Sei sulla pagina 1di 3

Todos son el pueblo de Dios que se me ha confiado.

por el C. Francisco Xavier Nguyen Van Thuan.

Textos extraídos de libro "Testigos de Esperanza" del Cardenal


Francisco X. Van Thuan; ejercicios espirituales de Cuaresma que él
mismo impartió a la Curia Romana en presencia de S.S. Juan Pablo II,
durante el Gran Jubileo del 2000.
“Me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente
sé que el Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan
prisiones y tribulaciones” .
El 1 de diciembre de 1976 me llaman de repente, a las 9 de la
noche, junto a otros prisioneros. Junto con los demás me llevan a la
bodega del barco, donde se almacena el carbón. Sólo hay una
lamparilla de petróleo; lo demás está totalmente oscuro. Somos 1,500
personas, en condiciones indescriptibles. En mi mente se desata una
tormenta. Hasta este momento estaba en mi diócesis, pero ahora ¡Dios
sabe dónde iré a parar! Medito las palabras de Pablo: “Me dirijo a
Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que el
Espíritu Santo en cada ciudad me testifica que me aguardan prisiones
y tribulaciones” (Hch 20, 22-23). Paso la noche angustiado.
Durante aquel viaje, cuando los prisioneros se enteran de que
está allí el obispo Van Thuan, se me acercan para comunicarme sus
angustias. Paso todo el día compartiendo sus sufrimientos y
confortándolos. Transcurro los tres días del viaje sosteniendo a mis
compañeros de prisión y medito sobre la pasión de Jesús. La segunda
noche, en el frío diciembre del Océano Pacífico, empiezo a
comprender que se abre una nueva etapa de mi vocación. En mi
diócesis había organizado diversos actos para la evangelización de
los no cristianos. Ahora se trata de ir con Jesús a las raíces de la
evangelización. Se trata de ir con El a morir extra muros: fuera
del recinto sagrado.
La tradición de la Iglesia primitiva reconoce esta realidad en
otro hecho: Jesús murió extra muros fuera de la puerta como dice
la Carta a los Hebreos (13,12s), fuera de la viña, es decir, de la
comunidad de Israel (cfr. Lc 20,15), y por tanto, fuera del lugar
santo de la presencia de Yahveh, donde sólo el hombre religioso
puede estar. Y así reveló, hasta las últimas consecuencias, que el
amor de Dios se da a conocer justamente allí donde, a los ojos del
hombre, Dios no está.
Tomando en consideración el cuarto Cántico del Siervo de Yahveh
fue contado con los rebeldes (Is 53,12), la joven Iglesia está
convencida de que el Crucificado abraza a todos los hombres, incluso
al más malo y desesperado. Mediante el velo rasgado de su cuerpo,
las fronteras entre recinto sagrado y mundo sin Dios han
desaparecido: para El, todos pueden tener acceso al Padre.
Pablo, y con él las primeras comunidades cristianas, tienen
siempre ante sí esta verdad desconcertante: la Cruz de Jesús está
plantada en el ámbito del mundo pecador. Si queremos descubrir el
rostro de nuestro Señor, tenemos que buscarlo, pues, entre los más
alejados. El nos espera en todo ser humano, sea cual sea su
situación, su pasado, su estado de vida.
En el Monte de los Olivos, antes de ascender al Cielo, Jesús dijo
a sus discípulos: Serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). Como los
Apóstoles, como Pablo, somos llamados a ir extra muros: a todos los
pueblos.
En el barco y luego en el campo de reeducación, tuve ocasión de
entablar diálogo con personas muy variadas: ministros,
parlamentarios, altas autoridades militares y civiles, autoridades
religiosas, budistas, brahmanes, musulmanes, personas de varias
denominaciones protestantes: bautistas, metodistas... En el campo
fui elegido ecónomo para servir a todos, repartir la comida, ir por
agua caliente y cargar con el carbón para la calefacción durante la
noche, porque los demás me consideraban un hombre de confianza.
Jesús crucificado fuera de las murallas de Jerusalén, al partir
de Saigón, me había hecho comprender que tenía que enrolarme en una
nueva forma de evangelización, no como obispo de una diócesis, sino
extra muros, como misionero ad extra, ad vitam, ad summum: hacia
fuera, durante toda la vida, hasta el máximo de mi capacidad de amar
y de darme. Ahora se abría otra dimensión: Ad omnes; para todos.
En la oscuridad de la fe, en el servicio, en la humillación, la
luz de la esperanza cambió mi visión: este barco, esta cárcel eran
mi catedral más hermosa, y estos prisioneros, sin excepción alguna,
eran el pueblo de Dios confiado a mi cuidado pastoral. Mi cautividad
era divina providencia, era voluntad de Dios.
Hablé de todo eso con los demás prisioneros católicos y nació
entre nosotros una profunda comunión, un nuevo compromiso: estamos
llamados a ser juntos testigos de esperanza para todos.
Y no puedo callar aquí la gran aventura misionera que se
desarrolló en Vietnam. En nombre de mi pueblo deseo expresar nuestra
especial y profunda gratitud a la Iglesia universal , a la
Congregación de Propaganda FIDE, a los valientes misioneros que nos
llevaron el Evangelio y derramaron su sangre en nuestra tierra, en
testimonio de la fe.
Hablando de la aventura de la esperanza, y en especial de la
evangelización, hablamos de la radicalidad del Evangelio. Me
sorprende el hecho que, en la Sagrada Escritura, Jesús, Pablo y Juan
se sirven a menudo de palabras que expresan la dimensión de lo
absoluto:
Todos sean uno (cfr. Jn 17,21), todos los pueblos (cfr. Mt 28,19).
Totalmente amarás al Señor: con todo tu corazón, toda tu mente,
todas tus fuerzas (cfr. Mt 22,37) Hasta el extremo Jesús amó a los
suyos (cfr. Jn 13,1) Por todas partes los suyos serán sus testigos
(cfr. Hch 1,8). De edad en edad perdura la lealtad del Señor (cfr.
Sal 100, 5; etc.).
Hay más términos que expresan la dimensión ilimitada de la obra de
la evangelización:

