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“Si venimos del norte, nos parece una ciudad desbordante de chilenidad. Si
venimos del sur, nos sabe a tierra extranjera. Por eso Arica tiene algo de
mito, y los que la visitan nunca saben dónde se encuentra su realidad.”

Benjamín Subercaseaux

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HISTORIA UNO: “PLAN HARAKIRI”

Cuando llegó el ex policía Ferrera nada más vio un auto chocado, huellas de
sangre en el pavimento, automóviles desordenados alrededor. La gente recién
empezaba a congregarse, formando un círculo tras la cinta plástica ubicada por
carabineros. Ferrera se ubicó a un costado de los curiosos tratando de encontrar
al capitán Navas quien le había llamado minutos antes. Rato después le divisó.
Ëste cubría con nylon los restos de un difunto tras el volante retorcido. Le gritó.
Al voltear, Navas distinguió el rostro de Ferrera pintado del rojo de las luces de
los carros de emergencia. Le llamó con la mano; Ferrera se agachó para sortear
la cinta plástica. Un carabinero le increpó. Navas, que vigilaba la acción, sacó de
su paletó su identificación. El señor de verde se largó pidiendo disculpas.

-
-
Hola Loco Ferrera – saludó Navas- , y ¿Sumerville no vino?

No capitán. Tiene problemas para trasladarse. Quizás usted podría pasarlo a


buscar.
Navas asintió, luego sacó de su bolsillo una cajetilla de cigarros los cuales ofreció
a Ferrera. Éste no quiso. El capitán extrajo uno y lo prendió. Luego se dirigió a su
automóvil. Ferrera fue tras de él.
Llegaron a su carro plomo año noventinueve. El loco Ferrera ocupó el asiento de
un costado del piloto. Navas, luego de sentarse y lanzar el cigarrillo fumado a
medias, ubicó la baliza sobre el techo. Aceleró rápido.
Ferrera pensó: Sábado, tres de la mañana, citación extraordinaria, trabajo
extra. No. No hubiese preguntado por Sumerville. Operación “Oveja negra”.
Tampoco. ¿En medio de un accidente automovilístico? Las cosas en la policía se
hacen por orden. Y de a una. Pero es algo urgente; sacarme de la cama a las tres
lo confirma. Quizás pregunta por Sumerville por compasión. Los lisiados se
rodean usualmente de un aura de misericordia que inspira. No. De nuevo. El
tono desesperado del capitán anula la hipótesis. La voz de Navas le despierta de
sus abstracciones
- Voy a ser directo con usted, Ferrera – llevó su mano desde el cambio al
bolsillo externo de su chaqueta. Le alcanzó a Ferrera un par de tarjetitas-

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¿Qué significa esto?- lo miró a los ojos esperando ver que éstos demostraran
miedo. Se equivocó por esta vez.
- Capitán, con nuestro primer sueldo compramos un ciento de tarjetas de
presentación. En Tacna son baratas. Lo de investigador privado fue idea de
Sumerville. El teléfono que aparece es el de la casa de mi suegra...
- Las encontramos en la billetera de lo que quedó del finado, usted sabe, el
accidente que acabamos de ver – Navas disminuyó la velocidad, pues llegaba a
una encrucijada vedada por el rojo del semáforo- No sólo eso. También
hallamos una cédula falsificada. Claro, para un primerizo es original. La
policía conoce el trabajo de Vilches. No nos puede engañar, es uno de los
proveedores que llamamos frecuentemente. Para ser más exactos el único, si
de documentos se trata – El semáforo dio luz verde. Navas aceleró,
presionado por los bocinazos del auto posterior.
El tema de la cédula lo guardaron para cuando llegaron a la casa de Eustaquio
Sumerville, socio de Ferrera. No había razones para tensar más el diálogo; las
pruebas hacían que el capitán Navas tuviera la confianza de quien enhebra un
hilo después de un rato de esfuerzo. Después sólo resta tirarlo, tarea pueril.
Navas repitió la misma primera pregunta recurriendo al bolsillo de su vestón, las
tarjetas y la mirada. Sorprendido Sumerville, quien aún no se recuperaba del
sueño, oteó a Ferrera. No había tiempo para coartadas. Retrocedió en su silla de
ruedas. Se puso nervioso. Deseaba conocer quién dispararía primero. Ferrera, él,
o ambos, en una mentira coincidente. Luego de un instante se rindió. Su colega,
percibiéndolo, se entregó como un cordero listo para ser degollado.
Sumerville le dijo a Navas que efectivamente tomaron el dato de Vilches – el
falsificador de documentos- de los archivos de la policía. No hubo coimas. De
ambos fue la idea del cambio de nombre. Navas, tras la declaración, puso al
tanto al perplejo Sumerville: el tal Valeriano Meléndez había muerto mutilado en
un choque. La planta de su zapato derecho ahorraba cuestionamientos: sin darse
cuenta había pisado parte de los sesos del difunto. Allí estaban. A Navas le hizo
gracia contarlo. Era una perla más en su corona de anécdotas.
- ¿Qué más? - retomó Navas- ¿quién realmente es Valeriano Meléndez?.
Sumerville empalideció bajo el balde de agua fría. Ferrera sostuvo su cabeza a
dos manos inclinado al suelo.
El plan Harakiri había surtido efecto.

Detuvieron a Alessandro Huarachi comiendo hot dog en fuente de soda “Tribilín”.


Era tarde, once y media de la noche, día de semana; ideal para montar una
captura: poca gente en la calle, cierta libertad para actuar con alevosía y
descargar la rabia acumulada durante meses, ira que la prensa y los ciudadanos
se encargaron de azuzar. Mal que mal Huarachi era el violador y asesino de ocho
jovencitas y dos varones hijos de detectives. Cómo recuperar el orgullo perdido
frente al hombre que burló durante seis meses el cerco policial, quien les pasó el
dedo medio por las narices sin que se dieran cuenta.

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Cuando llegó a la cárcel ya poseía seis marcas de venganza: un par de costillas
rotas, otro de dientes sueltos, y ambos ojos en tinta. Le pusieron en la celda M,
la cual era oscura como una noche. Desde ese momento el infierno le dio la
bienvenida en plena existencia.
En ese lugar perdió la noción del tiempo. Sacaba cuentas, enumeraba instantes,
pero éstos eran difusos, se le olvidaban. Confundía. Trató de relacionar el tiempo
con las tres comidas que recibía en el día, hasta que le quitaron ese beneficio y
tuvo que conformarse con el maní y las galletas que los gendarmes piadosos le
alcanzaban por la ranura de la puerta metálica. La oscuridad no disipaba los
olores, sólo vedaba de sus ojos la forma de sus deposiciones y el color de su orina
caliente que viajaba serpenteando de su rincón de desechos hasta el resto de
cemento que conformaron su mundo durante esas semanas de encierro. Afuera
las cosas eran distintas.
Desde el día de su detención los medios no cesaban de narrar la historia de
Huarachi, los detalles de sus fechorías, los testimonios de sus víctimas. La
opinión pública reavivó el debate sobre la pena de muerte. Esto último instó a
los familiares de los jóvenes asesinados a visitar al jefe central de la policía.
- No queremos ver a ese hijo de puta gozando de los beneficios de vivir a
expensas de nuestros impuestos - sentenciaron al unísono- Queremos que se haga
justicia, y la justicia es que se lo fusile.
Pero, ¿quién era Huarachi?
La teoría más comentada, y finalmente aceptada por el gobierno y los medios de
prensa, fue la que decía que éste era un tipo contratado por tres
narcotraficantes internacionales que le reclutaron para cobrarse venganza por el
decomiso de partidas gruesas de droga realizadas por la policía. Los peces gordos
le entregaron una lista negra de detectives claves.
- Tócales lo que más les duela. Matarlos no soluciona nada - arguyeron los tres
narcos a coro- no es castigo para ellos; sólo sienten la bala al comienzo,
después nada, están muertos. Mátales los hijos, las esposas. Hazles la agonía
más lenta e intensa. También amedrentarás al resto. Al final tú recibirás tu
dinero y nosotros nos despejaremos el camino.
Así lo hizo.
El primer asesinato lo cometió en el Motel Status. Su víctima fue una chica de
quince años quien bajó con él desde la discotec Sunset un viernes por la noche.
Huarachi tuvo relaciones sexuales con ella, luego ocupó sus manos y las sábanas
para asfixiarla.
El segundo lo asestó en playa Arenillas Negras contra una niña de diez años.
¿Cómo la convenció sin que opusiera resistencia? Nadie lo supo. Lo cierto es que
la pequeña murió con su sexo sangrante, destrozado y con trozos de vidrio en
aquél. Días más tarde unos niños encontrarían en los alrededores una botella de
gaseosa individual con sangre en su gollete filoso.
El siguiente fue cerca del Casino de Arica, tras una fiesta de graduación. La
infortunada: Mariana, una joven de dieciocho años. Huarachi la encaminó hacia
el parque Brasil, luego la sedujo y enterró un puñal certero en el nacimiento de
sus breves pechos.

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El común denominador en los tres crímenes era que las víctimas correspondían a
hijas de detectives. Se extremaron las medidas de protección a las hijas de los
uniformados. Pero los criminales no son ningunos imbéciles.
El cuarto asesinato tuvo lugar en el Africa 2000, en una fiesta de homosexuales,
un viernes por la noche. Las víctimas fueron dos hijos de detectives invitados a
jalar cocaína en los jardines del recinto. Fueron violados, luego degollados. Para
coronar el acto denigrante, Huarachi les cortó los genitales que luego ubicó en
los bolsillos de sus chaquetas. Martínez Herrera, padre de uno de los jóvenes,
enloquecido, sacó dos revólveres que luego descargó a mediodía en las puertas
del Banco del Estado. La consecuencia de este acto fue la muerte de tres
transeúntes y las heridas graves de media docena. El hombre buscaba al maldito
asesino.
Luego la locación escogida fue el cine Colón. Natalia, hija menor del sub -
prefecto fue atacada con un puñal por la espalda mientras observaba una
película. ¿De qué modo ningún espectador se percató del crimen? El asesino
esperó escuchar los gritos aterradores de la protagonista del filme los cuales se
confundieron con los de Natalia comprobando la certera caricia del arma.
El Séptimo, octavo y noveno asesinato se produjo en casa del detective
Marchant, director de migraciones. En un acto de audacia extrema el asesino
llegó disfrazado de payaso al cumpleaños de Danielita. Cambió los globos
ubicados por toda la casa por unos inflados con gas licuado. Terminado su show
se retiró intempestivamente. Minutos más tarde se desató la tragedia: el enorme
globo que colgaba desde el techo, sobre la cabecera de mesa, se reventó al ser
tocado por el humo fino de las velas de la torta. Se produjo una explosión que
desencadenó el resto de explosiones. La festejada sufrió quemaduras en el
noventa por ciento de su cuerpo. Llegó muerta al hospital. Las otras dos niñitas
dejaron de existir después de una agonía de casi una semana.
El último crimen ocurrió en el camino a las pesqueras; la víctima fue Camila
Campillay, hija de detective. Huarachi, haciendo las veces de chofer de
colectivo, trasladó a su víctima al oscuro descampado, camino del Cerro La cruz.
Esta vez fue el turno de su revólver. Incrustado en la boca; reventado en su
cerebro.
La noche de la captura, cuando el acontecimiento no era más que un secreto a
voces, el jefe de policía convocó a una reunión extraordinaria. Era las cero horas
con veinte minutos. Diez funcionarios de distintas ramas de la institución le
escucharon después de un largo silencio.
- Ahí tenemos al bastardo - arguyó el prefecto de Investigaciones con tono
vehemente- ¿No era lo que queríamos? No podemos estar tranquilos hasta
que se lo mate. Ha actuado como el más maldito criminal. Por lealtad a
nuestros colegas afectados debemos presionar al ejecutivo para que obvie el
indulto y le conceda la pena capital.
Una objeción salió a relucir: el hecho de que la institución asumiera una decidida
postura en favor de la pena de muerte podría generar una peligrosa tensión no
sólo entre el presidente y la policía, sino además entre otras ramas de las fuerzas
armadas y de orden que deberían, de algún modo, pronunciarse respecto del
tema.

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El asunto tomó algunos minutos de diálogos acalorados. El jefe no estaba
dispuesto a poner en juego el prestigio de su institución, pero tampoco quería
renunciar a la lucha asumida por sus hombres. El sufrimiento de unos era el de
todos; la lealtad es una piedra angular dentro de la Policía de Investigaciones.
Este era el momento exacto para comprobarlo.
La idea fue asomando tímida entre el cúmulo de comentarios. Nadie supo de
quien salió. Lo cierto es que se apoderó de la jornada como una vedette, ante el
silencio sacro de quien descubre una piedra preciosa.
Consistía en volver a contratar a dos policías afectados por el tema de las drogas.
Ellos concederían entrevistas en radio y televisión; conversarían con el
presidente, con algunas comisiones en el senado bajo el nombre de “Agrupación
de ex detectives vengadores de la droga”. Presionarían con discursos emotivos
más que con invectivas iracundas. La opinión pública les observaría con lástima,
tal vez diciendo: “pobres hombres, todo gracias a la droga maldita, aquella que
pagó al peor asesino de la historia policial de la ciudad”.
El paso más importante para torcer batallas es ganarse a las masas.
Trataron el tema de los nombres cuando eran las dos de la mañana. Sobrepasaron
la cima del sueño al coger la moción profética y providencial, flotante en el aire,
sorbida por algún cerebro sensible. El pizarrón se llenó de nombres los cuales
fueron presentados bajo una batahola de gritos estudiantiles. El jefe bautizó la
operación con el nombre de “Oveja Negra”. Siguieron los nombres. Navas apretó
su puño con los nudillos en dirección al cielo, como si cada uno de los inscritos
fuese una bala que cercenaría pedazo a pedazo cada centímetro de carne de
Alessandro Huarachi.
Los dos casos más patéticos de la larga lista escrita en el pizarrón vencieron la
primera prueba de selección. Luis Ferrera Pulgar, el “loco Ferrera”, ex detective,
torturado por una banda de narcotraficantes. Las altas dosis de droga que le
inyectaron a la fuerza, le tuvieron al borde de la muerte, dejándole gravosas
secuelas: un leve retraso mental y una miopía acentuada (usaba lentes gruesos).
Estas huellas, sumadas a su incansable entusiasmo y sonrisa, hacían de Ferrera un
tipo al cual se estimaba con facilidad. Eustaquio Sumerville, ex agregado de
Investigaciones en la avanzada fronteriza de Chacalluta, ahora inválido al pisar
una mina anti – personal en momentos en que perseguía a unos burreros, cerca
de la frontera. Su figura paternal gruesa, con su carisma americano, hacían de
Sumerville un tipo creíble, confiable, rasgo que si duda complementaba la
imagen lastimera del loco Ferrera.
El día del encuentro entre el capitán Navas y los dos ex detectives no fue del
todo apoteósico. Sentados en la mesa de un local del paseo veintiuno de mayo,
Summerville fue drástico:
- Quieren que seamos sus títeres. ¿Qué hicieron por mí cuando perdí mis dos
piernas? Recién ahora, cuando les soy útil, me llaman.
Ferrera fue más fácil de convencer. Le dijeron misión secreta y fue como si le
ofrecieran un contrato para rodar un film policial en Hollywood. Fue éste quien
logró convencer a Sumerville. Su mirada de calidoscopio y su entusiasmo de niño
chico lograron torcer su férrea voluntad. Aceptó por un asunto de buen corazón.
Una porque en la lucha contra el narcotráfico el más perjudicado era Ferrera.

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Mal que mal es mejor ser inválido que medio loco y otra porque si asignaban otro
compañero a Ferrera seguro que sería uno de esos imbéciles déspotas que
colman las filas de la institución, situación que le provocaría un gran peso de
conciencia. Sufriría al pensar que él tendría algo de responsabilidad en esto.
Terminaron de servirse el café. Salieron del local, Ferrera empujando la silla de
ruedas de Sumerville, su anfitrión, el capitán Navas, fumando un puro cubano.
Irrumpieron en la vida pública nacional apareciendo en el programa televisivo
de una ex reina de belleza, un lunes por la noche. Ambos contaron su testimonio.
Navas les encargó que pasaran al director del programa una copia de los videos
de la policía con las imágenes de las muertes de las jovencitas. Así lo hicieron,
sin embargo, el directorio del canal las censuró: tanta brutalidad movería
muchas voluntades a favor de la pena capital, acción que el canal católico no
podía aceptar, por línea editorial. Aún así lograron liberar la clandestina posición
de la policía.

- Estamos a favor de la pena de muerte. Quienes no siembran misericordia

¿están obligados a recibirla? ¿Quién nos devuelve lo perdido, quién me


devuelve a mi esposa que me dejó por inválido e impotente, quién le
devuelve la lucidez a Ferrera? – expresó Sumerville.
La intervención del loco fue dramática. Divagó de fútbol, de recuerdos de un
circo poblacional que llegó a su barrio cuando pequeño, de su abuelita Anastasia,
de su primera polola. En fin, vertió en palabras el mismo desorden que
revoloteaba en su mente. Uno de los conductores del espacio, en sus comentarios
posteriores, indicó que lo peor que pudo haber pasado fue dejar hablando solo a
Ferrera; esto le dio vergüenza ajena. La gente y los demás medios de prensa
corroboraron estas declaraciones.
Desde ese día la vida de esos dos ex detectives se transformó en una ruleta
incesante de acontecimientos. Fueron primera plana en todos los diarios de
circulación nacional. Las agencias de prensa extranjeras se encargaron de
ventilar sus historias alrededor del mundo. Con el clandestino apoyo de la policía
les diseñaron una página web, en la cual mostraban sin censura sus historias,
fotos de infancia, documentos de sus accidentes, además de una secuencia de
imágenes en las que se publicaba la crueldad de los asesinatos cometidos por
Alessandro Huarachi, fotografías proporcionadas por la misma brigada de
criminalística. Un portal de internet arregló una conferencia virtual para que
dialogaran con el público de distintas latitudes del globo. Desde Europa,
Norteamérica y Australia, los chilenos residentes seguían, con inusitado
entusiasmo, cada uno de los acontecimientos que desencadenaba la tragedia.
Bajo este cielo, Sumerville y Ferrera se entrevistaron por primera vez con el
señor presidente. La respuesta de éste fue rotunda.
- No. No aplicaremos la pena capital. Debemos ser consecuentes con la línea
concertacionista -explicó el mandatario, mirándoles a los ojos con compasión.

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Summerville alzó la voz:
- ¡Usted está protegiendo a los narcos; la historia lo juzgará por eso!

