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2. En primer lugar repiten las palabras dirigidas a María por Dios mismo a través de su
mensajero.
Las personas que aman el saludo del ángel a María repiten unas palabras que vienen de Dios.
Al rezar el Rosario, pronunciamos una y otra vez estas palabras. No es ésta una repetición
simplista. Las palabras dirigidas a María por Dios mismo y pronunciadas por el mensajero
divino encierran un contenido arcano.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo...» (Lc 1, 28), «bendita entre las mujeres» (Lc
1, 42). Dicho contenido está íntimamente vinculado al misterio de la redención. Las palabras
del saludo angélico a María introducen en este misterio y al mismo tiempo encuentran en él su
explicación.
Lo dice la primera lectura de la liturgia de hoy, que nos remonta al libro del Génesis. Aquí
precisamente, en el trasfondo del primer y al mismo tiempo original pecado del hombre,
anuncia Dios por primera vez el misterio de la redención. Da a conocer por vez primera su
acción en la historia futura del hombre y del mundo.
En efecto, al tentador escondido bajo forma de serpiente, el Creador habla así:
«Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya: Ella te pisará la cabeza
mientras acechas tú su calcañar».
La Virgen de Nazaret
3. Las palabras que oye María en la anunciación revelan que ha llegado el tiempo del
cumplimiento de la promesa contenida en el libro del Génesis. Del protoevangelio pasamos al
Evangelio. Está a punto de tener cumplimiento el misterio de la redención. El mensajero del
Dios eterno saluda a la «Mujer»; esta mujer es María de Nazaret. La saluda en consideración a
la «Estirpe» que Ella deberá acoger de Dios mismo. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra»... «Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás
por nombre Jesús».
Palabras decisivas ciertamente. El saludo del ángel a María marca el comienzo de las «obras de
Dios» más grandes en la historia del hombre y del mundo. Este saludo abre de cerca la
perspectiva de la redención.
No es, pues, de extrañar que María se «turbase» después de oír las palabras de este saludo. La
cercanía de Dios vivo produce siempre santo temor. Ni es de maravillar que María preguntase
«qué saludo era aquel». Las palabras del arcángel la situaron ante un misterio divino
inescrutable. Más aún, la implicaron en la órbita de este misterio. No se puede meramente
constatar tal misterio. Hay que meditarlo de continuo y con profundidad creciente. Pues tiene
fuerza para llenar no sólo una vida, sino también la eternidad.
Y todos los que amamos el saludo del ángel tratamos de participar en la meditación de María.
Y tratamos de hacerlo sobre todo cuando rezamos el Rosario.
4. En las palabras pronunciadas por el Mensajero en Nazaret, María como que vislumbró en
Dios toda su vida en la tierra y en su eternidad.
Pues, ¿por qué María, al oír que iba a ser Madre de Dios, no responde con entusiasmo
espiritual, sino ante todo con un humilde Fiat: «Aquí está la sierva del Señor, hágase en mí su
palabra»?
¿Acaso no fue porque sintió ya desde entonces el dolor acuciante del reinar «en el trono de
David» que iba a corresponder a Jesús?
Al mismo tiempo el arcángel anuncia que «su reino no tendrá fin».
En las palabras del saludo angélico a María, comienzan a desvelarse todos los misterios en que
tendrá cumplimiento la redención del mundo, misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Igual
que en el Rosario.
Al preguntarse María «qué saludo era aquel», parece como que entra en todos estos misterios
y nos introduce a nosotros en ellos.
Nos introduce en los misterios de Cristo y juntamente en sus propios misterios. Su acto de
meditación en el momento de la anunciación, abre el camino a nuestras meditaciones durante
el rezo del Rosario y gracias a éste.
En oración con María
5. El Rosario es la oración en la que, con la repetición del saludo del ángel a María, tratamos de
sacar nuestras consideraciones sobre el misterio de la redención partiendo de la meditación de
la Virgen. Su reflexión iniciada en el momento de la anunciación prosigue en la gloria de la
asunción. Profundamente inmersa en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la
eternidad María se une, por ser Madre nuestra, a la plegaria de quienes aman el saludo del
ángel y lo expresan en el rezo del Rosario.
En esta oración nos unimos a Ella como los Apóstoles congregados en el Cenáculo después de
la ascensión de Cristo. Lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy sacada de los
Hechos de los Apóstoles. Tras citar los nombres de cada Apóstol, el autor escribe: «Todos ellos
se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María la madre de
Jesús, y con sus hermanos».
