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Santísima Virgen María, Madre de Dios

La Virgen María, Madre de Dios


«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha Iglesia y elegida
por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo
Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien» (San Francisco, Saludo a la B.V.
María).

«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y
esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (San
Francisco, Antífona del Oficio de la Pasión).

«Francisco rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al
Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos,
tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). «Francisco amaba con indecible
afecto a la Madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de
la majestad y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo,
depositaba principalmente en la misma su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos
sus hermanos» (LM 9,3).

«El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una
relación vital única con la santísima Trinidad. María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende
muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo
alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de
gracia». «Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda la vida
espiritual de Francisco, y a lo largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las
huellas del Verbo encarnado, debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a
Dios en forma humana, sino que hizo "hermano nuestro al Señor de la majestad"» (K. Esser).

«El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a
su Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la
caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios... San Francisco
cultivó con esmero y con toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes
caballerescos y condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y
delicado en la vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre
de Dios» (C. Koser).

1
María Santísima en la experiencia religiosa de Francisco de Asís
por José Álvarez, o.f.m.

Decir que San Francisco no fue un teólogo de escuela resulta ya un tópico, pero es verdad. Él no es
un teólogo, es un lugar teológico, diríamos. Por eso, cuando nos acercamos a él para tratar un tema,
uno se encuentra desarmado, porque sus escritos son breves, no tiene una doctrina sistematizada ni
tesis doctrinales desarrolladas.

Francisco es un sentidor, un creyente lleno del Espíritu Santo, un testigo que nos ha transmitido una
experiencia y nos invita a sus hermanos a reproducirla en nuestras vidas. San Francisco se definió
simple e iletrado, pequeñuelo, siervo, heraldo del gran Rey. No lo dijo, pero podía haber dicho que fue
también el heraldo, el pregonero de la Virgen, su caballero amante, de la que predicó mucho y
escribió poco, pero, quizás, en ese poco dijo todo lo que se puede decir y predicar de la Virgen María.
De ello nos queremos ocupar aquí y ahora.

Sueño profetico de San Francisco

1. Francisco, heraldo de María, la Madre de Jesús


En San Francisco la clave de interpretación de todas sus actitudes y expresiones es el amor. Rubén
Darío lo ha contemplado y descrito certeramente con dos palabras: «Un hombre con alma de querube
y corazón de lis». El «serafín de Asís», le llama el pueblo devoto. Francisco amaba a Dios y a todas
las criaturas con todo su ser, pero de modo particular «amaba con indecible afecto a la madre del
Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad, y por
haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente
en ella su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos los hermanos» (LM 9,3; cf. 2 Cel 198).

Lo de Francisco transciende el sentimentalismo; es devoción auténtica, y es amor filial motivado por


lo que es nuclear en la Virgen María: su maternidad. Esta es la motivación que explica todo lo que
Francisco siente, vive y nos transmite cuando habla y cuando escribe. Dice su biógrafo Celano que
«le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, y le ofrecía afectos tantos y tales como
no puede expresar lengua humana. ¡Ea, abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de
tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198).

Francisco veía en María, por su condición de madre, la prolongación de la misericordia, del amor y de
la omnipotencia de Jesús, su hijo y redentor nuestro. Ambos, como diría la teología posterior, fueron
predestinados en un mismo decreto por el Padre para consumar la misma obra: la redención del
género humano. Madre e Hijo constituyen un tándem indesglosable.

Dos fiestas eran para San Francisco objeto de particular fervor y regocijo, y para las que se
preparaba con un retiro de cuarenta días de oración y ayuno: Navidad y la Asunción.

La Navidad, nos dice Celano, «la llamaba la fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño
pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199). Cuando meditaba este misterio,
dicen las fuentes franciscanas que lloraba de ternura y agradecimiento. Este agradecimiento lo
expresa ante el Padre cuando en el capítulo 23 de la primera Regla, su "credo", al hacer un repaso de
la historia de la salvación, escribe: «Y te damos gracias porque (...) quisiste que Él, verdadero Dios y
verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3).

María es para Francisco, como no podía por menos, modelo y ejemplo. En un escrito dirigido a toda
la Orden dice a los hermanos sacerdotes que celebran, reciben y administran el cuerpo del Señor: «Si

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la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque ha llevado en su santísimo seno al
Señor..., ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos ese mismo cuerpo en la
eucaristía!» (cf. CtaO 21).

La ejemplaridad de María es propuesta por Francisco a los hermanos en paralelo con Cristo, su hijo,
en particular cuando se refiere a la santa pobreza. En la Carta a todos los fieles, después de referirse
al misterio de la Encarnación, añade: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la beatísima
Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Llamaba a la pobreza reina de las
virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su
Madre» (LM 7,1; cf. 2 Cel 200). En su "Testamento" a la hermana Clara le recuerda: «Yo, el hermano
Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su
santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1-2).

San Francisco quiso ser pobre porque Cristo y su Madre fueron pobres y vivieron pobres. Amaba a
los pobres y veía en ellos, con los ojos de la fe, un icono de Cristo y de su pobrísima Madre. Solía
decir: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85).
Francisco, que tanto amó y veneró a María por el don de su maternidad divina, se alegraba y daba
también gracias por saber que, por gracia de Dios y obra del Espíritu Santo, él, y cualquier cristiano,
puede ser respecto de Cristo espiritualmente lo que la Virgen fue física y biológicamente, es decir,
engendrarlo por la escucha de la Palabra, llevarlo en el corazón y darlo a luz mediante las obras
santas, que deben ser luz para ejemplo de los otros (cf. 2CtaF 53; 1CtaF I, 10). Después de Cristo, su
Madre, María, pero siempre y en todo inseparables.

2.- Francisco ora a María, cree y proclama


Pocos teólogos habrán logrado hacer una síntesis tan completa de la mariología como este «intrépido
caballero de la Señora», como le llama el padre Gemelli. La sabiduría de este hombre era don del
Espíritu Santo. Nada de razonamientos ni abstracciones. Usó el lenguaje más sencillo, expresivo y
comprensible a todos. María es la madre que engendra en su seno a Jesús, el Niño Dios, al que
convierte en nuestro hermano, y al que crió con sus pechos como cualquier otra madre humana (cf. 2
Cel 199). Al usar el santo este lenguaje tan realista, quizás haya que recordar aquí una circunstancia
particular, y es la de que Francisco tiene ante sí un ambiente contaminado por la doctrina docetista
del doble principio propagada por los Cátaros, quienes enseñaban que la naturaleza humana, la
materia, es mala. De ser esto así, Dios no habría podido encarnarse en ella y, por tanto, la Virgen
María no podía, en modo alguno, ser madre de Dios ni madre nuestra. Francisco llega aquí como un
cruzado providencial de la ortodoxia entre el pueblo sencillo al que habla con su mismo lenguaje, al
tiempo que en pocas palabras escritas dejó para los teólogos posteriores de su Orden el desarrollo
del más completo tratado de mariología, como puede comprobarse por la historia.

Con la fe más viva y la ternura filial más profunda, Francisco fija la mirada en la Señora, la confiesa y
la saluda: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen convertida en templo -
hecha Iglesia-, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo
amado y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de gracia y todo bien! No ha
nacido entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre
celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: (...) ¡Salve, palacio
de Dios! ¡Salve, tabernáculo de Dios! ¡Salve, casa de Dios! ¡Salve, vestidura de Dios! ¡Salve, esclava
de Dios! ¡Salve, Madre de Dios! Ruega por nosotros...» (SalVM; OfP Ant).

Evidentemente, no es este el lugar ni el momento de detenernos a comentar tan preciosos y


profundos textos. Pero, en síntesis, creo que el Saludo es una bellísima paráfrasis del Ave María.

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Que Francisco sabe enmarcar muy acertadamente el icono de María en el seno de la Trinidad. Ella es
santa, pero en dependencia siempre de Dios trino, que es el santísimo. Ella es madre, pero es hija y
esclava; es la incomparable, pero sin dejar de ser humana; la elegida entre todas las mujeres para
ser la primera Iglesia -virgen hecha iglesia-, llamada a ser madre, modelo y prototipo de la Iglesia.
Ella es la que ha revestido a Dios de carne mortal -vestidura de Dios-, y se ha convertido en tienda
para que el Verbo de Dios acampara entre nosotros -casa de Dios y tabernáculo de Dios-. María es
pura inhabitación de la Santísima Trinidad, que la consagró con su elección y presencia antes de
crear el mundo, para ser la inmaculada Madre del Verbo por obra del Espíritu Santo. ¿Qué más se
puede decir de María?

Las Fuentes franciscanas destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los
lugares marianos, es decir, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Entre todas tuvo
para él un especial atractivo la ermita, restaurada con sus propias manos, de Santa María de los
Angeles o de la Porciúncula. Solía decir que tenía revelación de que la Virgen amaba aquella iglesia
con predilección entre todas las construidas en su honor en todo el mundo, y por eso el santo la
amaba también más que a todas, y tenía buenas razones para ello: allí recordaba y revivía su
llamada evangélica; allí reunió los 12 primeros compañeros que le regaló el Señor; allí acogió a la
hermana Clara cuando vino a él para consagrarse definitivamente a Dios; allí quería reunirse en
capítulo para confraternizar y alegrarse con todos los hermanos. No es de extrañar que al sentirse
próximo a entregar su espíritu a Dios quisiera que le llevaran también «allí donde por mediación de la
Virgen Madre de Dios había recibido el espíritu de gracia» (cfr. LM 14,3). No nos extraña, pues, que,
no obstante su radical desprendimiento de todo, al referirse a la Porciúncula dijera a los hermanos:
«Hijos míos, mirad que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por
el otro» (1 Cel 106; LM 2,8).

La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles de la tradición cristiana, pero nacida
especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por la Orden y
transmitida a través de los siglos con la pluma y con la palabra, y, a veces, incluso, a costa de la
sangre, como ocurrió con el dogma de la Inmaculada. Desde el Capítulo General celebrado en Toledo
el año 1645, la Orden se puso bajo la protección de María Inmaculada, a la que declaró Reina y
Señora de toda la Familia Franciscana.

Acojamos este amor y esta devoción del Seráfico Padre como una preciosa herencia, y hagamos
nuestra aquella oración puesta por Tomás de Celano en boca de San Francisco: «¡Ea, Abogada de
los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» -el fin del
mundo- (2 Cel 198).

[José Álvarez Alonso, OFM, María Santísima en la experiencia religiosa de Francisco de Asís,
en Santuario (Arenas de San Pedro), n. 115, mayo-junio de 1997, pp. 5-7]

María y la vida espiritual franciscana


por León Amorós, o.f.m.

Nuestro Seráfico Padre es uno de esos hombres insignes previstos y predestinados en la mente
divina para las grandes gestas de la gloria de Dios, y Asís el lugar preordenado por el Señor para
irradiar su acción bienhechora sobre inmensa muchedumbre de almas. En fuerza de la asociación
inseparable que existe entre Jesucristo y su Santísima Madre por virtud del misterio de la
Encarnación, toda acción divina, allí donde obre, ha de ir siempre acompañada de la cooperación de
la Santísima Virgen, que será más o menos manifiesta a nuestros humanos ojos, pero realísima y
hondamente radicada en este principio teológico, rector de la presente economía de la gracia.
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La pasmosa vida sobrenatural de Francisco, tan rica en divinas experiencias como favorecida en
dones celestiales, que le habían de constituir el gran cantor de las divinas alabanzas en el acordado
concierto de la creación y aptísimo al par que docilísimo instrumento, manejado por manos divinas,
para irradiar poderosas corrientes de vida sobrenatural, debió tener, y tuvo, según el principio
enunciado, una vida mariana abundante y opulenta, radicada en lo más íntimo de su espíritu, con
sabrosísimas experiencias de la presencia de la Virgen Santísima en su alma. Y el nacimiento de su
obra, de prolongado y profundo apostolado, había de tener también como cuna la ciudad de Asís y
cabe al santuario de la Santísima Virgen de los Angeles, madre y maestra de aquella pequeña grey,
origen y principio de la Orden Seráfica.

La Orden Franciscana es, en los planes de Dios, una pieza de excepcional importancia en la
contextura de la historia de la Iglesia. Los hechos así lo han demostrado y siguen demostrándolo.
Forzoso era, que, siguiendo la ley natural, también estuviera presente la Virgen Santísima en el
origen y ulterior proceso y actividad de esta grande obra.

N. S. Padre, en quien, según venimos diciendo, los divinos carismas con tanta prodigalidad habían de
darse cita, debió tener una vida mariana intensa, porque también fue muy subida su vida divina
interior, y porque era el fundador de una grande obra de irradiación de los dones divinos. Aunque los
testimonios de la vida mariana del Santo Padre que han llegado a nosotros no son muy abundantes,
son, sin embargo, muy significativos y elocuentes en orden a esta espiritualidad.

Dice San Buenaventura: «Nunca he leído de santo alguno que no haya profesado especial devoción
a la gloriosa Virgen» (1). Y de San Francisco, el Santo Doctor no solamente leyó su vida, sino que fue
escritor de sus gestas. Como biógrafo, pues, del Seráfico Padre, cuyas fuentes de información fueron
los propios compañeros del Santo Padre, pudo sondear muy bien las interioridades del espíritu del
Pobrecillo, para descubrir allí los principios rectores de toda su esplendorosa vida espiritual.
Naturalmente, éstos no podían ser más que Jesús y María.

Es principio teológico inconcuso, como luego veremos, que la acción de la Santísima Virgen en el
proceso de toda vida cristiana a partir del santo Bautismo, y aun antes de él por la vocación a la fe, es
realísima y honda, como colaboradora que es del mismo principio fontal de donde dimanan todos los
dones divinos, que es Jesucristo. Esta actuación, real en todas las almas, puede ser más o menos
consciente en el sujeto que la recibe y, consiguientemente, con manifestaciones más o menos
explícitas, en el desarrollo normal de la vida espiritual del cristiano.

Nuestro Santo Padre, predestinado por el Señor para fundar la Orden que, con el transcurso del
tiempo había de vivir, sentir y defender la gran prerrogativa de la Virgen Santísima, su Concepción
Inmaculada, forzoso era que la vida mariana fuera en él intensa y plenamente consciente.

Cimabue: La Virgen en majestad (Basílica de Asís)


Nos dice su biógrafo San Buenaventura en la Leyenda Mayor: «Su amor para con la bienaventurada
Madre de Cristo, la Purísima Virgen María, era realmente indecible, pues nacía en su corazón al
considerar que Ella había convertido en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria, y que
por Ella habíamos merecido la divina misericordia» (LM 9,3). Magnífico testimonio de contenido
profundamente teológico de la vida mariana del Seráfico Padre: la asociación de la Santísima Virgen
al misterio de la Encarnación y Redención, y su cooperación como causa meritoria de la misma.

Este «amor realmente indecible» del Santo Padre, de que nos habla San Buenaventura, tiene su
magnífica y esplendorosa manifestación en el bellísimo Saludo que el Pobrecillo dirige a la celestial
Reina, el cual se halla en sus opúsculos o escritos (SalVM).

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Si bien la vida cristiana es sustancialmente una, tanto en los individuos como en las instituciones, sin
embargo su fecundidad divina es tal que, sin menoscabo de esta unidad, produce una variadísima
floración de celestiales matices por los cuales no es difícil reconocer en ellos los rasgos peculiares de
la fisonomía moral de Jesucristo y, consiguientemente también, de su Madre, que da personalidad
sobrenatural al individuo o la institución que se nutre de esta vida.

El rasgo divino que San Francisco reproduce de la fisonomía de Jesús y de su Madre, es la virtud de
la pobreza evangélica, que lleva en sí contenidas, como las premisas contienen las consecuencias, la
humildad, la sencillez evangélica, la infancia espiritual, el desapego a todo lo terreno.

Es el propio San Buenaventura quien nos presenta este matiz divino de la vida del Seráfico Padre:
«Frecuentemente -dice- se ponía a meditar, sin poder contener las lágrimas, en la pobreza de Cristo y
de su Madre Santísima, y después de haberla estudiado en ellos, aseguraba ser la pobreza la reina
de todas las virtudes, pues tanto había resplandecido y tanto había sido amada por el Rey de los
reyes y por su Madre la Reina de los Cielos» (LM 7,1).

Lo mismo dicen otras fuentes biográficas: 2 Cel 83, 85, 200; TC 15; LP 51. Y el propio San Francisco,
en la Carta dirigida a todos los fieles, dice: «Este Verbo del Padre..., siendo Él sobremanera rico,
quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5;
[Jamás habla Francisco -señala el P. Iriarte- de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo
de la pobreza de la Virgen, su Madre: 1 R 9,5; UltVol 1]).

Estos caracteres de la vida divina de Francisco no podían menos que pasar a su obra. Así que la
Orden por él fundada había de estar asentada sobre la virtud de la pobreza evangélica, y mecida su
cuna al calor de la Santísima Virgen.

Quiso la divina Providencia que fuera esta pobrísima cuna la iglesita dedicada a Santa María de los
Angeles.

Que el Seráfico Padre tuviera perfecto conocimiento de la acción poderosa y decisiva de la Santísima
Virgen en los principios de la Orden Franciscana, lo atestigua San Buenaventura: «Francisco -dice-,
pastor amantísimo de aquella pequeña grey, siguiendo los impulsos de la divina gracia, condujo a sus
doce hermanos a Santa María de la Porciúncula; siendo su fin al obrar de este modo, el que así como
en aquel lugar y por los méritos de la bienaventurada Virgen María había tenido principio la Orden de
los Frailes Menores, así también allí mismo recibiese, con los auxilios de la bendita Madre de Dios,
sus primeros progresos y aumentos en la virtud» (LM 4,5). Lo mismo refieren otras fuentes
biográficas: 1 Cel 21-23 y 106; 2 Cel 18-19; EP 83.

Profundamente radicadas ya en la devoción dulcísima de la Santísima Virgen la vida sobrenatural de


Francisco y la de los doce primeros discípulos suyos, fundamentos sobre los que había de sentarse la
gran obra que él fundara, la Orden Seráfica logrará ya desde su origen la plena conciencia del
espíritu vital mariano que habría de ser su principio rector con el transcurso del tiempo. Quedaba,
pues, plenamente vinculada la Orden Franciscana a la acción vivificadora de la Santísima Virgen.
Como consecuencia lógica de este estado de cosas, y como coronamiento de esta obra, procedía
ahora una declaración del Santo Fundador poniendo la Orden bajo el amparo y plena tutela de María
Santísima, dedicándola a su gloria; o sea, hablando en términos modernos, consagrando la Orden a
la Santísima Virgen María. Que el Santo Padre cerrara su obra con este broche de oro nos lo dice el
Seráfico Doctor con estas lacónicas palabras: «En María, después de Cristo, tenía Francisco puesta
toda su confianza; por lo cual la constituyó abogada suya y de sus religiosos, y a honor suyo ayunaba

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devotamente desde la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo hasta el día de la Asunción» (LM
9,3).

Y si queremos ahondar más en el conocimiento de la influencia poderosa de la oración de Francisco


en el Corazón maternal de María, no sólo en favor de sus religiosos, sino también de todos los fieles,
cuya salud espiritual tanto conmovía el celo por las almas del Seráfico Padre, recordemos la tierna y
conmovedora escena del origen de la Indulgencia de la Porciúncula, en cuya capilla se instituye el
primer Jubileo Mariano en la historia de la Iglesia, por el cual queda convertida esta bendita capilla en
potentísimo centro de irradiación de toda suerte de dones celestiales que, dimanando de Jesús y
pasando todos ellos por María, han santificado y siguen santificando a tantas almas.

Espiritualidad mariana de San Buenaventura


Suele decirse de San Buenaventura que es el segundo fundador de la Orden Seráfica. Título
ciertamente bien merecido, porque él fue quien dio cuerpo y figura a la herencia que recibiera de sus
antecesores, indecisa y vacilante después de la muerte del Seráfico Padre, en su constitución jurídica
y en su orientación doctrinal. Fue la mano certera del Doctor Seráfico la que supo plasmar y dar
estabilidad a esta persona moral que es la Orden Franciscana.

Pero también el Santo Doctor, el príncipe de los místicos, como le llama León XIII, había de actuar
dando nuevo impulso y energía a la orientación espiritual que la Orden recibiera de su Santo
Fundador.

Ciñéndonos a lo que nos atañe, el espíritu vital mariano, infundido por el Seráfico Patriarca en la
Orden, debía actuar como savia vivificadora en los escritos espirituales de San Buenaventura, que
con el transcurso del tiempo habían de ser el aliento que había de nutrir la vida divina de nuestros
Santos.

Que el Santo Doctor haya dado a sus escritos una influencia eficaz y decisiva de la acción de la
Virgen Santísima en el proceso y desarrollo de la vida divina en las almas, es cosa clara. Establece
primeramente el Santo Doctor la ley general, profundamente teológica, que rige en la actual
economía de la gracia, el orden con que ésta se difunde a partir del principio fontal de ella, siguiendo
esa misteriosa cadena cuyo último eslabón es la Virgen beatísima, por cuyas manos necesariamente
ha de pasar todo bien celestial en las almas. Dice el Santo Doctor: «La bienaventurada Virgen es
llamada fuente por la manera como se originan los bienes. Estos se originan principalmente de Dios,
luego por Cristo, derivándose después a la bienaventurada Virgen, por cuya razón es llamada fuente,
y, por último, a cualquier otra persona a quien se comunica algún bien» (2).

Para San Buenaventura es tal la conexión interna entre la vida sobrenatural y la Santísima Virgen,
que aquélla necesita como condición indispensable de su desarrollo estar hondamente radicada en la
Virgen benditísima. «La Virgen Madre -dice el Santo Doctor- santifica a los que echan raíces en ella
por el amor y devoción, alcanzándoles de su Hijo la santidad»; y precisamente a raíz de este pasaje
es cuando advierte San Buenaventura que no conoce santidad alguna sin la Virgen: «Nunca he leído
-dice- de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (3).

Siendo Jesucristo acabado ejemplar y dechado perfecto de toda santidad, a Él debe tender todo
anhelo y esfuerzo de santificación en las almas. Precisa, pues, caminar hacia Jesús. La Virgen
Santísima es el camino que a Él nos conduce y por eso suele decirse: Ad Jesum per Mariam, a Jesús
por María.

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Esta función de conductora de las almas a Jesús, por la cual quedan éstas indisolublemente
vinculadas a la Santísima Virgen, no escapa a San Buenaventura: «... incurriendo en la hipocresía de
Herodes -dice-, se desvía de la dirección de la Virgen, radiante estrella, cuyo oficio es conducir a
Cristo» (4).

Es clásica la división de la vida espiritual en las tres etapas de vía purgativa, iluminativa y unitiva o
perfecta. Para llegar a la meta, posible en este mundo, de la perfección cristiana, es forzoso que el
alma pase por estas tres penosas y dolorosas fases, donde la acción potente de la gracia
paulatinamente va sobrenaturalizando el alma en sus más hondas aficiones. Según el principio
general de la cooperación directa e inmediata de la Virgen Santísima en esta obra de la santificación
de las almas, es igualmente forzoso e ineludible que la Santísima Virgen tenga colaboración
juntamente con Jesús en estos procesos de la vida divina en las almas.

San Buenaventura, maestro indiscutible en los caminos de la vida espiritual, describe admirablemente
la naturaleza y modos de estos tres estados de que acabamos de hablar. No escapa a su
perspicacia, como teólogo insigne, esta acción directa e inmediata de la Santísima Virgen en estos
tres estados de la vida del espíritu. Con harta frecuencia encontramos esta idea en sus escritos, que
llega a constituir como un principio rector de sus tratados espirituales. «Ella, en efecto -dice-, es
purificadora, iluminadora y perfectiva... Es la estrella del mar que purifica, ilumina y perfecciona a los
que navegan por el mar de este mundo» (5). Y en otra parte, aún con mayor firmeza, insiste sobre el
mismo punto: «Porque eres estrella del mar, ruega por nosotros para que seamos iluminados; porque
eres mar amargo, exento de podredumbre, ruega por nosotros para que seamos purificados; porque
eres Señora, ruega por nosotros, desprovistos de perfección, para que seamos perfeccionados.
Necesitamos estas tres cosas para que la palabra divina sea eficaz en nosotros, ya que ella se dirige
a iluminar nuestro entendimiento, a purificar nuestro afecto y perfeccionar nuestras obras. Y no
podemos conseguir esto sin la intervención de la Virgen» (6).

Según el principio teológico que venimos enunciando, la Virgen Santísima coopera de una manera
directa e inmediata a la aplicación de la gracia a las almas, o sea a la redención subjetiva. Pero ésta
tiene su modo ordinario y normal de obrar por medio de los Sacramentos, canales auténticos por
donde fluye la gracia, fruto legítimo de los méritos ganados en el Calvario por el grupo redentor,
Jesús y María. Pero cada Sacramento lleva consigo su propia gracia, la gracia sacramental, la vis
sacramenti, fuente y raíz de toda vida cristiana.

Es lógico que el Santo Doctor lleve las premisas, en lo que vamos diciendo, hasta las últimas
consecuencias al fijar su atención en la acción de la Santísima Virgen en este proceso profundamente
vital de la actuación de los sacramentos en las almas. Sírvanos como ejemplo este bellísimo pasaje
donde presenta a la Virgen en su actuación en la gracia sacramental o virtud del sacramento de la
Eucaristía. «Sin su patrocinio -dice- no se comunica la virtud de este Sacramento. Y por eso, así
como por medio de Ella se nos dio este santísimo Cuerpo, así también se ha de ofrecer por sus
manos y recibir de sus manos, bajo las especies sacramentales, lo que nació de su virginal seno y fue
donado a nosotros» (7).

Pasa por su pluma la acción de la Virgen en su cooperación con las almas en cada una de las
virtudes. Como maestro de espiritualidad franciscana, centra su atención en la acción de la Virgen
Santísima en las grandes virtudes franciscanas: la pobreza, la sencillez evangélica, la caridad en su
doble orientación, divina y humana. Más aún, lo que constituye la esencia del estado religioso, los
tres votos, tiene su consistencia gracias a la ayuda de María. «Los tres votos -dice- conducen al
hombre al desierto de la Religión, como por un camino de tres días, a saber: de la continencia,

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pobreza y obediencia, gracias a la ayuda de la Virgen María, que fue pobrísima, humildísima y
castísima. Ella va delante y prepara el camino hasta introducir en la tierra de promisión...; con el
auxilio de la Virgen se hace fácil lo que antes parecía difícil» (8).

Y como remate de toda esta síntesis del pensamiento de San Buenaventura acerca de la acción de la
Virgen Santísima en la vida sobrenatural de las almas, todavía nos queda por decir lo que la
Santísima Virgen obra en el momento de coronar la vida cristiana con el logro de la gloria, a cuyo
trance no debe andar ajena su actuación. «Llegaron al sepulcro salido ya el sol (Mc 16,2). Por la
llegada al sepulcro -dice- se significa la consumación final de los méritos, en la cual la bienaventurada
Virgen se manifiesta perfectamente ayudando a los Santos para que entren en la gloria» (9).

La vida espiritual mariana en nuestros santos


En el orden intelectual hay en la Orden Franciscana una orientación doctrinal filosófico-teológica que,
partiendo de las experiencias místicas de la gran virtud de la caridad y amor divino del Seráfico Padre
en sus celestiales transportes, sigue una dirección homogénea, cristalizando en argumentos
teológicos a través de los grandes maestros de nuestra Seráfica Orden, constituyendo ese fondo
doctrinal que se conoce en la Historia de la Filosofía con el nombre de la Escuela Franciscana. Según
vamos viendo, en este cuerpo de doctrina ocupa un lugar eminente la mariología franciscana, que
toma su origen en el Seráfico Padre, adquiere cuerpo doctrinal en San Buenaventura, y queda
finalmente como personificada por sus inmediatos antecesores, y continuada y defendida por todos
sus sucesores, hasta culminar en la esplendorosa definición dogmática de Pío IX.

Y así como la santidad de los alumnos que pertenecen a una Orden religiosa toma, en no pequeñas
dosis, las modalidades del contenido doctrinal que caracteriza a esta Orden, nuestra seráfica Religión
eminentemente mariana desde su origen, debía dejar esta impronta en la vida espiritual de nuestros
Santos. Su orientación, francamente mariana, lógicamente debía llegar a este resultado, ya que los
escritos de nuestros maestros eran el alimento espiritual de que se nutrían nuestros religiosos.

Si, al decir de San Buenaventura, no hay santo alguno cuyo espíritu no esté orientado a la Santísima
Virgen, en una Orden eminentemente mariana como la nuestra, el espíritu de sus Santos debe
manifestar siempre estos caracteres inconfundibles de vida mariana en su santidad. Toda nuestra
numerosa y variada hagiografía rezuma de esta suavísima devoción a María. Por citar sólo algunos
ejemplos, baste indicar a San Juan José de la Cruz, cuya vida interior está toda ella radicada en la
entrega a la Santísima Virgen, y para todos los asuntos que se le confían es Ella su consejera en
quien deposita toda su confianza, expirando en su regazo.

Santa Coleta de Corbeya, cuya familiaridad con la Virgen es pasmosa. A ella confía su Reforma de
religiosas y religiosos, y por intercesión especial de la Virgen, en su misterio de la Concepción
Inmaculada, le asegura el feliz logro de su Reforma.

Santa Catalina de Bolonia, cuyo nacimiento es preanunciado por la Santísima Virgen. Como reflejo de
la intensidad de la vida mariana de esta alma, son muchas las manifestaciones de su admirable trato
con la Virgen Santísima.

B. Juan Righi de Fabriano, que pasaba largas horas en profunda meditación a los pies de la Virgen,
entendiéndose a maravilla y fundiéndose los dos corazones de Madre e hijo.

San Salvador de Horta, en cuyo espíritu caló tan hondo la vida mariana, que de él se ha podido
escribir: los numerosos y sonados milagros obrados por él no eran ni más ni menos que el fruto de su
oración y filial confianza en la Santísima Virgen.

9
Y modernamente tenemos a la M. María de los Angeles Sorazu cuya vida admirable y rica en
experiencias místicas, la podemos definir como fruto legítimo de una profunda y consciente acción
recíproca de esta alma y la Virgen Santísima, cuyas maravillosas manifestaciones de vida mariana
forman la contextura sobrenatural de esta dichosa alma.

La piadosa devoción de la Esclavitud Mariana, propagada por San Luis María Griñón de Montfort,
tiene su origen en nuestra Orden como brote natural de esa pujanza de vida mariana que siempre ha
animado al gran árbol franciscano. Nacida en el convento de Santa Ursula de los Concepcionistas de
Alcalá de Henares, en 1575, se constituyó en cofradía en 1595, con la aprobación de sus
Constituciones, con la exposición de la idea esclavista, por el P. Pedro de Mendoza, Comisario
General de los Franciscanos en España, en 1608, y aparición de la interesante obra Exhortación a la
devoción de la Virgen Madre de Dios, del P. Melchor de Cetina, O. F. M., en 1618. Este escrito,
inspirado todo él en la mariología de San Buenaventura, a quien llama el P. Cetina «gran devoto y
Capellán de la Virgen Madre de Dios», es notable principalmente por la exposición que hace de todo
cuanto se refiere a la teología de la Esclavitud Mariana.

¡Cuántos Esclavos de la Virgen Santísima ha habido desde estas fechas, y cuántos han vivido como
Esclavos antes de estas fechas en la Orden Franciscana!; porque, si bien antes de este tiempo no se
conocía este nombre, existía, sin embargo, todo un sistema esclavista de espiritualidad mariana,
tanto en la vida de innumerables religiosos y religiosas que la vivían intensamente en la evolución de
todos los procesos de su espíritu, como en los escritos mariológicos de nuestros tratadistas, sobre
todo San Buenaventura, de cuyos escritos extrae el P. Cetina todas las ideas fundamentales de su
teología esclavista mariana.

La espiritualidad mariana en la dirección de las almas


Antes de indicar las normas de la dirección espiritual de las almas en función de la espiritualidad
mariana, es conveniente que digamos algo de los fundamentos donde estriba la acción de la
Santísima Virgen como formadora de la santidad de las almas.

Cosa conocida es que el fundamento y raíz de donde dimanan todos los privilegios de la Santísima
Virgen es su asociación al misterio de la Encarnación por su maternidad divina. Quiso el Señor que
esta asociación fuera tan honda y estrecha, que la Madre siguiera en todo, juntamente con el Hijo, las
gestas de este gran Misterio con todas las consecuencias que de él se derivan.

Según esto, el Hijo y la Madre integran en la obra de la creación el grupo glorificador de Dios en
nombre de la misma y, después del pecado, el grupo restaurador de la gloria de Dios por la redención
de las almas.

Ciñéndonos ahora a este segundo momento de la obra de Dios, que es la Redención, Jesucristo nos
recupera este atuendo divino, que es la vestidura de la gracia, con el precio y méritos de su sangre
derramada en el sacrificio de la cruz. Asociada estuvo en este momento de la adquisición de las
gracias su Santísima Madre, no solamente con su cooperación mediata e indirecta, por lo que Ella
aportó a este gran misterio con su consentimiento a la Maternidad y a la Redención, sino también de
una manera inmediata y directa con su propia compasión y méritos propios que, juntamente con los
de su Hijo, pesaban real y verdaderamente en la balanza divina como precio, que en plenitud de
justicia, se ofrecía a Dios por nuestro rescate.

Ciertamente, esta aportación de la Virgen no era necesaria ni igualmente principal con la de su Hijo,
sino de libre voluntad del Señor que así le plugo, y secundaria y subordinada a la de su Hijo, pero
real, directa, efectiva e inmediata. Si Jesucristo es Redentor, puede decirse con plenitud de justicia,

10
que la Santísima Virgen es redentora con Él. Es ésta legítima consecuencia de todo cuanto venimos
diciendo. Es, pues, muy acertado y verdadero el título de Corredentora con que la Teología Católica
saluda a la bienaventurada Virgen María.

La Redención tiene una segunda parte: la aplicación de los frutos de la misma a las almas. Si la
primera, que hemos considerado ahora, se llama objetiva en atención al logro del objeto que en ella
se persigue, esta segunda se llama subjetiva en consideración a los sujetos o individuos a quienes se
aplican los frutos de la primera. Sin la segunda, la primera no nos sería de ningún provecho.

En este segundo momento de la Redención, siguen obrando Jesús y María con la misma unión,
íntima y apretada, que en la primera. Como propietarios y dueños que son de las gracias que
adquirieron con sus penalidades y méritos mancomunados en la Redención objetiva, son Ellos los
que los han de distribuir y aplicar ahora en las almas, cuya acción conjunta en este orden debe
extenderse en el tiempo, en el espacio y a todas las almas y con el mismo orden de subordinación de
que hemos hablado antes.

La Santísima Virgen, pues, como mediadora universal, obra de una manera directa e indirecta en la
aplicación de cada una de las gracias a cada una de las almas en todas las fases del proceso
espiritual en que puedan encontrarse éstas. Según los principios que hemos enunciado, estas
gracias, por voluntad libérrima del Señor, no tienen otro camino para llegar y obrar en las almas sino
por la Virgen Santísima en su colaboración subordinada a Jesús, ya sea por medio de los
Sacramentos, canales auténticos de los frutos de la redención, ya sea por los otros innumerables
modos extrasacramentales con que la gracia se difunde en las almas. La santidad, en todas las
formas y etapas en que se le considere, no es más que el fruto de la operación de las gracias por
Jesús y María con la cooperación libre de la voluntad humana, espoleada también por la misma
gracia divina.

Limitándonos ahora a lo que venimos tratando en orden a la Santísima Virgen, ésta es por voluntad
del Señor un factor de primer plano en la santificación de las almas, desde el primer momento de la
vocación a la fe hasta el término de ella por la entrada en la gloria. Que nosotros tengamos
conciencia de ello o que no la tengamos, la acción de la Santísima Virgen en nuestras almas es
siempre honda, directa e inmediata. No olvidemos, pues, según esto, que, cuanto más intensa y
conscientemente centremos nuestra atención en esta actuación santificadora de la Santísima Virgen
en nuestro ser sobrenatural con una devoción sentida y vivida, más y mejor dispondremos nuestro
espíritu para que esta presencia misteriosa de la Virgen en nuestra alma sea más eficaz y rápida en
sus efectos de santificación.

Conocemos en las vidas de los santos, en qué manera y frecuencia les ha dado el Señor a conocer y
saborear los divinos efectos de su presencia en ellos; hechos conocidos y catalogados por la teología
mística.

La presencia íntima y admirable de la Santísima Virgen en las almas tiene también sus maravillosas y
sabrosísimas experiencias; hechos todavía no suficientemente estudiados y catalogados por no estar
explorada esta parte de la teología mariana con el cuidado y detención que sería de desear.
Encontramos en la hagiografía cristiana relaciones de la presencia mariana en las almas que serían
capaces de desconcertar a más de un teólogo poco avisado. Basta leer, por ejemplo, ciertos pasajes
de María de los Angeles Sorazu, o bien de María Antonieta Geuser (Consummata), por no citar otras.
Es de advertir que estas almas siempre distinguen la diferencia de matiz de naturaleza y profundidad
de acción de Jesús y María en lo más hondo de su ser sobrenatural. Pero conocer, experimentar y
saborear la acción de ambos en nosotros, es cosa que va necesariamente encuadrada en la vida
11
sobrenatural de las almas. Nuestras relaciones con el Señor están bien grabadas en nuestro ser
consciente. Nuestras relaciones con la Santísima Virgen deben estarlo más. La floración de cristianas
virtudes que brotan de la acción de estos dos principios en nosotros está condicionada a nuestra
aprehensión espiritual de los mismos, ciertamente y en primer término por fe, bien instruida y vivida
en nosotros.

Siendo, pues, fundamentalísima para el normal desarrollo de la vida cristiana la devoción consciente
y bien definida de la Virgen Santísima, como única norma y dirección espiritual de vida mariana para
las almas, yo daría ésta: el director espiritual debe instruir a las almas que él dirige, en lo referente a
la función de la Santísima Virgen en la obra de nuestra santificación. Debe despertar en ellas un
estado de consciencia habitual de esta maravillosa acción continua e inmediata de la Virgen en
nuestro proceso sobrenatural. Tratará de formar en el alma un convencimiento tal de esta transfusión
de vida mariana a la nuestra, que la ponga en tensión continua hacia tan buena Madre. No cabe duda
que esto creará en el alma un estado habitual de docilidad a las mociones de la gracia, que se
manifestará pronto en la abundante copia de virtudes cristianas que la conducirá hasta las etapas
más subidas de la perfección.

Por su parte, debe el alma corresponder con un acendrado amor filial operativo y eficaz como tributo
obligado al singular afecto que tan buena Madre le dispensa; una devoción suavísima, plenamente
consciente y operante, que pueda en todas las vicisitudes de su existencia cobijarse siempre al
amparo y protección de Ella, conductora obligada de nuestras almas a Jesús.
1) Obras de San Buenaventura, «De Purificatione B. M. Virginis», Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1947, Tomo IV, p. 663.
2) «De Assumptione B. M. Virginis», BAC, IV, 881.
3) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 663.
4) Obras de San Buenaventura, «In Epiphania Domini», Madrid, BAC, 1946, Tomo II, p. 405.
5) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 639.
6) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 657-659.
7) «De Sanctissimo Corpore Christi», BAC, II, 517.
8) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 947.
9) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 927.
[León Amorós, O.F.M.,
María y la vida espiritual franciscana, en Estudios Mariológicos. Memoria del Congreso Mariano
Zaragoza 1956, pp. 844-855]

Devoción de San Francisco a María Santísima


por Kajetan Esser, o.f.m.

Mucho se ha solido hablar del amor de san Francisco a María; y muchos han sido los que en tono
encendido lo han celebrado (1). Las más de las veces los que han tratado el tema se han limitado a
reunir con más o menos sentido crítico lo que las diversas tradiciones franciscanas nos han legado
acerca de la devoción mariana del santo. Como es natural, en estos trabajos se ha podido atribuir a
Francisco lo que generaciones posteriores de buen grado hubieran querido ver en él para poder
ensalzarlo (2). A esto se ha de añadir que con frecuencia se ha considerado demasiado aisladamente
la devoción mariana del santo. Ni se trataba de situarla en el conjunto de la vida espiritual de san
Francisco, ni se buscaban en la vida de la Iglesia las raíces de una devoción que se hundía en
tiempos más remotos que los de Bernardo de Claraval (3). Por todo ello, puede parecer conveniente
dedicar una particular atención a la piedad mariana del santo de Asís (4).

Este estudio no se propone «a priori» metas muy elevadas, porque se ha de reconocer honradamente
que san Francisco no fue teólogo de escuela. No se puede, por consiguiente, esperar de él
expresiones claramente formuladas a nivel de escuela teológica acerca de María. Carece de sentido

12
pretenderlo de un santo sin letras. También en éste, como en otros campos, Francisco es hijo de su
tiempo, fuertemente condicionado por la vida espiritual y religiosa contemporánea. A través de la
predicación y con una fe absoluta va él asimilando las verdades acerca de la Madre de Dios; sobre
ellas va creciendo su piedad mariana.

Por testimonios unánimes de sus biógrafos, sabemos que Francisco era amartelado devoto de la
Virgen, y que su devoción era superior a la corriente. Su piedad mariana no era producto de la ciencia
de los libros, sino de la oración y la meditación cada vez más profunda del misterio de María y del
puesto excepcional que ella ocupa en la obra de la salvación (5).

Lo que él dijo e hizo como fruto de esa oración y devoción, lleva un sello tan personal y está acuñado
de tal forma con su originalidad espiritual, que aún hoy se merece una atención especial.

I. Estructura teológica de la devoción mariana de San Francisco


«Rodeaba de amor indecible a la madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la
majestad» (2 Cel 198), «y por habernos alcanzado misericordia» (LM 9,3).

1.-- María y Cristo


Estas sencillas palabras de sus biógrafos expresan el motivo más profundo de la devoción de san
Francisco a la Virgen.

Puesto que la encarnación del Hijo de Dios constituía el fundamento de toda su vida espiritual, y a lo
largo de su vida se esforzó con toda diligencia en seguir en todo las huellas del Verbo encarnado,
debía mostrar un amor agradecido a la mujer que no sólo nos trajo a Dios en forma humana, sino que
hizo «hermano nuestro al Señor de la majestad» (6). Esto hacía que ella estuviera en íntima relación
con la obra de nuestra redención; y le agradecemos el que por su medio hayamos conseguido la
misericordia de Dios.

Francisco expresa esta gratitud en su gran Credo, cuando, al proclamar las obras de salvación, dice:
«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra,
te damos gracias por ti mismo... Por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero
Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María» (1 R 23,1-3).

Aquí, «el homenaje que el hombre rinde a la majestad divina desde lo más profundo de su ser»,
característica de la antigua edad media, se funde en desbordante plenitud con el amor reconocido del
hombre atraído a la intimidad de Dios. Otro tanto sucede en el salmo navideño que Francisco, a tono
con la piedad sálmica de la primera edad media, compuso valiéndose de los himnos redactados por
los cantores del Antiguo Testamento: «Glorificad a Dios, nuestra ayuda; cantad al Señor, Dios vivo y
verdadero, con voz de alegría. Porque el Señor es excelso, terrible, rey grande sobre toda la tierra.
Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto,
y nació de la bienaventurada Virgen santa María. Él me invocó: "Tú eres mi Padre"; y yo lo haré mi
primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra» (7).

Con alabanza desbordante de alegría, Francisco da gracias al Padre celestial por el don de la
maternidad divina concedido a María. Este es el primero y más importante motivo de su devoción
mariana: «Escuchad, hermanos míos; si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo,
porque lo llevó en su santísimo seno...» (CtaO 21). En aquella época campeaba por sus respetos la
herejía cátara, que, aferrada a su principio dualista, explicaba la encarnación del Hijo de Dios en
sentido docetista y, por consiguiente, anulaba la participación de María en la obra de la salvación.
Para manifestar su oposición a la herejía, Francisco, devoto de María, no se cansaba de proclamar,

13
con extrema claridad, la verdad de la maternidad divina real de María: «Este Verbo del Padre, tan
digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo
Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de
nuestra humanidad y fragilidad» (8). Y en el Saludo a la bienaventurada Virgen María celebra esta
verdadera y real maternidad con frases siempre nuevas, dirigiéndose a ella de un modo
exquisitamente concreto y expresivo, llamándola: «palacio de Dios», «tabernáculo de Dios», «casa de
Dios», «vestidura de Dios», «esclava de Dios», «Madre de Dios» (9).

Estos calificativos, tan altamente realistas, nos dan a comprender con qué celo tan grande defiende
ortodoxamente Francisco la figura auténtica de María en una cristiandad tan fuertemente amenazada
por la herejía.

No estará de más recordar aquí que el santo no trató de combatir la herejía con la lucha o la
confrontación, sino con la oración. Tal vez también en esto seguía el mismo principio que estableció
respecto al honor de Dios: «Y si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros
bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios, que es bendito por los siglos» (1 R 17,19).

Cosa sorprendente: la mayor parte de las afirmaciones de Francisco sobre la Madre de Dios se
encuentran en sus oraciones y cantos espirituales. A su aire, sigue con sencillez y simplicidad la
exhortación del Apóstol: «No os dejéis vencer por el mal, sino venced el mal con el bien» (Rom 12,21).