Al salir de la Moneda, los periodistas que les esperaban, les alcanzaron la


verdad: la última encuesta Gallup echaba por los suelos sus pretensiones de
triunfo. Sólo un treinta y cinco por ciento de los ciudadanos estaba de acuerdo
con la aplicación de la pena capital en este caso.
La sorpresiva noticia sumió a Sumerville en un iracundo hermetismo. Ferrera,
percibiéndolo, pidió permiso a los periodistas que les rodeaban.
- No vamos a seguir hablando, hemos dado tanto, ¿para qué? ¿Para que se premie
a los que destruyen el país?- dijo temblando el loco en un inesperado lapso de
cordura.
Mientras Ferrera arrastraba la silla de ruedas de su compañero dejando atrás a
algunos periodistas que les perseguían, Summerville discó en su teléfono el
número del capitán Navas.
- Yo renuncio- le dijo el inválido, decepcionado. Navas lo obligó a calmarse.
- Tómate unos días; las batallas no son fáciles cuando valen la pena- replicó el
detective. Sumerville colgó.
Ferrera apretó con intensidad el hombro de su compañero. Éste, al chocarse con
la mirada del loco, vio el rostro de un niño pidiendo a gritos continuar el sueño.

A los pies de morro, mientras ambos observaban el mar y los yates meciéndose
calmos al atardecer, Sumerville rompió el silencio.

- Me carga esperar el beneplácito de la gente para que se cumpla nuestra

meta- indicó- Es como cuando los equipos mediocres dependen de los


resultados de otros equipos o las posibilidades matemáticas para clasificar.
¿No podríamos alcanzar el blanco dependiendo de nosotros?
El corazón de Ferrera latió con intensidad. Cada una de las noches, desde que le
contrataron para esta operación, novelaba en su mente planes sorprendentes.
Compartió con Sumerville uno de ellos. Temblaba de vergüenza. Para él eran
estrategias policiales magistrales, dignas de un film de James Bond, pero para su
compañero podrían resultar verdaderas estupideces.
Cuando Ferrera terminó de narrar el plan, mirando el horizonte por miedo a los
ojos inmisericordes de Summerville, escuchó de labios de éste:
- Eres más listo de lo que creía. ¿Cuándo empezamos?
El sol era un gran hongo naranja en la última línea del mar.

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Pronto llegaron a las dependencias de la morgue, a un costado del cementerio
municipal. Cruzaron un pasillo helado y esperaron que el doctor les indicara el
lugar en el que descansaba el difunto. Éste se excusó, debía atender un llamado
telefónico. El capitán Navas, tras mirar a los ojos de Sumerville y Ferrera – quizás
esperando que alguno de los dos tomara la iniciativa- descubrió la sábana
plástica que cubría los restos de Huarachi.

- Uff…- Ferrera hizo una contorsión nauseabunda.

El rostro del difunto era una ensalada de carnes y venas tibias. Indiscernible. No
tenía brazos; las costillas asomaban como sables atravesados. Las piernas
destrozadas descansaban en la otra camilla.
- Nada más ni nada menos que Alessandro Huarachi. ¡Quién lo creería! –Navas
bajó el tono de la voz, el médico forense se acercaba.

- Señor Navas- dijo el facultativo con ojos indiferentes- los exámenes

deberían estar mañana a primera hora. Tengo a dos laboratoristas trabajando


ahora para que lo tengan listo. Lamentable ¿no? –el médico procedió a tapar
con compasión los restos del occiso- Por lo que podemos ver a simple vista era
un tipo adicto al crack y a la cocaína. Me da la impresión de que tenía sífilis.
Mire usted su miembro. –Los destapó abajo y un hedor desagradable inundó
todo el pabellón- Un tipo vividor, sin duda.
- Le agradecería guardar en reserva todos los antecedentes, doctor. –Navas
enfatizó- Los organismos policiales se encargarán de contar los pormenores
del accidente. Gracias.
Se despidieron y caminaron por el pasillo hasta la puerta que daba a la calle.
Ferrera tras Sumerville y Navas, a un costado de éste.

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- Vamos, señores detectives, les sigo escuchando.
Sumerville esperó que el doctor les acompañara hasta afuera. Dejando atrás la
puerta, dirigiéndose al carro de Navas, completó el trozo de novela que faltaba.

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Manolito dormía en la rotonda Azapa. Eran las tres de la mañana. Ferrera le
invitó a subir al auto. Se negó. Tan pronto se tapó con una lona aceitosa, Ferrera
le propinó tres patadas en la nuca. Le arrastró hacia el carro donde esperaba
Sumerville. De allí partieron a la casa del veterano, bajaron al vagabundo, lo
acostaron en el suelo del garaje y lo manguerearon hasta que despertó.
- No te vamos a hacer nada - advirtió compasivo Sumerville- Es por tu bien.
Tendrás comida gratis todos los días, una habitación como la gente. Ya no te
verán buscando comida en las bolsas de basura- Manolito se quejaba del dolor en
su cuello.
Llegaron a Acha a las cuatro y veinte. No hubo palabras: las órdenes estaban
dadas. Los portones fueron abriéndose uno tras otro como dirigidos por un mismo
cerebro. Media hora antes Huarachi había sido sacado de su fétida celda. La
tenue luz de los pasillos vacíos golpeaba con demasiada intensidad sobre sus ojos
sensibles a la luz. Rasuraron su barba, su cabeza, le alcanzaron zapatos, jeans y
una camisa escocesa que vistió con ansiado alivio. Hacía semanas que el cuerpo
del asesino no comprobaba el agua. Al salir del baño, Huarachi era otro.
Ubicaron a Manolito en la misma oscura celda que ocupaba el asesino. Aquél
preguntaba con infantil curiosidad qué sucedía, por qué estaba allí, mientras los
impacientes gendarmes que le encaminaban obligábanle a bajar la voz.
- Ya te explicaremos, lo pasarás bonito - le decían a coro- Mañana te
limpiamos el dormitorio, no te preocupes.
Cuando hubo llegado al cuarto, los gendarmes cerraron la puerta tras un breve
“buenas noches”. En total tinieblas, Manolito buscó un rincón donde sentarse.
Tan pronto lo hizo, una sustancia cremosa cubrió la palma de la mano con que se
había apoyado sobre el suelo.
El cielo estaba aclarando mientras el loco conducía el automóvil desde Acha a la
ciudad. Huarachi recién volvía a redescubrir el mundo y el bolsito pequeño con
que llegó a la cárcel y que nunca usó. Allí descansaban unos jeans, poleras y sus
afeites. Abrió su botella de perfume, el cual se aplicó con avidez.

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- Tome. Eso es suyo –le dijo Sumerville alcanzándole un carné de identidad-

Con esto pasará la frontera. En Tacna le esperamos. En la avenida Bolognesi,


frente a la feria Caplina. Usted será Remigio Aravena. Ese es su nombre, por
el momento. No se olvide. Ensaye las posibles respuestas a las preguntas que
le haga el tipo de la ventanilla, en el control fronterizo. No se ponga
nervioso. Ahí tiene dinero y un celular. Cualquier problema, nos llama. No se
olvide, a las once, hora chilena, en avenida Bolognesi.
En el baño del terminal internacional, Huarachi se reencontró consigo mismo. El
espejo le hacía ver más delgado, pavorosamente pálido, calvo como monje
budista. Irreconocible. Ensayó ante sí respuestas precisas y formas de mirar. En
media hora Huarachi se jugaría la vida. Si hacía una buena actuación podría
salvar el pellejo. Si no, aseguraría su infierno por segunda y definitiva vez.
Prefirió tomar el micro. En el tumulto se confundiría entre los cuerpos.
Llegando a Chacalluta se ubicó en la fila de pasajeros tomando con nerviosismo
sus tarjetas de turismo. De pronto, una mano grande se posó sobre su hombro.
Escuchó una voz.
- ¿Huarachi?
Era Feliciano. Vendedor de diarios en el semáforo de Maipú y Colón, ciego de
nacimiento.
- Perdón, señor, no le conozco.
Huarachi escapó a los baños. Su corazón latía con frenesí.
- ¡Huarachi, qué gusto de encontrármelo, su aroma y su voz son perfectamente
reconocibles! ¡Yo lo hacía en la cárcel, ñior!
Cerró la puerta. Necesitaba una línea de cocaína para amortiguar el susto. No.
No podía despertar sospechas. Detrás de la puerta, afuera, según creía, todos los
ojos le acechaban. Saldría del baño y seguro sería el centro de atención; más de
alguien le reconocería. Maldición. Y la fila corría rápido. Se ensartó el dedo
medio en el nacimiento de la lengua, rasguñando con furia la campanilla. Sangró.
Su estómago disparó un tosido estruendoso. Regurgitó. Su vómito líquido, lavado,
cayó luego como un pez en la laguna de la taza; las gotas del encuentro saltaron
lejos, inclusive en el rostro de Huarachi.
- Mierda -exclamo medio ahogado.
Otro retorcijón. Los brazos del convicto apretaron con fuerza el estómago. La faz
pálida se tornó rojiza. Los ojos del criminal, aun cuando estaban cerrados,
dejaron filtrar lágrimas calientes.
- ¡Remigio Aravena!
Era su nombre provisorio. Abrió la llave. El chorro intenso azotó sus manos. Lavó
su cara. Las lágrimas se confundieron con el agua. Abrió la puerta y corrió a la
ventanilla.
- ¿Algún problema? - preguntó el oficial

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- No. Comí algo que me cayó mal. Eso es todo, disculpe - respondió Huarachi
con los ojos lagrimosos.
- Ahí tiene.
Había pasado lo peor. Subió al bus. Al sentarse cerró sus ojos. Minutos después
bajaría de nuevo, en Santa Rosa.
- ¿Dónde está el ciego Feliciano? - preguntaba para sí Huarachi.
No abandonó el calambre del cuerpo hasta que observó al canillas sentado en el
asiento trasero de un Chevy Nova que cruzaba la última caseta policial del
complejo.
Las miradas del agente ya no importaban. El estar en otro país lo hacía
invisible.

Luego de su encuentro con Sumerville y Ferrera en el lugar pactado, caminaron


hacia la calle Zela. En el tercer piso de un edificio de líneas fundamentales les
esperaba el doctor Solano.
Luego de las preguntas de rigor le acostaron en una camilla. Una enfermera subió
las mangas de su camisa y sobó con algodón húmedo y frío su bíceps tenso.
Segundos después, la conversación que sostenía Sumerville, Ferrera y el cirujano
se le tornó onírica, los sonidos inciertos, las imágenes sombras. Cuando despertó,
la cara le ardía como si el sol le hubiese escupido con rabia.
Pasaron dos semanas hasta que Huarachi pudo ver su nuevo rostro después de
que le sacaran el vendaje de momia. Sonrió satisfecho.
Reflejados en el espejo el doctor Solano, el loco Ferrera y parte del rostro de
Sumerville, Ferrera preguntó por el siguiente paso, mientras descubría cada
milímetro de su faz. El inválido pidió al doctor que les dejara solos por un
instante.
- No lo puedo creer. El trabajo es fantástico. Quiero salir a la calle, conocer
mujeres - exclamaba Alessandro Huarachi. Le excitaba pensar en la nueva
vida que tendría a partir de este cambio sorprendente.
- Ahora eres Valeriano Meléndez - le dijo Sumerville- No se te olvide. Tienes la
posibilidad de retornar entre hoy y mañana, desde las tres y media. A esa
hora ponen a Eusebio Guerra en la ventanilla. Él se encargará de registrarte
en el computador. Es un tipo blanco, carcocho de cara. Tiene cerca de
cincuenta y cinco años. Ahí tienes un nuevo carné. Suerte.
Cuando Ferrera y Sumerville arribaron a Arica, les esperaba Navas, desanimado.
- Hemos perdido la batalla- adelantó el capitán- El presidente dio su veredicto:
cadena perpetua, es decir, en veinte años más ese hijo de perra saldrá a disfrutar
del país por el que todos nos sacamos la cresta. Y ¿qué me dicen ustedes? Les
faltó garra, muchachos. Yo en su lugar hubiese sido más drástico en mis
declaraciones, hubiese narrado los detalles más escabrosos con lágrimas y voz
quebradiza; los porotos se ganan con esfuerzo, cabros...
El plan se estaba desnudando como Sumerville y Ferrera lo habían proyectado.
Ahora era el momento en que Sumerville debía replicar. Insistió en continuar
presionando al ejecutivo. Lo hizo sin pasión. Ferrera arregló para no despertar
suspicacias.
- Queremos seguir, capitán Navas

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- ¿Para qué? Ya hemos perdido, y soy yo, sólo yo, el que cargará el peso de esta
derrota. El presidente firma hoy el decreto del indulto. Lo siento. Pasen a
firmar el finiquito mañana, tipo once. Les espero.
Plan perfecto. Navas no se dio cuenta de que el cese de contrato era lo que
ambos amigos esperaban. Pero claro, nadie debía demostrar ese deseo pues
arruinaría el plan total, o al menos la tranquilidad de cumplirlo correctamente.
La última vez que se encontraron con Huarachi o con Valeriano Meléndez, fue
dos días después de que hubieron recibido el finiquito. Aún reflejaban en el
rostro el sinsabor de los insultos de los detectives que salieron a su paso en el
cuartel de Investigaciones, aquel día.
- ¿Algún problema señor Ferrera, señor Sumerville? - preguntó Huarachi en su
nuevo aspecto.
- Nada que le interese, don... Valeriano. Tome asiento.
La avenida Veintiuno de Mayo contenía un número reducido de vehículos
silenciosos abriéndose paso entre la niebla excepcional de la noche. El trío la
observaba con la rabia de un ciudadano que aborrece todo paisaje que le
recuerde el ajetreo de la maldita ciudad.
- Una parrillada argentina para tres y un buen vino francés. Eso es todo -
ordenó Sumerville.
- ¿Quién paga? -preguntó el asesino.
- Usted, señor Meléndez. Ah, pero tome: esta es su tarjeta de pago. Y ésta su
chequera.
Huarachi abrió los ojos llenos de pequeñas venas carmesíes. Aterrizó en tres
segundos.
- Pero, todo esto ¿a cambio de qué? - preguntó con total perplejidad.
- Luego lo sabrá. Muy pronto - respondió el inválido.
La noche les envolvió con su silencio de complicidad.

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- ¿Cuánto le cuesta al país mantener a un preso diariamente? –preguntó
Sumerville con la indiferencia de quien conoce la respuesta de antemano...
- Cerca de trece dólares –respondió Navas, esperando llegar al semáforo en rojo
para observar los ojos de Sumerville y proseguir- ¿y qué tiene que ver eso con
el imbécil que murió destrozado, Sumerville?
El lisiado prosiguió, aplastando con sus palabras certeras la impaciencia del
capitán.
- En un año, esa cifra da como resultado cuatro mil ciento treinta dólares. En
veinte años, que es el promedio que los criminales cumplen en reclusión
íntegra, esa cifra asciende a la suma de ochenta y dos mil seiscientos dólares.
- Harta plata, Sumerville -acotó el capitán, moviendo el volante.
- Sí mi capitán. Dinero que sale de los impuestos de todos los chilenos. Un
premio a un conchesumadre que le hizo un daño irreparable al país. Esa
cantidad recibiría el hijo de perra que nos agravió como institución. Comida,
techo, beneficios gratuitos, por trabajarle un día a nadie. Lo más probable es
que en su encierro recibiría la visita de los narcos. Éstos, seguro, le llevarían
premios e incentivos.
- No lo había pensado desde esa perspectiva. Pero dígame, detective, ¿qué
tiene que ver su reflexión con la muerte de Huarachi, bajo la identidad de
Valeriano Meléndez?
- Capitán –Ferrera se adelanta en responder. Sumerville lo deja- Le hemos
ahorrado al menos sesenta mil dólares al estado. La diferencia es la cantidad
que invertimos en el ajusticiamiento del asesino.
- ¿Ajusticiamiento? –pregunta extrañado el capitán.
- Claro, capitán Navas –concluye grave el inválido- Él mismo se ha ajusticiado.
El semáforo dio verde, mientras allá lejos, donde la huella convergía en un
ángulo, las luces de los últimos autos policiales y de bomberos se retiraban del
lugar de la tragedia.

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Desde que supo introducir su tarjeta bancaria en el cajero automático sin el
temblor de la ignorancia de las primeras veces, todos los días fueron viernes y
sábado para Huarachi, y cada uno de ellos una desenfrenada orgía de sexo,
alcohol y drogas exclusivas. Conoció todos los clubes nocturnos del norte, de
Tacna, La Paz, fornicando con todo lo que se pareciera a una mujer y se moviera.
Al cabo de unos meses su instrumento de placer fue notando los primeros
síntomas de la sífilis: úlceras en las venas, irritación en la cúpula de aquél, un
olor de los mil demonios. Asimismo, sus brazos empezaban a escupir materia en
cada uno de los orificios dejados por las agujas que usaba para inyectarse
químicos alucinógenos. Adelgazó quince kilos. Pero estaba bien, al menos así lo
hacía sentir. Cuando no tenía fuerzas para ofrendarlas a una mujer, sacaba su
Daewoo rojo, año 99 y competía con los jóvenes que vivían en las casonas de la
entrada de Azapa, usando la avenida Portales y la costanera como pista de
carrera. El crack y la cocaína se la vendían los hijos del concejal Quiñones, tipo
de notables influencias políticas y cuantiosa fortuna. Con ellos osaba correr a
ciento cincuenta kilómetros por hora sin temor a la represión policial.
Ese día jueves, Huarachi caminó por avenida Maipú y se sentó en uno de los
comedores del mercado central. No lo había notado antes, pero los huesos de sus
pómulos parecían campeonar en su cara como dos puños levantados. Además las
ronchas de su pelvis habían trepado silenciosamente hasta allí, de un día para
otro; se desconoció, como si la maldad le hubiese perseguido sin tregua,
publicando los secretos en el libro de su faz.
Pidió reineta con arroz y ensalada surtida. En un vahído repentino cayó al suelo
y vomitó sin arcadas un chorro silencioso y espontáneo, un líquido color jade,
fétido.
El diagnóstico de los médicos del Juan Noé recibido por Huarachi luego de
cuatro días de encierro, fue funesto: SIDA.
- ¡No, están equivocados, todo es una broma de mal gusto, vamos, díganme la
verdad! –gritaba, mientras arrastraba su esquelético cuerpo contra el piso del
pabellón- ¡No imbéciles, no es cierto, se han equivocado, soy joven, estoy
lleno de vida, infelices, todo es un montaje!
Sumerville y Ferrera recibieron el llamado de los directivos del hospital el martes
siguiente. Valeriano Meléndez, es decir, Huarachi, los obligó a tomar aquella

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decisión debido al comportamiento violento que había demostrado los días de
hospitalización.
- ¿Y quiénes son esos? - preguntó una enfermera.
- Son mis únicos amigos - replicó Huarachi- por favor, llámelos, sus datos están
en mi billetera.
Cuando vio que su demanda no fue oída con atención, fingió gritos de sumo
sufrimiento en la madrugada. Éstos despertaron a los demás pacientes. Luego, el
concierto de quejidos fue insoportable.
- Bueno, señor Meléndez, los llamaremos...

