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Arte y evolución

El arte desaparecerá a medida


que la vida resulte más equilibrada.

Mondrian

Definimos el arte como la actividad humana que tiende a convertir objetos


o fenómenos naturales del entorno cercano en útiles prácticos destinados a satisfacer las
necesidades menos fisiológicas de la especie: las estéticas. Dichas necesidades forman
parte del entramado de la cultura y se inscriben directamente en el corpus espiritual que
acompaña al desarrollo de las mejoras materiales que han hecho del hombre el ser vivo
que ha sufrido la evolución más portentosa –y para algunos disparatada- desde que los
primeros replicantes empezaron a chapotear en el fango primigenio.

Aunque el problema del origen y génesis de la cultura ha generado


himalayas de papel impreso lo cierto es que el hilo conductor de la mayoría de las teorías
que desde hace un siglo tratan el asunto proviene directamente de la aplicación estricta de
las teorías darwinianas al desarrollo de nuestra especie. Se trata, pues, de considerar a la
cultura como un mecanismo de adaptación al medio, una poderosísima herramienta
natural que el cerebro humano ha elaborado para asegurar las condiciones idóneas que
permiten la supervivencia de la especie y la mejora de los factores de afianzamiento de la
misma en detrimento de otros mecanismos que, en otras líneas evolutivas distintas, han
desarrollado los demás seres vivos. Una de las ventajas de la nueva herramienta fue, dado
el alto grado de maleabilidad de su materia específica, el insólito efecto acelerador que
impuso a los cambios que procuraba y el no menos insólito multiplicador de las variables
funcionales adaptativas, que permitieron al hombre conseguir un control efectivo, tanto de
los recursos de todo el planeta como de las posibilidades de pervivencia de la propia
especie en el mismo en muy escaso (en términos evolutivos) margen temporal.

La base de la cultura es el pensamiento simbólico, el gran salto milagroso


fruto de una concatenación de azares administrados por el cerebro humano, lo que
Jacques Monod llama “la capacidad de comunicar”, no sólo una experiencia concreta y
actual, sino el contenido de una experiencia subjetiva, de una “simulación” personal,
dando lugar al nacimiento del mundo de las ideas. Sobre ella descansa el lenguaje como
elemento cohesionador y vehicular. El lenguaje, cuya capacidad supone innata en la
especie el propio Chomsky, desarrolla en el hombre la creatividad conceptual, la
“simulación”, cuyos frutos más preciados serán las performances, representaciones
abstractas de los elementos que componen la realidad circundante. En las propiedades
comunicativas de estas representaciones estará el germen de la actividad artística.

El lenguaje y la capacidad abstractiva condujeron a nuestros antepasados


a desarrollar habilidades manuales que acrecentaron su eficacia con el aprendizaje
organizado y progresivo, a la construcción de herramientas y demás útiles de la cultura
material en una carrera tecnológica que hoy nos parece vertiginosa y que ha mejorado de
una manera abismal las condiciones de vida de gran parte de la especie. Pero este proceso
adaptativo no le salió al hombre totalmente gratis, porque semejante portento guardaba
un regalo envenenado en su interior. La capacidad abstractiva no sólo procuró al hombre
ventajas adaptativas: La propia dinámica del discurso epistemológico que llevaba a tratar
de entender la existencia del cosmos para su utilización en beneficio propio hacía que
trajera siamesinamente unido a él la inevitabilidad del planteamiento de la esencia del
mismo. ¿Hubiera soslayado la dinámica evolutiva de haberle sido posible semejante
incordio? A la luz de las consecuencias posteriores posiblemente sí. Porque la consecuencia
directa fue la ampliación del concepto de finalidad, recién asumido e hijo dilecto de la
abstracción desde el campo de la cultura material a la epistemología del universo y de la
propia existencia humana. La instalación del virus de la teleología en el cerebro humano
tuvo como síntomas principales la angustia y el desasosiego vitales, la necesidad
imperiosa de respuestas a preguntas que la observación directa y objetiva del cosmos no
podían responder todavía. Nuevas necesidades para nuevos retos evolutivos que la
poderosa herramienta recién creada tendría que resolver, enroscándose sobre sí misma,
rebuscando entre los retales de su propia textura los remiendos más adecuados. Las
mitologías semíticas fueron las que mejor entendieron el proceso y de entre ellas el pueblo
hebreo alcanzó la cumbre del olfato interpretativo con el mito de la edad feliz y el paraíso
perdidos por el perverso afán de conocimiento, perverso por estar bajo el signo de la
libertad (de ahí el castigo), del ser recién salido de la mano del Creador.
Desagradecimiento y castigo. Ansia de conocimientos prohibidos y dolor consecuente al
conseguirlos. La secuencia humana de la teoría de la evolución en un maravilloso cuento
fraguado en los albores de la humanidad histórica.