Tal vez esto explique su exquisita predilección por la fiesta de navidad y su amor al misterio navideño:
«Con preferencia a las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del nacimiento del niño
Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de
madre humana» (10).

Esta «preferencia» parece advertirse también en su ya mencionado salmo de navidad: «En aquel día,
el Señor Dios envió su misericordia, y en la noche su canto. Este es el día que hizo el Señor;
alegrémonos y gocémonos en él. Porque se nos ha dado un niño santísimo amado y nació por
nosotros fuera de casa y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada. Gloria al
Señor Dios de las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad. Alégrese el cielo y
exulte la tierra, conmuévase el mar y cuanto lo llena; se gozarán los campos y todo lo que hay en
ellos. Cantadle un cántico nuevo, cante al Señor toda la tierra» (11).

Pero Francisco da todavía un paso más importante. En la conocida celebración de la navidad en


Greccio trata de explicar a los fieles con evidencia tangible este misterio, y habla profundamente
emocionado del Niño de Belén (véase el relato completo en 1 Cel 84-86). A este propósito es de una
claridad meridiana la conclusión del relato de Tomás de Celano: «Un varón virtuoso tiene una
admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de
Dios y lo despierta como de un sopor de sueño». Y prosigue: «No carece esta visión de sentido,
puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por
medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (12).
Mediante el amor que él tenía al Hijo de Dios hecho hombre y a su Madre la Virgen, y que lo hizo
patente precisamente ese día, encendió en muchos corazones el amor que se había enfriado por
completo. Lo que hizo en Greccio y cuanto manifestó en muchos detalles de su pensamiento y
comportamiento (cf. 2 Cel 199-200), no era más que la concretización de su principio general:
«Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).

Si intentamos con todo cuidado explicar la siempre válida significación de este primer rasgo
fundamental de la devoción mariana de Francisco, tendremos primero que subrayar que él no ve a

14
María aisladamente, separadamente del misterio de su maternidad divina, que es la que justifica la
importancia de María en el cristianismo. Para san Francisco la veneración de la Virgen quiere decir
colocar en su lugar preciso el misterio divino-humano de Cristo. Hasta podría tal vez decirse, para
salvar ortodoxamente este misterio, que «se ha hecho nuestro hermano el Señor de la majestad».
Por otro lado, bien podemos añadir que, al subrayar con vigor la maternidad física de María respecto
de Dios, se está sin más afirmando el Jesucristo histórico, que, no pudiendo según la Escritura ser
disociado del Jesús resucitado y glorificado, está presente y actúa operante en la vida cristiana, en la
oración, y en el seguimiento. Por eso, la devoción de Francisco a María carecía de toda abstracción y
era todo menos conocimiento conceptual; ella brota siempre y fundamentalmente de algo que es
palpable por concreto e histórico, y, por consiguiente, de la revelación de Dios que se manifiesta en
hechos tangibles y concretos de la historia de la salvación. Será esto precisamente lo que posibilitará
a la devoción mariana de Francisco su influencia viva en el futuro de la Iglesia.

2.-- María y la santísima Trinidad


El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una
relación vital única con la santísima Trinidad.

María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios
una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con
preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia. Francisco no ve ni contempla a María en sí
misma, sino que la considera siempre en esa relación vital concreta que la vincula con la santísima
Trinidad: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha iglesia, y elegida
por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado, y el Espíritu Santo
Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (13). También esto nos deja ver
que cuanto Francisco dice de la Virgen y las alabanzas que le dirige, todo nace de ese misterio
central de la vida de María, de su maternidad divina; pero ésta es la obra de Dios en ella, la Virgen.
Incluso la perpetua virginidad de María ha de ser comprendida sólo en relación con su maternidad
divina. La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su
gracia, para realizar el gran misterio de la encarnación. La virginidad no es, pues, un valor en sí -muy
fácilmente podría significar esterilidad-, sino pura disponibilidad para la acción divina que la hace
fecunda de forma incomprensible para el hombre: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y
el Espíritu Santo Paráclito».

Esta fecundidad es mantenida por la acción de Dios-Trinidad: «que tuvo y tiene toda la plenitud de la
gracia y todo bien».

Esta relación vital entre María y la Trinidad la expresa Francisco aún más claramente en la antífona
compuesta por el santo para su oficio, llamado con poca exactitud Oficio de la pasión del Señor,
antífona que quería se rezara en todas las horas canónicas: «Santa Virgen María, no ha nacido en el
mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre
celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant).
También estas afirmaciones se fundan en lo que la gracia de Dios ha obrado en María. Las alabanzas
a la Virgen son al mismo tiempo alabanzas y glorificación de aquel que tuvo a bien realizar tantas
maravillas en una criatura humana.

Si los dos primeros atributos son claros e inteligibles sin más, y se usaron con frecuencia en la
tradición anterior de la Iglesia, tendremos que detenernos un poco más en el tercero, «esposa del
Espíritu Santo», tan común hoy día. Lampen, después de un minucioso estudio de los seiscientos
títulos aplicados a María por autores eclesiásticos de Oriente y Occidente, recogidos por C. Passaglia

15
en su obra De Immaculato Deiparae Virginis conceptu (14), hace constar que no aparece entre ellos
este título. Esto le hace suponer con un cierto derecho que fue san Francisco el primero en emplearlo
(15). Como tantas otras veces, también en este caso pudo Francisco haber penetrado con profundidad
en lo que el evangelio dice de María, y haber expresado claramente en su oración lo que
veladamente se contenía en el anuncio del ángel según san Lucas (Lc 1,35). María se convierte en
madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Ya que ella, la Virgen, se abrió sin reservas -o, para
decirlo con san Francisco, en «total pureza»- a esta acción del Espíritu, en calidad de «esposa del
Espíritu Santo» llegó a ser madre del Hijo de Dios. Esta manera de ver estos misterios nos puede
descubrir en Francisco un fruto de su oración contemplativa. Según Tomás de Celano, «tenía tan
presente en su memoria la humildad de la encarnación..., que difícilmente quería pensar en otra
cosa» (1 Cel 84). Por eso no se cansaba de sumergirse en este misterio por medio de la oración. Podía
pasar toda la noche en oración «alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24).

Todo esto lo inundaba de una inmensa veneración y era para él la más íntima y pura realidad de
Dios. En todo esto redescubría a Dios en su acción incomparable; y esta consideración lo hacía caer
de rodillas para una oración de alabanza y agradecimiento. Esta acción del divino amor, que María
había acogido y aceptado con un corazón tan creyente, la elevaba, según Francisco, sobre todas las
criaturas a la más íntima proximidad de Dios. Por esto, Francisco ensalzaba tanto a la «Señora, santa
Reina», proclamándola «Señora del mundo» (LM 2,8).

3.-- María y el plan de la salvación


Siendo María la madre de Jesús, Francisco la honraba especialmente como «madre de toda bondad»
(1 Cel 21). Fue lo que le indujo a establecerse junto a la ermita de la Madre de Dios en la Porciúncula.
Todo lo esperaba de su bondad. «Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su
confianza» (LM 9,3).

Según esta profunda frase de san Buenaventura, Francisco concibió y dio a luz el espíritu de la
verdad evangélica en esta iglesita, por los méritos de la madre de la misericordia. El santo doctor
subraya esta explicación aludiendo a que esto ocurrió al amparo de aquella que «engendró al Verbo
lleno de gracia y de verdad» (LM 3,1; cf. Lm 7,3). Con esta alusión se ha tocado con seguridad lo más
profundo acerca del amor y veneración marianos en Francisco. Esta devoción no termina en
ardientes oraciones ni en cánticos de alabanza; se realiza más bien y llega a su culminación en el
esfuerzo de Francisco por asimilar en todo la actitud de María ante el Verbo de Dios (16). Como
primera cosa, el «concepit», «concibió»: como María, el hombre debe acoger al Verbo de Dios,
aceptarlo en actitud de obediencia creyente y dejarse llenar totalmente de Él. Pero el «concepit» -y
este es el segundo momento- debe convertirse en «peperit», «dio a luz»: el hombre, obediente y
creyente, de nuevo como María, debe dar a luz al Verbo de Dios, darle vida y forma. San
Buenaventura atribuye estos dos momentos a María y Francisco. No podía él expresar y explicar con
mayor acierto y profundidad la fundamental actitud mariana que existía en la vida evangélica de san
Francisco.

No; san Buenaventura no introdujo en la vida de Francisco pensamientos teológicos extraños. Lo


demuestra palmariamente la magnífica carta que Francisco escribió a los fieles de todo el mundo, en
la que desarrolló abundantemente los pensamientos de su corazón (2CtaF 4-15, 15-60-, 63-71). En
ella (v. 4) el santo describe el nacimiento del Verbo divino de las entrañas de la santa y gloriosa
Virgen María. Pero este nacimiento divino no acontece sólo en María; debe realizarse también en los
corazones de los fieles. Los Padres de la Iglesia, desde Hipólito y Orígenes, meditaron largamente
sobre este íntimo misterio de la vida cristiana y trataron de aclararlo con explicaciones siempre
nuevas (H. Rahner). En la misma citada carta (v. 53), Francisco hace un comentario muy condensado

16
en un lenguaje que le es propio: somos «madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro
cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo alumbramos por las obras santas, que
deben ser luz para ejemplo de otros».

En un primer momento podría parecer que estas palabras representan una visión ascética del
misterio, que remontaría a san Ambrosio y que fue la que privó en el occidente hasta la edad media
(H. Rahner). Pero se ha de tener en cuenta que poco antes (v. 51) Francisco ha dicho algo que no se
puede separar de lo que ha afirmado acerca de la maternidad espiritual: «Somos esposos [de Cristo]
cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo». El misterio de la maternidad espiritual
se funda y radica en el misterio del desposorio que se le regala al alma fiel mediante el Espíritu Santo
(17) y que no se desarrolla por un esfuerzo voluntarista y ascético. Es un don gratuito del amor de
Dios en el Espíritu Santo.

Si Francisco canta a la Madre de Dios como «esposa del Espíritu Santo», también coloca junto a la
maternidad del alma fiel su desposorio en el Espíritu Santo (18). Es Él quien por su gracia y por su
iluminación infunde todas las virtudes en los corazones de los fieles, para de infieles hacerlos fieles
(SalVM 6). Tampoco es de casualidad que esta alusión se encuentre en el Saludo a la
bienaventurada Virgen María. Así como por la acción del Espíritu Santo el Verbo del Padre se hizo
carne en María, de modo análogo la gracia y la iluminación del mismo Espíritu engendran a Cristo en
las almas, y las van conformando a una vida cada vez más cristiana (19), hasta que, como dice la
misma carta en su v. 67, por tener en sí al Hijo de Dios, llegan a poseer la sabiduría espiritual, pues el
Hijo es la sabiduría del Padre.

Pero el nacimiento de Dios en el corazón de los fieles es sólo un aspecto de esta maternidad.
Francisco indica también otro: en fuerza de esta vida cristiana, es decir, «por las obras santas, que
deben ser luz para ejemplo de otros», Cristo es engendrado en los otros hombres. De esta forma, la
función maternal de la vida cristiana, como testimonio vivo, se extiende a la Iglesia (20). Francisco
habló de buen grado y con frecuencia acerca de esta misión maternal de los fieles en la Iglesia; así,
por ejemplo, cuando, aplicando a sus hermanos, sencillos e ignorantes, las palabras de la sagrada
Escritura: «la estéril tuvo muchos hijos» (1 Sam 2,5), las explica de la forma siguiente: «Estéril es mi
hermano pobrecillo, que no tiene el cargo de engendrar hijos en la Iglesia. Ese parirá muchos en el
día del juicio, porque a cuantos convierte ahora con sus oraciones privadas, el Juez los inscribirá
entonces a gloria de él» (21).

Lo que se realizó en la maternidad de María para la salvación del mundo se prolonga en los
corazones de los fieles, por la acción sobrenatural del Espíritu Santo. En última instancia se trata del
misterio mismo de la Iglesia, del que participan los fieles. Francisco se sabe agraciado con el mismo
don gratuito que admira en María. Y este don, concedido a él y a sus hermanos, lo considera como
tarea en la Iglesia. María es para él, ante todo y sobre todo, Madre de Cristo, y por esto la ama
amarteladamente. Madre de Cristo son también para él los fieles «que escuchan la palabra de Dios y
la ponen en práctica» (Lc 8,21), y de esta manera participan de la misión de la Madre Iglesia.

Así vista la devoción mariana de Francisco, la podemos condensar en esta fórmula: vivir en la Iglesia
como vivió María.

La realización de la obra de la salvación y su transmisión -de ello se trata en la devoción mariana de


Francisco- tiene como fin hacer visible en el misterio de la encarnación del Verbo la divinidad
invisible. Pero Francisco conoce otra forma de hacerse visible el Dios invisible: la que él tanto aprecia
y venera en la santísima eucaristía. Tal como dice en su primera Admonición, donde late una clara
oposición a la herejía cátara contemporánea, en la eucaristía se ha de ver en fe a aquel que, siendo
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hombre, dijo a sus discípulos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14,9). Por eso
exclama san Francisco: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón?
¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla (22),
como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él
mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del
sacerdote». Pero también aquí indica Francisco que depende del «Espíritu del Señor», «que habita
en sus fieles», el poder participar de ese misterio, el poder creer en él «secundum spiritum», «según
el espíritu». Esta advertencia nos muestra que no ha sido por casualidad que Francisco haya hecho
mención de la encarnación de Cristo en María. Porque se abrió sin reservas a la acción del Espíritu
Santo -podemos recordar de nuevo a la «esposa del Espíritu Santo»-, pudo mediante María
convertirse en visible y palpable el Dios invisible. Y el que, como ella, se abre con fe al Espíritu del
Señor, contemplará «con ojos espirituales» al mismo Señor en el misterio de la eucaristía, será
colmado por Él y se hará un espíritu con Él (cf. 1 Cor 6,17). En este misterio verá unitariamente el
comienzo y el fin de la obra de la salvación, pues «de esta manera está siempre el Señor con sus
fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22).

II. Expresiones concretas de la piedad mariana de San Francisco


Las formas prácticas de la piedad mariana de san Francisco se inspiran en lo que de concreto
conocemos de la vida histórica de María. También en esto deja de lado todo lo abstracto y genérico.
Su piedad se inflama y aviva en la contemplación de los hechos históricos de la vida de María unida a
la de Cristo y del puesto concreto que ella ocupa en los planes salvíficos de Dios.

1.-- María, la «Señora pobre»


Francisco no se limita a contemplar las relaciones íntimas de la vida cristiana con la vida de María;
quiere asemejársele también en la vida externa. Por eso destaca en primer lugar su maternidad
divina, y, como consecuencia de ella, subraya fuertemente otro título de gloria de María: es para él
«la Señora pobre» (23).

Tampoco este título tiene para él un valor independiente; la pobreza de María es una concretización
de la pobreza de Cristo. Y señal de que ella, como madre, ha compartido el destino de su Hijo y ha
participado plenamente en él (24).

En la Carta a los fieles, después de describir el misterio de la encarnación (cf. 2CtaF 4),
inmediatamente prosigue el Santo: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la
bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (25). Este texto revela en
Francisco una plena conciencia de la función redentora de la pobreza, como aparece en este
versículo de san Pablo que cita tan a menudo: «Conocéis la obra de gracia de nuestro Señor
Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (26).

María y los discípulos participan de esta pobreza redentora de Cristo; también Francisco quiere
compartirla, como la deberán compartir todos los que quieran seguirle. Cuando, en consecuencia,
exige de sus hermanos una vida en pobreza mendicante, les pone delante el ejemplo de Cristo, que
«vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5). Y en la Última
voluntad a santa Clara y sus hermanas reafirma expresamente: «Yo el hermano Francisco,
pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima
Madre y perseverar en ella hasta el fin»; y las hermanas deben atenerse a ella a pesar de todas las
dificultades (UltVol). Por eso, llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia
había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su madre» (27).

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Siempre le impresionaba profundamente la pobreza compartida por María con Cristo en su vida
terrena, y lo estimulaba a una participación total en la misma: «Frecuentemente evocaba -no sin
lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su madre» (LM 7,1). En navidad no podía menos de llorar
recordando a la Virgen pobre, que en aquel día sufrió las más amargas privaciones: «Sucedió una
vez que, al sentarse a la mesa para comer, un hermano recuerda la pobreza de la bienaventurada
Virgen y hace consideraciones sobre la falta de todo lo necesario en Cristo, su Hijo. Se levanta al
momento de la mesa, no cesan los sollozos doloridos, y, bañado en lágrimas, termina de comer
sentado sobre la desnuda tierra» (2 Cel 200).

Tampoco aquí se trataba simplemente de sentimientos de compasión, sino de crudeza y de realismo


en una responsabilidad cristiana que afloraba en él cuando consideraba tales sufrimientos. La
pobreza de Cristo y de su madre no eran para él sólo hechos históricos dignos de compasión; eran
realidad presente en la Iglesia. En una interacción mutua, la realidad presente sirve para evocar la
pobreza de Cristo y de su madre, y ésta a su vez evoca al pobre de nuestros días. «El alma de
Francisco desfallecía a la vista de los pobres; y a los que no podía echar una mano, les mostraba el
afecto. Toda indigencia, toda penuria que veía, lo arrebataba hacia Cristo, centrándolo plenamente en
Él. En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella
llevaba desnudo en los brazos» (28). A los ojos de Francisco, el pobre tiene la misión de reflejar la
pobreza de Cristo y de su madre. Cuando alguno de sus hermanos era descortés con algún pobre, le
castigaba severamente y después le amonestaba: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo
del Señor y de su madre pobre» (29). Así, pues, cuando la contemplación de la vida pobre de Cristo y
de su madre nos estimula al amor, ese amor debe volcarse en los pobres que son «los hijos de la
Señora pobre».

Francisco ve en María a la enamorada de la vida evangélica de pobreza. Según él la Virgen estima


más una vida en pobreza que cualquier otro culto exterior que se le rinda: «El hermano Pedro Cattani,
vicario del santo, venía observando que eran muchísimos los hermanos que llegaban a Santa María
de la Porciúncula y que no bastaban las limosnas para atenderlos en lo indispensable. Un día le dijo a
san Francisco: "Hermano, no sé qué hacer cuando no alcanzo a atender como conviene a los muchos
hermanos que se concentran aquí de todas partes en tanto número. Te pido que tengas a bien que se
reserven algunas cosas de los novicios que entran como recurso para poder distribuirlas en
ocasiones semejantes". "Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el santo-, que,
por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la regla". "Y ¿qué hacer?", replicó el
vicario. "Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las
variadas galas a la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el evangelio de su Hijo y
despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la
Madre lo que ella nos ha prestado"» (30).

Estas palabras, que revelan una profunda confianza, muestran también con claridad meridiana la
seriedad con que Francisco tomaba la imitación de la pobreza de María y la importancia que la
pobreza tenía para él en el conjunto de la vida según el evangelio. Se ha de reconocer también que la
piedad mariana de san Francisco no era un elemento extraño y aislado en su vida. Ella estaba
fundida en una sólida unidad con el ideal de imitación exterior e interior de la vida de Cristo, a través
sobre todo de su amor a la altísima pobreza.

2.-- María, protectora de la Orden


Las reflexiones precedentes han demostrado que en toda su vida interior y exterior Francisco se
sentía particularmente ligado a la Madre de Dios. El santo expresó esta vinculación en la forma propia
del tiempo y según le nacía de su personalidad.

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San Buenaventura cuenta que en los primeros años después de su conversión, Francisco vivía a
gusto en la Porciúncula, la iglesita de la Virgen Madre de Dios, y le pedía en sus fervorosas oraciones
que fuera para él una «abogada» llena de misericordia (LM 3,1). Poniendo en ella toda su confianza,
«la constituyó abogada suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). Tomás de Celano refiere lo mismo
al hablar de los últimos años del santo: «Pero lo que más alegra es que la constituyó abogada de la
orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a
punto de abandonar» (2 Cel 198).

En el lenguaje medieval la palabra «advocata» tenía el sentido de protectora. El protector


representaba en el tribunal secular al monasterio a él confiado. Debía protegerlo y, en caso de
necesidad, defenderlo de las violencias y usurpaciones exteriores. Sin embargo, con el tiempo hubo
abusos e inconvenientes. Por eso los Cistercienses renunciaron sistemáticamente, no siempre con
fortuna, a dichos protectores. Y eligieron a la Virgen como protectora de su orden. Es verdad que este
título, aplicado a María (31), aparecía en la antífona que comienza «Salve, Regina misericordiae»
(32) y que es anterior a este hecho. No obstante, parece que tiene su importancia recordar que los
Cistercienses en su capítulo general de 1218 determinaron cantar diariamente esta antífona. San
Francisco la conocía y la tenía en alta estima, como nos demuestra el relato de Celano al que todavía
hemos de referirnos (3 Cel 106).

Para Francisco y para los hermanos menores, que habían renunciado a toda propiedad terrena, este
término podía tener desde luego sólo una significación espiritual. María debía representar a los
hermanos menores ante el Señor; debía cuidar de los mismos y protegerlos en todas las
circunstancias difíciles y problemas de su vida (33). Debía intervenir en su favor, cuando ellos no
pudieran valerse. Francisco se dirige a la «gloriosa madre y beatísima Virgen María» para pedirle que
junto con todos los ángeles y santos le ayuden a él y a todos los hermanos menores a dar gracias al
sumo Dios verdadero, eterno y vivo, como a Él le agrada (1 R 23,6), por el beneficio de la redención y
salvación; que ella, en la cumbre de toda la Iglesia triunfante, presente en lugar nuestro este
agradecimiento a la eterna Trinidad. Después que a Dios, trino y único Señor, y antes que a todos los
santos confiesa él «a la bienaventurada María, perpetua virgen» todos sus pecados, particularmente
las faltas cometidas contra la vida según el evangelio tal como lo exige la regla, y en lo referente a la
alabanza de Dios por no haber dicho el oficio, según manda la regla, por negligencia, o por
enfermedad, o por ser ignorante e indocto (34). Por estas faltas contra Dios, lleno de confianza se
dirige a su «abogada», para que interceda ella en su favor.

Esta petición aparece también en la Paráfrasis del Padrenuestro, que, aunque con seguridad no es
obra de san Francisco, sin embargo la ha rezado el santo muy a placer y con mucha frecuencia: «Y
perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo
y, por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7). Suplica
insistentemente a ella, la criatura elegida y colmada de gracia con preferencia a toda otra, que
interceda en su favor ante el «santísimo Hijo amado, Señor y maestro» (OfP Ant 2). La única vez que
Francisco alude a Cristo como a «Señor y maestro» en el Oficio de la pasión, que recitaba a diario
(OfP introducción), es en la antífona de dicho oficio; ciertamente la razón es que, en la oración que
hace mediante este oficio, no busca él sino la imitación de Cristo, cuya fiel realización pide por
intercesión de María, ya que la identificación que se dio entre María y Cristo era para Francisco la
meta última de su vida evangélica.

Estos pensamientos tomados de los escritos del santo coinciden en cuanto al contenido con lo que en
rimas artísticas cantó el poeta de Francisco, Enrique de Avranches, pocos decenios después de la
muerte del santo. Cuando los hermanos piden a Francisco que les enseñe a orar, él les responde: «Al

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estar todos envueltos en pecados, no puede vuestra oración elevarse al cielo por méritos vuestros.
Tendrá ella que apoyarse en el patrocinio de los santos. Ante todo sea la bienaventurada Virgen la
mediadora ante Cristo, y sea Cristo el mediador ante el Padre» (35). Sin duda ha quedado aquí
formulado lo que Francisco intentó expresar en aquel lenguaje rudo que era con frecuencia el suyo.

Este segundo aspecto de la piedad práctica de Francisco revela también que en toda su piedad hay
una ordenación verdadera y viva: María, la «abogada», es para él la que maternalmente conduce a
Cristo, el Dios-hombre, y Cristo es para él el mediador único en todas las cosas ante el Padre.
¿Puede haber una fórmula más exacta y precisa: María «mediatrix ad Christum» y Cristo «mediator
ad Patrem»?

3.-- Vivencia de la piedad mariana


Las biografías destacan con acentos particulares la predilección de Francisco por los lugares
marianos, por las iglesias puestas bajo la protección de la Virgen. Tres de estas iglesitas las restauró
personalmente. La más significativa e importante para la vida futura de Francisco y de su orden fue la
ermita de Santa María de los Angeles, cerca de Asís, llamada Porciúncula. El santo no se cansaba de
contárselo a sus hermanos: «Solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen santísima
amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del
mundo, y por eso el santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19). Este relato resalta inequívocamente
que Francisco se afanaba con infantil sencillez en amar todo lo que sabía que María amaba. Y este
amor era particularmente premiado precisamente en la Porciúncula (36). Por eso, lleno de confianza
llevó a sus doce primeros hermanos a esta iglesita, «con el fin de que allí donde, por los méritos de la
madre de Dios, había tenido su origen la orden de los menores, recibiera también -con su auxilio- un
renovado incremento» (37). Y aquí fijó su primera residencia, por su entrañable amor a la Madre
bendita del Salvador (38). Y cuando se sintió morir, se hizo conducir allá, para morir «donde por
mediación de la Virgen madre de Dios había concebido el espíritu de perfección y de gracia» (Lm 7,3).

Por así decirlo, quiso pasar toda su vida en la casa de María, para encontrarse siempre cerca de su
solicitud maternal. Y lo deseó también para sus seguidores. Por eso, ya moribundo, recomendó de
modo especialísimo a sus hermanos este lugar santo: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este
lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro» (1 Cel 106; cf. LM 2,8).

Sintiéndose muy íntimamente vinculado a la Madre de Dios y tan profundamente obligado con ella a
lo largo de su vida, se mostraba particularmente agradecido: «Le tributaba peculiarmente alabanzas,
le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana»
(2 Cel 198). Como lo demuestran las rúbricas para el Oficio de la pasión, diariamente rezaba
especiales «salmos a santa María» (OfP introducción), muy probablemente el así llamado Officium
parvum beatae Mariae Virginis, compuesto ya en el siglo XII y que con frecuencia se rezaba
juntamente con las horas canónicas. Enseñaba a sus hermanos a decir también el Ave María, en la
forma breve de la edad media, cuando rezaban el Pater noster. Debían meditar particularmente las
alegrías de María, «para que Cristo les concediese un día las alegrías eternas» (39).

Parece que entre todas las fiestas de la Virgen, Francisco tenía predilección por la de la Asunción.
Acostumbraba prepararse a ella con un ayuno especial de cuarenta días (40). Puede que se deba a
él el que los hermanos de la penitencia (los terciarios) estuvieran dispensados de la abstinencia este
día, como ocurría en las fiestas más grandes, si coincidía con alguno de los días que según la regla
fueran de abstinencia. En esta fiesta debía prevalecer la alegría por el honor concedido a María.

Poseído por la más completa confianza en la Virgen, Francisco realizó obras maravillosas. Así, cierto
día cogió unas migas de pan, las amasó con un poco de aceite tomado de la lámpara que «ardía
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junto al altar de la Virgen» y se lo mandó a un enfermo, que «por la fuerza de Cristo» curó
perfectamente (LM 4,8). Se apareció también a una señora, aquejada por los dolores de un parto
dificilísimo, y le dijo que rezara la «Salve, Regina misericordiae». Mientras la rezaba, dio felizmente a
luz un niño (3 Cel 106). Aunque estos relatos pudieran ser dejados de lado por legendarios,
demuestran cuando menos hasta qué punto los contemporáneos de Francisco apreciaban su
confianza en María y con qué delicadeza la han asociado a su imagen.

La piedad mariana de Francisco, acuñada en muchos detalles por la corriente de la tradición cristiana,
pero nacida especialmente de la espiritualidad de este gran santo, fue recogida vitalmente por su
orden, y transmitida a través de los siglos. Si un examen más amplio y una reflexión más profunda
han aportado algunas novedades y han introducido algunas diferencias, con todo permanecen como
columnas firmes aquellas verdades que Francisco transmitió con tanta convicción a los hermanos
menores: María es la madre de Jesús, y, como tal, es el instrumento escogido por la Trinidad para su
obra de salvación; María es la «Señora pobre», y, como tal, la protectora de la orden. Su culto en la
historia es la actualización de una corta y admirable oración compuesta por Tomás de Celano: «¡Ea,
abogada de los pobres!, cumple en nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2
Cel 198).

1. Cf. la abundante literatura sobre el tema en B. Kleinschmidt, Maria und Franziskus in Kunst und Geschichte, Düsseldorf 1926, p. 136; y,
en parte, también en H. Felder, Los ideales de san Francisco de Asís, Buenos Aires 1948, p. 409s.

2. Entre muchos ejemplos, citamos el señalado por Kleinschmidt (o.c., p. 137s) o por Felder (o.c., p. 411 n. 76): Wadingo hace remontar a
san Francisco la misa sabatina en honor de la Virgen, cuando se sabe que fue introducida por san Buenaventura. El estudioso de la
tradición franciscana encontrará numerosas «transposiciones» parecidas. Por eso, en este capítulo nos basaremos sobre todo en los
Escritos de san Francisco, y consultaremos además las fuentes franciscanas del siglo XIII; solamente así puede haber un sólido
fundamento histórico.

3. Pueden servir de ejemplo las indicaciones ofrecidas por Felder, o.c., pp. 409-413.

4. M. Brlek, Legislatio ordinis fratrum minorum de Immaculata Conceptione B. V. Mariae, en Antonianum 20 (1954) 3-44, cree no ser
necesario tal estudio porque considera resueltas todas las cuestiones relativas al tema.

5. Ya Kleinschmidt (o.c., XIII) distingue entre los grandes doctores y panegiristas de la Virgen y sus sencillos devotos. Su libro trata de
demostrar que el arte cristiano ha concedido a san Francisco «la palma del amor a María dentro del grupo de los que la han venerado con
sencillez de corazón».

6. Este pensamiento precisamente nos muestra a Francisco como a quien ha llevado a la cumbre la piedad medieval y como a quien ha
impreso una orientación a esa misma piedad. Al igual que toda la piedad precedente, ve todavía a Cristo como al «Dominus maiestatis», al
Señor que domina sobre todos y sobre todas las cosas; así está representado en la «maiestas Domini» del arte cristiano antiguo y del alto
medievo. Pero Francisco sabe también -y con ello queda ligado a la nueva forma de piedad cristiana- que, según el evangelio (Mt 12,50;
25,40.45), el Hijo de Dios encarnado es el hermano de todos los redimidos (cf. 1 R 22). La maternidad divina de María le ha dado la
posibilidad de unir y fusionar los dos aspectos.

7. OfP 15,1-4. No insistimos sobre la expresión «el santísimo Padre del cielo... antes de los siglos envió a su amado Hijo de lo alto», que
parece ser como un preludio de la doctrina de Juan Duns Escoto sobre la predestinación absoluta de Cristo. Tales pensamientos
evidentemente no eran extraños a Francisco, como lo insinúa el texto de la Adm 5: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha
constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu».

8. 2CtaF 4.-- También aquí marchan unidos los dos aspectos: «el Señor de la majestad», hecho en todo semejante a nosotros. Sería
interesante estudiar más detalladamente en qué medida la imagen de Cristo como «Señor glorificado», contemplado solamente en el
esplendor de su majestad divina, favoreció el brote de la herejía docetista cátara en los albores de la edad media; cf. Fr. Heer, Aufgang
Europas, Wien-Zürich, 1949, p. 110: «Es muy significativo que, desde los días de Notker hasta el comienzo del siglo XII, nunca
encontremos en la literatura alemana el nombre de Jesús, que Cristo llevaba como hombre». En todo caso puede parecer sorprendente
que, con la expansión del catarismo y frente a sus amenazas, se desarrollase dentro de la Iglesia una forma de piedad que tratase de
comprender de nuevo seriamente la naturaleza humana de Cristo, que ayudó a la Iglesia a vencer la herejía desde dentro. Vale lo mismo
para la devoción a la eucaristía, floreciente en aquel tiempo, que para los cátaros era algo abominable por la vinculación estrecha de lo
divino con lo material. Para la cristología y mariología de los cátaros cf. A. Borst, Die Katharer, Stuttgart 1953). No podemos imaginar la
raigambre de la herejía cátara y los daños que ella hubiera podido causar en la alta edad media de no haberse producido en la piedad
popular la evolución a la que hemos aludido, y de la que Francisco fue uno de los representantes más importantes e influyentes. Este
proceso jugó un papel relevante incluso dentro del arte cristiano. Pero no podemos detenernos a estudiar esta influencia; sería salirnos de
los límites de nuestro propósito.

9. SalVM.-- W. Lampen, De s. Francisci cultu angelorum et sanctorum, en AFH 20 (1957) 3-23, afirma que diversas expresiones usadas en
esta alabanza se encuentran ya en la literatura de la primera edad media, particularmente en Pedro Damiano (p. 13s). Lampen reúne

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también todos los títulos con los que Francisco honra a María, y llega a la curiosa constatación de que jamás ha usado el mismo título dos
veces. Ve en ello una señal de una originalidad poética y de un amor lleno de inventiva en Francisco.

10. 2 Cel 199.-- Véase también en este texto el realismo de las expresiones que hacen imposible cualquier sublimación espiritualizante y
toda interpretación docetista.

11. OfP 15,5-10.-- En estos textos escogidos no se puede pasar por alto que todo, hasta el mundo material, inorgánico, participa en la
alabanza de la encarnación; muy lejos están de la posición de los cátaros, para quienes el mundo inanimado era obra del príncipe del mal y
estaba en sí condenado.

12. 1 Cel 86.-- Naturalmente no queremos afirmar que la celebración de Greccio tuviese el carácter de una demostración anticátara. Está
demasiado profundamente enraizada en la piedad de san Francisco (cf. 1 Cel 84). Pero a su vez es innegable que en los planes de la divina
Providencia pudo tener gran importancia, aun cuando san Francisco no tuviese conciencia de ello.

13. SalVM 1-3.-- Tal vez no sea inútil advertir una vez por todas que cuanto conservamos de san Francisco está desprovisto de todo
sentimentalismo y que en cambio está informado de una fe sobria que penetra siempre hasta lo más hondo de los misterios.

14. Tomo I, Nápoles 1855.

15. W. Lampen, o.c., p. 15.

16. «Y mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso» (1 Cel 6). Cf. también 1Cel 22.

17. Parece que estos pensamientos no se encuentran entre los Padres sino en Cirilo de Alejandría, aunque en forma un poco distinta. Cf.
Hugo Rahner.

18. También la Forma de vida para santa Clara, demuestra que él había comprendido muy vivamente esta idea.

19. Los escritos de santa Clara, la más fiel discípula de Francisco, demuestran cómo la primera generación franciscana vivió estas
verdades.

20. Hugo Rahner aporta un solo testimonio de la literatura patrística y de la primera edad media: de Gregorio Magno: «Et mater eius
efficitur, si per eius vocem amor Dei in proximi mente generatur». Pero este texto se refiere sólo a la proclamación de la palabra de Dios,
mientras que Francisco se refiere a toda la vida cristiana como tal.

21. 2 Cel 164.-- Expresiones análogas en 2 Cel 174; LM 8,1; 9,4.

22. Cf. 1 Cel 84: «la humildad de la encarnación».

23. 2 Cel 83; cf. 2 Cel 85, 200, etc.

24. Por eso no podemos compartir la opinión de Felder, según la cual la vida pobre de María, como modelo particular de los hermanos
menores, fue un motivo especial del amor de Francisco hacia ella (o.c., p. 410). La «Señora pobre» no debe separarse de la «Madre de
Dios». Los dos aspectos van inseparablemente unidos.

25. 2CtaF 5.-- Nótese que en ésta y en las citas siguientes Francisco habla siempre al mismo tiempo de la pobreza de Cristo y de la de
María.

26. 2 Cor 8,9.-- Cf. 2 Cel 73,74, etc. Respecto al sentido redentor de la pobreza cristiana, como pobreza de Cristo, cf. el capítulo Mysterium
paupertatis en este mismo libro, pp. 73-96.

27. LM 7,1; cf. también 2 Cel 200.-- Para comprender el pleno significado de este pensamiento, hay que considerarlo dentro de una visión
total de la pobreza de san Francisco (Cf. el capítulo Mysterium paupertatis de este mismo libro, pp. 73-96.

28. 2 Cel 83.-- Pocas veces se ha visto tan claramente como aquí la presencia de la pobreza de Cristo y de su madre en el misterio de la
Iglesia.

29. 2 Cel 85.-- Para Celano, speculum significa siempre lo que hace visible y permite ver en sí otra cosa.

30. 2 Cel 67.-- El pasaje de la regla a que se alude en el relato es el de 1 R 2.

31. Sobre María como «protectora» en la piedad del siglo XII, cf. Fr. Heer, o.c., p. 113s. Para el hombre del siglo XII la «abogada nuestra»
era una «poderosa protectora». Con ella se estableció una relación estrictamente vinculante: la reina prometía protección y gracia a cambio
de que el hombre se empeñara en servirla sobre la tierra (p. 116). En Francisco no se aprecia rastro alguno de esta relación. La relación
jurídica queda transformada en relación de amor y de confianza. Por otra parte Celano nota expresamente que los hermanos menores no
buscaban «la protección de nadie» (1 Cel 40).

32. Así comienza la antífona en la edad media. La palabra «mater» fue añadida más tarde.

33. Francisco nunca llama a María «patrona» de la orden. El patrono principal es el mismo Señor, como claramente aparece en el relato de
2 Cel 158. Para él, María es la «abogada». Esto se ve también a través de otros muchos testimonios sobre la vida de san Francisco.

23
34. CtaO 38-39.-- Felder (o.c., p. 413) reduce esta confesión de pecados a los que «él creía haber cometido». Pero, ¿tenemos derecho a
atenuar tan honrada declaración del santo?

35. Analecta Franciscana X, p. 418: «Immo mediatrix Virgo beata ad Christum, Christus ad Patrem sit mediator».

36. No vamos a estudiar aquí los problemas históricos referentes a la indulgencia de la Porciúncula. Nos remitimos a la literatura ya
existente.

37. LM 4,5.-- No se ve por qué Felder (o.c., p. 411) tenga que extender a los demás hermanos lo que san Buenaventura dice sólo de los
doce primeros.

38. 1 Cel 21; cf. también LM 2,8.

39. Enrique de Avranches, Legenda versificata 7, v. 9-15 (AF X, p. 449). Este pasaje es el testimonio más antiguo de la devoción de los
hermanos menores a las «alegrías de María», y permite suponer que esta devoción se remonta al mismo san Francisco.

40. LM 9,3; cf. la nota escrita por el hermano León en el pergamino que le entregó san Francisco, y que contiene dos breves escritos del
santo, las Alabanzas de Dios y la Bendición al hermano León.
[Kajetan Esser, O.F.M.,
Devoción a María Santísima, en Idem, Temas espirituales.
Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 281-309].

María Santísima y la piedad de S. Francisco


El intenso amor a Cristo-Hombre, tal como lo practicó San Francisco y como lo dejó en herencia a su
Orden, no podía dejar de alcanzar a María Santísima. Las razones del corazón católico y de la
caballerosidad de San Francisco lo llevaban al amor encendido de la Madre de Dios. «Su amor para
con la bienaventurada Madre de Cristo, la purísima Virgen María, era de hecho indecible, pues nacía
en su corazón, cuando consideraba que ella había transformado en hermano nuestro al mismo Rey y
Señor de la gloria y que por ella habíamos merecido alcanzar la divina misericordia. En María,
después de Cristo, ponía toda su confianza. Por eso la escogió por abogada suya y de sus religiosos,
y ayunaba en su honor devotamente desde la fiesta de San Pedro y San Pablo hasta la fiesta de la
Asunción» (LM 9,3).

San Francisco no es solamente un santo muy devoto, muy afecto a la Madre de Dios, sino uno de los
santos en quien la piedad mariana se manifiesta con una floración original y singular, sin que por ello
se aparte en lo más mínimo de las líneas marcadas por la Iglesia. La Edad Media, de la cual es hijo
San Francisco, tuvo una piedad mariana llena de los más suaves encantos, porque estaba fundada
íntegramente en la nobleza de los sentimientos y en la cortesía de las actitudes de los caballeros. Los
caballeros se consideraban paladines de la honra y de la gloria de María Santísima. En general,
respetaban en las mujeres a la Madre de Dios, habiendo introducido así costumbres suaves y
delicadas en una época de la Historia que fue excesivamente guerrera y dura. Las reinas y
emperatrices santas de esta época deben su santidad, y no en último término, a la presión que sobre
ellas ejercían la mentalidad caballeresca de su tiempo y la piedad mariana. Esta mentalidad y esta
piedad las protegía y envolvía y les exigía un comportamiento que facilitaba mucho la práctica de las
virtudes eminentemente femeninas y cristianas. Es cierto que el caballero ideal fue muy raro en la
realidad, pero todos tenían el ideal ante los ojos y siempre era presentado de nuevo con los más
vivos colores y con las más estimulantes exhortaciones. En consecuencia, muchísimos aspiraban a
ello; todos lo tenían en cuenta como altamente deseable y así influía en todos poderosamente.

San Francisco, que en su concepción específica de la vida religiosa partía de este ideal, y que
consideraba a los suyos como «caballeros de la Tabla Redonda» (EP 72), cultivó con esmero y con
toda su intensidad el servicio a la Virgen Santísima dentro de los moldes caballerescos y
condicionado a su concepto y a su práctica de la pobreza. Nada más conmovedor y delicado en la
vida de este santo que la fuerte y al mismo tiempo dulce y suave devoción a la Madre de Dios.
Derivada del amor a Dios y a Cristo, orientada por el Evangelio y vaciada en los moldes y costumbres

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de la caballería medieval que él transportó a una sobrenaturalidad, pureza y fuerza singularísimas,
esta piedad mariana del santo Fundador es parte integrante de lo que legó a su Orden y que en ésta
fue cultivada con esmero. San Francisco hizo de los caballeros de Madonna Povertà los paladines de
los privilegios y de la honra de la Madre de Cristo.

Las fuentes de la vida y de la espiritualidad de San Francisco son unánimes en narrar cómo la iglesita
de la Porciúncula -minúscula, pobre y abandonada en el valle al pie de Asís, iglesita de Nuestra
Señora de los Angeles-, atraía las atenciones de San Francisco y le ataba a dedicarse a ella. Atrajo
sus atenciones cuando estaba para cumplir, según la interpretación que él le daba, la orden de Cristo
de reconstruir la santa Iglesia. El edificio amenazaba ruinas. San Francisco puso manos a la obra y
en poco tiempo, con piedras y cal de Madonna Povertà restauró la estructura de la capilla: «Viéndola
(la capilla) San Francisco en tan ruinoso estado, y movido por su indecible y filial afecto a la Soberana
Reina del Universo, se detuvo allí con el propósito de hacer cuanto le fuese posible para su
restauración... En este lugar fijó su morada, movido a esto por su reverencia a los santos ángeles, y
mucho más por su entrañable amor a la Bendita Madre de Cristo» (LM 2,8). La obra del santo no fue
muy artística, ya que él trabajaba más con los medios de la santa pobreza que con la regla y la
escuadra. Pero sí la hizo firme, de acuerdo con su devoción. Quizá nunca jamás dedicó mayor amor
a una obra en su vida. Esta sencilla y pobre capillita tornóse en lugar predilecto para el santo. Allí
hacía sus largas vigilias, allí rezaba, allí tuvo visiones de los ángeles y santos, de Cristo, de la Virgen
Madre. Con toda ternura amaba la pobreza de este lugar, incluyendo la capillita en el amor que
dedicaba a la Señora de los Angeles. Allí mismo, en esta capillita, formó la Orden Franciscana, allí
formó los primeros compañeros, allí edificó el primer convento, allí vistió el hábito a Santa Clara, allí
celebró los primeros Capítulos Generales. De sus peregrinaciones apostólicas volvía siempre a este
lugar con grande añoranza e inmensa alegría. Si acaso él tuvo residencia, ésa fue la Porciúncula.

Amaba tanto la capillita de Nuestra Señora, que determinó que fuera la casa central de la Orden que
iba creciendo. Y casa central, en el pensamiento de San Francisco, no era una curia, dotada de
mucho personal y de todos los recursos administrativos propios de una obra de tal envergadura, sino
el cuartel general de la pobreza y la humildad, del celo seráfico y de la disciplina rígida, envuelta en
una simple y discreta alegría. Pidió que allí, en el santuario de la indulgencia inaudita que él alcanzó
de Cristo y de los Papas por intercesión de María Santísima, fueran colocados pocos frailes,
dedicados a la oración y a la contemplación (EP 55). Con el correr de los tiempos muchos frailes
menores vivieron efectivamente así en ese lugar y allí se santificaron, aprovechándose de las reglas
de rigurosa disciplina y clausura que facilitan la vida de contemplación y de virtud.

Después de haber sido marcado por Cristo con las señales gloriosas pero dolorosas de la Pasión,
San Francisco regresó a la Porciúncula. De allí volvió a partir para predicar, pero siempre regresaba.
Los frailes, preocupados por su salud delicada, le obligaron a que permitiera ser llevado a donde
mejor podían atender al tratamiento que exigía su estado. Así, pues, cuando estaba para terminar el
tiempo que Dios le había concedido, y que él sabía cuándo iba a tener fin, San Francisco pidió que lo
llevasen nuevamente a la capillita de la Virgen de los Angeles. Y a la sombra de la iglesita entregó su
alma a Dios en ese tránsito incomparable que fue el suyo (1 Cel 97ss).

