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La kitschificación

"Ya que vivimos, vivamos dignamente"


Séneca

Uno, que transitó las verdes alamedas de la esperanza, la fe en el progreso y la


perfectibilidad de la historia, como buen hijo de la modernidad que fue, anda ahora
perdido, vagando entre la jungla de nuevos signos que estos tiempos han alumbrado y
que han desplazado inmisericordemente a las viejas tablas de náufrago que le ayudaban
a sobrevivir en el ya entonces enorme piélago textual que era el mundo. La sensación es
la de encontrarnos sin asideros flotando en el torbellino espiral del desagüe del lavabo
de la historia. La mirada otrora lineal que podía lanzarse desde la posición de uno hacia
atrás y hacia delante y que alumbraba, parece ser que provisionalmente, el contorno y el
volumen de las cosas, de los acontecimientos e incluso de las interioridades del alma
humana, se nos ha acabado de nublar del todo y pareciera enfrentarse permanentemente
a los espejos del Callejón del Gato, pero esta vez de forma involuntaria e irreversible.
Es como una alucinación ondulante o espiral que no tiene fin.

Si trato de enfrentarme lúcidamente con afán de comprensión al proyecto civilizatorio


en ciernes me encuentro con que mis herramientas de siempre se han quedado romas y
que debo buscar donde sea nuevas categorías epistemológicas que desbrocen
adecuadamente las cortinas de maleza que bloquean el camino. De todas ellas, de la que
más me duelen las melladuras es la de la razón, no tanto como tradicional codificadora
de la idea de verdad, que la hace reductible al espacio del pensamiento puro, como a su
capacidad de uso para conformar habitats de convivencia para la especie más justos y
bellos.

El problema está en que el análisis de la necesidad del desarrollo de la cultura material


que la razón colocaba en la base del proceso de sustentación de la Cultura con
mayúsculas, no sacralizada, sino tomada estrictamente con un bien evolutivo, ha
cambiado de premisas desde el momento en que el proceso se ha dado la vuelta y la
producción material que tenía hasta ahora un papel estrictamente intestinal ha
fagocitado y digerido a las estructuras culturales que eran su cerebro. Es como si en un
barco la propia dinámica de ampliación de la sala de máquinas acabara convirtiendo
todo el barco, tripulación y pasajeros incluidos, en combustible para su propia caldera. 0
tal vez, y lo que es peor, en un pato sin cabeza que corre frenético golpeándose contra
las paredes antes de caer sin vida. Y eso ya no es pensable desde un punto de vista
ilustrado porque ataca a la raíz misma del futuro de la humanidad como especie.

El sistema capitalista (o su forma actual más evolucionada y probablemente necesitada


de un urgente rebautizo) se ha ido depurando y refinando hasta alcanzar un estado en
que los modos industriales lo han acabado dominando todo y singularmente esferas
como el arte y la comunicación que antes le eran ajenas han sido reconducidas a la
condición de mercancías, perdiendo así la suya propia de laboratorios racionales de
comprensión de la realidad para ser convertidas en objetos de uso a los que el propio
sistema adjudica el valor que le conviene. Y ya no es un síntoma. Es la esencia fundante
de la realidad que nos rodea. La sustitución de la idea de progreso que sustentó el mito
de la modernidad por la de supervivencia que resulta más útil para moverse en un
mundo que ha pasado de la confortabilidad relativa que daban unos límites más o menos
precisos a los laberínticas esquinas no rotuladas de la posmodernidad.

Es curioso como el término posmodernidad, que comenzó siendo utilizado sólo a


niveles de corrientes estéticas ha acabado extendiendo su significado a todas las demás
manifestaciones hasta llegar a globalizar todas manifestaciones culturales y políticas de
esta época. Su reivindicación del relativismo como vía de conocimiento venía como
anillo al dedo al tipo de sociedad que se estaba gestando en la que las fuerzas críticas
racionales eran equiparadas indiscriminadamene con cualesquiera otras, en un deseo
latente de crear las condiciones que permitieran el derribo sistemático de los pilares que
habían sustentado hasta ahora el edificio de la ilustración, del progresismo y de las
vanguardias, que hubieran actuado como freno a la reificación mercantil de todas las
parcelas de la vida humana.

Pero como mi tozudez, o tal vez mi ceguera, no tienen remedio, una y otra vez me veo
obligado a utilizar las herramientas con las que aprendí a pensar y aunque sus mellas a
veces impidan su ajuste perfecto a las nuevas realidades, no creo que hayan quedado
totalmente obsoletas por ahora. A riesgo, pues, consciente riesgo y muy querido, de
volver a utilizar los viejos argumentos de siempre, podría decirse que se trata de una
última vuelta de tuerca del poder para seguir haciendo lo único que siempre supo hacer:
perpetuarse. Del mismo modo que la misión de cualquier planta es cubrir el mundo con
sus semillas y de cada capital tratar de acumular el máximo de beneficio, el sistema de
mercado tiene como fin autoimpuesto convertir todo en objeto de comercio y por tanto
tratará de cosificar, convertir en producto consumible y listo para dar beneficio
cualquier cosa que ya no lo haya sido. Pero éste es un tipo de análisis que por su
maravillosa simplicidad y por no adecuarse al discurso dominante son tachados de
infantiles, trasnochados y antirelativistas, que es el último pecado de lesa ingenuidad de
que son acusadas las reivindicaciones de autonomía del pensamiento, por los
panegiristas del sistema.

