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2
Primera lectura
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Historia de Salvador Garmendia
Comencemos a leer.
12 1 3 18 17 10 13
Hoffmann E.T.A. el nombres los universalmen Las
: te
4 19 11 14 5 15 2
nombre Ernst a iniciales con corresponden es
20 9 8 7 6 21 16
Theodor conoce se que el Amadeus. a
20
Con base en la historia de ese gran escritor venezolano,
escribe en tu cuaderno un texto en el cual resaltes
cuáles cosas de las que a Garmendia le gustaban están
presentes en
la ilustración anterior.
Una vez que hayas escrito el texto, debes realizar un
dibujo creado por ti en el que también representes a
Salvador Garmendia y las cosas que más le gustaban.
Para realizar esta actividad tienes un tiempo de 20 minutos.
Hubo una vez un turpial muy viejo. Esto se dice fácil; pero ¿cómo
podemos saber la edad de un pájaro? A ellos no se les ponen blancas
las plumas, no cargan bastón para andar, ni el canto se les vuelve
ronco en la garganta. Entonces, ¿cómo sabemos que está viejo?
Por ejemplo, el turpial del que hablamos vuela como
solamente pueden volar los pájaros, salta de una rama a otra como si no
tuviera peso,
y a la hora de cantar, su canto es como una flecha disparada por un
cam- peón olímpico. Sin embargo, sabemos que ese turpial tiene
más años- pájaro que cualquier otro, a pesar de que él mismo no
sabría decir hace cuánto tiempo exactamente, empezó a volar en las
sabanas de Barquisi- meto, su lugar de origen.
Cuando piensa en eso, lo primero que aparece en su memoria es
un cielo claro y azul y una luz muy brillante; pero, hay un recuerdo
más lejano, que él conserva como el más importante de su vida.
Veamos de qué se trata.
Acababa de abrir los ojos sin saber dónde estaba, pretendió estirar
su cuerpo y moverse, pero no lo logró. El lugar donde se encontraba
era casi de su mismo tamaño: un envoltorio que lo protegía, cerrado
por todas partes. Estaba oscuro y mojado y apenas tenía aire para
respirar.
¿Valía la pena vivir así? Ese fue el primer pensamiento de su
vida; pero, después sintió un fuerte cosquilleo en todo el cuerpo. Sus
alas húme- das se estremecieron, con un gran esfuerzo estiró el cuello
y su pico se elevó
y se clavó en el techo.
Algo se rompió allá arriba. Entonces, siguió dando picotazos en
el mismo lugar; dando y dando cada vez con más fuerza, hasta que
fue abriendo un boquete y tras un último empujón, su cabeza pelada
salió afuera.
¡Allí estaba la luz por primera vez! ¡Era un suceso!...
Lo primero que vio fue su nido. Una alfombra de ramitas secas,
sua- ves y perfumadas. No había duda de que era un lugar donde valía
la pena quedarse.
Trató de ponerse de pie, pero sus patas se doblaron y cayó boca
abajo. Dio una voltereta para enderezarse. Lo intentó una vez más y
volvió
a dar al suelo, patas arriba, esta vez.
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El bebé turpial vio los pedazos de cáscara donde había
estado metido... Y eso aclaró todo. Había salido por sus propios
medios de ese recipiente quebradizo y ahora su mundo era una gran
esfera que parecía
no tener fin.
Lo comprobó después cuando avanzó unos pasos, sacudiendo
con cierto temor sus pobres alas, sacó la cabeza por el borde del nido
y miró alrededor.
Bueno, si nuestro turpial hubiera sabido hablar, como buen
barquisi- metano que era, hubiera dicho ¡una guará! Pero él tuvo que
conformarse con lanzar un chillido.
¡Qué grande era todo, madre mía!
Desde lo alto de un gran cactus, pudo divisar una llanura silenciosa.
La sabana estaba toda cubierta de tunas, cardones y algunos
árboles pequeños y torcidos. Eran los guardianes de la tierra seca: los
cujíes.
Y más allá, mucho más allá, donde la tierra y el cielo se unían,
había una raya negra, desigual, como dibujada por la mano de un
niño; era la ciudad, Barquisimeto. Y a pesar de ser él tan pequeño, lo
tentaba. Pero seguramente nunca conseguiría llegar hasta ella.
¿Qué se podía hacer? Era otro mundo.
Y como todo ese paisaje estaba techado por la gran cúpula del
cielo, llegó a la conclusión de que había salido a picotazos de un
pequeño huevo y ahora se encontraba dentro de otro, muchísimo
mayor. Inmenso
en realidad. Gigantesco.
Esos fueron los primeros momentos del turpial.
En cuanto a su verdadera edad, poco o nada sabemos. Los pájaros
no cumplen año ni saben de meses, semanas y días.
A él, como a todos, cuando le llegó su hora, encontró
compañera. Era una linda turpiala, que puso unos cuantos huevos, de
donde salieron otros tantos pichones, que pronto comenzaron a
pintar el cielo con sus pinceladas amarillas y negras.
Se puede decir que levantó una familia, pero terminó
quedándose solo, porque el turpial no es de los que vuela en
bandadas, alborotando el aire con sus chillidos. Él prefiere volar sin
compañía, cantando para sí mismo
y para quien quiera escucharlo, pero de lejos y sin molestar.
Un tipo así, quizás, nos parezca un poco presumido; pero después
de todo, cada quien es como es y hay que respetar a los demás.
Ya el turpial andaba como por la mitad de su vida, cuando le
ocurrió algo terrible que iba a cambiar por completo su historia.
Un día, que estaba distraído comiéndose una tuna madura, descu-
23
brió algo que le cortó el aliento.
Allí mismo, a sus pies, vio a uno de sus depredadores más
terribles. Había visto a otros como ése. Era un cachorro de hombre,
por eso le tenía miedo.
Y claro que venía con malas intenciones. Él lo sabía. “Tiene
una honda”, pensó.
No había terminado de pensarlo, cuando ya la horqueta se
elevaba, sostenida en la mano derecha del muchacho, y la izquierda,
donde iba la piedra, retrocedía poco a poco.
Pero el turpial tenía confianza en la velocidad de sus
movimientos, así que no se apresuró demasiado. “Mejor será que
evitemos problemas”, se dijo, sin olvidar hundir su pico por última vez
en la rica pulpa de la fruta.
Inmediatamente levantó vuelo y la piedra disparada se perdió por
entre los cardones.
Un rato después, se paró a descansar en la rama de un cují. No
deja- ba de pensar en su almuerzo, aquella hermosa tuna que había
tenido que abandonar cuando todavía conservaba la mitad de su
pulpa. “Y bueno”, decía: “si no encuentro nada mejor, volveré por allá
a terminarla”.
Estaba tranquilo, pensando que a esas alturas su enemigo debía
andar muy lejos; pero se equivocaba. El muchacho tenía buenas piernas
y
lo encontró enseguida. ¡Allí estaba otra vez, rodilla en tierra, con la
honda estirada a lo más, lista para el ataque!
Esta vez no tuvo tiempo de ponerse a salvo.
El zumbido de la piedra le cortó la respiración y al mismo tiempo
sintió un golpe terrible y todo desapareció en la oscuridad.
No supo cuando sus plumas chocaron contra el suelo.
Apenas cayó en tierra sin conocimiento, el muchacho voló a cobrar
su presa, pero cuando vio que el pájaro estaba vivo, algo le tocó el cora-
zón y decidió llevárselo a su casa.
“¡Un turpial! ¡Nada menos!” “Los turpiales cantan bien”, sentenció
la mamá. “Si se cura, lo vamos a poner en una jaula”.
