del sujeto estaría guiada por unos mecanismos
inconscientes, al margen de la conciencia de la imagen (que no se produce). El hombre,
al obrar, sería aquí como un autómata absolutamente determinado por mecanismos
neurales. ¿Para qué sirve entonces la conciencia? Los animales que sólo poseen colículo
superior, ¿serían entonces puros autómatas?

Automatismos y rutinas

Pongamos otro ejemplo, la conducción de automóvil, muy asequible a nuestra propia


autoexperiencia, que nos ayudará a entender lo que queremos explicar. Antes de ir a la
autoescuela no sabíamos qué es conducir. Fuimos aprendiendo por un proceso reflexivo
lento qué son las marchas, el embrague, etc., y en las primeras experiencias debíamos
estar reflexivamente atentos a cada uno de nuestros movimientos, todavía forzados y
bruscos.

Después de veinte o más años de conducción, nuestro estado psíquico al conducir es


completamente diferente. Emprendemos un viaje hacia un destino conocido y repetido
actuando en la práctica como un autómata. Ponemos marchas, las cambiamos,
aceleramos, frenamos, tomamos un carretera, nos desviamos, pasamos de un carril a
otro, procesamos la información ambiente (señales, los otros coches, las salidas y
entradas, carriles …) como si fuéramos unos autómatas.

Nuestro “sujeto psíquico” ha estado ahí, pero no es consciente de haber tomado


decisiones reflexivas para frenar, acelerar, cambiar de carril, etc. Su “mente” ha estado
pensando durante el trayecto en un problema complejo que debía resolver.

Si hubiéramos podido instalar en el coche un aparato de escaner cerebral MRI


hubiéramos podido comprobar que los potenciales de acción (readiness potential) se han
ido activando, sucediendo y consumando acciones no sólo con anterioridad a la
“conciencia voluntaria” (Libet), sino incluso en ausencia absoluta de ésta.

En el lenguaje ordinario solemos decir: “he llegado al final del viaje casi sin darme
cuenta”. Lo que esto quiere decir, tal como hemos explicado, que el realidad el que ha
llegado al final era un “autómata” que llevábamos dentro de nosotros mismos.

Infinitos automatismos

Un ejemplo semejante lo tenemos en el lenguaje. Cuando comenzó a formarse en el


hombre primitivo apenas había palabras y estructuras sintácticas. Debían ejercerse con
un mayor esfuerzo reflexivo. Pero un lento proceso evolutivo de aprendizaje fue
automatizando el lenguaje; cuando aprendemos una lengua extranjera repetimos este
proceso. Al hablar parece que nuestro “sujeto psíquico” le dice al “autómata
lingüístico”: ¡adelante! Y en este momento se dispara un automatismo de contenidos y
complejas estructuras sintácticas que no surge por decisiones voluntarias, sino por
“encadenamiento automático”.
Algo parecido ha sucedido evolutivamente con el movimiento, totalmente automatizado
como resultado de una programación que se remonta a los primeros seres vivos. Pero no
es sólo eso. Un profesor que explica una asignatura desde su cátedra universitaria no
tiene que pensar, coordinar, decidir y dirigir reflexivamente el lenguaje en cada
momento: casi actúa como un “autómata intelectual” que, con todo relax, “dispara” su
discurso. Nuestra vida está llena de “rutinas” voluntarias que se repiten una y otra vez,
dando lugar a numerosos automatismos. Nuestra vida se apoya en ellos.

La vida animal, y humana, está construida sobre infinitos automatismos. Son como una
necesidad funcional de supervivencia, ya que sería imposible que la conciencia
atendiera reflexivamente a todo. Pensemos que se trata siempre de automatismos
dinámicos que obran en dependencia de la información que les viene del ambiente (vg.
en la conducción, en el lenguaje, movimiento o en los automatismos voluntarios o
rutinas del comportamiento).

¿Para qué sirve la conciencia?