María Santísima, tan agraciada por Dios, posee encantos mil, y su semejanza con su Hijo Divino es
tan rica, que un corazón humano no puede venerar de una sola vez todas las prerrogativas que se
acumularon en ella gracias a la generosidad divina. De ahí la posibilidad de las más variadas
devociones a la Virgen, la posibilidad de que cada cual la venere y ame bajo el aspecto que más lo
conmueve, que más lo inflama.

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De acuerdo con la orientación fundamental de la piedad que cultivaba, San Francisco sobre todo vio
en María las prerrogativas máximas, las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad: «Salve,
Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el
santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo
Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve,
tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya»
(Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las
mujeres, hija y sierva del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor
Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (Antífona del OfP).

Son éstas, sin duda, las prerrogativas más misteriosas y menos accesibles para la pobre mente
humana, pero al mismo tiempo son también la fuente de todo lo demás en María Santísima; más aún:
son las mayores prerrogativas que en ella se pueden considerar. Quien consigue inflamar en ellas su
corazón está de hecho muy aprovechado en el camino de la virtud, de la abnegación, de la desnudez
espiritual, del recogimiento; está ya muy cerca del amor puro y casto de Dios. Como en la actitud
franciscana delante de Dios, también aquí la espiritualidad seráfica conduce a las más altas cumbres,
a los más estrechos y solitarios caminos, manda bordear los más peligrosos precipicios. No por
espíritu de aventura, ni por amor a la singularidad y a la extravagancia, ni siquiera por un falso amor
propio y por vanidad, y sí por amor profundo y caballeresco a Dios Uno y Trino y a esa mera creatura
que el poder divino aproximó más a su misterio. Un franciscano no retrocede ante las dificultades en
este camino, pues es el camino del amor seráfico, del amor que no mide dificultades ni peligros, que
no calcula expensas y ganancias, del amor que única y exclusivamente tiene en vista a la persona
amada.

Así amó San Francisco. Su amor esclarecido con ciencia infusa y la gracia divina lo llevaron derecho
a los misterios más profundos y más difíciles, a los más llenos de oscuridad para el espíritu humano,
pero al mismo tiempo más llenos de Dios y por lo mismo más llenos de estímulos para el amor. Estos
estímulos, por tanto, no podían ser aprovechados con la mera inteligencia. La mente humana por sí
sola es incapaz de esta empresa y no es el arma con la cual se forzará la entrada a esta plaza fuerte
de las prerrogativas trinitarias de María Santísima. El arma apropiada es el amor que secunda la
inteligencia iluminada por la fe. Solamente el amor que a cada paso que da se enciende nuevo y más
fuerte; que, por así decirlo, saborea todos los términos que se usan y todas las proposiciones que se
descubren, solamente este amor es capaz de percibir el verdadero valor de sentir los fortísimos y
altísimos estímulos; solamente este amor es capaz de aprovechar las energías casi infinitas,
escondidas en estas recónditas verdades de la santa fe. No es, pues, de admirar que el seráfico
santo y todos sus verdaderos imitadores hayan sentido los más fuertes atractivos precisamente hacia
este misterio de la Virgen santa.

María está en una especial e íntima relación de Hija y de Sierva respecto del Eterno Padre. ¿Podrá
un mortal, pobre y ciego en el amor, medir lo que significan para la Madre de Dios estas palabras en
su sentido especial: Hija y Sierva del Eterno Padre? ¡Cuánta ternura, cuánto ardor, cuánta
dedicación, cuánta generosidad, cuánta caridad y gracia sobrenatural, cuánta sublimidad y grandeza,
cuánta preferencia no se ocultan en estos términos tan simples! San Francisco procuraba
entenderlos, a semejanza de lo que hacía la propia Virgen Madre: «María conservaba todo esto y lo
meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Hacía los más constantes esfuerzos para que estas palabras:
Hija y Sierva del Eterno Padre, no fuesen únicamente la proposición de palabras frías, sino un foco de
luz y calor para su alma. En la realidad significada estas palabras son fuego, fuego ardiente de luz y
calor. Los hombres, infelices, tienen la triste posibilidad de neutralizar las copiosas y ardentísimas
energías que dimanan de este misterio, privando las palabras de su proporcional repercusión en la

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mente. San Francisco, con seriedad y tenacidad, con comprensión siempre más profunda, con calor e
interés cada vez más intensos, logró que el torrente vivo de amor de este misterio se derramase en
su alma.

Madre del Verbo Eterno. Si el término «Hija y Sierva» ya contiene de por sí dulzuras inmensas y
fuerzas incalculables, mucho más es lo que adivina y con razón el alma de San Francisco al oír este
otro término mariano: «Madre». Realmente Dios en su sabiduría infinita supo encontrar un medio para
hacer de una creatura su Madre, Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Hizo que las entrañas
purísimas de esta creatura concibiesen y que de ellas naciese el cuerpo humano, dotado de alma
humana por creación omnipotente de Dios y unido sustancialmente, en la unidad de persona, al
Verbo Eterno, desde el más primitivo instante de la concepción. De esta forma la Virgen se convirtió
en Madre de Dios en el mismo sentido real y completo en que otras mujeres son madres de sus hijos,
simples hombres. Nada, absolutamente nada, falta de los elementos que de hecho constituyen la
maternidad. Como otras madres son madres de sus hijos en aquello que estrictamente significa ser
madre, así María es Madre de Dios. Como las otras madres no lo son únicamente del cuerpo que de
ellas proviene por causalidad física, sino que lo son del individuo, de la persona toda que de hecho
dan a luz, de la misma forma María Santísima es Madre de Cristo todo, Dios y Hombre, en la unidad
de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y así, en sentido verdadero y real, no
metafóricamente, ella es Madre de Dios, Madre del Verbo Eterno. Solamente Dios mismo podía idear
y concretar maravilla tan sublime. Mediante esta maravilla establecióse entre la Virgen y su Dios -que
es su Hijo- la intimidad singular que existe entre Madre e Hijo: el amor maternal es en María un amor
teologal.

San Francisco intentaba comprender lo que esto significa para la Virgen. Intentaba asociarse
respetuosamente a los ardores del amor que ardía en su corazón. Intentaba medir la sublimidad de
su posición. Intentaba medir los tesoros que la infinita riqueza de Dios había depositado en el alma de
su santa Madre. Consideraba amorosamente, embebido, que toda la ternura del más amoroso
corazón de Madre era el ejercicio de la virtud teologal de la caridad infusa, dirigida directamente a su
Dios, porque este Dios es realmente su Hijo. ¡Qué felicidad indecible para una creatura, poder en esta
forma dirigir directa y totalmente a Dios toda la fuerza natural del amor maternal, sin impedimento y
sin restricción! ¡Cuántos no serán los méritos de tan inmenso amor! ¡Cuántas no serían las riquezas
que de instante en instante acumulaba el alma bendita de la Virgen! San Francisco, en su amor,
sentíase feliz de ver esta felicidad, esta riqueza, esta gloria y esta honra de María. Y también se
sentía feliz de alcanzar a través de este camino que el oculto misterio de la Santísima Trinidad fuera
más accesible a su alma. Entraba por esta «Puerta del Cielo» para entrever, ofuscado, el misterio de
amor de la relación entre Padre e Hijo. Así aprovechaban a su caballero las riquezas de María
Santísima. Ella, tan rica, no tiene necesidad de guardar celosamente sus prerrogativas. Si ellas
aprovechan a sus hijos, más la glorificarán a ella. Por eso, no en vano la liturgia le acomoda las
palabras de la Sabiduría, enseñando así que ella misma aprendió a amar en sus prerrogativas:
«Aprendí (la Sabiduría) sin falsedad, y sin envidia la comunico, y no escondo su santidad. Es un
tesoro infinito para los hombres. Los que de ella usaren se harán partícipes de la amistad de Dios,
recomendados por los dones de la disciplina» (Sab 8,13-14). «Yo soy la Madre del amor hermoso, del
temor y de la santa esperanza. En Mí está la gracia de todos los caminos y las virtudes, en Mí toda la
esperanza de la vida y de la virtud» (Ecl 24,24-25). Nada difícil es verificar cómo operaron estas
acomodaciones litúrgicas en la mente de San Francisco respecto de su piedad marial. Para
convencerse de esto basta considerar las palabras con las cuales se refiere a María Santísima, por
ejemplo en la oración arriba citada (Saludo a la B.V.M.).

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El título de Esposa del Espíritu Santo producía también en San Francisco una dulzura y una dignidad
sublimísima. Todas las almas son esposas del Espíritu Santo, pero María lo es, sin embargo, en un
sentido completamente peculiar, en un sentido intensísimo, que fue suficiente para que la revelación
apropiase al Espíritu Santo la obra de la fecundación del seno virginal de la Madre de Dios en la hora
de la Encarnación: Spiritus Altissimi obumbrabit te, «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), le explicó el Arcángel. Y cuando la Virgen dijo su
«Hágase» (Lc 1,38), celebróse el supremo matrimonio místico del cual participa como esposa una
mera creatura. ¿Qué son todos los arrobos experimentados por almas santas en los matrimonios
místicos, en comparación con este de la Virgen Madre? Ningún otro ha tenido por fruto la
Encarnación del Verbo Eterno, ningún otro ha tenido por fruto el Cuerpo santísimo de Cristo Jesús, el
Verum corpus, natum de Maria Virgine. Ningún otro, por lo mismo, estableció lazos tan íntimos entre
el Esposo divino y el alma agraciada. Ningún otro trajo consigo elevación tan alta, consagración tan
sublime, plenitud tan completa y perfecta. El matrimonio divino de la Virgen de Nazaret es
singularísimo, único en el más estricto sentido de la palabra. Todos los demás son indudablemente
gracias sublimes e inmerecidamente grandes, pero no llegan nunca a formar sino una unión mística y
un cuerpo místico, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo y, dentro del conjunto de todos, el
Cuerpo Místico como tal. El matrimonio divino de María tuvo en cambio como fruto el Cristo físico, y
ella misma se convirtió, no solamente en miembro, sino en Madre y Reina de todo el Cuerpo Místico,
causa meritoria de todos los demás matrimonios místicos con que fueron agraciadas las creaturas
racionales: ángeles y hombres. Su matrimonio no es únicamente más íntimo, más profundo, más
amplio, más proficiente, más sublime y más real, sino que se distingue de los demás por su cualidad:
forma como una especie aparte en este orden sobrenatural de las relaciones con Dios. Este título
significa para la Virgen una intimidad sin par con Dios, una dulzura infinita de sus relaciones, una
elevación singularísima e incomprensiblemente alta.

San Francisco no tradujo estas verdades en términos teológicos. Las entrevió a su modo; fueron para
él una puerta más para penetrar en el misterio trinitario, un motivo más para amar a la Virgen. Tenía
presentes las palabras que la Iglesia aplica a María Santísima: El Esposo divino que dice a la Esposa:
«¡Cómo eres bella, amiga mía, cómo eres bella!» (Cant 4,1). Y la Esposa, María Santísima, que dice:
«Su izquierda bajo mi cabeza, su diestra me abraza» (Cant 8,3). El santo intentaba comprender
respetuosamente esta intimidad de amor. Sabía, y esto lo colmaba de indecible dulzura, que a
semejanza de esta intimidad, también para él era el amor del Esposo divino y que María es Madre del
amor santo y hermoso: «Yo soy la Madre del amor hermoso... Quien me oye no se confundirá. Los
que obran por Mí, no pecarán. Los que me esclarecen tendrán la vida eterna» (Ecl 24,24; 30-31).
¡Qué transportes de alegría y de amor no sacaría de estas sublimes verdades!

Contemplando estas maravillas, ya no se admiraba San Francisco de que el Padre, el Hijo y el


Espíritu Santo hubiesen adornado a la Virgen de prerrogativas singularísimas y estupendas.
Contemplaba principalmente la plenitud de gracias, la plenitud de virtudes y la plenitud de poder. Si
en esta consideración preferencial de los privilegios se tiene en cuenta la mentalidad caballeresca del
santo, también se pone de manifiesto su seguro tino teológico: concentróse sobre las prerrogativas
marianas que fluyen en línea recta de las relaciones con la Santísima Trinidad. ¿Cómo podría el
Padre Eterno no adornar a su Hija de todos los dones de la santidad? ¿Cómo podría el Hijo, el Verbo
Eterno, no conceder a su Madre todos los privilegios que pudieran ponerse en ella? ¿Cómo podría el
Espíritu Santo tenerla como Esposa, sin hacerla al mismo tiempo Señora y Reina del Universo?
Hasta parece que estas prerrogativas no son sino el complemento de aquellas otras, las relaciones
especiales de las Divinas Personas. San Francisco escogió bien y coherentemente. Procuraba

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penetrar más y más en el sentido de estas prerrogativas, para que se transformasen en otros tantos
motivos de amor y de celo caballeresco a Dios y a su santa Madre.

La devoción marial fue para San Francisco lo que debe ser según la intención divina: una escuela de
virtudes. Son tantas las virtudes de la Virgen, que no caben en el alma de cada uno de sus hijos, por
lo cual es necesario escoger. San Francisco escogió, orientado aún en esto por su espíritu de
caballero y por su piedad trinitaria, principalmente tres centros, tres focos de toda virtud moral. Se
extasiaba con la virginidad: Hija Virgen del Eterno Padre, éste le conservó milagrosamente la
virginidad cuando la hizo Madre de su Hijo. Madre de Cristo, la Virgen practicó la virtud de la pobreza
-y San Francisco encantóse en contemplar la pobreza de la Virgen, la más fiel imagen de la pobreza
de Cristo-. Casi siempre la excelsa Madonna Povertà se confunde en San Francisco con la imagen de
la Madre de Dios. Finalmente lo llenaba de ternura la contemplación del amor de la Virgen Esposa del
Espíritu Santo, y así desembocaba en este centro de toda su espiritualidad: el amor, siempre el amor.

Esta imagen característica de María en la mente de San Francisco tenía que llevarlo también a una
piedad mariana de cuño característico. Y fue así. Por encima de todo se esforzó en imitar el amor que
el Eterno Padre consagra a su Hija predilecta y singular. San Francisco ardió en amor a María, amor
sublime, amor casto, amor intenso y fuerte, amor que no conocía límites, amor que no retrocedía ante
las dificultades, amor que le dictaba las más sublimes y arriesgadas proezas de virtud en la
glorificación y en la imitación de la Virgen María. Imitó también con el mismo celo seráfico la
veneración filial de Cristo para con su Madre. Considerábase hijo de esta Madre de Dios y le dedicó
toda la ternura que un corazón tan bien formado como el suyo puede dedicar a Madre tan sublime y
amorosa. Correspondió también al modo peculiar del amor del Esposo divino, dedicado a María, todo
y sin reserva, sobrenaturalizado e intensificado, todo el amor que los caballeros dedicaban a la
Esposa de sus soberanos. Amor intrépido, inquebrantable, fiel, casto y respetuoso. Por todas partes
defendió las prerrogativas de la Madre de Dios, las engrandeció, le conquistó los corazones, inflamó
en amor mariano las voluntades, colmó de amor filial a las almas, puso en todos los labios la oración
celestial del «Ave María».

Hijos de este caballero intrépido de la Madre de Dios, herederos de su piedad y de su teología


mariana, es preciso que los franciscanos cultiven el amor a la Virgen. Arda fuerte e inflame en sus
corazones el celo por María y la piedad mariana de cuño franciscano.

La Mariología en la Orden Franciscana


Si la Orden Seráfica imitó con empeño las ideas caballerescas de San Francisco en la teología de
Dios Uno y Trino y en la Cristología, no podía dejar de cultivar también con igual empeño y cariño
esta herencia sagrada de la piedad y de la teología marianas, ardientes y caballerescas como lo
fueron en el santo Fundador. Y, de hecho, tanto la piedad como la teología mariana en la Orden
Franciscana son un capítulo glorioso. La Orden demostró celo ardiente por todas las formas del culto
mariano y no cesó de desarrollar y ampliar las posiciones teológicas que fundamentan la piedad
mariana característica de San Francisco. Los caballeros seráficos conquistaron en esta lid trofeos
incontables y gloriosísimos. Particularmente el Paladín de la Inmaculada, Juan Duns Escoto.
Caballerosamente estableció como principio de su mariología la generosidad filial de Cristo, la
generosidad paternal del Padre, la generosidad esponsal del divino Espíritu Santo. El Doctor Sutil, en
su aporte positivo, tan notable para esa época, en su excepcional agudeza especulativa, en su
espíritu crítico sutilísimo, en su rigor lógico atentísimo, aplicó con maestría el axioma: «Si no fuere
contrario a la autoridad de la Iglesia o a la autoridad de la Escritura, parece probable atribuir a María
lo más excelente» (1). Este axioma en manos menos hábiles podría llevar a exageraciones
perniciosísimas. Duns Escoto, consciente del peligro pero caballerosamente resuelto a glorificar

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cuanto podía a la Virgen Madre, se enfrentó al riesgo, procurando con suprema prudencia reducirlo a
un mínimo: hizo todo cuanto podía para acertar con la verdad. Para lograrlo, bastaba con que se
atuviese de hecho al axioma en todos sus elementos, sin omitir ninguno. El riesgo está en que no se
tomen debidamente en serio las verificaciones, que en el magisterio y en la Escritura no existe nada
contra una aserción; y suponiendo, también livianamente, sin verificarlo, que determinada posición es
más excelente, más honrosa para la Virgen. Basta con el espíritu agudamente crítico del Sutil para
conjurar estos peligros. Por otra parte, él era bastante franciscano para ser caballero y apreciar
sumamente un axioma de tenor tan caballeresco: nada de medidas estrechas, nada de avaricia, sino
valerosa penetración de un terreno inexplorado y nuevo, con el impulso de la más acendrada caridad
y con las armas de la agudeza más sutil. Nada de limitarse al mínimo: ni en las tesis, ni en los
trabajos, ni en las exigencias extremas hechas a los argumentos.

Esta mentalidad hizo que el Doctor Sutil y Mariano (2) pudiese realizar sus conquistas mariológicas y
así le fue dado lanzar los fundamentos de una mariología que hasta el presente no ha sido aún
llevada a su término en las consecuencias que fluyen de sus fecundos principios. Quien no posea el
espíritu caballeresco y la generosidad de alma de Duns Escoto ha de acobardarse ante el arrojo de
sus tesis y ha de abandonarlas, sin tener en cuenta los argumentos, hasta hoy irrefutados, que fueron
formulados por el doctor Sutil. Así han obrado muchos en el transcurso de los siglos, pero no es justo
obrar así. Si alguna de las tesis parece poco consistente, esta opinión debe provenir de la verificación
de fallas en la argumentación y no del temor ante aquello que se afirma. Quien no obrare así no es
hijo del santo seráfico, del intrépido caballero de la Madre de Dios, y no es heredero de la teología
que practicó siempre la Orden. Muchos acusan a esta teología de temeridad en la tesis, pero las más
de las veces ni siquiera se dan al trabajo de examinar los argumentos sobre los cuales se han
apoyado tales tesis, y si llegan a considerar los argumentos, no llegan a refutarlos. Permítasenos un
testimonio personal: hasta hoy hemos procurado en vano entre los adversarios de la teología
franciscana una refutación de sus posiciones. No hemos omitido el provocarla; lo que nos ha faltado
es encontrarla. Las búsquedas que hemos hecho y las tentativas inútiles de refutación no han
conseguido sino confirmarnos más y más en las posiciones que heredamos de nuestros mayores en
la Orden y en la Teología.

El principio marial de Duns Escoto, a más de traducir de manera perfecta su actitud caballeresca y
generosa, es también de un valor teológico eximio, ya que incluye una valoración perfecta de las
cosas. Puédese suponer, a priori, que la Santísima Trinidad en su amor a la Virgen Santísima haya
hecho maravillas excelentes. El Padre no se dejará vencer en el amor de su Hija predilecta, el Hijo no
se dejará vencer en su amor a su Madre, el Espíritu Santo no se dejará vencer en su amor a su
Esposa, elegida por encima de todas. Es de suponer, mientras no haya prueba en contrario, que las
tres personas divinas hayan hecho por María y en María todo cuanto podía hacerse dentro del plan,
una vez establecido éste por la sabiduría divina. Así, a priori, lo verdaderamente más glorioso para la
Virgen, puestas las condiciones enunciadas explícitamente por el axioma, posee probabilidad, y hasta
puede decirse que probabilidad mayor de la que tenga su contrario.

Sin embargo, es preciso saber manejar esta espada de dos filos con prudencia, con seriedad, con
rigor crítico, con amor entrañable a la verdad, con conocimientos vastos y profundos de la economía
divina acerca de la creación y de la gracia, con la convicción más profunda y más atenta de que la
verdad es siempre más gloriosa que el error. De lo contrario se abren las puertas a las tesis más
evidentemente contrarias a la revelación y a las intenciones divinas. Establecer tales tesis no es
honrar a María, ya que ella, la Virgen sapientísima, no puede ser honrada ni se la puede alegrar con
falsedades.

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Duns Escoto no legó a la posteridad una Mariología terminada. Enunció principios, indicó caminos,
delineó fragmentos, dio orientaciones, acumuló los más fecundos estímulos. Es preciso proseguir en
su espíritu y en su método, para llegar a construir una Mariología completa. A la historia de la
Teología le interesa mucho no olvidar esto y verificar siempre en las tesis qué fue lo que
personalmente dijo Duns Escoto y qué es apenas consecuencia de sus posiciones, consecuencias
que él no vio o que al menos no dejó escritas y que fueron puestas en su debida luz por sus
seguidores. Si a la teología histórica esto le interesa mucho, su importancia puede ser muy
secundaria para la verdad teológica como tal, relativa al objeto de la revelación. Y puede también
dejar de interesar aquí, ya que no se trata de hacer una historia de la teología franciscana. Es preciso
tener una noción de la Virgen muy próxima a la realidad, tan completa y tan fiel cuanto sea posible.
La coincidencia que existe entre esta imagen y las consecuencias de los axiomas de Duns Escoto es
un hecho, pero es, sin embargo, enteramente secundaria para la Mariología como tal.

La estructura de la Mariología está evidentemente en dependencia de la Cristología. De aquí que


puesta la teología positiva con todos sus datos, su aprovechamiento para una Mariología completa,
que incluya los elementos resultantes de la «analogía con las cosas que la razón conoce
naturalmente y de la comparación de los misterios entre sí y con el fin» (3), debe partir de aquello que
ya está firmemente conquistado en la Cristología. Los mismos principios generales que allí tuvieron
aplicación la tienen también aquí, evidentemente que con las necesarias restricciones y precauciones
en la aplicación. Se trata, ante todo, de una transposición cuidadosa de la perspectiva finalista de la
Cristología hacia la Mariología. Esta perspectiva finalista, la consideración de las cosas a la luz de la
causa final, a la luz del plan divino, es lo que más caracteriza a la teología escotista y franciscana. Y
la meta de esta labor intelectual debe ser profundizar cuanto sea posible los conocimientos sobre
María Santísima y con el conocimiento estimular al amor, para que de este estímulo, con más fuerza
y a un nivel más elevado, abierta con nuevos conocimientos, la inteligencia lleve a un nuevo amor.

María no fue unida hipostáticamente a ninguna de las Personas Divinas. Es una mera creatura. En
esto se distingue esencialmente su relación con las Personas Divinas, de la relación que para con
estas mismas Personas tiene su Hijo Jesucristo. En esto está uno de los datos fundamentales de la
Mariología, negativo pero de mucha importancia para la demarcación del campo de las
investigaciones teológicas.

El dato positivo más importante es que, siendo y permaneciendo mera creatura, es Madre de Cristo,
Madre de Dios en sentido verdadero y completo, hasta las últimas consecuencias que pueden
derivarse del concepto de maternidad y que caben en los moldes de la vida de Cristo tal como Él la
llevó en este mundo. Como Madre participa de modo directo y único de las prerrogativas de Cristo y
se sitúa, por lo mismo, en un punto especial del plan divino: forma parte de sus elementos decisivos y
con una prioridad casi absoluta, sobrepujada única y exclusivamente por su Hijo. La plenitud de
gracia de que está dotada según el testimonio del arcángel (Lc 1,8), las relaciones especialísimas con
la Santísima Trinidad que se desprenden de la maternidad divina y de esa plenitud de gracia, todo
esto la coloca muy por encima de todas las demás creaturas, en un nivel que solamente es inferior al
de Cristo. Ella sigue inmediatamente después de su Hijo. «Inmediatamente», no en el sentido de
proximidad de valor, sino en el sentido de «negación de mejor», en el sentido etimológico de la
palabra: si entre Dios y Cristo-Hombre no hay creatura, entre Cristo-Hombre y su Madre tampoco hay
ninguna. Ellos son inmediatamente subsiguientes en el plan y en la obra divina, si bien que de un
valor inconmensurablemente desigual. El título de Madre de Dios es, después del título de Hijo de
Dios, el más sublime, el más alto, el más singular, el más noble. Nada hay que se le pueda igualar
entre los demás títulos y dignidades concedidos a las creaturas. Síguese de esto, según los principios
teológicos aplicados en la Cristología para saber la posición de Cristo-Hombre en el plan divino, que

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la Virgen es la segunda en dicho plan y que en todo ocupa el segundo lugar: viene inmediatamente
después de Cristo-Hombre.

Con esto se anticipa también, en la intención divina, al pecado original. De un modo semejante al que
se da en Cristo. En ninguna hipótesis María debe su existencia ni su dignidad de Madre de Dios a la
culpa de Adán. Y esto en el orden real y concreto, no en un orden apenas posible. Todo el orbe de los
espíritus y de la materia lo ideó Dios como Reino de Cristo-Hombre, y María fue ideada después de
Cristo-Hombre como Reina. Pertenece así al núcleo más íntimo del plan divino. Siendo la segunda en
dignidad dentro de este plan, también hacia ella se dirigió, en segundo lugar -sucesión de orden, no
de cronología o de espacio y después de dirigirse a Cristo-Hombre-, la atención divina.

Las expresiones «luego, después, en seguida, en segundo lugar» y otras semejantes, fácilmente
sugieren ideas erróneas del modo de entender el plan divino, como si allí hubiese sucesión de tiempo
o de ideas. Tal sucesión ya se le ha objetado muchas veces a la teología escotista. Pero esto es
suponer una excesiva primitividad en un teólogo a quien los propios adversarios le reprueban un
excesivo espíritu de crítica y de sutileza. A priori deberían darse cuenta de que un espíritu tan sutil y
de una crítica tan acérrima no había de ser víctima de un error tan grosero y tan contrario a sus ideas
más explícitas y a sus aserciones más formales. Pero aunque los adversarios que hacen tal objeción
ni siquiera merecen respuesta, es preciso, sin embargo, ponerle atención a la objeción para que en la
mente no se insinúen ideas que sean antropomorfismos inadmisibles y que vengan a dar una idea
completamente errada de las cosas. La sucesión mencionada en Dios no solamente no existe, sino
que es inclusive imposible. En Dios todo es simultáneo. El plan fue concebido en un único y
exhaustivo pensamiento, sin ningún trabajo, sin necesidad de raciocinio, sin multiplicidad en Dios, sin
necesidad de ulterior especificación, y, mucho menos, sin la humana contingencia de revisiones y
reajustes. Pero en este plan divino, que es un único e inmenso pensamiento en Dios, simple como
Dios, hay orden y estructuración tanto de jerarquía natural como sobrenatural, tanto de seres como
de valores. Este orden, marcado por la secuencia de las finalidades, es también la secuencia de la
dignidad y el orden de previsión en el plan divino. A ella se refiere el teólogo cuando habla de
primero, segundo o tercer lugar en la intención divina.

La Inmaculada Concepción de la Virgen, tal como fue definida por Pío IX, no es toda la doctrina
propuesta por la escuela franciscana a través de los siglos, sino apenas una parte. La Bula Ineffabilis
Deus dejó abierta la cuestión del débito del pecado original: ¿Tuvo o no María la necesidad de incurrir
en el pecado original? La respuesta a esta cuestión se une íntimamente al orden de predestinación, al
orden intencional del plan divino. Si Cristo vino por causa del pecado, de tal manera que sin el
pecado de Adán no hubiera venido, como se dice vulgarmente, también María santísima depende de
que se hubiera cometido el pecado, y parece que en este caso hubiera tenido hasta la necesidad de
incurrir en la culpa original. Ella sería hija de Adán, no sólo en cuanto a la carne, sino también en
cuanto a la subordinación moral, siendo así que la Inmaculada Concepción podría no ser
preservación de débito, sino simplemente de contracción.

Probada, como parece que está probada por Duns Escoto, la independencia interna, actual y
concreta de la encarnación respecto del pecado de Adán, coherentemente también María Santísima
en su existencia y en sus prerrogativas estaría internamente independiente del pecado original. En
este caso no se ve ninguna imposibilidad de que hubiera sido preservada aun del propio débito de
pecado. Con esto no se hace independiente de su Hijo Divino, ya que toda esta exención la debe a
los méritos del mismo. Así la preservación del pecado original no es solamente de la contaminación
con la culpa misma, sino de la propia necesidad de incurrir en el pecado. Como se ve, esta doctrina
es una consecuencia de los principios que Duns Escoto aplicó en la Cristología. La aplicación de los

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mismos principios al caso de María es legítima, siempre que se guarde la debida proporción y que se
tomen en consideración todos los elementos que entran en juego. Con todo, la doctrina que se
desprende de esta aplicación y la legitimidad de la deducción se discuten no solo entre teólogos de
escuelas distintas a la escotista, sino aun entre los mismos adeptos a la teología de Duns Escoto.

En esta construcción teológica, que no es mera opinión, sino que está firmemente fundada sobre la
más amplia y resistente base de teología positiva y especulativa, María Santísima aparece con una
dignidad sublimísima. Entre las meras creaturas ninguna fue ideada por Dios que se pueda comparar,
ni de muy lejos siquiera, con la magnificencia y sublimidad de la Hija y Sierva del Padre, Madre del
Verbo Eterno, y Esposa del Espíritu Santo. Esta predestinación absoluta en el sentido de no
depender del pecado de Adán ni de otras condiciones creadas extrínsecas a Cristo-Hombre y a la
propia Virgen, es íntegramente debida a los méritos de su Hijo, previstos por Dios y aplicados a ella,
la Madre, en primer lugar y en una medida singularísima. Si Cristo-Hombre mereció para todos una
profusión de gracias, ¿qué será lo que no habrá merecido, lleno de amor y de consagración filial, para
su Madre tan querida?

Como se vio ya en las consideraciones sobre Cristo, este orden del plan divino es orden y jerarquía
de amor. Si María fue creada en este orden de preferencia sublimísima en el plan de la economía
divina y si ahí está colocada en segundo lugar en el amor -el amor que ella consagra a Dios y que
Dios le ha consagrado-, entonces ocupa el segundo lugar en la escala.

Si Cristo-Hombre es summus, María, su Madre, le sigue inmediatamente, sin que haya otro
intermedio. Entre todas las meras creaturas ella también es summe diligens Deum, la que más ama a
Dios. Existe una gran distancia entre su amor y el de Cristo-Hombre, esa misma distancia que hay
entre su matrimonio místico y su maternidad respecto de la unión hipostática de Cristo-Hombre. Pero
esta enorme distancia de amor no es ocupada por ningún otro: después de Cristo sigue
inmediatamente María Santísima.

Siendo tan sublime en el amor, ella es también la mera creatura que más se asemeja a Dios, que
más íntimamente participa de la naturaleza divina, que más íntimamente está incorporada al Cuerpo
Místico, que más vasta e importante función ejerce en todo el universo de la gracia y de la naturaleza,
Cristo Jesús, su Hijo, la mereció aun esta plenitud de gracias de excelsa y singular semejanza,
gracias proporcionadas a su dignidad de Madre de Dios.

Predestinada así María, independientemente no sólo de la contracción del pecado original, sino
también del propio débito de contracción, y exenta consiguientemente también de que Adán ejerza
principado moral sobre ella, es también la Reina de todas las simples creaturas por realeza de
excelencia. Los privilegios recibidos la levantan tan incomparablemente por encima de todas las
demás creaturas, que la afirmación de su realeza de excelencia no es sino una consecuencia
inmediata. Si en el orden de la naturaleza ella se iguala a los hombres, por otra parte, en el orden de
la gracia, en el orden que rebasa la razón de ser de todos los demás órdenes, y que de esta suerte
da la verdadera escala de todos los valores, ella aventaja incomparablemente a todas las demás
creaturas racionales, por más agraciadas que ellas sean. Nadie, después de su Hijo, la alcanza en el
orden de la predestinación, y por consiguiente también, en el orden de ejecución. Ella es realmente
Reina, ya que es superior a todas las simples creaturas.

Por tanto, no solamente posee la realeza de excelencia, sino también la propiamente dicha, o sea, la
jurisdiccional: todos los seres, a excepción de su Hijo, fueron previstos por Dios como súbditos de ella
(4). Todos, pues, tanto por la naturaleza como por la gracia, son súbditos de María, forman parte de

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su reino. Por poco que lo quieran y por poco que se acuerden de esto, con ese fin fueron creados.
Grande debe ser el regocijo de todos con María, la Reina, y deben dedicarle caballerosamente el más
sincero amor, respeto y fidelidad a toda prueba. Todos saben que no pueden ser agradables a Dios si
no se sujetan al imperio de la Madre de Dios. Es una ley del universo, porque Dios mismo lo ha
dispuesto así. Es una ley orgánicamente ligada a la economía de la creación y de la gracia, y quien
intentare transgredir esta ley, lejos de herir a la Virgen, se hiere a sí mismo, porque se vuelve reo del
juicio. La posibilidad de elección no llega hasta el punto de que alguien salte por encima del plan
divino: o está dentro de él como hijo obediente y feliz, o como reo de penas eternas. No se menciona
esto por suponer que esta disposición divina respecto de la Virgen puede disgustar a alguien y
llevarlo a oponerse, sino para evidenciar, lo más claramente posible, cómo la realeza de jurisdicción
de la Madre de Dios es real, perfecta en sentido propio.

Pero María no es solamente Reina de los hombres. Habiendo sido ideada y predestinada en un nivel
superior al de los ángeles y en una plenitud superior a todos, ella también es Reina de los espíritus
celestiales. Su realeza de excelencia sobre los ángeles ha sido pregonada con unanimidad a través
de los siglos. Menos lo ha sido la de jurisdicción, pero sigue los mismos principios y tiene el mismo
grado de certeza que la que se refiere a los hombres.

Siendo en esta forma Reina de todos los seres racionales creados, María es igualmente Reina de
todo el universo, ya que todo lo demás fue hecho para las creaturas racionales y debe sujetarse por
lo mismo a aquella para la cual fueron hechas.

De esta suerte todo el Reino de Cristo es también reino de María su Madre, aunque -como es claro-
con diferencias de extensión en lo que respecta al mismo Cristo, el cual en ningún sentido está sujeto
a la jurisdicción de la Virgen, y con diferencias de motivo y por consiguiente de cualidades de
jurisdicción. No hay, pues, fuera de Cristo, una parte del reino que sea de Cristo y otra que sea de
María, sino que todo el reino es de ambos, si bien con diversidad de poder y de excelencia. María no
es la primera con Cristo, sino que está colocada en segundo lugar. Posee, no obstante, un poder
verdaderamente universal, vastísimo, que se extiende a todos los súbditos de Cristo. Y esto no en
una forma meramente metafórica, no únicamente como si fuera un modo de hablar, sino realmente:
Ella tiene jurisdicción plena y perfecta sobre todo el Reino de su Hijo Divino. Claro está que en
completa subordinación a Cristo y sin ninguna posibilidad de conflicto entre ambos poderes. Son dos
porque corresponden a individuos diferentes, son ejercidos por voluntades distintas, fundados en
motivos distintos y por lo mismo realmente distintos entre sí. Pero son también uno solo por no haber
posibilidad de desavenencia y por la armonía completa y la sujeción perfecta del poder de María al
poder de Cristo, su Hijo divino.

Por ser Reina en el Reino de Cristo, ipso facto María lo es también del Cuerpo Místico, ya que éste
no es otra cosa que el Reino de Cristo. En el Cuerpo Místico ella preside, por tanto, todas las
funciones: es Reina poderosa y posee jurisdicción propiamente dicha y universal, única y
exclusivamente inferior a la de Cristo, pero incomparablemente superior a todas las demás. Es
también de un tipo diferente a la de los demás: no es de origen sacramental, ni de administración de
los sacramentos y ni siquiera de representación de Cristo como lo es la de los ministros de éste. Esto,
no obstante, verdadera y plenamente, y con una perfecta subordinación a Cristo, posee dentro del
Cuerpo Místico funciones de gobierno parecidísimas a las de Cristo. Por eso puede decirse que ella
participa de un modo inaudito de la gratia capitis y que posee, según se expresan muchos teólogos
modernos, una gracia capital de tipo maternal.

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Difícil será encontrar en un organismo natural algún miembro o algún órgano que tenga una función
análoga a la de María en el Cuerpo Místico. Ni siquiera al corazón le competen funciones tan
completas, tan vastas y tan decisivas. Las comparaciones que se hacen son demasiado precarias
para dar una idea de la realidad, y es por esto por lo que no pueden ser debidamente aprovechadas
en la piedad y en la teología marianas. Solamente esta comparación de la participación de las
funciones de la cabeza está en condiciones de satisfacer la realidad mariana que la teología viene
descubriendo. Nada, realmente nada, en el Cuerpo Místico, en todo el Reino de Cristo, con excepción
del propio Cristo, está exento de las funciones de María. Ella lo posee todo, lo dispone todo, participa
de todo, todo se concentra en ella, para concentrarse por ella en Cristo y por Cristo en Dios. De aquí
que pueda decirse con un profundo sentido teológico: Omnia propter Mariam, per Mariam, in Maria,
todo por María, por medio de María, en María. Si la fórmula se parece a la que se aplica a Cristo su
Hijo, ni aun así a nadie se le ocurrirá confundir las cosas. Cristo es inconmensurablemente superior a
su Madre, y prueba de esto es que ella en todo depende de Él.

Cristo Jesús no es únicamente Rey en su Reino, no es únicamente Cabeza del Cuerpo Místico, sino
que es también el fundador, la causa de su Reino y de su Cuerpo. Aun en cuanto hombre Cristo es
causa, bien que no eficaz, pero sí meritoria, en adquisición y distribución. En atención a los méritos
de Cristo-Hombre todo es hecho tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia por la
causalidad eficaz y omnipotente de Dios. Y aun en esto se le asemeja su madre.

También María tiene, en efecto, la función de Medianera Universal de todas las gracias. No
cumulativa como Cristo y mucho menos al lado de Cristo, pero sí en completa dependencia de su Hijo
y con sujeción a Él. Sin embargo ella posee real y verdaderamente esta prerrogativa. Esta función es
complemento de las prerrogativas de predestinación descritas arriba, un complemento, por tanto, que
entró en discusión e investigación teológica antes que sus fundamentos. La evolución teológica de
este tema ya se encuentra muy avanzada, pero las prerrogativas que son su fundamento todavía no
han sido suficientemente consideradas. En buena parte la culpa de este atraso la tienen los
franciscanos, porque no supieron cultivar debidamente la herencia teológica y mariana
inconcebiblemente rica que les legaron otros que fueron más caballerosamente franciscanos.

A todos los miembros del Cuerpo Místico les corresponde una actividad, a cada uno en pro del otro.
Esta actividad social, en nuestro caso, no es adquisitiva de redención, sino solamente distributiva (5).
Pero a María Santísima, gracias a una de esas maravillas de la sabiduría, generosidad y
condescendencia divinas, le corresponde la actividad adquisitiva universal de todos los méritos, de
todas las gracias de la redención. Se puede decir que todo el tesoro de méritos fue adquirido por
Cristo para María y que ella lo adquirió por su actividad dependiente de Cristo, para el Cuerpo
Místico: ángeles y hombres. Hay teólogos que niegan esta mediación adquisitiva, pero cada vez son
menos numerosos y menos tenidos en cuenta. Lo que más que todo se objetaba contra esta tesis era
la disminución de la honra de Cristo que se veía en esta mediación de María. Pero si todo,
enteramente todo lo que ella merece, depende de los méritos de Cristo, ¿cómo puede ser disminuida
la honra de Cristo a causa de esos méritos? Se decía entonces: si es así que todo depende de Cristo,
¿para qué sirve entonces la cooperación de la Virgen? ¿No se hace completamente inútil una tal
cooperación? A esto se puede responder: tan inútil como es la cooperación obligatoria de todos los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo en la distribución. Si esta «inutilidad» no es en este caso
objeción, ¿por qué ha de serlo en el caso de María? La dependencia de María es total: nada puede, a
no ser en virtud de los méritos adquiridos por su Hijo. Empero, con estos méritos y por obra de la
gracia de Cristo, puede todo. No es que Cristo tuviera necesidad de esta cooperación, sino que Él la
ha adquirido gustosamente, como una gloria singular para su Madre, como un engrandecimiento de
Dios y de sus obras.

35
Igualmente vasta es, naturalmente, la mediación distributiva de la Virgen: todas las gracias se
distribuyen en atención a sus méritos, a su acción en el Cuerpo Místico y a sus ruegos insistentes.
Desde la primera que se distribuyó en este Reino sobrenatural ideado por Dios (excepción hecha de
las gracias del propio Cristo y de la raíz de las gracias, en María), hasta la última que será distribuida,
todo depende de María, todo, absolutamente todo. Claro está: antes de que María existiese de hecho,
su influencia no podía ser de orden físico, pero Dios pudo admitir después y conceder también esta
influencia. Así, pues, la influencia de la Virgen en virtud de la previsión divina de sus méritos futuros
no está restringida dentro de esos límites.

Qui omnia nos habere voluit per Mariam, "quiso Dios que todo lo recibiéramos por medio de María",
nos manda rezar la Iglesia en la fiesta de la Mediación Universal de la Virgen. Verdaderamente que
todo, todo depende de ella. Aun la naturaleza, ya que, como se ha observado varias veces, la
naturaleza existe para la gracia. Esta influencia de los méritos y de la acción de la Virgen, a la cual
todos deben la propia naturaleza y toda la gracia sobrenatural, los une en el vastísimo y sobrenatural
organismo de la Iglesia, los ata con vínculos realmente entitativos, reduce todo a unidad mística sin
herir las personalidades; inserta a todos los vivos y sobrenaturalmente vivificados en Cristo como
miembros, haciendo que se extienda a todos la gracia increada, el mismo Dios que es fuente en cada
uno de la gracia santificante propia e individual. También todo esto se debe a María.

Pero hay más todavía: para los hombres María intervino de una manera más profunda, habiendo
recibido también de Cristo la dignidad de Co-Redentora. Ella también está incluida en este plan
misterioso de la virtus in infirinitate perficitur, «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Ella
también se sujetó a los dolores y a los más crueles sufrimientos por amor de Dios, pagando los
pecados cometidos por otros y mereciéndoles así la redención y dándole a Dios especialísima gloria
en este acendradísimo amor junto a la Cruz de su Hijo. El pecado fue también permitido para que
María tuviese la gloria singular de ofrecerse como víctima inocente en favor de los reos de castigo
eterno. Pagó integralmente el precio de los pecados. Es evidente: también a Cristo le debe
enteramente esta gracia singularísima, esta inserción indeciblemente profunda en la obra que el
Padre le encomendó realizar (Jn 17,4) por obediencia hasta la muerte de cruz (Fil 2,8). La hora en
que esto se realizó era la hora de Cristo, esa hora de que habló tantas veces y de la cual había dicho
a su Madre en Caná de Galilea que todavía no había llegado (Jn 2,4). Era la hora de la cual había
dicho el profeta Simeón que penetraría como una espada en el corazón virginal, santo e inocente de
la Madre de Dios (Lc 2,34). La hora que se realizó en una agonía tremenda y espiritual, cuando de
pie, junto a la Cruz, ella, firme e inquebrantable, se ofreció al Altísimo a una con la Víctima Divina: ella
en inmolación incruenta, Cristo en inmolación cruenta, ambos por «el intenso amor de Dios y de
nosotros, a quienes nos amaban a causa de Dios» (6).

Y así como por voluntad de Dios todos reciben todo por María en mediación descendente, así
también todo lo que de todos se dirige a Dios va por María ejerciendo ella la mediación ascendente.
No en fuerza de la naturaleza, ni tampoco porque así lo quieran sus hijos para honrarla, sino porque
así lo ha dispuesto el mismo Dios.

Esta mediación no debe concebirse por consiguiente como interposición de María entre Dios y los
agraciados, de manera que éstos no puedan tener un contacto y una unión directa con su Señor. La
gracia santificante es en sí misma unión con Dios, participación de su naturaleza, y por esto mismo
no admite ningún elemento interpuesto. Así, pues, no hay elemento interpuesto, ni la Virgen, ni Cristo,
que sea intermediario entre Dios y el alma agraciada. La mediación no significa interposición, sino
una acción tal que lleve al alma a la unión inmediata.

