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¡Ha resucitado!

Domingo de Pascua C - 2007-04-08

Hechos 10, 34a. 37-43;


Colosenses 3, 1-4;
Juan 20, 1-9.

Hay hombres --lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas-- que mueren por
una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que es buena. Por sí
misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de
que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su
caridad , pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la
resurrección. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No
es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo
creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».

Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de
lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al
interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico,
en el sentido común del término, esto es, «realmente ocurrido»?

Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección


son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan
tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal
fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo,
cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna
de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.

Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio
radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del todo nueva
y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el núcleo histórico de la fe de Pascua.

El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os he


transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las
Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos
han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después
de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1
Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el 56 o 57 d.C. El
núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San
Pablo dice haber recibido él mismo de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció
tales fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos situarlas en torno al
año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio,
por lo tanto, de raro valor histórico.

Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una
fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo,
permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un
elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor
valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el
hecho decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.

Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su


modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente respecto al modo de existir
anterior, «según la carne». Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que
le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es
diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas
cerradas; aparece y desaparece.

Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf Bultmann,


todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones psicógenas, esto es, de
fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones. Pero esto, si fuera verdad,
constituiría al final un milagro no inferior que el que se quiere evitar admitir. Supone de
hecho que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la
misma impresión o alucinación.

Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de


personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer
su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!». Tampoco pudieron querer engañar a los
demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse
engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y
la muerte por Él? ¿Qué provecho material podían sacar?

Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el subjetivo, de la


resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más
inexplicable que la resurrección misma. Se ha observado justamente: «La idea de que el
imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta
en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de
que todo el evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente
haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo
Testamento».

¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la


resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos
discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas
estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero
a Él no le vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar
que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta
constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la
historia, sino sólo la fe.

El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por qué buscáis
entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso que al término de estas
reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me
dijera: «¿Por qué te empeñas a buscar entre los muertos argumentos humanos de la
historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus
hermanos que Él ha resucitado».

Si de mí dependiera, querría hacer sólo eso. Hace treinta años que dejé la enseñanza de
la Historia de los Orígenes Cristianos para dedicarme al anuncio del Reino de Dios,
pero en estos últimos tiempos, ante las negaciones radicales e infundadas de la verdad
de los Evangelios, me he sentido obligado a volver a tomar las herramientas de trabajo.
De aquí la decisión de emplear estos comentarios a los evangelios dominicales para
contrarrestar una tendencia frecuentemente sugerida por intereses comerciales, y para
dar a quien tal vez los lea la posibilidad de formarse una opinión sobre Jesús menos
influenciada por el clamor publicitario.

Había también algunas mujeres


2007-04-06- Predicación de Viernes Santo en la Basílica de San Pedro

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de


Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Por una vez, pongamos aparte a María, su
Madre. Su presencia en el Calvario no requiere de explicaciones. Era «su madre» y esto
lo dice todo; las madres no abandonan a un hijo, aunque esté condenado a muerte. ¿Pero
por qué estaban allí las otras mujeres? ¿Quiénes y cuántas eran?

Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María de Magdala, María -la
madre de Santiago el menor y de Joset-, Salomé -madre de los hijos de Zebedeo-, una
cierta Juana y una tal Susana (Lc 8, 3). Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le
habían seguido, llorando, en el camino al Calvario (Lc 23, 27-28), ahora en el Gólgota
observaban «de lejos» (o sea, desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco
tiempo le acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23, 55).

Este hecho está demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para pasar
por encima de él apresuradamente. Las llamamos, con una cierta condescendencia
masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que «piadosas mujeres», ¡son
igualmente «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan
abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que
no halle escándalo en mí!» (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que no se
escandalizaron de Él.

