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La parábola sobre los consejos dados y recibidos

Poema del Hombre – Dios (fragmento)

La plaza más grande de Siquem aparece abarrotada de gente hasta lo increíble. Yo creo que está ahí toda la
ciudad, y que se han concentrado también los que viven en los campos y en los pueblos cercanos. Los de Siquem
a primeras horas de la tarde del primer día deben haberse esparcido para avisar por todas partes, y todos han
venidos: sanos y enfermos, pecadores e inocentes. Repleta ya la plaza, atestadas las terrazas que están en lo
alta de las casas, la gente se ha acoclado incluso encima de los árboles que dan sombra a la plaza.

En primera fila, en el lugar que se ha mantenido libre para Jesús, junto a una casa realzada sobre cuatro
escalones, están los tres niños que Jesús salvó de los bandidos, y también los parientes. ¡Qué ansiosos, los tres
pequeñuelos de ver a su Salvador! Cada grito que se oye los hace volverse buscándole. Y, cuando se abre la
puerta de la casa y en su vano aparece Jesús, los tres niñitos vuelan a su encuentro gritando: «¡Jesús! ¡Jesús!
¡Jesús!», y suben los altos escalones sin esperar siquiera a que Él baje a abrazarlos. Y Jesús se agacha, los
abraza, los alza – vivo ramo de flores inocentes – y los besa en la cara… y ellos también le besan.

Un murmullo de la gente, conmovida, y alguna voz dice: «Sólo Él sabe besar a nuestros inocentes». Y otras
voces: «¿Veis cómo los quiere? Los salvó de los bandidos, les dio de comer y los vistió, les ha dado una casa y
ahora los besa como si fueran los hijos de sus entrañas».

Jesús, que ha puesto a los niños en el suelo, en el escalón más alto, cerca de su cuerpo, responde a todos
contestando a estas últimas palabras anónimas.

«En verdad, éstos son para mí más que hijos de mis entrañas. Porque soy para ellos Padre de su alma, que es
mía, y no para el tiempo que pasa, sino para la eternidad que perdura. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de todo
hombre que de mí, vida, obtuviera vida para salir de su muerte!

Cuando vine por primera vez a vosotros os invité a esto. Pero pensasteis que teníais mucho tiempo para
decidiros a hacerlo. Sólo una persona fue solícita en seguir la llamada y en entrar por el camino de la vida: la
criatura más pecadora que había entre vosotros. Quizás, precisamente, porque se sintió muerta, se vio muerta,
pútrida con su pecado, tuvo prisa en salir de la muerte. Vosotros ni os sentís ni os veis muertos, y no tenéis su
prisa. Pero ¿Qué enfermo espera a estar muerto para tomar las medicinas de vida? El muerto no necesita sino
mortaja y bálsamos, y un sepulcro donde yacer para convertirse en polvo después de ser podredumbre. Porque
el que la podredumbre de Lázaro, a quien miráis con ojos dilatados por el temor y el estupor, haya sido, por
sabios fines, recompuesta por el Eterno y devuelta a la salud, no debe tentar a nadie a morir en su espíritu
diciendo: “El Altísimo me dará de nuevo la vida del alma”. No tentéis al Señor Dios vuestro.

Venid vosotros a la Vida. Ya no hay tiempo de espera. La Vid ya va a ser vendimiada y exprimida. Preparad
vuestro espíritu para el Vino de la Gracia que muy pronto os será dado. ¿No es lo que hacéis cuando vais a
asistir a un gran banquete? ¿No preparáis vuestro estómago para que reciba alimentos y vinos selectos
haciendo preceder al banquete una prudente abstinencia que afine el gusto y dé vigor al estómago para
degustar y apetecer la comida y la bebida? ¿Y no hace lo mismo el viñador para catar el vino reciente? No
desarregla su paladar el día en que quiere catar el vino nuevo; no lo hace porque quiere percibir con exactitud
las cualidades y los defectos de ese vino, para corregir éstos y resaltar aquéllas, y así vender bien su mercancía.
Pero si esto sabe hacer la persona que ha sido invitada a un banquete, para saborear con mayor deleite los
manjares y vinos, y si el viñador hace eso para poder vender bien su vino, o para convertir en vendible aquello

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La parábola sobre los consejos dados y recibidos
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

que si se ofreciera defectuoso sería rechazado por el comprador, ¿no debería saber hacerlo el hombre en orden
a su espíritu, para saborear el Cielo, para ganar el tesoro y poder entrar en el Cielo?

