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7-8 de diciembre de 1941
Los primeros aviones llegaron volando alto, muy por encima de los barcos y sus
tripulaciones, que dormían en el fondeadero. Algunos de los pocos marineros
que estaban en cubierta llegaron incluso a saludar, maravillados ante la visión de
tantos aviones de combate en el aire un domingo tan temprano. Entonces, en el
agua, empezaron a escucharse las explosiones y los disparos desde Ford Island
y el campo de Hickam.
Tan sólo dos minutos después, más aviones, aproximándose rápidamente y
volando bajo, se dirigieron derechos a las filas de acorazados atracados a lo largo
de Ford Island. Rectificaron justo a tiempo para evitar los mástiles de la Marina
allí reunida, pero no antes de arrojar los torpedos desde sus vientres. Las estelas
de los proyectiles apuntaban como dedos hacia los navíos más grandes de la flota
estadounidense en el Pacífico. A medida que las cabezas de los torpedos, de 227
kilos, detonaban contra los cascos bajo el agua, aquellos que se encontraban en
cubierta podían ver la brillante insignia en las alas de los aviones verdes y platea-
dos que pasaban por encima: un círculo rojo que representaba el sol naciente de
Japón. Muchos de los que estaban durmiendo o trabajando bajo la cubierta nun-
ca llegaron siquiera a saber quién los mató.
Unos minutos después de la explosión de las primeras bombas y torpedos, los
operadores de las estaciones de radio en la costa y a bordo de varias de las naves
atacadas enviaron el mensaje «Ataque aéreo Pearl Harbor. No es ningún simula-
cro». Semanas más tarde, oficiales de Inteligencia encontraron la grabación de
otra transmisión de radio. A las 7.53 horas de aquella mañana, el comandante
Mitsuo Fuchida, jefe del ataque aéreo, había enviado una señal codificada al vi-
cealmirante Chuichi Nagumo, comandante en jefe de la 1.ª Fuerza Aérea, y a los
cuarenta y nueve bombarderos Kate, cuarenta torpederos Kate, cincuenta y un
bombarderos en picado Val, y cuarenta y tres cazas Zeke que lo acompañaban
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en la primera oleada del ataque. El mensaje que confirmaba que habían conse-
guido atacar completamente por sorpresa era una sola palabra, repetida tres ve-
ces: «¡TORA, TORA, TORA!».
contra los británicos en Hong Kong y contra las posesiones holandesas en Indo-
nesia.
Dijo al Estado Mayor del ejército imperial
que «si tenía éxito», el ataque podría permi-
tirles esperar una guerra corta y limitada, tras
la cual Japón buscaría rápidamente la paz bajo
sus propias condiciones. La idea general fue
aprobada por el Estado Mayor en junio de
1941. Entonces, Yamamoto preparó a sus me-
jores estrategas navales para la parte más difí-
cil: un ataque aéreo de dimensiones sin prece-
dentes contra Pearl Harbor, a 6.440 kilómetros
de Japón. En agosto, trabajando contrarreloj
en el más absoluto secreto, el vicealmirante
Takajiro Onishi y los también aviadores nava-
les Minoru Genda y Mitsuo Fuchida pudieron
presentar un plan final de ataque que requería
El almirante Yamamoto, comandante en jefe seis portaaviones y más de 350 aviones.
de la flota combinada japonesa fue el A principios de septiembre de 1941, el Es-
estratega del ataque a Pearl Harbor.
tado Mayor del ejército imperial japonés apro-
bó el arriesgado plan militar de Yamamoto y comenzó un riguroso periodo de
entrenamiento previo al ataque. A principios de noviembre, los seis portaaviones,
dos acorazados, tres cruceros, nueve destructores, treinta submarinos y ocho bu-
ques cisterna que integraban la 1.ª Fuerza Aérea de Nagumo comenzaron a tomar
posiciones en la bahía de Tankan, en las islas Kurile, la base naval japonesa más
remota y más al norte. En la noche del 26 de noviembre, este ejército, la flota
militar más poderosa jamás reunida en el Pacífico, recibió la orden de partir hacia
las heladas aguas del Pacífico norte y dirigirse hacia el este. Una vez fuera de
puerto, navegando sin luces y con un riguroso silencio radiofónico, los capitanes
de las cincuenta y ocho naves abrieron los sobres que contenían sus órdenes se-
cretas y conocieron su objetivo: Pearl Harbor.
