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«La mejor fuente de información son las personas que han prometido no contárselo a otros.»
Marcel Mart
En una sociedad que demanda información, rebosante de curiosidad y con exceso de morbo, el
reinado de los medios de comunicación ha desencadenado un hecho que debe llamar a todos
a la reflexión.
Actualmente, las personas actuamos, de forma muy frecuente, como clasificadores de los
derechos humanos, defendiendo a ultranza unos y despreciando manifiestamente otros. Este
hecho se hace más evidente si se analiza lo que está sucediendo con tres de aquéllos: el
derecho a la vida, el derecho a la integridad personal y el derecho a la intimidad.
Estos derechos, que han encontrado su reflejo en nuestro ordenamiento constitucional, reciben
un trato que bien puede calificarse como discriminatorio. Así, existe un consenso general en
condenar los actos que comprometen la vida y la salud de las personas, pero al mismo tiempo,
sea con nuestra curiosidad o con nuestra imprudencia, fomentamos un desprecio manifiesto
hacia su derecho a la intimidad.
Esta situación se ha plasmado, en el ámbito de la medicina, en una actitud laxa y poco rigurosa
en la custodia del secreto profesional, que se encuentra indisolublemente ligado
a ella.
Un repaso a los archivos de prensa, radio y televisión más recientes permite comprobar la
existencia de comparecencias, declaraciones y comunicados de profesionales de la medicina
que, sin ningún tipo de justificación ética, deontológica o legal, divulgan lo que únicamente
pertenece a la intimidad de las personas, cuyo derecho se invade y quiebra.
En unas ocasiones son personajes de la política; en otras notables de la cultura o, las más,
protagonistas o comparsas del deporte. En este último campo, puede constatarse en Internet1
hasta qué punto puede llegar a incumplirse la obligación de sigilo que debe acompañar a toda
actuación médica.
Un paso necesario para continuar la exposición es partir de un concepto de sigilo médico que
permita estructurar mejor posteriores argumentos. Se entiende por secreto profesional médico2
«la obligación permanente de silencio que contrae el médico, en el transcurso de cualquier
relación profesional, respecto a todo lo sabido o intuido sobre una o más personas».
En esta definición se incluyen los tres elementos básicos, que son: la permanencia de la
obligación, el origen y contenido de la información captada y la intrascendencia del tipo de
relación profesional que se produzca.
Respecto al primero de los aspectos, el tiempo de vigencia del secreto, se debe tener muy
presente que ni la muerte del enfermo descarga al profesional de la obligación contraída.
En cuanto al contenido, se puede observar una fuerte tendencia a considerar que lo único
secreto son los aspectos que reflejan datos de salud. Es, sin duda, una falsa creencia, ya que
se debe considerar secreto todo lo percibido, presentido o adivinado. El conocimiento sobre
costumbres y hábitos domésticos, relaciones interpersonales, ideas políticas y cualesquiera
otros aspectos no sanitarios se adquiere por la relación profesional y por ello es secreto.
Finalmente, en lo que atañe al tipo de acto profesional debe recordarse que, incluso en las
actuaciones de médicos peritos o inspectores, se va a acceder a una información que, por no
afectar a la esencia del acto médico realizado, exige continuar apartada del conocimiento de
otros.
Una buena regla para actuar correctamente es tener bien presente dos hechos fundamentales:
1. El derecho a la intimidad de una persona nunca puede poner en peligro el derecho a la vida,
la integridad psicofísica o la libertad de otra u otras.
Los dos códigos deontológicos médicos vigentes hoy en España (aunque con distinto ámbito
territorial) recogen y desarrollan los dos puntos anteriores de forma muy parecida.
Queda así explícito que, aun con la autorización del paciente, el profesional de la medicina
puede, y debe, salvaguardar la reserva de la intimidad que le impone su actividad.
En el espacio del derecho codificado, existe un gran número de disposiciones legales que, de
una forma u otra, regulan y protegen el derecho a la intimidad de las personas. Al no ser objeto
de este trabajo un estudio en profundidad de tales disposiciones, sólo se apuntarán tres
aspectos.