Escuchad mi consejo. Éste sí, escuchadle. Es consejo bueno. Es consejo justo del Justo, al que vanamente se
aconseja mal, del justo que quiere salvaros de los frutos de los malos consejos que habéis recibido. Sed justos
como Yo lo soy. Y sabed dar el justo valor a los consejos que os dan. Si sabéis haceros justos, daréis ese justo
valor.

Oíd una parábola. Una parábola que cierra el ciclo de las que he dicho en Silo y Lebona, y que habla también
de los consejos que se dan o se reciben.

Un rey mando a su hijo amado a visitar su reino. El reino de este rey estaba dividido en muchas provincias,
pues era vastísimo. En estás provincias existía un distinto conocimiento del rey. Algunas le conocían tanto, que
se consideraban las predilectas y se ensoberbecían por ello. Estas provincias pensaban que eran las únicas
perfectas en el conocimiento del rey y de lo que el rey quería. Otras le conocían pero no se creían sabias por
ello y buscaban el modo de conocerle cada vez más. Otras conocían al rey, pero le querían a su manera, ya que
se habían dado un código especial que no era el verdadero código del reino. Del verdadero código habían
tomado aquello que les gustaba y hasta donde les gustaba, e incluso habían desvirtuado ese poco con mezclas
de otras leyes – no buenas – tomadas de otros reinos, o que ellas mismas se habían dado. No. No buenas. Y
otras provincias ignoraban todavía más acerca de su rey. Y algunas solamente sabían que había un rey, nada
más que eso, y creían incluso que esto poco era una fábula.

El hijo del rey fue a visitar el reino de su Padre para transmitir a las distintas regiones, a todas ellas, un exacto
conocimiento del rey; bien corrigiendo la soberbia, bien elevando los ánimos, bien enderezando conceptos
desviados, en otras regiones convenciendo para que eliminaran los elementos impuros de la ley pura, o
enseñando para colmas las lagunas, o, en fin, instruyendo para dar un mínimo de conocimiento y de fe en orden
a este rey real de quien todos los hombres eran súbditos. El hijo del rey pensaba, de todas formas, que la
primera lección para todos había de ser el ejemplo de una justicia conforme al código, tanto en las cosas
graves como en las menores. Y era perfecto. Tanto que la gente de buena voluntad se mejoraba a sí misma
porque seguía las acciones y las palabras del hijo del rey, pues sus palabras y sus obras eran tan congruentes
entre sí, sin disonancia alguna, que eran una única cosa.

Pero los de las provincias que se sentían perfectas sólo por saber al pie de la letra las letras del código, pero sin
poseer su espíritu, veían que de la observancia de lo que hacia el hijo del rey y de lo que exhortaba a hacer,
demasiado claramente resultaba que ellos conocían la letra del código pero no poseían el espíritu de la ley del
rey, y que, por tanto, su hipocresía quedaba desenmascarada. Entonces pensaron quitar de en medio aquello
que los hacia aparecer como eran. Y para hacerlo usaron dos vías: una contra el hijo del rey, la otra contra los
seguidores del hijo del rey; para el primero, malos consejos y persecuciones; para los segundos, malos consejos
e intimidaciones.

Muchas cosas son malos consejos. Es un mal consejo decir: “No hagas esto que te puede acarrear perjuicio”
fingiendo interesarse positivamente. Y es mal consejo perseguir para persuadir a faltar contra su misión a aquel
al que se quiere descarriar. Es consejo malo el decir a los propios partidarios: “Defended a toda costa y usando

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cualquier medio al justo perseguido”, y es consejo malo decir a los propios partidarios: “Si le protegéis, os
encontraréis con nuestro desdén”. Pero ahora no estoy hablando de los consejos dados a los propios
partidarios, sino de los consejos dados al hijo del rey y de los consejos encargados a otros, con falsa candidez,
con perverso odio, o a través de ingenuos instrumentos que creyendo que los mueven para un beneficio en
realidad son movidos para causar daño.

