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Se dice que los editores aprenden en el hacer mismo los secretos de esa actividad
económica y cultural que es la edición. Y, en cierto sentido, se trata de una tarea que
tiene mucho de oficio. Pero, además, actualmente la edición se encamina a consolidarse
en el mundo de habla hispana como un campo de estudio y de formación sistemática,
como un espacio de desarrollo profesional. ¿Qué es, en ese contexto, un editor? ¿Cuáles
son sus funciones? ¿Qué saberes y competencias debe dominar?
Una segunda asociación ubica al editor como empresario que invierte dinero en la
edición de libros que surgen de originales elaborados por los autores. El editor sería,
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entonces, quien ejerce una intermediación −imaginada como muy lucrativa− entre dos
polos que deberían, más bien, vincularse de manera directa: el autor y el lector.
Esas tres asociaciones, por fuerza descritas de una manera esquemática, no son casuales
sino que llevan las marcas de la historia, de las tradiciones editoriales y, también, por
qué no, de la realidad. Veamos algunas precisiones al respecto.
Editores, ya no impresores
En efecto, la primera asociación, aquella que identifica editoriales e imprentas, tiene
antecedentes históricos concretos: en el Renacimiento los papeles de editor, impresor y
librero solían estar en manos de una misma persona. Piénsese, por ejemplo, en el
veneciano Aldo Manuzio, que además de las funciones anteriores podría ser definido
como diseñador gráfico avant la lettre. La distinción entre editores e impresores es
relativamente reciente (posterior a la de editores y libreros) y si bien hay una clara
tendencia a separar los campos (de lógicas muy diferentes en cuanto a escala y a la
proporción de la inversión en equipamiento), todavía es posible encontrar complejos
editoriales integrados verticalmente.
Por otra parte, el proceso de edición tuvo hasta tiempos muy recientes eslabones
−centralmente, la composición− que se resolvían en la imprenta y no en la editorial. Fue
en la década de 1980, con la incorporación de la informática, que las editoriales
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pudieron hacerse cargo del proceso completo de elaboración del prototipo, incluida la
puesta en página de textos e imágenes. Para los editores, la conciencia de esa
independencia y del hecho de que una editorial puede trabajar con distintas imprentas
conlleva un riesgo también novedoso: olvidar la importancia de la etapa industrial en la
calidad final de los productos y la necesidad de pensar los libros, desde su concepción,
también como objetos físicos.
Editors y publishers
La segunda asociación, del editor-empresario editorial, está reforzada en el medio
hispanohablante por la inexistencia de palabras diferentes para referirse a la persona que
está a cargo de la selección y tratamiento de los originales o el seguimiento de la edición
de un libro o de una colección (el editor, en inglés) y a la persona que tiene o administra
una editorial (el publisher). Por otra parte, en las editoriales más pequeñas es habitual
que las dos funciones sean desempeñadas por una misma persona, o que se distribuyan,
a veces ni siquiera regularmente, entre solo dos.
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organizaciones no gubernamentales, empresas, etc.) o en aquellos que son
nominalmente editoriales pero que no asumen, por diferentes razones, todas las
funciones propias de estas (por ejemplo, muchas editoriales universitarias). Por último,
la conveniencia de pensar y probar estructuras editoriales donde las lógicas que
sostienen las decisiones (técnicas, culturales, comerciales) puedan hacerse jugar al
mismo tiempo y no respondan a instancias necesariamente verticales de distribución del
poder.
La identificación de la edición con la edición literaria también pasa por alto el hecho de
que las publicaciones no necesariamente surgen como tales a partir de originales de
autor enviados espontáneamente a una editorial. De ese modo, se cierra la reflexión
acerca de una de las líneas de trabajo más interesantes para los editores: la generación
de proyectos editoriales complejos donde los originales son elaborados a pedido y en
función de las características de un proyecto particular, incluso ideado por el editor
mismo.