36
Las doctrinas marianas recordadas en estas páginas no son todas privativas de la Orden
Franciscana, como tampoco fueron todas propuestas originalmente en el seno de ella, pasando luego
a otros. Lo que es propio de la Orden Seráfica, de su escuela teológica, es la importancia dada a la
consideración del plan divino, del ordo intentionis, y la actitud de amor que estimula el conocimiento y
del conocimiento que estimula el amor. En tan pocas páginas no es posible hacer la formulación de
toda la inmensa riqueza de la doctrina de gloria para María, del estímulo de amor que contiene la
mariología franciscana. Lo que aquí se ha presentado es apenas un esquema. Pero por lo menos se
han mencionado las doctrinas más importante y los fundamentos teológicos de esta ya multisecular
piedad mariana franciscana, nacida del corazón inflamado del santo Fundador.

Esta teología no es sino la traducción correcta de los anhelos y del amor de San Francisco. Muestra
que la devoción a María, la fidelidad caballeresca a su causa, no es una de las muchas cosas que se
pueden hacer, y que sin pecado podría dejarse de hacer, sino que es una verdadera obligación. Es
evidente que la obligación no se refiere a una determinada forma de piedad mariana. Hay millares de
formas, y cada uno escogerá entre ellas la que más le conviene a su individualidad. Pero nadie
puede, sin pecar, sin exponerse a la ira divina, rechazar la devoción mariana como tal. Este, entre los
elementos integrantes de la piedad católica, es uno de los esenciales. Quien no quiera a María se
contrapone a Dios, porque no quiere el plan que el Omnisciente y Sapientísimo Señor ideó en su
amor. Los hijos de San Francisco lo comprenden muy bien y, lejos de oponerse, se regocijan con esta
profunda inserción de la «Madre del amor hermoso» en el grandioso plan divino. Cuanto más se
medita esta inserción, tanto más es lo que ella lleva al servicio de María, y por María a Cristo y por
Cristo a Dios. «Dignare me laudare te, Virgo Sacrata. Da mihi virtutem contra hostes tuos», es una
plegaria que deberá recitarse con todo el amor y con toda la caballerosidad. Muchas serán las veces
que aflorarán a los labios estas oraciones del santo Patriarca: «Salve, Señora, santa Reina, santa
Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la
cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa
suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa
Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del
altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del
Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (Antífona del OfP).

1) Oxon., lib. III, dist. 3, q. 1, ed. Balic, Ioannis Duns Scoti... Theologiae Marianae Elementa, Sibenici, 1933, 31, líneas 2-5.

2) Cf. Balic, loc. cit., VIII.

3) Denz., 1796.

4) Duns Escoto dejó abierta esta cuestión sobre la realeza de jurisdicción; Balic (loc. cit., p. 172, línea 9) cita el pasaje: «Beata Virgo habet
auctoritatem impetrandi, non imperandi» (Report. Paris., lib. IV, dist. 48, q. 2). Tomada la frase así aisladamente parece negar el poder de
jurisdicción de la Virgen. Pero en el contexto se ve luego de qué se trata: mera criatura, María no puede poseer la causalidad eficaz
necesaria para el «imperium» en el último juicio, la de ejecutar la sentencia. Esta fuerza la tienen solamente Dios, y Cristo-Hombre sólo en
cuanto unido a Dios. La mera criatura, como es el caso de la Virgen, solamente puede poseer esta autoridad de modo comisionado y aun
así sin causalidad eficaz correspondiente. El texto completo es: «Si autem loquamur de "iudicare" pro determinare per intellectum, et pro
imperio efficaci, non tamen efficaci illius naturae, quae imperet, sed illius personae cuius est anima principium coniunctum illi personae, id
est Verbo; sic convenit Christo iudicare secundum animam, sive secundum formam humanitatis, ita quod imperium iudicandi erit efficax non
illi naturae, sed illi personae, cui est coniunctum, quia Verbo... Unde filius hominis sic habet iudicare secundum forman hominis, et nulli alteri
creaturae rationali convenit, nec posset convenire etiam Virgini. Inde beata Virgo habet auctoritatem impetrandi, non imperandi. Et si habet
auctoritatem, vel actum imperandi, non tamen impletur imperium efficaciter, nec ab illa natura, nec ab illa persona» (loc. cit., ed. Wadding,
Lyon, 1639, vol. XI, col. 886b-887a).

5) Cf. la encíclica Mystici Corporis Christi, de Pío XII.

6) Oxon., lib. III, dist. 20, q. un., n. 11, ed. Wadding, Lyon, 1639, vol. VII, pars I, p. 430.
[Constantino Koser, O.F.M.,
La Mariología en la Orden Franciscana, en Idem,
El pensamiento franciscano. Madrid, Ed. Marova, 1972, pp. 71-87].

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Las dos oraciones marianas de san Francisco
por Leonardo Lehmann, o.f.m.cap.

El Oficio de la pasión del Señor (= OfP), compuesto por Francisco para meditar el misterio pascual,
nos presenta a María, la madre del Señor, en uno de sus salmos (OfP 15,3) y, sobre todo, en la
Antífona que los enmarca a todos. Vamos, pues, a estudiar más de cerca esta Antífona; en un
segundo momento completaremos nuestra meditación examinando otra oración mariana de san
Francisco, el Saludo a la bienaventurada Virgen María (= SalVM).

PARTE I: LA ANTÍFONA
Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y
esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes
del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y Maestro. Gloria al Padre...
Como era...

1. Una oración emparentada con oraciones anteriores


A diferencia del capítulo sobre los salmos de Francisco, en éste la mayor parte del texto aparece
escrita en cursiva. Con la cursiva subrayamos las palabras originales de san Francisco,
distinguiéndolas de las pertenecientes a una oración más antigua, de la que Francisco se apropia.
Esta antigua oración es también una antífona que, desde dos o tres siglos antes, formaba parte de la
liturgia con que los monjes celebraban la fiesta de la Asunción de la Virgen María a los cielos. Dice
así, según la transcripción de Pedro Damiani:

«Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, esplendente
como una rosa, fragante como un lirio; ruega por nosotros ante tu Hijo».

Aunque los paralelismos entre ambos textos no sean muy extensos, son sin embargo innegables,
sobre todo la reproducción literal de la primera parte de la antigua antífona en la de Francisco. Y es
muy ilustrativo el modo como Francisco reelabora esta oración, adaptándola a su mentalidad. Él, el
famoso amante de la naturaleza, elimina las comparaciones florales e introduce, en su lugar,
afirmaciones mucho más importantes:

-- a) Llama a María «Santa Virgen».

-- b) La presenta íntimamente relacionada con la santísima Trinidad: María es hija y esclava del
Padre, madre del hijo, esposa del Espíritu Santo. Estas relaciones de María con Dios Uno y Trino
son, sin ninguna duda, el añadido más importante y más valioso desde el punto de vista ecuménico.

-- c) Completa el ruego a María con la súplica a todos los ángeles y santos.

-- d) Amplía la última parte de la oración según su visión de Cristo: califica la palabra «Hijo» con los
atributos, sublimes a la vez que íntimos y personales, santísimo, amado, Señor y Maestro.

Tenemos, pues, una vez más, un ejemplo de cómo Francisco vive y se alimenta de la tradición. Para
él, la tradición es el terreno donde brota y crece lozano lo nuevo. La Antífona mariana de Francisco
brota de una antífona más antigua pero que, con las adiciones fruto de su meditación, se convierte en
algo completamente nuevo y personal, que lleva el tono y el timbre, la voz y la firma del Poverello.

En la Antífona resuenan, desde luego, otros títulos marianos provenientes del culto tradicional a
María. Invocaciones como santa Virgen, hija y esclava, y, sobre todo, madre, hunden sus raíces en la

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Sagrada Escritura y aparecen con frecuencia en la teología de los Padres de la Iglesia. Son títulos
cultivados sobre todo en la liturgia, de la que pasaron a la devoción privada.

2. Estructura y comentario
Como su antiguo modelo, la Antífona de Francisco consta de dos partes: una serie de aclamaciones,
la primera, y una súplica, la segunda.

a) Aclamaciones
En primer lugar aparece la veneración y el homenaje. María es aclamada con una serie de títulos que
proclaman su dignidad y su unión con Dios Trinidad. El hecho de que esta serie de aclamaciones sea
más larga que los ruegos es en sí misma una clara demostración «estadística» de que la aclamación
tiene prioridad sobre la súplica.

Santa Virgen María. Con esta aclamación empieza la Antífona. Francisco es consciente de la
distancia existente entre él y María. Suele llamar a Dios «santísimo Padre» y a María «santa Madre»
o, como aquí, «santa Virgen». Siguiendo el Credo, donde se proclama que Cristo nació «de María, la
Virgen», confiesa la virginidad de la Madre de Dios. A esta aclamación sigue la única proposición
afirmativa existente en la Antífona: en el mundo no ha nacido ninguna mujer semejante a María. En la
misma línea que el saludo de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres» (Lc 1,42), subraya el privilegio de
la gracia recibida por María, su elección. No describe lo que María hizo, sino que le adjudica títulos
que expresan lo que Dios hizo en ella. El enaltecimiento de María sobre todos los seres humanos, su
situación única entre todas las mujeres, no es fruto de sus propios méritos sino don de Dios. Por ello,
María es también esclava. No es una diosa al lado y a la par que el Dios único; al contrario, su
situación privilegiada remite a Aquel que la ha revestido de tal dignidad. La palabra hija evoca
inmediatamente al Padre. Es un título que indica dependencia, a la vez que filiación y dignidad.

Hija y esclava. Así, de un tirón, es como la llama. La yuxtaposición de estos dos conceptos es muy
significativa y hermosa. Difícilmente podía expresarse con mayor concisión y acierto la elección y la
entrega, la dignidad y la actitud de servicio. María es ambas cosas, hija y esclava. Se convirtió en hija
del Padre cuando manifestó su disposición a ser la esclava del Señor: «Aquí está la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Esta «esclavitud» no tiene, sin embargo, nada de
servil y rastrero, es ennoblecedora: María es la esclava del «altísimo Rey sumo». Es característico
cómo Francisco se limita a llamar a María hija y esclava, sin añadir ningún adjetivo que la realce; el
Padre, en cambio, es el altísimo Rey sumo. Al Padre le corresponde, incluso desde el punto de vista
lingüístico, la primacía, la alabanza y homenaje, por delante y por encima de María.

Una norma de nuestra veneración mariana podría consistir en considerar a María al modo de
Francisco: como hija y esclava; en su elección por el Padre y en su respuesta obediente al Señor; en
su dependencia de Dios y en su total «estar pendiente» de Él, entera y libremente entregada a su
servicio. Una visión de estas características preserva de exclusivismos y parcialidades.

Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo. Mediante la escucha de la palabra del ángel Gabriel,
María se convirtió en la madre de Jesús. Una vez más el sustantivo con que se aclama a María, en
este caso el sustantivo «madre», aparece solo, sin la adición «amada» o «santa». La palabra
«madre» lo dice todo: Madre de Dios, madre de nuestro santísimo Señor. El Hijo es más que la
madre; por eso se le llama santísimo y Señor. Y no sólo es Señor de María, es nuestro Señor. Desde
el mismo momento en que María es madre, su Hijo pertenece a todos y es el Señor de todos.

Esposa del Espíritu Santo. Después de mirar Francisco a María en su relación con el Padre y con el
Hijo, la contempla en su relación con el Espíritu Santo. La palabra «esposa» figura, al igual que antes

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la palabra «madre», en su propio valor y sin añadidos ni calificativos como «pura» u otros
semejantes. En cambio, el nombre de la tercera persona de la Trinidad, Espíritu, aparece
acompañado del adjetivo santo.

Observamos, pues, una línea de pensamiento: sólo Dios es digno de adoración, sublime, el Santo.
María simplemente participa de la santidad de Dios.

Pero lo más importante es que estas aclamaciones contemplan a María en su relación con la
Trinidad, como obra de Dios Uno y Trino. La veneración a María se enmarca en la adoración a Dios.
María es contemplada en el marco de la historia de la salvación, en sus relaciones personales con las
tres divinas personas. La Antífona no califica a la Virgen con ninguna imagen inspirada en objetos (al
modo, por ejemplo, de la letanía lauretana, donde se denomina a María «casa de oro», «arca de la
alianza», etc.), sino con imágenes tomadas del ámbito de las relaciones humanas, con palabras que
se emplean para designar a las personas, con conceptos personales tomados de la vida familiar: hija,
madre, esposa, esclava. Estos títulos expresan relaciones de familia: no hay hija sin padre, madre sin
hijo, esposa sin esposo. De manera que los títulos con que Francisco designa a María siempre hacen
referencia a alguna de las divinas personas. Lo que María es, lo es por Dios.

b) Súplica
Tras haber enumerado, en una corta letanía, los signos distintivos esenciales que María ha recibido
de Dios, Francisco añade una petición: «Ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas
las virtudes del cielo y con todos los santos...».

La expresión «ruega por nosotros» Francisco la conoce muy bien de la letanía de todos los santos. Lo
que aquí llama la atención es que amplíe la breve súplica responsorial de la letanía: no ve a María
sola, sino junto con todos los ángeles y con todos los santos. Menciona expresamente a san Miguel,
a quien profesa una veneración especial. Entre las virtudes del cielo están los querubines y serafines,
los arcángeles y los ángeles. Así pues, María aparece unida al coro de todos los ángeles. En este
punto Francisco está influenciado e impresionado por las pinturas antiguas y contemporáneas.
Muchos iconos y muchos mosaicos de los ábsides de las iglesias representaban a María rodeada de
los ángeles. La Antífona está condicionada por las circunstancias de la época. En cierto sentido es un
reflejo del culto contemporáneo a los santos, pero también expresa la actitud personal de Francisco
hacia la Madre de Dios. Según los relatos biográficos más antiguos, el Poverello tenía una
especialísima devoción a la iglesita de Santa María de los Angeles de la Porciúncula: allí fue donde
escuchó las palabras del evangelio de misión, tan decisivas para su vida (1 Cel 22); ella fue la cuna
de la Orden, a la que todos los hermanos de todos los tiempos deben considerar y cuidar como su
iglesia madre (1 Cel 106); ella fue, también, el lugar del tránsito de Francisco (1 Cel 109).

Estos y otros detalles inducen a pensar que la Antífona mariana -y quizás todo el Oficio de la Pasión-
nació en Santa María de los Ángeles, lugar que, por ser la casa madre, estuvo bastante pronto
dotado de estructuras conventuales. En todo caso, la Antífona, que invoca a María junto con los
ángeles y los santos, respira la atmósfera de la capilla dedicada a María de los Ángeles.

No bastándole con mencionar a los ángeles y a los santos, Francisco prosigue: «...ante tu santísimo
Hijo amado, Señor y Maestro».

La Antífona mariana apunta a Cristo, es cristocéntrica. Con todo lo que ello encierra de simbolismo,
su última palabra se refiere a Cristo, Señor y Maestro. Él es quien importa, cuando se venera a su
Madre. Él es el único mediador. A Él van dirigidas las invocaciones a María como intercesora, y es
ensalzado con varios epítetos, cosa que no se hace con María. Se le llama santísimo Hijo amado.

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Francisco añade también varias veces en sus salmos la expresión «hijo amado» (cf. OfP 7,3; 9,2; 15,3). Y
en la Regla recuerda que entre los hermanos no hay otro maestro fuera de Cristo, según la palabra:
«Uno sólo es vuestro Maestro» (Mt 23,10), o aquella otra del evangelio de san Juan: «Vosotros me
llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy» (cf. 1 R 22,35), Este pasaje sirvió quizás de
modelo para la Antífona mariana. Ésta nos revela también la imagen que de Cristo tenía Francisco:
Jesucristo es, por una parte, el santísimo Señor, el Señor y Maestro, lleno de majestad, sublime,
soberano e instructor; por otra, es el amado Hijo de María, cercano, por consiguiente, a los hombres,
que incita al amor y regala amor, a quien podemos imaginamos en brazos de su Madre o junto a ella.

Con su orientación al Hijo, ante quien María debe interceder por nosotros, la Antífona, enteramente
trinitaria al principio, se concentra al final en el Hijo. Pero, en el Gloria al Padre... conclusivo, esta
concentración vuelve a diluirse en una alabanza a la Trinidad. Así pues, la alabanza a María queda,
desde esta perspectiva, plenamente enmarcada también en la alabanza a Dios Trino.

c) Esposa del Espíritu Santo


La aclamación Esposa del Espíritu Santo merece una consideración especial. Es un título que
encontramos raras veces en escritos anteriores al tiempo de Francisco. Aparece en el poeta latino
Prudencio (después del año 405) y, cuatro siglos más tarde, en un escritor oriental llamado Cosmas
Vestitor, quien en un sermón sobre san Joaquín y santa Ana, los padres de María, afirma que
Joaquín «engendró a la esposa del Espíritu Santo». En el siglo XII la expresión aparece con cierta
frecuencia en Occidente, sobre todo en los Países Bajos. Un predicador llamado Tanchelmo (1115)
afirmaba que todo cristiano, por el hecho de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, puede
tomar por esposa a María; este predicador se desposó públicamente con María colocando su mano
en la mano de una estatua de la Madre de Dios. San Norberto (1134) hubo de intervenir en contra de
tales abusos. San Francisco se mantuvo ajeno a estas ideas. Es posible, en cambio, que tuviera
conocimiento del ideal del abad Joaquín de Fiore (1202). Para el famoso abad cisterciense, María
está plena e íntimamente unida al Espíritu Santo; siguiendo su teoría de las tres edades, afirma que
María será la madre de la futura Iglesia espiritual. Ella es la madre de Dios y la madre de la Iglesia
santa y pura. Aunque Joaquín subraya que el Paráclito se servirá de María-Esposa como madre de la
Iglesia espiritual, no emplea expresamente el título de Esposa del Espíritu Santo. Por ello, «en cuanto
a este último título, Esposa del Espíritu Santo, no parece exagerado afirmar que Francisco fue el
primero en aplicárselo a María de forma explícita en la oración. Todos sus predecesores tienen
locuciones equivalentes, pero no la invocación directa y precisa, con esa fórmula expresa» (I. Pyfferoen y
O. Van Asseldonk).

Es importante el hecho de que Francisco encuadre este título en el marco de una devoción y
veneración mariana bíblico-trinitaria, sin caer por ello en un fanatismo unilateral y subjetivo, ni en una
mística esponsal exagerada. Si tenemos en cuenta que la invocación Esposa del Espíritu Santo se
recitaba catorce veces al día, ya que la Antífona que la incluye se rezaba antes y después del salmo
de cada una de las siete horas del Oficio de la Pasión, podremos formamos una idea de su gran
influencia en la vida de los hermanos menores. De hecho, Francisco aplicó desde bien pronto este
título a las clarisas y a todos los fieles.

d) Lo que es María, podemos serlo también nosotros


Si buscarnos en los otros escritos de Francisco textos paralelos a la Antífona mariana, observamos
que el Poverello aplica el vínculo esponsal existente entre el Espíritu Santo y María a cuantos viven
espiritualmente, es decir, a cuantos caminan siguiendo el espíritu de Jesucristo, a cuantos dan cabida
en sus vidas al Espíritu Santo. Su «plantita» Clara y las clarisas serán las personas a las que primero
aplique el título de esposa del Espíritu Santo, con el que alaba a María en la Antífona. En la breve

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Forma de vida que les entregó en 1212/1213, les promete amorosa atención, y basa esta promesa
sobre el siguiente motivo: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo
sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la
perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de
mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud».

Las relaciones de parentesco con que se indica en la Antífona la intimísima relación de María con
Dios Uno y Trino, Francisco las afirma también respecto a Clara y sus hermanos. «Ya que, por divina
inspiración» han elegido «vivir según la perfección del santo Evangelio», se han convertido en «hijas
y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial» y se han «desposado con el Espíritu Santo». Ahí
radica su analogía con María.

Clara acoge entusiasmada el triple título de «hija-sierva-esposa» y lo profundiza, aplicándolo al


carisma peculiar de la segunda Orden. Así, en una de sus Cartas a Inés de Praga, la saluda como a
«hija del Rey de reyes, sierva del Señor de los que dominan, esposa dignísima de Jesucristo»
(2CtaCl 1). Y en otra le indica a Inés, canonizada el 12 de noviembre de 1989, que es «esposa,
madre y hermana de mi Señor Jesucristo» (1CtaCl 12).

Como mujer, Clara vio con más fuerza que Francisco el núcleo de la vida religiosa en el voto de
castidad, y caracterizó la vida de las religiosas como desposorios místicos con Cristo. «Clara une la
idea del seguimiento de Cristo con su ideal de desposorios místicos» (E. Grau).

Esta vinculación de parentesco con Dios se da no sólo en el caso de las clarisas, sino en el de todos
los fieles. Quien se aplica a vivir el Evangelio, a «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2
R 10,8), está unido a Dios con lazos de parentesco. Por eso puede escribir Francisco a todos los
fieles que hacen penitencia:

«¡Oh cuán bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras hacen tales cosas y en tales cosas
perseveran!, porque descansará sobre ellos el espíritu del Señor (cf. Is 11,2) y hará en ellos habitación y
morada (cf. Jn 14,23), y son hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen, y son esposos,
hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu
Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la
voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y
en nuestro cuerpo (cf. 1Cor 6,20), por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz
por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf. Mt 5,16).

»¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello
y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce,
amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor
Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre diciendo:

»Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo (cf. Jn 17,11); tuyos eran y tú me
los has dado (Jn 17,6). Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y
han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado (Jn 17,8)» (1CtaF I, 5-15).

Estas palabras muestran con cuánta emoción describe Francisco las relaciones de parentesco que
unen al hombre con Dios. Meditando la inhabitación de la santísima Trinidad en el corazón del
hombre, prorrumpe en una triple exclamación de alegría. Esta mística trinitaria brota de la siguiente
palabra de Jesús, que Francisco describe y explica: «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre
celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50).

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Reflexionando sobre la maternidad virginal de María y analizando pasajes bíblicos como el que
acabamos de citar, los Padres de la Iglesia exponen una doctrina amplia y detallada sobre el
nacimiento de Dios en el hombre. Leemos, por ejemplo, en san Juan Crisóstomo: «Nosotros somos el
templo, Cristo es el que habita en él. Él es el primogénito, nosotros somos sus hermanos... Él es el
novio, nosotros somos la novia». San Agustín y san Gregorio Magno expresaron pensamientos
parecidos a los que hemos encontrado en Francisco de Asís. En ellos analizan si podemos
permanecer abiertos como María a la acción de Dios Trino. Quien se abre al Espíritu de Dios, se
vuelve capaz de engendrar a Jesús y de darlo a luz, como la Virgen María, no, ciertamente, tal y
como ella lo dio a luz en Belén, sino mediante una vida ejemplar, con las buenas obras, a través de la
predicación... Dice, por ejemplo, Inocencio III: «Por el amor, per affectum, engendramos a Cristo en el
corazón, y lo damos a luz realmente, per effectum, mediante las obras». Y san Gregorio Magno
escribe: «Debemos saber que quien es hermano y hermana del Señor por la fe, se convierte en su
madre por la predicación; en efecto, trae en cierto modo al mundo al Señor y se convierte en su
madre cuando, mediante la palabra, lo vierte en el oído del oyente y, por la misma, el amor de Dios
nace en el corazón del prójimo».

Francisco tiene también esa visión mística de la acción de Dios Trino en el hombre. Por ello
contempla a María, no aislada, sino vinculada con la santísima Trinidad y como nuestro modelo. Ella
es la expresión y el más sublime ejemplo de la íntima unión que Dios establece con el hombre,
corona de la creación. Incluso en su maternidad divina, María es para Francisco el modelo de lo que
todo cristiano deber ser. Su entrega a Dios y su ligazón con Él son la expresión más profunda de la
identificación con Dios que se realiza en todo cristiano. Por eso, Francisco aplica a todos los hombres
y mujeres que hacen penitencia los mismos títulos honoríficos que le corresponden a María por ser la
Madre de Dios.

«Tener a Jesús por hijo» es, sin duda, una hipérbole, que debe entenderse en sentido místico. Al
poco de morir Francisco, esta expresión no fue entendida en sentido correcto y se llegó incluso a
considerarla herética; por esta causa, las ediciones de los Escritos la suprimieron del texto de la Carta
a todos los fieles (cf. 2CtaF 56). Para Francisco, el pensamiento de dar a luz a Jesús y de tenerlo por
hijo es una dicha inefable; de ahí su triple exclamación de júbilo. Pero también es un estímulo para la
acción, una tarea. El ser madres de Cristo es una posibilidad que tienen todos los fieles, pero supone
unas condiciones: Somos madres de Cristo «cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro
cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras
santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo» (1CtaF I, 10).

Esta última frase ilustra la visión y el sentido misionero de la devoción mariana de Francisco. En el
fondo, propone la actitud de fe y de vida de María como un modelo para todos los fieles, recordando
la sublime vocación de los mismos a ser hijos/hijas, hermanos/hermanas y madres de Jesucristo.
María ya ha llevado a término esta vocación; por eso la alaba Francisco. Y esta vocación ha sido
encomendada también a las clarisas, a todos los fieles, a nosotros. Esa es la razón por la que
Francisco exhorta a hacer penitencia y a perseverar en la penitencia hasta el final de la vida. María es
nuestro modelo, y también es la posibilidad existente en cada uno de nosotros. En el fondo se trata
de que, mediante la devoción mariana -sobre todo mediante la meditación-, descubramos y
despertemos a «María en nosotros». Ella es esa parte o dimensión virginal existente en nosotros, la
virgen en nosotros, el hondón del alma, como dirán más tarde los místicos. Ella es ese núcleo
existente en la profundidad de nuestro ser y que es capaz de acoger y de dar a luz a Dios. Ella es
nuestro yo más profundo (E. Jungclaussen).

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Quien, contemplando de este modo a María, aprende a mirarse a sí mismo, percibe una imagen
positiva de su propia persona, de sus posibilidades y aptitudes. ¡Con cuánta frecuencia nos
consideramos inútiles y nos minusvaloramos, sin ver nada bueno en nosotros...! Pues bien, hemos de
tener presente que Dios en persona nos ha hablado, llamado; en nosotros existe un núcleo bueno,
capaz de acoger a Dios, capaz de hacer el bien...

Contemplando a María aprendemos, igualmente, a mirar como ella a los demás, a descubrir el fondo
divino en ellos existente, su núcleo sano y bueno...; y aprendemos también a mirar como ella a Dios,
que viene a nuestro encuentro, nos habla, nos elige: ¡Dios te salve, lleno/a de gracia, bendito/a tú
eres entre los hombres/mujeres! Mirando a María nos damos cuenta de que también a nosotros se
nos dirige ese saludo, animándonos a seguir, como ella, nuestro propio camino, pues «Dios ha
mirado la pequeñez de su esclava» (Lc 1,48).

Contemplar a María. ¡Cuántos la han contemplado a lo largo de los siglos! ¡Cuántos la contemplan en
la actualidad! Existen innumerables imágenes de la Madre de Dios. Ningún álbum podría abarcarlas,
ningún museo puede contenerlas todas. Una serie de esas imágenes es lo que nos propone la
segunda oración mariana de san Francisco.

PARTE II: EL SALUDO

A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

1.....Salve, Señora, santa Reina,


..................santa Madre de Dios, María,
..................que eres virgen hecha iglesia,
2................y elegida por el santísimo Padre del cielo,
..................que te consagró
..................con su santísimo Hijo amado
..................y el Espíritu Santo Paráclito,
3................en quien estuvo y está
..................toda la plenitud de la gracia y todo bien.
4.....Salve, palacio suyo;
.......salve, tabernáculo suyo;
.......salve, casa suya.
5.....Salve, vestidura suya;
.......salve, esclava suya;
.......salve, Madre suya;
6.....y, salve, todas vosotras las santas virtudes,
..................que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo
..................sois infundidas en los corazones de los fieles,
..................para hacerlos, de infieles, fieles a Dios.

1. Estructura
El Saludo a la Bienaventurada Virgen María no consta, como la Antífona, de aclamaciones y una
súplica, sino de una serie de siete Salve, en latín Ave. Es una salutatio, un saludo, en forma litánica, a
la Madre de Dios. El primero y el último de los Salve son bastante largos; los restantes se limitan a
expresar una imagen gráfica. Se distinguen, por tanto, tres partes bien definidas; la central, a su vez,
se subdivide en dos, cada una de las cuales tiene tres Salve. Los Salve 2, 3 y 4 presentan una
imagen gráfica espacio-temporal; los 5, 6 y 7, una imagen personal. En la parte inicial se saluda a
María como elegida por Dios Trinidad; la parte final centra la atención en la acción del Espíritu Santo.
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En el Saludo a la Bienaventurada Virgen María se refleja, al igual que en la Alabanza que se ha de
decir a todas las horas, la devoción trinitaria de san Francisco. Es un opúsculo que consta de tres
estrofas. Cada una de ellas tiene, a su vez, una articulación ternaria: la primera estrofa, la A, consta
de tres aclamaciones y tres oraciones de relativo; la B tiene dos partes, que se subdividen en tres
Salve, y cada uno de éstos tiene tres palabras; la estructura trinaria de la estrofa C la constituyen un
saludo, una oración de relativo y una oración final. Como puede verse, el Saludo a la Bienaventurada
Virgen María está construido en base a un esquema de tres por tres. La estrofa central es más breve
que las otras dos, pero su mayor brevedad queda compensada con su estructuración en dos partes
con tres breves series cada una; su mayor número de saludos suple los predicados que en las
estrofas A y C aparecen expresados mediante oraciones subordinadas.

2. Comentario

a) María, obra de Dios Trinidad


La construcción literaria de este breve opúsculo refleja su contenido teológico: la veneración a María
está enmarcada en la adoración a la santísima Trinidad. Todas las alabanzas del Saludo a la
Bienaventurada Virgen María brotan de la maternidad divina de María, y la expresan y la cantan con
imágenes gráficas. Según el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, al igual que según la Antífona,
la maternidad divina de María es obra de Dios Trinidad. María ha sido elegida por el Padre, que la
consagró con su santo Hijo por el Espíritu Santo. Éste, el Espíritu Santo, es citado de nuevo al final
del Saludo como la fuerza que convierte a los infieles en fieles. Así pues, en este opúsculo se da una
cierta unidad entre su forma literaria y su fondo teológico.

La estrofa A saluda a María, elegida por el Padre y consagrada por el Espíritu como Madre de
Jesucristo. El seno de María fue, valga la expresión, la primera Iglesia.

La estrofa B desarrolla, en su primera parte, el pensamiento de la inhabitación de Dios en María. Los


tres primeros Salve presentan la imagen de vivienda-morada: palacio, tabernáculo, casa. Los otros
tres: vestidura, esclava, Madre, inducen a pensar más bien en la persona misma de María. El orden
con que aparecen no es casual. María fue creada por Dios, dotada de una vestidura de carne, y,
antes de ser Madre de Dios, declaró que era la esclava del Señor.

La estrofa C contempla las virtudes y energías con que el Espíritu Santo dotó a María y que, por el
mismo Espíritu, pueden actuar también en los demás hombres (C. Paolazzi).

b) Virgen hecha iglesia


Al igual que la expresión esposa del Espíritu Santo, de la Antífona, la expresión virgen hecha iglesia,
del v. 1, requiere una consideración especial.

En efecto, esta expresión pronto resultó oscura o fue malentendida, por lo que los copistas la
cambiaron por la expresión «virgo perpetua», virgen perpetua. Y así es como aparecía en todas las
ediciones de los Escritos de Francisco anteriores al año 1980. Pero una vez demostrado que el grupo
de manuscritos en los que aparecía la expresión «virgo ecclesia facta» era anterior al grupo en el que
se lee «virgo perpetua», debe preferirse el primero al segundo, por ser de lectura más difícil. Por otra
parte, esta expresión hunde sus raíces en la teología patrística y en la de la alta edad media, así
como en la liturgia. De hecho, en estos lugares aparece con frecuencia el pensamiento de la Iglesia
como virgen y madre, y el de María como tipo de esa Iglesia virgen y madre. Así lo vemos, por
ejemplo, en san Ireneo, en Hipólito, en san Agustín, en Orígenes y, más tarde, en los teólogos de la
escuela de San Víctor. Francisco depende de esta tradición más que de la escolástica de la baja
edad media, que sitúa en el primer plano la idea de la virginidad perpetua de María.

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Los términos «palacio», «tabernáculo», «casa», que aparecen después de la expresión virgen hecha
iglesia, en el v. 4, hablan más de «iglesia» que de «perpetua», y son un desarrollo de la idea de María
virgen-iglesia.

El descubrimiento del texto original arroja mucha luz sobre la piedad mariana y eclesial de Francisco.
Ambas hay que contemplarlas mutua e íntimamente compenetradas. Para Francisco María es
también iglesia, la primera iglesia consagrada por Dios Trinidad. Así como la capilla de la Porciúncula,
de la que el Saludo a la Bienaventurada Virgen María contiene claras referencias, ha sido
consagrada, así también ha sido consagrada María, y en un sentido todavía más profundo, por el
Padre, que la ha hecho virgen madre de su Hijo y tabernáculo del Espíritu Santo. María es Virgen
hecha Iglesia. A través de la iglesia concreta, Francisco contempla a María; y, a través de María, a la
Iglesia. María, virgen y madre de Dios, es el tipo de la Iglesia, el prototipo de la Iglesia virgen y madre.

c) Iglesia universal
El Saludo a la Bienaventurada Virgen María desarrolla una dinámica interna. El primer Salve presenta
en primer plano la persona de María y la encarnación de Dios. A continuación, la visión del hecho
histórico de la encarnación se abre al tiempo presente: «en quien estuvo y está toda la plenitud de la
gracia»; consiguientemente, se amplía también el círculo de las personas. Lo que Dios realizó
paradigmáticamente en María, puede seguir realizándolo de otra forma mediante su Espíritu. Es muy
significativo, incluso desde el punto de vista lingüístico, que la palabra virgen del primer Salve sea
sustituida en el último por la palabra madre: la «virgen-iglesia» se ha convertido en la «madre-
iglesia»: la iglesia unipersonal aparece ampliada a todos aquellos que, de infieles, se vuelven fieles a
Dios.

La palabra infieles (infideles) Francisco la emplea también en el capítulo de la Regla en el que habla a
los hermanos «que van entre sarracenos y otros infieles» (1 R 16,3; 2 R 12,1). Él, que había
emprendido personalmente viajes misioneros y había llegado en 1219 hasta la presencia del mismo
sultán de Egipto, tiene también en cuenta en su Saludo a la Bienaventurada Virgen María a los no
cristianos, que, «por la gracia e iluminación del Espíritu Santo», pueden llegar a ser creyentes, fieles
al Dios vivo y verdadero. La inhabitación de la plenitud de Dios en María y en la Iglesia se repite en
cierto modo cada vez que la acción de Dios en el bautismo convierte a los infieles en creyentes y,
mediante la infusión de las virtudes, los ilumina y los mantiene fieles a Él. A partir de la contemplación
de María, «en quien estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien», la mirada se dilata y se
fija en todos los hombres de todos los tiempos. El Hijo y Señor, a quien la Virgen María concibió y dio
a luz, es concebido y engendrado por la Virgen-Madre-Iglesia cada vez que alguien recibe la gracia
del bautismo. Francisco no se queda en la mera contemplación de María. Partiendo de la plenitud de
la vida interior de María, sus ojos se fijan en esa plenitud de gracia de la que pueden participar todos
los hombres. El Saludo a la Bienaventurada Virgen María de Francisco es misionero.

d) Meditación sobre el Ave María


Cuanto más detenidamente se contempla el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, tanto más se
percibe su afinidad con el Ave María. Desde los siglos VII-VIII, el saludo del ángel Gabriel (Lc 1,28) y
el de Isabel (Lc 1,42), unidos, fueron empleándose cada vez más en Occidente, llegando a formar
una oración mariana de primer orden en la Iglesia. Hacia el 1210 los sínodos empiezan a prescribir
que todos los fieles aprendan de memoria, además del Padrenuestro y el Credo, el Ave María, a la
que más tarde san Bernardino añadiría el «Santa María, Madre de Dios, ruega...». La difusión del Ave
María desde el 1200 induce a pensar, como algo prácticamente evidente, en su influencia en
Francisco de Asís. De hecho, no pueden pasar desapercibidas las concordancias lingüísticas
existentes entre el Ave María y el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, particularmente

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perceptibles en el latín original. En primer lugar, el saludo Salve, Ave, siete veces repetido en el
SalVM. En segundo lugar, la palabra María, que Francisco amplia con tres títulos honoríficos. La
expresión llena eres de gracia, gratia plena, aparece también el SalVM en la paráfrasis: «en quien
estuvo y está toda la plenitud de la gracia». La palabra el Señor está contigo, Dominus tecum,
Francisco la acrecienta aplicándola a las tres divinas personas: «Elegida por el santísimo Padre del
cielo, que te consagró con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». La frase «bendita
tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre» no aparece literalmente en el
SalVM, pero si aparece su contenido: en lugar de «vientre», Francisco habla de «tabernáculo»,
«casa», «vestidura». El que Dios haya hecho de María su morada y la haya bendecido, por lo que es
digna de alabanza, son pensamientos comunes al Ave María y al Saludo a la Bienaventurada Virgen
María.

Bien mirado, pues, Francisco amplía el Ave María en una especie de letanía de siete Ave, Salve. Ha
meditado detenidamente las ideas fundamentales del texto bíblico, y saluda a María aplicándole
dichas ideas concretadas en imágenes.

PARTE III: SUGERENCIAS PRÁCTICAS

1. Rezar y meditar el Ave María, y recitar luego lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen
María.

2. Rezar diariamente el Ángelus, a ser posible comunitariamente. «Esta oración nos ofrece un texto
excelente para la meditación» (Eugen Walter). Posee un ritmo trinario todavía más fuerte que el
SalVM. En 1269, el Capítulo general de Asís, presidido por san Buenaventura, decidió «que, en honor
de la gloriosa Virgen, todos los hermanos enseñarán al pueblo a saludar varias veces a la
bienaventurada Virgen cuando suene la campana de completas». Esta práctica dio pie a la difusión
cada vez mayor del rezo del Ángelus, tres veces al día, al toque de las campanas. Los franciscanos
tuvieron una participación determinante en la difusión de esta devoción. Theodor Schnitzler la
considera «una de las más sublimes formas de oración del pueblo», y la llama «breviario popular
abreviadísimo», pues recuerda la encarnación, la crucifixión y la ascensión del Señor a las horas de
laudes, sexta y vísperas.

3. Antes del rezo de las Horas canónicas, unirse conscientemente, mediante el rezo de la Antífona
mariana de Francisco, a la Iglesia triunfante, pidiendo que interceda por nosotros, el pueblo de Dios
que peregrina en la tierra.

4. Rezar lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen María, contemplando un icono o una


imagen de María.

5. Repetir lentamente el Saludo a la Bienaventurada Virgen María y detenerse, después de las cuatro
primeras aclamaciones, meditando por qué Dios puso su morada en María, convirtiéndola en:
- Palacio de Dios hecho hombre;
- Tabernáculo de Aquel que dijo: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48);
- Tienda en la que la Palabra eterna de Dios se hizo carne y «puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14);
- La casa que se preparó Dios mismo.

También yo soy casa de Dios, piedra viva para la construcción de «un edificio espiritual» (1 Pe 2,5),
«santuario del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19). ¿Cómo le preparo una morada al Señor (cf. Jn 14,23)?

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«Ve y repara mi casa», esa casa que eres tú mismo. ¿Me dirige Dios este mandato, como se lo dirigió
un día a Francisco?

6. Los siguientes saludos se centran en el tema de «esclava y madre»:


-- «Feliz tú, que has creído» (Lc 1,45);
-- «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38);
-- Dichosos todos los que, por la acción de Dios, llegan a la fe y crecen en la fe y la fidelidad.

¿Cómo influyen estas afirmaciones en mí?

¿Cómo puedo servir, a la vez, a Dios y a los hombres? ¿Cómo puedo ser, a un tiempo, esclavo/a y
madre? ¿Cómo puedo ser, simultáneamente, iglesia, virgen y madre? ¿Cómo concibo la Palabra de
Dios y cómo la doy a luz?

7. El papa Juan XXIII concluyó su discurso de Navidad de 1962 con la siguiente oración: «Palabra
eterna del Padre, Hijo de Dios y de María, repite una vez más en las secretas profundidades de las
almas el milagro de tu nacimiento».

Estas palabras llenas de contenido teológico resumen la doctrina tradicional sobre el triple nacimiento
de Dios. En la invocación a la Palabra eterna del Padre, al Hijo de Dios, el Papa se refiere al
nacimiento del Logos en la eternidad; en la invocación al Hijo de María, al nacimiento de Jesús en
Belén; y, en tercer lugar, pide al Señor que renueve este milagro de su nacimiento en el corazón de
cada hombre. ¿Puedo repetir y apropiarme esta oración?

Las siguientes palabras pueden ayudamos a comprender más profundamente estas ideas sobre el
nacimiento de Dios:
-- «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20);
-- «De qué me sirve que Cristo nazca de la santísima Virgen, si no nace en mi alma?» (Orígenes);
-- «Aunque Cristo naciera mil veces en Belén, si no nace en ti, estarías perdido para siempre» (Ángel
Silesio).

8. Contemplar a María, para así mirar como María:


-- a Dios,
-- a mí mismo,
-- a los demás,
-- al mundo.

9. Rezar el Magníficat (Lc 1,46-55); aplicarme las expresiones, formuladas en primera persona del
singular, con las que María engrandece al Señor: María engrandece... yo engrandezco al Señor...
porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava/o...; el Poderoso ha hecho obras grandes en
mí...

10. Comparar el SalVM con la frase de san Pablo: «Porque en Él reside toda la plenitud de la
Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él» (Col 2,9).

11. Componer o buscar una melodía para el SalVM y cantarla.

12. Hay una lista interminable de Santos que alabaron a María. He aquí una de las plegarias de san
Antonio de Padua: «Te rogamos, pues, Señora nuestra, ínclita Madre de Dios, ensalzada por encima
de los ángeles, que llenes con la gracia celestial el vaso de nuestro corazón; que lo hagas
resplandecer con el oro de la sabiduría; que lo fortalezcas con el poder de tu virtud; que lo adornes

48
con las piedras preciosas de las virtudes; que derrames sobre nosotros el óleo de tu misericordia, tú,
olivo bendito, para que cubras la multitud de nuestros pecados, a fin de que merezcamos ser
levantados a la altura de la gloria celestial. Ayúdenos Jesucristo, tu Hijo, que te exaltó por encima de
los coros de los ángeles, te puso la corona de Reina y te sentó en el trono de luz eterna».

Compárala con el Saludo a la Bienaventurada Virgen María.


[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 64 (1993) 92-108]
[L. Lehmann, Francisco, maestro de oración. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Arantzazu]

El Tema Mariano En Los Escritos De Francisco De Asís


Cuando Francisco quiere expresar su opción fundamental cristiana, dice así: «Yo, el hermano
Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su
santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1). Con esto dice y proclama dos cosas: la
centralidad del seguimiento de Jesucristo en su experiencia cristiana, referida además y enteramente,
como veremos, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, protagonistas decisivos y principales de la
salvación, y la inevitable y forzosa implicación de la Virgen en la persona, vida y destino de Jesús.

Desde esta doble constatación toman camino precisamente estas páginas, que quieren acercarse al
tema mariano en los escritos de Francisco. Y dos etapas tendrá nuestro caminar por las pequeñas y
humildes páginas de los textos del Pobrecillo: en la primera, a la que dedicamos este artículo,
haremos el inventario de lo que los escritos dicen sobre la Señora, teniendo en cuenta además el
contexto mariológico del siglo XII y también algunas de las instancias mariológicas de hoy. En la
segunda, que será objeto de un próximo artículo, presentaremos la contemplación mariana de
Francisco dentro de su confesión y experiencia cristiana, a la luz de estas palabras de la Exhortación
Apostólica de Pablo VI Marialis cultus, n. 25: «Ante todo, es sumamente conveniente que los
ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es
intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo, o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu».

En los escritos de Francisco encontramos, además de las dos oraciones dirigidas a la Virgen (SalVM
y OfP Ant), las siguientes referencias a ella:

-- «Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28)» (ExhAD 4).

-- «... y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen...» (ParPN 7).

-- «... y nació de la bienaventurada Virgen santa María» (OfP 15,3).

-- «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue
enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él
recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad. Y, siendo Él sobremanera rico, quiso,
junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5).

-- «... si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo
seno...» (CtaO 21).

-- «Además, yo confieso todos los pecados al Señor Dios..., a la bienaventurada María, perpetua
virgen...» (CtaO 38).

-- «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono real descendió al
seno de la Virgen» (Adm 1,16).

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-- «Y (nuestro Señor Jesucristo) fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen
bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,5).

-- «Y los ministros... vendrán al capítulo de Pentecostés junto a la iglesia de Santa María de la


Porciúncula» (1 R 18,2).

-- «Y te damos gracias porque... quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la
gloriosa siempre Virgen beatísima santa María» (1 R 23,3).

-- «Y a la gloriosa madre y beatísima siempre Virgen María, a los bienaventurados..., les suplicamos
humildemente, por tu amor, que, como te agrada, por estas cosas te den gracias a ti, sumo Dios...» (1
R 23,6).

-- «... porque cada una será reina en el cielo coronada con la Virgen María» (ExhCl 6).