Lo atendieron bien en esa casa: de eso no cabía duda y en el fondo,
les agradecía a todos el interés que se tomaron en salvarle la vida.
Sospe- chó que habían llamado al veterinario, porque le pusieron una
pomada que olía muy mal; pero él no había visto nada de eso. Gracias
a Dios.
El turpial permaneció mucho tiempo encerrado en una jaula.
Entonces, se dedicó a dormir lo más que pudo. Desde el principio
había descubierto que el que está dormido no está preso.
Los primeros días el muchacho venía a verlo cada rato. Pegaba la
cara a la jaula, le decía cosas cariñosas con una vocecita chillona, para no
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asustarlo y hasta se ponía a silbar como pidiéndole que cantara para él.
“¡Qué mal me imita el pobre!”, decía el turpial; y de veras no le hubie-
ra costado nada complacerlo; pero era que no podía cantar. Se había
quedado seco por dentro.
También los grandes de la casa venían a verlo. Se paraban en
grupo delante de la jaula; le hablaban, le ponían sobrenombres
cómicos, se reían. En realidad, estaban esperando que cantara, pero
en vista de la terquedad del animal, se fueron retirando y no volvieron
más.
Él no lo sintió mucho; pero reconocía que al principio se
divertía bastante al ver tan cerca las caras del animal humano,
haciendo toda clase de morisquetas y los sonidos más raros del
mundo, con la boca.
En medio de tanta quietud y aburrimiento, era una distracción
obser- var a esos seres larguiruchos y torpes, con sus ridículas alas,
que ellos llama- ban brazos. Ahora, el único que se acercaba por su
prisión era el mucha-
cho.
¿Es que quería congraciarse con él y hacerse el simpático como si
nada hubiera pasado entre ellos?
La verdad sea dicha, no le gustaba el rencor. Él era simplemente
un depredador, como el gavilán que se lleva los pichones de los
nidos; sólo que el gavilán lo hace para comer y a él le gustaría poder
hablar y pregun- tarle a ese muchacho, y tú ¿por qué?
Al muchacho no se le había ocurrido hacerse esa pregunta. Él tenía
su honda, la había hecho él mismo. Tenía buena puntería y sentía el calorci-
to del orgullo cuando daba en el blanco con el primer disparo.
Pero, al mismo tiempo, cuando se alejaba de la jaula, sentía algo
extraño en su interior; algo que no sabía explicar con palabras.
Casi sin darse cuenta, salía a caminar solo por la sabana y la
honda seguía en el bolsillo de su camisa, pero a él no le provocaba
tocarla. A veces se tendía en el suelo bajo los cardones y se ponía a
mirar el cielo. De repente, oía cruzar un pájaro; se incorporaba y el
corazón empezaba a latirle con fuerza. Después, regresaba caminando
poco a poco; arrastraba
los pies, pateaba las piedritas, pero no sabía qué le pasaba.
Pasaron varios días, y ya no le provocaba acercarse a la jaula.
También para el pájaro, la época de su cautiverio fue la más triste
y gris de su vida y hubiera llegado a ser la más larga, si...
...una mañana, de repente, apenas salió el sol...
...el prisionero, casi sin darse cuenta de lo que hacía, sin pensarlo...
...¡arrancó a cantar!
Fue un impulso repentino y hasta se asustó al escucharse. ¡Hacía
tanto tiempo que su cuerpo no vibraba de esa manera! Su corazón latió
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con fuerza, a cada segundo que pasaba, su canto se iba extendiendo por
toda la casa, y él iba ganando confianza. Pronto su temor se cambió en
alegría.
El sol brillaba como nunca.
Vio pasar una bandada de loros parloteando a gritos. Las
palomas aleteaban en círculo por encima de los árboles del
patio. Ladraba un perro. Un burro comenzó a rebuznar a lo lejos. Las
lagartijas corrían aloca- das por sobre las tejas y una gallina que había
puesto un huevo, parecía ir de puerta en puerta dándole la noticia a
todo el mundo...
...Y era como si el canto del turpial estuviera dirigiendo ese concierto.
En un momento, toda la gente de la casa se reunió en el patio,
en medio de un gran alboroto. Venían a presenciar un milagro que ya
nadie esperaba.
“¡El turpial! ¡El turpial está cantando!”
También el muchacho llegó corriendo y se abrazó a la jaula.
Estaba emocionado. No podía creerlo. Hubiera podido quedarse allí
todo el día, escuchándolo.
Fue entonces cuando el turpial lo vio, se le quedó mirando y dejó
de cantar.
¿Qué había pasado?
Todos se miraron a las caras, asombrados.
Por un momento, el muchacho y el pájaro se contemplaron fijamente.
El niño tenía un nudo en la garganta y el pájaro también.
Entonces, en medio del silencio, el muchacho hizo algo que nadie,
ni siquiera él mismo, esperaba.
¡Simplemente, abrió la puerta de la jaula y dio un paso atrás!
El pájaro se colocó en posición de despegue. Vaciló unos
segundos como si no estuviera seguro de lo que iba a hacer. Con tanto
tiempo fuera de uso, ¿tendrían sus alas las fuerzas suficientes para
volar?
¡Quién dijo miedo!
El pájaro salió despedido por la abertura, al torcer el rumbo
hacia arriba, sus alas se sacudieron con fuerza y casi golpearon la cara
del niño y fue como si le gritara, “¡Adiós! ¡Gracias! ¡Te espero en la
sabana!”
Y el pequeño se quedó mirando a las nubes, por encima de los
teja- dos, hasta que ya no hubo más pájaro en el aire.
Libre y satisfecho, el turpial voló a ras de los cardones por la
inmensa sabana. Ya no era un fugitivo. Nadie lo perseguía. Ahora se
deslizaba suave
y elegantemente en el aire, como jugando con el viento.
Sí. Seguro que su amigo volvería alguna vez por sus dominios... pensó,
agregando como quien guiña un ojo: “pero la honda me la dejas en la
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casa; por si acaso”.
En ese momento el viejo turpial descubrió que volar era como can-
tar, una fuerza que duerme allí dentro y despierta cuando somos felices.
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El turpial que vivió dos veces
Comencemos a leer.
Hubo una vez un turpial muy viejo. Esto se dice fácil; pero
¿cómo podemos saber la edad de un pájaro? A ellos no se les ponen
blancas las plumas, no cargan bastón para andar, ni el canto se les
vuelve ronco en la garganta. Entonces, ¿cómo sabemos que está
viejo?
Acababa de abrir los ojos sin saber dónde estaba, pretendió estirar
su cuerpo y moverse, pero no lo logró. El lugar donde se encontraba
era casi de su mismo tamaño: un envoltorio que lo protegía, cerrado
por todas partes. Estaba oscuro y mojado y apenas tenía aire para
respirar.
¿Valía la pena vivir así? Ese fue el primer pensamiento de su vida;
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pero, después sintió un fuerte cosquilleo en todo el cuerpo. Sus alas húme-
das se estremecieron, con un gran esfuerzo estiró el cuello y su pico se elevó
y se clavó en el techo.
Algo se rompió allá arriba. Entonces, siguió dando picotazos en
el mismo lugar; dando y dando cada vez con más fuerza, hasta
que fue abriendo un boquete y, tras un último empujón, su cabeza
pelada salió afuera.
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Sigamos leyendo.
Y más allá, mucho más allá, donde la tierra y el cielo se unían, había
una raya negra, desigual, como dibujada por la mano de un niño; era
la ciudad, Barquisimeto. Y a pesar de ser él tan pequeño, lo tentaba.
Pero seguramente nunca conseguiría llegar hasta ella.