Mientras tanto, a medida que la fuerza de Nagumo avanzaba sin ser detectada
hacia su objetivo, los estadounidenses que estaban en Pearl Harbor permanecían
angustiosamente desprevenidos ante el ataque que se avecinaba. Algunos, inclu-
yendo al almirante Husband E. Kimmel, comandante en jefe de la flota del Pací-
fico, y el teniente general Walter C. Short, general al mando del Departamento
hawaiano del ejército de Estados Unidos, pensaban que tendrían conocimiento
por anticipado de cualquier ataque japonés.
Tanto Kimmel como Short sabían que los criptógrafos estadounidenses ha-
bían descifrado el código púrpura japonés, dando acceso a los oficiales de alto
rango de Estados Unidos a los mensajes diplomáticos de Tokio. Basándose en los
despachos telegrafiados desde Tokio a los embajadores japoneses en Washington
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estaban escondidas en la muy secreta base naval de Kure. Esas armas —tan secretas
que sólo un puñado de oficiales militares japoneses las conocían— eran submarinos
de bolsillo. Los japoneses llevaban años trabajando en silencio en aquellos submari-
nos especializados. Fushimi estaba convencido de que podrían penetrar en el seguro
puerto de Pearl Harbor. Quería que se incluyesen cinco en la misión, de modo que
al atacar a los barcos estadounidenses que estaban en sus muelles, el servicio de
submarinos formase parte de la gran victoria sobre la flota americana.
Los minúsculos submarinos, de veinticuatro metros de largo y dos de alto,
eran mucho más pequeños que los submarinos convencionales. Desplazaban sólo
cuarenta y seis toneladas y tenían sitio para dos tripulantes especialmente entre-
nados para esa misión.
Yamamoto no quería incluir al principio los submarinos, que no se habían
probado, en el ataque, temiendo que le podrían costar la ventaja de la sorpresa
si eran detectados antes de que su fuerza aérea estuviera sobre el objetivo. Los
pequeños submarinos de Fushimi tendrían que ser trasladados a su posición ho-
ras antes del ataque, con lo que se corría el riesgo de que fueran detectados, aler-
tando así a los militares estadounidenses de lo que se avecinaba.
Los submarinos de bolsillo, oficialmente llamados Submarinos con Fines Es-
peciales (SPS), se empezaron a construir a finales de los años treinta y la Marina
imperial los había sometido a pruebas intensivas en la base secreta de Kure. Pero
eran un arma nueva y aún no se habían utilizado. Yamamoto, que no sólo era
experto en el arte de la guerra sino también prudente con respecto a la realidad
política, entendió que el príncipe Fushimi tenía poderosos aliados en el entorno
del emperador, así que de mala gana modificó su plan de ataque para incluir los
submarinos de bolsillo.
Los submarinos de Clase I, los más grandes de Japón, podían albergar un SPS
detrás de la torre de mando. Yamamoto designó al grupo como Unidad Especial
de Ataque.
Los minisubmarinos, de 600 caballos de vapor, funcionaban por medio de
baterías y podían hacer 23 nudos en superficie y 19 nudos sumergidos, pero sólo
durante dos horas. A 2 nudos, podían funcionar durante casi diez horas sumergi-
dos, si la tripulación de dos hombres no se quedaba antes sin aire. Debido a estas
limitaciones, Yamamoto ordenó que los barcos I de la Unidad Especial de Ata-
que se aproximaran a unas 10 millas de Pearl Harbor a primera hora de la maña-
na del 7 de diciembre, rodearan la entrada y lanzaran sus submarinos de bolsillo.