-- «Y tampoco estamos obligadas a ayunar en las Pascuas, como lo ordena el escrito de san
Francisco; ni en las festividades de Santa María y de los santos apóstoles...» (3CtaCl 36).

-- «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor
Jesucristo y de su santísima Madre...» (UltVol 1).

La lectura de las oraciones y de los textos que acabamos de transcribir nos permiten hacer ya las
siguientes constataciones.

1. María desde la fe y en lo esencial de su misterio

En contraste con el siglo XII, tan abundante y fervoroso en su contemplación mariana, la referencia a
la Virgen en los escritos de Francisco, según se desprende de los textos que acabamos de transcribir
y exceptuadas las oraciones, es rápida, de pasada casi y como de quien recita el Credo que sólo
quiere decir su fe y lo esencial de la misma. Ateniéndonos por tanto a lo que dicen los escritos que
poseemos de Francisco, éstas serían las dos notas más principales que caracterizan su
contemplación mariana:

Contemplación desde la fe. Francisco nombra, celebra y contempla a la Virgen en cuanto tiene que
ver con Dios y su salvación, en cuanto relacionada con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en su
comunicación, por nosotros y por nuestra salvación, en Jesucristo, quien tomó la verdadera carne de
nuestra humanidad y fragilidad en el seno de María (2CtaF 4). Las demás posibles contemplaciones
de la Virgen (como personaje histórico, como mujer o como ideal de perfección, etc.), aun
afirmándolas y proclamándolas como veremos, están vistas y contempladas desde el santo amor del
Padre, que quiso que su Hijo naciera, para nuestra salvación, de la gloriosa siempre Virgen beatísima
santa María (1 R 23,3), resumen de toda la fe y de todo el Credo cristiano. Lo mismo hay que decir de
la relación de Francisco con la Virgen que los escritos recogen y señalan. Cuando Francisco alaba,
confía y se encomienda a María, lo hace también desde la fe que sabe que ella está presente y
cercana en lo que llamamos la comunión de los santos: en la comunión de todos con Cristo, por la fe
y el Espíritu Santo, de la que ella fue la primera y principal beneficiaria por su vinculación a su Hijo en
el Espíritu Santo y en el sí de su fe y de su entrega.

Para Francisco, que tanto en el tema mariano como en los demás de su confesión cristiana «remite
indefectiblemente a la fe», ésta es el espacio en el que la Virgen tiene interés y sentido, está presente
e interviene a nuestro favor.

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Y la fe es también la que le permitió ver y contemplar lo esencial del misterio mariano, segundo punto
que queríamos destacar como característica general de su visión de María. Desde la fe, Francisco ha
acertado a contemplar a la Virgen en su relación y vinculación, única e insuperable, con Jesucristo, la
Palabra del Padre que recibió en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad; y,
desde ella, en su relación con la Trinidad, y en su relación con los hombres. Y aunque no se
entretenga en su desarrollo, como sucede con otros temas de la confesión cristiana que contienen
sus escritos y como además es lógico en quien no intenta exponer un capítulo de teología sino sólo
expresar, junto con sus hermanos, la fe que vivían y que respaldaba su vida de seguimiento de
Jesús, la verdad es que el tema mariano está vinculado en sus escritos con los temas raíces y
fundamentales de su vida al estilo y forma de Jesús: el seguimiento, la vida en desapropiación y
desinstalación de los pobres, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en su acción y comunicación
salvadora en Jesucristo, y la obligada respuesta de la criatura en acción de gracias y operación. Por
supuesto que no es todo lo que, desde la fe, cabe decir de la Virgen; pero es lo fundamental y lo más
principal del misterio de la que, con el ángel, Francisco saluda: «Salve, María, llena de gracia, el
Señor está contigo».

2. Títulos de la Virgen
En las oraciones y textos a que nos estamos refiriendo se encuentran trece títulos o nombres de la
Virgen, que aparecen un total de veintiséis veces en sólo seis de los escritos de Francisco. Los
siguientes: Virgen, Madre, Hija, Esclava, Esposa, Señora, Reina, Virgen hecha Iglesia, Palacio de
Dios, Tabernáculo de Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. Once de ellos en el Saludo de la Virgen
María; cuatro en la Antífona del Oficio de la Pasión; cuatro en la primera Regla; tres en la segunda
Carta a los Fieles; dos en la Carta a toda la Orden, y uno en la primera Admonición. La imagen que
dichos títulos o nombres esbozan de María acentúa sobre todo lo que Dios ha hecho en ella y con
ella; lo que ella es desde la acción de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y desde su relación con ellos,
más que su actitud acogedora y responsiva, sin que neguemos que también esta dimensión está
presente en ellos. Imagen que está en línea con la primacía y anterioridad de la acción de Dios, de lo
objetivo sobre lo subjetivo, que Francisco confiesa tantas veces en sus escritos. En ellos, como es
sabido, el Señor es el que da la gracia de hacer penitencia, el que conduce a los leprosos, el que da
la fe, o el que hace y dice todo bien.

3. Los adjetivos que coronan su nombre


El nombre y los títulos a que nos hemos referido en el número anterior van acompañados en los
escritos, como sucede cuando nombra a Dios, a las personas de la Trinidad y a Jesucristo, de uno o
más adjetivos que los califican. Los siguientes: Santa, Gloriosa, Beatísima, Bienaventurada, Perpetua
Virgen, siempre Virgen, Santísima, santísimo seno.

Francisco proclama con ellos, como hace la Iglesia en su liturgia, la gloria, la bienaventuranza y la
santidad de la Virgen por su referencia a Jesucristo bienaventurado, santo y glorioso, y, desde Él y
por Él, a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que sin principio ni fin es bendito y glorioso. Sólo desde la
fe en Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se llega a descubrir la grandeza y dignidad de María, su
Madre, viene a decir Francisco.

4. Privilegios y misterios marianos


Las oraciones y los textos de los escritos a que nos venimos refiriendo recogen los siguientes
privilegios y misterios marianos: la maternidad divina, la perpetua virginidad, la plenitud de gracia y la
mediación. Pero los recogen sin entretenerse en precisar su contenido y significado como hacía la
teología de su tiempo, en la que san Bernardo, por ejemplo, se detiene en explicar el sentido de la
maternidad divina, los distintos momentos de su virginidad, su plenitud de gracia y su mediación.

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No se recogen, sin embargo, otros privilegios marianos como la Inmaculada Concepción, su
glorificación corporal en la Asunción y su maternidad espiritual.

En cuanto a los distintos misterios de la vida de la Virgen o de la vida de Jesús en los que ella está
presente, y de los cuales la liturgia de la Iglesia celebraba ya algunos en aquel tiempo, Francisco en
sus escritos sólo se refiere a la Anunciación y al Nacimiento de Jesús. Poco o muy poco en
comparación con lo que los Evangelios presentan y sobre todo con lo que el siglo XII, tan rico y
generoso en obras mariológicas, ofrece.

5. La dimensión humana e histórica de María


Los escritos subrayan la dimensión humana e histórica de la Virgen con la alusión a su nacimiento, al
colocarla entre las mujeres de este mundo, con la repetición, por nueve veces, de su nombre; al
referirse a su realidad corporal con la expresión «in útero»; y al contemplarla ligada al destino de
pobreza de su Hijo. Sin ser mucho, es suficiente como testimonio de que la Virgen de la
contemplación de Francisco era de carne y hueso, vivió en nuestro mundo y fue parte de nuestra
historia y no algo irreal o mítico. Contemplación de María en su real e histórica humanidad que tiene
que ver con la preocupación de Francisco por subrayar la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad que la Palabra del Padre recibió en su seno (2CtaF 4). Aspecto de su confesión cristológica
repetidamente proclamado en sus escritos y con una clara postura anticátara además.

6. Primacía y principalidad de la maternidad divina


Los escritos se refieren a ella, con el nombre expreso de «Madre», en cinco lugares; cuatro textos
hablan del descenso del Hijo de Dios al seno de la Virgen o de su nacimiento del seno de María; un
texto llama a Jesucristo, dirigiéndose a María, «tu Hijo»; en otros dos la cercanía de la Virgen a su
Hijo está suponiendo, nos parece, la maternidad; y, por fin, el Saludo a la Virgen está polarizado en el
título y en la realidad de Madre del Señor que, según los comentaristas, constituye la cumbre de todo
el escrito y lo que los distintos «ave» después cantan y admiran. Francisco confiesa con ello, y de una
forma además sencilla y concreta, lo que la teología no ha dejado de proclamar, más o menos
claramente, desde el principio: la maternidad divina de María, la relación única que, desde ella, tiene
con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, es la raíz y la razón de la Virgen en lo cristiano y es también
su explicación. María está vinculada para siempre a la persona de Jesús. María tiene toda su razón
de ser en Jesús. María está ligada y comprometida con su vida, condición y destino. María manifiesta
a Jesús. María es la gloria de Jesús.

7. Subrayado de su maternidad fisiológica


El repetido «in útero» (en el útero, o en el seno), al que ya nos hemos referido, lo proclama con
claridad y con la intención además de confesar, como también hemos indicado ya, la real e histórica
humanidad del Hijo de Dios, frente a los cátaros, única forma de confesar uno de los artículos
fundamentales de su cristología: el Hijo de Dios es nuestro hermano.

8. El título de Virgen
Es uno de los títulos que los escritos dan con más frecuencia a María. Catorce veces. Frecuencia
debida, con toda probabilidad, al influjo en Francisco de la liturgia, uno de los caminos más
principales de su profundización en la confesión y experiencia cristiana. Para G. Lauriola, sin
embargo, el repetido uso del título de Virgen en los escritos se debería a que Francisco considera el
don de la virginidad, más como una función o signo de la divinidad del Hijo de Dios encarnado, que
como un estado o manera de ser, sobre todo teniendo en cuenta el contexto en el que dicho título
aparece.

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9. Funcionalidad de la Virgen santa y gloriosa
La fe y la teología saben gozosamente que también la Virgen, su persona, vida y destino, es para la
salvación, como lo es Jesucristo, nacido de su seno, que por nosotros y por nuestra salvación bajó
del cielo. Ni Jesús ni María, su Madre, son para sí. Son para los demás, para la salvación de todos.
Francisco ha acertado a presentar a María como la encrucijada en la que se encuentran la Palabra
del Padre que desciende de su seno, y la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que
recibe del seno de la Virgen. María es, aunque no se diga expresamente, para la salvación que
realiza y es Jesús, que quiso el Padre que naciera del seno de la Virgen. Con ello afirma Francisco la
fundamental funcionalidad de María, además de señalar las otras dos que realiza en la comunión de
los santos: dar gracias al Padre e interceder por nosotros.

10. Relación de María con la Trinidad


En las dos oraciones de Francisco a la Señora, su contemplación se centra fundamentalmente en la
relación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo con la Virgen, a quien el Padre elige, y con el Hijo
amado y el Espíritu Santo Paráclito consagra (SalVM 2); y en la relación de la Virgen con el Padre, de
quien es esclava e Hija; con el Hijo, de quien es Madre, y con el Espíritu Santo, de quien es Esposa
(OfP Ant 2). Dicha contemplación es frecuente en los autores del Siglo XII. En Francisco tiene además
un contexto rico y abundante de textos trinitarios. Y, aunque no sea posible señalar hasta qué punto
dichos textos responden a una experiencia real de la Trinidad en su vida cristiana y evangélica, sí es
cierto que, tanto en ellos como en las dos oraciones a la Virgen, Francisco asume y proclama la fe de
la Iglesia en lo que es «lo específicamente cristiano», la Trinidad. Sus escritos permiten además
afirmar que la lectura o la escucha del Evangelio de san Juan, el capítulo XVII sobre todo, le ha
servido para ahondar y profundizar su fe en la Trinidad por el camino de la contemplación de las
relaciones del Padre y del Hijo que dicho Evangelio tanto destaca y que son, al parecer, la fuente de
su visión de la vida cristiana, de la vida de los penitentes, como vida de relación con el Padre, con el
Hijo en el Espíritu Santo, el Espíritu del Señor que mora en ellos. El tema, referido a santa Clara y sus
hermanas, aparece ya en la Forma de vida para santa Clara, primer escrito que se nos conserva de
Francisco (1212-1213). Indudable la importancia en Francisco de la confesión del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo como origen y principio de todo; de la contemplación de Jesús en su relación con el
Padre; del Espíritu Santo como Espíritu del Señor y como quien, habitando en nosotros, nos relaciona
con el Padre como hijos, y con el Hijo como hermanos, madres y esposos. De ahí que la
contemplación de la Virgen en sus relaciones con la Trinidad esté en consonancia con una de las
dimensiones más principales de la confesión y experiencia cristiana de Francisco.

11. Señora pero cercana


Por razones sociológicas y por el redescubrimiento de la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad que el Hijo de Dios recibió del seno de la Virgen y que lo hizo hermano nuestro, existe hoy
como una especie de alergia a todo lo que aparezca con ribetes de singularidad y eminencia. Así se
llamaban precisamente dos de los principios mariológicos de los que se servían los teólogos en su
estudio de la Virgen. Hoy preferimos la igualdad y nivelación de todos en todo. Desde aquí, entre
otras causas, hemos descubierto a la Virgen mujer y hermana; a la Virgen de la noche oscura de la
fe; a la Virgen de quien el Señor miró su humillación.

En cuanto a Francisco, ya lo hemos indicado, hay en él una decidida contemplación de María desde
el quehacer salvador de Dios que se le entrega en la comunión de personas de la Trinidad,
eligiéndola y consagrándola como habitación y morada suya, y que puede dar la impresión de que la
aleja y distancia de nosotros. Pero los títulos del Saludo a la Virgen, como los de la Antífona del Oficio
de la Pasión, además de ser antes florones de Dios que de María, aunque por supuesto la coronen
de gloria y de bienaventuranza, son también, aunque en otro orden, gloria y bienaventuranza de

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todos los elegidos que, por la habitación del Espíritu del Señor en ellos, son hijos del Padre, y
esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (2CtaF 48-53). Teniendo en cuenta,
además, que Francisco contempla a la Virgen ligada y comprometida en la vida de pobreza de su
Hijo, hay que decir que los títulos de Señora, Reina, y los demás que se contienen en el Saludo a la
Virgen y en la Antífona del Oficio de la Pasión, no le han hecho olvidar la cercanía y vecindad que
tiene con nosotros por su vinculación con el que, «siendo sobremanera rico, quiso, junto con la
bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).

12. Más Madre que Reina


Así decía santa Teresa del Niño Jesús que se figuraba a la Virgen. Francisco, que tenía por delante
casi un siglo de fervor mariano en el que los nombres de Madre de misericordia y Madre nuestra se
repetían con frecuencia, nunca da a la Virgen el nombre de Madre de los hombres. Pero, creemos
que tampoco se puede afirmar que prevalezca en él una visión de María como Reina y Señora, ya
que sólo una vez recibe María en los escritos dichos nombres. Por ello, teniendo en cuenta la imagen
de la Virgen que intercede por nosotros, imagen dos veces presente en sus escritos, el paralelismo
entre la Antífona del Oficio de la Pasión y 2CtaF 48-53 junto con FVCl 1, y que, según el Saludo a la
Virgen, nos hace participar en sus virtudes (SalVM 6), nos inclinamos a pensar que la actitud
maternal de María hacia nosotros no está ausente de los escritos de Francisco.

13. La enteramente fiel


El Padre santo y justo..., que quiso que su Hijo naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa
María (1 R 23,3), no se sirvió de ella como si fuese sólo un mero instrumento útil para sus fines
salvadores. «El santísimo Padre del cielo la eligió y la consagró con su santísimo Hijo amado y el
Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2), pero también habló con ella: «Esta Palabra del Padre, tan digna,
tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel,
en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra
humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Y María respondió, nos dice la revelación en palabras de Lucas
1,38. Hubo por tanto un diálogo entre el Padre y la Virgen, revelador del respeto de Dios frente a la
libertad de María y de la respuesta consciente y responsable de ella a Dios. Así lo ha destacado
desde el principio la reflexión de la fe de la Iglesia. El tema de la Virgen, nueva Eva, subraya
precisamente, desde san Justino y san Ireneo, la fe y obediencia de María frente a la desobediencia
de Eva. Y el tema de la Virgen que concibe la carne de Cristo en la fe, tan repetido por san Agustín y
otros, proclama lo mismo. Temas que encontramos también, ampliamente desarrollados, en los
autores del siglo XII, entre ellos san Bernardo. El Concilio Vaticano II recoge ambos temas,
consagrándolos con su autoridad y proclamando en consecuencia la importancia de la fe de María
que acoge y consiente, libre y conscientemente, a la Palabra de Dios, en este estupendo texto: «Pero
el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre
predestinada... Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús,
y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se
consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con
diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón,
pues, piensan los santos padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de
Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (LG 56). Los
escritos de Francisco no son demasiado explícitos en señalar el asentimiento y consentimiento de
María al anuncio del Padre. Ciertamente lo apuntan al llamarla esclava e hija del Padre, madre del
Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant), teniendo en cuenta, sobre todo, los lugares paralelos de
2CtaF 48-53 y FVCl, en los que la respuesta del hombre a la acción de Dios se indica con toda
claridad; también al presentar a María vinculada y comprometida en la vida y destino de pobreza de

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su Hijo, con lo que extiende y alarga expresamente su consentimiento más allá del momento de la
anunciación. Toda la vida de María es comunión con la persona y la vida de la Palabra del Padre que
recibió en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Pero, además, pocas cosas
ha acentuado Francisco tanto en la vida del Evangelio de sus hermanos como la respuesta en
adoración, alabanza, fe-esperanza-caridad y en operación, a la comunicación salvadora de Dios Trino
en Jesucristo, que tiene en los temas fundamentales de la vida del Evangelio su expresión mayor: el
seguimiento, la observancia del Evangelio y el deseo del Espíritu del Señor y su santa operación,
coreada por otros muchos textos de sus escritos como, por ejemplo, la segunda Carta a los fieles, vv.
14-62, y el capítulo 23 de la primera Regla.

14. María en la comunión de los santos


A lo largo de estas páginas hemos destacado varias veces, en la contemplación mariana de
Francisco, la relación que María tiene, y que además la constituye, con Jesucristo y, desde Él y por
Él, con la Trinidad y con los hombres, dentro del designio de salvación del santo amor del Padre, de
su generosidad. Pero hay en los escritos unas pocas frases que lo subrayan con una fuerza especial
y que nos obligan a insistir en ello. Éstas: «Con la santísima Virgen, su Madre» (2CtaF 5); «Ruega por
nosotros junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu
santísimo Hijo amado, Señor y maestro» (OfP Ant 2); «Y a la gloriosa Madre y beatísima siempre Virgen
María... y a todos los santos... les suplicamos humildemente que... por estas cosas te den gracias a ti,
sumo Dios verdadero... con tu queridísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu Santo Paráclito»
(1 R 23,6). Frases en las que la preposición «con» señala claramente la compañía, la unión, la
comunión, al fin, de María con Jesucristo, con el Espíritu Santo y con todos los santos: lo que
llamamos la comunión de los santos, que tiene una espléndida expresión en el último texto citado.

Texto en el que María aparece, junto con todos los santos que fueron, y serán, y son, arrastrada en la
acción de gracias del queridísimo Hijo, Jesucristo, y del Espíritu Santo al Padre porque envuelta antes
en el santo amor del Padre que ha querido nuestra salvación por el nacimiento de Jesucristo de su
seno (1 R 23,3). Así ve Francisco a la Virgen y también todas las cosas: envueltas en la luz del amor
con que el Padre ama al Hijo (1 R 23,54), y en la acción de gracias con que el Hijo, junto con el
Espíritu Santo, responde al Padre (1 R 23,5). Francisco es el hombre comunión, el hombre con los
demás. Y así ha visto también a la Virgen: con Jesús, con el Espíritu Santo, con los santos y con los
hombres desde su mediación. La Virgen solidaria, fraterna, en comunión. Y, por eso precisamente, la
Virgen Iglesia, la Virgen acogedora de la gloria de Dios, manifestada en la humillación del camino y
vida de Jesús, que la convierte en templo suyo.

15. María y la capilla de Santa María de los Ángeles


La capilla de Santa María de los Ángeles fue para Francisco cauce para expresar su devoción a
María, y medio también para profundizar en su piedad hacia ella. De lo primero dan fe sus biógrafos,
y de lo segundo tenemos como testimonio comprobante el Saludo a la Virgen compuesto
precisamente en honor de nuestra Señora de los Ángeles, la de la ermita de la Porciúncula.

Síntesis conclusiva
Nos habíamos propuesto ofrecer en esta primera parte un inventario del tema mariano en los escritos
de Francisco: textos que se refieren a la Virgen, títulos que se le dan, misterios principales de su vida
que se contemplan, aspectos y detalles que se subrayan. Recoger, al fin, todo lo que en los escritos
hace referencia a la Señora. Resumiendo nuestro camino por las páginas de los escritos, cabe
recoger en los siguientes puntos las ideas principales:

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a) La imagen de la Virgen que en ellos se perfila: La Virgen como mujer de nuestro mundo y de
nuestra historia; la Virgen como Madre en la doble dimensión de su maternidad, la biológica y la
divina; la Virgen en su vinculación singular con Jesucristo y en seguimiento de lo que resume y define
la vida de su Hijo, la pobreza; la Virgen en su relación con la Trinidad y en su relación con nosotros,
desde la comunión de los santos.

b) El desde dónde de su contemplación mariana: Desde la fe, como única forma de descubrir su
relación singular con Jesucristo como salvador y, desde Él y por Él, con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo en su comunicación salvadora a nosotros; y de descubrir también su comunión con nosotros
que, como ella, aunque después de ella y gracias a su maternidad, hemos sido admitidos también,
por el Espíritu del Señor, a ser hijos del Padre y hermanos y madres de Jesús. Y desde la gratuidad
del santo amor del Padre que le obligó a contemplarla como obra de la gracia y como la que tampoco
puede gloriarse sino en su Señor.

c) La conexión del tema mariano con los temas mayores de su experiencia cristiana: La Trinidad, en
su comunicación salvadora al hombre; Jesucristo, en su realidad humana e histórica, en su camino de
pobreza y humillación; Jesucristo, en la dimensión divina de su filiación; y Jesucristo, en su triunfo
que lo constituye Señor y Rey, y al que asocia a la Virgen, la Señora y santa Reina; la Iglesia, como
la comunión de los que creen, se convierten y siguen a Cristo, de la que María forma parte, en la que
alaba y da gracias al Padre, y en la que intercede por nosotros.

[Sebastián López, O.F.M., El tema mariano en los escritos de Francisco de Asís, en Selecciones de
Franciscanismo, vol. XVI, n. 47 (1987) 171-186

María En La Comunicación Salvadora Del Dios Trino En Jesucristo, Según S. Francisco De


Asís
Francisco no es un teólogo sino sólo un creyente que confiesa su fe, la celebra en los sacramentos, le
da cuerpo en el seguimiento de la pobreza y humillación de Jesucristo, y la comparte y reparte en la
real fraternidad y solidaridad con todos los hombres, en primer lugar los más pobres y marginados, y
con todas las creaturas. Pero aun así, Francisco nos ha dejado en sus escritos más de un resumen
de su fe y de su credo, lo suficientemente amplio como para poder precisar los nervios fundamentales
de su confesión de fe. Por ejemplo éste:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra, te
damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu
Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y
semejanza, nos colocaste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa.

»Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos
amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen
beatísima santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte»
(1 R 23,1-3).

El texto dice con claridad que la confesión cristiana de Francisco se centra en proclamar que Dios es
Padre, Hijo y Espíritu Santo; que Dios se nos ha comunicado, para nuestra salvación, según el
designio divino que abarca desde la creación hasta la parusía y cuya piedra angular es Jesucristo,
por quien el Padre, en el Espíritu, nos ha abierto las puertas de su casa y de su comunión. Nuestro
origen y comienzo como criaturas y como cristianos arranca de nuestra participación en la comunión
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que nos ha sido revelada y entregada en la vida y pobreza de
Jesucristo, en su misterio Pascual.
56
Esto es lo esencial y nuclear de la fe cristiana que nos salva. Y estas las personas que la hacen y que
constituyen su término. Después de esto, en la confesión de fe de Francisco a que nos estamos
refiriendo y en su existencia concreta, todo se reduce a admiración, alabanza, acción de gracias y
operación, como consentimiento y acogida sin concesiones ni contemplaciones.

Sin embargo, Francisco se atreve, porque se atreve la Iglesia, a nombrar y a colocar a la Virgen santa
y gloriosa en el corazón mismo del plan salvador del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Para que
la salvación tenga rostro humano y sea historia y biografía, pobreza y humillación, la Palabra del
Padre tomó en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad (2CtaF 4). Y desde
entonces, santa María está asociada y vinculada al Salvador y a la salvación. Desde entonces, la
comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es nuestra salvación, tiene que ver con María,
esclava e hija del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 1-2).

Ahí deseamos centrar nuestra reflexión. Una vez que hemos ofrecido el inventario del tema mariano
en los escritos de Francisco, quisiéramos hacer ver que su contemplación de María se centra y clava
en el blanco del Credo y por lo tanto en el centro de su experiencia cristiana.

Nuestra exposición toma camino de Jesucristo, de su vida y pobreza, desde la que llegamos al Padre
en el Espíritu. A pesar del innegable teocentrismo de muchas de las oraciones de Francisco, entre
ellas las dos dedicadas a María, el Saludo a la Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, que
justificarían una exposición descendente del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, preferimos en
nuestra exposición partir de Jesucristo, nacido de santa María la Virgen y seguido por ella en su vida
de pobreza: por Él descubrimos al Padre como origen y meta de todo, que eligió y consagró a María
esclava e hija suya, en el Espíritu Santo, que consagra a María su esposa. Es el camino que siguió la
fe de los apóstoles, el que normalmente sigue la fe y el que también sigue Francisco a veces, como
cuando, en el Oficio de la Pasión, se acerca al Padre desde el dolor y la alegría de Cristo sufriente y
glorioso, o como cuando, en la primera Admonición, señala a Jesús en su humanidad y divinidad
como medio de conocer al Padre.

Ahí, en el camino hacia el Padre abierto por Jesús, por el que el cielo se ha acercado a la tierra y por
el que la Trinidad ha llegado a ser nuestra casa solariega, coloca Francisco a la Virgen santa y
gloriosa. Con ello nos viene a decir que María no tiene otra explicación ni más razón de ser que el
santo amor del Padre, manifestado en Jesús nacido de María la Virgen, el cual nos comunica el
Espíritu Santo. Es lo que llamamos la economía de la salvación o el plan de la salvación. Por eso la
Virgen está en el Credo y tiene que ver con todo el Credo, con toda la confesión y experiencia
cristiana. Por eso también, en nuestra exposición, la contemplación de la Virgen convocará los temas
principales de la confesión y experiencia cristiana de Francisco. «María -ha dicho R. Laurentin- es el
test de la realidad de la encarnación y de todo cuanto se deriva de ella».

I. POR NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, EL HIJO AMADO DEL PADRE


Francisco comienza el camino y la forma de vida de Jesús de su experiencia cristiana, con el «Señor
me condujo a los leprosos» (Test 1-2), el prójimo marginado y doliente, y con su oración a los pies del
Crucificado de San Damián, en el que descubrió el amor entregado y servicial, hasta la humillación de
la cruz, del Hijo amado del Padre. Ahí aprende además que abrazarse a Él, a su vida y pobreza, a su
camino de descenso y despojo, daba sentido a su misericordia con los leprosos, cuyo dolor y
marginación ha asumido por nosotros el Hijo de Dios. Así explica la conversión de Francisco y su
lógica Raúl Manselli en varios de sus estudios; quizá su texto más significativo sea éste: «Hay que
repetir por eso, en primer lugar, lo que me ha parecido el hecho esencial y más significativo de la
conversión de Francisco: no se trató de una conversión de la riqueza del mercader de telas a la

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pobreza del penitente, sino del paso de un estado social reconocido, respetado y rico, a una
condición de la humillación más total cual era la del leproso, marginado, miserable, rechazado por
todos. Por esto, él se distingue de tantos de todos los tiempos, antes y después de él; lo que lo
caracteriza es, de hecho, la elección voluntaria de una condición permanente e irreversible de
humillación, con la que ciertamente está vinculada también la pobreza, pero sólo como uno de sus
aspectos, ligado al hecho, esencial y primario, precisamente del paso a la situación más humilde y
baja posible... Si queremos saber la razón profunda de este comportamiento, tendremos que buscarla
no en meditaciones teológicas o exegéticas, sino en la intuición inmediata y directa de la realidad
humana de Cristo... como persona que cotidianamente vivió, del modo más humilde, más
despreciado, la experiencia de vida terrena» (Spiritualitá francescana e societá, Asís 1981, pp. 392-394).

Desde entonces, Francisco con sus hermanos no ha cesado de contemplar al buen Pastor que por
nosotros soportó la pasión de la cruz. Fijos los ojos en Él, su contemplación fue palpando en Cristo: la
verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, que lo hizo hermano nuestro y pobre, y que lo
condujo a la humillación de la cruz, desde la que el Padre lo acogió con gloria; la relación viva y
entrañable que tiene con el Padre, de quien es Hijo, el Hijo amado, igual en todo al Padre, de quien
viene y a quien va, con quien vive en comunión de conocimiento, de amor y de dones; por Él,
además, conocemos al Padre en el Espíritu; y su ser y función salvadora, por la que saben
gozosamente que Jesucristo es enteramente para nosotros y para nuestro bien.

Estos son los rasgos más principales del Jesucristo de la contemplación de Francisco, rasgos que
podemos contemplar, reflexiona Francisco, gracias a la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad que recibió en el seno de la Virgen gloriosa.

De ahí que, en la contemplación mariana de Francisco, la Virgen aparezca junto a Jesucristo y que,
además, éste sea el dato más destacado en ella; como dice O. Schmucki, «siempre que el Seráfico
Padre habla de la Virgen, la presenta indisolublemente unida con su Hijo». Para Francisco, como
para la fe de la Iglesia que en el siglo XII, que lo vio nacer, alcanzaba una generosa y ferviente
proclamación, la Virgen sólo se explica desde Jesucristo y por Jesucristo. Todo lo que es y todo
cuanto es, lo es por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo. Con otras palabras
eso es lo que Francisco canta en el Saludo a la Virgen. Y con ello ha dicho toda la alegría de la
salvación de Jesús, que se encarna y nace de ella, y al que ella está unida en su condición y destino.
Son los dos puntos de su contemplación que pasamos a exponer.

1. María Madre de Jesús, el Hijo amado del Padre

Así narra Francisco el comienzo de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo:

«Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo,
por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno
recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).

«Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen»
(Adm 1,16).

«Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos
amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen
beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y
muerte» (1 R 23,3).

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Los textos, que subrayan la decisión salvadora del santísimo Padre del cielo, en la que insistiremos,
señalan además, y como punto que levanta la admiración y acción de gracias del Pobrecillo, el
acontecimiento salvador de la encarnación y del nacimiento de la Palabra del Padre, de su Hijo
amado. Con palabras sencillas, sin teologías, repitiendo fórmulas de la liturgia y del lenguaje religioso
popular, Francisco confiesa que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de nuestra
humanidad y fragilidad en el seno de la santa y gloriosa Virgen María; que el Padre ha hecho nacer al
Hijo de la gloriosa siempre beatísima santa María; que el Hijo de Dios se humilla ahora en la
Eucaristía como cuando descendió del trono real al seno de la Virgen. Y confesando esto, Francisco
es consciente de que está proclamando lo más santo y amado, placentero, humilde, pacífico, dulce y
amable y más que todas las cosas deseable: tener un tal hermano (2CtaF 56). Y, por tanto, que el
Padre, que habita en una luz inaccesible, es noticia y conocimiento en la carne que vieron con sus
propios ojos los apóstoles (Adm 1,1-21); y que el santo amor del Padre se ha hecho visible y palpable
en su Hijo, nacido de María Virgen.

De aquí arranca la admiración y acción de gracias de Francisco, que terminaría, sin terminar nunca,
en la prisa del seguimiento de las huellas de nuestro Señor Jesucristo.

Pero en su admiración y acción de gracias, tropezaría con Aquélla de la que el Hijo amado recibió la
verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. María no es objeto directo y expreso de ellas;
Francisco, sin embargo, no tiene más remedio, desde su fe, que nombrarla y envolverla en su
admiración, que tan bien destacan los adjetivos de santa, gloriosa, beatísima Virgen María, con que la
saluda. Porque, sin ella, Jesús, el Hijo amado del Padre, que es nuestro hermano, que fue pobre y
huésped y que se entregó en la cruz, no existiría, ni se habría realizado el plan salvador del Padre.
De ahí que, aun sin proponérselo, nos ofrezca, en esa alusión rápida a María, unos rasgos que la
definen e identifican y que abren sus ojos y los nuestros a la admiración; estos dos:

a) La Virgen santa y gloriosa le ha dado al Hijo amado del Padre la verdadera carne de nuestra
humanidad y fragilidad. Gracias a ella, Jesucristo es verdadero hombre y está sujeto a los
condicionamientos de la existencia humana, que lo han despojado de la gloria que le correspondía
como a la Palabra del Padre, tan santa, digna y gloriosa.

Nadie, por tanto, ha tenido con el Hijo amado del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, una
relación tan única y singular como ella. Eso es lo que admira y canta Francisco en sus dos oraciones
a la Virgen, especialmente en el Saludo, en el que los nombres de palacio, tabernáculo, etc., no
proclaman otra cosa que la vecindad, la cercanía increíble de María con el Hijo amado del Padre, en
la comunión de personas de la Trinidad. Lo mismo dicen los adjetivos que coronan su nombre en los
textos que nos han servido de punto de partida, sobre todo el título de Madre de Dios, con el que la
admira e invoca. Título éste que, aun estilísticamente, es el punto más alto del Saludo en su segunda
parte, al que todo el movimiento del mismo tiende y en el que se cierra y concluye. Lo más que cabe
decir de la Virgen beatísima lo dice su título de Madre de Dios.

Relación que sólo se salva salvando la verdad entera de Jesús, que es Hijo de Dios y es también Hijo
de María. La insistencia de Francisco en la maternidad de María y en la dimensión fisiológica de la
misma busca precisamente salvar, a todo trance, la realidad humana del Hijo de Dios, la carne que
tomó del seno de la Virgen, en contraposición al docetismo cátaro.

b) La Virgen santa y gloriosa tiene que ver, está implicada en el plan salvador del Padre. Si la Palabra
del Padre toma carne en el seno de la Virgen, si el Padre ha querido que su Hijo naciera del seno de
María, ha sido por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. No es más explícito Francisco en
este punto, pero dice claramente que, si con Jesús comienza la salvación, la Virgen no es ajena a la
59
misma en cuanto que en su seno comienza el Hijo amado del Padre su camino salvador de pobreza y
humillación, y en cuanto que su nacimiento del seno de la Virgen es la manifestación del amor con
que el Padre nos ha amado.

Desde esta contemplación del comienzo del camino de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo,
Francisco ha dado en el blanco de la cuestión mariana, sin que tengamos que suponer que él ha
hecho este razonamiento. María interesa a la fe, María tiene un lugar incuestionable en la confesión
de la fe cristiana, en el Credo, porque si Jesús es el Hijo de Dios en carne humana para salvarnos, lo
es porque y desde que se encarnó y nació de santa María. Sin ella, Jesús no sería Jesús: el Hijo de
Dios y el Hijo de María, verdadero Dios y verdadero hombre, que «sólo refleja la entraña de Dios en
la medida en que refleja a su Madre» (O. González de Cardedal). Por eso ella es gloriosa, santa y
beatísima. Y por eso también está justificada la veneración de que se la rodea (CtaO 21).

Por el camino de la contemplación de la Palabra del Padre que recibió en el seno de María la
verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia
cristiana que tienen que ver con la encarnación del Hijo del Padre, desde los que parte en su
contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina; los temas son éstos:

a) Importancia de las mediaciones en la experiencia cristiana de Francisco: la confesión y experiencia


cristiana de Francisco es consciente de que Dios es inaccesible en sí mismo, y de que sólo es posible
conocerlo a través de las mediaciones de Jesucristo, del Espíritu del Señor, de santa María la Virgen,
de la Iglesia, de los sacramentos, de los hombres y de las demás criaturas. Lo específico de la
mediación mariana, dentro de este conjunto de mediaciones que nos acercan a Cristo y que no tienen
todas el mismo rango, consiste en que por ella el Hijo de Dios ha recibido la verdadera carne de
nuestra humanidad v fragilidad.

b) La absoluta identidad cristiana consiste en la relación con Jesucristo: la confesión y experiencia


cristiana de Francisco sabe que el cristiano lo es sólo y en cuanto tiene relación con Jesucristo, el
único que nos conduce al Padre. Relación que en la Virgen santa y gloriosa consigue su primera y
máxima realización, y que la convierte en la compañera y ejemplar primero de los que, por la
inhabitación del Espíritu del Señor, son también «madres, cuando lo llevan en el corazón y en el
cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo dan a luz por las obras santas, que deben
ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). Por eso, la dimensión materna de la vida de los Hermanos
Menores, destacada en el triple hecho de que el amor de los hermanos entre sí deba sobrepasar al
de la madre a su hijo (1 R 9,11; 2 R 6,8), de que los hermanos que cuidan de los que se dedican a la
contemplación se llamen «madres» (REr 1-2) y de que se llame estériles a los hermanos dedicados a
la actividad apostólica descuidando la oración (2 Cel 164), tiene su raíz en «el puesto dado a María
en la imagen franciscana de la Iglesia» (O. Schmucki).

c) Centralidad e importancia de la misión en la vida del Evangelio: la fe y experiencia cristiana de


Francisco es consciente de que, si Jesucristo Salvador es la salvación y es para salvar, nuestra
relación con Él nos define en consecuencia como salvadores y para la misión. «Hemos sido dados al
pueblo para su salvación» (LP 83g). Así se señala en los biógrafos lo que aparece claro desde la
vocación evangélica de Francisco y desde la de sus primeros hermanos, que la regla y vida de los
hermanos recoge ya en las primeras fases de su redacción, sobre todo en los capítulos 16, 17 y 21
de la Regla no bulada. Como María, arrastrada y envuelta en la entrega que el Padre nos hace del
Hijo de su amor para nuestra salvación, los Hermanos Menores serán también, desde dicha
donación, donadores de gracia para todos.

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2. María, pobre con Jesucristo, el Hijo amado del Padre
La confesión cristológica de Francisco abraza, como hemos indicado, la vida y pobreza de N. S.
Jesucristo, sus huellas, los misterios principales de su vida terrena. Una de las convicciones
cristológicas de Francisco consistía en la certeza de que la historia de Jesús, su biografía o, como
dice el Pobrecillo, los ejemplos del Hijo de Dios, no es un marginal que importa poco para la
confesión cristológica cristiana. Está en juego en ello la realidad de la encarnación. Por supuesto que
Francisco no hace este razonamiento ni es tampoco excesivamente detallista en la contemplación de
los distintos misterios de la vida de Jesús; pero el hecho de que los distintos misterios de la vida de
Cristo sean objeto de su oración y contemplación como contenido del plan salvador del Padre, de que
en ella encuentre el camino de Jesús que debe seguir y por el que él y sus hermanos optaron desde
el principio de forma decidida y radical como justificación de su forma de vida, está diciendo que, de
hecho, eran conscientes de que, para llegar al Padre, el camino era la vida y pobreza de nuestro
Señor Jesucristo y su santísima Madre, contemplada como expresión de su anonadamiento y
desapropiación, y por ello como manifestación de la humildad de Dios. Nguyen van Khanh escribe al
respecto: «En la Encarnación del Hijo quedó expresada la donación que la Trinidad hace de sí misma
a la criatura; dicho de otra forma, la Encarnación nos descubre la humildad de la Trinidad» (Cristo en
el pensamiento de Francisco, p. 103).

Vinculada a dicha vida y pobreza aparece también la Virgen, en la contemplación de Francisco. Ya


hemos indicado la sobriedad con que los escritos se refieren a los distintos misterios de la vida de
María o de la vida de Jesús en la que ella esté presente, si se compara con lo que los Evangelios
presentan, con lo que celebraba entonces la liturgia y, sobre todo, con la contemplación de los
autores del Siglo XII.

Los escritos se limitan a aludir a la Anunciación, al Nacimiento de Jesús y, de una manera general, a
su vida pública de peregrino y desinstalado, que Francisco contempla reflejada en la de cualquiera de
los marginados del Asís de entonces. Además, tales misterios están allí señalados de una forma
escueta y sin entretenerse en los detalles y circunstancias que nos refieren los textos del Evangelio.
Sin embargo, tanto en la alusión al Nacimiento como a la vida pública, la contemplación de Francisco
destaca la vida de pobreza que la Palabra del Padre quiso escoger en el mundo (2CtaF 5). En ambos
momentos Francisco presenta a Jesucristo como un peregrino, un sin techo ni hogar que, según un
texto evangélico preferido por Francisco al decir de los biógrafos, «no tiene donde reclinar la cabeza».
Desde que, en la Encarnación, el Verbo del Padre, «siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto
con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5), el camino y
condición de Jesús irá, por el despojo y la desapropiación, hasta la desnudez de la cruz, pasando por
una vida expuesta de tal modo a la pobreza, que se ve obligado a vivir de limosna y en la
desinstalación del que no tiene techo ni hogar. Según el P. Schmucki, la presentación que la Regla (1
R 9,3-8) hace de la mendicidad de Cristo y, sobre todo, de la de la Virgen, sin ningún texto evangélico
que la respalde, estaría influenciada por la piedad popular de entonces y quizá también por los
evangelios apócrifos.

Con Él, junto a Él, está María, su Madre..., contemplan los dos textos a que nos estamos refiriendo
(OfP 15,3; 1 R 9,3-5). Tampoco ella, por tanto, tiene donde reclinar la cabeza. También ella, como
Jesús, debe mendigar el sustento para vivir. Es la «pobrecilla», dice Celano; según éste y los demás
biógrafos, Francisco la contempla compartiendo la pobreza y el desamparo de su hijo.

Por el camino de la contemplación de la pobreza desinstalada y sin abrigo de Jesús, en la que la


Virgen su Madre está implicada como primera y principal seguidora, Francisco nos lleva a los temas
de su experiencia cristiana, que tienen que ver con el seguimiento de la pobreza y humildad de

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Jesucristo, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que, a su vez, ésta se
ilumina; los siguientes:

a) Centralidad de la compasión hacia los leprosos y marginados en la experiencia cristiana de


Francisco: punto de partida de su proceso de conversión es la misericordia con los leprosos. Y la
compasión hacia todo el que sufre será actitud permanente que lo acompañará toda su vida, y que
tendrá su justificación definitiva y suprema en la vida y pobreza de Jesucristo, hecho leproso por
nosotros, y de su santísima Madre.

b) Centralidad de la pobreza en la vida del Evangelio: la pobreza, como inseguridad y escasez, en


seguimiento de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, tiene en el
texto de 1 R 9,3-6, a que nos venimos refiriendo, una de sus primeras formulaciones y uno de los
testimonios de su centralidad. Con ello, la vida de despojo y humillación de Jesús como forma de vida
de los Hermanos Menores, está también inspirada y acompañada por la existencia de María como
seguidora de la vida a la intemperie y en comunión con los pobres de su Hijo.

3. Consagrada por el Santísimo Hijo


La confesión cristiana de Francisco no separa nunca la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo,
de la gloria que Él tiene en común con el Padre. El Jesús hermano en la verdadera carne de nuestra
humanidad y fragilidad, el Jesús pobre y con los pobres, es el mismo que es la Palabra del Padre,
que es igual al Padre, que tiene, vive y obra en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, al
levantar sus ojos hacia la Virgen, la contempla también bajo la acción de su Hijo que, al igual que el
Espíritu, la consagra junto con el Padre. Dice así Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora,
santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo
Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito».

El texto tiene un indudable tono intemporal que lo distingue de los comentados hasta ahora. Como si
nos acercase al secreto y a la intimidad inaccesible de Dios, subrayada ésta además por el doble
«santísimo» que acompaña a los nombres del Padre y del Hijo. Es el misterio e impenetrabilidad de
los designios de Dios, aunque se le contemple en su comunicación a los hombres, en nuestro caso, a
la Virgen santa y gloriosa que Francisco, como veremos, subraya con frecuencia. El texto, además,
presenta al Hijo amado en la comunión de personas de la Trinidad, en la que el Padre es siempre el
origen y principio y el que tiene la iniciativa, y que aquí aparece junto con el Hijo y el Espíritu Santo,
eligiendo y consagrando a la Virgen.

En la acción y comunicación consagrante por parte del Santísimo Hijo amado detenemos ahora
nuestro comentario. Según el texto a que nos referimos, la contemplación de Francisco sabe que,
antes de la acción de María que concibe al Hijo de Dios y que lo da a luz, está la acción y
comunicación del Hijo a su Madre, que la consagra, la prepara y capacita como Madre suya, para
descender luego del trono real a su seno materno (Adm 1,16). En su concisión, el texto no deja
margen para ulteriores desarrollos. Pero cuanto la teología se atreve a decir al hablar de que «cuando
el Hijo de Dios, obediente y acorde con el Padre, elige y prepara personalmente como Madre suya a
esa mujer elegida por el Padre, entonces ella, hecha por la gracia y el poder de Dios pura apertura y
disponibilidad, puede ya concebir a este Hijo, que es su Hijo. Él se confía a ella, se siembra en ella;
Él, que es la vida y en cuanto la vida que es, la hace así su Madre, y luego, por ella y desde ella, se
entrega a toda la humanidad como la vida nueva » (R. Schulte), está dicho aquí de una forma sencilla
y casi visual: el Hijo amado, en la comunión de Personas de la Trinidad, unge y consagra a su Madre,
como está ungida y consagrada la capilla de Santa María de los Ángeles. María, dice Francisco, es
también obra de su Hijo. Obra, además, conseguida y perfecta, como cantan los aves del Saludo, y el

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ave de otro escrito haciendo eco al evangelista: «¡Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo!
(Lc 1,28)» (ExhAD 4). Obra que alcanza su plenitud en la glorificación de María, la santa Reina coronada.