¿Qué se podía hacer? Era otro mundo.
Y como todo ese paisaje estaba techado por la gran cúpula del
cielo, llegó a la conclusión de que había salido a picotazos de un
pequeño huevo y ahora se encontraba dentro de otro, muchísimo
mayor. Inmenso
en realidad. Gigantesco.
Esos fueron los primeros momentos del turpial.
En cuanto a su verdadera edad, poco o nada sabemos. Los pájaros
no cumplen año ni saben de meses, semanas y días.
A él, como a todos, cuando le llegó su hora, encontró
compañera. Era una linda turpiala, que puso unos cuantos huevos, de
donde salieron otros tantos pichones, que pronto comenzaron a
pintar el cielo con sus pinceladas amarillas y negras.
Se puede decir que levantó una familia, pero terminó
quedándose solo, porque el turpial no es de los que vuela en
bandadas, alborotando el aire con sus chillidos. Él prefiere volar sin
compañía, cantando para sí mismo
y para quien quiera escucharlo, pero de lejos y sin molestar.
Un tipo así, quizás, nos parezca un poco presumido; pero después de
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todo, cada quien es como es y hay que respetar a los demás.
Ya el turpial andaba como por la mitad de su vida, cuando le
ocurrió algo terrible que iba a cambiar por completo su historia.
Un día, que estaba distraído comiéndose una tuna madura, descu-
brió algo que le cortó el aliento.
Allí mismo, a sus pies, vio a uno de sus depredadores más terribles.
Había visto a otros como ése. Era un cachorro de hombre, por eso le
tenía miedo.
...Y era como si el canto del turpial estuviera dirigiendo ese concierto.
En un momento, toda la gente de la casa se reunió en el patio, en medio de
un gran alboroto. Venían a presenciar un milagro que ya nadie
esperaba. “¡El turpial! ¡El turpial está cantando!”
También el muchacho llegó corriendo y se abrazó a la jaula.
Estaba emocionado. No podía creerlo. Hubiera podido quedarse allí
todo el día, escuchándolo.
Fue entonces cuando el turpial lo vio, se le quedó mirando y dejó
de cantar.
¿Qué había pasado?
Todos se miraron a las caras, asombrados.
Por un momento, el muchacho y el pájaro se contemplaron fijamente.
El niño tenía un nudo en la garganta y el pájaro también.
Entonces, en medio del silencio, el muchacho hizo algo que nadie,
ni siquiera él mismo, esperaba.
¡Simplemente, abrió la puerta de la jaula y dio un paso atrás!
El pájaro se colocó en posición de despegue. Vaciló unos
segundos como si no estuviera seguro de lo que iba a hacer. Con tanto
tiempo fuera de uso, ¿tendrían sus alas las fuerzas suficientes para
volar?
En ese momento el viejo turpial descubrió que volar era como can-
tar, una fuerza que duerme allí dentro y despierta cuando somos felices.
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A
A
La fotosíntesis
La fotosíntesis es un proceso en virtud del cual los
organismos con clorofila, como las plantas verdes, las
algas y algunas bacterias, capturan energía en forma de
luz y la transforman en carbohidratos y azúcares.
Prácticamente toda la energía que consume la vida de la
biosfera terrestre, que es la zona del planeta en la cual
hay vida, procede de la fotosíntesis.
Como ves, en un ecosistema todos los seres vivos tienen que alimen-
tarse
. En el cuento El turpial que vivió dos veces, el turpial se pregunta por
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1
El burrito y la tuna
1
Primera lectura
El burrito y la tuna
Antes de comenzar a leer el cuento El burrito y la tuna, quiero hacer-
te una pregunta.
De acuerdo con el título, ¿en qué tipo de paisaje crees tú que se
desarrolla este cuento?
Comencemos a leer.
El burrito y la
tuna
Ramón Paz Ipuana
¡Muy bien!
52
El burrito y la tuna
El burrito y la tuna
Segunda lectura
Comencemos a leer.
El burrito y la
tuna
Ramón Paz Ipuana
Veamos un dibujo del burrito del cuento. Ese dibujo lo hizo Amelie
Areco.
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—¿Y eso que parecen frenos?
—Son collares de cascabeles.
El Wanuluu respiró profundo.
—¿Y eso que huele a sol y a sudor humano, qué es?
—Mi ración de fororo con panela.
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B
B
El burrito y la tuna
Además de los indígenas guajiros, en nuestro país existen otras tribus.
Estudiar las etnias indígenas de Venezuela es importante para
conocer más acerca de nuestras raíces.
El dueño de la
luz
El dueño de la luz
Además de que el mito El dueño de la luz cuenta cómo surgieron
el sol y la luna, nos muestra cuán importante es la luz.
Los pintores, quienes realizan sus obras para mostrar cómo ven
ellos el mundo, le han prestado especial atención a la luz.
Por ejemplo, los llamados pintores impresionistas desarrollaron
un interés particular por estudiar los efectos de la luz sobre los objetos,
cómo la
luz da color a las sombras y disuelve los contornos de los objetos.
Veamos una pintura del pintor impresionista Eduard Manet.
Los pasos que se van a seguir para realizar este vitral son
los siguientes:
lEl Docente Guía le dará a cada alumno:
Un formato de cartulina negra de 15x15
centímetros. Papel celofán de colores.
Pega.
Fotocopia del diseño.
lUna vez que cada alumno tenga los materiales, cada
uno hará lo siguiente: colocará la cartulina negra sobre el
pupitre sujetada con cinta plástica. Después, colocará
sobre la cartu- lina negra la fotocopia del diseño y la
sujetará también al pupitre con cinta plástica. Ahora,
procede a repasar el diseño con un lápiz, haciendo presión
para que se marque el diseño en la cartulina negra.
Una vez que el diseño esté marcado en la cartulina negra,
repasan con tiza blanca los contornos del diseño.
Una vez repasados todos los contornos, procede a cortar
los espacios que se encuentran en el diseño de color
morado y blanco. Se debe tener cuidado al hacer esto,
porque no se deben cortar las secciones que aparecen en
el dibujo en color
negro.
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lCuando se tenga el diseño recortado, entonces se procede
a voltearlo, para ir pegando los papeles de colores por la
parte de atrás.
En el caso de este diseño, lo que en el dibujo aparece en color
blanco, ustedes lo van a hacer en color rosado.
2
Para realizar esta actividad tienen un tiempo de 45 minutos.
72
D
D
El dueño de la luz
Ahora que todos los alumnos de esta sección han terminado su vitral,
entonces los colocan uno al lado del otro en la ventana del salón de clases.
¿Ves el efecto que se produce cuando los rayos del sol atraviesan
los vitrales?
Detengámonos en este asunto.
La luz del sol contiene varios tipos de luces como los rayos
infrarrojos y los rayos ultravioleta. Estos son invisibles para nosotros.
La luz del sol es una fuente natural de luz. Así como también son fuen-
tes naturales de luz las estrellas. También unos insectos llamados
luciérna- gas emiten luz que resplandece en la oscuridad. Además de
esas fuentes naturales, el hombre ha creado lo que se conoce con el
nombre de fuentes artificiales de luz. Esas fuentes artificiales son
la luz eléctrica y el gas. Esas dos fuentes son la energía requerida
para iluminar lámparas y bombillos. Ade- más, el hombre ha creado
las velas de cera que pueden ser encendidas directamente con fuego.
La luz
La luz en una forma de energía que nos permite ver los
objetos. La luz se produce de fuentes naturales y artificiales.
La luz del sol es una fuente natural de luz. Así como también son
fuentes naturales de luz las estrellas. También unos
insectos llamados luciérnagas emiten luz que resplandece
en la oscuri- dad.