Ese miércoles, a mediodía, las siluetas del inválido y del loco cruzaron por los
pasillos del Juan Noé y se detuvieron en la sala 604. El reencuentro fue pavoroso.
Huarachi o Meléndez no era el mismo. Apenas abría los ojos llenos de legañas y
balbuceaba palabras muertas que salían de una boca putrefacta, huesuda,
viscosa. Los ojos del loco se llenaron de lágrimas. Luego los dirigió a los de
Sumerville, preguntándole un “¿qué hacemos?”, sin palabras.
El enfermo lloró de emoción y de lástima hacia sí mismo. Trató de abrazar a
ambos visitantes, pero el esfuerzo le cortó la respiración y su rostro se tornó
peligrosamente azulino.
- Cálmese señor Huarachi, Meléndez, perdón. Va a estar bien, no se preocupe.
Tan pronto se despegaron de él, conversaron con el médico que le atendía. Lo
hicieron como si se tratara de un aparato electrónico malogrado.
- Necesitamos que salga. Y rápido; –sentenció Sumerville, enérgico- mañana o
pasado.
- Pero es que... es imposible. Está muy mal, sus defensas son bajas, hace días
devuelve todo lo que come, su fiebre es intensa – sentenció el médico.
- No le pregunté cómo estaba. Le dije que necesitamos que salga y pronto –la
cara de Sumerville estaba roja, sus labios y el mentón húmedos- y si necesita
ayuda, se la daremos –el inválido terminó sacando de su saco una chequera
generosa- ¿Cuánto quiere?
Luego de un cóctel de drogas, golpes vitamínicos y alimentación intravenosa
intensa, Huarachi o Meléndez, salió caminando no con facilidad por la puerta
principal del Juan Noé, dos días después de la plática sostenida por los ex
detectives y el médico.
- Gracias amigos –expresaba una y otra vez el alegre enfermo, quien caminaba
nuevamente por las calles de Arica.
- No nos des las gracias ni nos llames amigos; no somos tus amigos, maldito -
expresaron a dúo los compañeros- Todo lo hacemos porque es parte de
nuestro plan.

Era viernes y el invierno proyectaba sus escaramuzas sobre la ciudad: neblina


espesa, leve llovizna y un frío inusual. Meléndez salió de su casa a las diez de la
noche y pidió un churrasco completo en un local de comida rápida llamado
“Miranda” de avenida Renato Rocca. Se le veía demacrado y sin vida. Salía por

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inercia; era una especie de zombie caminando si rumbo definido, solitario; amigo
de todos y amigo de nadie.
Con el estómago lleno, condujo su automóvil hasta la cima del morro.
Necesitaba pensar. Hacía tiempo no meditaba. El sabor de la carne le repetía en
la garganta y se juntaba con el nudo de lágrimas y flema que estaba por asomar.
La ciudad parecía un acuario de peces luminosos desde arriba. En ella Meléndez
creyó haber cumplido sus sueños, sin embargo, parecía que su maldad le pasaba
hoy la cuenta. Su vida se apagaba como un efímero fósforo.
Pensó en arrojarse por el precipicio con auto y todo. Empero su plan de morir
podía fallar. Entonces le esperaría un nuevo infierno.
- Con lo que estoy viviendo no quiero más guerra - pensó.
A las dos y media Meléndez llegó a la avenida Diego Portales altura del tres mil.
Abrió una botella de pisco y empezó a beberla. Aún sentía el ardor en su esófago
cuando prendió el motor. Apretó el acelerador a full. Antes de bajar el paso bajo
nivel estrelló su automóvil contra un poste, la bandeja central y unos fierros de
señalización.
Lo que sucedió después y las consecuencias, es materia de dominio público.

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Sumerville, Ferrera y el capitán Navas observaron el mar, frente al automóvil
estacionado en playa El Laucho. La ciudad dormía y sólo se oía el clamor del mar
y esporádicas gaviotas que volaban alrededor de la orilla
- Así que esa es la historia, señores - dijo Navas expulsando una bocanada
de humo de cigarrillo por sus labios
- Sí, capitán –responden a dúo el loco y Sumerville.
- Un país clamaba levantarle la pena de muerte al asesino y este malparido
se la aplicó a sí mismo y sin darse cuenta - reflexionó el capitán,
sonriendo.
- Desde luego. Es el ciclo de la maldad: seducción, deleite y muerte –
concluye Sumerville, satisfecho.
- ¿De quién fue el plan? –Navas pregunta ansioso. Sumerville le responde.
- Del loco Ferrera.
- Es usted verdaderamente inteligente. Debo reconocer que tiendo a
subestimar a las personas que trabajan a mi alrededor. Esta vez no fue la
excepción; sin embargo, me ha sorprendido, Ferrera, soy sincero. Diré
incluso que este caso está como para que se escriba una novela. ¿Qué
nombre llevaba el plan, Ferrera?
- Plan Harakiri, capitán.
Por detrás de los cerros ya asomaban los haces del sol primaveral que
acostumbra besar a Arica. Los tres detectives observaron, al subir al automóvil, a
un par de ancianos suplementeros manejando sendas bicicletas. Éstos cargaban
ejemplares del matutino de la ciudad. Navas detuvo el carro, bajó la ventanilla y
pidió un ejemplar. El titular decía: “¡HORROROSA MUERTE!”
El contenido confirmaba el éxito del plan: Valeriano Meléndez era la víctima de
la tragedia.
Satisfechos, los tres detectives fueron a celebrar el triunfo de la operación a un
bar de calle Maipú.

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HISTORIA DOS: AMBOS

Ellos caminan de la mano y pareciera que son siameses o que el sudor de sus
palmas fuese pegajoso, pues no se sueltan. Desde abajo el morro pareciera se les
va a caer encima. Es grande y arrugado como el codo de un viejo moreno.
Ellos no se asustan, están acostumbrados a observar las rocas y los gallinazos
que suelen adornarlas. Tampoco se dan por enterados del mar que ruge al frente.
Piensan que un cercano día se recogerá y que destruirá la ciudad, sus casas y
edificios.
Tranquilos caminan por la costanera. Desafían a esos dos monstruos como si el
amor que ambos profesan fuese más que aquellos titanes sumados.
Ellos se besan. Él es moreno y ella blanca. Se besan sin pasión, con el amor
desnudo, aquél que vale la pena y carece de fechas de vencimiento. Han
olvidado el color de sus pieles y las historias que los diferencian.
Ella es de Lebu, provincia sureña que se agarra del mapa pues el bosque
amenaza con botarla al mar. Es descendiente de españoles, pero de aquellos
venidos a menos, sin prosapia definida (hablo de apellidos de escudo,
latifundistas de renombre). Es hija de campesinos analfabetos para ser más
exacto. Empezó a trabajar a los quince, criando hijos ajenos, limpiando casas.
Conoció el rigor de las pensiones de mala muerte, quemó sus dedos con el
anafre, coleccionó cucharas y servilletas. Sus bienes fueron por largos años
aquellos elementos y una maleta dura con hebillas plateadas. Se la vio en la
Estación Central, en el Mercado de Valparaíso, en el muelle de Antofagasta y en
un par de pueblos demasiado chicos como para que un punto los marcara siquiera
en un mapa de imprenta barata.
Así la vio él un día domingo: con su cabello ondulado, con su vestidito de flores
y su maleta tiesa. Descansaba en un banco de la plaza Primero de mayo.
- ¿Cómo te llamas?- preguntó él
- Candelaria- contestó la muchacha, levantando con las puntas de su risa esas
dos manzanas de sus mejillas.
- Yo soy Telésforo-
Y ella rió más pues su nombre le causó gracia.
- ¿No eres de por acá?- preguntó la empleadita.
- Sí, vivo un poco más allá - replicó el joven moreno.
- Es que pareces boliviano - ella le dijo.

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Él calló por unos segundos, tragó saliva y la miró a los ojos: “soy chileno”.
A ella le divirtió su rostro de piel oscura y su nariz. Por eso reía. También por su
pelo negro que brillaba de gel y de grasa. Era distinto a los hombres que conocía.
Sentía la fascinación de una niña frente a un animal de zoológico.
Él creció en la altura. Cuidó llamas y alpacas y labró la tierra regada con agua
de vertiente. “Hablas distinto”. Fabricó adobes y los montó levantando chozas.
Recogió la paja brava, molió maíz con piedra. “¿Hablabas otro idioma?”. Viajó
por vez primera a Arica, acompañando a su padre a lomo de mula, pisando tierra
con sandalias de llanta, “eres moreno”, a buscar menestras a cambio de tunas y
orégano; “¿me hablas algo en aymara?”. Él se sonroja; son muchas preguntas
sobre sí.
La invita a tomar té a un costado del cine Tacora y al tomar la taza, los nervios
del cuerpo de Telésforo se concentran en su diestra. Y derrama té en su plato y
parte de la servilleta – no es usual este tipo de parejas- ella ríe, también está
nerviosa, aunque fluyen en sus labios palabras que él no oye tratando de limpiar,
amén de improvisar modales para este tipo de situación no conocida (¿Cómo se
toma la taza? ¿Dónde debe descansar la cuchara?).
Luego siguieron los paseos por el Parque Brasil y sus fotos en el casino, los
paseos a Tacna, las siestas comiendo mangos en los pastos del Parque Ibáñez, sus
viajes a La Lisera y mil aventuras, aburridas de enumerar aquí, en estas líneas.
Ellos caminan de la mano y son dos siameses. Se les cae el morro a pedazos y el
mar lame sus historias frágiles como castillos de arena. Pero siguen juntos, según
pasan los años.

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HISTORIA TRES: DOS AMIGOS

Julián Morales fue periodista de “La Defensa”. Estudió en el Comercial de Arica,


en la década del diez. Fue amigo de algunos veteranos de la guerra, quienes le
adoctrinaron en el uso de las armas de fuego y en el rigor estricto de la disciplina
marcial. Conoció a Ofidio en el hospicio de don Tiburcio Paniagua, vecino
tacneño avecindado en Arica desde la década del veinte, cuando la ciudad entera
sufría la crisis existencial de no saber a qué país pertenecía.
Morales era un lacho empedernido. Miembro de número de todos los cahuines
del norte del país. Pero hablemos de Ofidio, a quien nombré más arriba, sin
razón aparente.
Ofidio Arístegui Quispe nació en Tarata, pueblo ubicado al interior de Tacna.
Abrió la matriz de su madre el año 1902, para ser más exactos. Ésta se embarazó
del hijo de su jefe, un hacendado importante, limeño de alcurnia, para quien
trabajaba como sirvienta.
- Mira cholita, te estimo bastante; el templadazo de mi hijo es un puta madre
que ama vaginas, no mujeres y te cayó encima, por la mierda. Por eso lo
mando a Lima, a ver si esa gran ciudad le asusta un poco y logra amansar su
animal insaciable. Aquí tienes dinero para que lleves a tu crío lejos; puedes
ponerle el apellido de su padre, pero no me hagas escándalos aquí, tampoco
en Tacna; sólo tú te pondrás la soga al cuello, mujer.
En esas circunstancias Ofidio llegó al puerto de Arica en 1904. Su madre se casó
con un agente de aduanas boliviano de apellido Choque, quien fue su padre,
aunque no portó su gracia, por decisión de mamá:
- Es posible que un hijo, blancón y buen mozo, consiga más en la vida siendo un
Arístegui que un Choque - decía.
Morales y Arístegui frecuentaban “La chola”, bar ubicado a pasos de la casa del
general Bolognesi, en las faldas del morro. Allí hacían descansar con inusitado
éxito el fragor de sus hormonas juveniles y bestiales. Enamoraban a cuanta mujer
se les pusiera enfrente, aunque, seguro, preferían a las jóvenes de familia y a
aquéllas que olían bien y poseyeran senos maternales, grandes y puntiagudos.
Allí Morales conoció a Rosario Suárez Verástegui, viuda arequipeña quien
visitaba la ciudad dando conciertos de piano. La peruana estaba sentada junto a
Marianne Jurguensen, esposa de un importador alemán, recién llegado al puerto.
Conversaban de sus viajes a Europa y de música. Morales aprovechó la ida de la
alemana al toillete para abordar a Rosario.

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- He quedado verdaderamente impactado con su interpretación de Chopin. Sus

manos son angelicales- expresó galante.


Tres años más tarde, luego de mantener un contacto epistolar devoto (dos
cartas por semana de cuatro carillas cada una) contrajeron nupcias.
La suerte del cholo Arístegui fue diametralmente opuesta. En una noche de
calentura se le ocurrió cortejar a Lourdes González y Quezada, hermosa joven,
hija de español y francesa.
- Me gusta tu lunar al costado de tus bellos y carnosos labios- fueron las
primeras palabras del cholo a la dama.
Bailaron toda la noche al son del charleston que expelía la flamante vitrola del
bar, una de las pocas en el puerto. Esa misma noche, Arístegui se allegó a ella, en
medio de unas rocas cercanas a La Rambla.
- La sangre saltó por todos lados - decía, contándole el triunfo a su amigo
Morales, ese día, sentados en el mismo bar, hasta que aparecieron dos negros
azapeños, la bella Lourdes con los ojos irritados de pena y su padre, un
gallego de sombrero de felpa y bastón negro brillante.
- Ese tipo es - apuntó la joven.
Sacaron a un asustado Arístegui a la terrosa calle Yungay y ahí mismo, delante
de todos los curiosos, los negros le dieron una paliza que vendría a marcarlo para
siempre.
- ¿Desde ahí te dicen “Chueco”?- le preguntó su hijo Eustaquio, camino a casa,
luego de haber inaugurado su vida sexual, en un prostíbulo de calle Maipú.
- No hijo, eso fue dos meses después, cuando me saqué el parche de la cara. Tu
madre se había escapado de la casa de tus abuelos en Iquique; decía que me
amaba, no importándole que le hubiera robado la virginidad y tan jovencita.
Yo le dije que la paliza nadie me la quitaba del cuerpo y ella me insistía que
su padre la había obligado a denunciarme, aunque me amaba...
Los primeros años de casados, Morales y Arístegui dejaron la bohemia y se
dedicaron a llevar una vida ordenada y hasta religiosa. Sin embargo, bastó que
ambas mujeres tomaran unas vacaciones en casa de sus padres, una en Iquique y
otra en Arequipa, para que las andanzas de los dos amigos entrañables
continuaran con un nuevo capítulo, aun más crudo e intenso.
- Ya lo decía un sacerdote - aseguraba Morales- "Y el postrer estado viene a ser
peor que el primero”.
Así el periodista y el cholo regaron hijos en Putre, Tacna, Moquegua y la ciudad
en que vivían. Es más: ambos mantenían una amante oficial, una “querida”, a
quien, responsablemente, visitaban con frecuencia y le tributaban parte de su
salario para los gastos en que ellas incurrieran. Empero, a diferencia de lo que se
podría imaginar, el nombre de una y de otra, era desconocido para los amigos.
- Hey, Morales, ¿cómo se llama tu capillita?

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- ¡Cállate carajo, que las paredes tienen oídos y mi padre me ha enseñado que

jamás confíe ni en mis íntimos!


El cholo no se quedó atrás:
- Si tú no me lo dices, yo tampoco, cojudo.

Aquel día Julián Morales recordó las palabras de su abuela evangélica: “Todo lo
que siembras es lo que vas a cosechar”. Mirándose en el espejo, con un calcetín
ajeno que encontró bajo su cama en la mano, lloró como un toro.
- ¡Esta puta me las va a pagar!
Cuadras más al norte, el peruano Arístegui, mientras buscaba su cortauñas en el
velador de su mujer, encontró un sobre de papel periódico, mal abierto con una
carta en su interior:
“Mi capullito de rosa: quiero que sepa que pienso en usted todo el tiempo.
Pienso en el olor de su cuello de porcelana y en sus besos tan apasionados.
Quiero hacerla vibrar como ese sábado que estuvimos juntos y nos
emborrachamos de amor, bajo la luna, en el paseo de La Rambla...”
- ¡Maldita perra! ¡Con que con ésas me sales!
Y salió rápido con dirección a calle Sangra y Baquedano, casona de don Agapito
Jaramillo, veterano del ejército chileno en la guerra del Pacífico. Allí se encontró
con su entrañable amigo, Julián Morales, quien disimulaba su enojo bajo la
sombra de un sombrero alón.
- ¡Morales, qué haces por acá...!
- Nada, cholo, venía a pedirle un favor a don Pito, nada más.
- No me digas que vienes a pedirle un cañón, por la mierda.

- A eso he venido –Julián Morales piensa en una razón creíble; encuentra de

mariquitas decirle que está sufriendo por el engaño de su mujer- Un boliviano


malparido me adeuda ocho pesos por una pala que le vendí, y el muy indio no
me la quiere pagar. Y tú, ¿por qué acá?
- Y, bueno, este... –por las mismas razones trata de argumentar en forma
verosímil y sin pasiones- Lo que pasa es que todas las noches un perro vago
entra en el patio trasero de mi casa y me mata una gallina. Hay que optar por
lo sano, pues.
Don Agapito los recibió sentado en su sillón de madera, abundante en gárgolas y
monstruos. Fumaba pipa mientras acariciaba a su gato que descansaba en su
regazo cubierto de una colcha peluda y negra.

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- Un cañón, los muy pelotudos. A quién mierda quieren tumbarse, nucas de
fierro...
- Don Pito, es para amedrentar al indio Quispe –exclama enfático Julián
Morales.
- Usted sabe, no me quiero quedar sin gallinas, don Agapito –le sigue Arístegui.
- Vaya, vaya. Cojudos, ustedes no se han dado cuenta que soy más viejo que el
hilo negro, por mi madre –el viejo tira a su gato lejos, éste grita- Las únicas
veces que un hombre quiere usar un cañón es para luchar contra el enemigo y
defender su orgullo. Ustedes no tienen problemas de plata. Les apuesto que
sus mujeres se acuestan con otro.
Los amigos voltean sus rostros y sus miradas se encuentran, en coincidencia.
- Claro, sus mujeres les gorrean y ustedes me vienen con estupideces que no
creería ni un pendejo de cinco años. Cuéntame Morales, ¿quién es el patas
negras?
- Don Pito, no me agarre para el leseo; le digo que el indio Quispe...
- ¡Qué indio Quispe ni que nada, guatón de mierda; no te gusta engañar a tu
mujer, aquí tienes, boludo, para que sepas lo que se siente en carne propia
que a uno lo jodan! ¡Dime mierda, con quién te engaña tu mujer, por la
chucha!
Los labios de Morales tiemblan; en complicidad sus ojos lagrimean. Siente que
el veterano le ha hablado como un padre; bien, duro, frío. Ese mazo verbal ha
quebrantado su orgullo; ahí va éste, un poco en la saliva que traga, un poco en la
transpiración, otro tanto en las gotas tristes que discurren por las arrugas de su
rostro. Se rinde y abre su alma con docilidad pueril.
- Don Pito, no sé, fíjese; lo único que sé es que la perra de mi mujer usó mi
propia cama para engañarme. Aquí esta el elemento que lo corrobora.
Morales abre su vestón y del bolsillo interior de éste extrae el calcetín azul.
Sorprendentemente, al ver esa pista del delito, Arístegui se ahoga con su saliva,
empieza a toser y los nervios le afloran solanos. Tapa con su pierna derecha la
cañuela desnuda de la izquierda. El calcetín es de él.
- y tú cholo, cuéntame...
- Este... yo... don Pito, encontré esta carta –Arístegui abre su billetera y se la
alcanza. El viejo toma sus gafas gruesas, verdosas que están sobre la mesita
de centro y comienza a leerla. Arruga el ceño; algo le causa extrañeza.
- Pero guatón Morales, ¿no es ésta tu letra?
El rostro de Julián Morales, periodista y bohemio, se tornó rojo y transpirado.
Carraspeó fuerte y con ademán impulsivo se levantó del sillón que ocupaba. Trató
de arrebatar el papel que Jaramillo acercaba y alejaba de su vista, tratando de
confirmar su hipótesis.
- ¡Pero cómo se le ocurre decir eso, don Pito! Páseme la carta, déjeme ver
Efectivamente: Julián Morales había escrito la nota.