Moviéndonos dentro de un paradigma emergentista de redes neurales y de sus correlatos


psíquicos (el más extendido hoy en neurología), la hipótesis en que nos movemos es que
la sensación emergió en el proceso evolutivo y se convirtió en el sistema más eficaz
para detectar información del medio. Pero la estimulación (sensación) se asoció a
respuestas motoras y así fueron apareciendo los automatismos. La vida animal está
montada sobre automatismos deterministas. En gran parte pasa lo mismo en el hombre.
A medida que el animal va sientiendo su propio cuerpo (como explica de forma
magistral Damasio) y se coordinan los diferentes sistemas sensitivo-perceptivos (visión,
olfato, propiocepción…) en una conciencia unificada (por un sistema nervioso central),
aparece un “sujeto psíquico” (recopilador de información sensitiva y desencadenador de
respuestas automáticas).

¿Para qué sirve la conciencia? Pues simplemente para sobrevivir mediante la


coordinación de la información sensitiva que permite al sujeto impulsar las acciones
automáticas. Un camaleón, por ejemplo, sólo con colículo superior, ve la imagen que
éste produce, detecta el “signo” de la mosca y lanza con toda precisión su lengua para
absorberla. Es un “autómata sensitivo” (pero no es un robot, sino un ser “vivo”).

Stephen Kosslyn y el mismo Daniel Dennett han reconocido que la conciencia


cumpliría una función de vigilancia sobre los automatismos y su eficacia adaptativa.
Cuando algo sale mal, la conciencia o sujeto puede interrumpir bruscamente el
automatismo, como el mismo Libet admitió. Es lo que pasa cuando está conduciendo,
digamos, nuestro “autómata interior” y, de pronto, pasa algo imprevisto y el “sujeto
psíquico”, que estaba pensando en otras cosas, impulsa de pronto el freno del vehículo.

Deliberación y acciones voluntarias

Sin embargo, en el proceso evolutivo ha sucedido algo muy importante que conduce a la
necesidad de que los animales, y después el hombre más plenamente, comiencen a
comportarse de una forma nueva que ya no es automática y determinista: se trata de la
ruptura del automatismo (o de la conducta “signitiva” o “instintiva”).

A medida que aumenta el etograma (número de señales que el animal es capaz de


distinguir) y el número de programas de respuesta automática (ante el estímulo de las
señales), el animal va entrando en un nuevo estado de hipercomplejidad psíquica.

A veces el sistema de señales concurrente es tan complejo y desconcertante que el


animal queda como “pasmado”, perplejo sin saber qué programa debe aplicar. El perro
no sabe si morder, escaparse, ladrar, mover el rabo o hacer zalamerías. El pasmo dura
hasta que el animal inclina la balanza hacia una de las conductas posibles y actúa.

La inclinación del animal al “peso” del estímulo que lleva a una u otra conducta parece
exigir una “ponderación” del contexto. El animal se inclinará hacia aquella conducta
que “pesa más”, pero es el animal el que valora qué posibilidad tiene más “peso” de
acuerdo con el sistema de “valores” que ya ha construido en su cerebro, dentro de la
programación de la especie.

Ponderación y razón

Veamos ahora qué pasa con el hombre. La cierta “ponderación” de estímulos que
hallamos en el animal ha evolucionado hasta producir la emergencia de la razón. Su
función es ponderar de una forma nueva, más profunda y rigurosa, el universo de
estímulos que pesan ante el hombre y ponderar las muchas posibilidades de respuesta.

La razón (junto con la operación simultánea de otros factores instintivos, emocionales y


dentro del sistema de “valores” del sistema neuronal humano, especificado en cada
individuo), inclinará la acción humana hacia alguna de las posibilidades abiertas. Se
inclinará a la opción que más pesa, pero el que valorará el “peso” será el sujeto psíquico
racional (como ya sucede, en su nivel, en el mundo animal).

Veamos un ejemplo. Consideremos un hombre sometido a una adicción grave. Por


ejemplo, ludopatía (pero sería lo mismo en la adicción a drogas, alcohol, sexo, etc.). Su
conducta está totalmente determinada; es incapaz de controlarse y los “potenciales de
preparación” (rediness potential) se le activan al margen de su voluntad libre y se
imponen en la conducta. El ludópata tiene un psiquismo racional, es consciente de su
dramática situación y sufre.

Acude a un psicólogo para que le ayude. Juntos emprenden una reconstrucción


cognitiva y emocional que, al final, pone en condiciones al ludópata de dejar el juego.
La estructura motivacional construida para “dejar el juego” ha “pesado” más que la
ludopatía.