74
2. Se coloca cinta pegante alrededor de los 2 espejos, de tal manera
que parezca una especie de marco.
75
5. Veamos si funciona este periscopio.
Se pueden colocar en una pared que tenga una ventana.
Se colocan de tal manera que donde comienza la ventana
sea como la superficie del agua.
Mirarán por el espejo inferior lo que está del otro lado de la ventana.
¿Qué pueden ver con el periscopio?
Cada uno de los miembros de cada equipo tendrá la oportunidad
de observar el exterior a través del periscopio que su equipo construyó.
Espej
o Luz reflejada en el ojo
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seguir son los siguientes:
1. Se le corta a la parte superior de una botella de refresco transparen-
te una tira de 3 centímetros de ancho por 10 centímetros de
longitud. Una tira se corta a lo largo de uno de los lados de la
botella. Una vez cortada esa tira, cortas del otro lado la segunda
tira, de manera que
el corte quede exactamente frente al que se hizo primero.
2. Se utiliza una de esas tiras para colocarla entre las dos ranuras
que quedaron cuando cortamos las tiras.
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4. Ahora, se coloca el espejo con la cara que refleja hacia arriba en
la base del recipiente.
Encima de la tira de plástico que no tiene la gota de agua, se
coloca un pedacito de uña o un filamento de cabello, por ejemplo.
Finalmente, se mira a través de la gota de agua el objeto.
Lente convexa
78
En tanto que en la lente cóncava, que se adelgaza en el centro, los
rayos luminosos se separan y la imagen se ve más pequeña.
Lente
cóncava
Como has podido darte cuenta, la luz nos permite ver una serie
de objetos, así como también nos permite realizar muchas cosas en
nuestra vida cotidiana. Hemos visto cómo los pintores se han
interesado en los efectos de la luz sobre los objetos y cómo ellos han
logrado resaltar la luz en sus obras. De igual manera, hemos podido
aprender que la ciencia tam- bién se interesa por la luz. Sin
embargo, el interés científico es distinto al interés artístico de los
pintores. Los científicos utilizan la luz en aparatos científicos para
ver cosas que a simple vista el ojo humano no es capaz de ver. En
cambio, el jefe indio warao del mito El dueño de la luz que leímos
hace algún tiempo, envió a sus hijas a buscar la luz porque él sabía
que colocando la luz en un lugar especial ellos podrían ver todo. Ellos
no tenían que hacer nada más, sino dejar que ella les permitiese ver
las cosas.
Además, aprendiste que a través de ese mito se muestra cómo los
warao explicaban el origen del sol y la luna, que son dos fuentes de
luz
natural.
79
E
E
Acoitrapa y Chuquillanto
Hemos leído cuentos y mitos de indígenas venezolanos. Sin embargo,
aún no hemos tenido la oportunidad de leer alguna historia de indígenas
de otros países.
En toda América había grupos indígenas antes de que Cristóbal
Colón llegara a este continente.
Veamos un mapa de América del Sur para ubicar esos grupos indíge-
n
as.
Acoitrapa y Chuquillanto
Leyenda
inca
(Adaptación)
En la cordillera de los Andes, allá en el valle de Yucay en el
Cusco, se escuchan muchos sonidos. El viento sopla; la mañana,
obligada siempre a levantarse antes que los demás, bosteza muerta
de sueño; los pájaros, sus eternos enamorados, despiertan cantando
al oírla desperezarse. De pron-
to, silencio: Ha llegado Acoitrapa, el cuidador de llamas. Es joven y
hermo- so. Toca la quena tan dulcemente, que hasta las flores
más tímidas se abren para asomar entre las ramas de los árboles y
escucharlo.
Un día, las dos hijas del Sol pasaron cerca de su rebaño.
Entretenidas por la música, se acercaron para averiguar quién tocaba
aquel instrumen-
to. El cuidador se deslumbró al verlas. Los tres conversaron y rieron
despreo- cupados sin pensar en el paso del tiempo. Cuando se
ocultó el Sol, las jóvenes, apenadas, tuvieron que despedirse: Su
padre, el Sol, les daba permiso para pasear por el valle, pero ¡ay de
ellas si no llegaban a casa antes del anochecer! Chuquillanto, la
mayor, se sintió más triste que su hermana; sin saber cómo, se había
enamorado de Acoitrapa.
Cuando las hermanas llegaron al palacio, Chuquillanto corrió a
su habitación para estar a solas. Se echó, cerró los ojos, y recordaba
a su dulce cuidador de llamas cuando se quedó dormida. En sueños,
vio un hermoso ruiseñor que cantaba suave y armoniosamente y ella
le habló de
su amor por aquel joven y del miedo que tenía de que su padre
pensara que un cuidador de llamas fuera poca cosa para una hija del
Sol. El ruise- ñor, conmovido por la pena de la joven, le recordó que en
el palacio había cuatro fuentes de agua cristalina: si se sentaba en
medio de ellas y canta- ba lo que sentía en su corazón y las fuentes
le respondían con la misma melodía, significaba que podría hacer su
voluntad y que sus deseos serían cumplidos.
Chuquillanto se despertó. Se acordaba perfectamente del sueño.
Rápidamente se vistió y fue a los jardines del palacio. Allí estaban las fuen-
81
tes. Entonces, Chuquillanto, siguiendo las instrucciones del ruiseñor, se
sentó y comenzó a cantar una triste melodía. Las fuentes entendieron
su pena y lo manifestaron cantando con ella. Luego, aceptaron
ayudarla. Llamaron a la lluvia y le ordenaron que le transmitiera al
cuidador de llamas
el amor que Chuquillanto sentía por él.
La lluvia salió del palacio hacia la choza de Acoitrapa. Al encontrar-
lo, le bañó el corazón con la imagen de la joven. El cuidador, con el
pecho atravesado por el recuerdo de la muchacha, se puso a tocar su
quena con tanta tristeza que hasta las frías piedras se
conmovieron. Desalentado, comprendió que el Sol nunca permitiría
que su hija se casara con un pobre cuidador de llamas. ¡Qué cansada
su alma de extrañar a Chuquillanto! Así,
se quedó dormido con la quena apretada entre los dedos.
Al anochecer, llegó su madre. Viendo las pestañas de su hijo
húme- das del llanto, presintió lo que sucedía. Como buena viejecita,
sabía que un hombre que duerme y llora al mismo tiempo lo hace
porque está lejos de la que ama. La anciana no soportaba ver sufrir a
su hijo. Pensando en la mane-
ra de aliviarlo, le vino a la memoria un antiguo bastón mágico que había
heredado de sus antepasados y que serviría para este propósito.
Entonces
se le ocurrió una idea. Le ordenó a su hijo que se alejara hacia la montaña y
se ocupara del rebaño.
Mientras tanto, Chuquillanto se había despertado con los
primeros rayos de sol. Ahora tenía el corazón optimista, los pies
ligeros, y un solo deseo: encontrar a su amado. Jugando a las carreras
con el viento, llegó a
la choza de Acoitrapa. Al ver que él no estaba, se le llenaron los ojos
de lágrimas. Trató de disimular su tristeza y se dirigió a la viejecita,
que la mira- ba atentamente:
—Buena anciana: ¡Todo en ti es hermoso! Jamás he visto un
bastón parecido al que llevas. Sus piedras preciosas nada tienen que
envidiar a los campos de flores; brillan como la luna llena.
—Hija mía le –contestó la anciana–: Tus ojos saben apreciar las
cosas lindas. Te regalo el bastón. Sé que lo dejo en buenas manos.