Un par de horas más tarde, luego de sorberse una chuica de Pintatani recién
traído de Codpa, los amigos se despidieron de don Agapito Jaramillo, quien a
esas alturas ya deliraba cantando marchas de guerra y consignas contra el

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ejército peruano. Caminaron por veintiuno hasta llegar al Hotel Pacífico.
Sentados en una banca de los jardines de éste, se consolaban.
- No te preocupes, si es sólo un calcetín. ¿Cómo sabes si acaso lo encontró
botado y se lo llevó a la casa para sacar brillo a sus zapatos?
- No se me achaque, Arístegui. De repente su mujer va a algún taller literario y
está aprendiendo a escribir. Usted sabe: las mujeres sólo narran sobre
fantasías y sentimientos.
Dos disparos se escucharon en medio de la tibia noche de plenilunio en Arica:
eran los dos amigos que disparaban a los pelícanos que pululaban en el paseo La
Rambla.
- Alguna vez tenían que cagarnos pues, Morales.
- Claro; si las hemos jodido muchas veces. Lo importante es que estamos
juntos, somos amigos y nos apoyamos. ¿Cierto amigo?
- ¡Por supuesto, Julián!

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HISTORIA CINCO: COJONES

Tacna dormía helada y oscura con una montaña que se divisaba atrás, lejana,
iluminada por una luna tan grande que atemorizaba. El olor de las chacras
cercanas se colaba entre las calles, confundiéndose con el humo de algunos
carros de sándwichs apostados en las esquinas.
Dos prostitutas esperaban clientela frente a la avenida Bolognesi, altura del
“Pollo pechugón”. Allí detuvo su carro el coronel Maximiano Gorosito.
- ¿Tienes cigarros? –le pregunta una de las mujerzuelas.

- Sí, pues: uno bien largo y grueso...

Son las once y treinta y su amigo, Encarnación Asencio, no ha llegado. Levanta


el freno de mano; hurga en la guantera de su Chevrolet Nova y encuentra una
botella de cerveza Arequipeña entre papeles, elásticos y herramientas. La abre
con los dientes y la sorbe en seco, aunque está tibia.
Encarnación llega justo cuando faltan cinco para las doce. Viste de civil.
Encuentra a Gorosito coqueteando con una de las rameras que se ha subido al
automóvil y bebe de su cerveza.
Salieron de inmediato. Un perro se les atravesó en el trayecto al regimiento
“Héroes del Pacífico”; Zela y Bolognesi, para ser más exactos. Lo atropellaron y
no comprobaron sus efectos sobre el carro, hasta que se bajaron en el
estacionamiento del cuartel y miraron con detenimiento, a sugerencia de un
conscripto que hacía guardia en portería.
- Perro cabrón. Venir a cruzarse justo ahora.
- No te dio chance ni a tocarle el claxon, pues.
- ¿Crees que algún puta madre se fijará en el parachoques?
- Con trago pensarán que es vino tinto, pendejo.
Desde el gimnasio del regimiento sonaba la música de “Los maravillosos” de
Arequipa. Gorosito, viejo y nostálgico, prefería los ritmos caribeños cercanos al
estilo de Pérez Prado y Guadalupe del Carmen. Pero fundamentalmente la música
de “Los Vargas”. En cambio Asensio era un chichero neto. Semana por medio
frecuentaba desconocidos chupódromos y polladas de mala muerte. Allí

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contactaba a mujeres separadas y empleaditas carentes de afecto con quienes
bailaba música de “Chacalón” y “Pintura Roja”.
El comandante Arana les saludó afable y les convidó un trago. Oficiales y
suboficiales mayores fumaban y bailaban con jóvenes limeñas del cuerpo
femenino de la escuela militar y algunas secretarias del rancho y el almacén de
provisiones. Media docena de conscriptos servían canapés y vino.
A las tres de la madrugada la mayoría de los militares mostraba evidentes
huellas de alcohol en sus cuerpos. Unos dormían su borrachera apoyados en las
mesas, entre los trozos de huesos de res y los vasos medio vacíos de tinto y
cerveza. Otros formaban círculos de conversación de cuyo centro se levantaba un
hongo de humo espeso. La bulla, en todo el lugar, era insoportable.
Eran las cuatro y quince. El comandante Arana apenas podía mantenerse en pie.
Gorosito vomitaba con ansias en el baño y Asensio orinaba tras la puerta de la
cocinería del local, a falta de baños limpios. A duras penas, Arana se topó con
Asensio y le golpeó con fuerza en las espaldas.
- ¡Chucha, que hemos chupado, por mi madre!
Ambos fueron tras de Gorosito quien salía del baño limpiándose la boca con el
dorso de su diestra; sus ojos estaban rojos y lagrimeaban. Arana había vuelto un
par de minutos antes de buscar la chaqueta que vestía y ahí, en el trayecto
medio oscuro, iluminado por un foco amarillento, lleno de zancudos que
revoloteaban a su alrededor, se percató de que el carro del coronel Maximiano
Gorosito lucía una horrenda mancha en el arco metálico sobre el neumático y el
parachoques. “¿Barro, agua sucia, pintura opaca?” piensa para sí el comandante,
toda vez que se agacha para luego pasar su dedo sobre la superficie y acercarse
éste a su nariz helada, la misma que expele humo.
- ¡Sangre! Este cojudo se ha echado a un cholo, el muy cabrón...
Pero de la ira momentánea y visceral, el comandante pasa a la risa. Es más:
tiene la ocurrencia de elaborar una broma para asustar a Gorosito.

- No me diga nada, coronel. Sé todo. Vi la mancha de su auto, lo comprobé

con mi dedo. Mírelo.


- Comandante, yo le explico todo –Encarnación Asensio viene llegando al
estacionamiento. Se asusta; trata de defender a su amigo.
- Mi comandante, fue en el trayecto, en...
- ¡No se meta en lo que no le incumbe, carajo!
Un par de metros más atrás, un grupo de conscriptos empieza a despejar el
gimnasio. Cargan mesas y equipos sobre dos camiones verdes, con manchas
negras y cafés.
- Lo felicito, coronel Maximiano Gorosito – éste no entiende; el susto le ha
disipado todo el alcohol que circulaba por su sangre- Usted es ejemplo del
buen militar peruano: sangre fría y coraje. Matar a un cholo con el carro,
escapar y luego celebrar con baile y alcohol no lo hace cualquiera...

29
- Pero comandante...
- No, nada de peros. Usted es el militar que yo andaba buscando, coronel.

-
-
¿Para qué, mi comandante? – preguntó perplejo Gorosito.

Para ir con una tropa a ese peñón glorioso que perdimos, usted sabe,
Gorosito, el morro de Arica y cambiar ese estropajo que flamea allá arriba por
nuestra bicolor. Para esa labor se necesitan cojones y usted, estimado
Gorosito, los tiene de sobra. Allá está todo previsto con las autoridades de ese
país. Ice el pabellón, luego los enemigos se acercarán a saludar y a rendir
honores a nuestra blanquialba. Son órdenes y las órdenes hay que cumplirlas.
¡Viva el Perú, carajo!

Teófilo Arana llegó a su casa a las cinco y media de la mañana. Puso su reloj
despertador al mediodía, una hora antes de que el bus militar partiera con
dirección a Arica, llevando a cuarenta soldados peruanos y una bandera de veinte
por diez. Llamaría a esa hora a Gorosito y revelaría la verdad: todo era una
broma para asustarlo por el asunto de la sangre en su carro.
Arana no previó que su hijo iría de campamento a Calana y su esposa, doña
Clotilde Armendáriz, de rigurosa disciplina al igual que su marido, tomaría el
reloj despertador para ubicarlo en el bolso de su vástago.
- ¡Ahí tienes, hijo, para que te levantes temprano!
El comandante despertó a las tres y media de la tarde, con un hacha en la
cabeza y un apetito de bestia en celo. Su mujer cortaba el pasto en el jardín, por
lo cual se levantó de la cama, dirigió sus pasos a la cocina y preparó cuatro
tostadas y un vaso de jugo de mango.
De vuelta en la habitación encendió el televisor. Panamericana transmitía en
directo las imágenes de la Televisión Nacional de Chile. Un destacamento del
regimiento de infantería “Rancagua” rodeaba, fusiles en mano, a una tropa de
soldados peruanos que había intentado izar su bandera en el morro de Arica. Los
militares peruanos estaban con la vista vendada y las manos en la nuca. El cónsul
del Perú en Arica y el gobernador conversaban junto al comandante de la sexta
división de Ejército sobre las repercusiones que tendría este bochornoso
incidente.
Arana soltó la bandeja con los elementos y eructó un grito ensordecedor. Su
mujer, que terminaba de regar y ahora podaba un arbusto, dejó las tijeras en el
suelo, cerró el caño que alimentaba a la manguera y subió asustada al segundo
piso. A mitad del pasillo escuchó dos disparos seguidos. Cuando abrió la puerta de
la habitación, su esposo, el comandante Teófilo Arana, yacía sobre el suelo sin
vida y con su boca y narices destrozadas.

- Está seguro que sólo seguía instrucciones, señor Gorosito? - le preguntó el


oficial chileno que le interrogó. Hablaba fuerte y arrugaba la cara de furia.

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- Sí, señor - respondió Gorosito, mirando hacia el frente, impávido.
- ¿No sabe que por su acto nuestros países están a punto de entrar en un
conflicto armado? - el rubio oficial golpeó la mesa. Un portalápices cayó al
suelo.
- No, señor.
- Bueno, ahora lo sabe. ¿Me podría decir quién le ordenó venir con su tropa y
mandarse semejante numerito?
- Mi comandante Teófilo Arana, señor. - Gorosito por vez primera miró a los ojos
del interrogador.
- ¿Arana? ¿Ese hombre macizo, de cejas gruesas y cicatriz en el mentón?
- El mismo, señor
- ¡Arana! ¡Concha de su madre! - gritó con sarcasmo.
Tan pronto quitó su mirada del prisionero, el general que interrogaba al
asustado Gorosito dibujó una sutil sonrisa en los labios. Luego discó el teléfono.
Al otro lado de la línea se encontraba el ministro de defensa.
- Señor ministro. Todo bien. Hace unos veinte minutos interrogo al enemigo.
Éste no ha opuesto resistencia.
- ¿No? – preguntó con perplejidad el personero.
- No señor ministro, es más, debo decir que ha prestado la colaboración
necesaria.
- ¿Alguna pista sobre los planes totales del ejército peruano, general?
- Bueno, sí tenemos un dato: el superior directo de este prisionero es nada más
ni nada menos que don Teófilo Arana, ese comandante peruano, ¿se recuerda?
El ministro caviló clavando su mirada en el edificio que tenía frente al ventanal.
Escuchó el sonar de las botas por las calles cercanas. El ejército comenzaba a
acuartelarse. Pronto una imagen apareció rauda como explosión dentro de su
cerebro.
- Concha de mi madre, ¿me dijo Arana?
- Sí, el mismo, señor ministro. El que hacía sabanitas cortas y ponía piedras en
el equipaje de los militares.
- Recuerdo haberlo visto, pero ¿dónde? ¿Brasil, Argentina?
- En el encuentro de ejércitos en Buenos Aires, el invierno pasado. Ésta,
seguro, debe ser otra de sus bromas. ¡Por la chucha, qué broma! Espero sus
instrucciones y las de mi presidente. Buenas tardes.
- Buenas tardes, general.
Ambos colgaron el teléfono. Por la ventana del regimiento el militar vio a la
tropa de prisioneros arrodillarse en la tierra árida, intimidados por las puntas
metálicas de las armas.
El oficial se volteó para mirar a Gorosito, éste correspondió el gesto. Acto
seguido volvió a marcar un número en el teléfono, el de Santiago, el del Palacio
de la Moneda. Pediría conversar con el mandatario; le explicaría lo del incidente,
lo de las noches de juerga de Arana en Argentina, de sus bromas a sus
subalternos, de que era un militar de un ejército no tan disciplinado como el
suyo, de que todo se trataba de un malentendido. A ver si les daba una
oportunidad a estos militares y no los mandaba a fusilar ahí mismo, como lo
había hecho con miles de personas de su misma sangre.

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HISTORIA CINCO: LUCHO, LOS JAIVAS

A la memoria del gran Eduardo “gato” Alquinta.

Luis solía bajar por San Marcos escuchando el mismo casete de “Los Jaivas” en
su personal estéreo. Acostumbraba mirar también por los vidrios las oficinas del
diario “La Estrella” y doblaba por Colón hacia la calle veintiuno. Aunque podría
cambiar su trayecto por uno más corto, prefería seguir aquél pues sagradamente
gastaba el dinero de sus colaciones en fichas de video - juegos.
Era delgado y usaba la camisa adentro del pantalón, a diferencia de los
escolares que atestaban el pasillo largo, oscuro y bullicioso del antro. Eso hizo
que Oscar y su primo Manolo se encariñaran con Luchito.
- ¿Qué edad tienes, Luchito?
- Doce.
- ¿Y dónde vives?
- En la once de septiembre.
- Ahí tienes una ficha; te pareces a mi primo.
Luego de media hora, Lucho cortaba por Bolognesi hasta dieciocho. Más de
alguna vez vio a sus ídolos de Deportes Arica, Montilla, Jorge Cabrera o
“Chamaco” Valdés, tomarse un café en las mesas del Scala, a pasos de los juegos
de video.
La micro demoraba cuarenta minutos desde el centro hasta su casa, por lo cual
llegaba cerca de las ocho, justo cuando su mamá terminaba de poner la mesa y
la vecina Jova preparaba los sándwichs. Mariana, la hija de ésta, llegaba veinte
para las siete, pues su escuela quedaba sólo dos cuadras más arriba.
Hacía un mes que Mariana ocupaba la misma habitación que Lucho. Mamá no
podía pagar el arriendo de la casa de enfrente en la que vivían hace años. Su
padre se había ido con una mujer iquiqueña y las cosas se tornaban difíciles para
ellas.
Los sábados, en ausencia de sus madres y luego de barrer y encerar las
habitaciones, Mariana y Lucho jugaban a la casa, con las sillas y elementos
embalados en el patio. La niña sacaba dos peponas gigantes y las sentaba encima
de los asientos cubiertos por cartón y cáñamo. Lucho vestía una corbata gruesa
llena de pelotas de colores psicodélicos que había sido del abuelo de ella. Pero él

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aún jugaba a los autos en la tierra y a veces prefería esta diversión, pues el
juego con Mariana lo hacía de buena gente, no por convicción férrea y
placentera.
En las noches a veces conversaban, luego de acostarse, a luz apagada.
- ¿Qué libros has leído en la escuela?
- “Gracia y el forastero”. ¿Y tú?
- “Crónicas de Narnia”. ¿Te gustó?
- Sí, me gustan las historias románticas
- A mí no, buenas noches.
- Buenas noches. Lucho, te traje una manzana del almuerzo de la escuela.
- Gracias. Si quieres mañana te traigo galletas. ¿Quieres?
- Bueno...

Lucho salió ese miércoles a las cinco de la tarde. Su profesora de religión había
faltado a clases. Llegó a los videos de veintiuno y se encontró con Oscar y
Manolo. El primero escuchaba pérsonal y el segundo fumaba, aun cuando vestía
uniforme y una arrugada corbata del liceo politécnico.
- Hola Luchito, ¿fumas?
- No. No sé fumar.
- Pero aprendes. Es como el fútbol. ¿Cómo aprendes? Jugando, pues.
Media hora después caminaron hacia una vieja casa de la calle Yungay, lugar
donde vivían hacinados los tíos y padres de Manolo. Sacaron algunos panes y
torrejas de mortadela, que ubicaron en el bolso de Lucho y se dirigieron a la
plaza Vicuña Mackenna. Allí comieron sentados en el pasto, pero luego de cinco
minutos de atragantarse con ese pan que era del día anterior, Oscar propuso
comprar una bebida, “para aceitar la garganta”.
- Luchito, ¿por qué no vas tú?
De vuelta y a propósito de un grupo de colegialas de jumper corto que fumaban
sentadas a los pies del monumento, Oscar y Manolo le preguntaron a Luchito si le
gustaban las mujeres. Lucho aspiró el cigarro y luego tosió con pasión.
- Sí, me gustan, claro.
- Y... ¿tienes amigas?
- Sí, en la escuela.
- Pero, amigas como para salir...
- Amigas para besar.
- ¿Cómo eso? ¿Polola?
- Claro.
- No.
Lucho pensó en Mariana, quien jamás mereció su más mínima atención y, si lo
había hecho alguna vez, fue para ser comparada con una niña del colegio que le
gustaba en demasía. Necesitaba reivindicar su hombría, demostrar que podía ser
tímido y callado, pero no mariquita. Les habló de Mariana.
- ¿Y vive cerca de tu casa?
- Vive en mi casa, Manolo.
Los ojos de los primos se abrieron, grotescos. Bebieron Inca Kola y masticaron el
último trozo de pan de cuyo borde asomaban cintas de mortadela brillante.

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- En tu casa y... ¿la has tocado?
- A veces, cuando jugamos a la casa. Hago como que soy su esposo y la abrazo,
pero es un juego.
- ¿Y qué edad tiene tu amiga?
- Doce, igual que yo.
- ¡Pero amigo, usted está perdiendo el tiempo!
- Cuenta, cuenta, cómo es tu amiga...

- Es blanca, tiene el pelo largo. También senos grandes, pero es flaca. A veces

mancha las sábanas con sangre. Ayer vi la cama. Ella se enojó y me pegó. Pero
a la noche me regaló una manzana.

Las conversaciones, desde ese día en adelante, no trataban sino de sexo y


técnicas populares para el amor. Oscar y Manolo disfrutaban contándole las
historias amorosas que protagonizaban con ingenuas jóvenes a las que conocían
en fiestas estudiantiles y de barrio. También solían llevarle revistas para adultos
que compraban en el persa de Asocapec y otras veces le pasaban escondido al
cine Rex, lugar en que proyectaban películas porno en programas dobles.
El inocente Lucho repetía frente a Mariana, cada noche y en volumen bajo, las
conversaciones que sostenía con sus amigos de los videos. Su amiga escuchaba
con atención y también le hacía preguntas.
- ¿Verdad de que es rico?
- Sí, dicen mis amigos que sí. Pero a veces duele, sobre todo la primera vez.
- Y, ¿es con besos?
- No sé. Parece. ¿Se podrán hacer dos cosas a la vez?

