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Discurso sobre la muerte

Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Las orillas del Jordán en las inmediaciones del vado, en estos días de regreso de las caravanas hacia las
diversas comarcas de residencia, asemejan en todo a un campamento nómada. Hay, esparcidas por todas partes,
a lo largo de los bosques que forman una orla verde en los lados del río, tiendas, o incluso simplemente mantas
extendidas de un tronco a otro, apoyadas en palos hincados en el suelo, atadas a la alta silla de un camello, en
definitiva, sujetas de alguna manera, lo suficiente como para poderse meter uno debajo y ampararse del aguazo,
que debe ser hasta lluvia en estos lugares por debajo del nivel del mar.

Cuando Jesús llega a las orillas con los suyos, al norte del vado, los campamentos se están despertando
lentamente. Jesús debe haber salido de la casa de Nique verdaderamente con los primeros albores, porque
todavía no es plena aurora. Ya el aspecto del lugar es fresco, sereno. Los más diligentes empiezan a salir de las
variopintas tiendas y a bajar al río para lavarse, despertados por los relinchos o rebuznos, por los gritos
estridentes de caballos, asnos y camellos, y por las peleas o cantos de centenares de pájaros y otras aves que
están entre el follaje de los sauces, de los cañaverales, o de los altos árboles que forman galerías verdes sobre
las márgenes floridas. Algún lloro de niño y voces dulces de madres hablando a sus hijos. La vida vuelve en
todas sus manifestaciones, a cada minuto.

De la cerca Jericó vienen vendedores de todas las especies y nuevos peregrinos, y guardias y soldados con la
misión de vigilar y mantener el orden, en estos días en que gente de todas las regiones se encuentran y no se
ahorran insultos ni reproches, y en los cuales no deben ser poco frecuentes los robos de rateros que se mezclan
con apariencia de peregrinos – en realidad para cometer ladronerías – entre el gentío. Tampoco faltan las
mujeres públicas que tratan de hacer “su” peregrinaje pascual, o sea, sacar a los peregrinos más ricos y
lujuriosos dinero y regalos como pago a una hora de placer, en la cual míseramente quedan anuladas todas las
purificaciones pascuales… Las mujeres honestas que están entre los peregrinos junto con sus maridos o sus
hijos ya adultos chillan como urracas inquietas para llamar a sus hombres (a los que están embobados – o los
que parece que lo están a sus mujeres o madres – observando a las meretrices). Éstas ríen con desfachatez, y
responden ásperamente a los… apelativos que las honestas le propinan. Los hombres, especialmente los
soldados, ríen, y no rehúsan bromear con las mujeres públicas. Algún israelita, verdaderamente rígido de moral,
o sólo hipócritamente se aleja desdeñado, y otros… anticipan el alfabeto de los sordomudos, porque con gestos
se entienden maravillosamente con las mundanas.

Jesús no sigue el camino recto que lo llevaría al centro del campamento, sino que baja al guijarral del río, se
descalza y camina por donde el agua ya lame la hierba. Los apóstoles le siguen.

Los más ancianos, los más intransigentes, dicen con enfado: «Y pensar que aquí el Bautista predicó
penitencia!».

«¡Ya! ¡Claro! ¡Este lugar ahora está más degradado que un pórtico de termas romanas!».

«¡Y los que se llaman santos no se desdeñan de buscar aquí su pasatiempo!».

«¿Ves también tú?».

«También tengo ojos en la cara, ¡Veo! ¡Veo!…».

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Discurso sobre la muerte
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

En la cola de la pequeña tropa, que lleva a la cabeza a Jesús, entre Andrés y Juan, Judas y Santiago de Alfeo,
van los más jóvenes o los menos severos, o sea: Judas de Keriot, que ríe y mira muy atentamente lo que sucede
en los grupos acampados y no se desdeña de contemplar a las guapas descaradas que han venido en busca de
clientes; Tomás, que se ríe con ganas al ver las irás de las honestas y los desdenes de los fariseos, Mateo, que,
habiendo sido un pecador, no puede hablar severamente contra el vicio y los viciosos, y se limita a suspirar y a
menear la cabeza; y Santiago de Zebedeo, que observa sin interés ni críticas, con indiferencia.

El rostro de Jesús está serio, marmóreo, como esculpido en una piedra. Y se pone cada vez más serio cuanto
más llegan a Él, desde lo alto del ribazo, frases admiradoras, o conversaciones desvergonzadas entre un
hombre poco honesto y una mujer de placer. Mira siempre hacia delante, fijamente. No quiere ver. Y su
intención es muy clara por todo su aspecto.