Se discute vivamente desde hace algún tiempo quién fue quien quiso la muerte de Jesús:
los jefes judíos o Pilato, o los unos y el otro. Una cosa es cierta en cualquier caso:
fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer está involucrada, tampoco
indirectamente, en su condena. Hasta la única mujer pagana que se menciona en los
relatos, la esposa de Pilato, se disoció de su condena (Mt 27, 19). Es cierto que Jesús
murió también por los pecados de las mujeres, pero históricamente sólo ellas pueden
decir: «¡Somos inocentes de la sangre de éste!» (Mt 27, 24).

Éste es uno de los signos más ciertos de la honestidad y de la fidelidad histórica de los
evangelios: el papel mezquino que hacen en ellos los autores y los inspiradores de los
evangelios y el maravilloso papel que muestran de las mujeres. ¿Quién habría permitido
que se conservara, con memoria imperecedera, la ignominiosa historia del propio
miedo, huída, negación, agravada además por la comparación con la conducta tan
distinta de algunas pobres mujeres; quién, repito, lo habría permitido, si no hubiera
estado obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como infinitamente
mayor que la propia miseria?

***
Siempre ha surgido la cuestión de cómo es que las «piadosas mujeres» son las primeras
en ver al Resucitado y a ellas se les dé la misión de anunciarlo a los apóstoles. Éste era
el modo más seguro de hacer la resurrección poco creíble. El testimonio de una mujer
no tenía peso alguno. Tal vez por este motivo ninguna mujer aparece en el largo elenco
de quienes han visto al Resucitado, según el relato de Pablo (1 Co 15, 5-8). Los propios
apóstoles, respecto a las primeras, tomaron las palabras de las mujeres como «un
desatino» completamente femenino y no las creyeron (Lc 24, 11).

Los autores antiguos creyeron conocer la respuesta a este interrogante. Las mujeres,
dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al Resucitado porque una
mujer, Eva, ¡fue la primera en pecar! [1]. Pero la respuesta auténtica es otra: las mujeres
fueron las primeras en verle resucitado porque habían sido las últimas en abandonarle
muerto e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (Mc 16,1).

Debemos preguntarnos por el motivo de este hecho: ¿por qué las mujeres resistieron al
escándalo de la cruz? ¿Por qué se le quedaron cerca cuando todo parecía acabado e
incluso sus discípulos más íntimos le habían abandonado y estaban organizando el
regreso a casa?

La respuesta la dio anticipadamente Jesús, cuando contestando a Simón, dijo acerca de


la pecadora que le había lavado y besado los pies: «¡Ha amado mucho!» (Lc 7, 47). Las
mujeres habían seguido a Jesús por Él mismo, por gratitud del bien de Él recibido, no
por la esperanza de hacer carrera después. A ellas no se les habían prometido «doce
tronos», ni ellas habían pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Le
seguían, está escrito, «para servirle» (Lc 8, 3; Mt 27, 55); eran las únicas, después de
María, su Madre, en haber asimilado el espíritu del Evangelio. Habían seguido las
razones del corazón y éstas no les habían engañado.
***

En sí, su presencia junto al Crucificado y el Resucitado contiene una enseñanza vital


para nosotros hoy. Nuestra civilización, dominada por la técnica, tiene necesidad de un
corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella, sin deshumanizarse del todo.
Debemos dar más espacio a las «razones del corazón» si queremos evitar que la
humanidad vuelva a caer en una era glacial.

En esto, a diferencia de muchos otros campos, la técnica es de bien poca ayuda. Se


trabaja desde hace tiempo en un tipo de ordenador que «piensa» y muchos están
convencidos de que se logrará. Pero nadie hasta ahora ha proyectado la posibilidad de
un ordenador que «ame», que se conmueva, que salga al encuentro del hombre en el
plano afectivo, facilitándole amar, como le facilita calcular las distancias entre las
estrellas, el movimiento de los átomos y memorizar datos...