Fue E. B. Tylor, aún en el siglo XIX, el que pondría las bases


antropológicas del estudio de las religiones y plantearía por primera vez la participación de
todas ellas de la misma estructura profunda y la pertenencia de sus orígenes al mismo
tronco primordial. Al principio fue la magia, una forma puramente intuitiva que se
relaciona con el simple afán materialista de abastecimiento alimentario, basada en técnicas
propiciatorias. Y después las prácticas y creencias animistas, frutos directos de la
percepción dualista de la existencia. Los sueños y las alucinaciones naturales o artificiales
proporcionaron indudablemente la materia teórica y la necesidad de explicaciones a los
misterios del nacimiento, la muerte o la renovación cíclica de la naturaleza pusieron las
preguntas. Fruto de una elaboración posterior y basados en la necesidad de sustento
teórico del dominio de unos individuos sobre otros de los estados centralizados que originó
la revolución neolítica, las religiones cupularon el edificio sede y asiento de las distintas
civilizaciones que entonces se desarrollaron.

El arte se desarrolla en estos primeros estadios íntimamente ligado a los


rituales engendrados por la magia. Es más se puede decir que el arte es entonces una
magia en sí mismo, ya que lo que desarrolla son formas directas de plasticidad tendentes
a conseguir únicamente fines concretos de carácter económico o estrechar vínculos
sociales entre los miembros del grupo. La pintura rupestre, por un lado, y las danzas,
cantos y decoración corporal por otro, debieron conformar el universo estético de la Alta
Edad de Piedra. El grado de autonomía del arte respecto a las funciones que lo
sustentaban se debió ir acrecentando con su uso. Y el descubrimiento del placer estético,
la creación y el consumo del mismo amplió las fronteras de los mecanismos adaptativos
con un elemento más que alentaba, directamente, el establecimiento de pautas
individualistas en consonancia con las necesidades grupales de la especie. El primer artista
debió ser el brujo, el ser tocado con la gracia especial, que era capaz de ponerse en
contacto con fuerzas poderosas, benéficas o malignas, y conjurarlas mediante ritos que
incluían objetos elaborados ex profeso para ellos y danzas y cantos para los que se
requería una habilidad especial. H. Read, en su clásico Arte y sociedad lo exponía así: “El
ritual engendra emoción. El hombre descubrió que lo que había hecho por necesidad
propiciatoria de su existencia, podía repetirse por placer sin estar constreñido por ninguna
necesidad, es decir, que los ritos de la caza, de la fertilidad, de la lluvia, tenían un valor
intrínseco, aunque estuviesen faltados de un objetivo inmediato. La actividad en sí
despertaba emociones agradables.”. Es ésa la índole propia del fenómeno artístico: su
aparente carácter de superfluo, su adscripción al entorno del exceso, del lujo, la rebaba del
pensamiento, lo que le sobre al proceso abstractivo después de alcanzar sus objetivos
primordiales: el bienestar material y la producción de endorfinas gnoseológicas. Y es
mucho lo que sobra.

Pero el arte casi nunca ha podido desarrollar sus potencialidades al cien por
cien. Nacido del ritualismo mágico-religioso, su autonomía plena ha estado confiscada por
la teología, salvo en contadísimas excepciones, hasta nuestros propios días. La anestesia
funcionó tan bien que acabó convirtiéndose en la médula espinal donde habita la
estabilidad emocional de la especie, desarrolló vida propia y casi acaba devorando a las
demás funciones vitales. Jacques Monod considera que “...el valor de “performance” de
una idea depende de la modificación del comportamiento que aporta al individuo o al
grupo que la adopta. Aquélla que confiera al grupo humano que la hace suya más
cohesión, ambición, confianza en sí, de dará de hecho un aumento de poder de expansión
que asegurará la promoción de la misma idea. Este valor de promoción no tiene
necesariamente relación con la parte de verdad objetiva que la idea pueda comportar.”. Y
estas ideas llegan a hacerse necesarias para mantener el equilibrio psíquico de los grupos
humanos y esta necesidad llega con el tiempo a hacerse innata y a inscribirse de algún
modo en el código genético. R. Dawkins ha acuñado el nombre de “meme” para designar
a un replicador genético que podría definirse como “unidad de transmisión cultural” y que
tiene la capacidad de perpetuar y perfeccionar automáticamente ideas o grupos de ideas
que demuestran a lo largo de los siglos su efectividad adaptativa. Su favorito es, por
supuesto, la idea de Dios. ¿Podría el arte haber suplantado el papel de la religión en la
tarea de remendar los desgarros gnoseológicos del hombre? Probablemente no. Simple
cuestión de fortaleza en el circo darvinista de la lucha por la vida. Así pues, la religión ha
controlado durante toda la historia los arreos de la expresión artística para su propio
beneficio. Las excepciones son pocas aunque, como en el caso del arte grecorromano,
maravillosas. Precisamente porque la expresión artística ha logrado zafarse del bocado de
la fe. La autonomía y la libertad creativas en una sociedad relajada de verdades reveladas
llevan inevitablemente al equilibrio entre la forma y el fondo de las obras.