Pero un joven, muy ricamente vestido, que con otros de su edad está hablando con dos mujeres mundanas, dice
fuerte a una de ellas: «¡Venga, venga! Que nos queremos reír un poco. ¡Ofrécete! ¡Consuélale! Está triste
porque es pobre y no puede comprarse hembras».

A Jesús le afluye por un momento el color rojo a su cara de marfil, que luego palidece de nuevo; pero no vuelve
la mirada: la alteración del color es la única señal de que ha oído.

La desvergonzada, toda ella un traqueteo de adornos entre un liviano ondear de vestidos, con un grito zalamero,
salta al guijarral desde la parte baja del ribazo, y encuentra la forma, al hacerlo, de mostrar furtivamente
muchas secretas bellezas. Cae justo a los pies de Jesús, y, toda ella un trino de risas en su bonita boca, y una
invitación de ojos y de formas, grita: «¡Oh, el más guapo de los nacidos de mujer! ¡Por un beso de tu boca, toda
yo gratis!».

Juan, Andrés, Judas y Santiago de Alfeo se han quedado inmóviles de escandalizado estupor y no saben hacer
ningún gesto. ¡Pero Pedro! Da un salto de pantera y, desde su grupo, se abalanza sobre la malaventurada, que
está de rodillas media echada para atrás, la zarandea, la levanta, la arroja contra el ribazo con un epíteto
tremendo y arremete contra ella para darle el resto.

Jesús dice: «¡Simón!». Un grito en que hay más que un discurso.

Y Simón vuelve, rojo de ira, donde su Señor: «¿Por qué no me dejas castigarla?».

«Simón, no se castiga un vestido manchado. Se le lava. Esa mujer tiene por vestido su carne manchada, y su alma
está profanada. Debemos orar para limpiarla en el alma y en la carne». Y lo dice dulcemente, en voz baja, pero no
tan baja que no lo pueda oír la mujer; y, reanudando la marcha, vuelve – ahora sí que la vuelve – un instante la
mirada de sus dulces ojos a la desventurada. ¡Una mirada, una sola! ¡Un instante, uno sólo! ¡Pero hay en ella toda
la potencia del misericordioso amor! Y la mujer agacha la cabeza y sube el velo, se envuelve en el… Jesús prosigue
su camino.

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Discurso sobre la muerte
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Ya está en el vado. Las aguas, bajas, permiten que pasen por ellas a pie los adultos. También hay mucha gente, que
se pone en movimiento después de la noche o que se seca tras haber vadeado el río.

Jesús ordena: «Diseminaos para decir que está el Rabí. Yo voy junto a aquel tronco derribado y os espero».

Pronto mucha gente ha sido avisada y ya acude.

Jesús empieza a hablar. Toma como motivo un cortejo que pasa llorando detrás de unas angarillas, sobre las cuales
hay uno que se ha enfermado en Jerusalén; ahora, desahuciado por los médicos, le llevan rápidamente a casa para
que muera allí. Todos hablan de él porque es rico y joven todavía. Y muchos dicen: «Pues debe ser un gran dolor el
morir con tantas riquezas y tan pocos años». Y hay quien dice (quizás son personas que ya creen en Jesús): «Le está
bien empleado. No sabe tener fe. Los discípulos han ido a decir a las parientes: “Allí está el Salvador. Si tenéis fe y
pedís, el enfermo se curará”. Pero – el primero él – se han negado a venir al Rabí». Las críticas siguen a las
manifestaciones de compasión. Y Jesús se sirve de todo esto para empezar a hablar.

«¡La paz a todos vosotros!

Ciertamente a los ricos y jóvenes que son ricos y jóvenes sólo en dinero y años les duele morir, pero a los que son
ricos en virtud y jóvenes por pureza de costumbres no les duele. El verdadero sabio, desde el uso de razón en
adelante, se conduce de forma tal, que su muerte sea plácida. La vida es la preparación de la muerte, como la muerte
es la preparación a la Vida más grande que hay. El verdadero sabio, desde que comprende la verdad de la vida y de
la muerte, de la muerte para la resurrección, se industria en todos los modos posibles para despojarse de todo lo
inútil y para enriquecerse con todo lo útil, o sea, las virtudes y las buenas acciones, y así disponer de un bagaje de
bienes ante Aquel que le llama a su presencia para juzgarle, para premiarle, o para castigarle con justicia perfecta.
El verdadero sabio conduce una vida que le hace más adulto en la sabiduría que un anciano, y más joven que un
adolescente, porque, viviendo con virtud y justicia, conserva en el corazón una frescura de sentimientos que en
algunos casos ni siquiera los adolescentes tienen. ¡Qué dulce es entonces morir! Reclinar la cabeza cansada en el
seno del Padre, recogerse en su abrazo, decir entre las brumas de la vida que huye: “Te amo, espero en ti, en ti creo”,
decirlo por última vez en la Tierra para decir después el jubiloso “Te amo”, eternamente, entre los fulgores del
paraíso.