Con esta oración se preparaban a recibir al Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Oraba con ellos María, quien el día de la anunciación había recibido al Espíritu Santo con
plenitud eminente. La plenitud particular del Espíritu Santo determina en Ella una particular
plenitud de oración. Con esta plenitud singular María ora por nosotros y con nosotros.
Preside maternalmente nuestra oración. Congrega sobre toda la tierra inmensas legiones de
los que aman el saludo del ángel, y éstas junto con Ella mientras rezan el Rosario «meditan» el
misterio de la redención del mundo. De este modo se prepara la Iglesia sin cesar a recibir al
Espíritu Santo, como el día de Pentecostés.
6. Se cumple este año el primer centenario de la Encíclica del Papa León XIII Supremi
apostolatus, con la que este gran Pontífice decretó la dedicación especial del mes de octubre al
culto de la Virgen del Rosario. Subrayaba él con fuerza en este documento, la eficacia
extraordinaria de esta oración rezada con alma pura y devoción, para obtener del Padre
celestial, en Cristo y por intercesión de la Madre de Dios, protección contra los males más
graves que puedan amenazar a la cristiandad y a la misma humanidad, y conseguir así los
supremos bienes de la justicia y la paz entre los individuos y entre los pueblos.
Con este gesto histórico, León XIII no hacía otra cosa sino sumarse a los numerosos Pontífices
que le habían precedido entre ellos San Pío V y dejaba una consigna a quienes le iban a seguir
en el fomento de la práctica del Rosario. Por ello, también yo quiero deciros a todos: haced
que el Rosario sea «dulce cadena que os una a Dios» por medio de María.
7. Grande es mi alegría por haber podido celebrar hoy con vosotros la solemnidad litúrgica de
la Reina del Santo Rosario. De esta significativa manera nos inserimos todos en el Jubileo
extraordinario del Año de la Redención. Juntos todos nos dirigimos con gran amor a la Madre
de Dios repitiendo las palabras del arcángel Gabriel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo», «bendita tú entre las mujeres».
Y en el centro de la liturgia de hoy escuchamos la respuesta de María: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor, / se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, / porque ha mirado la
humildad de su sierva. / Desde ahora me felicitarán todas las generaciones».
El Rosario es oración que indica la perspectiva del reino de Dios y orienta a los hombres para
recibir los frutos de la redención.
En este mes de octubre dedicado tradicionalmente al Santo Rosario, quiero recordar a todos
que ésta es una oración del hombre para el hombre; es la oración de la solidaridad humana
que refleja el espíritu de María, madre e imagen de la Iglesia. El Rosario se dirige a Aquella que
es la expresión más alta de la humanidad
El Rosario, memoria continuada de la redención
Efectivamente, al considerar los elementos contemplativos del Rosario, esto es, los misterios
en torno a los cuales se desgrana la oración vocal, podemos captar mejor por qué esta
guirnalda de Ave ha sido llamada «Salterio de la Virgen». Igual que los Salmos recordaban a
Israel las maravillas del Exodo y de la salvación realizada por Dios, y llamaban constantemente
al pueblo a la fidelidad a la Alianza del Sinaí, del mismo modo el Rosario recuerda
continuamente al pueblo de la Nueva Alianza los prodigios de misericordia y de poder que Dios
ha desplegado en Cristo en favor del hambre, y lo llama a la fidelidad respecto a sus
compromisos bautismales. Nosotros somos su pueblo, El es nuestro Dios.
2. Pero este recuerdo de los prodigios de Dios y esta llamada constante a la fidelidad pasa, en
cierto modo, a través de María, la Virgen fiel. La repetición del Ave nos ayuda a penetrar, poco
a poco, cada vez más hondamente en el profundísimo misterio del Verbo Encarnado y salvador
(cf. Lumen gentium, 65), «a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor»
(Marialis cultus, 47). Porque también María, como Hija de Sión y heredera de la espiritualidad
sapiencial de Israel, cantó los prodigios del Exodo; pero, como la primera y más perfecta
discípula de Cristo, anticipó y vivió la Pascua de la Nueva Alianza, guardando y meditando en
su corazón cada palabra y gesto del Hijo, asociándose a El con fidelidad incondicional,
indicando a todos el camino de la Nueva Alianza: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5). Hoy,
glorificada en el cielo, manifiesta realizado en Ella el itinerario del nuevo pueblo hacia la tierra
prometida.
3. Que el Rosario, pues, nos sumerja en los misterios de Cristo, y proponga en el rostro de la
Madre a cada uno de los fieles y a toda la Iglesia el modelo perfecto de cómo se acoge, se
guarda y se vive cada palabra y acontecimiento de Dios, en el camino todavía en marcha de la
salvación del mundo.