¿Qué ha pasado? Un determinista diría que todo ha sido un proceso necesario, al


margen de la voluntad de sujeto. Pero hay otra interpretación posible: que el “sujeto
psíquico” (que para esto se ha formado en la evolución), abierto a varias posibilidades,
ha valorado el mayor peso de una de ellas y ha inclinado la balanza con su voluntad.

¿Qué es el “libre albedrío”?

La ciencia nos ofrece los datos para entender de una forma matizada el “libre albedrío”
del hombre (y, en su nivel, en los animales). Las evidencias y la teoría científica nos
permiten matizar, pero no negar la libertad.

1. El animal, y el hombre, han formado por evolución sus programas para una
supervivencia óptima en el medio.

2. La conducta tiene siempre “causas”: en ocasiones necesarias (en los automatismos),


pero en ocasiones inductoras, pero no necesarias (cuando necesitan el completomente de
una valoración e impulso del “sujeto psíquico”). Pero siempre hay “causas” (la libertad
no es una absoluta espontaneidad nacida de algo que no tenga relación con los procesos
naturales).

3. Las especies animales, y el hombre, han creado una infinitud de automatismos y


rutinas de todo orden (motores, linguísticos, de pensamiento, de conducta ordinaria …)
que, lógicamente, pueden registrarse neuronalmente con independencia de la “voluntad
reflexiva” del sujeto.

4. En ocasiones la conducta muestra patologías en que el sujeto pierde incluso el control


real sobre su conducta (como en las adicciones, psicopatologías, criminalidad, etc.).

5. Pero la superficie de la tierra ha creado “ámbitos de indeterminación” por cuanto


ofrecen a la conducta animal diferentes opciones (cada una es una estructura causal que
atrae la conducta hacia ella): de ahí que el “sujeto psíquico”, que debe valorar y optar
por una u otra opción, sea un producto evolutivo extraordinariamente eficaz de
adaptación óptima.
6. Las decisiones del sujeto pueden manipularse por intervención sobre los causas que
las producen, bien sea actuando sobre las variables intervinientes en la experimentación,
bien sea actuando sobre los estímulos sociales para inclinar al sujeto hacia una u otra
conducta: la gente, en la vida ordinaria, se siente en efecto libre (porque tiene la
experiencia de que hace opciones efectivas entre posibilidades), pero lo que hace está
controlado por quienes dominan la sociedad y nos hacen comprar tales o cuáles
productos o actuar por tales o cuales valores.

Punta del iceberg

La tradición filosófica, ya desde Boecio, describió al hombre como “rationalis naturae


individua substantia” (un individuo de naturaleza racional). La condición racional del
hombre ha sido confirmada por la ciencia; la misma ciencia es producto del discurso
creativo y optativo del científico.

Pero la razón actúa como la punta del iceberg de una inmensa montaña sumergida de
automatismos, condicionamientos, necesidades funcionales, mecanismos neuronales
que producen la actividad psíquica, causas estimulares externas e internas, emociones,
instintos, etc.

La razón no está en rivalidad con los automatismos, sino que se apoya en ellos. El
hombre se sabe persona (es decir, productor de su conducta por decisiones
responsables): pero siente con dramatismo esa condición. Pensemos en el adicto o en el
psicópata que se siente “atrapado” en una determinación casi insalvable.

Nos sentimos dentro del mundo, condicionados por nuestra naturaleza y por el
ambiente; pero sabemos que somos personas que hacemos diariamente nuestra vida
impulsando opciones selectivas de entre ámbitos de posibilidades.

La sociedad también entiende que los seres humanos son personas creativas y
responsables, aunque es consciente del condicionamiento que nos “atrapa” y que
jurídicamente se expresa en los “atenuantes” o circunstancias que deben ayudar a juzgar
la “responsabilidad” de nuestras acciones.

La ciencia es congruente con esta manera equilibrada de ver las cosas: al menos una
interpretación posible de la ciencia. Otras interpretaciones robóticas y deterministas
serían contradictorias con nuestra experiencia individual, social y con los pilares en que
se asienta la convivencia humana.

Javier Monserrat es miembro de la Cátedra CTR. Artículo elaborado con ocasión


de la ponencia del profesor Manuel Froufe en el Seminario de la Cátedra CTR, el
22 de marzo de 2007.

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