Chuquillanto le agradeció, y acariciándole las nevadas trenzas
recibió el bastón.
—Gracias, anciana señora.
—Adiós, Chuquillanto –se despidió la viejecita–. Que el amor
te acompañe.
Chuquillanto regresó al palacio. Cuando cruzó la puerta, los guar-
dias, notando la tristeza en sus ojos, se preguntaron en voz baja:
—¿Qué le sucede a la princesa, que a pesar de sus riquezas, tiene
tanta melancolía?
82
Cuando al fin estuvo sola en su cuarto, puso el bastón a un lado, se
desmoronó sobre su cama y rompió en un llanto desconsolado, pensando
en su cuidador de llamas. De pronto ¡qué susto! ¡qué sorpresa!:
alguien estaba llamándola por su nombre. Encendió una vela,
cuidadosa de no hacer el menor ruido y vio que el bastón cambiaba de
colores: del rosa al plateado, del verde al rojo, naranja, azul y mil
colores distintos. La voz que la llamaba provenía del bastón, no le
cabía duda. “No te asustes”, le dijo. “Soy el bastón mágico del amor.
Mi misión es unir y proteger a los que se aman y sufren por estar
separados.” Chuquillanto ya no tenía miedo. Por el contrario, ahora se
sentía maravillada. El bastón mágico se abrió como una flor, en el
centro de la cual se le apareció Acoitrapa. Luego, salieron al jardín y
se quedaron conversando hasta el amanecer.
Al rayar el alba, temerosos del castigo del Sol, los enamorados
esca- paron de su palacio. Pero un guardia, que los vio salir, avisó
inmediatamen-
te al padre de Chuquillanto. Furioso, el Sol se colocó a la cabeza de un
gran ejército y partió tras los jóvenes. Estos, desde lejos, lo escucharon
apurando
a los soldados. Después de distanciarse del Sol y sus tropas, agotados
por la larga carrera, se detuvieron a descansar: Sentados bajo el
follaje de un altísimo árbol de eucalipto, se miraron; y había amor en
sus ojos. Sabiéndo-
se perdidos, porque tarde o temprano el Sol los atraparía, le pidieron
un último deseo al bastón mágico:
Conviértenos en piedra. Así, nada ni nadie podrá separarnos.
El bastón, cuya misión era unir a los que se aman, realizó el
definitivo deseo de la pareja.
Y aún hoy, cerca del pueblo de Calca, se erigen dos estatuas
de piedra, que los lugareños llaman Pitu Sirai: son Chuquillanto y
Acoitrapa, amándose para siempre.
Esta es una leyenda hermosa que nos enseña que para los incas el
amor era algo muy importante. Tal parece que para ellos el amor
estaba por encima de vivir una vida confortable. Quizás por ello
sacrifican en esta historia a los jóvenes enamorados, con el propósito
de mantenerlos juntos como dos estatuas de piedra.
En esta leyenda se cuenta que en el valle de Yucay se escuchaban
muchos sonidos: el viento que sopla, el bostezo de la mañana, el canto de
83
los pájaros y el sonido dulce de la quena que tocaba el cuidador de llamas.
La quena, también llamada flauta de los Andes, es un tipo de flauta
característica de la música popular de los Andes peruanos y
ecuatorianos.
En la actualidad se fabrica con una caña agujereada, pero antiguamente
se construía con otros materiales, como huesos, madera o barro cocido.
Después, se van pegando los pitillos que se cortaron sobre uno de los
triángulos, de manera que queden parejos por donde se va a
soplar. Una vez pegados al primer triángulo se pega el segundo
triángulo
sobre los pitillos. Es decir que los pitillos quedarían entre los dos trián-
85
gulos.
3. Finalmente, se pinta la flauta de pan con las pinturas de témpera.
Si es necesario se cortan los pitillos para que la flauta quede lo
más parecida a la del dibujo que aparece a continuación.
Cuando la vayas a tocar dejas la cabeza quieta, soplas y vas movien-
do la flauta.
El sonido
El sonido es un fenómeno físico que estimula el sentido
del oído.
El sonido se produce por una vibración transmitida hasta
el oído interno mediante el aire.
La vibración en los cuerpos es el resultado de golpearlos
o rozarlos.
Esa vibración, que se trasmite a través del aire, se
propaga en forma de ondas sonoras y al llegar al oído
producen lo que se conoce como sensación sonora.
Cuando las vibraciones son violentas o irregulares se
interpre- tan como ruidos, mientras que las regulares
producen notas
que pueden ser agradables y que se les llama sonidos.
89
1 2
Un pingüino en Maracaibo
2
Primera lectura
Un pingüino en Maracaibo
Vamos a comenzar a leer otro cuento del gran escritor venezolano
Salvador Garmendia.
Se trata del cuento Un pingüino en Maracaibo.
¿Te imaginas un pingüino en una ciudad calurosa como la capital
del Estado Zulia?
Un pingüino es un ave como la que se muestra en la siguiente ilustra-
ción:
Un pingüino en Maracaibo
Salvador Garmendia
Cuando Larry vio por primera vez al pingüino, pensó que éste se
había extraviado entre las rocas.
Larry era un marinero. Había recorrido mucho mundo, navegando
en barcos diferentes. Sin embargo, nunca había visto un pingüino de cer-
90
ca.
Algo conocía sobre este curioso animal de los hielos y sabía que era
un ave. Pero ahora que lo tenía delante, se preguntaba si había en
el mundo algo menos parecido a un pájaro, que ese señor gordo con
som- brero negro que lo miraba a sólo dos pasos de distancia, andaba
sobre sus dos pies y no tenía verdaderas plumas.
En ese momento, lo vio abrir el pico y el ruido más inesperado rompió
el silencio de aquella playa de la Patagonia donde se encontraban.
—Por Dios! ¡Es un rebuzno! –exclamó, levantando las cejas–
¿Tendrá también algo de burro este animalito o será una combinación
de diferen- tes seres vivos, incluido el hombre? Porque, viéndolo bien,
lo que más pare-
ce es un hombrecito.
Días atrás, recostado a la borda del tanquero, mientras se
aproxima- ban a una isla, le pareció ver algo semejante a una nube negra
que hubie-
ra caído desde arriba durante una tormenta, y estuviera pegada al
suelo cubriendo gran parte de la costa lejana. Pero apenas se
acercaron un poco, descubrió que se trataba de un verdadero pueblo
de pingüinos, una multitud de ejemplares adultos, todos de pie, uno al
lado del otro, sin hacer
el menor movimiento.
Ya la costa se iba dibujando con más precisión y pudo distinguir
los nidos de los bebés; unos agujeros abiertos en el suelo, y unos
barrigoncitos que sacudían las plumas y levantaban
desesperadamente los picos, pidiendo a gritos su comida.
—Cuando están pequeños todavía tienen plumas, pero no son más
que una bola de grasa. Feos y barrigones, pero simpáticos –pensó Larry,
mientras observaba al animal.
(1 El pingüino retrocedió cuatro pasos; pero no fueron
) cuatro pasos comunes y corrientes; primero por sus
grandes pies planos que golpeaban el suelo y
resonaban como unas chapaletas de nadador mojadas, y
luego por esa habilidad para caminar hacia atrás sin
volver la cabeza, balanceando a compás todo el cuerpo,
un cuerpo enterizo, sin resortes en la mitad.
—Éste nunca podrá aprender a bailar la rumba –pensó el marinero.
Larry sabía que si avanzaba un paso más, el gordo iba a dar vuelta
atrás y echaría a correr sin remedio. ¿De qué valdría correr tras él?