Un día de verano, ambos se pusieron de acuerdo para comprobar en carne


propia si los postulados de Oscar y Manolo eran acertados. Pero justo antes de
irse a dormir, Lucho recordó que su grupo preferido tocaba en el Festival de Viña.
No quiso aguardar.
- Si me quedo frente al televisor puede que tenga que esperar hasta las once o
doce - pensó- La gente a veces pide que los cantantes se suban al escenario
una y otra vez. Además Los Jaivas salen de los últimos. Para esa hora Mariana
ya va a estar durmiendo. Si espero junto a ella a que toquen y después nos
vamos a la pieza al mismo tiempo, todos se van a dar cuenta.
Concluyó que se iría a acostar a las nueve y media; Mariana llegaría con pijama
media hora después. Apagarían la luz; Lucho pasaría a la cama de su amiga que
era de fierro grueso y más firme, harían el amor, volvería a su cama y su madre,
luego de las once, le avisaría.
- Buenas noches, mamá, me dices cuando salgan Los Jaivas.

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Tal y como lo había planeado, Luis se allegó a Mariana, helado y tembloroso, y
la besó con labios de muerto. Ella estaba desnuda y respiraba fuerte, bajo la
humanidad esquelética del muchacho.
- ¿Te duele?
- Lucho, más despacio; parece que me estás sacando sangre.
- ¿Es rico?
- Un poco; ya pues, más despacio...
Luis trataba de emular los movimientos de los galanes de las películas porno
que había visto junto a Oscar y Manolo, pero aun así no sintió el placer que ellos
dijeron haber sentido con una mujer. Entonces cerró los ojos y se imaginó encima
de la italiana que aparecía en “El diputado” y luego pensó en los senos grandes y
firmes de la rubia protagonista de “Tabú cinco”. Eso le trajo cierto gusto
momentáneo, aun cuando, comparando el momento con sus ejercicios cotidianos
de autosatisfacción, prefirió estos últimos.
- Mi mano es más apretadita y menos helada - dedujo.
Lucho no imaginó que su grupo preferido no aparecería último, como él
pensaba, sino segundo, luego de un desconocido cantante de relleno. Apenas
Antonio Vodanovic empezaba a narrar la historia de Los Jaivas, usando para esto
algunos títulos de sus más conocidas canciones, la madre de Luis se levantó de su
sillón e intempestivamente abrió la puerta del dormitorio que Lucho olvidó
asegurar.
- ¡Lucho, Los Jaivas!
Luis, paralizado por el susto, encima de Mariana que casi ya gritaba del pavor
por haber sido descubierta, sólo atinó a decir:
- ¡Yyyyyyya, mamá!
Mamá entonces en forma rápida dio un portazo que destempló los ángulos de la
casa.
- ¿Crees Luis que nos hayan visto? – preguntó la chica mientras se vestía. Su
cuerpo era un solo latido- Quedémonos aquí, me da vergüenza.
- Salgamos a lo carepalo- musitó Luis con ojos llorosos.
Al salir, ninguna de las dos madres dijo una sola palabra. Nada más sonaba la
música de Los Jaivas desde el televisor blanco y negro, de vez en cuando el
vibrar de las tazas que contenían el té que sorbían con la vista pegada al
televisor. Luis disimulaba el temblor siguiendo el ritmo de las canciones del
conjunto con sus piernas. Mariana mascaba la manga de su gastado pijama. Pero
sus mentes no atendían a las armonías de “Todos juntos” o “Mira niñita”, sino en
el pensar que su madres lo sabían todo. Esa elucubración permaneció como un
tormento siniestro durante mucho tiempo.

Lucho jamás supo si mamá se enteró a cabalidad de su heroico acto de hombría o


si, muy a su favor, la oscuridad de la habitación y la ingenuidad de ella, habían
ocultado de sus ojos el inicio de su vida sexual.
Años después, sin embargo, le asomaron las dudas, cuando, en una visita que
realizó Mariana a su madre para presentarle a su hija de tres meses, la señora
exclamó con voz nostálgica:
- Y pensar que esta niñita pudo ser mi nieta...

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HISTORIA SEIS: MADAME JANETTE

- ¡Algún día te arrepentirás por esto, y las pagarás muy caro, Mauricio!
Jeanette cerró con fuerza la puerta, tanto que ésta sonó como un disparo.
Fuera de sus casillas caminó por los callejones polvorientos de Villa Frontera. Era
de noche y los perros ladraban en medio de la oscuridad. Pero recordó que
Mauricio le debía ciento cincuenta mil pesos. Ahora que ambos eran nada, ni
amigos, ni pololos, y no tendrían en el futuro ningún contacto, el imbécil de
Mauricio podría desconocer dicha deuda.
- ¡Mauricio, abre la puerta! – gritó Jeanette, enfurecida.
- Qué quieres, mujer, no tenemos más de qué hablar - respondió Mauricio,
mientras se tapaba con una sucia frazada.
- No conversamos de los ciento cincuenta mil que me debes.
La habitación era un desastre como si un tornado hubiese pasado por ella.
Libros, calcetines y manchas de sopa adornaban el piso. Mauricio yacía acostado
encima de una cama que no poseía sábanas y ostentaba frazadas viejas y
dispares.
- ¡No tengo dinero con qué pagarte, sólo tengo huevos!

Jeanette estaba cesante y la ciudad no le había sonreído del todo.


Semanalmente comenzó a caminar kilómetros enteros con un carrito a cuestas
lleno de huevos con el fin de venderlos y pagarse el préstamo que meses antes el
hombre a quien amaba le solicitó para iniciar su negocio. Pero lo duro del trabajo
y las humillaciones que vivía al ir a buscar la mercancía, le desanimaron.
- ¡Te doy tres meses para que me pagues los ciento treinta que me debes, sino
te las verás con mi primo que es paco! ¡Y métete los huevos donde mejor te
queden!
Días después Jeanette encontró trabajo como secretaria en el diario “La
Estrella”. Era un reemplazo, pero esos días de trabajo bien podrían paliar en
parte los costos de su sobrevivencia en la ciudad.
Su labor se remitía a transcribir cartas que llegaban del público, diagramar
noticias que recibían por fax y diseñar la página de entretención en que
aparecían sopas de letras, puzzles y horóscopos.
- ¿Y qué hay que hacerle al horóscopo, jefe?

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- Lo tomas de “El Mercurio” y lo adaptas de acuerdo al espacio que haya. Si

alcanza justo, bien. Si no hay que alargarlo o acortarlo.


Al principio la labor del horóscopo consistía nada más que en podar algunas
oraciones. Sin embargo, al cabo de una semana, los oráculos comenzaron a
escasear en frases y el fax carcomía otras, por lo cual Jeanette tuvo que
empezar a recubrir echando mano a su acerbo verbal.
En esas circunstancias, la secretaria tuvo la magnífica ocurrencia de enviar
recados a su acuariano ex – pololo, eliminando definitivamente los párrafos
originales de este signo.
ACUARIO: No es bueno dejar pasar el tiempo para pagar tus deudas. Eso puede
traerte complicaciones y problemas. Tu número es el ocho, tu color el gris.

Y como pasaban los días y Mauricio no le pagaba ni daba señales de vida, los
consejos parasicológicos continuaban.
ACUARIO: Cuídate ya que no has sido responsable con tus dineros impagos. No
le reclames a la vida si ésta deja de sonreírte. Tu número es el uno y tu color el
marrón.

Pero Jeanette, viendo que el escribir de su puño y letra estos consejos para las
almas extraviadas le era un ejercicio placentero y entretenido, empezó a mandar
recados también a sus cercanos
ARIES: Visita a tus amigas cuando veas que tienes tiempo. Cultivar la amistad
ayuda a mantenerte vital y creativa. Tu número es el tres y tu color el azul.

PISCIS: Si quieres empezar una nueva relación sentimental, debes terminar


primero la que llevas, aunque sepas que las heridas del amor son difíciles de
borrar.

TAURO: Debes levantarte más temprano y ayudar a tu familia a hacer el aseo.


No hay nada peor que una persona ociosa. Tu número es el seis y tu color el
rojo

Los computadores tenían letras verdes y un fondo negro en ese tiempo. El cursor
aún era cuadrado. En uno de ellos Jeanette transcribía cerca de las ocho los
oráculos que a hora de almuerzo su pluma escribía en una delgada servilleta en
en un bar llamado Shop 21. Allí conoció a Eder.
- ¿Y qué haces? –le preguntó el hombre, ajustándose cada dos segundos las
gafas oscuras que llevaba puestas.
- Soy secretaria de “La Estrella” ¿Y tú?

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- Soy agente de la CNI –la miró a los ojos y sorbió en seco lo que quedaba de
cerveza..
- ¿No se supone que eso es secreto?
- Sí. ¿Otro trago?
Ambos se amaron desde ese día. Sus almas se conocían desde siempre, se
repetían el uno al otro.
Una noche, en un circo que visitaba la ciudad, Eder se asinceró.
- Hoy torturé a un tipo. Le puse corriente en los testículos. Cuando lo ubicamos
en la camilla supe que era primo de un compañero de curso. El flaco Vargas,
el que trabajaba atendiendo el bowling, frente a El Laucho.
Los payasos lanzaban bolas de colores y hacían malabares.
Y como Jeanette tenía miedo de decirle que era contraria al régimen, pero más
a las torturas, se lo mandaba a decir por horóscopo.
SAGITARIO: No hagas sufrir a quienes piensan distinto que tú. Recuerda que la
vida tiene vueltas y todo lo que haces algún día se te devolverá. Tu número es
el nueve y tu color el magenta.
Dos meses después, a Eder le diagnosticaron un tumor al esófago. Moribundo en
cama, éste le expresó su amor.
- No te vayas amor, quédate. – le rogaba la mujer.
- No depende de mí, Jeanette. He sido malo, Dios me castigó; me lo merezco.
El último día de trabajo, Jeanette leyó el horóscopo para recibir algún
consuelo. El oráculo original no se distinguía en contenido; sólo mostraba con
letras grandes los nombres de los signos. Al leer el que le correspondía por
nacimiento encontró: CÁNCER.
Esa noche, Eder Hidalgo, el hombre a quien amaba, moría de una penosa y
cruel enfermedad.
Jeanette caminó triste por las calles de Arica: el horóscopo no se había
equivocado.

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HISTORIA SIETE: CHILENO MARICÓN

Enrique estudiaba Historia y Geografía en la Universidad de Tarapacá. Ese otoño


decidió sumarse a un grupo de estudiantes de la Universidad Católica y de la
Usach quienes viajaban en un bus desde el sur, con dirección al Cuzco. Pero no
tenía dinero.
- Pepe, abre la puerta; vengo a pedirte un favor.
- Tan tarde, compadre. Dime.
- Préstame plata.
- Puta huevón, de nuevo. ¿Cuánto?
- Veinte lucas.
- Dieciséis, es todo lo que tengo.
- Ya puh, ahí veo cómo me las arreglo. Vale.
El bus proveniente de Santiago llegó a Arica a las seis y media de la mañana. El
profesor Schmidlin asomó su cabeza por la ventana. Observó a Enrique con su
mochila de explorador y una guitarra enfundada. Esperaba frente al terminal
Rodoviario.
- La plata, caballero.

- Profe, aquí le paso dieciséis. Las cuatro lucas las tengo abajo,

mochila. Se las paso en el trayecto.


en la

Con trescientos pesos en el bolsillo y una mochila cargada con atún, arvejas y
fideos, Enrique saludó a los estudiantes que estaban despiertos y se ubicó, a
propósito, en el último asiento. Desde ahí, cuando todos bajaban, comenzaba su
recolección de galletas, jugos a medio terminar y otros comestibles, los cuales
escondía entre sus ropas.
- ¿Alguien vio el néctar que dejé acá?
- ¿Por casualidad no encontraste botadas unas galletas?
En Tacna el hambre no se hizo esperar y abrió con un cuchillo un par de tarros
de conserva. Pero pensó:
- No puedo estar todo el trayecto así. Necesito comer algo caliente, un guiso,
una sopa. Mi cuerpo me lo pide.

39
Paola Oñate estudiaba sociología en la Católica. No era fea, pero un poco caída
del catre, según sus cercanos. Cargaba una mochila Jansport y zapatillas caras.
- Oye, dime ¿la mina tiene plata?
- Claro, su viejo es dueño de una cadena de supermercados.
Enrique se le acercó y asestó conversa. Al cabo de media hora ya eran amigos y
el muchacho jugaba a tomar sus manos y poner la cabeza en su hombro. La rubia
santiaguina sólo se sonrojaba.
- Enrique, ¿tienes hambre?
- Eh... no, no tanto ¿y tú?
- Sí, un poco
- ¿Quieres comer? Si quieres te acompaño. Pero... ¿me podrías prestar plata? En
realidad me da lata ir a buscar a la mochila. Después te la paso.
- Ya puh.
En el trayecto de Tacna a Arequipa, Enrique y Paola se sentaron juntos y
atracaron toda la noche. A Enrique le empezaban a causar cierta repulsión
algunos detalles de la chica: su olor a axilas, el sarro de sus dientes.
A la mañana siguiente, llegando a la ciudad blanca, Enrique prefirió separarse
de ella y comer un par de galletas duras mientras el resto del grupo salía a
buscar restaurantes para desayunar.
Un hombre alto, moreno, de bigotes, atlético, se le acercó. Tenía aspecto de
militar, pero vestía sport.
- Hola pata, ¿vienes con ellos?
- Sí.
- ¿Eres chileno?
- Claro.
Luego de intercambiar unas palabras, el peruano le invitó a desayunar, luego a
recorrer los lugares turísticos de la ciudad –el convento de Santa Catalina, la
plaza de armas, el mercado de abastos- y finalmente a servirse un abundante
almuerzo consistente en seco de res y papas a la huancaína.
- ¿Te gustó?
- Claro.
- Bien, ahora quiero que conozcas mi departamento.
La sangre se le volvió fría al chileno y pasmos recorrieron su cuerpo.
- El cholo quiere pagarse lo gastado, y con mi cuerpo - pensó Enrique.
Tragó saliva y caminó junto a él, pensando en una excusa para escapar de su
lado. Pero mientras más se separaba de su anfitrión, éste más se le acercaba, al
menos según él deducía.
- Si escapo y me agarra, este tipo me mata - sentenció el joven para sus
adentros.
El departamento se ubicaba en un exclusivo barrio de Arequipa. Poseía sillones
de cuero, adornos exóticos en madera –seguro traídos de la selva- y un llamativo
león disecado que servía como alfombra. Enrique, al sentarse, pisó la cola de la
bestia seca.
- Soy policía. Trabajo en Lima, pero vengo a pasarlo mostro a Arequipa. Tú
sabes, choche, una jerma. ¿No quieres dormir un poco?
- Ni loco - exclamó para sí el chileno.

40
Bebieron y conversaron un par de horas. Enrique se había hecho la idea de sentir
sueño, entonces correría y armaría un escándalo. Prefería pasar por cobarde que
perder su dignidad varonil. Pero lo único que sintió fue un leve mareo producto
de los tres whiskys sorbidos en medio de la plática.
Eran las tres y el peruano le dejó en la plaza donde estaba estacionado el bus.
Algunos estudiantes tomaban fotos; otros descansaban recostados en el pasto. El
policía limeño comenzó a mirar a las chilenas del bus.
- La chilenas son muy hermosas, pues.
- Digamos que sí, y ¿las peruanas?
- Algunas, patita, algunas. En Miraflores, Barranco, La Molina. El resto no,
choche. Puras cholas. En cambio ustedes... puras mujeres blanconas, pues.
El peruano expresó a Enrique que deseaba conocer a una. Enrique suspiró de
alivio. Por fin comprendía el porqué de las atenciones.
- La mina rubia, flaca, ojos claros. Ésa, chileno - le dijo. La chica que había
cautivado al policía era Alexandra, amiga de Paola, la providencial polola de
Enrique.
- Se llama Alexandra – sentenció Enrique
- ¿Me la presentas?
- Este... ven a las siete y media. Se me ocurre que podríamos salir de a cuatro –
concluyó.
Se despidieron, sin embargo, el peruano no sabía que el bus de los chilenos
partiría a las siete un cuarto hacia el Cuzco. Enrique, con el vientre lleno y una
sonrisa de victoria, subió al bus y durmió una siesta profunda.
- Peruano de mierda, lo cagué de lo lindo – pensó.
Enrique no se esperaba que el policía aparecería media hora antes de su cita.
Desde el bus y mientras se aprontaba a bajar, el ariqueño le contempló rondando
las cercanías del vehículo, seguro que buscándole.
- ¡Chucha, el huevón llegó más temprano. Me tiré!
Retrocedió, corrió hasta el último asiento, agarró una frazada que tenía a
mano y se envolvió con ella.
- ¡Hey, si preguntan por mí no estoy para nadie!
Cada cierto tiempo Enrique se asomaba por la ventana, cubriendo su cabeza y
dejando sólo un orificio para observar el panorama allá afuera. El peruano
caminaba impaciente de un lado hacia otro, consultando su reloj de cuando en
cuando. Fumaba como fábrica y preguntaba a los estudiantes, lo más probable
que por él.
A las siete y veinticinco todos los chilenos habían subido al bus y éste ya
calentaba sus motores; el chico Duarte tocaba la guitarra de Enrique y le
acompañaban tres tipos de la Usach. Entre los asientos comenzaba a serpentear
el humo de los cigarrillos.
El policía, allá abajo, empezó a desesperarse; se dirigió hacia el lugar donde el
profesor arreglaba su maletín. Luego le acompañó hasta la puerta del bus. El
ariqueño notó que el tipo le pedía subir al vehículo, petición que el profesor
meditó alrededor de tres segundos. Desde la escalera de la máquina, Schmidlin
le indicó que no, pues ésta ya empezaba a andar.

41
El policía limeño procedió a caminar a la par del bus al menos por unos metros.
Entonces Enrique, aliviado ya del susto, pues pronto la máquina adquiría mayor
velocidad, no encontró mejor idea que abrir una ventana y sacar la cabeza. Su
eventual amigo le observó y sus miradas chocaron. El chileno sacó sus manos y,
poniéndolas al costado de ambas orejas, movió sus dedos rápido, en señal de
burla. El policía, corriendo tras del bus, iracundo, hecho un demonio, le gritaba a
todo pulmón:
- ¡Chileno maricón, chileno maricón!

El hecho no pasó indiferente a los compañeros próximos a Enrique. Sus risas


desgarbadas, los hilarantes gestos de sus manos, les acercaron un halo de
curiosidad. Esto se acrecentó producto de que las amigas de Paola corrieron la
voz de que el estudiante ariqueño había subsistido a expensas de ella durante los
dos primeros días.
- ¿Quién era el huevón que estaba abajo, Enrique?
- Ah, un cholo de mierda que cagué – dijo el tipo, sonriendo, mirando al cielo
del bus, dos luces, orificios de calefacción, parlantes plásticos.
- ¿Cómo?
Enrique entonces procedió a narrar la historia.