Como en el Cielo, así en la Tierra: el mismo amor (cfr. Jn 15, 12),


la misma misión (cfr. Jn 20,21).
Con las cuatro dimensiones se ha de manifestar en nosotros el
amor de Cristo: anchura, longitud, altura y profundidad (cfr. Ef 3,
18-19). Comprendo como San Maximiliano Kolbe estaba acostumbrado a
repetir: “absolutamente, totalmente, sin condiciones”. Jesús asumió
todo eso en la Cruz: consumatum est (cfr. Jn 19,30)
Sólo con la radicalidad del sacrificio podemos ser testigos de
esperanza, inspirados- como ha escrito Juan Pablo II en la encíclica
Redemptoris Missio- “en la caridad misma de Cristo, hecha de
atención , ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por
los problemas de la gente” (n.89).
La figura de Pablo nos acompaña en esta misión nuestra: “Siendo
libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más
que pueda. Con los judíos me he hecho judío...Con los que están sin
ley, como quien está sin ley... estando yo bajo la ley de Cristo...
Me he hecho todo a todos... Todo esto lo hago por el Evangelio”
(cfr. 1Co 9,19-23).
Jesús crucificado, en su solidaridad con el último, con el más
alejado, el sin Dios, abrió el camino al Apóstol para “hacerse todo
a todos”. Y Pablo, a su vez, nos comunica a los cristianos cuál es
el verdadero apostolado: revelar a cada persona, sin ninguna
discriminación, que Dios está cerca de ella y la ama inmensamente.
Al hacerse “uno” con todos, considerando con valentía a cada ser
humano, incluso el aparentemente más despreciable o enemigo, como
“prójimo” y como hermano, ponemos en práctica el contenido central
del alegre anuncio en la Cruz de Jesús. Dios se acerca a cada hombre
alejado de El y le ofrece perdón y redención. He ahí por qué la
evangelización no es una tarea confiada únicamente a los misioneros,
sino que es constitutiva de la vida cristiana: la Buena Noticia del
Dios cercano sólo se puede manifestar si nos acercamos a todos.
Dejemos que, a conclusión de esta meditación, se presenten ante
los ojos de nuestra mente una vez más los vastos horizontes de la
misión de la Iglesia, como se fueron dibujando con el Concilio
Vaticano II y como han sido testimoniados por los últimos papas:
Todo el hombre y todos los hombres son destinatarios de la Buena
Nueva.
La tarea de evangelizar nos impulsa, en círculos concéntricos, a
entablar un diálogo universal que empieza dentro de la Iglesia,
abraza a nuestros hermanos y hermanas de otras iglesias y
Comunidades eclesiales, se extiende hacia las grandes religiones,
establece vínculos de amistad y de cooperación con quien no
profesa una fe religiosa y no excluye ni siquiera a aquellos que
se oponen a la Iglesia y la persiguen de diversas maneras. “Todos
estamos llamados a ser hermanos”, afirma la Gaudium et Spes
(n.92).
Los casi 100 viajes pastorales de Juan Pablo II a los cinco
continentes, su encuentro con los aborígenes en Papúa Nueva
Guinea y su visita a la Isla de los esclavos, en Africa
occidental, sus coloquios con Fidel Castro en Cuba y su diálogo
con el gran jeque Al-Azhar en el Cairo, su obra de paz entre los
pueblos y religiones de Tierra Santa, representan con elocuencia
el rastro ilimitado que estamos llamados a recorrer al servicio
del Evangelio hoy.
La Santa Sede, en estos últimos decenios, se ha enriquecido con
nuevos dicasterios y otros numerosos organismos para responder
cada vez mejor a esta misión y recoger cuanto Cristo crucificado,
en su amor sin límites, sembró por todas partes. Mediante ellos la
Iglesia no sólo da, sino que también recibe.
Es para mí un privilegio poder participar en esta gran obra,
viviendo y trabajando desde hace varios años en la Curia Romana.
Desde el corazón de la Iglesia soy testigo feliz de las maravillas
que el Espíritu Santo obra día tras día para llevar la Buena Nueva
al corazón de cada pueblo, de cada cultura, de cada expresión de la
vida humana. Estoy agradecido por vivir en comunión con todos,
llevando en el alma las palabras de Pablo: “Me he hecho todo a todos
para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el
Evangelio para ser partícipe del mismo”.

Potrebbero piacerti anche