La conversión en mercancía de todas manifestaciones humanas susceptibles de serlo, y


pocas son las que podrían resistirse, ha conseguido la ampliación del ámbito
significativo de un concepto como el de lo kitsch, que venía iluminando pendularmente
diversas realidades englobadas en diversos contextos artísticos y literarios. Utilizado
fundamentalmente como contraposición a manifestaciones consideradas "verdaderas"
en el sentido de que significan esencialmente compromisos gnoseológicos con la
realidad y su relación con la mismidad del hombre, o como dice Francisco Jarauta,
"cuya función está en su capacidad de representar una parte de la experiencia que no
dispone todavía de un discurso propio" se aplicaba a todo aquello fabricado de una
manera industrial, serializada, pero con pretensiones de ser consumido como objeto
portador de belleza. Se trataba pues de la extensión democrática al disfrute de la belleza
a todas las capas sociales que antes no tenían acceso, ni por formación ni por economía,
a ella. Una extensión democrática que funda su justificación en, como venía a decir
Hermann Broch, "una ilusión, en una falsificación, en la falsa creencia de que la belleza
puede comprarse y venderse como una mercancía más, lo que Calinescu llama “la
distribución social de la belleza", la adscripción de los cánones artísticos a los vaivenes
de la oferta y la demanda. Ello, que se presentaba como un logro distributivo, ahondaba
de hecho aún más las diferencias sociales desde el momento en que se creaba un abismo
entre ambas maneras de entender el consumo de la belleza.
Si bien las vanguardias (y no sólo las artísticas) supusieron un intento de explorar desde
un punto de vista progresista nuevas formas de compresión del mundo para hacer frente
a las nacientes estructuras de relación social y económica que se estaban gestando con el
capitalismo, su misma caída en las redes del mercado es una prueba de que las nuevas
fuerzas emergentes presentaban su faz totalizadora cada vez más claramente. Todo será
mercanciable o no será, vacío de su contenido ético y estético y sujeto sólo a su valor de
cambio. El kitsch que antes nominaba a la zona más denigrada de la actividad artística
se erige hoy en el estilo que define nuestra época, como muy tempranamente (1924)
intuyó el poeta alemán Frank Wedekind: "lo kitsch es la forma contemporánea del
gótico, el rococó o el barroco". En su momento tal vez sus palabras fueran irónicas, pero
a final de siglo es una realidad contundente. El mercado es la única instancia capaz de
aportamos las dosis de belleza que pudiéramos necesitar y por supuesto lo hará con los
elementos que le sean más rentables, porque fuera de él no hay nada, salvo la exclusión.
Y la exclusión supone la muerte de cualquier discurso que se convierte así en el oued
que va a morir estérilmente en el desierto, sin fecundar nada.

Como la base del mercado es el consumo se nos invita a consumir inmoderadamente, a


partes iguales mercancías materiales y mercancías espirituales, de manera que sobre
todo de una manera subliminal se va extendiendo la idea de que el consumir es un acto
patriótico y humanitario, que favorece el desarrollo de la economía y la extensión
consecuente del estado de bienestar. Como ha puesto al descubierto Javier Echeverría el
ocio es una forma trabajo complementaria a la puramente productiva, de manera que lo
hacemos a tiempo total para la maquinaria del sistema. Es por ello que nunca otra época
había estado tan estetizada como ésta. Nunca se había llegado a tal extremo de
maquillamiento de la realidad como ahora, en que todos los objetos han de ser
diseñados más allá de su mera utilidad práctica, edulcorados abundantemente para que
su atracción no se base en su mera utilidad, sino en su brillo epidérmico, en su
capacidad para captar nuestra atención por su apariencia.

Así las cosas, la necesidad connatural en el ser humano de admiración, de alternancia


entre la banalidad cotidiana y la extraordinariedad de la experiencia estética, sobre todo
en el caso de los individuos más inquietos o más sensibles a la insidiosa sospecha de
estafa es también cubierta con una generosa oferta de experiencias y valores
supuestamente auténticos que van desde el consumo de manifestaciones de "honda" raiz
popular o de acontecimientos culturales "únicos", hasta el de aventuras intensas en
paisajes "vírgenes". Es así como se kitschifica también indirectamente lo que en origen
no era kitsch. Porque la mirada del hombre cosificado, acaba cosificando, contaminando
la realidad objeto de su consumo, desde la obra de arte de un museo, pasando por la
pureza de las pocas manifestaciones folklóricas que quedan puras (que responden a
necesidades reales de alternancia), los grandes monumentos de la Antigüedad e incluso
parajes naturales sublimes que ante sus ojos se desplieguen.

El último grito de interpretación de estos fenómenos, la apoteósis del pensamiento


relativista es la equiparación de esta clase de cultura popular no ya con el estilo artístico
dominante de esta época, sino con la cultura popular en el sentido de folklore, de
manifestaciones genuinas nacidas dentro de las comunidades humanas como formas de
cohesión social. La confusión interesada entre los conceptos de "cultura popular y
"cultura de masa” no se sostiene. Ya lo dejó claro Mac Donald hace años: la cultura
popular a lo largo de los siglos encontró satisfacción en la poesía y el arte folklórico que
son formas muy elaboradas dentro de su sencillez porque han sido moldeadas a través
del tiempo como los cantos rodados de un río. El Arte Folklórico creció desde abajo,
mientras que la "Cultura de Masa" se impone desde arriba. La fabrican los técnicos
asalariados de las empresas: su audiencia son consumidores pasivos cuya única elección
posible es comprar o no comprar.

Hoy el arte folklórico auténtico ha sido definitivamente arrinconado por la cultura de


masas sin mucho trabajo porque las condiciones materiales que lo hicieron posible y
que lo sustentaban han desaparecido, aunque ha sido sustituido por simulacros más o
menos interactivos totalmente dominados por las leyes del mercado que oferta
espectáculos y experiencias por todas las geografías.

M. Harazem
Publicado en ARTyCO, nº 9,
verano de 2000.

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