Los submarinos nodriza se retirarían entonces a un punto de cita frente a Oahu
y esperarían la vuelta de los SPS después del ataque.
Cada SPS estaba equipado con dos torpedos Tipo 97, de 457 milímetros.
No había nada «de bolsillo» en esas armas; cada una de las cuales tenía una
cabeza de 350 kilos. Cuando se disparaban desde los tubos verticales que esta-
ban en la proa de los submarinos, podían alcanzar más de 4,5 kilómetros a 80
kilómetros por hora. Los submarinos de bolsillo también llevaban cargas ex-
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Océano Pacífico
Una milla al sur de Oahu
Domingo, 7 de diciembre de 1941
Una vez lanzados desde los submarinos nodriza, los capitanes de los minisubma-
rinos trataron de abrirse camino hacia el puerto para estar en su puesto junto a
Ford Island cuando empezase el ataque aéreo.
Las tripulaciones de los submarinos de bolsillo podían ver las luces de Hono-
lulu a través de sus periscopios y oír música de jazz procedente de las emisoras
de radio locales; las mismas cuya señal había guiado a los submarinos nodriza al
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punto de partida a 10 millas de la bocana del puerto. Llegar hasta allí había sido
relativamente fácil. Deslizarse a través de la red antisubmarinos para entrar en el
fondeadero que estaba detrás o pasar junto a uno de los barcos estadounidenses
que entraban en el puerto suponía un desafío mucho mayor.
El comandante de la Unidad Especial de Ataque de los cinco submarinos, el
teniente de veintinueve años Naoji Iwasa, había sido piloto de pruebas. Había
entrenado a los otros nueve hombres y había subrayado la importancia y grave-
dad de su tarea. No dijo exactamente que la suya era una misión suicida, pero
nadie dudaba de que lo fuera. «Nadie pretende que volvamos», dijo Iwasa a sus
hombres. Iwasa, capitán del submarino nodriza I-22, era también capitán del SPS
I-22TOU. Era el mayor de los miembros de la tripulación, y su segundo era Nao-
kichi Sasaki, experto espadachín kendo.
El teniente Masaji Yokoyama, capitán del SPS I-16TOU, era asistido por el
contramaestre Sadamu Uyeda, un silencioso joven campesino.
El capitán Shigemi Furuno, del SPS I-22TOU había dicho a sus padres que
no podía casarse porque debía estar dispuesto a morir en cualquier momento. Su
segundo era el contramaestre Shigenori Yokoyama.
El alférez Akira Hiro-o, capitán del SPS I-20TOU, de veintidós años, era el
más joven de los tripulantes de los submarinos de bolsillo. El contramaestre
Yoshio Katayama, un joven granjero, era su segundo.
El alférez Kazuo Sakamaki era el capitán del SPS I-24TOU, y su tripulante,
el oficial técnico jefe Kiyoshi Inagaki.
A las 3.42, el dragaminas Condor, de patrulla a la entrada del puerto, avistó
lo que parecía ser el periscopio de un submarino que seguía al Antares cuando
se dirigía lentamente hacia el puerto, esperando a que la red antisubmarinos se
retirara al amanecer para poder entrar. La tripulación del Condor emitió inmedia-
tamente un aviso por radio: AVISTADO SUBMARINO AL OESTE; VELOCIDAD
CINCO NUDOS. Alertada por el Condor, la tripulación del Antares también vio al
submarino y repitió el mensaje. Un avión de reconocimiento PBY que sobrevola-
ba el puerto y el Ward, un antiguo destructor de cuatro chimeneas tripulado por
reservistas del Medio Oeste y al mando de un flamante capitán, William Outer-
bridge, oyeron los avisos.