El bus yacía detenido cuando Enrique despertó con ansias de ir al baño. Tenía
algo de frío. Estaba oscuro y dos largas luces amarillas recorrían el pasillo y
formaba una gran lengua. Enrique abrió la puerta del baño y el hálito del cuarto
le revolvió enérgico el estómago. Desde ahí sentía que los choferes conversaban
con gente peruana.
Eran alrededor de las tres de la madrugada.
El cielo cercano al Cuzco estaba oscuro y cubierto de nubes que no se alcanzaban
a distinguir pero se inferían pues una leve llovizna se agarraba de los vidrios del
bus afuera.
Cuando salió, la mitad de los pasajeros había despertado. Supo entonces que un
grupo de policías había detenido la máquina y lidiaba con la tripulación para
requisar el móvil por alguna extraña causa.
Enrique se fue a guardar al asiento. Tenía sueño y la sed le golpeaba el estómago
con leves cosquillas. Durmió y luego le despertaron bruscamente, con gritos y
luces directas en la cara.
- ¡Este es! – gritó una voz con timbre peruano. Enrique pensó primero que esa
era una pesadilla.
Lo bajaron. Apenas sí logró cubrirse para capear el frío del camino al Cuzco,
aquella vía de tierra húmeda, pedregosa. Sus ojos adormilados vieron luces
amarillas y rojas. Voces a lo lejos. “Parece que es un sueño”, pensó.
- ¿Qué pasa? – preguntó formando una visera con su mano
- Dicen que nos dejan ir si les prestamos a un chileno para que haga un show.
- Chucha, porqué yo.
- El tipo te escogió. Quiere alguien agringado, ojos claros, que se note que es
chileno.

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Sin derecho a réplica tomaron a Enrique. La gente del bus le pasó dinero y una
dirección para que se encontrara con el grupo al día siguiente.
Era tal el sueño que se arropó, trató de olvidar; tenía la costumbre de ser
caradura. Pensó en mujeres, luces, una discoteque y música de moda.
- Un peruano no se deja cagar fácilmente- irrumpió una voz bronca; el auto
emitía su ruido de fierros y motores.

El lugar donde le llevaron era una disco gay de Arequipa. Allí le presentaron bajo
el nombre de Danilo, el chileno. Pantalón de cuero, camisa apretada y un
calzoncillo que terminaba en hilo atrás, entre nalgas.
- ¡Por qué yo, chucha, por qué yo!
Tras el vestíbulo reía junto a un grupo de amigos policías el tipo de la mañana, el
que había paseado a Enrique, aquel que vio su orgullo herido por los insultos bajo
el bus, el mismo que llamó a sus colegas para mandar a detenerlo, confiscar un
chileno maricón y traerlo a una fiesta de homosexuales como vedetto
internacional, como estrella de la noche, como la última atracción en materia de
espectáculos del país mapochino.

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HISTORIA OCHO: MIRADOS POR EL SOL

Tu abuelo nació en el Congo. Nunca nos dijo su edad pues en su tribu no creían
en el calendario de los blancos. Así que el punto de referencia de su nacimiento
radicaba en los fenómenos naturales que cayeron sobre su tierra ese año:
- “Llovió mucho y apareció una estrella echando humo” –decía.
Navegó cuatro meses el Atlántico junto a otros trescientos negros. Era muy
joven y delgado. Los guardias del barco, que viajaban látigo en mano, se lo
recriminaban siempre, al menos así lo entendía él. En ese tiempo aún hablaba el
dialecto de sus padres y el español le era un misterio, salvo las palabras “negro”,
“carroña” y “cochino” que aprendió en ese, su primer viaje.
Muchos de sus amigos murieron en alta mar de una fiebre que les produjo
diarreas y tercianas, días antes de recalar en El Callao. El capitán permitía que
les elevaran cánticos y pronunciaran palabras fúnebres cada vez que uno de los
hermanos fallecía. Al final, el mar recibía en sus millones de brazos a los pobres
que al parecer preveían el sufrimiento que les esperaba en América y preferían
largarse antes, a los brazos del gran Dios.
En el puerto de El Callao le vendieron por setecientos pesos a un hacendado
español que le llevó a trabajar a sus plantaciones de caña de azúcar, a un
pueblito cercano a Lima. Fue allí cuando por primera vez entró a una iglesia. Le
impresionaron las grandes figuras de los santos y las canciones casi fúnebres de
las misas. Su dueño y su esposa le vestían con una camisita blanca, pantalones
negros y sandalias de cáñamo toda vez que iban allá. Su alma se llenaba de
alegría esos domingos. Cuando nos contaba sus historias ineludiblemente tocaba
este episodio y sus ojos comenzaban a brillar; entonces sus labios gruesos
formaban una risa que mostraba sus dientes tan blancos para su piel negra
azulada. Pero su mirada siempre fue triste y melancólica por más que estuviera
contento, como si el sufrimiento de un ser nunca desapareciera y apresara con
toda solicitud y paciencia esa proyección espiritual de los ojos que es la mirada.
Tu abuelo llegó a Arica junto a una tropa de doscientos negros que fueron los
que se salvaron del naufragio de su barco a la altura de Moquegua. Nos contaba
que logró sobrevivir enterrando su brazo en el ano de un buey. Así la bestia le
llevó a rastras hasta unos roqueríos. Cien negros murieron en el incidente. Como
no había barcos cerca, sus dueños le llevaron a pie desde ese puerto hasta Azapa.
Aquí lo compró un hacendado que poseía plantaciones de árboles frutales y
algodón.

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- A ver, abre la boca, negro - le decían. Él se alegraba, pues era capaz de
entender mucho más que antes el idioma de los blancos - Está bien. Me lo
llevo.
En ese tiempo Arica recibía la visita de grandes grupos de gente que provenían
de Potosí. Traían su cargamento de plata y estaño en carretas arrastradas por
bueyes y caballerizas. A veces su amo le mandaba a la costa con un burrito
cargado de frutas las cuales debía vender. Esos días el tata llegaba exhausto, de
madrugada, con el burrito cargado ahora con piedras, artesanía y peces.
La malaria era una enfermedad que asolaba sin misericordia en este punto del
planeta. Arica, Azapa y Lluta poseían el clima perfecto para que los bichos del
paludismo se multiplicaran e hicieran sus estragos entre los pocos blancos que
habitaban en estos lares.
- La mano de los dioses - decían en voz baja los esclavos hacinados en sus
chozas.
Días después, el amo del tata y su primogénito morían a causa de la
enfermedad. Su esposa y el resto de los hijos partieron rumbo a España pues la
señora se veía muy sola para enfrentar la responsabilidad de criar a los ocho
chicos restantes, todos menores de diez años.
La malaria fue la razón por la cual muy pocos blancos optaron por habitar estas
tierras misteriosas. Los negros siempre fueron más resistentes que los blancos,
por eso éstos les trajeron aquí, porque los pálidos necesitaban consolidar
soberanía.
Con la muerte de su amo, las cosas fueron muy distintas para tu abuelo. Un
señor de apellido Yáñez le llevó a un criadero de negros, en el valle de Lluta. Le
había comprado a un hombre que designó la mujer de su antiguo amo. Algunos
con él al prodigioso valle, otros, en cambio, fueron trasladados a Pica, a unos
cien kilómetros de Iquique.
Su nuevo dueño era un déspota español que poseía cerca de cien negros
“machos” y treinta y cinco “hembras”. Alojaba a los negros y negras en largos
galpones, similares a los que guardaban el ganado y ahí los cruzaban; a veces a
las negras se las obligaba a recibir a ocho negros por noche “por si algún macho
no lograba embutir bien”, según comentaban riendo los hijos del amo mientras
les daban con una huasca. Mis predecesoras pasaban toda la vida embarazadas;
en sus vientres cargaban la futura mercancía que enriquecería los bolsillos de sus
dueños.
Tu abuelo conoció a tu abuela allí, el día en que lo marcaron con un fierro al
rojo vivo, ejercicio que se llamó “carimba”. El tata, entonces joven y apuesto,
se desmayó del dolor. El amo, asustado de que su esclavo se fuese a morir, le
pidió a un grupo de negras que lo atendiese. Mientras la abuela ponía compresas
calientes sobre su herida para que ésta no se le infectara y le produjera lepra o
gangrena, el abuelo abrió los ojos y vio a la mujer que le atendía. Reconoció muy
bien esa mirada. Era la misma que se había encontrado con la suya, iluminada
por la tenue luz de la vela, la noche que el patrón les mandó procrear.
- Buenas noches señorita.
- Buenas noches, joven.

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- El amo nos ha mandado a que nos amemos. Perdóneme que la agravie y que
agravie al dueño de su corazón. Lo haré con mucho respeto.
Lo que no sabía la negra, es que hacía mucho tiempo el joven que la poseía en
ese instante, la observaba con ojos de afecto. Era la esclava más bella; lo había
comprobado entre matorrales, esa vez que sin querer contempló su morena
desnudez cuando se bañaba en las aguas del río Lluta.
Lo que no sabía tampoco el negro era que esa mujer que recibía su ternura esa
noche llena de estrellas, le había comentado a las demás negras:

- “¿Han visto a ese joven delgado y alto, de cejas pobladas y sonrisa de sal?

Pues sepan ustedes que estoy enamorada de él.”


Esa noche tu abuela quedó embarazada de tu padre, por lo que tuvo que
trabajar en labores de servidumbre al igual que las demás. Una mujer negra que
no estuviera embarazada cumplía con pesadas labores como arar la tierra o
construir pircas. Poco a poco su vientre fue creciendo y sus senos tomando forma
maternal. Muchos de quienes la conocieron se asombraban al ver a esa joven
delgada cargar tamaño estómago.
Cuando nació tu padre, pudo ver con ojos desnudos e infantiles las horrorosas
humillaciones por las que su pueblo pasaba. Un día vio cómo a tu abuelo le
golpeaban en la espalda por tropezar y derramar un cántaro de chicha.
- “¡Manú, no mires!” - le gritaba en medio de su dolor.
Pero él continuaba observando; es más, corrió hasta donde estaba el blanco
castigador y se lanzó sobre sus espaldas. ¿Has visto que tu padre lleva una
cicatriz en su mejilla derecha? Esa marca está ahí por causa de justicia, hijo.
Tu abuelo murió alrededor de los noventa años. Su cabeza estaba blanca y su
espalda muy doblada. La abuela lloró mucho, pero recibió el consuelo de los
demás esclavos y de sus hijos que estaban un poco mayores.
Tu padre, según todos los antiguos, es el que más se parece al abuelo y de los
nietos, el más similar a él eres tú.
Cuando se abolió la esclavitud tú ya habías nacido. El gobierno del Perú dio
facilidades para que los negros tuviésemos tierras para trabajarlas. Ese momento
fue muy hermoso; un hombre blancón que provenía de Lima reunió a todos los
negros que trabajaban en Lluta y les dio la noticia. Para ese tiempo todos
hablaban castellano. Los negros irrumpieron en cánticos y voces de alegría;
aunque no entendían con total exactitud qué significaba ser libres (puesto que la
mayoría habían sido esclavos durante toda la vida), imaginaron que ahora
podrían amar, reír, y observar la naturaleza sin que nadie les estuviese gritando
con un látigo en la mano.
Los días que siguieron, los negros volvieron a sus raíces y cultura. Se reunían
alrededor del fogón y danzaban el baile de la Lumbanga, moviendo las caderas,
chocándolas entre sí, al ritmo de los cajones y tambores. Otros, sin embargo, se

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volvieron ociosos y, en vez de trabajar con más empeño, ahora por algo propio,
se dedicaron sólo a fumar tabaco y beber vino.
Los chilenos han ganado la guerra, hijo. Y lo más probable es que nos quiten las
tierras, los animales, todo lo que hemos construido nada más que con esfuerzo.
Ellos piensan que somos peruanos, pero no. Nosotros somos negros, y a mucha
honra. Querrán que olvidemos nuestras raíces y los episodios más amargos que
felices de nuestra historia, para que adoptemos su escuálida nacionalidad. Pero
sabrán que los negros tenemos el sufrimiento por fuerza y la opresión por
oportunidad. Nada nos podrá borrar del mapa y de las páginas de la historia, pues
tarde o temprano nuestra sangre, desde la tierra reclamará.
Por eso usted que es más joven que yo nunca se avergüence del color que lleva
puesto ya que, como decían mis antepasados, llevamos la huella en la piel
porque el sol nos ha mirado. Prepárese para defender, hijo, los chilenos ya han
cruzado el río.

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HISTORIA NUEVE: PIEDRAS DE PROMISIÓN

Candelaria Chambilla demoró cerca de diez minutos en recoger la cuerda que


terminaba en un balde y llegaba a las entrañas del pozo oscuro. Al tomar el
recipiente y observarlo, sólo encontró un poco de agua verdosa y unos gusanillos
que se movían juguetones.
En el almuerzo, frente a un plato de frijoles secos y escasos, fue drástica con su
esposo:
- No sé tú, pero yo... me voy. – sentenció casi llorando- No puedo seguir
soportando más esta miseria.
Tránsito Mamani cuchareó un tercio del plato y se lo echó a la boca. Respondió
con total displicencia y con la boca medio llena de legumbres.
- Tú y tus tonteras. Las cosas van a cambiar, vieja. Esperemos un poco – se secó
los labios con un paño sucio y sorbió un vaso de jugo.
La mujer tenía razones suficientes para decidir largarse: los campos hervían en
maleza seca y arañas, no había llovido por años - los niños conocían la lluvia sólo
por el relato de sus padres-. Poco a poco la gente joven fue dejando el pueblo, y
toda matriz que osara llenarse de vida pasaba por la maldición de la pérdida. En
esa calamidad, Candelaria no era una neófita: perdió su primera criatura al
tropezarse con un cactus mientras se dirigía al huerto del orégano. La segunda,
después del gran susto que le produjo observar en el firmamento una estrella que
despedía fuego y azufre y la tercera, al ser empujada por una alpaca en celo.
Después de esto nada fue igual para Candelaria. En las noches sentía que sus
senos eran succionados por bocas mínimas. Despertaba y, en el susto, los
fantasmas de sus críos perdidos escapaban gateando por el dormitorio hacia el
patio. Quedar embarazada, entonces, se transformó para ella en una esperanza
agridulce, lejana como los salares infestados de parinas, cerca de la frontera.
Don Tránsito se reunió con don Verónico Guarachi y don Gregorio García Copa,
luego del servicio religioso que habían celebrado aquel domingo. Ambos, vecinos
antiguos, recibían cotidianamente las quejas de sus esposas.
- Mi vieja ya no quiere estar aquí – sentenció Guarachi, limpiándose la boca con
el dorso de su mano cada dos palabras – quiere irse a vivir a la ciudad. Cerca
del mar los hijos crecen como potros percherones, dice.
- Aquí, si uno llegara a nacer, seguro que tendría patas flacas de parina y ojos
salidos como guanacos – dijo García Copa, con melancolía.
- Pero no nos lamentemos. Dios va a responder a nuestras oraciones - concluyó
con convicción don Tránsito Mamani.

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- ¡Ni curado, compadre! – Guarachi gritó, despidiendo medio litro de saliva- ¡Él
se ha olvidado de nosotros!
- Compadre Tránsito, es mejor que dejemos las cosas como están. Es más fácil.
Los cambios llegan solitos, uno no se da ni cuenta – prosiguió García Copa,
observando con ojos desapasionados, rojos, bajo sendas cejas negras y
multitudinarias- Si las viejas se quisieran ir, ya que rato se hubieran ido, y sin
avisar...
- Sí, vecino Tránsito, a las mujeres les viene por temporadas...
Don Tránsito Mamani subió aquella noche al cerro y lloró hasta que rayaba el
alba. Las casas, a la luz del sol amenazante, se veían pálidas y tristes. Sus
cabelleras de paja brava irrumpían como cascadas de un río de lava amarillenta.
Los huertos de los vecinos eran, desde lo alto, breves eriales cuyos esqueletos de
arbustos formaban sombras grotescas sobre la tierra seca.
- ¡Por qué te olvidas de nosotros cuando más te necesitamos! – gritó Mamani
mirando al cielo- ¡Hemos perdido el agua, la tierra, nuestros críos y las
esperanzas!
Sin proponérselo, tratando de seguir los impulsos animales que le brotaban
desde dentro, agarró un peñasco y lo arrojó contra una gran roca, pronunciando
un “¡por la cresta!” que se escuchó fuerte, como uno de los ronquidos de la
garganta oscura del volcán. La piedra gigantesca, entonces, se partió en dos y, en
su materia de colores y formas milenarias, dejó entrever grandes úlceras verdes.
Desde ese día, don Tránsito Mamani no dejó de hablar de sus fabulosas piedras
que poseían el color de los campos en días de abundancia. Las manipulaba en sus
manos como un avezado prestidigitador, las exponía en la plaza del pueblo bajo
el alero de un eucalipto antediluviano, fabricaba adornos que obsequiaba a los
vecinos que se las recibían por compasión y cortesía para luego botarlas en los
muladares cercanos, las apilaba en las faldas del cerro con la esperanza de que
algún día sirviesen para algo más productivo.
Sus vecinos fueron los primeros en encarar la locura de Mamani y publicarla por
los cuatro vientos: que mi compadre está chalado, que el cocoroco le corrió un
tornillo, que la sequía le hace ver espejismos, escuchar voces extrañas y tener
visiones proféticas que no son sino parodias burdas de sus religiosos deseos de
prosperidad.

Una tarde, mientras Tránsito Mamani y su esposa Candelaria almorzaban las


cuatro últimas vainas de habas que iban quedando en las exhaustas matas de su
chacra, su mujer le miró a los ojos y le habló golpeado:
- Esto es el colmo. No tenemos agua, chacra, nada qué comer y a ti, ahora, se
te da por juntar piedritas y ser el hazme reír de todo el pueblo.
- Pero vieja, estas piedras son bonitas, son verdes ¿no echábamos de menos el
color? Además, yo estoy seguro que nos traerán prosperidad.
Los días que siguieron fueron marcadamente nefastos, incluso peores que los
que habían precedido. Corrió la voz, entonces, de que las piedras verdes que
Mamani juntaba a punta de carretillas, con devoción de asceta, eran crueles
amuletos de Satanás para terminar de matar de miseria al acongojado pueblo.

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Una de esas noches, y luego de dos semanas de silencio, Mamani pronunció su
primera frase a su esposa Candelaria: “Tengo ganas de ver el firmamento desde
la ventana”. La mujer aceptó pues el mutismo de las jornadas le deprimía y, si se
llegaba a marchar de la comarca como lo había pensado hora tras hora,
persuadida por el silencio altiplánico, lo haría buena forma y con la conciencia
tranquila.
- ¿No te acuerdas cuando recién nos casamos? Solíamos ver este cielo negro
todas las noches – dijo don Tránsito observando el cosmos, como leyendo un
libro vuelto a encontrar.
- Sí, contábamos las estrellas y... – Su esposa hizo un largo silencio, su
declaración encontró un acantilado que no esperaba. Bajando la vista
concluyó -... decíamos que íbamos a tener muchos hijos y seríamos felices.
Entonces ambos se abrazaron y lloraron lágrimas de plata, de sal, de estrellas.
Olvidaron los fracasos y las ilusiones tronchadas; olvidó ella la locura petroglífica
de su esposo y éste, el mal humor y los kilos de más de aquélla. Ambos fueron
uno, como en los mejores días de su juventud, y mil lágrimas de plata, de sal, de
estrellas y de vida, viajaron desde las entrañas del Adán, hasta la matriz apenada
pero llena de esperanzas de su bella Eva.

