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Ya es común oír de todos, que la vida es muy breve. Y es cierto, pero siempre debemos
tener presente, que independientemente de la brevedad de ésta, cada una, cumple una
misión muy definida en su existencia.
También es común oír sobre la universalidad y el poder del amor, y sin embargo,
incontables veces, hemos dejado las puertas abiertas al miedo para que lo espante y lo
expulse de nuestras vidas. Sometamos al miedo y nutramos la llama purificadora del amor
hasta que nos queme y nos haga cenizas sagradas. El amor algunas veces es un pájaro y
otras, es un nido. Muchas veces, cuando más convencidos estamos de su solidez de acero
templado, se nos deshace en la boca como algodón de azúcar en una profusa salivación de
almíbar.
Desprendimiento es la otra clave. No declararnos dueños de los seres y de las cosas. Ser
parte de la gente que amamos y del paisaje que nos produce gozo, no significa que nos
pertenecen. Recuerda que un día cualquiera debemos morir. Es la transición; una
metamorfosis del domicilio, y ésta será reconocida en la medida de nuestro
desprendimiento por cosas y seres que nos rodean. Somos seres mutantes. Lo que
anhelamos con tanto ímpetu hoy, mañana nos resultará superfluo.
La muerte puede ser un acto de liberación en algunos casos, y en otros no, pero siempre es
algo inevitable, lo que la convierte en un hecho natural. Recordemos la tragedia de Job:
Dios lo despojó de sus hijos, y bienes, de todo cuanto amaba ¿qué hizo el pobre hombre?
De cara al cielo, imploraba a Dios que le mandara la muerte. Permanecer vivo era la prueba
a su fe. O el castigo al sentimiento de posesión. Pero su hambre más acuciante era de
muerte. El no concebía otra liberación que no fuera su propia muerte.
Job fue victima de dolorosas enfermedades. La lepra hizo jirones de su carne y clamó:
enfermedad, hija predilecta de la muerte. La ausencia de bienestar físico es un
desprendimiento involuntario de la salud y esto nos ayuda a aceptar la muerte. No
esperemos a enfermarnos para tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad. La vida es
frágil.
Siempre tengamos presentes que vivir, amar o morir son las mismas caudalosas aguas que
bajan de las montañas más altas hasta descansar en serenos arroyos dispersos por los
caminos llanos. Vida, amor y muerte nos son dadas, y del formidable poder de sus
presencias, solo atisbamos al resplandor y a lo inescrutable.
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ABRETE SESAMO
Ella se puso de pie y su zona pelviana quedó a la altura de la boca de Jorge que
continuó sentado a la pequeña mesa de café que los separaba. Es humillante el
aire desafiante de las mujeres cuando pueden exhibir, con la complicidad de
los atuendos, sus plétoras sexuales.
Elige uno de los cubículos con inodoro. Baja los pantalones más allá de sus
rodillas, se sienta y comienza a hurgarse, con sus dedos, delicadamente, su
área vaginal, mientras descarga intestinos y vejiga.
Ligera, grácil, como levitando, regresa a la mesa donde Jorge la espera. Este
inmediatamente descubre en ella una belleza más intensa y más reciente. De
ella se desprende, como de un extraño psicotrópico, un poderoso afrodisíaco
que lo aturde.
-Si, tienes razón, fue lo único que alcancé a decir. Pero para qué más cotorra
de mierda, si lo que me provocaba era decirle, nojoda chica, no te imaginas lo
que me gustas. Tu presencia me estupidiza paralizándome el cerebro,
nublándome la vista y me despiertas esta polimorfa sed que solo se sacia con la
carne. De toda la vida, no solo me gustas, es que te quiero desde el mismo
segundo que tu indiferencia de hembra apetecida me envenenó sin
misericordia.
FIASCO
Ofelia, resuelta al encuentro, caminaba con la seguridad de todas las mujeres cuando
han decidido a quién se lo van a dar ese día. Además, ese era su derecho: ya no tenía un
marido que se lo impidiera. Llevaba dos meses separada de Pedro y ahora este vive con
Rosaura en la cara de todo el mundo. Tiene su hijo, es verdad, pero éste no sabe de esas
cosas ni de nada: solo comer y defecar, es lo único que hace un muchacho de año y
medio.
El favorecido es Ramiro. Ramiro y Ofelia han hablado numerosas veces y en todas las
ocasiones, incluso, mucho antes de ella separarse de Pedro, Ramiro le había enseñado
los dientes de su impaciencia acuciante por consumar una alianza genital con ella. El se
la relamía, letra por letra, y se lo repetía siempre que ella visitaba la tienda.