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A pesar de sus diferencias, la edición técnica y la literaria pueden ser pensadas
(tomando en cuenta la procedencia del original, el tipo de texto, el perfil de los autores y
las características del proceso editorial) como polos de un continuum cuyos productos
van desde la novela y el libro de poemas a la enciclopedia, el manual universitario y el
libro de texto, pasando por publicaciones tan diferentes como el libro infantil ilustrado,
el ensayo de arte, las revistas literarias y el libro de divulgación histórica.2 También
suponen saberes, competencias y tomas de partido comunes, no solo de tipo técnico,
sino también en relación con el campo cultural en sentido más amplio.
Saberes y competencias
Considerando las diferentes funciones y tareas que los editores desarrollan, es fácil
apreciar que el conjunto básico de saberes y competencias con que deben contar es, por
decirlo así, bastante ecléctico. Cualquiera que sea su posición en un entorno editorial –y
aunque la realidad alguna vez desmienta esta especie de precepto–, todo editor debería
poseer una amplia base de cultura general y un conocimiento exhaustivo del proceso de
edición (sus etapas, los productos que se obtienen en cada etapa, los profesionales que
intervienen, los tiempos que demandan las tareas, el seguimiento editorial, etcétera).
Los editores también deben contar con algunos saberes vinculados con disciplinas y
campos afines a la actividad editorial y con otros relacionados con la edición como
actividad comercial. Los conocimientos generales acerca de las tareas, los materiales y
las tecnologías vinculadas con diseño gráfico, diagramación, ilustración, fotografía, y
artes gráficas, así como la actualización acerca de programas informáticos
especializados (para procesamiento de textos, diseño, armado, corrección de pruebas,
tratamiento de imágenes, etc.) son indispensables a la hora de evaluar la viabilidad de
proyectos editoriales (material y en términos de plazos) y a la hora de trabajar en forma
conjunta con los profesionales de cada uno de esos campos, que son los que poseen la
formación y las competencias propias de su especialidad. En cuanto a los conocimientos
acerca de la actividad comercial, se trata de conocer, en función de las particularidades
del quehacer editorial, cuestiones de gestión administrativa, derecho, marketing,
estrategias de comercialización, de difusión y de distribución, entre otras, sin olvidar
que los productos físicos de esta actividad son bienes culturales y que los clientes o
potenciales compradores son, básicamente, potenciales lectores.
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Este estatuto particular de las publicaciones y sus públicos señala otro conjunto
específico de saberes y competencias. Los buenos editores son ellos mismos lectores
ávidos –incluso se diría compulsivos–, expertos y experimentados en diferentes tipos de
textos y publicaciones. No solo leen lo que publican y lo que se publica, no solo leen
sucesivas veces con diferentes propósitos el original a editar (si están a cargo de su
tratamiento), también se informan regularmente acerca de ideas y teorías sobre la
lectura y la escritura, estudios sobre hábitos culturales, análisis del impacto de las
transformaciones tecnológicas en las prácticas de lectura y escritura, aportes de teorías
de la comunicación y la cultura.
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acerca del perfil que debería adoptar lo que podríamos denominar el proceso de
profesionalización del editor. O, para decirlo de otro modo, ¿qué tipo de editores se
necesitan? ¿Qué orientación debería adoptar su formación, de acuerdo con qué
propósitos y en función de qué perfiles profesionales? No es un debate sencillo.
Por ejemplo, la mirada sobre el fenómeno de la edición debería contemplar, además del
funcionamiento y las lógicas de las editoriales comerciales (grandes y pequeñas), el
vasto campo de publicaciones generadas en ministerios, municipalidades, universidades,
organismos internacionales, bibliotecas, asociaciones profesionales, sindicatos y otras
diversas instituciones de gestión estatal o privada. En más de una ocasión, esas
publicaciones son pensadas desde una lógica de la oferta (lo que el emisor quiere
difundir) y, entre otros aspectos, no tienen en cuenta ni las supuestas necesidades del
público lector al que se dirigen ni los cuidados editoriales que cada tipo de publicación
requiere.
Por otra parte, algunas personas que trabajan en esos ámbitos editan sin saberlo y
desarrollan de modo más o menos intuitivo, más o menos artesanal tareas enormes pero
a menudo insuficientes para obtener un buen resultado editorial en un plazo acorde.