¿Duro pensamiento la muerte? No. Justo decreto para todos los mortales, no grávido de angustia sino para aquellos
que no creen y están cargados de culpas. Inútilmente el hombre, para explicar las angustias exasperadas de uno que
muere y que en su vida no fue bueno, dice: “Es porque no quisiera morir todavía, porque no ha hecho ningún bien, o
ha hecho poco bien, y querrá vivir más para satisfacer por ello”. En vano dice: “Si hubiera vivido más, habría
podido conseguir un premio mayor, porque habría hecho más”. El alma sabe, al menos confusamente, cuánto tiempo
le es dado: respecto a la eternidad, prácticamente nada. Y el alma incita a todo el yo a actuar. Pero pobre alma. La
verdad es que en muchas ocasiones se ve oprimida, pisoteada, amordazada para no oír sus palabras. Esto sucede en
los que no tienen buena voluntad. Por el contrario, los hombres justos, desde la niñez, escuchan al alma, obedecen
sus consejos, y, laboriosos, obran continuamente. Joven en años pero rico en meritos muere el Santo, algunas veces
en la aurora de la vida; y no podría ser más Santo de cuanto lo es ya, por cien o mil años que se añadieran, porque el
amor a Dios y al prójimo, practicados en todas sus formas y con toda generosidad, le hacen perfecto. En el Cielo no
se mira cuántos años ha vivido, sino cómo ha vivido.

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Discurso sobre la muerte
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Se hace duelo ante los cadáveres. Se lloran. Pero el cadáver no llora. Uno tiembla por tenerse que morir, pero esa
misma persona no se preocupa de vivir de forma que no haya que temblar en la hora de la muerte. ¿Y por qué no se
llora y se hace duelo ante los cadáveres vivos, que son los cadáveres más verdaderos, aquellos que, como en un
sepulcro, llevan en el cuerpo un alma muerta? ¿Y por qué los que lloran al pensar que su carne tiene que morir, no
lloran por el cadáver que llevan dentro? ¡Cuántos cadáveres veo Yo, y que ríen y gastan bromas y no se lloran a sí
mismos! ¡Cuántos padres, madres, esposos, hermanos, hijos, amigos, sacerdotes, maestros, veo que lloran sin sentido
por un hijo, un cónyuge, un hermano, un Padre, un amigo, un fiel, un discípulo, fallecidos en evidente amistad con
Dios, después de una vida que ha sido una guirnalda de perfecciones; y que no lloran ante los cadáveres de las almas
de un hijo, cónyuge, hermano, Padre, amigo, fiel, discípulo, que está muerto por el vicio, por el pecado, y además
muerto eternamente, perdido para siempre, si no se enmienda! ¿Por qué no tratar de resucitarlos? ¡Es amor,
¿sabéis?! Es el más grande amor. ¡Oh, lágrimas sin sentido por algo que era polvo y en polvo se ha convertid!
¡Idolatría del afecto! ¡Hipocresía del afecto! Llorad, sí, pero que sea por las almas muertas de vuestras personas más
amadas. Tratad de llevarlos a la vida. Y os hablo especialmente a vosotras, mujeres, que tanto podéis ante aquellos a
quienes amáis.

Ahora, juntos, veamos aquello que la Sabiduría indica como causa de muerte y vergüenza.

No insultéis a Dios haciendo mal uso de la vida que os ha dado, manchándola con malas acciones que deshonran al
hombre. No insultéis a vuestros padres con una conducta que arroja fango sobre sus cabellos blancos y espinos de
fuego sobre sus últimos días. No injuriéis a quien os hace el bien, para no ser maldecidos por el amor que pisoteáis.
No injuriéis a quien gobierna, porque no es con la rebelión contra los gobernantes como se hacen grandes y libres
las naciones, sino que la ayuda del Señor puede tocar el corazón de los gobernantes o quitarlos de su puesto o
quitarles incluso la vida, como ha enseñado en repetidas ocasiones nuestra historia de Israel, cuando sobrepasan la
medida, y, especialmente, cuando el pueblo, santificándose, merece el perdón por parte de Dios y Dios retira el
instrumento opresor del cuello de los castigados. No injuriéis a vuestra mujer con la afrenta de adúlteros amores, ni
hiráis la inocencia de vuestros hijos con el conocimiento de amores ilícitos.