De nuevo Francisco, al contemplar la acción y comunicación del Hijo amado del Padre a la Virgen
santa y gloriosa, nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que se refieren a su confesión de
Jesús como el Hijo amado del Padre; desde ellos parte su contemplación mariana y desde ellos ésta,
a su vez, se ilumina. Son:

a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: el Dios de la fe y de la


experiencia cristiana de Francisco es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son y viven en comunión.
¡Siempre el Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo! Siempre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
actúan y se comunican en la comunión de Personas de la Trinidad, como ha sucedido en María,
«elegida por el santísimo Padre y consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo
Paráclito».

b) Su visión de Jesucristo como el Hijo del Padre: el Jesús de la fe y de la experiencia cristiana de


Francisco es, sobre todo y antes que nada, el Hijo queridísimo del Padre, el Hijo amado que le
descubrió al Pobrecillo que, sólo por el Hijo y en su experiencia filial, se conoce y se alcanza al Padre,
y que la actitud ante Él no puede ser otra que la del Hijo, en quien la Virgen y nosotros somos hijos
del Padre.

c) La primacía y anterioridad de la acción de Dios: Francisco es consciente de que sólo el Señor da la


gracia de comenzar a hacer penitencia, de que Él es quien conduce a los leprosos, de que el Señor
es quien hace y dice todo bien. Por eso también para la Virgen vale lo que debe ser principio
incuestionable en la vida evangélica del Hermano Menor: tanto se tiene cuanto Dios da (Adm 19).
Tampoco a ella le estaba permitido gloriarse en nada (Adm 5). La gloria de la Virgen gloriosa, como la
nuestra, es Dios, el Padre que nos ha comunicado su gloria en Jesús.

II. VENIMOS DEL PADRE Y A ÉL VAMOS


Fijos los ojos en Jesús, el crucificado de san Damián, y siguiendo sus huellas, Francisco y sus
hermanos contemplaron en Su rostro, humillado y glorioso, la relación viva, entrañable y gozosa que
tiene con el Padre, de quien es la Palabra, la sabiduría y el Hijo amado y queridísimo, y de quien nos
ha revelado el nombre, pues sólo por Él conocemos al Padre que habita en una luz inaccesible. Y así
supieron que Dios es su Padre, que de Él ha salido y hacia Él va, que con Él vive en comunión de
conocimiento y de amor, que Él lo ha enviado al mundo para su salvación, que ha querido, por el
santo amor con que nos amó, que su Hijo naciera de santa María Virgen (1 R 23,3), que de Él ha
recibido su amor, sus discípulos y su mensaje, que por Él ha sido entregado a la muerte de cruz para
nuestro bien y salvación, y que por Él fue acogido con gloria y así está sentado a la derecha del
Padre santísimo en los cielos, eternamente vencedor y glorioso, y orando y dando gracias al Padre
por nosotros y en nuestro lugar. Así descubrieron en el rostro del Padre los dos rasgos más salientes
que lo identifican y con los que se manifiesta también, como veremos, en su comunicación a la Virgen
y en su relación con ella; por una parte, su transcendencia: es el Altísimo, el Santísimo, el Rey sumo;
y por otra, su cercanía: es al mismo tiempo el Padre del santo amor, y el que elige y consagra a María
(SalVM 2). Descubrieron también que el Padre ha creado todas las cosas por medio de su Hijo único
con el Espíritu Santo. Supieron además, gozosa y alborozadamente, que tenían un Padre en el cielo,
de quien eran hijos por el Espíritu del Señor que mora en los que perseveran en penitencia y en los
que hacen la voluntad del Padre en seguimiento de Jesús, el Hijo amado. Y, en fin, sus ojos y sus
manos se alzaron al Padre como el final y término hacia donde todo se dirige y va a dar.

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Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Padre de nuestro Señor
Jesucristo, santo y grande, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo tras las huellas de
Jesucristo, en comunión con su experiencia filial e impulsados por el Espíritu del Señor.

Por eso, no es de extrañar que Francisco, cuando contemple a la Virgen gloriosa y beatísima, la vea
bajo la acción del Padre y en relación con Él. Todo cuanto la Virgen es y todo cuanto de ella cabe
decir, desde la fe, arranca del Padre, de quien, por Jesucristo, venimos y hacia quien vamos.
También ella podía decir: «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener en el cielo un Padre!»

El fervor mariano del siglo XII, contexto inmediato de la confesión de fe de Francisco, fijó también su
atención en la acción y comunicación del Padre a María y en la relación entre ambos. Son los puntos
que pasamos a exponer.

1. La acción del Padre en María


La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre, origen y principio de la Trinidad y de su
manifestación y comunicación a los hombres, a la Virgen santa y gloriosa, la expresan los escritos en
los siguientes textos:

«¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por
el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo
Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (SalVM 1-3).

«Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo,
por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno
recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).

«Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos
amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen
beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y
muerte» (1 R 23,3).

No nos interesa hacer ahora una exégesis detallada de estos textos, sino únicamente recoger y
subrayar el protagonismo del Padre en su acción y comunicación salvadora, que ellos destacan con
precisión. En el primero, de una forma directa: «elegida por el Padre» y «consagrada por Él» (SalVM
2). En los otros dos, de una manera indirecta, ya que las acciones de las que se hace responsable al
santísimo Padre del cielo: anunciar su Palabra y hacer nacer al Hijo, no recaen sobre la Virgen
directamente. Pero los tres presentan a María bajo la acción del Padre y en dependencia absoluta y
radical de su designio y amor salvador y generoso.

Por lo tanto, también la Virgen santa María, gloriosa y beatísima, comienza en el nombre del Padre y
de su acción y comunicación, en la escucha de su anuncio-revelación y en la corriente del santo amor
con que nos amó. También la persona y la existencia de María aparece implicada en el quehacer
salvador del Padre, tiene que ver con la salvación de todos, y es también, como el descenso del Hijo
amado del Padre, nacido de su seno, para la salvación de todos. Lo dicen expresamente los dos
últimos textos aducidos, en los que la acción y comunicación del Padre a la Virgen tiene que ver con
su acción salvadora, que abraza desde la creación a la parusía, y tiene origen y fuente en su santo
amor. La Virgen tampoco es sólo para sí, sino que lo que importa en ella sobre todo es su
contribución al designio salvador del Padre: ser la casa que albergue al Hijo salvador y redentor, y
que haga posible la casa de Dios en la humanidad, según sugiere el título de Virgen-Iglesia. María es
la persona-Iglesia que hace posible la comunidad-Iglesia.

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Acción y comunicación salvadoras y gratuitas del Padre, que elige y consagra a María, contempladas
en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que el Padre tiene la primacía de origen y principio
sin principio, como acostumbra a contemplar Francisco. En consecuencia, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son los protagonistas principales de la elección y consagración de María, como lo son
de la salvación. A ella se comunican, en ella actúan, y por ello María puede ser proclamada como la
«que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), ya que es palacio, tabernáculo,
casa, vestido, esclava y Madre del Hijo, Hijo que tomó la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad en su seno (2CtaF 4). También la Virgen, por lo tanto, comienza en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo que han creado todas las cosas, que nos han redimido y que, por sola su
misericordia, nos salvarán. También ella está expuesta y sometida al quehacer salvador de cada una
de las Personas de la Trinidad, en la que el Padre es el centro y polo absoluto, y la fuente y origen del
designio salvador, en el que también ella se ha visto arrastrada y envuelta. Por eso se explica que
Francisco, a la hora de la acción de gracias «por estas cosas», suplique humildemente «a la gloriosa
Madre y beatísima siempre Virgen María», la primera entre todos los ángeles y santos, que dé
gracias al Padre, como a Él le agrada (1 R 23,6).

Es la misma estampa que Francisco presenta de María en el Saludo a la Virgen. También en él María
aparece como glorificadora del Padre, en la comunión de Personas de la Trinidad, sólo que en
pasiva. La Virgen aparece en él como la obra cumbre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en
cuanto palacio, tabernáculo, casa, vestido, esclava y Madre del Hijo en la comunión de Personas de
la Trinidad (SalVM 2-5), y por ello como epifanía de su grandeza y de su amor. Dios se ha cubierto de
gloria en María, canta en definitiva Francisco.

2. Elegida y consagrada por el Padre


El resultado de la acción y comunicación del Padre en María lo señalan los escritos del Pobrecillo con
dos participios: elegida y consagrada.

Primero, ELEGIDA, la acción de elegir, de escoger, de preferir entre otros, que es el sentido que el
verbo elegir tiene en los escritos, que a Francisco le podía sonar de sus lecturas bíblicas del Misal y
del Breviario, y que la Antífona del Oficio de la Pasión traduce así: «No ha nacido en el mundo entre
las mujeres ninguna semejante a ti». Singularidad por lo tanto de la Virgen, excelencia sobre toda
mujer, que el mismo texto de la antífona que comentamos enraíza en las relaciones de María con
cada una de las Personas de la Trinidad, y que también e indudablemente enfatiza y singulariza:
nadie como ella está relacionada con las Personas de la Trinidad.

En segundo lugar, CONSAGRADA. El vocablo habla de ofrecer un objeto a Dios, de hacerlo sagrado
o de dedicar algo a Dios. Por lo tanto, el término, en el Saludo a la Virgen, obliga a pensar en la
consagración o dedicación de los lugares sagrados a Dios y a su culto, ya que la Virgen es saludada
en él como palacio, tabernáculo, casa, morada, al fin, del Hijo de Dios, de quien es Madre. La Virgen
santa María se contempla, pues, como objeto y destinataria de la acción del Padre con el Hijo y el
Espíritu Santo, que la preparan, habilitan y consagran para ser lugar que «tuvo y tiene toda la plenitud
de la gracia y todo bien» (SalVM 3), según la probable secuencia de ideas entre los versos 2 y 3 del
Saludo.
Como decíamos en nuestro anterior trabajo, en la imagen de María que se desprende de lo dicho
hasta aquí destaca sobre todo la acción del Padre que despliega, manifiesta y comunica su amor
santo en favor del hombre a través de la creación, de la vida y pobreza de Jesucristo, y de la
habitación del Espíritu del Señor que nos hace hijos del Padre, y hermanos, madres y esposos de
Jesús; y que, en la Virgen, según la contemplación de Francisco, se concreta en su elección y
consagración, en el anuncio-revelación del Padre y en su voluntad de que su Hijo naciera de la Virgen

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por el santo amor con que nos amo. Por eso hay que decir que, al fin, Francisco más que hablar de
María o de alzar su admiración hacia ella, de lo que habla y lo que le estremece es el Dios bien, todo
bien, sumo bien, el único bueno, el Padre de ternura e intimidad inefable para su queridísimo Hijo y,
desde Él y por Él, para con los hombres y, entre ellos, sin comparación con ninguna creatura, para
con la Virgen Santa y gloriosa. Por eso, «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!»
(SalVM 1).

O dicho de otra forma y con un tema que configura toda su experiencia cristiana: Francisco de lo que
habla es de la pobreza de María, vacío para Dios; eso la define, sólo eso es ella ante Dios, y así se
identifica ella en su Canto, el Magníficat.

Contemplando la acción y comunicación del Padre a María, en la comunión de Personas de la


Trinidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con su visión
de Dios, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina;
los siguientes:

a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: a ella nos hemos referido en el
apartado anterior y a él remitimos.

b) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como transcendente en su ser y obrar: el Dios de la
fe y de la experiencia cristiana de Francisco es el entera y radicalmente diferente, el indecible e
incomparable con nadie ni nada, el altísimo y santísimo, ante quien no cabe otra cosa que la
adoración rendida y absoluta, el silencio admirativo y la entrega incondicional en acción de gracias y
en donación de gracia. Frente a este misterio de la transcendencia de Dios, acorralada por Él, coloca
Francisco a María, también santa y gloriosa porque «elegida por el santísimo Padre del cielo y
consagrada por Él, con su santísimo Hijo y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2).

c) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como comunicación entre ellos y hacia el hombre: el
Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es también el Dios bien, todo bien, sumo bien,
el único bueno, que hace y dice todo bien, que nos ha creado, nos ha redimido y por sola su
misericordia nos salvará (1 R 23,8). El Dios que da y se nos da en su Hijo y en el Espíritu Santo. El Dios
amor y caridad, el Dios gran limosnero, ante quien no es posible otra cosa que la acción de gracias y
el don rebañador y absoluto. Ante Él, envuelta y habitada por su ternura, por su acción y
comunicación, contempla Francisco a María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo
bien» (SalVM 3), y que, junto con el Hijo queridísimo y el Espíritu Santo, y con todos los ángeles y los
santos, da gracias por estas cosas (1 R 2 3,6).

d) La visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como gratuito y de balde: el Dios de la fe y de la
experiencia cristiana de Francisco es el Dios que obra como a Él le place, que por el santo amor con
que nos ha amado, quiso que su Hijo naciera de la Virgen, y que lo entregó a la cruz, no por Él sino
por nuestros pecados y para nuestro bien. Ante Él no cabe más que confesar que todo es gracia, y
que dar gracias es la actitud justa y debida. Ante el que hace y dice todo bien, contempla también
Francisco a María como la que es y tiene en la medida en que Dios le da, según cantan el Saludo a la
Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, y como la que vive ante el Padre dando gracias y
pidiéndola para los hombres.

e) La primacía y principalidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo: en la confesión cristiana de


Francisco, el Padre es la fuente de la Trinidad, origen del Hijo y del Espíritu Santo; Él ha creado todas
las cosas; de Él somos hijos en el Espíritu. Él es también el término y final de todo: hacia Él va el Hijo,
a Él se dirige su acción de gracias y la del Espíritu Santo, y la de María y la de todos los ángeles y

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santos, y también la fe, esperanza y caridad de todos los fieles y hombres (1 R 23,1-10). Ante Él
coloca también Francisco a la Virgen santa y gloriosa: bajo su acción y en relación con Él como
esclava e hija.

f) La paternidad de Dios Padre sobre los hombres: en la confesión y experiencia cristiana de


Francisco, la paternidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo sobre los hombres se contempla y
admira en las relaciones entre el Padre y el Hijo amado. Cómo Dios es Padre y cómo somos hijos
ante Él, sólo se aprende en la contemplación de la paternidad de Dios Padre sobre el Hijo amado y
en la contemplación de la filiación del Hijo para con su Padre. Cuando Francisco contempla a María
como hija del Padre, hay que colocar dicha contemplación, aunque él no lo diga expresamente,
dentro del contexto de sus escritos, en los que la paternidad de Dios sobre los hombres está vista en
su fuente, en la relación de paternidad y filiación entre el Padre y el Hijo. María tampoco tiene otra
fuente ni origen de su filiación que esa.

3. María, hija y esclava del Padre


La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre a la Virgen, en la comunión de Personas de
la Trinidad, crea entre Él y María unas relaciones que tienen su raíz en dicha comunicación, y que
Francisco expresa con los nombres de «hija y esclava» que le da en la Antífona del Oficio de la
Pasión. Nombres que hay que leer y pronunciar a la luz del contexto de sus escritos. En ellos, la
expresión «siervo de Dios» supone la convicción de que todo es y depende de Dios, y de que, por
tanto, no cabe otra actitud ante Él que la de estar a su entera disposición, la de no gloriarse de nada y
la de alegrarse de todo el bien que Dios hace y dice; son precisamente las actitudes de María frente a
Dios que destaca el Magníficat. E «hijo de Dios» lo es quien tiene el Espíritu del Señor y quien hace,
en seguimiento de Jesús, la voluntad del Padre. Y dichos nombres, tal como aparecen en la antífona,
señalan además, en la relación de servicio y filiación de la Virgen hacia el Padre, estos dos aspectos:

a) María es hija y esclava del Padre por gracia y don: ni María ni nadie pertenece a Dios ni puede
tener relación con Él, sin la gracia y comunicación previa de Dios a ella. Lo ha dejado dicho ya
Francisco, por lo que se refiere a María en el Saludo a la Virgen, y lo proclama además su visión de lo
cristiano, en la que la respuesta del hombre a Dios está provocada y urgida por su comunicación
inefable a nosotros en la humillación de Jesús.

b) María, hija esclava del Padre, en cuanto consentimiento personal y actitud existencial de ella frente
al don y a la gracia de ser hija y esclava suya. Dimensión que los nombres a que nos referirnos no
hacen explícita ni desarrollan, pero que indudablemente expresan por sí mismos, y que, leídos
además a la luz de la Carta a los fieles (2CtaF 48-49) y del Saludo a la Virgen, permiten desentrañar su
contenido y afirmar que María, igual que los verdaderos penitentes, en los que mora el Espíritu del
Señor, es hija del Padre, cuyas obras hace. Mucho más teniendo en cuenta la constante y repetida
visión de lo cristiano de Francisco, en la que la respuesta, el seguimiento, la vida en penitencia, son
consecuencia obligada y urgente de la confesión de Dios Trino, trascendente y cercano, en su
comunicación generosa a nosotros en Jesucristo. Porque Dios es don, al hombre no le queda otro
remedio que dar y darse.

La imagen de María que nos ofrece Francisco desde su contemplación de las relaciones de servicio y
filiación que ella tiene con el Padre, aunque no nos permite pormenorizar sus rasgos, es suficiente
para poder afirmar con seguridad la dimensión consentidora y responsiva de María, que no admite
parangón en este mundo (OfP Ant 1). Con ello Francisco ha dicho todo lo que la teología no acaba de
decir sobre la fe, la disponibilidad y la pasividad-activa de María hija y esclava, que le obligaban a
rezar: «Ruega por nosotros».

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III. EN EL ESPÍRITU SANTO
Siguiendo a Jesús en sus huellas de entrega y humillación hasta la cruz, Francisco y sus hermanos
fueron descubriendo que la confesión cristiana es también confesión del Espíritu del Señor y su santa
actividad. Descubrieron que el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, vive y reina en comunión con el
Padre y el Hijo, y que es uno con ellos en la «suma Trinidad y santa Unidad», en la «perfecta Trinidad
y simple Unidad»; que da gracias al Padre junto con el Hijo; que obra juntamente con el Padre y el
Hijo; que, con el Espíritu Santo, el Padre ha creado todas las cosas por medio de su Hijo; que, junto
con el Padre y el Hijo, es creador, redentor y salvador; que nos da a conocer al Padre invisible y la
divinidad del Hijo de Dios en la carne humilde de Jesús y en el pan y el vino eucarísticos, y le
conocemos también a Él; que morando en nosotros, nos hace hijos del Padre y hermanos, madres y
esposos de Jesús, el Hijo amado del Padre; que nos purifica, ilumina y enciende para seguir las
huellas de Jesús hacia el Padre; que activa en nosotros su santa operación: la oración pura, la
humildad y paciencia en la persecución y enfermedad, el amor a los que nos persiguen, reprenden y
acusan, o que con su gracia e iluminación infunde en los corazones de los fieles las santas virtudes
para hacerlos, de infieles, fieles a Dios; que la caridad del Espíritu obliga a servirse y obedecerse
mutuamente; y que, por ello y al fin, el Espíritu del Señor nos abre el camino de las huellas de Jesús,
opuesto al camino que la carne prefiere y ama.

Y así y en consecuencia, los escritos hablarán de la caridad del Espíritu, de la obediencia del Espíritu,
de la paz del Espíritu, de la pobreza del Espíritu, de la vida del Espíritu, de la sabiduría espiritual, y
dejarán la impresión, en el uso frecuente y abundante de los términos espíritu y espiritual, de que la
vida del Evangelio o la vida de los verdaderos penitentes está transida y ungida toda ella por y del
Espíritu Santo.

Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Espíritu del Señor, del Espíritu
Santo, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo y profundizando al paso y prisa del
seguimiento de las huellas de desapropiación y humillación de Jesucristo, el Hijo amado del Padre,
impulsados precisamente por el Espíritu Santo, opuesto al espíritu de la carne que «quiere y se
esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el
espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a
los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su
recompensa" (Mt 6,2)» (1 R 17,11-13).

Con ello confesaban y proclamaban que sobre todas las cosas está el deseo del Espíritu del Señor y
su santa operación (2 R 10,8-12); que el Espíritu Santo tiene la primacía en la vida del Evangelio en
cuanto que, gracias a Él, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre, que quiso que su Hijo
naciera de la Virgen y que fuéramos redimidos por su cruz, sangre y muerte (1 R 23,3), es suceso
ininterrumpido y habitual en nosotros por la habitación y morada del Espíritu del Señor.

Desde esta confesión del Espíritu Santo y de su comunicación a los hombres que nos introduce en la
vida de comunión de la Trinidad, es lógico que Francisco, al contemplar a María, la vea también bajo
la acción del Espíritu Santo en la comunión de Personas de la Trinidad, y unida esponsalmente a Él.
Aunque los textos que hacen referencia a estos puntos son pocos y tan escuetos que apenas
permiten otra cosa que tomar nota de ellos, son, sin embargo, el testimonio suficiente de que la
contemplación de Francisco ha acertado a ver a María en su relación con el Espíritu Santo, por quien
el acontecimiento de la salvación se nos comunica y nos llega: por Jesucristo venimos del Padre y
hacia Él vamos en el Espíritu. O, como dicen los teólogos, sólo en el Espíritu Santo el Padre es
nuestro Padre por Jesús; sólo en el Espíritu Santo el Hijo es nuestro hermano en su filiación de y para
el Padre.

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También en este punto Francisco estuvo precedido por la abundante y fervorosa contemplación del
siglo XII de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación que dicha acción establece entre
ambos." Son los dos puntos que pasamos a exponer.

1. María bajo la acción del Espíritu Santo


Dice Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María,
que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su
santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito: que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo
bien» (SalVM 1-3). El texto proclama que la consagración de María es obra también del Espíritu
Santo, en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que la primacía de origen e iniciativa
pertenece al Padre, como ya hemos indicado que subraya Francisco. También María, por tanto,
comienza en el nombre del Espíritu Santo y con su acción y comunicación. El texto, como ya queda
indicado, no permite ir más allá en el comentario. Pero afirma y proclama con seguridad que la acción
y comunicación de Dios a María es acción de las tres Personas de la Trinidad; que su plenitud de
gracia y todo bien abarca y se extiende a las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella
y que también infunde en los creyentes para hacerlos, de infieles, fieles a Dios (SalVM 6); y dice
también, teniendo en cuenta el contexto de los escritos resumido al principio de este apartado, que la
acción y comunicación del Espíritu Santo a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, va
enderezada y dirigida a hacerla hija del Padre y Madre del Hijo, como le sucede al cristiano en el que
mora el Espíritu del Señor (2CtaF 48-53). Con ello Francisco dice sencilla pero suficientemente
cuanto el magisterio y la teología han dicho y seguirán diciendo sobre la acción del Espíritu Santo en
María. Otra vez la ermita de Santa María de los Ángeles sería el punto de referencia, concreto y
pobre, que le ayudaría a contemplar la consagración de María por el Espíritu Santo. Y de nuevo sus
labios se abrirían a la alabanza: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!».

2. María esposa del Espíritu Santo


También la acción y comunicación consagrante del Espíritu Santo a María, en la comunión de
Personas de la Trinidad, crea y hace surgir una relación entre ambos. Es su esposa, dice la Antífona
del Oficio de la Pasión. Francisco no expresa esta ilación entre acción consagrante y relación
esponsal, pero lo que llevamos dicho a lo largo de estas páginas permite afirmarla. Tampoco se
entretiene en explicar su contenido. Y aunque el nombre de esposa habla de unión, de intimidad y de
fecundidad, apenas hay nada en el texto que comentamos ni en los demás escritos de Francisco que
permita entretenerse en esa dirección. Únicamente cabe recordar que el Espíritu Santo, según la
contemplación de Francisco que hemos desarrollado al principio de este apartado, es quien nos
relaciona y une con el Padre y con el Hijo amado, y quien realiza la comunión entre los hermanos de
la fraternidad. Desde este contexto, rápidamente señalado, se puede afirmar que, cuando Francisco
llama a María esposa del Espíritu Santo, no hace otra cosa que proclamar la unión íntima y profunda
de María con el Espíritu Santo, desde la que Él puede realizar su tarea salvadora de unirla con el
Padre como hija, y con el Hijo como Madre. Unión en la que tampoco tiene comparación con nadie, y
que haría repetir una vez más a Francisco: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios,
María!».

La imagen de María que la contemplación de Francisco esboza según la exposición que acabamos
de hacer de sus relaciones con el Espíritu Santo, puede parecer pobre en comparación con la «alta
temperatura pneumatológica» de la mariología actual. Y aunque no había por qué esperar de él una
exposición más rica y precisa, quisiéramos anotar lo siguiente: los escritos de Francisco no ofrecen
una teología completa del Espíritu Santo; apuntan sólo unos temas y sin ninguna pretensión teológica
además. En ellos está claramente confesada, como hemos visto, la comunión del Espíritu Santo con
el Padre y el Hijo en su ser y en su acción en la creación, en la redención, en la divinización y en la

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salvación definitiva y última. También está claramente confesada su santa operación, aunque no en
toda su extensión y amplitud. Pero su relación con el Padre y con el Hijo, si bien se confiesa, no tiene
el desarrollo que consiguen las relaciones entre el Padre y el Hijo. Otra cosa: los escritos tampoco se
refieren a los dos momentos de la historia de la salvación en los que, según la presentación que hace
de los mismos san Lucas, el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen: el Pentecostés anticipado de
María (Lc 1,35: la Anunciación) y el Pentecostés de la Iglesia (Hch 1,8), que, al decir de los teólogos, la
constituyen en pneumatófora. Sin embargo, cuando Francisco afirma que también el Espíritu Santo,
en la comunión de Personas de la Trinidad, consagra a la Virgen, aunque no señale ninguno de los
dos momentos a que nos acabamos de referir, está proclamando lo esencial y fundamental de las
relaciones entre el Espíritu Santo y María, tanto más si se tiene en cuenta el texto de la Carta a los
fieles (2CtaF 48-53), donde el Espíritu Santo aparece uniéndonos con el Padre y con el Hijo; el texto
mencionado permite afirmar que en esa dirección hay que entender la acción consagrante del Espíritu
Santo en la Virgen, como hemos expuesto.

Por el camino de la contemplación de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación entre
ambos, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con el Espíritu
del Señor, con el Espíritu Santo, desde los que su contemplación mariana arranca y desde los que, a
su vez, se ilumina:

a) Centralidad del Espíritu Santo, en su experiencia cristiana: Francisco ha acertado a ver que, sin el
Espíritu del Señor, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre en Jesús no sucede y se
realiza en nosotros. Como en María, el Espíritu Santo cierra y concluye la comunicación salvadora de
Dios a nosotros.

b) La actividad del Espíritu del Señor: la confesión y experiencia cristiana de Francisco es consciente
de que el Espíritu del Señor es el responsable último de toda actividad cristiana, de toda operación en
seguimiento de Cristo. Es el Ministro General de la Fraternidad de Hermanos Menores (2 Cel 193). Como
la Virgen santa y gloriosa no es Madre de Dios por sí ni ante sí, tampoco el Hermano Menor puede
decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo. Y como la Virgen santa y gloriosa está adornada
de las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella, también los Hermanos Menores, en
cuanto creyentes, reciben del Espíritu Santo las santas virtudes que, de infieles, los hacen fieles a
Dios (SalVM 6).

CONCLUSIÓN
Quizá la mejor conclusión de estas páginas sería ponernos de rodillas y recitar, como a veces hace
Francisco, el gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que se han volcado sobre la Virgen santa y
gloriosa en su comunicación salvadora en Jesucristo, en su vida y pobreza. Ahí, en la comunicación
salvadora de Dios trino en Jesucristo, ha colocado Francisco a María. Y aunque pudiera parecer que,
al contemplarla bajo la acción de las tres Personas de la Trinidad y en relación con ellas, la ha
levantado a una altura inalcanzable, en realidad lo que ha hecho ha sido situarla en el descenso de
Dios hasta nosotros en Jesucristo, en la absoluta cercanía de Dios en el Emmanuel, que revela al
máximo la vecindad salvadora de Dios Uno y Trino. Indicado con lo que acabamos de decir el centro
y blanco donde ha dado la contemplación mariana de Francisco, pasamos a señalar los puntos
principales que, según creemos, han quedado claros a lo largo de la exposición:

1) La estructura trinitaria de la comunicación salvadora de Dios. La comunicación salvadora de Dios


en Jesucristo tiene, según se desprende de toda la exposición, una estructura trinitaria y, por lo tanto
y en consecuencia, también la vida cristiana consiste, ante todo y sobre todo, en la relación con el
Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por eso, la Virgen de la contemplación de Francisco ha

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sido «elegida por el santísimo Padre del cielo y consagrada por Él con el santísimo Hijo amado y el
Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2), y es hija y esclava del Padre, Madre del Hijo y esposa del
Espíritu Santo (OfP Ant 2).

2) María y el designio salvador de Dios. La contemplación de Francisco ha colocado resuelta y


decididamente a María en la comunicación salvadora y gratuita de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo,
creador, redentor y salvador, al confesar que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de
nuestra humanidad y fragilidad en el seno de María. En la historia de la entrega de Dios al hombre,
María, además de no estar ausente, tiene en ella una función única y singular: ser la Madre del Hijo
de Dios hecho hombre para nuestra salvación. En el designio salvador de Dios, esa es la importancia
suprema e insustituible de María, cuya respuesta y colaboración responsable al mismo cantan de
maravilla los nombres de hija y esclava del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo que le
da Francisco en la Antífona del Oficio de la Pasión. Con ello ha dejado claro Francisco que María no
es un «aparte» independiente en la historia de la salvación, sino que está dentro de ella, está
implicada en ella y ha sido envuelta también en el amor santo del Padre, que quiere la salvación de
todos. En la comunión de los santos, María prosigue, según la contempla Francisco, su compromiso
en la salvación dando gracias al Padre por sus intervenciones salvadoras e intercediendo ante Él
para que nos alcance su perdón salvador.

3) María y Jesucristo, el Hijo amado del Padre. Francisco ha destacado, en su contemplación de las
relaciones de María con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, los siguientes puntos: María ha sido
consagrada por el Hijo creador, redentor y salvador en la comunión de Personas de la Trinidad; la
Palabra del Padre ha recibido en el seno de la Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y
fragilidad; el Padre ha querido que su Hijo naciera, para nuestra salvación, del seno de María; la
Palabra del Padre ha querido escoger en este mundo la pobreza junto con María su madre, y tanto Él
como la Virgen han sido pobres y huéspedes y han vivido de limosna; María es madre del Hijo amado
del Padre, y María ha sido coronada como reina junto a su Hijo, rey del universo. Con ello, Francisco
ha destacado la relación única y singular que María tiene con Jesucristo, el Hijo amado del Padre,
desde su maternidad. Nadie es tan relativa a Jesucristo como ella, nadie tan inevitable junto a Él,
nadie tan cristocéntrica. Ha destacado también que todo lo que María es y todo cuanto es desde Dios
y para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene origen y raíz en el hecho de ser la madre de Jesús. Al
fin, eso es lo que canta y celebra el Saludo a la Virgen. Y ha destacado por fin la implicación de María
en la vida y pobreza de Jesús como consecuencia de su vinculación a Él. Implicación que pone de
manifiesto además la fe de María, su seguimiento tras de Jesús, su hijo, la acogida responsable y
activa que los nombres del Saludo a la Virgen también, implícitamente, proclaman y cantan.

4) María y el santísimo Padre del cielo. Francisco ha destacado, en su contemplación de las


relaciones entre el Padre y la Virgen santa y gloriosa, los siguientes puntos: el Padre creador,
redentor y salvador ha elegido y ha consagrado a María; el Padre, por medio del ángel san Gabriel, le
anuncia su Palabra, tan digna, santa y gloriosa; el Padre, por el santo amor que nos ha tenido, quiere
que su Hijo nazca de la Virgen para nuestra salvación; la Virgen es hija y esclava del Padre. Con ello
Francisco destaca el protagonismo del Padre en María, en su persona y en su vida, impidiendo en
consecuencia una visión de María excesivamente centrada en Cristo solo. Y destaca también, al
afirmar que es hija y esclava del Padre, el protagonismo de María, su postura activa y responsable,
su entera comunión con el querer del Padre en seguimiento de Jesús, obra y actividad del Espíritu del
Señor que mora en los verdaderos penitentes, según 2CtaF 48-53. Comunión con el Padre que María
continúa en la comunión de los santos, dando gracias al Padre por sus intervenciones en la historia
de la salvación, e intercediendo ante Él por nosotros.

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5) María y el Espíritu Santo. Sobre este punto las afirmaciones directas y claras de Francisco son
dos: primera, el Espíritu Santo, creador, redentor y salvador, consagra también a María en la
comunión de Personas de la Trinidad, y, segunda, la Virgen es esposa del Espíritu Santo.
Afirmaciones que, leídas a la luz de 2CtaF 48-53, permiten afirmar, nos parece, que igual que el
Espíritu del Señor relaciona y une a los verdaderos penitentes con el Padre como hijos y con el Hijo
como hermanos, madres y esposos, la consagración de María por el Espíritu Santo la une con el
Padre como hija y esclava, y con el Hijo como madre. Con ello Francisco subraya el protagonismo del
Espíritu Santo en María, en su persona y en su vida, impidiendo en consecuencia una visión de la
Virgen excesivamente polarizada hacia Jesucristo. Y al afirmar la unión esponsal de María con el
Espíritu Santo, destaca también el protagonismo de María, su acogida fiel y entregada, su
colaboración responsable en la fe a la obra consagradora del Espíritu Santo en ella.

6) María y la gratuidad de la salvación. La comunicación salvadora de Dios tiene origen, confiesa


Francisco, en el santo amor del Padre. Es por lo tanto gratuita e incondicional. Y así es también
María, gratuita, incondicional: «Elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su
santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito, que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo
bien» (SalVM 2-3).

7) María, dichosa y beatísima. Los adjetivos «dichosa» y «beatísima», que acompañan en los escritos
el nombre de María, son sin duda repetición del lenguaje litúrgico o del lenguaje popular, por lo que
no tendrían un especial relieve en la contemplación mariana de Francisco. Pero el uso que hace
Francisco del adjetivo «dichoso», «bienaventurado», en otros lugares de sus escritos, con la intención
indudable de subrayar la dicha de quien está abierto a la alegría de la salvación de Jesús, obliga a
pensar, nos parece, que, cuando Francisco llama a María «dichosa» o «beatísima», está
proclamando también que nadie ha participado de la alegría de la salvación como ella, la Madre del
Salvador y Redentor, la Virgen dichosa y beatísima.
[Sebastián López, O.F.M., María en la comunicación salvadora del Dios Trino en Jesucristo,
según S. Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 48 (1987)

La Inmaculada Concepción
«Dios inefable, (...) habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el
género humano que había de derivarse de la culpa de Adán, y habiendo determinado, en el misterio
escondido desde todos los siglos, culminar la primera obra de su bondad por medio de la encarnación
del Verbo (...), eligió y señaló desde el principio y antes de todos los siglos a su unigénito Hijo una
Madre, para que, hecho carne de ella, naciese en la feliz plenitud de los tiempos; y tanto la amó por
encima de todas las criaturas, que solamente en ella se complació con señaladísima benevolencia ».

Como nos indican las anteriores palabras de Pío IX, la concepción inmaculada de la Virgen María es
un maravilloso misterio de amor. La Iglesia lo fue descubriendo poco a poco, al andar de los tiempos.
Hubieron de transcurrir siglos hasta que fuera definido como dogma de fe. Y no es extraño, porque
Dios lo reveló obscuramente, y ello en dos momentos decisivos de la historia del mundo y en dos
instantes extremos de la vida de Cristo. Y los hombres somos lentos en comprender, en descifrar el
íntimo significado de las cosas.

En los albores de la creación, luego que Adán pecó seducido por Eva, arrastrándonos a todos al
misterio de tristeza, al pecado, quiso Dios enviarnos un mensaje de esperanza: una mujer llevaría en
brazos al hombre que había de quebrantar la cabeza de la serpiente; una mujer quedaría
íntimamente asociada al Redentor en una lucha que había de terminar con la derrota satánica. Si el

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demonio engañó al hombre por la mujer, la mujer debelaría al demonio por el hombre y con el
hombre.

No era ya noche, sino que comenzaban los levantes de la aurora, la plenitud de los tiempos, cuando
el ángel se acercó a una virgen de Nazaret, en Galilea, y le dijo: «Alégrate, la llena de gracia, el Señor
es contigo».

Dijo Dios a la serpiente: «Pondré enemistades entre Ella y tú». Y ahora el ángel, como un eco,
penetrando en el alma de María a través de sus claros ojos, la saludaba de gracia llena. Pero ¡es tan
obscuro todo esto! Apenas si luego se podía comprender más, cuando vino Cristo al mundo y la
Revelación se hizo palpable. Los primeros hombres que le contemplaron fueron pastores rudos. Le
vieron en una gruta, recién nacido, clavel caído del seno de la aurora, glorificando las pobres briznas
de heno, cual rezó Góngora en su delicioso villancico. Le miraban con ojos redondos, absortos, llenos
de un asombro sencillo y elemental. Estaba en brazos de Ella, Madre de Dios, circundada por un halo
de celestial ternura.

Otro día las pajas del heno se habían transformado ya en leños duros y clavos atormentadores. Los
labios de Él bebían sangre, sudor y lágrimas en lugar de blanca leche bajada del cielo. Ella estaba de
pie, sufriendo, rodeada por un velo negro de severo dolor: la nueva Eva, la compañera del Redentor,
la Corredentora. Y así la contemplaban discípulos acobardados, soldados indiferentes, chusma.

Madre de Dios, Corredentora... Las mentes de los Santos Padres primero, de los teólogos medievales
después, fueron desentrañando el significado de tales palabras. Comprendieron el llena de gracia a la
luz del pesebre y el pondré enemistades al fulgor del Calvario. Fueron comprendiendo que la dignidad
de Madre de Dios está reñida con todo pecado; que su oficio de corredentora exige la inmunidad de
la mancha original, a fin de poder merecer dignamente, con su Hijo, liberarnos de la culpa. Todavía
hoy siguen estudiando los teólogos el abismo de pureza que es la concepción de María, y, al analizar
sus raíces y su contenido, renuevan la escena de Belén: asombro y más asombro ante la profundidad
del misterio.

Cuando la Iglesia tuvo plena, formal, explícita conciencia de que la limpia concepción de María era
doctrina contenida en la Revelación y, por tanto, objeto de fe, pasó a definirla como tal. Y nos dijo Pío
IX: «Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y, por consiguiente, que debe
ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que afirma que la bienaventurada
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su
concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de
Jesucristo, Salvador del género humano».

Así, con toda la densidad de concepto -cada palabra encierra una indispensable idea- y con toda la
sobriedad de estilo -dureza y línea escueta- propias de una definición dogmática, venía el Papa a
enseñarnos que la Inmaculada Concepción es un misterio de amor. Porque no sólo nos definió que la
Virgen fue preservada del pecado de origen, sino que lo fue por los méritos de la pasión de Jesús.

Para llegar a entender plenamente estas palabras con toda la preñez de sentido histórico que
contienen, sería menester remontarnos a los principios de las disputas teológicas sobre la
Inmaculada; sería necesario desempolvar infolios sin término, recorrer el proceso de las ideas que
fueron a desembocar en el cuadro justo de la definición dogmática. Porque si bien el sentimiento del
pueblo cristiano proclamaba fuertemente la inocencia de la Madre de Dios, si a todos era manifiesta
la conveniencia de atribuir a María tal privilegio, los teólogos, que representan en la Iglesia el papel
de la razón, a la que corresponde la a veces enojosa tarea de frenar impulsos sentimentales carentes

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de fundamento objetivo, de medir críticamente los motivos de asentimiento a una cualquier doctrina o
los de su repulsa, los teólogos, decimos, no sabían cómo conciliar dos cosas aparentemente
contradictorias: la gloria de Cristo y la pureza de su Madre.

Estaban claros los términos del problema: Cristo es redentor del género humano, su gloria brota de la
cruz. Cristo nos amó en cruz y las flores de su amor son rosas de pasión. El influjo de Cristo sobre
todos los hombres se realiza implicado en el misterio de iniquidad; sufrió por salvarnos de la culpa y
merecernos la gracia; su acción santificante viene precedida y condicionada por la previa remisión del
pecado. Si María fue siempre pura, si no lo contrajo, Cristo no sufrió por Ella. Si no sufrió por Ella, la
rosa más hermosa de la humanidad escapa del rosal de su pasión, del riego generoso de su sangre.
Ni el influjo santificador de Cristo se extiende a su Madre, ni es Redentor universal del género
humano al sustraérsele la bendita entre las mujeres.

¡Gloria de Cristo!... ¡Pureza de María!...

Claro que todas estas cosas, en apariencia distantes, lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño, el ser y la nada, la bondad y el pecado, la fuerza y la flaqueza, se unen siempre por un
aglutinante de ilimitada potencia: el amor.

Cuando Duns Escoto formula la definitiva solución del problema lo hace con trazos sencillos. Podría
resumirse así: es más glorioso para Cristo preservar a María que extraerla del pecado; sufrir en la
cruz para evitar que contrajese la culpa que no para limpiarla después de manchada, pues ello
encierra un beneficio mucho mayor. Los escolásticos, ya lo sabemos, no eran amigos de ciertos
aspectos sentimentales del querer y no prodigan la palabra «amor», sino que se atienen a describirlo
con macizos conceptos, a desentrañar su esencia. Tenían que venir los Pontífices a Aviñón y
esparcirse por Europa el gusto de lo provenzal; tenía que venir Lulio a escribir teología y filosofía en
forma de novela, de poema, de apólogo. Las fórmulas escuetas se llenarían de colorido y de
sentimiento palpitante, se describirían los amores divinos con palabras entrañablemente humanas,
hasta que el barroco, rebasando toda medida y pisando los umbrales de la irreverencia, no se hiciera
de melindres al comparar a la Virgen con Venus o Juno y a Jesucristo con un fiero Marte o un Cupido
travieso.

La Inmaculada Concepción de María es una obra de perfecto amor, una perfecta glorificación de
Cristo. La preservó del pecado porque la amó más que a nosotros, a Ella, bendita entre las mujeres.

Pero vamos más allá. El hecho de la preservación de la culpa es sólo uno de los aspectos de la
gracia inicial de la Virgen. Ya en aquel momento era un abismo de belleza. Como decía Pío IX, la
Virgen fue «toda pura, toda sin mancha y como el ideal de la pureza y la hermosura; más hermosa
que la hermosura, más bella que la belleza, más santa que la santidad y sola santa, y purísima en
cuerpo y alma, la cual superó toda integridad y virginidad y Ella sola fue toda hecha domicilio de todas
las gracias del Espíritu Santo y que, a excepción de sólo Dios, fue superior a todos, más bella, santa
y hermosa por naturaleza que los mismos querubines y serafines y todo el ejército de los ángeles,
para cuyas alabanzas no son en manera alguna suficientes las lenguas celestes y terrenas». La
gracia es belleza: participación de la naturaleza divina, del ser de Dios, quien es la belleza por
esencia, y la pureza, y la santidad, y la ternura, y el goce. En el instante de su concepción recibió
María una gracia superior a la de todos los santos, querubines y serafines; participó de la belleza, de
la pureza, de la santidad divinas, como a ninguna otra criatura ha sido dado, excepción hecha de
Cristo.

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Murió Jesucristo en la cruz no solamente para preservarla de la culpa, sino para darle toda la gracia y
la hermosura de que era capaz, para hacer de Ella la perfecta mujer. La amó, se dio a Ella en el dolor
para hacer de Ella perfecta Madre, la perfecta compañera en la obra redentora. La Concepción
Inmaculada de María no es, en resumen, sino la flor de un dolorido amor, dolor de amor en flor.

La doctrina inmaculista sobrepasa en belleza a toda consideración humana. El amor y la hermosura


alcanzan cumbres no logradas por Platón ni por el Renacimiento, ni mucho menos por los vacíos
estetas de nuestro inconsistente mundo actual. La mayor gloria de Cristo se cifra en la belleza
espiritual de una mujer -madre y compañera-. Su sangre dio fruto perfecto al injertarse en las venas
de la raza humana, en una mujer. Cristo, en una palabra, nos enseñó cómo se ama a la mujer.

La mujer no es para el hombre, discípulo de Cristo, solamente una compañera en el oficio de procrear
y de educar los hijos, o en la tarea de llevar serena y acompasadamente las cargas de la vida. Mucho
menos es un objeto de placer egoísta. La mujer es un objeto de amor, pero de un amor tal y como lo
entendió Cristo.