A la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas del hombre no


le sigue con el mismo ritmo, lamentablemente, la potenciación de su capacidad de amor.
Esta última, más bien, parece que no cuenta nada, aunque sabemos muy bien que la
felicidad o la infelicidad en la tierra no dependen tanto de conocer o no conocer, sino de
amar o no amar, de ser amado o no ser amado. No es difícil entender por qué estamos
tan ansiosos de incrementar nuestros conocimientos y tan poco de aumentar nuestra
capacidad de amar: el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en
servicio.
Una de las idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual». Existen
varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en cuenta también el
«coeficientes del corazón»? Sin embargo sólo el amor redime y salva, mientras que la
ciencia y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación. Es la
conclusión del Fausto de Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que hace
clavar simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace
exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una caricia»
[2]. Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio
edifica» (1 Co 8,1).

Después de tantas eras que han tomado nombre del hombre - homo erectus, homo faber,
hasta el homo sapiens-sapiens , o sea, el sapientísimo de hoy-, es deseable que se abra
por fin, para la humanidad, una era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y
que esta tierra deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» [3].

***

De todo lugar brota la exigencia de dar más espacio a la mujer. Nosotros no creemos
que «el eterno femenino nos salvará» [4]. La experiencia diaria demuestra que la mujer
puede «elevarnos», pero que también puede hacernos caer. También ella tiene necesidad
de ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por Él y «liberada», en el
plano humano, de antiguas discriminaciones, ella puede contribuir a salvar nuestra
sociedad de algunos males arraigados que se ciernen amenazantes: violencia, voluntad
de poder, aridez espiritual, desprecio de la vida...

Sólo hay que evitar repetir el antiguo error gnóstico según el cual la mujer, para
salvarse, debe dejar de ser mujer y transformarse en hombre [5]. El prejuicio está tan
enraizado en la cultura que las propias mujeres han acabado, a veces, por sucumbir a él.
Para afirmar su dignidad, han creído necesario asumir actitudes masculinas, o bien
minimizar la diferencia de sexos, reduciéndola a un producto de la cultura. «Mujer no se
nace, sino que se hace», dijo una de sus ilustres representantes [6].

¡Qué agradecidos tenemos que estar a las «piadosas mujeres»! A lo largo del camino al
Calvario, sus sollozos fueron el único sonido amigo que llegó a oídos del Salvador;
sobre la cruz, sus «miradas» fueron las únicas que se posaron con amor y compasión en
Él.

La liturgia bizantina ha honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un domingo del


año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre de «domingo de las
Miróforas», esto es, de las portadoras de aromas. Jesús está contento de que se honren
en la Iglesia a las mujeres que le amaron y creyeron en Él en vida. Sobre una de ellas –
la mujer que vertió en su cabeza un frasco de ungüento perfumado- hizo esta
extraordinaria profecía, puntualmente cumplida en los siglos: «Dondequiera que se
proclame este Evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha
hecho para memoria suya» (Mt 26,13).

***

Las piadosas mujeres, no están sólo, en cambio, para admirar y honrar, sino también
para imitar. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de
los siglos» [7] y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo»
[8]. La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Son herederas de las
«piadosas mujeres» las muchas mujeres, religiosas y laicas, que permanecen hoy al lado
de los pobres, de los enfermos de Sida, de los encarcelados, de los rechazados de
cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes- Cristo repite:
«A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

No sólo por el papel desempeñado en la pasión, sino también por el de la resurrección,


las piadosas mujeres son ejemplo para las mujeres cristianas de hoy. En la Biblia se
encuentran, de un extremo a otro, los «¡ve!» o los «¡id!», esto es, los envíos por parte de
Dios. Es la palabra dirigida a Abrahán, a Moisés («Ve, Moisés, a la tierra de Egipto»), a
los profetas, a los apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda
criatura».

Todos son «¡id!» dirigidos a los hombres. Existe un solo «¡id!» dirigido a las mujeres, el
que se dijo a las miróforas la mañana de Pascua: «Entonces les dijo Jesús: "Id, avisad a
mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán"» (Mt 28, 10). Con estas palabras las
constituía en primeros testigos de la resurrección, «maestras de maestros», como las
llama un antiguo autor [9].