Sed santos ante aquellos que en vosotros ven, por afecto y por deber, a la persona que debe ser el ejemplo de su vida.
No podéis escindir de la santidad hacia el prójimo más próximo de la santidad hacia Dios, porque una genera la otra
como los dos amores, a Dios y al prójimo, se generan recíprocamente.

Sed justos con los amigos. La amistad es un parentesco del alma. Está escrito: “¡Cuán bello es para los amigos
caminar juntos!”. Pero es hermoso si se camina por un camino de bien. ¡Ay de aquel que corrompe y traiciona la
amistad haciendo de ella un egoísmo, o una traición, o un vicio, o una injusticia! Demasiados son los que dicen “Te
amo” para saber las cosas del amigo y aprovecharlas en propio beneficio. Demasiados, los que usurpan los derechos
del amigo.

Sed honestos con los jueces. Todos los jueces. Desde el Altísimo, que es Dios, al cual no se le tima ni se le engaña con
prácticas hipócritas, hasta el intimo, que es la conciencia; hasta los amorosos y dolientes, y atentos con su amor
vigilante, que son los ojos de los familiares; hasta el severo, que son los jueces del pueblo. No mintáis invocando a
Dios para dar fuerza a la mentira.

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Discurso sobre la muerte
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Sed honestos en las ventas y en las compras. Cuando vendéis y la concupiscencia os dice: “Roba para conseguir más
ganancia”, mientras que la conciencia os dice: “Sé honrado porque a ti te dolería que te robaran”, escuchad esta
última voz, recordando que no se debe hacer a los demás aquello que no querríamos que nos hicieran a nosotros
mismos. El dinero que os dan a cambio de un producto muchas veces está bañado de sudor y el llanto del pobre.
Cuesta esfuerzo. Vosotros no sabéis cuánto dolor cuesta ese dinero, cuántos dolores hay detrás de esa moneda que a
vosotros, vendedores, os parece siempre demasiado escasa por lo que dais. Niños enfermos, niños sin padre,
ancianos escasos de dinero… ¡Oh, dolor santo y santa dignidad del pobre que el rico no comprende, ¿con qué
finalidad no sois meditados? ¿Por qué se vende con honradez al fuerte, al poderoso, por miedo a sus represalias,
mientras que se abusa del indefenso, del hermano desconocido? Ello es un delito más contra el amor que contra la
honradez misma. Y Dios la maldice, porque la lagrima extraída de los ojos del pobre, que sólo posee el llanto como
reacción contra el atropello, para el Señor tiene la misma voz que la sangre extraída de las venas de un hombre por
un homicida, por un Caín de su propio semejante.

Sed honestos en las miradas, como en la palabra y en las acciones. Una mirada dada a quien no la merece es
semejante a un lazo, una mirada negada a quien la merece es como un puñal. La mirada que se anuda con la pupila
desvergonzada de la meretriz, y le dice: “Eres guapa!”, y responde a su mirada invitante con la suya de adhesión, es
peor que el nudo corredizo para el ahorcado. La mirada negada al pariente pobre o al amigo caído en la miseria es
semejante a un puñal clavado en el corazón de estos desdichados. Y lo mismo la mirada de odio para el enemigo, o de
desprecio para el mendigo. Al enemigo se le debe perdonar y amar al menos con el espíritu, si la carne se niega a
amarle. El perdón es amor del espíritu. No vengarse es amor del espíritu. Al mendigo se le debe amar porque
ninguno le conforta. No es suficiente arrojar una limosna y pasar despreciativos. La limosna sirve para la carne
hambrienta, desnuda, sin cobijo. Pero la piedad que sonríe cuando da, que se interesa por el llanto del infeliz, es pan
del corazón. Amad, amad, amad.

Sed honestos en los diezmos y en las costumbres. Sed honestos dentro de vuestras casas, sin abusar del siervo
sobrepasando la medida y sin atentar contra la sierva que duerme bajo vuestro techo: si bien el mundo ignora el
hurto cometido en el secreto de la casa, el hurto a la esposa desconocedora de los hechos y a la sierva a la que
deshonráis, Dios conoce vuestro pecado.

Sed honestos en cuanto a la lengua. Y honestos en la educación de los hijos y las hijas. Está escrito: “Haz esto para
que tu hija no te haga el hazmerreír de la ciudad”. Yo digo: “Haced esto APRA el espíritu de vuestra hija no muera”.

Y ahora idos. Yo os he dado un viático de sabiduría y también me marcho ahora. El Señor esté con los que se
esfuerzan en amarle».

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Discurso sobre la muerte
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

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