Si se reunía de nuevo con su pueblo, un poco más allá, seguro que
lo iba a perder para siempre, ya que no debe haber nada en el mundo
más pareci- do a un pingüino que otro pingüino, ni dos a otros dos, ni
cien a mil, ni mil a toda la raza pingüina del mundo.
Era inútil, pues, intentar algo que no fuera volver la espalda y regresar
a bordo del tanquero que estaba descargando petróleo en el puerto, a 91
unos pocos kilómetros de allí.
Al día siguiente, antes de la caída de la tarde, Larry aguardaba en
el mismo sitio, con sus lentes redondos y esa sonrisa suya que a cada
momen-
to parecía salirle por su cuenta a la cara, sin el menor motivo; cuando
de pronto, el gordo apareció por detrás de una roca y se plantó
delante. Tenía que ser el mismo del día anterior. Si no, ¿cómo sabía de
este lugar?
Un rato después, ya el recién llegado se había metido en el
buche, tomándolas de las propias manos del marinero, una media
docena de sardinas jugosas que Larry traía consigo, por si acaso.
Primero comer, había dicho. Lo demás se arregla poco a poco.
Y así fue, no cabía duda. A los pocos momentos, se vio que las
cosas habían cambiado para los dos. Larry se dio cuenta de eso, a pesar
de que
la negra cara de un pingüino, jamás altera su expresión. Entonces vino
lo mejor...
—Ese hombrecito –pensó de pronto el marinero– ¿será capaz
de entenderme si le hablo? Y si así fuera, ¿cómo voy a saber si me
entiende? Bueno, tal vez exista una manera. Probando no se pierde
nada. Comence- mos por lo más sencillo.
Acercó la cara lo más que pudo y le preguntó:
—¿Eres un pingüino?
Una pata se levantó sobre el talón como una boca que se abre.
Larry peló los ojos: esa era su expresión más corriente.
La pata cayó nuevamente e hizo ¡plock!, con su planta mojada.
—¡Diablos! ¿Estará diciendo que sí? Bueno... también pudo
ser casualidad.
Entonces, le clavó los ojos en la frente y le lanzó una segunda pregunta:
—¿Eres un pez?
La pata golpeó en la misma forma, ahora dos veces seguidas.
—¡Un golpe sí, dos golpes no! ¡Quiere decir que me ha entendido y
es capaz de responder correctamente a mis preguntas!
—¡O éste no es un pingüino corriente o es que todos los
pingüinos pueden entenderse con los hombres! ¡Yo soy el primero en
averiguarlo!
¡Este descubrimiento puede valer millones! ¡ Rayos y truenos! ¡Voy a ser
uno de los hombres más famosos del mundo!
Temblando de emoción le hizo otras diez preguntas más y todas
las veces las respuestas fueron rápidas y precisas. Pero Larry, humano
al fin, era inconforme ¿sí o no, nada más? poc, poc-poc ¡qué fastidio!
Tenía que averiguar si ese animal podía también formar palabras,
quizás frases com- pletas, oraciones, sostener una verdadera
conversación.
Tal vez, todo era una cuestión de paciencia y trabajo. Claro que no
iba a pasarse ahí toda la vida muriéndose de frío. Era necesario llevarse
92
consigo al animal.
Pero, ¿sería correcto separarlo tranquilamente de su manada, de
su familia? A lo mejor tenía mujer e hijos.
—Poc-poc, poc-poc... respondió el pingüino rápidamente.
No. No los tenía. Su pingüino estaba solo en el mundo,
por eso debía andar vagando por ahí, de su cuenta, porque
una esposa no se lo iba a permitir así nomás. Bueno. Esto
hacía más fáciles las cosas. Él lo había descubierto, era suyo
y no era justo que lo perdiera por una tontería. Claro, tampoco
iba a llevárselo debajo del brazo como un paraguas. Le hizo
una reverencia y dijo:
—Será, solamente, si el caballero está de acuerdo. Yo
nunca me lo llevaría contra su voluntad, señor...
Y para halagarlo más todavía le dirigió la mirada más afectuosa y
amigable del mundo.
Bueno, esta vez la respuesta no vino por palmadas en el suelo.
Sim- plemente, el pequeño se colocó a su lado y levantó un ala. Larry
la tomó por una punta y ambos comenzaron a andar, uno al lado del
otro. Y así se
alejaron por aquella extensión pedregosa, abierta al cielo.
(2 Días más tarde, el barco abandonaba el puerto y
) emprendía un nuevo rumbo, para dejar atrás las heladas
regiones del sur del Atlán- tico y dirigirse a un lugar
inimaginable para un pingüino. ¡Nada menos que el
trópico caliente y luminoso!
A lo largo de la travesía, siempre en la soledad del camarote, Larry y
su compañero fueron ampliando poco a poco su nuevo alfabeto. Pronto
el monótono poc, poc-poc empezó a sonar como un alegre zapateado.
Los amigos estaban ya en capacidad de sostener una conversación
entreteni- da. Pero Larry ya no quería seguir diciéndole oye, tú,
gordito, cabeza pela- da, barrigón. Ahora quería un nombre de verdad
para su amigo. Comenzó
a hablarle de cuando era un muchacho y anduvo viajando, como grume-
te, en un velero que navegaba por los mares del Sur.
—El cocinero era un malayo pequeñito, gordo y barrigón, que
conta-
ba los cuentos más divertidos del mundo, y yo me pasaba todo el día
muer-
to de risa con sus cuentos. Hasta su nombre me parecía cómico,
se llama- ba Policarpo ¿Te gustaría llamarte así?
Por primera vez el pingüino pareció cambiar de expresión.
Su cara se torció por un lado como si lo hubieran puyado con un
alfiler.
Dio dos pasos atrás. Y luego, tras un momento de meditación,
aga- chó el pico y aceptó resignado. Después de todo, pensó, los
nombres, hasta los más extraños, se van suavizando con el tiempo y
terminan siendo
naturales.
93
Policarpo pasaba todo el día en el camarote. Larry lo
sacaba a pasear por la cubierta solitaria y terminaban de noche,
antes de amane- cer, sentados en el puente de la popa: Larry con las
piernas encogidas y los brazos cruzados sobre sus rodillas, y el
pequeño de pie a su lado.
Los dos miraban en silencio la estela del barco, y veían cómo se iba
alejando de ellos el mar de los hielos y aquel reguero infinito
de islas, allí donde la cola del continente parecía
convertirse en boronas antes de desaparecer.
Así, tras varios días de navegación, el tanquero llegó al puerto
de Maracaibo, en el norte de Venezuela, el mismo de donde había
partido un día lejano, cargado de petróleo.
Larry salió volando hacia su camarote para dar la buena nueva a
su amigo.
Un momento después, los dos se hallaban recostados a la borda
contemplando el paisaje deslumbrador.
—Esto es el trópico, Policarpo: el cielo azul, las palmeras, las
arenas
doradas... aquellas casitas que parecen zancudos parados sobre
el agua son los palafitos...
Y el pingüino, completamente encandilado, lo veía todo con asom-
bro.
Al día siguiente, apenas Larry abrió los ojos, notó que su amigo no
estaba. Se levantó de un salto. La puerta del camarote estaba
entreabier- ta.
—¡Con mil demonios! ¡Se escapó...! ¡Policarpo! ¿Dónde
estás? Lo buscó desesperadamente por todo el barco, pero no estaba
en ninguna parte. Sin lugar a dudas, había desaparecido.
—Esto sí que es una novedad –pensaba Policarpo, mientras cami-
naba por las calles. Todo era sorprendente para él.