Por algún tiempo, Ofelia pudo resistir al asedio, apoyada en su maridaje, pero ahora era
diferente y, además, propicio para bajar la guardia y cuando ya sea pública, en el
pueblo, su rendición, ella sabe lo que dirán: Ofelia no tiene marido a quien rendirle
cuenta y se lo puede dar a quien ella le provoque.
La tienda, a esa hora, estará cerrada. Ramiro la esperará por la puerta contigua a la
principal. Entre tanto, sofocado y disfrazando la ansiedad con cervezas frías, su
imaginación degustaba la decisiva ofrenda del bocado, hartar al más gratificante e
intenso, y poderoso, apetito humano.
Siempre que esa mujer entraba por esa puerta, él comenzaba a descuidar a los otros
clientes que se encontraran allí, con tal de que se fueran rápidos, para quedarse solo con
ella. Un mes y medio después que la dejó el marido, fue el colmo: Ofelia apareció con
unos pantalones de lycra negros, ajustadísimos, ostentando el volumen goloso de su
sexo. Fue un gesto de alarde desafiante, cuya profunda clave, Ramiro descifró: la plaza
está rendida. La resistencia cayó, y es la hora del saqueo, de arrebatarse con el botín de
la lujuria.
Ramiro se deleitaba reviviendo, en su febril espera, las escenas de aquella película, cuyo
título había olvidado, pero no la trama: un policía, el Dutch, perdió a su mujer en un
avión que se precipitó contra el mar. Ella viajaba en compañía de su amante, que a su
vez era el esposo de una diputada al congreso norteamericano. Pero lo más memorable
de la película, para Ramiro, fue el primer encuentro lujurioso de estos dos engañados
por sus respectivos cónyuges, Dutch, el policía de Washington y Kay, la diputada. De una
avidez parsimoniosa es el mutuo despojo que se hacen de sus vestidos, este par de
súbitos amantes. Pero sobretodo, la escenita que muestra las pantaletas de encajes
finos, de un rosado tenue y talle bajo, es absolutamente, deliciosa. Incrementa su delicia
lúbrica, la intrusión de los dedos grotescos de Harrison Ford, confiscando la pantaletica,
exquisitamente íntima
Pero más excitante aún, según Ramiro, continuando con la película, es la disposición
categórica de la mujer por lograr una conciliación carnal. Mientras el hombre
desarropaba la autoflagelante pusilanimidad del burlado, ella había optado, enérgica y
eficientemente, por el intercambio libidinoso de humores y fluidos, como exorcismo
definitivo al dolor y la humillación del engaño: orgasmoterapia. Las hembras no comen
cuentos de caminos.
Ella tocó la puerta con determinación y sin timidez, pero no tuvo necesidad de esperar.
Ramiro abrió inmediatamente y ella entró como un halo de fuego.
-Una cerveza para refrescar y también cubitos de queso y jamón para matizar, ofreció él.
Y él mismo: -ese bolero está bueno para bailarlo.
Y ella: -me parece bien porque ya me estoy oxidando por falta de práctica.
La proximidad alcahueta, impuesta por la música, y el entorno de intimidad y sigilo,
descubrió un atajo de pequeñas y suaves colinas, incendiadas cavidades y una vegetación
rubicunda que ambos recorrieron con bríos de expedicionarios afanosos. Ramiro, con
astucia térmica, detectó que Ofelia llevaba solo su desnudez. Ni pantaletas rosas ni
encajes finos o talle bajo. Cayó la falda y él reconoció el acierto de su perspicacia: el
sexo de esta mujer estaba jubiloso y rotundo
Pero algo empequeñecía el gozo de Ofelia que, paso a paso, fue abatiendo su alegría. Y
frente a ella, el rostro de Ramiro convirtióse, casi, en un llanto. En cualquier momento
se le escaparía el sollozo. Turbado y encogido, Ramiro catapultó, una apocada
confesión:
-esa vaina no se me para, por el mentol que me embarré cuando te esperaba, bebiendo
cervezas y acordándome de las películas
SINDROME BORGES
Pero nadie sabe de los designios de Dios y menos aún, los de la pasión.
Todo se produjo en aquel segundo irrevocable, encubierto en la modorra de
un domingo desierto. Los establecimientos que enfrentan al oeste tienen
esa naturaleza mágica de sorprender, cuando es pleno el sol, a los que se
encuentran en su interior cada vez que alguien ingresa, pues éste,
fugazmente, corta la luz solar, arropando con violencia al interior del
recinto. Ese apagón lo provocó Mariela con su humanidad cautivadora de
fruta servida, piel de durazno recién caído. En ese momentáneo, fugitivo
apagón, perdió Orlando Peña, la brújula de su vida.