A bordo del Ward, el fogonero Ken Swedberg, un joven reservista de St. Paul,
Minnesota, estaba en su puesto de combate a los pocos segundos de la alerta. Al
escudriñar en la oscuridad, lo primero que pensó fue que tenía que ser uno de los
submarinos de Hitler.
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Yo era fogonero de primera clase, lo que significaba que solía estar normal-
mente en la sala de calderas. Para eso fui entrenado. Pero mi trabajo en el
«puesto de combate» estaba arriba, en cubierta, manejando un cañón antidiri-
gibles de la Primera Guerra Mundial diseñado para abatir globos aerostáticos.
Hacia la una de la tarde del sábado 6 de diciembre, el capitán hizo una lla-
mada de ejercicios al «puesto de combate» para poner a prueba a su tripulación
de reserva. Eran los primeros ejercicios, y creo que estuvo muy acertado en ha-
cerlos, como más tarde se demostró. Fuimos a los puestos de batalla y yo colo-
qué mi cañón de 76 milímetros en la proa, justo debajo de nuestra batería prin-
cipal, el cañón número uno de 101 milímetros. Terminamos los ejercicios y el
capitán se sintió satisfecho, así que volvimos a nuestras tareas habituales.
Se colocaba una tela metálica en la entrada del puerto al anochecer y,
normalmente, no se volvía a abrir hasta el amanecer. Por la noche, patrullá-
bamos en zig-zag, probando nuestro sónar relativamente nuevo. A las 3.45 de
la mañana del 7 de diciembre, uno de los dragaminas, el Condor, avistó lo que
pensaban que era un periscopio. Fuimos a los «puestos de combate», corri-
mos hacia el lugar y buscamos durante una hora, pero no encontramos nada.
De modo que seguimos patrullando.
Al romper el día, hacia las 6.30, cuando el puerto empezaba a despertar,
el Antares se encontraba fuera, esperando a que abrieran la tela metálica para
poder entrar en Pearl Harbor. Y tras el Antares divisamos la torrecilla de ese
submarino, sobresaliendo casi un metro del agua, con la pretensión evidente
de ir tras el barco de suministros hasta el interior del puerto. Fuimos inmedia-
tamente a nuestros puestos de combate, y mientras corríamos hacia ellos, un
PBY dejó caer una bomba de humo para marcarnos la posición. Mientras yo
manejaba mi cañón en la proa, pude ver que se acercaban muy deprisa.
Tuve un asiento de primera fila. Parecía que íbamos a colisionar con él, y
todo el mundo empezó a prepararse; pero en el último minuto, el capitán se
dirigió hacia el puerto. Cuando lo hizo, el estribor, o lado derecho, se alzó un
poco. Nuestros cañones navales no podían disparar hacia abajo, así que cuan-
do disparamos, el primer proyectil, que partió del cañón número uno, de 101
milímetros, pasó por encima de la torrecilla.
En ese momento nos encontrábamos casi paralelos al submarino, y el ca-
ñón número tres que estaba encima del puente de mando, a estribor, apuntó
y disparó. Estábamos tan cerca que el proyectil no explotó, pero hizo un agu-
jero en la torrecilla. Era un agujero relativamente pequeño, pero al submarino
le entró agua y empezó a hundirse.
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El PBY era un avión muy lento y pesado, pero tenía gran alcance. Llevaba una
tripulación de ocho personas y tenía dos motores; se utilizaba para reconoci-
mientos de amplio alcance en el mar. Volaba en patrullas entre 700 y 800 mi-
llas y volvía. No era un avión de combate; sólo de reconocimiento, pero te-
níamos cañones por si éramos atacados.