Claro que el clima de esta ciudad no era el más
adecuado para mantener en buen estado sus capas de grasa,
tan necesarias en los mares helados, pero ya veríamos qué
hacer más adelante. Por ahora, aunque un poco acalorado, se
sentía liviano y de excelente humor.
Sabía que había cometido una travesura escapando del barco,
y que su protector debía estar pasando un mal rato por su culpa,
pero la tentación había sido demasiado fuerte para él. Ahora, ya el
paso estaba dado. Nada lo detendría.
Al principio, casi nadie se dio cuenta del sorprendente personaje
que aparecía aquí y allá, entre el movimiento de la acera.
—¿A qué colegio pertenecerá ese uniforme tan raro? –preguntó
alguien que vio una cosa extraña moviéndose por entre las piernas de la 94
gente.
—No sabía que existieran mesoneros enanos –dijo otro más allá. Y
mientras tanto, Policarpo estaba cruzando la plaza Baralt. El ruido, el gentío
y los carros no se daban tregua ni un segundo.
De pronto, alguien dio el primer grito.
—¡Un pingüino!
Y enseguida se formó el alboroto.
—¿Cómo? ¿Qué bicho es ése?
—¡Cuidado que muerde!
—¡Es un peligro: seguro que tiene mal de rabia! Porque
nadie en Maracaibo había visto un pingüino y mucho menos
ahí, en la calle como si fuera un perro.
Policarpo se sintió temblar. La gente había empezado a rodearlo y
el círculo se iba estrechando más y más a su alrededor.
—¡Cuidado si te muerde!
—¡Qué va, ése es un bobo!
—¡Ráscale la barriga, a lo mejor tiene cosquillas!
El aire le faltaba. Apenas conseguía moverse entre montones
de brazos, que lo tocaban, lo empujaban, lo sacudían. Se oían rugidos,
gritos, carcajadas...
Pensó que estaba perdiendo el conocimiento; pero antes, sin que-
rerlo, abrió el pico y comenzó a chillar.
Él sólo lo hizo para desahogarse, claro, pero al escuchar aquel
chilli- do extraño, todos creyeron que el animalito se había
transformado de pronto en una fiera furiosa y echaron a correr.
Fue una desbandada, algo como un choque de cien carros, una
confusión general. Los primeros retrocedían y empujaban a los de
atrás. Todos querían ponerse a salvo sin importarles los demás...
Y Policarpo, sin saber hacer otra cosa, solo en medio de la
plaza, seguía lanzando ese grito, que en el fondo no era otra cosa sino
llanto, el llanto de un muchacho desamparado que tiene miedo.
Finalmente, Policarpo vio el espacio libre delante de él y escapó
en carrera. Ya no oía ni veía. El miedo no le cabía en el cuerpo. Ya sólo
pensa- ba en huir, huir...
En cuanto a Larry, lo encontramos al caer la tarde, vagando,
sin rumbo preciso, por las calles de Maracaibo. En realidad, no había
hecho otra cosa en todo el día. Había saltado del barco esa mañana
para lanzar-
se a la búsqueda de su compañero y ya sólo le quedaba el cansancio.
Cien veces oyó hablar de él. El suceso se comentaba a
gritos en las esquinas, en las plazas, a lo largo del malecón y en
las callecitas retorcidas
de El Saladillo. La radio sólo hablaba del pingüino, entre comentarios chis-
95
tosos y llamados de la Sociedad Protectora de Animales, pidiendo
compasión para el animalito. Un conjunto popular anunciaba el
éxito del día, la Gaita del Pingüino. En la televisión local,
aparecía a cada momento una fotografía del fugitivo, tomada
cuando estaba cruzando la calle. En fin,
la presencia del misterioso forastero parecía flotar en todas partes,
pero
Larry no había podido dar con él.
La tarde bajaba sobre el lago y Larry descansaba en un
pretil del malecón, cansado, lleno de tristeza. Ya no le
quedaba otra cosa que regre- sar al barco... Pero en eso,
volvió la cabeza y vio un letrero que decía: Fábrica de Hielo.
Decir hielo es como decir pingüino. ¡Ahí tenía que estar!
Sin pensarlo un momento, Larry se coló en el interior del
estableci- miento. Caminó un poco en la oscuridad y pronto se
encontró en el fondo de una cava donde el frío lo hizo tiritar.
—¡Policarpo!
Allí estaba él, acostado pacíficamente encima de un gran bloque
(3 de hielo. Pero qué mal estaba. Es doloroso ver a un
) amigo en ese estado. Las solapas deshilachadas, el
blanco pantalón tiznado de barro, los desnudos pies
magullados..., estaba convertido en un paria, un
pordiosero, un marginal. Algo terrible para quien
pertene- cía a la raza más acicalada y pulcra del reino
animal.
Aunque sus patas apenas tenían fuerza para levantarse un poquito,
golpeó y dijo:
—Supongo que tendré que pedirte perdón.
—Bueno. De todas maneras está hecho –dijo Larry–. Te
vendrás conmigo al barco, zarpamos hacia el Sur dentro de una
semana y allá podrás volver a reunirte con los tuyos. Ya todo pasó.
Con un buen baño de agua helada y una buena ración de sardinas
frescas quedarás como nuevo. Mañana vendrán otras cosas y la
gente te recordará como un sueño. Vamos.
Ya era noche completa cuando Larry y su amigo pasaron junto a
un grupo de marineros, reunidos alrededor de un pequeño aparato de
soni- do. En el aire vagaba una musiquita sabrosa.
—Es una rumba ¿sabes? La música del sol. Por aquí tocan una que
llaman gaita, pero viene siendo casi lo mismo.
Larry comenzó a moverse con estilo. Se veía que era un buen bailarín.
—En el viaje de regreso te voy a enseñar a bailar la rumba. Así
cuan- do estés otra vez en tu tierra, serás la sensación de los
pingüinos, siempre te acordarás del trópico y pensarás que después
de todo, no te fue tan mal...
Cuando llegaron a la escalerilla del barco, Policarpo empezaba a
dar sus primeros pasos de baile.
96
Un pingüino en Maracaibo
1
Segunda lectura
Un pingüino en Maracaibo
Para realizar la segunda lectura se hará lo siguiente: el Docen-
te Guía comenzará a leer el texto, mientras todos los alumnos
lo siguen con la lectura silenciosa. Cuando se encuentre
con un recuadro azul, el Docente Guía le cederá el
turno a un alumno. Una vez leído el recuadro, el Docente
Guía continua-
rá con la lectura del texto y los alumnos lo seguirán con
la lectura silenciosa. Al encontrar otro recuadro, volverá a
ceder
la palabra a otro alumno, y así sucesivamente hasta
finalizar esta segunda lectura.
Comencemos a leer.
Un pingüino en Maracaibo
Cuando Larry vio por primera vez al pingüino, pensó que éste
se había extraviado entre las rocas.
98
Continuemos con la lectura.
Larry sabía que si avanzaba un paso más, el gordo iba a dar vuelta lo
atrás y echaría a correr sin remedio. ¿De qué valdría correr tras él? iba a
Si se reunía de nuevo con su pueblo, un poco más allá, seguro que perd
er para siempre, ya que no debe haber nada en el mundo más pareci-
100
do a un pingüino que otro pingüino, ni dos a otros dos, ni cien a mil, ni
mil a toda la raza pingüina del mundo.
Era inútil, pues, intentar algo que no fuera volver la espalda y regresar
a bordo del tanquero que estaba descargando petróleo en el
puerto, a unos pocos kilómetros de allí.
101
Se llama buche al ensanchamiento que presenta el
esófago de las aves donde los alimentos son pasados
antes de llegar a otro órgano del sistema digestivo que se
llama molleja.