En los misterios gozosos, sobre los que nos detenemos hoy brevemente, vemos un poco todo
esto: la alegría de la familia, de la maternidad, del parentesco, de la amistad, de la ayuda
recíproca. Cristo, al nacer asumió y santificó estas alegrías que el pecado no ha borrado
totalmente. El realizó esto por medio de María. Del mismo modo, también nosotros hoy, a
través de Ella, podemos captar y hacer nuestras las alegrías del hombre: en sí mismas,
humildes y sencillas, pero que se hacen grandes y santas en María y en Jesús.
En María, desposada virginalmente con José y fecundada divinamente, está la alegría del amor
casto de los esposos y de la maternidad acogida y guardada como don de Dios; en María, que
solícita va a Isabel, está la alegría de servir a los hermanos llevándoles la presencia de Dios; en
María, que presenta a los pastores y a los Magos el esperado de Israel, está la coparticipación
espontánea y confidencial, propia de la amistad; en María, que en el templo ofrece su propio
Hijo al Padre celestial, está la alegría impregnada de ansias, propia de los padres y de los
educadores con relación a los hijos o a los alumnos; en María, que después de tres días de
afanosa búsqueda, vuelve a encontrar a Jesús, está la alegría paciente de la madre que se da
cuenta de que el propio hijo pertenece a Dios antes que a ella misma.
Siervo del Padre, Primogénito entre muchos hermanos, Cabeza de la humanidad, transforma el
padecimiento humano en oblación agradable a Dios, en sacrificio que redime. El es el Cordero
que quita el pecado del mundo, el Testigo fiel, que capitula en sí y hace meritorio todo
martirio.
Al infundir el Espíritu Santo en Pentecostés, dio a los discípulos la fuerza de amar y difundir la
verdad, pidió comunión en la construcción de un mundo digno del hombre redimido y
concedió capacidad de santificar todas las cosas con la obediencia a la voluntad del Padre
celestial. De este modo encendió de nuevo el gozo de donar en el ánimo de quien da, y la
certeza de ser amado en el corazón del desgraciado.
En la gloria de la Virgen elevada al cielo, contemplamos entre otras cosas la sublimación real
de los vínculos de la sangre y los afectos familiares, pues Cristo glorificó a María no sólo por ser
inmaculada y arca de la presencia divina, sino también por honrar a su Madre como Hijo. No se
rompen en el cielo los vínculos santos de la tierra; por el contrario, en los cuidados de la Virgen
Madre elevada para ser abogada y protectora nuestra y tipo de la Iglesia victoriosa,
descubrimos también el modelo inspirador del amor solícito de nuestros queridos difuntos
hacia nosotros, amor que la muerte no destruye, sino que acrecienta a la luz de Dios.
Y, finalmente, en la visión de María ensalzada por todas las criaturas, celebramos el misterio
escatológico de una humanidad rehecha en Cristo en unidad perfecta, sin divisiones ya ni otra
rivalidad que no sea la de aventajarse en amor uno a otro. Porque Dios es amor.
Así es que, en los misterios del Santo Rosario contemplamos y revivimos los gozos, dolores y
gloria de Cristo y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre.
Los creyentes son esencialmente una comunidad litúrgica: en el templo, en las casas, en la vida
ejercitan el oficio sacerdotal. Los Hechos de los Apóstoles, al presentar los rasgos
fundamentales de la Iglesia primitiva, ponen de relieve la importancia que en ella tenía la
«oración»: «Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles, y en la unión fraterna, en la
fracción del pan y en la oración... Diariamente acudían unánimemente al templo, partían el
pan en las casas... alabando a Dios» (Act 2, 42. 46-47). Y también: «Todos éstos perseveraban
unánimes en la oración... con María, la Madre de Jesús» (Act 1, 14).
2. En la comunidad de los creyentes en oración, María está presente, no sólo en los orígenes
de la fe, sino en todo tiempo.
«Así aparece Ella en la visita a la madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones
de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el Magníficat, la oración por
excelencia de María, él canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del
Antiguo y del Nuevo Israel» (Exhortación Apostólica de Pablo VI Marialis cultus, 18). María
aparece virgen en oración en Caná, virgen en oración en el Cenáculo. «Presencia orante de
María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha
abandonado su misión de intercesión y salvación. Virgen orante es también la Iglesia, que cada
día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, alaba incesantemente al Señor e intercede
por la salvación del mundo» (ib. 181).