Es una pena que, a causa de la equivocada identificación con la mujer pecadora que lava
los pies de Jesús (Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado por alimentar infinitas
leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el culto y en el arte casi sólo en calidad
de «penitente», más que como primer testigo de la resurrección, «apóstol de los
apóstoles», como la define Santo Tomás de Aquino [10].

***

«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la
noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Mujeres cristianas, seguid llevando a los sucesores
de los apóstoles y a nosotros, sacerdotes y colaboradores suyos, el gozoso anuncio: «¡El
Maestro está vivo! ¡Ha resucitado! Os precede en Galilea, o sea, ¡dondequiera que
vayáis!». Continuad el antiguo cántico que la liturgia pone en boca de María
Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus :
«Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba
muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado, en Cristo, sobre la muerte, y
así sucederá un día también en nosotros. Junto a todas las mujeres de buena voluntad,
vosotras sois la esperanza de un mundo más humano.

A la primera de las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de


Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres,
sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ruega por el pueblo, intervén por el clero,
intercede por el devoto sexo femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero, intercede
pro devoto femineo sexu [11].

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

[1] Romano il Melode, Inni , 45, 6 (ed. a cura di G. Gharib, Edizioni Paoline 1981, p.
406)
[2] En la pelicula "Cento chiodi" de Ermanno Olmi.
[3] Dante Alighieri, Paradiso , 22, v.151.
[4] W. Goethe, Faust , final parte II: "Das Ewig-Weibliche zieht uns hinan".
[5] Cf. Vangelo copto di Tommaso , 114; Estratti di Teodoto , 21, 3.
[6] Simone de Beauvoir, Le Deuxième Sexe (1949).
[7] S. Leone Magno, Sermo 70, 5 (PL 54, 383).
[8] B. Pascal, Pensieri , n. 553 Br.
[9] Gregorio Antiocheno, Omelia sulle donne mirofore , 11 (PG 88, 1864 B).
[10] S. Tommaso d'Aquino, Commento al vangelo di Giovanni , XX, 2519.
[11] Antifona al Magnificat, Comune delle feste della Vergine.

Homilías
2007-04-08 - Domingo de Pascua ¡Ha resucitado!
2007-04-01 - Domingo de Ramos Una mirada de historiadores a la Pasión de Cristo
2007-03-25 - V Domingo de Cuaresma Jesús, la mujer y la familia
2007-03-18 - IV Domingo de Cuaresma Jesús y los pecadores
2007-03-04 - II Domingo de Cuaresma Subió al monte a orar
2007-02-25 - I Domingo de Cuaresma Fue tentado por el diablo

Charlas de Cuaresma a la Casa Pontificia


2007-04-06 - Había también algunas mujeres
2007-03-30 - Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia
2007-03-23 - Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados
2007-03-16 - Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra
2007-03-09 - Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios
2005-02-12 - ¡Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen!
2004-04-09 - Vencedor porque es víctima
2004-04-02 - «La moral dice qué hacer» - la Pascua en la vida
2004-02-12 - «La letra narra lo ocurrido» La Pascua de la historia
2003-04-18 - Él es nuestra paz

Charlas de Adviento a la Casa Pontificia


2006-12-10 - «Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos
de Dios»
2006-12-03 - «¡Bienaventurados Los Que Ahora lloráis!» - La bienaventuranza de los
afligidos
2005-12-16 - La justicia que deriva de la fe en Cristo
2005-12-09 - La divinidad de Cristo en el Evangelio de Juan
2005-12-02 - La fe en Cristo hoy y en el inicio de la Iglesia
2004-12-10 - Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios
2004-12-03 - Adoro te devote
2003-12-07 - Aunque camine por un valle oscuro...
2003-11-30 - Sal de tu tierra y ve

Artículos
2007-03-21 - Entrevista a Raniero Cantalamessa - LA VANGUARDIA
Charlas
2007-03-04 - La Eucaristía
2002-05-04 - Testimonio Personal
2000-05-04 - Quiero ser profeta de Dios
1992-02-12 - Jesús - “causa de salvación” para todos aquellos que creen en él

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