Nos enseñó Cristo que amar es darse. Vino al mundo para darnos la gracia, pero nos la dio de su
plenitud; a comunicarnos lo que Él era. Hijo de Dios, vino a darnos una participación de su filiación
divina. Dios hecho carne, vino a divinizar la carne nuestra. Estábamos en pecado, carentes de gracia
y de hermosura, llenos de horror y fealdad, y vino a regalarnos de la suprema belleza que es Él.

Y a María en sumo grado. Fue divinamente bella en intensidad -más que toda criatura- y en extensión
temporal, siempre, siempre limpia, sin que en momento alguno fuese manchada.

Pero este darse se realiza en cruz. Se abren los brazos y se abre el corazón, mas los brazos quedan
prendidos por los clavos y el corazón es rasgado por una lanza. Después de la culpa es ley que el
amor florezca en dolor; que el darse cueste dolor; que el darse entrañe sacrificio. Antes del pecado
era goce, reflejo del goce inefable inherente a ese darse continuo que constituye la vida interna de la
Santísima Trinidad. Luego del pecado, la entrega del hombre a las criaturas para comunicarles algo
de su perfección interna mediante el trabajo cuesta sudor de la frente. La mutua entrega del hombre y
la mujer sólo fructifica a través del dolor.

Cristo pudo comunicarse a nosotros, darse, en goce. Pudo redimirnos con un solo acto de su
voluntad, pero quiso ser igual a nosotros, obedeciendo a la ley del amor, que es asimilativa; quiso
experimentar hasta lo sumo lo que nos cuesta a nosotros amar de veras -sufrir, morir-; quiso beber
hasta las heces el cáliz del verdadero amor. Y el fruto acabado de tal dolorido amor fue la mujer
perfecta. Se entregó a Ella en dolor no solamente para salvarla de la culpa, sino para preservarla,
para darle una pureza y una santidad totales.

Y éste es, sencillamente, el paradigma. Cuando el Espíritu Santo quiere enseñar a los hombres cómo
deben amar a las mujeres, inspira a San Pablo aquellas palabras: «...como también Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla..., a fin de hacerla aparecer ante sí gloriosa,
sin mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada». Nosotros podemos
concretar esta doctrina en la Santísima Virgen, dándole una novedad y profundidad de sentido de
extraordinario valor. Dado que la Virgen María es prototipo de la Iglesia, podríamos decir: Amad a la
mujer como Cristo amó a María, sacrificándose por Ella para que fuese gloriosamente santa e
inmaculada en su presencia, para que careciese de toda mancha y fealdad en el espíritu. El hombre
ha de entregarse a la mujer y por la mujer, no para satisfacer deseos de un placer cualquiera, sino
para glorificarla en su presencia dándole pureza, para elevar su espíritu, para hacerla santa.

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La mujer es para el hombre, ante todo, un contenido de valores espirituales a perfeccionar mediante
la entrega. Esta entrega se hará muchas veces en cruz. El amor sólo florece en sacrificio: sacrificio de
renuncia al placer siempre que éste amenace con arrastrar a la culpa, con ahogar al espíritu;
sacrificio de la tolerancia hacia las debilidades del vaso más flaco; de la comprensión hacia sus
exigencias íntimas; del respeto por la que es compañera y no sierva en las luchas de la vida y posee
un alma bañada en la sangre de un Dios. Ir comunicando -amorosamente, sacrificadamente,
cotidianamente- a la mujer la plenitud de valores que puede encerrarse en los sueños de un hombre.
Sacrificarse por ella hasta conseguir que llegue a ser lo que se sueña que sea.

Y el ideal de la mujer, María. Aspire la mujer a parecerse a Ella en la plenitud de la pureza y de la


gracia. Si las mujeres se esfuerzan por reflejar en sí mismas el ideal de María, sus almas rebosarán
de gracia y santidad. Y en sus cuerpos morará el pudor y sabrán de la gracia inédita de la virgen
cristiana, que tanto encierra de flor, de trino, de nieve, de rayo de luna. Y otra vez la hermosura casta
florecerá en la tierra y el amor humano volverá a comprender su misión primitiva de conducir a los
hombres a Dios.

Sueñe el hombre a la mujer que Dios le depare cual otra María. Si los hombres se dejan invadir por el
hálito divino que irradia la figura de María, si la graban fuertemente en su corazón, si comprenden que
Ella es la Mujer, la bendita entre las mujeres, el prototipo de lo femenino, verán cómo su luz ilumina y
transforma las figuras de todas las mujeres -las madres, las novias, las esposas, las hijas-, las
idealiza, las endiosa. Y entonces el hombre tendrá fuerza para sacrificarse por la mujer como Cristo
se sacrificó por María, hasta hacerla aparecer gloriosa de inocencia, de santidad, de fecundidad
espiritual.

La Inmaculada Concepción no es solamente una gloria de María. Se ha convertido para nosotros en


ejemplo, en poema, en canto de belleza. Nos ha descubierto lo que tiene de perfecto, de grande, de
sublime, el humano amor. Nos ha desvelado el secreto de amar.
Pedro de Alcántara Martínez, O.F.M.,
La Inmaculada Concepción, en Año Cristiano,
Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 564- 571

DISCÍPULOS DE JESÚS
CAPÍTULO VIII LA MADRE DE JESÚS
María no es una especie de añadidura piadosa y sentimental al evangelio. Su persona forma parte
esencial de la vida de Jesús y de su misión. En ella Dios ha realizado cosas que nos afectan a todos.
Y, además, a través de ella Dios nos quiere decir cosas que importan mucho a nuestra vida. En una
palabra, María es también, junto a Jesús, evangelio de Dios para nuestra salvación, «Buena Noticia»
para la humanidad.

Ante todo, porque es la madre de Jesús y, como tal, el lugar donde se realizó el misterio de la
encarnación. Su función maternal nos permite descubrir la verdad del Verbo de Dios que asume la
naturaleza humana, sin destruirla, en la unidad de la persona divina. Y por esta relación tan íntima
con el misterio de Cristo, María ocupa también un lugar privilegiado y único en la vida de la Iglesia y
de cada uno de los creyentes. Ella es la primera y la más perfecta discípula de Cristo, modelo de fe y
espejo en que se mira todo el pueblo de Dios. Ella, por voluntad expresa de Cristo, es también la
madre de todos los discípulos, a los que acompaña en su peregrinación por este mundo hasta la
identificación plena con Cristo.

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1. Elegida desde toda la eternidad
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva (Gál 4,4-5).
Con estas palabras, que constituyen el texto mariano más antiguo del Nuevo Testamento, San Pablo
explica el cumplimiento del plan divino de salvación; un plan concebido desde toda la eternidad, que
abarca a todos los hombres y en el que María ocupa un lugar privilegiado. En efecto, si es verdad que
Dios «nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e
irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4), estas palabras se aplican de manera especial a la mujer
destinada a ser madre del Autor de la salvación. Desde toda la eternidad Dios escogió a una hija de
Israel para ser la madre de su Hijo.

2. Hija de Sión
«Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven
prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María» (Lc
1,26-27). En esta joven judía de Nazaret se cumplen todas las promesas de esa etapa preparatoria,
prevista en el plan divino de salvación, que es el Antiguo Testamento. Así lo reconoce la propia
Virgen cuando, al dar gracias a Dios por las maravillas que ha obrado en ella, afirma que, de este
modo, Dios «auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a
nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre» (Lc 1,54-55). No es extraño,
pues, que la misión de María la veamos anunciada y preparada a lo largo de toda la Antigua Alianza.
Ya en los albores de la humanidad es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros
primeros padres caídos en el pecado (cf. Gén 3,15). Será también prefigurada en todas aquellas
historias de mujeres en las que Dios muestra la fidelidad a su promesa escogiendo lo que se
consideraba impotente y débil: Sara, Ana, Débora, Rut, Judit, Ester… En ella se reflejará la fe contra
toda esperanza de Abraham y la fidelidad de David, sus antepasados. Ella será la verdadera «virgen
que concebirá y dará a luz un hijo, cuyo nombre será Emmanuel» (Is 7,14). Y ella encarnará la humildad
y la confianza de los «pobres de Yahvé», que todo lo esperaban de Dios. Por todo ello, María es la
excelsa «hija de Sión» en la que, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se
inaugura el nuevo plan de salvación. En María culmina el Antiguo Testamento y comienza el Nuevo.

3. Llena de gracia
«Y entrando el ángel a donde ella estaba, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc
1,28). Para ser la Madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida de una
misión tan importante. El Padre la ha bendecido «con toda clase de bendiciones espirituales, en los
cielos, en Cristo» (Ef 1,3), más que a ninguna persona creada. Cuando el ángel Gabriel la llama
«llena de gracia», como si este fuera su verdadero nombre, está manifestándole una predilección
especial de Dios, que ha elevado su ser por la participación plena en la vida divina, convirtiéndola en
«mujer nueva». Y como esta plenitud de vida divina es incompatible con el pecado, María fue
preservada de la herencia del pecado original en el primer instante de su concepción, por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente.

Esta santidad singular que recibió desde el principio de su ser, le vino toda ella de Cristo. Ella fue
redimida de la manera más sublime en atención a los méritos futuros de su Hijo. De modo que María
recibió la vida sobrenatural de Aquel al que ella misma iba a dar la vida natural.

4. Madre de Dios
«El ángel le dijo: No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un
hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,30-32).
El que María concibe como hombre y se hace verdaderamente su hijo según la carne, no es otro que

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el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Con ello Dios realiza la
plenitud de su donación, ya que se da a sí mismo haciéndose uno de nosotros. El Verbo, que desde
siempre estaba en Dios y era Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf. Jn 1,1-14). Y esto
sucedió en las entrañas de María, que vivió el privilegio misterioso y tremendo de «engendrar a quien
la creó», como canta la Iglesia. Por eso, ya Isabel la saludó como «la Madre de mi Señor» (Lc 1,43), y
la Iglesia confiesa que es verdaderamente «Madre de Dios».

La maternidad divina de María es el origen y la explicación de todos sus privilegios, y el fundamento


de su misión única en la historia de la salvación. Para ser Madre de Dios, el Eterno la predestinó, la
eligió y le concedió la plenitud de gracia. Por ser Madre de Dios, María es instrumento y cauce de la
entrega de Dios a la humanidad, portadora de la salvación, Madre de los hombres, y especialmente
de los creyentes.

5. Siempre Virgen
«María dijo al ángel: ¿Cómo será esto, si yo no conozco varón? El ángel le contestó: El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer será santo
y se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,34-35). Jesús fue concebido sin intervención de varón, por obra del
Espíritu Santo, como explicó también un ángel a José, con quien María estaba prometida: «Lo
concebido en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Las palabras del ángel sugieren la explicación
de esta obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humana: la concepción
virginal de Jesús es el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una
humanidad como la nuestra, y, además, por iniciativa absoluta de Dios. Por eso Jesús no tiene más
Padre que a Dios: es Hijo de Dios en sus dos naturalezas, la divina y la humana. Con ello se anuncia
también el nuevo nacimiento de los hijos de Dios por adopción, que somos nosotros. Nuestra
participación en la vida divina tampoco nace «de la sangre, ni de deseo carnal, ni de deseo de
hombre, sino de Dios» (Jn 1,13).

La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado también a la Iglesia a confesar la


virginidad real y perpetua de María: «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto.» Esta
virginidad perpetua es un signo de la fe de María, es decir, de su entrega total y exclusiva a Dios.

6. Modelo de fe
«Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc
1,45). La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios; la fe de María, proclamada
en estas palabras de Isabel en la visitación, indica cómo ha respondido a este don la Virgen de
Nazaret. Ya en el momento de la anunciación María responde a la palabra divina proclamada por el
ángel con la entrega de todo su ser: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1,38). Por medio de la fe, María se confió a Dios sin reservas y se consagró totalmente a sí misma,
como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Esto fue como su bautismo.

Pero ese momento culminante de la anunciación no fue más que el inicio de todo un camino de fe, en
el que María tuvo que ir reconociendo progresivamente con humildad «cuán insondables son los
designios de Dios e inescrutables sus caminos» (Rom 11,13). Así, en el anuncio de Simeón (cf. Lc 2,34-35),
en la persecución de Herodes (cf. Mt 2,13), en el exilio (cf. Mt 2,15) y en la pérdida del niño (cf. Lc 2,41-52), María
aprende, meditando los acontecimientos en lo hondo de su corazón, que tendrá que vivir su
obediencia de fe en el sufrimiento, al lado del Salvador que sufre, y que su misión será oscura y
dolorosa. Y este abandono total en el Dios imprevisible culminará para ella al pie de la cruz, cuando
tenga que acoger con fe el desconcertante misterio del total rebajamiento de Dios en la muerte de su
Hijo. Aquí vivió de forma plena la verdad de su bautismo: la participación en la muerte de Cristo.

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Esta fe de María, que la convirtió en Madre del Hijo, hizo también de ella la primera discípula de
Jesús y el modelo viviente para la Iglesia y para todo cristiano. Como ella y con ella, todos los demás
discípulos, incorporados por el bautismo al destino de Cristo, escuchamos con fe la palabra de Dios,
la acogemos, la proclamamos y la testimoniamos, e interpretamos a su luz los acontecimientos de la
vida, entregándonos con total confianza en manos de Aquel que, por caminos oscuros y muchas
veces dolorosos, nos construye y conduce.

7. Madre de todos los hombres


«Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto quería, dijo a la madre: Mujer, ahí
tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento, el discípulo
la recibió como suya» (Jn 19,26-27). Esta escena emocionante nos descubre otra gran verdad sobre
María: de su maternidad divina ha surgido su maternidad respecto a todos los hombres en el orden
de la gracia. Ella, en efecto, colaboró de manera totalmente singular en la obra del Salvador por su fe,
esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres; y esta maternidad
perdura hasta la plena realización de todos los escogidos, como nos enseña la misma palabra de
Dios.

Ya en el primer episodio de la actividad pública de Jesús, las bodas de Caná, la vemos incorporada a
la misión salvífica de Jesús abogando en favor de las necesidades y privaciones de los hombres, «No
tienen vino» (Jn 2,3), e indicando las exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el
poder de Jesús, «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Pero es al pie de la cruz, en el momento
culminante de la salvación, donde María es entregada por Jesús como madre a todos y a cada uno
de sus discípulos, y, en ellos, a todos los hombres, destinatarios de la entrega sacrificial de Jesús.
Esta nueva maternidad de María es fruto del nuevo amor que maduró en ella junto a la cruz por
medio de su participación en el amor redentor de su Hijo. Porque la misión maternal de María hacia
los hombres no oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino que muestra su eficacia,
como proclamó el Concilio Vaticano II: «Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los
hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende
totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (Lumen gentium, 60). En otras palabras, es Cristo
quien nos ama y nos salva a través de la solicitud maternal de María.

8. Aclamada por todas las generaciones


«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Esta predicción de la misma Virgen
en el «Magníficat» se cumple efectivamente en el amor y la veneración con que el pueblo cristiano de
todos los tiempos y latitudes ha honrado a María.

La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano.
Ciertamente, este culto se dirige fundamentalmente al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo,
reflejando así el mismo plan salvador de Dios. Pero, como María ocupa un puesto singular dentro de
este plan salvador, el culto cristiano dedica también una atención singular a la Virgen María.
Manifestación de este culto mariano son las numerosas fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de
Dios, las bellísimas oraciones con que la tradición se ha dirigido constantemente a ella, y las múltiples
devociones con que el pueblo cristiano honra la presencia y protección de la que considera su
Abogada.

La devoción a María es, ante todo, derivación del culto al único Mediador, Cristo, y, a su vez, es
instrumento eficaz para incrementarlo. Este es el sentido de esa doble fórmula acuñada por una
espiritualidad ya secular: «A Jesús por María y a María por Jesús»; expresión sencilla y admirable de

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la unidad inseparable de Madre e Hijo. Sólo desde María entendemos el misterio de Jesús, y sólo
desde Jesús entendemos la importancia de María.

Por otra parte, el culto y devoción a María nos hace recordar constantemente la misión del Espíritu
Santo, autor de la encarnación, de su santificación y de la nuestra. Francisco de Asís tuvo el
atrevimiento sublime de llamar a María «Esposa del Espíritu Santo».

Y, por último, el amor a María contribuye a fortalecer en nosotros el amor a la Iglesia, ya que nos
hace sentir más profundamente los lazos que nos unen a todos los creyentes y percibir la misión de la
Iglesia en el mundo como continuación de la solicitud maternal de María. El Concilio Vaticano II la
proclamó como «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», como «prototipo y modelo
de la Iglesia» y como «Madre de la Iglesia». Es decir, lo que fue María en el hogar de Nazaret, lo
sigue siendo en esta nueva familia universal que reúne a todos los hermanos de Jesús.

María Santísima Y El Espíritu Santo En San Francisco De Asís


En los últimos decenios se ha escrito mucho sobre el cristocentrismo/ teocentrismo del Poverello,
pero no se ha prestado suficiente atención al lugar excepcional reservado a la Madre de toda bondad
en la espiritualidad del Seráfico Padre, que en muchos aspectos fue determinante para el siglo XIII,
mediante las tres Órdenes por él fundadas.

¿Debemos decir entonces que S. Francisco es un innovador en mariología? Respondemos con


franqueza: «Sí y no»; no tememos decir: «En gran parte, no», porque tomó muchos elementos de la
espiritualidad tradicional y del ambiente en que vivía; pero enseguida hay que rectificar esa afirmación
con una respuesta positiva: «Sí», porque, además de los elementos con que se encontró y que
asimiló convenientemente, añadió otros personalísimos suyos, bajo el influjo de su carisma propio,
que todo lo informa y unifica.

Hay múltiples afinidades entre S. Francisco y los escritores espirituales que le precedieron, por
ejemplo, S. Pedro Damiani, S. Bernardo y sus hijos, y no es éste el lugar para repetir lo que otros han
dicho o escrito al respecto. Para demostrar cómo S. Francisco expresó de manera personal y propia
la espiritualidad común, baste reproducir un texto. En la Regla no bulada, después de dar gracias a
Dios por la creación, lo contempla en el misterio de la redención, y dice: «Padre santo y justo..., te
damos gracias también [antes lo había hecho por la creación y ahora lo hace por la encarnación]
porque, al igual que por tu Hijo nos creaste, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que
Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María,
y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 23,3).

Al parecer, la expresión «María esposa del Espíritu Santo», que se encuentra en la Antífona del Oficio
de la Pasión, es propia y específica de san Francisco, si bien hay que añadir de inmediato, en honor a
la verdad, que la doctrina encerrada en esa expresión se encuentra ya en autores anteriores, incluso
en los Santos Padres. Lo que parece propio de Francisco es, en cambio, el contexto trinitario que
sirve de fondo temático a la afirmación del Poverello. A continuación analizaremos estas afirmaciones
nuestras, para facilitar una interpretación y valoración exacta de su significado.

Para desarrollar ordenadamente la materia, estudiaremos en la primera parte del trabajo la devoción
mariana de S. Francisco en su vida y en sus escritos, reservando para la segunda el título mariano
por él festejado: «Esposa del Espíritu Santo».

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I. ASPECTOS PRINCIPALES DE LA DEVOCIÓN DE FRANCISCO A MARÍA
1. Cristo en el contexto trinitario
La lectura crítica de los Escritos de Francisco nos revela cada vez más que el Poverello ve y vive de
una manera muy expresiva a Jesucristo como Hijo del Padre en el Espíritu Santo. En los Escritos se
comprueba, en primer lugar, que Francisco, cuando habla de Cristo, casi siempre lo llama Señor,
Dominus, el título o nombre divino usado por el Santo más que ningún otro, más incluso que el de
Dios. También se comprueba que el Señor Jesucristo, por cuanto me consta, es siempre y sin
excepción visto y vivido como Dios-Hombre, es decir, en su unidad de Persona divina, como Hijo
encarnado, Verbo del Padre. Francisco hace explícito este criterio vital en diversos aspectos de la
vida evangélica concreta, pero siempre en relación directa con el Espíritu Santo.

En la primera Admonición afirma con pensamientos joánicos y paulinos que, siendo Dios (Padre, Hijo
y Espíritu Santo) «Espíritu», sólo en el Espíritu es posible ver al Padre en el Hijo; el Espíritu (Santo)
es el que da vida (divina). En el Espíritu los Apóstoles vieron en Cristo-hombre-histórico al Hijo del
Padre, y en ese mismo Espíritu nosotros debemos ver y recibir en el Cuerpo y Sangre del Señor al
verdadero Hijo de Dios-Padre.

En la Admonición 8, Francisco explica el texto paulino de 1 Cor 12,3: «Nadie puede decir: Jesús es el
Señor, sino en el Espíritu Santo», en el sentido de que Él es el autor de todo bien. Además, para
Francisco, las santas palabras o las palabras divinas escritas de la Biblia son «espíritu y vida» (Jn 6,63-
64), por cuanto contienen el Espíritu que es el que vivifica y da vida. El Poverello sentía una gran
predilección por esas palabras de Juan: «espíritu y vida», expresión que aplicaba también a los
teólogos y a cuantos explican las palabras divinas, porque así nos administran espíritu y vida (cf. Test
13).

En la Admonición 7, comenta el texto de S. Pablo: «La letra mata, pero el espíritu vivifica»; la letra, sin
el Espíritu vivificante, es letra muerta (2 Cor 3,6). En efecto, las palabras divinas son palabras del
Verbo, del Padre y del Espíritu Santo, y como tales son espíritu y vida (cf. 2CtaF 3).

La unión íntima con la Santísima Trinidad, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la
inhabitación trinitaria, es obra del Espíritu del Señor que se posa en nosotros haciéndonos hijos del
Padre, esposas del Espíritu Santo, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. 2CtaF 48-
53). Esta inhabitación hace realidad en nosotros la oración de Jesús en la Última Cena: «Que todos
sean uno como nosotros...» (Jn 17,11). El cap. 17 de san Juan es el texto evangélico más citado y
vivido por Francisco. Tal vez por esto Francisco es todavía hoy el santo más ecuménico. En su Carta
a los fieles, en línea con Jn 17, habla de nuestra santificación en la unidad (1CtaF 1,14-19; 2CtaF 56-
60). Y en sus oraciones y cartas Francisco se siente siervo y ministro de todos los hombres y de toda
la creación, por cuanto unido íntimamente al Señor en su misterio pascual total y universal como
Dominus universitatis, Señor del Universo (CtaO 27).

Este Espíritu del Señor, o sea, del Padre y del Hijo, deseable sobre todas las cosas, es quien, según
la Regla bulada, realiza en nosotros la oración con puro corazón, la humildad en las persecuciones, la
paciencia en las enfermedades y también el amor a los enemigos; el Espíritu del Señor Jesucristo es
el corazón de la vida evangélica concretizada en la Regla de los hermanos (cf. 2 R 10,8-10). Toda
reforma o renovación de la Orden se inspira siempre en este texto central.

Aún pensando, no sin dolor, en la influencia del joaquinismo en la Orden, me parece igualmente
probable que el mismo Francisco, tal vez sin pretenderlo, constituyó, con su vida y doctrina
evangélica, «pneumatológica y mariana» -permítaseme la expresión-, una respuesta católica y
apostólica al fascinante profeta escatológico del Espíritu Santo. Francisco, en efecto, fiel al Concilio
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Lateranense IV que había condenado a Joaquín de Fiore, vivió la unidad de la vida trinitaria en la
creación, redención y salvación de la humanidad y del cosmos, inspirado como estaba por el único y
por el mismo Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Este Espíritu del Señor fue enviado por el Padre
mediante el Hijo, quien nació de una vez para siempre del Espíritu Santo y de la Virgen María hecha
«Iglesia».

El Apóstol afirma que «el Señor (o sea, Cristo) es el Espíritu, y que donde está el Espíritu del Señor,
allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Se trata de la libertad que nos libera del espíritu de la carne y del
mundo, afirma Francisco, para que, «por la caridad del Espíritu», nos sirvamos y obedezcamos unos
a otros de buen grado, siguiendo las huellas de Cristo que se entregó espontáneamente a sus
enemigos y perseguidores (cf. 1 R 5,13-17; Gál 5,13). En esta caridad del Espíritu precisamente, se practica
la verdadera obediencia de nuestro Señor Jesucristo que da la vida por el Padre y por los hermanos;
Francisco la llama obediencia caritativa o también obediencia del Espíritu, y nos hace siervos y
súbditos de toda humana criatura, más aún, de toda criatura a secas, para que, en cuanto el Señor se
lo permita, puedan hacer de nosotros lo que quieran (SalVir 14-18; Adm 3,6; 2CtaF 47-49; 1 R 16,6).

2. María en contexto trinitario


Francisco jamás separa a la Madre del Hijo, después de haberla visto en el Crucifijo de San Damián
estrechamente unida a su hijo Jesús. Y, en efecto, Francisco la ve siempre en el contexto trinitario del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Los biógrafos del Poverello son unánimes en exaltar su fervorosa devoción mariana. Escuchemos al
primero de ellos que, hacia el año 1245, escribe en el capítulo titulado: «Su devoción a nuestra
Señora, a quien encomendó especialmente la Orden»: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de
Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas,
le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana»
(2 Cel 198).

Pero es necesario remontarse a los primeros años de la vida nueva de Francisco. Después de su
conversión (y tal vez incluso antes), frecuentaba él el santuario de Santa María de los Ángeles, y a
raíz de los incidentes de Rivo Torto estableció allí su residencia (cf. 1 Cel 44; LP 56). Para Francisco,
la Porciúncula con su santuario mariano era el centro y cabeza de la Orden que había fundado, y
desde el principio encontró allí la encarnación viva de su devoción a la Madre de Dios.

Para penetrar en el misterio del amor de Francisco a la Virgen y en su vinculación con el santuario de
Santa María de los Ángeles, hay que tomar en consideración un aspecto psicológico del Poverello,
que explica su comportamiento tanto interno como externo.

Siendo de naturaleza sensible y empujándolo la gracia en aquella dirección, Francisco intuye el nexo
sobrenatural entre el símbolo y su realidad, entre la metáfora y la cosa significada, con el resultado de
que tanto en sus expresiones como también en su comportamiento «unifica» y hasta casi «identifica»
lo que una mente ordinaria «distingue». Ya en la Sagrada Escritura encontramos casos semejantes,
por ejemplo en san Pablo y en san Juan cuando hablan del espíritu: a veces el significado es
ambivalente y puede significar sea la persona del Espíritu Santo, sea los dones del Espíritu Santo,
sea simplemente el espíritu que en el alma se opone a la carne o al espíritu maligno. Más aún, el
mismo Jesús habló en sentido «ambivalente», por ejemplo, cuando dijo a los judíos: «Destruid este
templo y en tres días lo reconstruiré»; los judíos entendieron que hablaba del templo de Jerusalén,
pero el evangelista explica que «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19-21). Este método de
combinar dos cosas diversas bajo una misma perspectiva estaba muy difundido en la Edad Media.

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Eso mismo sucede en S. Francisco. Santa María de los Ángeles era para él no sólo la iglesita que
había reparado y que tanto amaba, sino también la persona misma de María, que estaba presente en
aquel santuario, rodeada de sus Ángeles. Además, en sus dos plegarias marianas llama a estos
Ángeles «santas virtudes» o «virtudes de los cielos», término éste que también es ambivalente; en
efecto, para Francisco, la palabra «virtudes» designa a los seres espirituales que llamamos ángeles;
pero no sólo esto, porque, pasando del sentido personal al real, o más bien, contemplando en una
misma perspectiva dos realidades sobrenaturales distintas, las «virtudes» significan para él tanto las
virtudes «angélicas» como las virtudes «infundidas en los corazones de los fieles» (cf. SalVM 6; OfP Ant).

Era necesario profundizar en ese nexo entre la Porciúncula y la devoción del Seráfico Padre a la
Virgen para comprender el sentido profundo de su devoción mariana. Fruto de sus meditaciones a los
pies de Santa María de los Ángeles son las dos oraciones trinitario-marianas compuestas por él en
honor de la Virgen y que han llegado hasta nosotros. Ofrecemos sus textos y las comentamos.

a) El «Saludo a la bienaventurada Virgen María» (SalVM)

"Salve [en latín Ave], Señora, santa Reina,


santa Madre de Dios, María,
que eres virgen hecha iglesia,
y elegida por el santísimo Padre del cielo,
que te consagró con su santísimo Hijo amado
y el Espíritu Santo Paráclito,
en la que estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien.
Salve, palacio suyo;
salve, tabernáculo suyo;
salve, casa suya.
Salve, vestidura suya;
salve, esclava suya;
salve, Madre suya;
y vosotras todas, santas virtudes,
que por la gracia e iluminación del Espíritu Santo
sois infundidas en los corazones de los fieles,
para que de los infieles hagáis fieles a Dios».

En otro estudio hemos intentado probar que S. Francisco compuso sus dos oraciones marianas en la
Porciúncula, a los pies de Santa María de los Ángeles y en honor suyo. Aunque faltan argumentos
externos convincentes en favor de esta tesis, el examen interno de los textos prueba casi
invenciblemente que el Sitz im Leben, que el contexto vital de ambas oraciones es el santuario
predilecto del Poverello, y, por tanto, mientras no haya prueba en contrario, así lo tenemos por cierto,
sin temor a ser tachados de temerarios. En concreto, el Saludo fue compuesto por Francisco casi
ciertamente en y para Santa María de los Angeles, la abogada-patrona-protectora de la Orden, la
Porciúncula, casa-iglesia-madre de los Hermanos Menores, para celebrar a la Virgen hecha y
consagrada iglesia por la Santísima Trinidad, iglesia de la que todos nosotros participamos mediante
el Espíritu Santo.

Lo primero que sorprende en el Saludo es el Ave (= Salve) dirigido a la Virgen, repetido siete veces,
que hace pensar espontáneamente en el Ave del ángel Gabriel en la Anunciación (Lc 1,28); pero hay
otras varias cosas que queremos subrayar.

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1. El primer Ave abarca varios títulos marianos, entre los cuales el cuarto es el más misterioso:
«Ave... Maria, quae es virgo ecclesia facta», o sea: «Salve... María, que eres virgen hecha Iglesia».
Esta es la lectura del texto que debe considerarse como la primitiva y original, y así la ha recogido el
P. Esser en su edición crítica de los Escritos de S. Francisco. Las ediciones anteriores daban la
siguiente lectura: «quae es virgo perpetua, electa...», «que eres Virgen perpetua, elegida...». Es claro
que los errores difundidos por los joaquinitas sobre la Iglesia «carnal» y la Iglesia «espiritual» daban a
la expresión «Virgen hecha Iglesia» un sentido equívoco, que había que evitar a toda costa,
sustituyendo dicha expresión por otra que fuera válida para todos los Hermanos y para todas las
personas devotas. De hecho, algunos Hermanos «espirituales» se adhirieron a los principios
joaquinitas de Gerardo de Borgo San Donnino.

Para Francisco hay tanta afinidad entre María y la Iglesia, que las considera místicamente en una
perspectiva donde se confunden en una realidad contemplada por nuestro Seráfico Padre a través del
símbolo de Santa María de los Ángeles; su éxtasis le hace dar a María este título extraordinario, para
encarnar su propio ideal. Hay autores anteriores a Francisco que formularon ya esa misma ecuación
o equiparación: María y la Iglesia o la Iglesia y María, a causa del nexo íntimo que une a ambas. Pero
el título concreto y extraordinario de que venimos hablando no pertenece al uso común ni al uso
litúrgico, sino que más bien procede del mismo Francisco, «ignorante e iletrado», sin formación
científica, bíblico-patrística y teológico-escolástica, pero inspirado por el Espíritu del Señor, autor de
las sagradas letras o palabras divinas, como decían ya los teólogos de su tiempo (cf. 2 Cel 102-104).
Según el P. Esser, al afirmar semejante casi-identificación entre la Madre-María y la Madre-Iglesia,
Francisco quiere insinuar que su Orden, bajo la protección e impulso conjunto de esas dos madres,
debe realizar una misión «materna» en el mundo y en las almas, mediante su ideal evangélico y el
carisma que lo consagra; la maternidad fecunda de la Iglesia debe ser un elemento constitutivo de la
fraternidad franciscana. Y ni siquiera los hermanos laicos están excluidos de esta misión materno-
apostólica (cf. 2 Cel 164).

2. Tras celebrar a María como Reina, Madre de Dios y Virgen hecha Iglesia, Francisco la saluda
proclamándola «elegida por el Padre celestial» y «consagrada por la Santísima Trinidad». La palabra
«consagrar» es rara en los Escritos de san Francisco, y los autores estudian su sentido preciso. A
nuestro parecer hay que tomarla en sentido litúrgico: se consagra un obispo, una virgen, una iglesia,
un cáliz... Aquí, en el contexto tanto local (santuario de la Porciúncula) como psicológico-místico (S.
Francisco ante María = Iglesia), el sentido es: «Tú, María, eres consagrada por el Padre Eterno de un
modo más sublime que este santuario bendito, porque te ha hecho madre virginal de su Hijo y
tabernáculo de su Espíritu». Nuestra explicación se basa en el simbolismo que abarca a María,
consagrada como virgen-madre, y a su santuario, consagrado antiguamente en honor de la Asunción
de la Virgen y de los Ángeles, al menos según la más antigua tradición. Luego le dice que tiene la
plenitud de la gracia y del bien, y la saluda como palacio, tabernáculo, casa, vestidura y esclava de
Dios.

3. La plegaria del Poverello se concluye con el saludo: «Salve, Madre suya y vosotras todas, santas
virtudes...». En la atmósfera de la Porciúncula, estas «santas virtudes», contempladas junto a la
Virgen-Madre, designan a los Ángeles que la rodean y, al mismo tiempo, a las virtudes infusas, cuyos
mediadores, según la concepción dionisiana, son los espíritus celestiales. Por otra parte, aquí las
virtudes personificadas designan a los Ángeles (a causa de la relación explícita entre María y esas
«virtudes vivientes»), mientras que, en el Saludo a las virtudes de san Francisco, las «virtudes todas»
representan a las damas de honor, al servicio de su reina: la sabiduría. Según algunos manuscritos
atendibles, el texto del Saludo a la Virgen diría: «eius sanctae virtutes», «sus santas virtudes», o sea,
las virtudes de María, que se in infunden en los corazones de los fieles por obra del Espíritu Santo.

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Según esta lectura, el Saludo concluiría diciendo que todos los fieles participan en la gracia, bienes y
virtudes de María, madre de Dios, en el Espíritu Santo, como don de Él, convirtiéndose así, también
ellos, en Iglesia mediante el Espíritu Santo.

Hemos procurado dar una explicación coherente al Saludo, ilustrando su Sitz im Leben bajo todos los
aspectos: de lugar, de tiempo, de la atmósfera devocional difundida y del carisma vitalmente
manifestado en el culto mariano de san Francisco. Esta misma coherencia buscaremos al comentar
brevemente su otra oración mariana.

b) La Antífona del Oficio de la Pasión

«Santa Virgen María,


no ha nacido en el mundo
ninguna semejante a ti entre las mujeres,
hija y esclava del altísimo sumo Rey
el Padre celestial,
madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo:
ruega por nosotros con san Miguel arcángel
y con todas las virtudes de los cielos
y con todos los santos
ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro.
Gloria al Padre. Como era».

Siguiendo el uso vigente en las Órdenes monásticas, Francisco añadió al Oficio divino, del que era
devotísimo, el Oficio de Beata, que él ordenó de acuerdo con un rito especial, diverso según los
tiempos litúrgicos, y que en la tradición manuscrita ha recibido el nombre de Oficio de la Pasión del
Señor. Dentro de este Oficio de la Pasión, que más bien es un oficio del misterio pascual del Señor,
se encuentra la Antífona de la Virgen. Según las rúbricas del Oficio de la Pasión, Francisco recitaba la
Antífona en todas las horas, que son siete, antes y después del salmo correspondiente, compuesto
por él mismo para celebrar los misterios del Verbo encarnado. Consiguientemente, la recitaba 14
veces al día. La Antífona hacía, además, de capítula, himno, versículo y oración. En este Oficio de la
Pasión gloriosa, Francisco, junto con María, hija-esclava, esposa, madre, se une íntimamente al Hijo
del Padre santo-santísimo (Jn 17,11 = Padre santo, título joánico, inserto 13 veces en los salmos de
Francisco), al Hijo sufriente-resucitado, Buen Pastor-Cordero inmolado-exaltado, con toda la creación
del cielo y de la tierra. También santa Clara recitaba frecuentemente este Oficio, que ella llama de la
Cruz (cf. LCl 30).

¿De qué fuente tomó nuestro Santo esta Antífona, que es una joya de oración mariana? Hoy
sabernos con certeza que ya existía, un siglo antes, en la liturgia de la fiesta de la Asunción, si bien
su origen se remonta a tiempos muy anteriores, al menos si formaba parte del Oficio primitivo de la
Asunción, del siglo VIII. En cualquier caso, Francisco transformó intencionadamente la antífona
antigua para adaptarla a su devoción personal hacia Santa María de los Angeles. De hecho, introdujo
en ella una triple ampliación, y también alguna reducción.

La antífona primitiva es ésta: «Virgo Maria, non est tibi similis nata in mundo in mulieribus, flores ut
rosa, odor ut lilium: ora pro nobis ad tuum Filium».

Las variaciones introducidas por Francisco son:

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1. Al título «Virgen María» le añade, además del «santa» inicial, la relación única con las tres
Personas de la Santísima Trinidad, llamándola hija y esclava del Padre, madre de Jesucristo y
esposa del Espíritu Santo; al mismo tiempo, suprime las metáforas de la rosa y del lirio, por quedar
demasiado pálidas ante los títulos sublimes antes referidos, que además las absorben.

2. Al implorar la intercesión de María, añade la de san Miguel, la de las virtudes de los cielos y la de
todos los santos: ¡Francisco estaba ante Santa María de los Ángeles!

3. Amplía la fórmula final: en lugar de «ruega por nosotros a tu Hijo», Francisco dice: «ruega por
nosotros ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro». El título «Señor y maestro» aparece en un
solo texto bíblico: Jn 13,13-14, relato del lavatorio de los pies. Presentar a Cristo, que lava los pies de
los discípulos en la última Cena, como Siervo, como Señor y Maestro de Francisco y de todos los
hermanos «menores», es una invitación a convertirse en siervos y ministros de todos los hombres y
de todas las criaturas.

Del título «esposa del Espíritu Santo» trataremos en la segunda parte de este trabajo. Baste por el
momento insistir en una característica especial de la devoción del Poverello, a saber: su costumbre
de transformar un texto litúrgico conocido en una oración personal que brota de su corazón rebosante
de amor. En sus Escritos pueden encontrarse varios ejemplos de esto, así: la Paráfrasis del
Padrenuestro, los salmos del Oficio de la Pasión, el Adoramus te (Test 5).

¿Qué juicio global sobre las dos oraciones de Francisco se puede deducir de lo dicho hasta ahora?
En síntesis se puede deducir que estas oraciones, en su redacción final debida al Poverello, sin ser
originales en sentido pleno, presentan caracteres exquisitamente personales, que merecen ser
destacados:

1. En ambas oraciones María constituye el centro, como fin querido por Francisco para alabarla e
invocarla. Por eso, la elogia con títulos y expresiones que ilustran el lugar excepcional de María en el
designio de Dios respecto a la creación y a la salvación. Ella es por excelencia la elegida y
consagrada por el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, la llena de gracia y de todo bien, etc.

2. En ambas Francisco pone de relieve el nexo único que une a María con cada una de las tres
Personas divinas.

3. En ambas exalta a María como superior a la Iglesia triunfante de los Ángeles (virtudes de los
cielos) y también de los Santos, como afirma en la Antífona del Oficio de la Pasión, mientras que en
el Saludo insiste en la relación entre María y la Iglesia militante («hecha Iglesia»).

4. En ambas, si recogemos los indicios convergentes sin prejuicios, sentimos la cercanía, más aún, la
presencia mística de Santa María de los Ángeles, en su santuario de la Porciúncula, que Francisco
quiso que fuera el centro y cabeza de su Orden.

5. En resumen, tanto el Saludo a la Virgen como la Antífona del OfP nos hacen percibir la devoción
excepcional y característica de Francisco a María, devoción que no supone daño alguno para su
teocentrismo o cristocentrismo, por cuanto María aparece siempre única y totalmente como obra
maestra de la gracia redentora y mediadora de su Hijo en el Espíritu Santo. Francisco es el hombre
evangélico que siente siempre y profundamente que todo bien viene del único y total Bien, el Padre
(Lc 18,19), «por sola su misericordia» (1 R 23,8) y «por sola su gracia» (CtaO 52).

Para completar la fisonomía mariana del Poverello, hemos de llamar la atención sobre algunos otros
puntos que, a nuestro parecer, los autores dejan demasiado en la sombra. Omitimos lo referente a las

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prácticas devotas del Santo, que los autores tratan de manera concorde cuando comentan 2 Cel 198 y LM
9,3.

Todos sabemos que Francisco quiso que María fuese la Protectora de su Orden. El texto latino de
Celano al respecto es muy expresivo: Ordinis Advocatam ipsam constituit: «La constituyó Abogada de
la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, a los hijos que estaba a
punto de abandonar. ¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de totora hasta el
día señalado por el Padre» (2 Cel 198).

Por otra parte, en 1223/24, algo después de la aprobación de la Regla bulada (29-XI-1223), como
resulta del contexto, queriendo que los hermanos simples se encontraran a gusto en su Orden, que
debía ser lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios, Francisco hacía esta reflexión:
«En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo-
se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193). Así pues, a la cabeza de la Orden tenemos:
El Espíritu Santo como ministro general y María Santísima como abogada y protectora.

Esta conexión del Espíritu Santo y de María la descubrimos de nuevo a través de otro hecho
histórico. Al principio, o sea, hasta 1223, el Capítulo general debía celebrarse normalmente todos los
años por los ministros cismontanos y cada tres años por todos los ministros, en la fiesta de
Pentecostés, junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula. También aquí encontrarnos unidos
al Espíritu Santo y a María, o sea, según la concepción de Francisco, al Ministro general y a la
Abogada-Protectora de su Orden. Ahora bien, en ninguna Orden del siglo XIII encontramos una
coincidencia semejante, y la que se da en nuestro caso la hemos de atribuir, no a la casualidad, sino
a la intención del Fundador, que quiso confiar el gobierno de su Orden al Espíritu Paráclito y a Santa
María de los Ángeles. En aquellas asambleas solemnes, el santuario de la Porciúncula se
transformaba en el Cenáculo de Jerusalén, donde los ministros y los custodios se reunían en oración,
como los discípulos, alrededor de María, la esposa del Espíritu Santo.

Y así, casi espontáneamente, pasamos a la segunda parte de nuestro estudio. A modo de conclusión
podemos decir que si bien Francisco en su devoción a María Santísima sigue en gran parte las
tradiciones de los grandes «santos marianos» que le precedieron, le añade, sin embargo, diversas
notas personales que hacen de él un «santo mariano» distinto, digno de admiración y de veneración.
Aunque no podemos seguirlo en sus simbolismos y en las aplicaciones que hace de los mismos, que
reflejan la Edad Media, sí debemos unirnos como él a la persona viva de María Madre y Virgen,
medianera de gracia y de caridad apostólica, modelo de conformidad a Cristo en pobreza, humildad y
amor de sacrificio, maestra y educadora que nos enseña cómo podemos y debemos actuar hoy el
ideal franciscano sin compromisos: todo eso constituye la quintaesencia del culto mariano del
Seráfico Padre, y vale para todos y para cada uno de nosotros sus hijos.

II. MARÍA, ESPOSA DEL ESPÍRITU SANTO


Como ya hemos indicado, el título «Esposa del Espíritu Santo», dado por Francisco a la Virgen en la
Antífona de su Oficio de la Pasión, merece una consideración especial, por cuanto señala una cima
alcanzada en la historia de la Iglesia, a la vez que constituye un punto de partida.

Conviene, pues, hacer un bosquejo histórico en tres partes: la historia de este título hasta san
Francisco, su importancia en el culto mariano del Poverello, y sus ulteriores vicisitudes hasta nuestros
días.

Es cierto que a algunos teólogos dogmáticos no les gusta el mencionado título por varios motivos que
no vamos a analizar aquí; desde su punto de vista, no les falta razón. En efecto, el denominativo

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«Esposa del Espíritu Santo» ha sido y sigue siendo aplicado, incluso por un mismo escritor, no sólo a
María, sino también a la Iglesia, al alma cristiana, a un grupo de fieles, etc. Y así resulta que al
Espíritu Santo se le dan muchas esposas. Por otra parte, a María se la llama también Esposa del
Padre celestial, del Verbo Encarnado considerado como Dios y como hombre, y hasta de la
Santísima Trinidad, sin hablar de san José, de quien fue la esposa virginal; y ante el hecho de que
ese «vínculo conyugal» espiritual se aplica de tantas y tan diversas formas, los teólogos dogmáticos
prefieren términos más claros y que tengan un sentido único. Pero en la teología espiritual, o sea,
ascético-mística, el título «María, Esposa del Espíritu Santo» es explicado en un sentido
perfectamente ortodoxo y que en la actualidad se hace cada día más frecuente. Es evidente que ese
título no hay que entenderlo en sentido propio (escriturístico literal); se trata de un puro sentido
metafórico, pero fundado en analogías que tienen un sustrato bíblico real, tanto en el Antiguo como
en el Nuevo Testamento, del mismo modo que también Jesús es llamado «Cordero de Dios» y «León
de la tribu de Judá», etc. Por eso, su uso es legítimo en espiritualidad y en teología mística, en
relación con experiencias místicas. Comencemos, pues, a esbozar la historia en tres etapas.