La mañana del 7 de diciembre nos tocaba volar; de hecho fue mi primera
patrulla como piloto jefe, pues había sido nombrado comandante de patrulla
la semana anterior. Despegué antes del amanecer con otros dos aviones, uno
pilotado por Fred Meyers y el otro por Tommy Hillis. Salimos de Kanehohe
Bay, al norte de la isla de Oahu, rodeamos Barber’s Point, giramos hacia el este
y volamos hacia el sur de Pearl Harbor, a una distancia de unas dos millas de
la isla. Luego viramos ligeramente hacia el sureste y seguimos la fila de islas
de Maui y Lanai hacia la gran isla —a unas cien millas— antes de dar la vuelta
y seguir en paralelo a unas veinte millas mar adentro. Eso era lo que se supo-
nía que tenía que hacer. Los otros dos aviones tenían planes de vuelo algo di-
ferentes, hacia el norte y el este de donde estaba yo.
Lo vi, y el copiloto también lo vio: parecía una boya en el agua, pero una
boya que se desplazaba. Nunca habíamos visto algo parecido. Sin duda era un
submarino enemigo, y parecía dirigirse directamente hacia Pearl Harbor. Mi-
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ramos hacia la izquierda y vimos que el Ward avanzaba hacia el objeto. Está-
bamos demasiado cerca como para tirar una bomba, así que lanzamos dos
bengalas de humo sobre el sumbarino para ayudar al Ward a localizarlo.
Viramos hacia la izquierda para dar la vuelta y ver lo que estaba pasando,
y al hacer girar el avión vi que el Ward estaba disparando al submarino. Me
pareció que el primer disparo iba demasiado alto, y creí que el segundo tam-
bién, pues lo vi hundirse en el agua detrás del submarino.
No había duda de que era un submarino enemigo, porque los nuestros no
tenían permiso para sumergirse en aquella zona, y nos habían ordenado que
atacásemos a cualquier submarino que viéramos en el área restringida. Com-
pletamos nuestro círculo, volvimos y dejamos caer dos cargas de profundidad.
El Ward siguió atacando con cañones, dejando caer cargas de profundidad a
medida que navegaba sobre el lugar donde se encontraba el submarino.
Informamos de lo siguiente: HUNDIDO SUBMARINO ENEMIGO A UNA MILLA
AL SUR DE PEARL HARBOR. Lo enviamos codificado, no por voz, a nuestro cuartel
general. No teníamos notificación de que estuviéramos en guerra, pero lo man-
damos en código morse, como se suponía que debíamos hacer. Recibimos una
respuesta de la base que decía: VERIFIQUEN SU MENSAJE. Así lo hicimos, y nues-
tra base nos dijo que permaneciéramos en la zona hasta nuevas órdenes.
Volamos en círculos durante un tiempo. Como no vimos nada más, segui-
mos patrullando.
El alférez de veintitrés años Kazuo Sakamaki, vestido sólo con una toalla alrededor
de la cintura, estaba sentado ante el periscopio de su submarino de bolsillo. Como
no tenía contacto por radio con los demás SPS, no sabía que uno de ellos había sido
hundido. Hizo girar el periscopio para ver si el Antares, el barco de suministros que
esperaba en el exterior del puerto, había recibido permiso para entrar en la bahía y
acercarse a los muelles. Si el Antares estaba avanzando en esa dirección, eso significa-
ría que la red submarina estaba abierta y el alférez Sakamaki podría manejar su nave,
sumergida bajo el Antares, para entrar en el puerto junto con todos los barcos de la
Marina estadounidense anclados alrededor de Ford Island. Sakamaki tenía órdenes
de entrar en el puerto, lanzar sus dos torpedos y «hundir todos los barcos que pudie-
ra». Según sus órdenes, los portaaviones eran la prioridad, después, los acorazados
y los cruceros pesados. Si los portaaviones no estaban allí, los japoneses decidieron
que su objetivo principal sería el acorazado Pensylvania, el buque insignia del almi-
rante Husband Kimmel, comandante de la flota estadounidense del Pacífico.