Tal como afirma Monod, “si es cierto que la necesidad de una explicación
entera es innata, que su ausencia es la causa de una profunda angustia (...) se comprende
entonces porqué han sido precisos tantos milenios para que aparezcan en el reino de las
ideas las del conocimiento objetivo como única fuente de verdad auténtica”. Una idea fría
y austera que deja al hombre solo consigo mismo y solo frente al cosmos, que ha instalado
a la ciencia desde hace tres siglos en la base material d toda la evolución social y
económica de las sociedades, que tiene las claves para explicar de una manera racional,
clara y amable la mayoría de los insondables misterios que han poblado la imaginación de
la humanidad desde su nacimiento. Y que plantea un sistema de valores nuevo, una ética
de la razón que el hombre se impone a sí mismo en lugar de venir impuesta desde fuera,
desde supuestas instancias superiores, que hay que empezar a formular en sustitución de
la de la “antigua alianza”. Pero el triunfo de la anacronía parece por ahora asegurado.
“Armadas de todos los poderes, disfrutando de todas las riquezas que deben a la ciencia,
nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores ya arruinados, en su
raíz, por esta misma ciencia. Ninguna sociedad antes que la nuestra ha conocido tal
desgarramiento. En las culturas primitivas, como en las clásicas, las fuentes del
conocimiento y las de los valores eran confundidas por la tradición animista. Por primera
vez en la historia, una civilización intenta edificarse permaneciendo desesperadamente
ligada, para justificar sus valores, a la tradición animista, totalmente abandonada como
fuente de conocimiento, de verdad”. Y es, desde, luego, este desacople vital y funcional el
culpable del negro abismo de tinieblas que tenemos delante de nosotros, de la ruina del
proyecto racionalista que tantas esperanzas levantó en su origen y no la propia dinámica
interna del progreso cientifista como pretenden hacernos creer los apocalípticos de la
“antigua alianza”.

Pero es el arte probablemente el mayor beneficiario de la sorda


lucha de modelos. Porque silenciosamente, sin grandes desgarros, ha conseguido en
buena medida la autonomía que casi nunca tuvo. Sin fuerza ya para dirigir las tendencias,
los estilos, los motivos, las composiciones, los “memes” fideísticos han perdido cuando
menos esta batalla. Detrás del desorden, de la aceleración de tendencias, de la anarquía
estilística de la Edad Contemporánea lo que late es el espíritu de la libertad, la fastuosa
feria de muestras de la autonomía de la creación. En la Introducción de su Opera aperta
Umberto Eco decía: “El tema común en estas investigaciones es la reacción del arte y de
los artistas (de las estructuras formales y de los programas poéticos que las rigen) ante la
provocación del Azar, de lo Indeterminado, de lo Probable, de lo Ambiguo, de lo
Plurivalente... En suma, proponemos una investigación de varios momentos en que el arte
contemporáneo se ve en la necesidad de contar con el Desorden. Que no es el desorden
ciego e incurable, el obstáculo a cualquier posibilidad ordenadora, sino el desorden
fecundo cuya posibilidad nos ha mostrado la cultura moderna: la ruptura de un orden
tradicional que el hombre occidental creía inmutable y definitivo e identificaba con la
estructura objetiva del mundo...” Cerrazón del círculo: el hombre vuelve a verse abocado a
necesitar respuestas. Pero ahora las contradicciones que las demandan son de otra índole
y apuntan a otro blanco: la afirmación gozosa y desesperada de lo que antes se negaba: el
valor de la propia contingencia. Y para ilustrar el arraigo de las represiones que la antigua
alianza ha hecho anidar en el alma del hombre no me resisto a citar un párrafo de la
Invitación a la Ética de Fernando Savater en el que él mismo cita a James Hillman (El
mito del psicoanálisis): “...Lo cierto es que nos avergonzamos de la imaginación creadora,
es decir, de la conciencia de la libertad. Sólo cuando llegamos a verla convertida en
Iglesia, esclerotizada y hecha necesidad, nos es de nuevo digerible y nos parece
“decente”. Pero en crudo, nos escandalizamos no poco de la espontaneidad vertiginosa de
nuestra intimidad. “Cuando contamos nuestras imaginaciones, revelamos nuestra alma. La
vergüenza que sentimos concierne menos al contenido de la fantasía que a su simple
existencia: la revelación de la imaginación es la salida a la superficie del espíritu
incontrolable y espontáneo, parte divina e inmortal del alma, la memoria Dei”. Es la
vergüenza del sacrilegio lo que experimentamos: la revelación de nuestras fantasías
revela lo divino y, por consecuente, nuestras fantasías nos son extrañas porque no nos
pertenecen. Salen del fondo transpersonal de la naturaleza, del espíritu de lo divino.
Aunque se personalizan a través de nuestra vida, impulsan nuestra personalidad a realizar
actos míticos”.

M.Harazem, sept.99

Publicado en ARTyCO, nº 6
Otoño, 1999

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