102
Antes de continuar con la lectura, te propongo que realices
la siguiente actividad.
En el siguiente recuadro se especifican dos expresiones que
apare- cen en el párrafo anterior que está subrayado.
Lee nuevamente con mucha atención el párrafo que está
subraya- do y escribe en tu cuaderno cada una de las expresiones
del recuadro. Luego, contesta las preguntas que se formulan con
respecto a cada una de esas expresiones.
En la expresión:
Larry preguntaba muchas cosas al pingüino.
Quien preguntaba recibe el nombre de sujeto.
En tanto que lo que él hacía, que era preguntar muchas cosas al
pingüino, recibe el nombre de predicado.
Y dentro de ese predicado la acción de preguntar se conoce con el
nombre de verbo.
Veamos
Verbo
Larry preguntaba muchas cosas al pingüino.
Sujeto Predicado
En la otra expresión:
El pingüino contestaba con unos poc-poc-poc. 104
Quien contestaba es el sujeto.
En tanto que lo que él hacía, que era contestar con unos poc-poc-
poc, es el predicado.
Y dentro de ese predicado la acción de contestar es el verbo.
Veamos.
Verbo
El pingüino contestaba con unos poc-poc-poc.
Sujet Predicado
o
105
nes que esa pareja realizó, pero sin indicar cuáles son oraciones y
cuáles son frases.
Las otras parejas de alumnos estarán atentas a lo que lea el
repre- sentante de la pareja que tenga el turno para hablar, para
que digan cuáles expresiones son oraciones y cuáles son frases.
Una vez leídas las cuatro expresiones, el Docente Guía cederá
la palabra a la pareja de alumnos que levante primero la mano para
participar.
El Docente Guía tomará nota de las parejas que clasifiquen
correc- tamente las expresiones que se vayan leyendo.
Ganará la pareja que intervenga con mayor número de aciertos.
Tal vez, todo era una cuestión de paciencia y trabajo. Claro que no
iba a pasarse ahí toda la vida muriéndose de frío. Era necesario
llevarse consigo al animal.
Pero, ¿sería correcto separarlo tranquilamente de su manada, de
su familia? A lo mejor tenía mujer e hijos.
—Poc-poc, poc-poc... –respondió el pingüino rápidamente.
No. No los tenía. Su pingüino estaba solo en el mundo, por eso
debía andar vagando por ahí, de su cuenta, porque una esposa no se
lo iba a permitir así nomás. Bueno. Esto hacía más fáciles las cosas. Él
lo había des- cubierto, era suyo y no era justo que lo perdiera por una
tontería. Claro, tampoco iba a llevárselo debajo del brazo como un
paraguas. Le hizo una reverencia y dijo:
—Será, solamente, si el caballero está de acuerdo. Yo nunca me lo
llevaría contra su voluntad, señor...
Y para halagarlo más todavía le dirigió la mirada más afectuosa y
amigable del mundo.
Bueno, esta vez la respuesta no vino por palmadas en el suelo.
Sim- plemente, el pequeño se colocó a su lado y levantó un ala. Larry
la tomó por una punta y ambos comenzaron a andar, uno al lado del
otro. Y así se alejaron por aquella extensión pedregosa, abierta al
cielo.
Días más tarde, el barco abandonaba el puerto y emprendía
un nuevo rumbo, para dejar atrás las heladas regiones del sur del
Atlántico y dirigirse a un lugar inimaginable para un pingüino. ¡Nada
menos que el trópico caliente y luminoso!
106
El trópico es una región de clima muy cálido y
húmedo. Venezuela se encuentra en la región tropical
de la Tierra.
111
Continuemos con la lectura.
113
El aire le faltaba. Apenas conseguía moverse entre montones
de brazos, que lo tocaban, lo empujaban, lo sacudían. Se oían rugidos,
gritos, carcajadas...
Pensó que estaba perdiendo el conocimiento; pero antes,
sin quererlo, abrió el pico y comenzó a chillar.
Él sólo lo hizo para desahogarse, claro, pero al escuchar
aquel chillido extraño, todos creyeron que el animalito se había
transformado de pronto en una fiera furiosa y echaron a correr.
Fue una desbandada, algo como un choque de cien carros, una confu-
sión general. Los primeros retrocedían y empujaban a los de atrás.
Todos querían ponerse a salvo sin importarles los demás...
114
El Saladillo es una barriada muy antigua de Maracaibo.
Allí, las calles son estrechas y retorcidas, y las casas
están pegadas unas a las otras. Esas casas,
generalmente, las pintan en colo- res brillantes y fuertes
como el amarillo, el turquesa, el fucsia y
el verde. Son casas de teja y tienen ventanas de madera.
—¡Policarpo!
—Allí estaba él, acostado pacíficamente encima de un gran bloque
de hielo. Pero qué mal estaba. Es doloroso ver a un amigo en ese estado.
Las solapas deshilachadas, el blanco pantalón tiznado de barro, los
desnu- dos pies magullados..., estaba convertido en un paria, un
pordiosero, un marginal. Algo terrible para quien pertenecía a la raza
más acicalada y
pulcra del reino animal.
117
F
F
Un pingüino en Maracaibo
Ahora, te propongo que busques en la página Nº 90 la primera lectu-
ra del cuento Un pingüino en Maracaibo que escribió el gran escritor
vene- zolano Salvador Garmendia.
En el párrafo anterior, cuando se dice que los pies del pingüino eran
como unas chapaletas de nadador mojadas, se está comparando
los pies del pingüino con una chapaletas mojadas de un nadador.
Continuemos leyendo
Recursos literarios,
como los que escribió Salvador Garmendia
en su cuento "Un pingüino en Maracaibo"
Los recursos literarios son una serie de elementos que utilizan los
escritores para hacer más agradable y comprensible la
lectura de un texto, así como también para embellecerlo.
Su finalidad es despertar el interés en el lector para lograr
cap- tar su atención.
Sin embargo
Pero
Después
Así
Con
Para
Porque
Aunque
Y
125
Una vez copiado el cuadro anterior, buscas otra vez la primera lectu-
ra del cuento Un pingüino en Maracaibo en la página 90.
Luego, comienzas a leer en lectura silenciosa el cuento y en la
medi- da que vayas consiguiendo las palabras que aparecen en el
recuadro, vas colocando en los cuadritos el número de página donde
aparece la pala- bra en cuestión.
Ganará el alumno que haya conseguido más partículas durante el
tiempo establecido, el cual se estima en 20 minutos.
126
G
G
Un pingüino en Maracaibo
Cuando leímos el cuento Un pingüino en Maracaibo, disfrutamos de
un episodio en el que el pingüino hace unos gestos con la cara que
deno- taban un cierto disgusto por el nombre que Larry le quería poner.
Volvamos a leer esa parte del cuento.
128
Para ello, utilizarán una caja abierta por la parte de atrás.
Los detalles de la máquina los dibujarán y los pegarán a la
caja. Los objetos que se pedirán prestados son los
siguientes:
1) Billetera.
2) Cuatro monedas.
3) Cinco billetes.
4) Una gorra.
5) Diez latas de refresco.
6) Una papelera grande.
7) Una bolsa de botar basura.
CALOR
24. Lanza la lata al suelo y zapatea sobre ella. La toma en sus manos,
corre como un basquebolista y la lanza al pipote de basura con ambas
manos.
27. De la máquina sale una lata y el hombre la atrapa. Salen dos, tres,
cinco diez, incontables latas expulsadas con violencia de la máquina.
30. Los dos obreros alzan la máquina para llevársela. La voltean hacia
el público. En su interior está una viejita, sentada en una silla,
contando mone- das.
132