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Hacía más de siete horas que el submarino de bolsillo había sido lanzado del
submarino nodriza, y los gases de ácido sulfúrico se acumulaban dentro del estre-
cho recinto.
Pero el alférez Sakamaki tenía problemas mayores dentro de su minúsculo
submarino que la acumulación de los gases tóxicos. Desde que se habían separa-
do del I-24, la brújula giroscópica del minisubmarino —su principal medio de
navegación— funcionaba mal. Él y su compañero, el contramaestre Kiyoshi Ina-
gaki, llevaban horas trabajando para reparar la brújula, pero no lo habían logra-
do. Deseosos de participar en el ataque, ambos estaban cada vez más nerviosos
pues pensaban que no iban a poder entrar en el puerto antes de que empezara el
ataque aéreo, al cabo de poco más de una hora.
La misión de Sakamaki consistía en dirigir el minisubmarino y la de Inagaki
manejar el lastre y las válvulas de equilibrado. Juntos trataron de navegar hacia
la bocana del fondeadero, recordando los detallados mapas de Pearl Harbor que
habían aprendido de memoria cuando estaban en ruta a través del Pacífico pro-
cedentes de Japón. Ellos, junto a los tripulantes de los demás submarinos de
bolsillo, tuvieron que estudiar todos los detalles y características pertinentes, no
sólo de Pearl Harbor sino de otros cuatro puertos: Singapur, Hong Kong,
Sydney y, quizá lo más terrible para los estadounidenses si lo hubieran sabido,
San Francisco.
Poco más de una hora después de que el Ward hundiera un submarino fuera del
fondeadero, el Curtiss, un buque de aprovisionamiento de aeroplanos, y un barco
de refuerzo, el Medusa, también avistaron a uno de los submarinos de bolsillo, esta
vez dentro de Pearl Harbor. Inmediatamente mandaron mensajes al Monaghan, un
destructor que acababa de ponerse en camino. Pero mientras el Monaghan calen-
taba motores, el cielo se llenó de aviones y aquello fue la debacle.
Mientras los aviones japoneses dejaban caer bombas y torpedos, castigando los
aeródromos, los barracones y la flota de los americanos, sólo uno de los SPS pene-
tró en el puerto. Lanzó un torpedo contra el Curtiss, que en ese momento ya estaba
seriamente dañado después de que un avión japonés se estrellara contra él. A pesar
del fuego cruzado, y teniendo, además, que defenderse de otros aviones, la tripula-
ción del buque de aprovisionamiento contestó al ataque de torpedos con una salva
de cañonazos que alcanzaron de lleno a la torrecilla del submarino.
El misil submarino dirigido al buque de aprovisionamiento falló y alcanzó el
muelle de Pearl City. Pero la trayectoria del torpedo alertó a los vigías del Mona-
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momento, ambos estábamos medio mareados porque el aire estaba muy vicia-
do en el interior del submarino.
Antes de darme cuenta estaba flotando en el mar, herido. No estoy seguro,
pero quizá cuando saltamos al agua, nos herimos con los corales. No lo sé. Las
olas —muy grandes— me llevaron hasta la isla, delante del aeródromo esta-
dounidense.
Estaba inconsciente... y no recuerdo nada. Fui capturado.
estrellado con la zanja del extremo. Los que estábamos en los BOQ (Pabellón
de Oficiales Solteros) nos vestimos rápidamente, corrimos hasta el aparato y
descubrimos que la tripulación estaba muy nerviosa. Les habían disparado.
Les preguntamos: «¿Qué queréis decir, cómo que os han atacado? ¿Quién
os ha atacado?».
Y mientras tratábamos de entender la situación, llegó una escuadrilla de
aviones japoneses y empezó a bombardearnos. Todos corrimos a ponernos a
cubierto. Yo corrí al centro de operaciones y me quedé allí hasta que los ata-
cantes se fueron.
