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Son muchas las evidencias empíricas recogidas hoy por la neurología que
hablan a favor de una estricta determinación neural de la conducta
humana. Esto parecería conducir a pensar que estamos absolutamente
determinados por los genes, la maquinaria neural y la estimulación
ambiental a representar el rol que la naturaleza física, genes y ambiente,
nos impone. La realidad es que nos sentimos dentro del mundo,
condicionados por nuestra naturaleza y por el ambiente; pero sabemos
que somos personas que hacemos diariamente nuestra vida impulsando
opciones selectivas de entre ámbitos de posibilidades. La ponencia del
profesor Manuel Froufe, en la Cátedra CTR, el próximo 22 de marzo, nos
ofrece la oportunidad de reflexionar sobre estas apasionantes cuestiones.
Por Javier Monserrat.
Los hechos, es decir, sus tendencias acumulativas, no deben ser cuestionados, ni puestos
en duda bajo ninguna sospecha. Sin embargo, sí es importante advertir que la
epistemología nos obliga a tener en cuenta que una cosa son los hechos y otra sus
interpretaciones.
El experimento de Libet
Por tanto, parecía que la conclusión era: el mecanismo necesario que lleva a la acción se
produce en el cerebro inconsciente al margen de la decisión del individuo y la
“conciencia de la voluntad” surge después como la “ilusión” de haber sido su causa real.
La anomalía perceptiva conocida como visión ciega nos permite también reflexionar
sobre el determinismo neural. Se trata de personas que tienen lesionado el cortex visual
primario (área V1 en el cortex occipital) y, por ello, carecen completamente de imagen;
son completamente ciegas.
Sin embargo, de acuerdo con el caso clínico descrito por el neurólogo indio
Ramachandran en su libro “Fantasmas en el cerebro”, se coloca un buzón delante del
paciente ciego, se le entrega una carta y se le pide que la introduzca en la ranura del
buzón. Lo sorprendente es que, sin tener imagen, sin embargo, logra con una única
acción sin titubeos acertar exactamente con la posición de la ranura e introducir la carta.
Es lo que llamamos “visión ciega”: el paciente parece ver sin tener imagen.
Mecanismos inconscientes
Por consiguiente, la acción del sujeto estaría guiada por unos mecanismos
inconscientes, al margen de la conciencia de la imagen (que no se produce). El hombre,
al obrar, sería aquí como un autómata absolutamente determinado por mecanismos
neurales. ¿Para qué sirve entonces la conciencia? Los animales que sólo poseen colículo
superior, ¿serían entonces puros autómatas?
Automatismos y rutinas
En el lenguaje ordinario solemos decir: “he llegado al final del viaje casi sin darme
cuenta”. Lo que esto quiere decir, tal como hemos explicado, que el realidad el que ha
llegado al final era un “autómata” que llevábamos dentro de nosotros mismos.
Infinitos automatismos
La vida animal, y humana, está construida sobre infinitos automatismos. Son como una
necesidad funcional de supervivencia, ya que sería imposible que la conciencia
atendiera reflexivamente a todo. Pensemos que se trata siempre de automatismos
dinámicos que obran en dependencia de la información que les viene del ambiente (vg.
en la conducción, en el lenguaje, movimiento o en los automatismos voluntarios o
rutinas del comportamiento).
Sin embargo, en el proceso evolutivo ha sucedido algo muy importante que conduce a la
necesidad de que los animales, y después el hombre más plenamente, comiencen a
comportarse de una forma nueva que ya no es automática y determinista: se trata de la
ruptura del automatismo (o de la conducta “signitiva” o “instintiva”).
La inclinación del animal al “peso” del estímulo que lleva a una u otra conducta parece
exigir una “ponderación” del contexto. El animal se inclinará hacia aquella conducta
que “pesa más”, pero es el animal el que valora qué posibilidad tiene más “peso” de
acuerdo con el sistema de “valores” que ya ha construido en su cerebro, dentro de la
programación de la especie.
Ponderación y razón
Veamos ahora qué pasa con el hombre. La cierta “ponderación” de estímulos que
hallamos en el animal ha evolucionado hasta producir la emergencia de la razón. Su
función es ponderar de una forma nueva, más profunda y rigurosa, el universo de
estímulos que pesan ante el hombre y ponderar las muchas posibilidades de respuesta.
La ciencia nos ofrece los datos para entender de una forma matizada el “libre albedrío”
del hombre (y, en su nivel, en los animales). Las evidencias y la teoría científica nos
permiten matizar, pero no negar la libertad.
1. El animal, y el hombre, han formado por evolución sus programas para una
supervivencia óptima en el medio.
Pero la razón actúa como la punta del iceberg de una inmensa montaña sumergida de
automatismos, condicionamientos, necesidades funcionales, mecanismos neuronales
que producen la actividad psíquica, causas estimulares externas e internas, emociones,
instintos, etc.
La razón no está en rivalidad con los automatismos, sino que se apoya en ellos. El
hombre se sabe persona (es decir, productor de su conducta por decisiones
responsables): pero siente con dramatismo esa condición. Pensemos en el adicto o en el
psicópata que se siente “atrapado” en una determinación casi insalvable.
Nos sentimos dentro del mundo, condicionados por nuestra naturaleza y por el
ambiente; pero sabemos que somos personas que hacemos diariamente nuestra vida
impulsando opciones selectivas de entre ámbitos de posibilidades.
La sociedad también entiende que los seres humanos son personas creativas y
responsables, aunque es consciente del condicionamiento que nos “atrapa” y que
jurídicamente se expresa en los “atenuantes” o circunstancias que deben ayudar a juzgar
la “responsabilidad” de nuestras acciones.
La ciencia es congruente con esta manera equilibrada de ver las cosas: al menos una
interpretación posible de la ciencia. Otras interpretaciones robóticas y deterministas
serían contradictorias con nuestra experiencia individual, social y con los pilares en que
se asienta la convivencia humana.