Contemplar espacios de formación y especialización en los que esas personas puedan
sistematizar lo que saben y aprender a mejorar los procesos y los resultados de su labor
implicaría, al mismo tiempo, impactar directamente en la calidad de las publicaciones
producidas en esos ámbitos y, en consecuencia, en la efectividad de la comunicación.
En este punto, una política con respecto a la edición técnica se torna una cuestión
estratégica.
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Según Michel de Certeau, ciertas publicaciones –como algunas revistas femeninas y
algunas enciclopedias prácticas o científicas en fascículos semanales o mensuales–
cumplen un papel central en la comunicación social: constituyen instrumentos preciosos
de información en el terreno de la vida práctica, la salud y la alimentación; centralizan
indicaciones sobre nuevos materiales, aparatos y estilos; y contribuyen a la educación
visual (La toma de la palabra y otros escritos políticos, México, Universidad
Iberoamericana, 1995).
Por su parte, a raíz de una propuesta del gobierno italiano de reemplazar el uso escolar
de libros de textos por materiales de internet, Umberto Eco ha señalado el valor del libro
escolar por su función de educar a niños y niñas en el uso de libros y por constituir un
ejemplo de cómo seleccionar información “entre el maremágnum de toda la
información posible” (“El libro escolar como maestro”, en La Nación, 23/07/04).
Ambos pensadores señalan que esas funciones son valorables incluso “con el texto peor
hecho” o cuando los saberes que se hacen circular son tratados de modo no exhaustivo.
La brecha entre esas dos características, valor y defecto, es quizás el espacio al que una
buena parte de los editores técnicos debería apuntar.
Quien más, quien menos, la mayoría de los lectores han pasado más de una vez la
experiencia de verse defraudados por una publicación técnica. Por ejemplo, una historia
del arte en una encuadernación de lujo y un papel extraordinario con reproducciones a
gran tamaño y textos casi ilegibles desde el punto de vista lingüístico. O el diseño
impactante de una enciclopedia de divulgación general con textos que incluyen errores
conceptuales y datos desactualizados. O también un sitio en internet de catedráticos
dispuestos a socializar sus saberes en el que, a pesar del diseño y el desarrollo de
hipervínculos, es imposible encontrar lo que se busca dado el desorden en el que se
ofrece la información. Y no se trata, como podría pensarse, de ediciones artesanales o
incluso caseras, sino de deficiencias que solo pueden explicarse por el desconocimiento
de las condiciones de un cuidado proceso de edición.
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puede ser, en cierto sentido, la posibilidad misma de que se produzca una comunicación
eficaz.
Por eso, insistimos, mucho es lo que los editores formados para trabajar con
publicaciones técnicas podrían hacer para que la comunicación sea efectiva: garantizar
que se provea información pertinente, cierta y probada, en cantidad suficiente, de modo
claro, preciso, directo y ordenado. Aunque no se trate de oralidad sino de publicaciones
impresas o digitales, los discursos de la comunicación técnica podrían cumplir aquellas
máximas que Paul Grice describió como propias de la conversación. Para avivar, en
nuestro caso, el fuego de esa conversación que –en términos de Gabriel Zaid– es la
cultura.
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Original del artículo publicado en Espacios de crítica y producción N° 35, publicación de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UBA, agosto de 2007.
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Marcela Castro (profesora y licenciada en Letras, UBA) y Patricia Piccolini (licenciada en Ciencias de
la Educación, UBA) se desempeñan, respectivamente, como jefa de trabajos prácticos y profesora adjunta
a cargo de la materia Edición editorial (carrera de Edición, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA).
Han sido autoras, editoras y coordinadoras de edición de diferentes tipos de publicaciones en editoriales,
organismos del Estado y otras instituciones.
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No debe entenderse que los vocablos editor y editores se refieren a que solo varones ocupan esa
posición en el ámbito editorial. Por el contrario, sobre todo en algunas áreas de la edición técnica, las
mujeres somos amplia mayoría. Entiéndase, pues, el uso de esos términos como genérico.
2
Acerca del proceso de edición y las características de las publicaciones técnicas, puede consultarse
Patricia Piccolini, “La edición técnica”, en Leandro de Sagastizábal y Fernando Esteves Fros (comps.), El
mundo de la edición de libros, Buenos Aires, Paidós, 2002.