El hijo del rey escuchó estos consejos. Tenía oídos, ojos, intelecto y corazón. No podía, por tanto, no oírlos, no
verlos, no comprenderlos, no discernir acerca de ellos. Pero el hijo del rey tenía, sobre todo, un espíritu recto
de hombre verdaderamente justo, y a cada uno de los consejos que se le ofrecían, consciente o
inconscientemente, para hacerle pecar y dar mal ejemplo a los súbditos e infinito dolor a su Padre, respondió:
“No. Yo hago lo que quiere mi Padre. Sigo su código. El ser hijo del rey no me exime de ser el más fiel de sus
súbditos en la observancia de la ley. Vosotros, que me odiáis y queréis amedrentarme, sabed que nada me hará
violar la ley. Vosotros, los que me queréis y queréis salvarme, sabed que os bendigo por este pensamiento
vuestro, pero sabed también que ni vuestro amor ni el amor mío hacia vosotros – por ser más fieles a mí que los
que se dicen “sabios” – no debe hacerme injusto en mi deber hacia el amor más grande, que es el que ha de
darse al Padre mío”.

Ésta es la parábola, hijos míos. Y es tan clara, que todos pueden haberla comprendido. Y en los espíritus rectos
sólo una voz puede surgir: “Él es realmente el justo, porque ningún consejo humano puede desviarle por un
camino de error”. Sí, hijos de Siquem. Nada puede llevarme al error. ¡Ay si caminara en el error! ¡Ay de mí y
ay de vosotros! en vez de ser vuestro Salvador, seria vuestro traidor, y tendríais razón en odiarme. Pero no lo
haré.

No os reprendo por haber aceptado sugestiones y haber pensado una serie de medidas contra la justicia. No
sois culpables porque lo habéis hecho por espíritu de amor. Pero os digo lo que he dicho al principio y al final.
A vosotros digo: “Os quiero más que si fuerais hijos de mis entrañas, porque sois hijos de mi espíritu. Yo he
conducido a la Vida a vuestro espíritu, y lo haré aún más. Sabed – y que éste sea el recuerdo mío – sabed que os
bendigo por el pensamiento que habéis tenido en vuestro corazón. Pero creced en la justicia, queriendo
solamente aquello que dé honor al Dios verdadero, a quien ha de profesarse un amor absoluto, como a ninguna
otra criatura se ha de profesar. Venid a esta perfecta justicia que yo os doy como ejemplo, justicia que aplasta
los egoísmos del propio bienestar, los miedos de los enemigos y de la muerte; que todo lo aplasta para hacer la
voluntad de Dios”.

Preparad vuestro espíritu. El alba de la Gracia surge. El banquete de la Gracia ya está siendo preparado.
Vuestras almas, las almas de los que quieren venir a la Verdad, están en las vísperas de su desposorio, de su
liberación, de su redención. Preparaos en justicia para la fiesta de la justicia».

Jesús hace una seña a los parientes de los niños, que están cerca de éstos, para que entren en la casa con Él, y
habiendo alzado en brazos a los tres niños como al principio, se retira.

En la plaza la gente intercambia comentarios, muy distintos.

Los mejores dicen: «Tiene razón. Aquellos falsos enviados nos traicionaron».

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Los menos buenos dicen: «Pero entonces no hubiera debido halagarnos. Hace que nos odien todavía más. se ha
burlado de nosotros. Es judío de veras».

«No podéis decir eso. Nuestros pobres saben de sus ayudas; nuestros enfermos, de su poder; nuestros huérfanos,
de su bondad. No podemos pretender que peque para satisfacernos a nosotros».

«Ya ha pecado, porque haciendo que nos odien nos ha odiado…».

«¿Quién?».

«Todos. Y se ha burlado de nosotros. Sí, se ha burlado de nosotros».

Los distintos pareceres llenan la plaza, pero no turban el interior de la casa, donde está Jesús, junto con los
notables y con los niños y sus parientes. Una vez más, se confirman las palabras proféticas: “Él será piedra de
contradicción”.

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