De otro lado, la necesaria protección de la intimidad después del fallecimiento de una persona
instó al legislativo a elaborar en 1994 una orden6 por la que quedó sin efecto la obligación de
inscribir en el Registro Civil la causa de la muerte, previéndose además el tachado de oficio de
las causas de muerte registradas con anterioridad, de modo que queden ilegibles en lo
sucesivo.
Ya últimamente, el Código Penal7, en el segundo párrafo del artículo 199 señala: «El
profesional que, con incumplimiento de su obligación de sigilo o reserva, divulgue los secretos
de otra persona, será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, multa de doce a
veinticuatro meses e inhabilitación especial para dicha profesión por tiempo de dos a seis
años». Aquí sólo queda esperar lo que los tribunales, y la jurisprudencia que dimane de ellos,
puedan entender por el término divulgar. Con el tiempo se sabrá la respuesta.
Ya vistos algunos aspectos de la regulación del secreto profesional, corresponde ahora
plantear una buena estrategia que permita adoptar la decisión de revelar, o no, lo conocido en
el ejercicio de la profesión.
Consiste en algo tan simple como es evaluar las consecuencias que puedan derivarse de la
decisión tomada. Estas consecuencias pueden afectar al mismo paciente, a personas que se
relacionen con él o, finalmente, al propio médico.
Comenzando con los efectos sobre el paciente, debe valorarse si, con el mantenimiento del
silencio como expresión del respeto al derecho a la intimidad, puede ponerse en peligro el
derecho a la integridad personal o a la vida del propietario del secreto. Ésta es quizá la
situación más conflictiva, puesto que entran en conflicto los principios bioéticos de beneficencia
y autonomía.
En la segunda posibilidad, efectos del silencio sobre otras personas relacionadas con el
enfermo o sobre un grupo social, ha de considerarse que el derecho a la intimidad de un
paciente nunca debe poner en peligro el derecho a la integridad personal o la vida de otros.
Evidentemente, aquí no cabe el anterior conflicto bioético, ya que los principios señalados son
de aplicación a cada persona y su respeto nunca debe afectar a los derechos fundamentales
de otros.
En último lugar, deben valorarse los efectos sobre el médico. En este punto cabe poca
discusión, dado que existen disposiciones legales que obligan al profesional, sea a la denuncia
de determinados hechos que pudieran ser constitutivos de delito, sea a la comparecencia como
testigo. Sin embargo, aun en estos casos, no puede olvidarse que pueden quedar aspectos de
la información reservados, en cuanto no afecten a lo sustancial de los hechos denunciados o
declarados.
Fuera de los casos que se han señalado, la actitud del profesional sanitario debe ser siempre
de absoluto respeto al secreto profesional, y cualquier postura contraria deja traslucir
menosprecio a los principios éticos, deontológicos y legales de la práctica sanitaria.
Un mecanismo que puede ser aplicado, tanto para satisfacer la curiosidad (que no interés)
social sobre determinadas personas como para preservar el secreto profesional, es la
utilización del sistema de portavoces.
Pero debe quedar perfectamente claro que, en ningún caso, debe ser un portavoz de un
médico o de un centro sanitario, sino que debe serlo del paciente o de sus allegados. Porque
éstos deben ser, recordémoslo, los únicos destinatarios de la información que obtengan los
profesionales sanitarios en su ejercicio.
Ha quedado escrito al principio que los médicos no deben ser clasificadores de los derechos
humanos. Deben ser, simplemente, considerados con todos ellos y sólo preordenar su respeto
cuando exista conflicto entre intimidad e integridad personal, libertad o vida.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. http://www.at-madrid.es
2. Verdú Pascual FA. El secreto profesional en la medicina del deporte. Arch Med Dep. 1999;
69: 75-80.
6. Orden del 6 de junio de 1994, del Ministerio de Justicia e Interior, sobre supresión del dato
relativo a la causa de la muerte en la inscripción de defunción. BOE del 14 de junio de 1994.