Un gringo anciano llegó al pueblo, pedaleando una bicicleta llena de cajones.


De éstos extrajo un acordeón plateada que empezó a tocar bajo la sombra del
árbol de la plaza. Luego de esperar a que la gente se congregara, alzó la voz y
predicó las Buenas Nuevas. Enseguida repartió Biblias y dio su bendición a los
enfermos. Usando un castellano plagado de licencias invitó a los presentes a una
reunión de milagros y exorcismos que llevaría a cabo un par de horas más en el
interior de su carpa de colores de arcoiris.
Mamani se quedó observándolo desde lejos. Vio cómo abrió una de las maletas y
desplegó una arrugada lona ayudado de grandes ramas secas encontradas en los
alrededores. Luego de un rato el monumental circo se distinguía medio chueco,
pero qué más daba, si había sido levantado con el puro esfuerzo del gringo que
lucía gotas gordas reptantes por su cara de tomate.
Esa noche, en medio de la homilía vehemente, cuando medio pueblo colmaba la
carpa y oía el Evangelio de labios del predicador anglosajón, éste,
repentinamente acalló su voz, cerró sus ojos y empezó a temblar como movido
por bruscas tercianas. Al tratar de continuar con su exhortación, lo único que
salían de sus labios eran vocablos pronunciados en lenguas bárbaras,
inentendibles aun para los más doctos políglotas. Luego comenzó a traducir esos
fonemas; fueron las únicas palabras en español que no necesitaron enmiendas ni
correcciones:
- ¡Desde lo alto escucho: “Haré vuestros campos verdes como Canaán y haré
reverdecer vuestras rocas, para que conozcáis que nada es imposible para mí”
ALELUYA!
La declaración fue tan conmovedora que don Tránsito Mamani sólo atinó a llorar
a mares, pues sintió que en algo ese logos le incumbía. Es más, recordó con
compunción la oración que sostuvo con el Altísimo aquella noche en que con
cólera lanzó una piedra, partió una roca ciclópea y descubrió las verdes

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composiciones geológicas. Sintió en su alma una profunda e inefable paz y que
Dios traería salvación al pueblo a través de sus manos.
Las palabras del carismático predicador calaron hondo en el corazón lleno de
muletas y parches de don Tránsito Mamani, pero, al parecer, fueron agua caliente
en las envidiosas almas de sus vecinos. Éstos escondieron la carretilla en la que
Tránsito trasladaba sus piedras verdes desde el cerro hasta sus faldas, rayaron las
paredes de su casa de adobe escribiendo la consigna: “Fuera el loco de las
piedras” y confeccionaron varios espantapájaros con su nombre con el fin de
ubicarlos en las parcelas de la comarca, aun cuando éstas no lo requirieran
puesto que los sequedales por sí solos causaban susto a las escasas aves que
osaban visitar el pueblo de vez en cuando.
Un día, la ira de los vecinos empachó sus estómagos del alma; necesitaban
vomitar su maldad contra el optimismo de Tránsito Mamani. Al salir del emporio
donde compraban las últimas menestras para luego lanzarse a los designios del
azar, don Verónico Guarachi explicó uno de sus planes alimentados en noches de
vela, a su amigo Gregorio García Copa:
- Sí, compadre, nuestro amigo Mamani debe entender que los que ríen y creen
en un porvenir futuro es porque son incapaces de enfrentar los problemas del
presente y, tipos como él, son peligrosos para nuestro pueblo...
- Sí, vecino Verónico, él puede contaminar con sus ideas a todas las familias. Lo
más fácil es vivir de acuerdo a la siguiente máxima: “Los grandes problemas
no tienen solución, entonces ¿por qué esforzarse en superarlos? Y los
pequeños problemas, son tan mínimos ¿por qué preocuparse en ellos? Se
solucionan solos”.
- Tenemos que tomar una medida drástica para que escarmiente...

Esa mañana el sol parecía derretir la tierra y levantaba espejismos de todo


cuanto cayera en su manto infernal. Don Verónico Guarachi abrió su cajón de
brasas ardientes y encendió dos antorchas fabricadas con patas de una antigua
mesa y retazos de ropas ancestrales. Luego alcanzó una de ellas a su compadre
Gregorio García Copa, quien se quedó observando la flama como si ésta fuese un
animalito amarillo y travieso.
Cuando llegaron a las faldas del cerro, el montículo de piedras verdosas
permanecía impasible, pues a esa hora en que el sol pegaba en las molleras, don
Tránsito Mamani acostumbraba almorzar las últimas legumbres que quedaban y a
hacer una siesta profunda que más parecía lapsus cataléptico. Los vecinos
vertieron un balde lleno de grasa de guanacos sobre el montículo de piedras y
luego lanzaron sus antorchas de llamas ansiosas. El carnaval de flamas no se hizo
esperar.
Tres horas después Candelaria Chambilla despertó con gritos y golpes de puertas
el profundo sueño de su esposo:
- ¡Viejo, tus piedras, el fuego las está consumiendo!
Coincidentemente, don Tránsito Mamani soñaba, recostado en su apacible
camastro de cueros de alpacas, con sus entrañables piedras de promisión. En su
ensueño veía que muchos hombres llegaban de infinidad de pueblos a albergarse
en los alrededores de la comarca. Venían en pos de sus piedras. La plaza se

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tornaba llena de vida, en los campos los frutos abundaban, los pozos rebasaban
de aguas cristalinas, las cabras producían leche cada media hora y los guanacos y
llamas parían críos gigantes. Una menuda mano tocaba su pantalón y
pronunciaba un sustantivo que remecía su ser: “PAPÁ”. Quiso seguir soñando pero
los alaridos de su esposa fueron más poderosos.
Cuando llegó al lugar en que descansaba su montículo de piedras verdes, lo
único que encontró fue una laguna de un líquido naranja humeante. Su esposa
lloraba con desconsuelo. Él, silencioso, la abrazó.
De pronto, la mujer sintió una tibia humedad que corría desde sus entrañas al
nacimiento de sus piernas. Su vientre se contrajo y cayó al suelo con la sensación
de que un diminuto ser jugaba gracioso allí dentro. Una mueca incierta, mitad
risa, mitad dolor, se dibujó en la faz de doña Candelaria Chambilla. Entonces su
esposo le abrió las piernas y en medio de ese vértice poblado de cabellos empezó
a asomar una cabecilla viscosa y sangrante. Una gran sombra les acurrucó en
su presencia cálida y fría.
Sólo cuando Tránsito Mamani levantó gozoso a su primogénito en dirección al
cielo, éste se dio cuenta, al igual que su esposa, que grandes nubes negras
comenzaban a poblar el desnudo cielo. Los primeros goterones cayeron minutos
después, en tanto la jubilosa pareja saltaba y daba vueltas celebrando el
portento.
Una vez adentro de la morada, mientras el diluvio bullicioso arreciaba allá
afuera, Candelaria preguntó a su esposo:
- Viejito y...¿Qué va a ser de todas las piedras que recogiste?
- Mañana viajaré a la ciudad. Conversaré con el Regidor. Dios me ha dicho que a
través de estas piedras nuestro pueblo será próspero.

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HISTORIA DIEZ: LA FRONTERA DE MI CORAZÓN

No estaban los autitos a pedal: día negro. En lugar de ellos una manada de
cholos meaba, mostrando el pirulín como si nada.
- Están acostumbrados, hijo, así es su cultura, no conocen la palabra “higiene”
–dijo enojada mi tía.
Yo tampoco sabía lo que significaba y casi me pongo a llorar porque podía ser
indicio de que me estaba transformando en cholo.
Cuando bajamos del colectivo, una tropa de tipos como pirañas se acercó
pidiéndonos el salvo. Gritaban con las ganas de quien necesita ir al baño:
- ¡Falta uno, a Tacna, falta uno!
Mi tía los ignoró y caminó agarrándome la mano bien fuerte. Iba a las oficinas
de los colectivos a Tacna. En una de ellas tenía un conocido.
La avenida Juan Noé al llegar a Colón era un desorden interminable. Parecía
basurero municipal, se olía un mal aire; había papeles y cajas en el suelo. Las
cholas, acostumbradas, deambulaban como peces en el agua contando billetes,
acomodando mercaderías, riéndose, hablando en otro idioma. También mascaban
coca y escupían verde en el suelo.
La oficina era la habitación de una casona antigua. El piso de madera gritaba en
cada paso. Es más: por debajo se oían bichos que arrancaban y rasguñaban con
locura. Ninguno de los dependientes se percataba de eso. O, tal vez sí, pero
estaban habituados. Con que los guarenes no asomaran arriba, no se hacían
mayores problemas.
En las paredes, aparte de trizaduras y telarañas en cada recoveco, se ubicaban
tres grandes fotos del Perú. En una aparecía un paisano de nariz grande y ojos
entrecerrados de llamo pastando. Lucía un chuyo de muchos colores. Abajo
decía “Cuzco” y más abajo “Foptur”. La foto que estaba detrás del escritorio
desordenado del amigo de mi tía, contenía la imagen de unas ruinas, con feroces
piedras, cuadraditas, perfectas, como muelas en mandíbula cerrada. En el tercer
póster aparecían vistas de la selva, verde, aguada, húmeda, con animales feroces
y hombre piluchos saliendo de chozas pequeñas y despeinadas.
Don Amable Cuéllar salió empujando la cortinita de tiras plásticas que separaba
la habitación lateral con la oficina. Vio a mi tía y el caracho tosco se le compuso
en seco (la risa no hace milagros, pero por lo menos echa una ayudita). Se le
acercó y le dio un beso en ambas mejillas. Luego la embetunó con esos piropos
que sólo los peruanos se atreven a decir, aquellos que les brotan del alma criolla

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- quizás sacados de los versos de los mejores valses- y se han clavado en el
rincón más oculto de su corazón. A mi tía le brillaron los ojos y sonrió
sonrojándose. Le dijo al caballero que me llevaba a conocer Tacna.
- Pero mi reina, páseme sus salvos, yo les preparo un carro especialmente para
ustedes.
- No, no un carro –le dije- los carros se usan en la feria
- Perdón, jovencito, en el automóvil...
Mi tía rió. Salimos al umbral, observando la avenida que hervía en gente. Don
Amable gritó:
- ¡Hey, hermano, prepárate un carro para esta señorita!
Después de caminar y tropezar con los bultos de las cholas, nos subimos alegres
al gran carro de Batman: un Chevy Nova azul brillante como de los años sesenta.

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Los peruanos siempre fueron para mí negros y chuletudos, desde el control
Santa Rosa hacia el norte. Esa imagen, sin embargo, no era para nada
humillante. Los diarios y noticiarios se encargaban de perpetuarla y exaltarla en
la figura del extraordinario Héctor Chumpitaz. Éste, siendo morocho, ruliento y
de patillas tan grandes como sus proezas futbolísticas, provocaba verdadera
devoción en la fauna femenina peruana. Pero él siempre mesurado, hablando en
buen castellano sobre el futuro del fútbol peruano y que alcanzarían una buena
ubicación en el mundial de España 82.
Un tipo parecido a Chumpitaz nos llevó al centro de Tacna en su auto huevito.
Doblando cada esquina lo que más había en las calles de esta ciudad eran cholas
con sus críos colgando, autos huevitos, además de calles sin pavimentar y largos
mercados de ambulantes en los que preparaban almuerzo en triciclos
estacionados en charcos de agua mugrienta hasta decir basta. Los perros
estaban es su salsa: se comían las tripas y las cabezas de gallina que las cocineras
les lanzaban para que dejaran de fregar.
Cuando pasamos el taco, dimos un par de vueltas en el centro hasta llegar a la
avenida San Martín y el señor del colectivo nos dejó frente a la catedral. Mi tía se
persignó ansiosa y me cruzó la calle diciendo:
- Después rezaremos, hijito.
Sacó su cámara. Luego ensayó tomas conmigo en movimiento. Yo en la avenida
San Martín, yo en el borde de la pileta llena de monstruos, yo entre los cholitos
que lustraban botas y agarraban carteras.
Caminamos más arriba y en la plaza había una enorme cantidad de gente. Todos
esperaban sacarse fotos bajo los pies de dos negros gigantes que sacaban más
pechuga que pato de silabario. Éstos cuidaban choros, soberbios, milicos un arco
más grande que la cresta, hecho de piedra ploma. Mi tía echó escupito en sus
manos, y las secó en mi pelo. Arregló mi chaquetita marinera y me peinó con sus
dedos. Luego tomó distancia, retrocedió con el ojo metido en la cámara, yo
tieso, sin pestañear. Me lagrimearon los ojos. “Rápido tía”. Una mosca revoloteó.
“¡No te muevas, hijo!” Un, dos, tres, momia es. Tieso. “¡Rápido tía!” La mosca
en mi nariz. Arrugué mi cara. “¡Fuera cochina!”. Y mi tía: “¡Ya!”. Sonó la cámara
y me enrabié con la mosca de mierda que arruinó el retrato de mi primer viaje a
Tacna.
- Hijo, ¡por qué estás enojado? ¿es que acaso no te gusta Tacna?
Pensé que ella no entendía mis conflictos ni los enredos por los que atravesaba
mi alma virgen, esta alma que ansiaba romper el prepucio aquí, en esta ciudad

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desconocida. “No ha sido sólo una mosca”, pensé. Ese rato me di cuenta que los
peruanos poseían el mismo color de mi piel. Eran un poco parecidos a mí y no sé
si me dio rabia. Al menos ese pensamiento no me fue indiferente.
En esa época yo subía al techo y construía antenas con alambre de cobre y
tubos fluorescentes. No me gustaba mucho ver canales chilenos. Nunca fui tan
ingenuo, algo olía mal en mi país.
- No podemos estar tan bien - pensaba.
Perú es cochino, hediondo, terroso y desordenado, pero honesto. En las noticias
nacionales Pinochet inauguraba puentes y poblaciones o entrevistaban a un
ministro que decía que con el Pem y el Pojh no existía cesantía, y todos felices.
Válgame Dios que eso era muy raro porque en mi escuela los compañeros decían
que apenas comían huevo revuelto con pan porque sus papás estaban sin pega. Ni
hablar de las fotos de gente asesinada que algunas veces llevaban.
Tacna era una ciudad real, como cualquier ciudad de este planeta, con pobres y
ricos, mendigos y ricachones, no como en Chile. Según la tele, eso no existía. Por
eso, creo, me fascinaba ver canales peruanos como Panamericana y TNP, pues las
personas que aparecían en ellos era gente común y corriente, no puros rubiecitos
como se mostraba en mi país. Nada de indios, como para que los contrarios al
gobierno se enteraran de que después del 73 incluso la raza había mejorado.
- No te enojes, hijo, debes comprender que Perú no está a la altura de nuestro
país. A estos indios le falta un Pinochet – dijo ingenuamente mi tía.
- Sí tía, el que nos sobra a nosotros.
Otro Chumpitaz se nos acercó en un carrito “Donofrio” y nos ofreció helados de
mango y chocolate. Mi tía se excusó.

- Disculpe, no hemos cambiado pesos por soles, caballero. ¿Dónde podríamos

cambiar?
El negrito apuntó con su mano callosa.
- Por allá, seño.
Mi tía me tomó de la mano de modo chacal, rápida, con miedo. Noté que Tacna
la ponía algo nerviosa. Yo empezaba a ponerme feliz.
Cuando cruzamos la calle nos gritaron. Los choferes tocaron sus bocinas como
condenados. Manejaban sus autos huevitos a lo bestia, sin respetar leyes,
lanzando escupos a los policías, subiendo las ruedas sobre las veredas,
metiéndose contra el tránsito. Era un show fenomenal. Mi tía se persignó y yo
reí.
Nos detuvimos frente a un kiosko de diarios. Todos éstos mostraban piluchas,
mujeres a lo “Sabor latino”. Yo nunca había visto tanta mujer desnuda, con
carnes blanquitas, mostrando el popín con calzoncitos de hilo y lentejuelas. Los
cholos compraban y compraban. Mi tía, percatándose del descuido, me tapó
rápido los ojos y yo dejé de soñar despierto. Me hice el leso, simulando mirar los

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álbumes de “Mazinger Z” y “Centella” que descansaban colgados en el
mostrador.
- Uff, hijo ¿ves? ¡Tanta lascivia y crimen! No es como en Chile.
- Sí tía, en Chile todo lo hacemos en silencio.

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El suelo de la Alameda Bolognesi era un verdadero espectáculo: piso amarillo,
con blondas rojas, eterno, largo. Mientras uno caminaba parecía que éste corría
como el palo central de un carrusel.
Caminar por la avenida Bolognesi mareaba, sobre todo si uno reparaba en aquel
juego visual enfermante, pero a la vez mágico. Ese paseo estaba atestado de
cambistas vestidos de negro, con chaqueta de cuero y un bolsito con calculadora
grande. La gente les preguntaba: “¿a cómo está el sol?” y ellos no respondían,
sino que digitaban la cantidad y mostraban la pantalla de su calculadora. Así de
profesionales. Pero antes de cambiar, había que preguntarle a uno y a otro para
evitar engaños.
- Ellos son expertos en agarrar comisión bruja- decía mi tía.
- Tramposos y chuletudos- le respondía yo.
Hablaban raro, ubicaban su bolsito negro bajo el sobaco (¡Uff!), su lápiz de pasta
en la oreja, sacaban un fajo de billetes, se pasaban en dedo por la lengua y
empezaban a contar. Mi tía cambió algo de dinero y luego nos dirigimos hacia “El
pollo pechugón”.
Mientras caminábamos, ella se percató de que un policía coimeaba a un chofer.
Se notaba a simple vista. Se persiguió cuando mi tía lo miró.
- ¡Cholo corrupto!- le gritó y volvió a gritar más fuerte al saber que el auto
detenido tenía patente chilena.
Desde afuera se veía un fierro que daba vueltas sosteniendo muchos pollos que
se asaban. El olor delicioso se percibía desde lejos. Pasaban autos huevos frente
a nosotros. Yo estaba ansioso; esos pollos me llamaban con su movimiento
circular. Arriba del local se ubicaba un letrero con el dibujo de un pollo con
pecho grande, así como los monstruos de bronce de la plaza San Martín, y en
letras gigantes “EL POLLO PECHUGÓN”. Necesité un babero.
Ya no aguantaba, tenía hambre. Pasamos luego de un rato, cruzamos la cortina
de humo y un mozo morenito, birolo, popín parado nos dijo “bienvenidos”. Nos
llevó enseguida a una mesa desocupada.
Como si estuviese en Arica, mi tía saludó a varias señoras que almorzaban en el
local. La mayoría eran amigas chilenas que aprovechaban estos feriados para
pasear en Tacna.
- ¿Cómo estás tú? Se te ve estupenda. ¿Has comprado tus telas? ¿No has probado
los mangos que venden en el mercado? ¡Cosa más rica! Mi reina, tienes que ir

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a la Polvos Rosados, o al mercadillo Veintiocho, hay unas faldas tan lindas,
unas que te hacen ver regia.
Yo me entretuve viendo la tele que estaba en un rincón del salón. Había una
marcha con mucha gente, todos aplaudían. Luego un periodista entrevistaba a un
viejito que tenía apellido de perro: Belaúnde Terry. Él caminaba seguido de un
choclón de gente que gritaba y aplaudía; lo tapaban con pancartas. Se dirigió al
congreso, allí lo investirían presidente. Estaba muy contento. Hablaba que se iba
a terminar la corrupción, la cesantía, la pobreza y la deuda externa. Y qué le
habían dicho a la masa, ésta gritó como chancho borracho, como si con labia se
compraran huevos.
- Todo Lima ha salido a las calles –decía el periodista- a recibir a su nuevo
presidente, el doctor Fernando Belaúnde Terry, bajo los sones del himno
patrio.
Sentí un cosquilleo. La tele mostró las imágenes de Lima con sus edificios
coloniales, enormes, antiguos, hermosos, las plazas llenas de flores, pasto verde.
Después la selva con sus ríos quietos, hirviendo en pirañas, animales salvajes
(esos que yo sólo conocía en el zoológico de plástico que me regalaron para mi
cumpleaños), Macchu Picchu, como en el póster de la oficina de don Amable.
No me di cuenta y estaba sentado en una de las mesas, frente a un platazo de
pollo asado con papas fritas. Me olvidé de la tele y del viejito con apellido de
perro. Mi tía, luego tomó mi vaso de vidrio áspero y vació una botella de bebida
amarilla como pipí. Junté las letras: “Inka Kola”. Como buen niño, atiné con el
refresco y puchas, era una gaseosa celestial, rica, deliciosa, un néctar divino,
adiós Coca cola y Bilz.
- ¡Ya, deja de tomar y almuerza, niño!
Pedí a mi tía que me partiera el pollo en cuadritos, mientras picoteaba un par
de papitas. Una vez que la tía hubo terminado, pinché con mi tenedor un trozo
de pollo. Cuando me lo llevé a la boca, dejé de ser yo: todo mi cuerpo se
transformó en estómago.