1. Antes de Francisco
Por cuanto sabemos, el primero en saludar a María como Esposa del Espíritu Santo, aunque no
literalmente, fue el poeta latino Prudencio, nacido en España y muerto después del año 405. En su
Liber apotheosis tiene este versículo (v. 572): Innuba Virgo nubit Spiritui, «La Virgen no desposada se
desposa con el Espíritu». Pero este primer testimonio permaneció en la sombra, tal vez a causa del
carácter poético de la expresión nubere Spiritui y también porque la Iglesia de entonces tenía que
combatir con mayor urgencia los errores cristológicos del arrianismo. Habrá que esperar cuatro siglos
para ver despuntar en Occidente otro protagonista del misterioso título mariano. Entre tanto, en
Oriente, aparecen dos: un Pseudo-Olimpio, del siglo V, y Cosmas Vestitor, del siglo VIII; éste podría
ser el primero en llamar indirectamente a María «Esposa del Espíritu Santo». El Ps. Metodio Olimpio
(PG 18,345c), en un sermón de Simeón y Ana, explica que María, al presentar a Jesús en el templo,
no estaba obligada al rito de la purificación, porque ya antes el Espíritu Santo se había desposado
con ella y la había santificado. Cosmas Vestitor, en un sermón de san Joaquín y santa Ana, presenta
a Joaquín deseoso de tener descendencia, deseo que Dios escuchó y así Joaquín engendró a la
esposa del Espíritu Santo: «(Ioachim) Spiritus sancti sponsam genuit» (PG 106,1006b).

En Occidente, el título mariano reaparece hacia la mitad del s. VIII; lo encontramos en un sermón
para la fiesta de la Asunción, de un Pseudo-Ildefonso, hoy identificado bien sea con S. Ambrosio
Autperto, OSB (784), bien sea con S. Pascasio Radberto, OSB (860). En dicho sermón, el Espíritu
Santo invita a María con estas palabras del Cantar de los Cantares: «Ven del Líbano, esposa mía»
(4,8): «Ideo Spiritus sanctus (Mariam) invitabat, dicens: ...Veni de Libano, sponsa mea» (PL 96,266b).

Aunque en los dos siglos siguientes los testimonios referentes al título nupcial de la Virgen faltan casi
por completo, sin embargo, en el estado actual de la investigación, parece cierto que dicho título se
fue propagando imperceptiblemente por los diversos países. En efecto, a principios del siglo XII (o
incluso antes) sucedió un hecho extraño en los Países Bajos. Un cierto Tanchelmo o Tanchelino
(1115) se desposó públicamente con María santísima, poniendo su mano en la mano de una estatua
de la Virgen; y para justificar su gesto decía que todo cristiano puede identificarse con el Espíritu
Santo recibido en el bautismo y, consiguientemente, tomar también él a María por Esposa. No fue
ésta la única rareza que predicó aquel hereje, contra quien combatieron S. Norberto (1134) y los
Premonstratenses por él fundados. De cualquier modo, en dicho acontecimiento se puede ver que el
título de María Esposa del Espíritu Santo estaba ya difundido por todas partes en Occidente.

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El mismo siglo XII nos ofrece otros cuatro protagonistas del título nupcial de María: un benedictino y
tres cistercienses. No nos detenemos en el primero, Gofredo de Vendôme (1134), porque en un
mismo contexto llama Esposo de María tanto al Verbo encarnado en ella (sponsus et filius) como al
Espíritu Santo, al que dice «marido de María», «maritus Spiritus sanctus» (PL 157,267b). Los tres
cistercienses son más claros y explícitos.

El beato Amadeo de Lausana (1159), al describir cómo María fue adornada con los siete dones,
afirma que la Virgen se unió al Espíritu Santo en alianza nupcial, «Spiritui sancto foedere maritali
copulata est» (PL 188,1309a). Y queriendo ilustrar este nexo nupcial entre María y el Espíritu Santo,
comenta las palabras de Gabriel a la Virgen en la Anunciación: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, para
cubrirte con su sombra; tú gozarás de una suavidad inmensa, tú serás gratificada con el ósculo
celestial, «tú te desposarás con un tal Esposo, y por un tal Marido serás fecundada», «Tali Sponso (=
Spiritui Sancto) coniungeris, a tali marito fecundaberis» (PL 188,1318a).

El otro cisterciense, Nicolás de Clairvaux (1176), bajo el seudónimo de Bernardo, en un sermón sobre
la Asunción de la Virgen, describe con dos expresiones la relación entre María por una parte y el Hijo
de Dios y el Espíritu Santo por la otra: María jamás conoció lecho de pecado (Sab 3, 13); «como Virgen
fue singularmente consagrada al Hijo de Dios, y de especial modo desposada con el Espíritu Santo»,
«Virgo Dei Filio singulariter consecrata, specialiter sancto coniugata Spiritui» (PL 144,719b).

El tercer autor de este grupo que vamos a examinar es el famoso cisterciense calabrés Joaquín de
Fiore (1202), que presagió el tercer estadio de la historia, el reino del Espíritu Santo, que tendría que
suceder al reino del Padre (Antiguo Testamento) y al reino del Hijo (Nuevo Testamento). Ahora bien,
María, unida íntimamente al Espíritu Santo, es la indicada por Joaquín como Madre-Genitrix espiritual
de la Iglesia santa y renovada de la edad tercera. Joaquín no usa explícitamente la expresión Esposa
del Espíritu Santo, pero su explicación simbólica de la edad tercera la contiene implícitamente del
modo más formal. Así, en el centro de la tabla XII en torno a la Paloma (= Espíritu Santo), leemos
estas palabras: «Oratorio de santa María Madre de Dios y de la santa Jerusalén -sede de Dios-, esta
casa será madre de todos», afirmación clara de que el Paráclito se servirá de María-Esposa como
Madre de la nueva Iglesia espiritual, en oposición a la Iglesia carnal.

2. Con san Francisco


Así llegamos a san Francisco, que desde joven, cuando según su propia expresión todavía «estaba
en pecados» (Test 1), creció en la atmósfera devocional del siglo XIII. La gracia del Espíritu Santo lo
transformó en una nueva criatura, como se complace en subrayar san Buenaventura, que lo llama
servus Mariae, esclavo de María, por cuyos méritos concibió en su santuario de Santa María de los
Ángeles «el espíritu de la verdad evangélica», sobre la que fundará la «Regla y vida de los Hermanos
Menores» (LM 3,1). Por devoción a la Madre del Señor Jesús, ayunaba desde la fiesta de los
apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción, titular de su iglesita predilecta (LM 9,3). En
esta misma iglesita, la Madre de toda bondad le sirvió de mediadora para obtener de la misericordia
de Jesús la indulgencia de la Porciúncula.

Ya hemos hablado de las dos oraciones en que Francisco invoca a María en un contexto trinitario,
insistiendo en la relación excepcional entre ella y las tres Personas de la Santísima Trinidad: hija-
esclava del Padre, madre del Hijo, y esposa del Espíritu Santo. En cuanto a este último título, Esposa
del Espíritu Santo, no parece exagerado afirmar que Francisco fue el primero en aplicárselo a María
de forma explícita. Todos sus predecesores tienen locuciones equivalentes, pero no la invocación
directa y precisa, con esa fórmula expresa; el que más se acercó a esa formulación fue el Pseudo-
Ildefonso, quien, como hemos visto más arriba, pone en labios del Espíritu Santo esta invitación a

89
María: «Ven del Líbano, esposa mía». Con san Francisco, pues, comienza la serie de autores que,
desde el siglo XIII hasta nuestros días, glorifican a la Madre de Dios con este título realmente nuevo.
Hay que tener en cuenta además que, como hemos indicado, Francisco recitaba 14 veces al día la
Antífona del Oficio de la Pasión, en la que se encuentra ese título. Y esto mismo hacían sus
hermanos y Clara cuando recitaban el dicho Oficio. De esta manera, tanto el Poverello como sus
seguidores tuvieron que profundizar en la propia vida nupcial, en unión con la de la Virgen. Es lo que
revelan los Escritos.

Francisco se preocupó de inspirar a sus hermanos, incluidos los laicos más humildes, que tal vez no
recitaban el Oficio de la Pasión, la devoción al Espíritu Santo. De hecho, las palabras de la Regla
bulada: «...por encima de todo los hermanos deben anhelar tener el Espíritu del Señor y su santa
operación» (2 R 10,8-9), se dirigen, en el contexto inmediato, más a los hermanos laicos que a los
clérigos. Por otra parte, Francisco ordena en la Regla que los hermanos laicos reciten siete
Padrenuestros por cada una de las cuatro horas menores y por completas (1 R 3,10; 2 R 3,3). Ahora
bien, otras asociaciones religiosas aprobadas por la Santa Sede imponían a sus miembros «recitar
por cada una de las horas del Oficio divino siete Padrenuestros, por los siete dones del Espíritu
Santo»; Francisco debía conocer esta costumbre y por lo mismo nos parece que no es temerario
pensar que él quiso que todos sus hermanos invocaran diariamente al «Espíritu septiforme», del que
María es la mediadora.

Sus Escritos nos demuestran que Francisco tenía un concepto muy amplio de la relación esponsal
entre Dios y sus criaturas: si en las oraciones marianas venera en la Virgen la intimidad con la
Santísima Trinidad, en otros lugares subraya igualmente la relación estupenda entre las tres
Personas divinas y cada una de las almas que trata de vivir según el espíritu y no según la carne
(Rom 8,12-13). La vida evangélica como tal lleva consigo la unión íntima personal con el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Y Francisco propone a los penitentes que vivían en el siglo el ideal evangélico
del que participan también sus hermanos religiosos. Escribe en su Carta a los fieles: «Y sobre todos
aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del
Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y
son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50; 1CtaF 1,6-7).

El mismo Francisco hace un comentario sublime de sus palabras, que cada uno debería revivir en su
propia existencia: «Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y
somos hermanos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; somos madres
cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y
sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros. ¡Oh, cuán
glorioso, santo y grande es tener en el cielo un padre! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y
admirable es tener un tal Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce
y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e Hijo! El cual dio su vida por
sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre santo...» (2CtaF 51-56; 1CtaF 1,8-14).

En los primeros años de la conversión de Clara, Francisco escribe para ella y para sus hermanas de
San Damián, en la Forma de vida, unas palabras que reflejan la unión esponsal entre el Espíritu
Santo y María con términos perfectamente paralelos a los de la Antífona del Oficio de la Pasión: «Ya
que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y esclavas del Altísimo sumo Rey, el Padre
celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo
Evangelio de Jesucristo, quiero y prometo...» (FVCl 1; RCl 6,17).

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Señalemos de paso que la palabra esposo («sponsus») aparece en los Escritos de san Francisco tres
veces en cada una de las redacciones de la Carta a los fieles, cuyo texto hemos citado más arriba; en
las Cartas de santa Clara a santa Inés de Praga, aparece otras cuatro. La palabra esposa («sponsa»)
aparece una sola vez en los Escritos de Francisco, y es precisamente en la Antífona del OfP; en las
Cartas de Clara se repite nueve veces. Y el verbo desposarse («desponsare») aparece una sola vez
en los Escritos de Francisco, concretamente en la Forma de vida, que acabamos de citar; en los
Escritos de Clara aparece tres veces, dos en las Cartas y una en su Regla.

Sin temor a exagerar podemos decir que Francisco «vivía» con plenitud lo que enseñaba a sus
hermanos, a las clarisas y a los cristianos de buena voluntad, los penitentes laicos, para demostrarles
que la unión esponsal que él exaltaba entre Dios, uno y trino, y María, debe ser el gran manantial de
la caridad evangélica y apostólica, o sea, de nuestra maternidad espiritual en la Santa Madre Iglesia.
La unidad de amor personal, o sea, filial, esponsal, fraterno y materno con las tres Personas divinas,
es un don especial y una santa operación del Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Esta santa Madre-
Iglesia, consagrada en María por el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, como llena de gracia y de
todo bien, está constituida por todos los creyentes. Francisco se convenció de ello desde el momento
en que el Cristo crucificado-vivo-resucitado de San Damián le dijo: «Francisco, vete, repara mi casa,
que, como ves, se viene del todo al suelo (tota destruitur)» (2 Cel 10). Esta casa de Cristo crucificado-
resucitado somos todos en María, hecha Iglesia, y lo somos siguiendo sus huellas en el Evangelio, en
pobreza y humildad, firmes en la fe católica y sujetos a la santa Madre Iglesia (cf. 2 R 12; Test 14-15).

El Testamento y las Cartas de santa Clara dan fe de que también ella vivía fuertemente impelida por
esa maternidad mística, mediante el buen ejemplo. Véase al respecto su Testamento, vv. 3-4, 6-7,
11-12. Las Cartas, por otra parte, insisten particularmente en el tema de los desposorios místicos; así,
por ejemplo, en la primera a santa Inés de Praga, Clara alaba su opción por la pobreza: «uniéndoos
con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo»; poco más adelante le dice: «pues sois
esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo», aludiendo claramente a Mt 12,49 y a un texto de
la Carta a los Fieles de Francisco, antes citado; e insiste de nuevo: «habéis merecido ser hermana,
esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la Virgen gloriosa». En la tercera Carta, le dice Clara
a Inés: «Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo... La gloriosa Virgen de las
vírgenes lo llevó materialmente en su seno: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la
humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre en tu cuerpo casto y virginal...». Por
otra parte, cuatro de los testigos del Proceso de canonización de Clara insisten en la presencia y
acción del Espíritu Santo en la Dama pobre de San Damián (3,20; 10,8; 11,3; 20,5).

Recordemos también que el Crucifijo de San Damián, contemplado y vivido por Francisco y luego por
Clara, es un icono de inspiración oriental siríaca, pintado en Umbría, que representa a Cristo en su
misterio pascual total: el Cristo, Hijo del Padre, encarnado-crucificado-resucitado, unido a la Iglesia
del cielo y de la tierra; el Cristo joánico, lleno de luz y de gloria, vencedor de la muerte y del pecado;
el Cristo, Cordero inmolado y exaltado, digno de toda alabanza, gloria, honor y bendición por parte del
cielo y de la tierra. Y así lo celebró Francisco en su vida, en profundo sufrimiento y gloria a la vez, es
decir, en perfecta alegría. Su Oficio de la Pasión, que contiene la Antífona de la Virgen, es la prueba
más convincente de ello.

Aún podríamos decir muchas cosas de la enseñanza de Francisco sobre «el Espíritu del Señor y su
santa operación» que, según la voluntad del Santo, «debemos anhelar por encima de todo» (2 R
10,8-9). En efecto, sus Admoniciones son una mina de consideraciones que, tomadas en su conjunto,
constituyen un compendio valiosísimo de vida espiritual.

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3. Después de san Francisco
El nuevo título mariano Esposa del Espíritu Santo, cuya formulación expresa y concreta es de san
Francisco, ha permanecido vivo en la tradición de la Iglesia. No se hicieron esperar los autores que lo
comentaron, y en los siglos siguientes se multiplicaron de tal manera, que no es posible ofrecer el
elenco completo de los mismos. Por eso nos limitaremos a los escritores de la familia franciscana,
pero sin pretender ser exhaustivos.

En la segunda mitad del siglo XIII aparece el Speculum beatae Mariae Virginis (Quaracchi 1904, 130-
140) de fray Conrado de Sajonia (1279), quien por tres veces hace el elogio de la Esposa del Espíritu
Santo, con una insistencia y un fervor nunca vistos: «María es la bellísima esposa del Espíritu Santo,
...la esposa de la Suma Bondad»; «He aquí la esposa del Espíritu Santo, María...: he aquí la esposa
del Sumo Consolador...»; «¡Oh María, el Señor está contigo: el Señor, de quien eres la hija, más
noble que cualquier otra; el Señor, de quien eres la madre, más admirable que todas las demás; el
Señor, de quien eres la esposa, más amable que todas las demás...».

Casi al mismo tiempo que el Espejo de fray Conrado se difundió un Libellus de corona Virginis Mariae
(PL 96, 285-318), bajo el pseudónimo de S. Ildefonso, pero que según los últimos estudios es de un
hermano menor (Ricardo de San Lorenzo). Varias veces describe el nexo esponsal entre el Espíritu
Santo y María, explicando el título «Esposa del Espíritu Santo» con elocuentes elogios: «¡Oh
santísima madre de Cristo, tú eres... el bellísimo y virginal tálamo del Verbo encarnado del Padre, ...la
hija carísima del sumo Padre, la esposa amantísima del Espíritu Santo, señora y reina de los ángeles
y de los hombres!». Este mismo autor llama también a María esposa del Padre y esposa de Cristo.

Fray Juan de Caulibus (s. XIII-XIV) estuvo animado por el mismo espíritu que los dos autores
anteriores. En sus Meditationes vitae Christi, que pronto se atribuyó a san Buenaventura, no duda en
proclamar a la Virgen «elegida por Dios Padre como hija, por el Hijo como madre y por el Espíritu
Santo como esposa».

Mención especial merece el «sello del generalato» más antiguo que se conoce de la Orden
franciscana. Es el del beato Juan de Parma (Ministro general 1247-1257). En un documento de 1254
se ve en dicho sello la venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y los apóstoles, debajo de los
cuales se ve la figura de un hermano menor en oración, sin aureola, que presumiblemente representa
al Ministro general, más que a san Francisco. Juan de Parma quiso representar al vivo al Espíritu
Santo como Ministro general de la Orden y a María la Abogada de la misma Orden y medianera de
los siete dones del Espíritu Santo.

En los siglos XIV y XV no encontramos autores franciscanos que celebren a María como Esposa del
Espíritu Santo.

Bernardino de Bustis (1513/15), en su Mariale, después de exaltar las extraordinarias prerrogativas


de María, concluye sus alabanzas con una triple invocación, que recuerda la de Francisco: «¡Oh hija
del eterno Padre! ¡Oh madre de la divina Majestad! ¡Oh esposa del Paráclito!»

Casi contemporánea de Bernardino de Bustis fue la beata Bautista de Varano, clarisa (1524). Sus
obras espirituales contienen dos elogios de María como Esposa del Espíritu Santo; el primero, en
forma de oración: «¡Oh Virgen de las vírgenes, María.... hija de Dios, madre de Jesucristo, esposa del
Espíritu Santo...!»; el otro aparece en una novena a la Virgen, en la que la tercera Persona de la
Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, expone a las otras dos Personas el deseo de la Virgen de morir
para volver a ver a su Hijo: «Mi esposa se derrite como cera al fuego por amor: enviemos por Ella».

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A principios del siglo XVII, dos capuchinos festejan a María con el referido título. San Lorenzo de
Brindis (1619), en un sermón para la Visitación de la Virgen, dice de María: «Ella es reina del cielo,
señora de los Ángeles, emperadora del paraíso, hija del sumo Padre, madre del Hijo unigénito de
Dios, esposa del Espíritu Santo»; y en otro sermón sobre la visión apocalíptica de la Mujer vestida de
sol, explica el título mariano con palabras audaces que hay que entender en su sentido espiritual-
místico (maritus-uxor). De un modo más sencillo, Tomás de Olera (1631), en su opúsculo sobre la
Vida, muerte y asunción de María, la saluda como Esposa del Cantar de los Cantares y Esposa del
Espíritu Santo.

En la misma línea se encuentra san Carlos de Sezze (1670): «...el Padre la eligió como amadísima
hija suya, el Hijo como carísima madre suya y el Espíritu Santo como dilectísima esposa suya...»
(Opere complete III, Roma 1967, 534).

Otros franciscanos y franciscanas habrán escapado a nuestra investigación. Viniendo a nuestro


tiempo, nos parece que quien mejor ha penetrado y actualizado para la mentalidad de nuestros
contemporáneos el significado del título «Esposa del Espíritu Santo» es san Maximiliano M. Kolbe
(1941). Creemos que sólo un don carismático muy elevado le hizo descubrir el nexo teológico entre
los varios misterios que él describe en sus tratados.

4. Consideración conclusiva
Respecto al valor actual del título «María, Esposa del Espíritu Santo», hemos de decir que nos
encontramos ante un hecho que nadie puede negar: la reseña histórica que hemos esbozado, que no
es completa ni exhaustiva, demuestra que ese título ha sido usado con piedad consciente, basada en
textos bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, por muchos escritores sagrados desde
la Edad Media hasta nuestros días, así como también por santos canonizados y por doctores de la
Iglesia; baste recordar algunos nombres: Roberto Belarmino, Lorenzo de Brindis, Alfonso M. de
Ligorio, Luis M. Griñón de Monfort, Carlos de Sezze, Maximiliano M. Kolbe, etc. Desde luego, si se
tienen en cuenta las definiciones dogmáticas y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, el peligro
de abusar de ese título queda en su mayor parte conjurado. Una confirmación autorizada de ello la
tenemos en el uso que han hecho y hacen los Papas: León XIII, Pío XII, Pablo VI, y Juan Pablo II. Por
otra parte, la costumbre de llamar a María hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo
se ha hecho tan universal, que forma parte integrante del sensus fidelium; desde hace mucho tiempo,
en el rezo del santo Rosario se acostumbra en numerosas naciones añadir a las tres Avemarías
introductorias o después del Gloria de cada decena, el saludo a las tres Personas divinas, que es un
eco permanente de la Antífona del Oficio de la Pasión de san Francisco: «Dios te salve, María, hija de
Dios Padre, Dios te salve, María, madre de Dios Hijo, Dios te salve, María, Esposa del Espíritu
Santo...». Por todo ello, no nos parece exagerado decir que el título «Esposa del Espíritu Santo»,
aplicado a María, ha venido a formar parte del magisterio ordinario de la Iglesia; sin embargo, no se
encuentra en los documentos del Concilio Vaticano II, en los que el Espíritu Santo nunca es llamado
«esposo», ni María «esposa», mientras que la relación «esposo-esposa» se aplica veintiuna veces a
Cristo y a su Iglesia. Para mayor gloria del Espíritu Santo y de su Esposa inmaculada María, lo que
procede no es pretender retirar del uso el mencionado título, sino más bien ilustrarlo y explicar su
sentido correcto, en la pastoral mariana.
[Pyfferoen, Ilario - Van Asseldonk, Optato, O.F.M.Cap., María Santísima y el Espíritu Santo en San
Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 47 (1987) 187-215]

93
San Francisco y la Virgen María
Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al
Señor de la majestad» (2 Cel 198).

Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en primer lugar, a la modestia: si el amor que
Francisco profesaba a María es «indecible», quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no
podemos llegar a comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de
Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco a poco, sin conseguir
nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente.

El autor nos indica al mismo tiempo en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un
«amor indecible» por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el
apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo de Dios! Francisco va de golpe a lo
esencial: María está referida por entero a su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no
separen jamás a María de Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y
auténtico a María.

I. CÓMO CONSIDERA FRANCISCO A MARÍA

1. María y la Encarnación
¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más concretamente, la maternidad divina de María? «Por
haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2 Cel 198). Escribe
Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel
Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen
María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3).
Francisco engloba así a María en su contemplación de la humanidad de la encarnación. Para
comprender cómo Francisco pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a
la experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (1). Experiencia del Altísimo, del
Señor de la majestad que se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del
Omnipotente, que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende a
ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla en su Hijo hasta el
extremo de condividir nuestra abyección. Es la revelación, en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta
hasta dónde llega su amor. Había creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su
ingratitud, se había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es
decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón del hombre: «Al igual
que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero
Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R 23,3).

María está en el centro de este misterio de humildad y de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios
nuestra carne, nuestra debilidad y fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese
Hermano a quien contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal
hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas
deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María en su amor sin medida a su Señor.

«Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a
nosotros, pecadores, el que nos trae la misericordia, la ternura del Padre.

2. La «Paupercula Virgo», la «Virgen pobrecilla»


El misterio de la encarnación es misterio de humildad y también, por tanto, de pobreza. Francisco
apenas puede apartar de él su mirada interior (cf. 1 Cel 84-85). Y una vez más asocia a María a su

94
amor a Cristo pobre. «Siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su
Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Siguiendo pues a san Pablo, Francisco señala
expresamente esta opción deliberada, expresión de amor. Una pobreza sólo soportada sería signo
del pecado del mundo, que excluye a los pobres del reparto de los bienes.

A más de esto, Celano llama a María: paupercula Virgo, «la Virgen pobrecilla», la «poverella» (2 Cel
200), expresión de la que es muy lógico pensar que se remonta al mismo Francisco. Este poner de
relieve la pobreza de María, en unión con la de su Hijo, tiene su explicación en la contemplación
intensa del misterio de Navidad: «No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la
Virgen pobrecilla» (ibíd.). La pobreza caracteriza la vida de María a lo largo de toda su trayectoria:
«Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente..., fue pobre y huésped y vivió de limosna
tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos...» (1 R 4-5). Este pensamiento conmueve a
Francisco: «Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan
pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios,
suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra» (TC 15; cf. 2
Cel 200). En una palabra: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de
su Madre» (LM 7,1). Y por eso saca la conclusión de que «la pobreza es la reina de las virtudes, pues
con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (ibíd.; cf. 2 Cel
200).

Cristo es «el que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22). Pero desde el día en que
Francisco se solidarizó con los leprosos y «practicó con ellos la misericordia» (cf. Test 2), comprendió
que podía seguir encontrando a Cristo pobre en la persona de cualquier pobre. También aquí asocia
espontáneamente a María a su Hijo: «Cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre
pobre» (2 Cel 85; cf. LM 8,5). Celano comenta: «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres...;
en todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella
llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83). Y cada día se renueva para él en la Eucaristía la maravilla
de la encarnación: «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono
real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia;
diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16-18).

En resumen, no podremos extrañarnos de verle formular su proyecto de vida: «Yo el hermano


Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su
santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis
siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1-2) (2).

3. María, elegida y consagrada por la Trinidad


María está tan íntimamente vinculada al misterio de la encarnación que Francisco la contempla en el
designio eterno de Dios, cuyo centro es la Encarnación. Hay que tener en cuenta al respecto sobre
todo las oraciones que le dirige, y que sorprenden por la seguridad teológica de un hombre sin cultura
especial. Refiriéndose a ellas, escribe Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba
oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana (2 Cel 198).
Reproducimos las dos oraciones que han llegado hasta nosotros.

Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM)

1¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen convertida en templo (virgen hecha
iglesia),
2y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el
Espíritu Santo Paráclito;
95
3que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!
4¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios!
5¡Salve, vestidura de Dios!
¡Salve, esclava de Dios!
¡Salve, Madre de Dios!
6¡Salve también todas vosotras, santas virtudes, que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo,
sois infundidas en los corazones de los fieles, para hacerlos, de infieles, fieles a Dios!

Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant)


Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y
esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo,
esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes
del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro.

Con palabras sencillas y tradicionales, Francisco expone la síntesis de lo que la fe puede afirmar de
María, en base a la Escritura. Destaquemos:

-- en primer lugar, las afirmaciones doctrinales centrales sobre María, Madre de Dios y Virgen, punto
de partida de cualquier reflexión sobre María (SalVM 1; OfP Ant 1-2);

-- seguidamente, la insistencia en un doble título derivado de la maternidad divina y que representa


también un homenaje: María es Reina (SalVM 1), pues es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre
celestial» (OfP Ant); María es «Domina», Señora (SalVM 1). Si el primero de estos títulos es tradicional, el
segundo refleja un aspecto original de Francisco: como el caballero honra a su Dama y vive para ella,
Francisco «ofrecía a María los afectos de su corazón» (offerebat illi affectus -2 Cel 198);

-- la fe en la elección de María, «elegida por el santísimo Padre del cielo» (SalVM 2); su misión
corresponde a su elección por Dios desde toda la eternidad;

-- la certeza de que esta elección ha desembocado en su consagración por toda la Trinidad:


«consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). La Antífona
aclara la relación de María con cada una de las tres divinas personas. María es «hija y esclava del
altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del
Espíritu Santo» (OfP Ant 2).

Con el P. Efrén Longpré puede advertirse que Francisco no habla de purificación y de santificación de
María, sino únicamente de su consagración; afirma que María tuvo desde siempre la plenitud de la
gracia y todo bien (SalVM) y que no ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a ella (OfP Ant).
Así, ilustres defensores del dogma de la Inmaculada Concepción han podido evocar estos textos
como particularmente acordes con dicho dogma (3).

Es menester dejarse impregnar por la mirada de Francisco, que contempla a María en su relación con
los Tres que son Dios, y por el clima de infinito respeto que se desprende de estas oraciones, para
adivinar a través de palabras tan sencillas la solidez de su doctrina mariana y, a la vez, algo de la
profundidad y delicadeza de su amor hacia la Virgen.

En el Saludo a la bienaventurada Virgen María, Francisco despliega su veneración a María en una


especie de letanía, de Laudes, en que enumera los atributos de la Madre de Dios. Esta letanía

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requeriría no pocas observaciones interesantes. Advirtamos simplemente la acumulación de términos
que presentan a María como teófora, que lleva y contiene a Dios: Palacio de Dios, Tabernáculo de
Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. La lectura del v. 1 retenida por la última edición crítica: «quae
es virgo ecclesia facta», cobra mayor credibilidad: María, «hecha iglesia», elegida y consagrada por
Dios, es Palacio, Tabernáculo, Casa, Vestidura de Dios... Además, la enumeración va en el sentido
de una humildad creciente y de una ascendente intimidad (¡de Palacio a Vestidura!), para
desembocar en el triunfo de la humildad: «Esclava de Dios», convertida en «Madre de Dios».
Profundísima expresión poética del lugar de María en este misterio del anonadamiento del Verbo que
se hace hombre y permanece entre nosotros.

La parte final del Saludo hace pensar en el Saludo a las Virtudes. Por lo demás, este último escrito
lleva en varios de los buenos manuscritos el título de: Las Virtudes (o bien, Saludo de las Virtudes)
con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa.

II. MARÍA Y LA VOCACIÓN EVANGÉLICA FRANCISCANA

1. Alumbramiento del espíritu del Evangelio por los méritos de María


¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es
imposible determinarlo con precisión absoluta.

Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué
estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» (Test 3) le
había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación
del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho
descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había
confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del
siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los
leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En
espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de
restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro.

Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie
de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en
tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda
bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el
tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8).

De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no
fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción
a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esa minúscula iglesia entre
todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de
«revelación» (cf. Test 14. 23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la
Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a
lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56).

Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a
la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio
camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo,
abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y
los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (4). Aunque sabe que está en

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paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su
vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista.

Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios,
su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de
gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (ut fieri dignaretur advocata ipsius) (LM 3,1).
Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le
proteja y, al mismo tiempo, interceda por él.

San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los
méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.).
Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su
vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones
del mismo Francisco.

Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo
me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo
interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en
María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función
maternal en relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en
cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y
de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto,
en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en
Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de
nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los
méritos de María, a quien ha tomado como «advocata».

Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al
instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo
que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22).
¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor?
Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud!

2. María, «advocata» de la Orden de los Menores


Francisco sigue confiándose a María, con los hermanos que pronto le ha dado el Señor. «Después de
Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza..., por eso la constituyó abogada
(advocata) suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). La Orden naciente, por tanto, es puesta bajo el
patronazgo de la Virgen María. Impresionado por el rápido y magnífico crecimiento de la Orden (señal
de que Dios está actuando poderosamente en dicha obra), san Buenaventura atribuye tal desarrollo
prodigioso a la solicitud de María: «Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la
gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por
los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -
con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Y san Buenaventura describe a continuación cómo
el «Pregonero evangélico» consigue incrementar la Orden, e incluso suscita las otras dos Ordenes,
con sus viajes misioneros a partir de la Porciúncula (LM 4,5-6).

Sin embargo, Francisco espera de María algo más que el simple desarrollo numérico de la Orden. De
la misma forma que él había concebido y dado a luz el espíritu de la verdad evangélica por los
méritos de María, de igual modo le agrada referirse a ella en los casos en que entra en juego la
fidelidad a la inspiración evangélica. Bastarán dos ejemplos para confirmárnoslo.
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El primero se refiere a la pobreza evangélica. Afluían de paso tantos hermanos a la Porciúncula que
Pedro Cattani, vicario de san Francisco, le pidió permiso para retener parte de los bienes de los
novicios y reservarlos para poder atender a las necesidades de dichos huéspedes. «Lejos de
nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el Santo-, que, por favorecer a los hombres,
actuemos impíamente contra la Regla». «Y ¿qué hacer?», replicó el vicario. «Si no puedes atender
de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen.
Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que
adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos
ha prestado» (2 Cel 67; cf. LM 7,4).

El segundo ejemplo apunta al amor a los pobres. Es la célebre historia de la madre de dos religiosos
que se hallaba en una necesidad extrema y a quien los hermanos no tenían nada que poderle dar.
Francisco ordena: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su
necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que
demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él» (LP 93; 2 Cel 91).

Así pues, en la vida concreta, a Francisco le gustaba asociar a María a Cristo como fuente de
inspiración en las decisiones que afectaban a la fidelidad al Evangelio. La contemplación de la
«paupercula Virgo», humilde y disponible, le ayudó ciertamente, así nos lo demuestran los ejemplos
citados, a captar la revolución que el Evangelio ha aportado en el campo de lo «sagrado» en casos
prácticos y cotidianos. Lo más sagrado no es el libro de la Palabra de Dios (¡que él quiere que se
venere!), ni cuanto atañe al culto (¡que él quiere que sea decente, suntuoso incluso!), sino el hombre
en su indigencia, con el que se solidariza el Dios del Evangelio.

Como puede verse, pues, Francisco asocia por lo general a María a Cristo, cuyas huellas y pobreza
quiere seguir. La referencia a María es particularmente explícita en el motivo de la mendicación, la
cual es una forma privilegiada de la sequela, seguimiento, de Cristo humilde y pobre; esta referencia,
además, está garantizada por un texto de la primera Regla: «Mis queridos hermanos e hijitos míos,
no os avergoncéis de ir a pedir limosna, pues por nosotros el Señor se hizo pobre en este mundo. Por
eso, a ejemplo suyo y de su santísima Madre, hemos escogido el camino de la auténtica pobreza.
Esta es nuestra herencia, que ganó y dejó nuestro Señor Jesucristo para nosotros y para todos los
que, siguiendo su ejemplo, quieren vivir en santa pobreza» (LP 51; cf. 1 R 9,4-9).

Efectivamente, la sequela de Cristo pobre, unida a la manera como Francisco contempla la


Encarnación (Cristo pobre y «paupercula Virgo»), es la nota característica del evangelismo
franciscano. Por eso, en opinión de san Buenaventura, Francisco establece un paralelismo
sorprendente entre la encarnación del Hijo de Dios en María, su Madre pobrecilla, y el nacimiento de
los hermanos a la vida evangélica en la «paupercula religio» (la Orden pobrecilla): «Nacidos, por
virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey, han de ser engendrados en
una religión pobrecilla por el espíritu de pobreza» (LM 3,10). Esta afirmación figura sólo en la versión
bonaventuriana de la parábola expuesta por Francisco ante el papa, cuando le pidió la aprobación
pontificia de su Regla; aunque no aparece en las versiones más antiguas (la de Eudes de Chériton y
la de 2 Cel 16), puede observarse con todo que las palabras puestas por Buenaventura en boca de
Francisco evocan el pasaje ya mencionado de la Carta a los fieles (1CtaF 10; 2CtaF 53) (5). Las
ideas bonaventurianas se acercan aquí al pensamiento de Francisco más de lo que a simple vista
pudiera parecer.

Pero con este punto estamos abordando ya la función ejemplar de María.

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III. LA FUNCIÓN EJEMPLAR DE MARÍA

1. Para la Orden de los Menores


Para mejor comprender la función ejemplar de María en la vida de la Orden naciente, conviene volver
una vez más a la Porciúncula. Una serie de textos nos recuerdan el cometido irreemplazable ejercido
por María en el corazón de Francisco y, más en general, en las primeras generaciones de la Orden (2
Cel 18-19; LP 56; TC 56; cf. 1 Cel 106; LM 2,8). Recordando que la capillita restaurada por Francisco
era su iglesia preferida, como lo era también, según él pensaba, de María misma, evocan el
nacimiento de la Orden bajo la protección de María, incluso su alumbramiento por ella (EP 84). Ponen
de relieve la armonía existente entre la pequeñez de la iglesita de la Porciúncula, la humildad de
María y la Orden de los Menores.

La pequeña residencia de la Porciúncula se convierte en el centro de la Orden: en ella se acoge a los


nuevos hermanos; allí tienen lugar los Capítulos. Según Francisco, su comunidad debía ser el
«espejo de la Orden», obligada a mantenerse siempre en la humildad y la pobreza. Poco antes de
morir, recomendó de manera especialísima la Porciúncula a los hermanos, prohibiéndoles que jamás
la abandonaran e imponiéndoles mantener siempre allí una comunidad modelo (1 Cel 106; EP 83).

Francisco quiere pues que aquí florezca un cierto número de virtudes, actitudes y estilo de vida propio
que, a través de ese «espejo», se deben refractar sobre toda la Orden. Hace gran hincapié en la
minoridad: humildad, pobreza, trabajo con los pobres en los campos; recuérdese cómo Francisco
quiso oponerse a la construcción por el municipio de Asís de una casa para el Capítulo (LP 56). A
pesar de la función un poco particular de la Porciúncula como centro de la Orden, Francisco quiere
que en ella reine un clima de silencio y de recogimiento protegido por la clausura, y una oración
continua sostenida por el canto del Oficio. Es el programa de vida establecido en la Regla para los
eremitorios, reforzado incluso con prescripciones sobre el ayuno y las vigilias. Varios pasajes de los
textos sobre la Porciúncula son claramente eco de preocupaciones ulteriores. Pero si se lee el
conjunto con un espíritu sanamente crítico, no puede evitarse la impresión de hallarnos ante un estilo
de vida marcado todo él por actitudes marianas: oración, recogimiento, humildad, caridad. La Virgen
es, tal vez más de lo que a veces se subraya, inspiradora de la conducta de Francisco. Y esto daría
mayor crédito aún al título que algunos manuscritos dan al Saludo a las Virtudes: «Saludo de las
virtudes con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa».

2. Para los hermanos sacerdotes


Hay una categoría de hermanos a quienes Francisco propone más directamente a María como
modelo: los hermanos sacerdotes. Conocida es la veneración de Francisco a los sacerdotes y la
razón única de este respeto: son ministros de las Palabras, del Cuerpo y de la Sangre del altísimo
Señor Jesucristo. Francisco ve en ellos a Cristo, por muy pecadores que sean, puesto que Cristo
habla y actúa en ellos (Test 6-13).

Ahora bien, él compara directamente el ministerio del sacerdote en la celebración eucarística a María,
en cuyo seno se encarnó el Hijo de Dios (Adm 1,16-18). Y en la Carta a toda la Orden propone en
consecuencia a María como modelo de los hermanos sacerdotes: «Escuchad, hermanos míos: si la
bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno..., ¡cuán
santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no
a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles
desean sumirse en contemplación! Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos,
porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima

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de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así
presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 21-25).

¡Magnífico llamamiento a la humildad de la fe y a la santidad!

3. Para todos los fieles


Más allá de la Orden, Francisco propone a María como modelo a todos los fieles, al menos a aquellos
que de alguna manera se sentían vinculados a él: «A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos,
hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y
súbdito» (2CtaF 1). Conocido es el célebre texto en que Francisco pone de manifiesto las maravillas
de la vida cristiana: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos
y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas
cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y
serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro
Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y
hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo
llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos
a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 47-53; cf. los versículos
siguientes). Dos puntos interesan especialmente a nuestro tema.

a) Francisco describe de manera admirable la función maternal del fiel respecto a Cristo (v. 53).
Hagamos la transposición de esta doctrina: De la misma forma que María, la humilde sierva, permitió
al Señor de la gloria hacerse en ella nuestro hermano, por el poder del Espíritu que se posó sobre
ella, así también, por el poder del mismo Espíritu que se posa sobre él (vv. 48-50), quien sigue el
camino de la minoridad (v. 47) puede llevar en sí, mediante el amor y la pureza y sinceridad de
corazón, al Señor Jesús y alumbrarlo en los demás mediante su vida santa, que es obra del Espíritu
en él (v. 53; cf. 2 R 10,9). Francisco expone aquí la vida cristiana de manera propiamente mariana: en
cuanto a su naturaleza, es la vida de un ser que lleva en sí a Cristo; en cuanto a su eficacia, da a luz
a Cristo en los demás. Con términos sencillos y luminosos Francisco describe todo el misterio de la
Iglesia y de su maternidad, cuya figura es María.

b) Para definir la relación con Dios de quien se compromete en el camino de la minoridad, cumple con
rectitud la voluntad de Dios y permanece unido al Señor Jesús con un amor sincero, Francisco
emplea los mismos términos que utiliza para expresar, con toda la tradición, la unión de María con
Dios: el Espíritu se posa sobre él y hace en él su morada; es hijo del Padre celestial; es esposo, y
hermano, y madre de Cristo. Lo que vale por excelencia de María, «que tuvo y tiene toda la plenitud
de la gracia y todo bien» (SalVM 3), vale también igualmente de cualquier fiel que toma en serio su
vocación evangélica.

Sí, María es verdaderamente la figura de la Iglesia. Y cualquiera que tome el camino que Francisco le
traza, con fidelidad al Evangelio, está configurado a imagen de María, sea cual fuere su estado de
vida, su misión, su profesión, su edad, su sexo... No hay diferencia esencial entre el fiel más humilde
y la Virgen María.

CONCLUSIÓN

Expresiones del amor de Francisco a María


Su profundísima comprensión del cometido llevado a cabo por la «paupercula Virgo» en el designio
de salvación, condujo a Francisco, como hemos podido constatar, tanto a la contemplación admirativa
de María consagrada por la Trinidad, como a recurrir a ella lleno de confianza a lo largo de todo su

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itinerario espiritual. No es, pues, extraño cuanto relata Tomás de Celano: «Le tributaba peculiares
alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua
humana» (2 Cel 198).

De sus «Laudes», sólo ha llegado hasta nosotros el maravilloso Saludo. Al igual que otros
fragmentos, nos demuestra la influencia de la liturgia en Francisco y, sobre todo, cómo su amor filial
sabía también traducir en imágenes poéticas, sencillas y apropiadas, el Misterio de María, de manera
que se sintiese impregnado por él incluso el hombre más rudo.

De sus oraciones, ha quedado la Antífona del Oficio de la Pasión, presentada anteriormente junto con
el Saludo. María es invocada también en el «confiteor» de la Carta a toda la Orden (CtaO 38) y en la
petición de perdón de la Paráfrasis del Padrenuestro (ParPN 7). Esto es tradicional. Pero ya sabemos
la intensidad de la oración de Francisco: ¡Reconocerse también pecador ante María, contar también
con sus méritos para obtener perdón, no podían ser fórmulas recitadas distraídamente por Francisco!

Por último, volvemos a encontrar a María en un aspecto original de la piedad de Francisco. Él es el


pobre que se sabe constantemente colmado inmerecidamente por Dios, Soberano Bien y Autor de
todo bien. De ahí su actitud fundamental de agradecimiento. Pero se siente, a la vez, tan indigno e
incapaz de dar gracias por todo lo que Dios ha realizado y no cesa de realizar por los hombres y por
él, Francisco, en particular, que ruega al Hijo amado que Él mismo, junto con el Espíritu Santo, dé
gracias al Padre como a Él le agrada. Luego dirige la misma petición a María (y a todos los ángeles y
santos) (1 R 23,5-6). ¡Admirable hallazgo: pedir a María que dé gracias a Dios por nosotros, pues
nosotros nos reconocemos incapaces de hacerlo! (6).

La piedad mariana de Francisco es fruto de la historia personal del Poverello, iluminada por la mejor
doctrina tradicional, tomada sobre todo de la liturgia, y vivida con su personal sensibilidad hacia un
determinado número de valores centrales del Evangelio. Por ello, y por su contenido, sigue siendo
ejemplar.

1) TC 7. Francisco no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los
efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso, etc. Cf. TC 8-11.

2) De todos los textos en que Francisco formula su proyecto de vida, éste es el único en que asocia la
pobreza de María a la de Cristo. No carece de interés advertir que Francisco se dirige aquí a Clara,
quien considera de buen grado la pobreza de María unida a la de Cristo; cf. 2 R 6,6 y RCl 8,2; 2 R
12,4 y RCl 12,2; 1 R 9,1 y TestCl 13. ¿Se sentiría Francisco más cómodo con sus hermanas para
explicitar el componente mariano de su orientación de vida?

3) Cf. Ephrem Longpré, François d'Assise et son expérience spirituelle, París 1966, pág. 63.

4) El relato de TC 22-24 no deja lugar a dudas sobre este rudo aprendizaje de la pobreza.

5) Cf. EP 84: «La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las
señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo».

6) A la oración, Francisco añadía el ayuno en honor de María, habitualmente desde la fiesta de los
Apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción (LM 9,4), e incidentalmente en otros períodos
(LP 118 presenta el caso en que, un año, ayunó desde la fiesta de la Asunción a la de san Miguel).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 28 (1981) 53-65]


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