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Sus palabras, tomadas de la grabación de su sermón en la misa que ofició para las
reclusas de Santa Martha Acatitla el 17 de diciembre, fueron:
“… Tantas cosas hacen peores, no matan el cuerpo del hombre pero es una víbora
que mata la fama de los demás, y ustedes se encuentran aquí, pero también afuera
(hay) gente que mata la dignidad, el buen nombre de las personas, verdaderas
prostitutas, verdaderos prostitutos de la comunicación y no les importa si sean
inocentes o no, con su sentencia ellos juzgan, ellos condenan y para ellos no hay más
justicia que la que ellos dictan”.
Así barrió por parejo, cardenal, a periodistas, mujeres y hombres, sin distinción, sin
inocentes, sin grados de culpabilidad o de inocencia. Sin juicio, incluso.
Hay otros, cardenal, que con sus actos matan otra clase de valores, como la fe en la
religión que ellos representan. Sobran casos y sobran acciones con las que ellos
pueden matar la dignidad; pero hay una que, así no haya logrado su objetivo, humilla
para siempre:
Como no hay mejor ejemplo que el propio, voy a contarle a grandes rasgos la noche
en que murió, asesinada, mi creencia en la Iglesia Católica Apostólica Romana:
Ocurrió en Durango —su ciudad, mi ciudad, cardenal— el Viernes Santo del año 1952.
Como la casa de los franciscanos no tenía espacio para huéspedes, cada uno de
nosotros dormiría en la celda de uno de los frailes. Fray Gilberto me invitó a compartir
la suya.
Fue un día muy agradable que transcurrió entre actos ceremoniales, deportes, charlas
sobre la conmemoración de la muerte de Cristo, la historia y los hechos de los
apóstoles, etc., pero por la noche se nos instruyó retirarnos a las celdas
correspondientes en tanto ellos culminaban el ritual de la crucifixión con una
ceremonia secreta, en el templo. Así debió ser, pero alguno sonsacó a los demás que
quisiéramos presenciar el ritual, a subir en silencio al coro. Y varios lo hicimos,
cardenal. Pudimos ver a los frailes y a los sacerdotes orar primero, en latín,
conducidos por el superior de la orden y director del colegio, y luego desnudarse el
torso y azotarse la espalda con los lazos de los hábitos. Cuando los azotes terminaron,
perturbados nos fuimos, silenciosamente otra vez, a las celdas.
Cuando fray Gilberto regresó, me invitó a rezar las últimas oraciones. Yo dormiría, me
dijo, en su cama y él en el suelo. Luego sucedió la pesadilla de aquella noche. No la
voy a describir; sería demasiado aunque por fortuna no duró más de un instante,
cardenal, porque el tamaño del susto me hizo reaccionar rechazando lo que no
conocía pero el instinto, supongo, encendió mis alarmas lo suficiente para que el fraile
las detectara cuando vio mis ojos clavados en la puerta de la celda. Pidió perdón, se
tumbó sobre la colchoneta tendida en el suelo y para nada se movió ya. Ignoro cuánto
tiempo estuve despierto pero fue una larga, terrible vigilia.
Desde entonces, salvo escasas ocasiones en que intenté cambiar, sigo fuera de su
Iglesia, cardenal… Y en cuanto a Dios, las cada vez más infrecuentes ocasiones en
que recordaba el incidente, le reclamaba cómo podía permitir a Sus “ministros”
ensuciar Su nombre sin castigar, entre tantas conductas inmorales que les hemos
conocido, esa, quizá la más vil, de la pederastia.
Soy, con orgullo, periodista, y comparto con mis colegas el calificativo que como
Príncipe de su Iglesia nos endilgó, a todos, de “verdaderas prostitutas, verdaderos
prostitutos de la comunicación”. Por eso decidí revelar públicamente aquella noche de
Viernes Santo que he cargado por décadas con vergüenza y rabia, no por lo que —
quiso Dios, quizá— logré impedir, sino por el recuerdo de aquel fraile vestido con el
hábito franciscano, intentando ensuciarme… Y por el honor de los que no pudieron
evitarlo.