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El dentista también usaba patillas grandes. Parecían el mapa de Sudamérica.
También tenía rulos chiquititos. No era tan negro, pero le hacía algo de empeño,
mientras me repetía: “No cierres la boca, respira por la nariz, escupe”.
Rato después comenzó a sonar la maquinita con el sonido de un trompo cucarro.
- Es un avioncito –dijo mi tía.
- ¡Adónde, adónde! –respondí yo.
- ¡Hey, hermano, no te muevas! –salió el dentista. Luego me agarró la cara y
para sus adentros me dijo: “Infeliz, te dije que no te movieras”.
La idea de llevarme al dentista fue de mi tía. Ella vivía quejándose de que la
atención médica en Arica era un antro de ladrones con diploma.
- Cómo no le aprenden a Perú que, siendo más subdesarrollado, posee muy
buenas consultas médicas y a un precio razonable –decía.
La muestra de ello era la boleta que facturaron en la botica: cuatro veces
menos plata que en Chile. Mi abuelita al saberlo saltó en una pata y dejó de
sentirse tan mal. Días antes del viaje me había dicho al oído, calladita,
temblante, que ya no iba a tomar más pastillas para que no saliera tan cara su
sobrevivencia.
El avioncito cucarro dolía bastante y no sólo eso: hacía surgir un olor fétido a
pescado que inundaba todo el lugar. Me dio la impresión que el polvillo que
saltaba de las muelas cariadas se encargaba de producir el efecto, aunque al
médico no le iba y venía, le daba lo mismo. Debió haberle revisado el hocico a
medio millón de cholos, observado muchísimas muelas asquerosas, con hoyos,
color a caramelo, como rocas, todo en su perra vida de dentista. Pero valía la
pena, seguro. Con su sueldo no le faltarían ofertas matrimoniales.
El dentista me pasó un poco de confort. Yo moví mis mejillas, enjuagando la
saliva contenida, asquerosa, con sangre y polvillo de pescado. Escupí en el
lavamanos redondo que ubicó como brazo accesorio del gran sillón, a un costado
de mi rostro. Me recosté de nuevo. El doctor observó a mi tía, detrás de mí, yo a
ella, rió y ¡zas! Vi la aguja del dentista en mi boca. La sacó rápido, casi
desapercibida, era un clavo de hielo. Mis ojos lagrimearon. “No tiíta, no estoy
llorando –traté de decirle- es el dolor, nada más. No es que no sea hombre, ¿no
te acuerdas con qué ojos miraba los diarios con mujeres calatas?”. Junté los
párpados rápido. Las lágrimas se esparcieron hacia las orillas; no hubo modo de
detenerlas. Siguieron el curso de mis arruguitas. “No me importa, qué tanto –

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traté de expresarle- como si fuera tan malo llorar. No te enojes conmigo, tía, no
quise hacerlo, pero... fue tuya la idea de traerme al dentista”. Y con los ojos
cerrados le grité silenciosamente al doctor: “Cholo infeliz, ahora me metes un
fierro helado y agarras mi muela y mueves arriba y abajo”. No quiere salir la
condenada. “Poco menos me ensartas tu gamba hedionda en el pecho y de un
tirón me sacas hasta el alma”.
La batalla arreciaba; el dentista ya no sabía para dónde tirar. Se enojó y arrugó
más que pantalón de chofer. Se puso rojo, le corrió la gota al cholo y ¡Paff! Se
fue de espaldas, chocó con su mesita de arsenales, cayendo de traste con el
trofeo fétido y pequeño en sus manos.
Salí de la consulta mascando un algodón en el huequito de carne que ocupaba
la infeliz muela. Mi tía, sin embargo, insistía en que yo no había sido lo
suficientemente valiente para resistir el martirio.
- Ya no podrás ser militar cuando grande. Los militares son valientes y nunca
lloran –dijo.
- Ah, por eso - repliqué.
En los vidrios de las vitrinas observé mi rostro. Mi mejilla estaba un tanto
hinchada. Al reírme noté una de las primeras travesuras de la cruel anestesia: me
dejó la boca doblada, chueca, y aunque me peñizcaba con los dedos, no había
caso: la mejilla me colgaba como un bistec grueso.
Dos cuadras más arriba, cerca de una plaza en la que existía un busto de un tal
señor Vigil, descubrí la segunda travesura: mi chaquetita de marinero brillaba en
baba. Claro, como no me daba cuenta si tenía la boca suficientemente cerrada la
saliva hacía lo que quería. Esta vez se escapaba por el cachete muerto y colgaba
dos litros por minuto.
Mi tía esa vez no dijo nada. No tenía cómo relacionar “baba” con “militares” o
“subdesarrollo”. Yo, sí pensé en la relación perfecta, pero mutis: no quise herir
sentimientos.

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Las tardes en Tacna son tristes y heladas. No existe el ronroneo eterno de un
mar cercano. No. Sólo el sonido del aire cordillerano que trae el olor de las
parcelas que rodean la ciudad. Ese aire se mezcla con el humo de los triciclos
que venden pollo, menudencias, papas doradas y maíz mote, en las calles
cercanas a los mercados. Calles de tierra, llenas de hoyos, en las que abundan
charcos y donde asombrosa y asquerosamente pasan la lengua ingenuos (quizá
resignados) los perros quiltros que odian por el sector.
Sentí hambre. El olor era rico, mi estómago valiente.
- Mi boca es de lata - pensé - como las ollas de las caseras que revuelven a dos
manos sus guisos vespertinos.
En el bolsillo de mi pantalón despertaron un par de soles. Escuché sus gritos
metálicos: “¡Gástame, gástame!” y yo, sumiso, sin oponer resistencia, empecé a
obedecer a sus ruegos buscando, entre los popines y piernas de la multitud, una
“gaseosita” como decían ellos, además de un platito de carnecita humeante que
llenaran los huequitos de estómago vacío que me iban quedando.
- Hijo, camina rápido, está anocheciendo –dijo mi tía.
Yo me agarré de su chaqueta de cuerina; las manos de ella quedaron libres y
buscaron calor en algún recoveco de sus prendas. Tuve miedo de insinuarle que
podíamos arrimarnos a uno de esos triciclos humeantes para complacer y acallar
a la multitud de mis tripas movilizadas. Mi tía no encajaría dentro del paisaje,
sentada al lado de esos cholos feos, hediondos y grasosos o de paisanas sucias,
desaliñadas, con sus mochilas de paños de colores en los que cargaban resignadas
una tracalada de críos.
Mi tía no era para que anduviera comiendo en la calle. No. Era un poco
pituquita, pero buena persona. Blanca, sureña, de más allá de Santiago. Yo fui el
imbécil a quien se le ocurrió nacer en Arica. Por eso me acomodo sin gran
escándalo a este paisaje desordenado y sucio, pero verdadero. Mal que mal mis
rasgos y acento son casi peruanos. Digamos ariqueños. Para uno Perú quedaba a
una hora de Arica, Chile a cinco.
- Tía tengo hambre. Quiero comer en un carrito.
- Pero, ¿estás loco?
- Sí tía, ¿ahora puedo comer?
- Si comes aquí te vas a enfermar...
- Sí tía, quiero enfermarme, pero antes comer un par de anticuchos o guiso de
pollo con arroz.

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- No, estamos apurados
Ella quería hacerse pronto de sus pilchas. Le gustaba la ropa más que a los
hombres, sobre todo aquí en Tacna, donde parecía que en la repartija de belleza,
estos tipos habían llegado último.
- Tía, estoy cansado, me duelen las piernas. ¿me puedes dejar donde tu casera?
Costó un mundo convencer a la tía. El argumento que elaboré para salirme con
la mía fue que era muy difícil que yo, un mojón chico y flacuchento, diera
protección a una mujeraza de veinticuatro años y de bien proporcionada figura.
Pero mi tía insistió en que no era buena que ella anduviera sola en la feria: algún
malandrín podría asaltarla y robarle las cosas que iba a comprar, además del
dinero. Si bien yo no le causaría miedo al asaltante, por lo menos le inspiraría
lástima. Todos los delincuentes tienen madre. Son canallas pero no tanto como
para atacar a una madre en presencia de su hijo. Estaba claro que ella era sólo
mi tía, pero aún así confiaba que todo el mundo creyera que yo era su retoño,
aunque no nos pareciéramos mucho.
Al final, mi tía cedió a mis deseos. Yo creo que porque quería ir rápido a gastar
sus monedas, no porque haya pensado que mis razones tenían más peso.
La casera María Lourdes nos recibió con cariños. Eso sí que me baboseó toda la
cara. Había comido salteña, una especie de empanada con carne, arvejas y
papas. Me dejó ácido, mojado.
- ¿Cómo está mi bella chilenita?
- Bien, con la ayuda de Dios, caserita...
- Y con la ayuda de Santa Rosa de Lima, mija. Y... ¿este chibolito?
- Ah, es hijo de mi hermana y un ariqueño. Nuestro regalón.
- El “engreído”. ¿No se sirve panetón, mamita?
- Bueno, casera.
La casera María Lourdes tenía una tienda de ropa interior y de guaguas. Casi no
estaba sosegada pues apenas se sentaba, venía gente a preguntar por calzones,
sostenes o piluchos, y ella se ponía de pie, como si fuese pecado atender a la
gente permaneciendo sentada.
Prendió la tele en colores marca Solid State (un lujo de pocos) y un guatón
negro, que usaba una polera con cuello, manga corta, ajustada, psicodélica,
picante, gritaba como un vendedor en feria popular frente a un micrófono de
cabeza gigante. Mandó saludos a muchas ciudades de nombres chistosos. Me reí y
la casera se incomodó. Luego trató de hilvanar explicaciones. Yo seguí viendo al
singular Augusto Ferrando sin escuchar a la señora.

- Este cholo le copia a don Francisco- pensé - ese cabeza de chancho que

también se burla de la gente pobre.


Pero el cholo Ferrando era más ordinario: regalaba cocinas a parafina, lindano
para los piojos, cajones funerarios.

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En “Trampolín a la fama”, (versión desmejorada de “Sábados gigantes”) aparte
de Ferrando, el animador, aparecía una gringa maceteada con cara de hombre,
que hablaba como Tarzán: la “gringa Inca” a quien Ferrando molestaba como
quería. También “Tribilín”, un negro flaco, de rulos, medio pánfilo. A veces
discutía con el animador, casi se le iba en collera. Pero no. En “Trampolín a la
fama” Augusto Ferrando era el rey, el ídolo. Él debía ganar en todas. Es más:
para humillar a su coanimador, éste le decía que parecía Drácula por que le
faltaban los dientes del medio.
Ferrando, luego de un par de minutos, hizo parar la orquesta y contó una
historia cebollera, sólo con acompañamiento de órgano. Hizo pucheros y matizó
con gritos y voz temblorosa. La gente comenzó a llorar. Finalizó su sermón ungido
con las siguientes palabras:
- “Por eso, hermano, te ayudaremos y daremos una chompa de textil
“Universal”, una bolsa de menudencias de avícola “Doña Chepa” y un anafre
eléctrico, gentileza de feria “Dos de mayo”, en el jirón Gamarra”
Con esas palabras, Ferrando se ganaba el favor de la gente, tanto que ésta de
vez en cuando se desbandaba y bajaba de las graderías a abrazarle. Él, entonces,
terminaba su discurso con un par de frases de falsa modestia.
- “No, por favor, todos a sentarse, sólo estoy cumpliendo con un deber
profundo. No me aplaudan a mí, aplaudan a estos cholos trabajadores que con
mucho esfuerzo sobreviven en ésta, mi amada patria llamada Perú”.
Una señora de canasto grande, me ofreció tamales, pastel de choclos y
chicharrones.
- Ahí tienes casera, un sol cincuenta.
Me entregó una bolsa. En ella encontré unos trozos de carne quemada, dos
papas, un poco de maíz frito, llamado “cancha”.
- ¿No tiene una cucharita?
- No, así no más, caserito, con los dedos es más rico.
Rato después, mientras Ferrando presentaba en su programa a un desabrido
cantante y la orquesta organizaba su bulla para incitar aplausos, apareció por los
pasillos oscuros del mercado una peruana de trece años, hermosa como chilena,
digna de salir en el ballet de “Música libre” del canal cinco. Su aparición
coincidió con el estruendo de la fanfarria. Pasó frente a mis narices y saludó con
beso a su abuela, la señora María Lourdes.
- Mi amor, te presento a un amiguito de Chile.
La niña miró hacia abajo, yo temblé ante su mirada. Me puse de pie, extendí mi
aceitosa mano con rastrojos de cancha y chicharrón hacia la suya, blanca, y
acerqué mi mejilla para conseguir un beso. Ella se corrió indiferente y dijo:
- ¿De Chile? No parece.
Primera patada en la guata. En ese segundo lamenté no haber nacido blanco.
“Por qué cresta no le preguntarán a uno”, dije para mí.
Luego nos sentamos y tragué la saliva acumulada tras el momento sorpresivo e
incómodo. El golpe fue fuerte, “debo reponerme, le demostraré que lo de afuera
no importa, como dicen los feos resignados”, proseguí en mi intimidad.
- ¿Cómo te llamas? –le pregunté, para iniciar conversación.
- Efigenia del Carmen –respondió, seca.

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- ¿Qué haces?
- Estudio. Abuelita, dígale a este chileno que quiero ver tranquila el “Trampolín
a la fama”.
Segunda patada en la guata. Mordí mis labios y parpadeé rápido para que las
lágrimas que empezaban a aparecer no delataran mi vergüenza. “No debo
llorar”, me dije, “mal que mal soy negro, pero chileno. Nosotros ganamos la
guerra, no ustedes, cholas retamboreadas. Sigue viendo tu “Trampolín” y a tu
galán Augusto Ferrando. No quiero ser tu amigo. La amistad de un chileno es
demasiado para ti”.
- Pero mi amor, no se trata así a un amiguito de Chile...
“Trata de arreglarla, vieja fea. No puedes. No puedes borrar el daño hecho, el
orgullo destrozado, la plancha garrafal que me he mamado en este rato. La mala
digestión de mis chicharrones con papa y cancha. Me tratan así porque saben que
soy chileno, aunque sea medio moreno. Y los chilenos les ganamos en todo; en la
guerra y en el fútbol. Aunque me gusta ver canal peruano allá en Arica, con una
antena de cobre que yo mismo hice, juntando plata propia, dejando de comprar
por dos semanas las láminas del álbum de la Guerra del Pacífico y mis golosinas
predilectas, eso no indica que quiera ser peruano, no”.
Fue raro porque cuando pensaba esto mis ojos empezaron a lagrimear. Me acordé
que mi padre era del altiplano. “Paitoquito feo”, le decían cuando chico en la
ciudad. “Los paisanos nunca fueron chilenos”, vivían repitiendo mis compañeros
en la escuela. ¿De dónde era yo, entonces?
Pensé que yo no era como los chilenos que salían en la tele y eso me produjo
más pena. Deseé olvidarme de todo. Anhelé retornar a Chile y fundar un nuevo
país en mi habitación para evitarme estos conflictos que me hacían llorar.
- Abuelita, mira, el “Tribilín” del programa se parece al chilenito.
Esa fue la tercera patada en la guata. No resistí más y me puse a llorar fuerte,
como la vez que me pegaron cuando metí a mi gato “Chamaco” en la pecera.

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Mi tía también lloraba mientras llegábamos en taxi al terminal terrestre. Le
habían robado sus enaguas, faldas y los últimos soles que le quedaban. Sólo
alcanzó a rescatar unos churrines rojos con los cuales comenzaba a secar sus
ojos.
Me abrazó. Pensó que yo derramaba lágrimas porque presentía que los
malhechores la andaban rondando. Pero no. Yo lloraba porque dentro de mí
luchaban dos naturalezas opuestas que no lograban conciliarse. Llegué a pensar
que no tenía tierra, ni bandera, tampoco una nacionalidad. Eso me apenó en
extremo. Busqué los pechos de mi tía y recosté ahí mi cabeza, esperando que el
sueño viniera y me hiciera olvidar estos conflictos.
Cuando bajamos del taxi unos hombres con fajos de papeles en sus manos se
disputaron nuestra atención. Gritaban: “¡Arica dos, Arica, dos!”. Me pregunté por
qué en Arica estos mismos tipos alzaban sus voces diciendo “¡Tacna uno! ¡Tacna
uno!”. Luego no quise buscar respuestas pues ya estaba cansado de todo.
Encima del colectivo, mi tía me sentó en su falda y luego me dio un beso en la
frente. Lloraba un poco. Me dijo:
- Te traía un regalo. Una pelota Vinyball, pero se la llevó el ladrón.
Yo la abracé y lloré más fuerte. Amaba las pelotas Vinyball, sus colores, su
olorcito a plástico nuevo. Todos en el barrio tenían una, traída de Tacna o
cambiada por ropa a una de las peruanas que gritaban por las calles de la
población: “¡Casera, cambio cosas!”
De ese viaje no recuerdo más. Sólo que desperté cerca de dos horas más tarde
en la avenida Juan Noé, ahora oscura y con el sonido del mar como música de
fondo. Mi tía me cargaba en sus brazos, buscando un colectivo que nos llevara
nuevamente a casa.

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