Después del ataque, se abrió la armería. Ninguno de nosotros había lleva-
do antes un arma, pero entonces pudimos coger la que quisiéramos. Cogimos
fusiles de calibre 45 y M1, pero no había munición. Lo único que había eran
bandoleras para las ametralladoras de calibre 30, pero las vainas cabían en los
fusiles, así que nos colocamos las bandoleras.
Nos dijeron que nos emparejáramos, que caváramos trincheras y que nos pre-
parásemos para el combate cuerpo a cuerpo. A última hora de la tarde, me empa-
rejé con un joven piloto de Texas. Él era más inexperto que yo, y ninguno de los
dos había disparado nunca un arma. Empezó a llover, hacía muy mal tiempo, y
nos sentamos compadeciéndonos mutuamente, pensando que podría ser nuestro
último día en la tierra. Él estaba sentado a mi derecha; como estaba lloviendo, sa-
có el pañuelo para secar el fusil y se le disparó sobre mi regazo. ¡Casi me convier-
to en un Corazón Púrpura de Pearl Harbor el primer día de la guerra!
Más tarde, después de que oscureciera, estábamos sentados en la trinchera y
vimos dos figuras caminando hacia nosotros desde el mar, a unos 90 metros de
donde nos encontrábamos. Cuando se acercaron lo suficiente, vi al cabo Auki,
miembro de la Guardia Nacional Hawaiana, que llevaba delante a un prisionero
desnudo, con excepción de un taparrabos. El cabo nos lo entregó a nosotros.
Yo pregunté: «¿Dónde lo ha encontrado?».
El cabo Auki dijo: «Ha salido del agua».
Pensé que se alegraba de entregárnoslo. Nosotros teníamos que llevarlo ante
una autoridad superior, así que nos dirigmos al centro de operaciones. Le hici-
mos sentarse y nos dimos cuenta de que había estado muchas horas en el agua.
Tenía la piel arrugada y parecía agotado, así que le pusimos una manta sobre los
hombros y le dimos agua y galletas saladas. Tratamos de hablar con él, pero es-
taba desafiante. Nos miraba alternativamente a uno y a otro, y nos dimos cuenta
de que no llegaríamos a ninguna parte con él. Decidimos que dos jóvenes te-
nientes sin experiencia en interrogatorios no iban a hacer hablar a aquel tipo.
Una hora después, seguíamos como al principio. No sabíamos quién era
ni de dónde venía; sólo deseábamos que apareciese un oficial de rango supe-
rior y nos lo quitara de encima.
Pasó otra hora. Y entonces, de pronto, el prisionero habló. En un inglés
rudimentario, pidió un papel y un lápiz. Escribió: «Soy oficial de Marina ja-
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sido. La mitad de la flota del Pacífico, incluyendo sus tres portaaviones —el En-
terprise, el Lexington y el Saratoga—, estaba fuera del puerto en diversas misio-
nes. Como los japoneses no atacaron los astilleros, la recuperación y reparación
de los navíos afectados empezó casi inmediatamente. De los barcos que los japo-
neses creían haber hundido para siempre, sólo el Arizona y el Oklahoma (y el
barco objetivo Utah), fueron pérdidas totales. El West Virginia, el California, el
Nevada, el Pensylvannia, el Maryland y el Tennessee fueron reparados y entraron
en acción en la guerra con posterioridad. Y lo mismo ocurrió con los cruceros
Helena, Honolulu y Raleigh. Aparte de los destructores Cassin y Downes y el bar-
co de reparaciones Sotoyomo, que quedaron inservibles, todos los demás navíos
afectados durante el ataque se repararon y volvieron a entrar en funcionamiento.
Los pilotos de Fuchida también ignoraron otros dos objetivos que hubieran
sido críticos para Estados Unidos en los días posteriores: ni una sola bomba o
bala japonesa tocó el enorme depósito de combustible de la flota, donde se alma-
cenaban millones de litros de fuel y gasolina para la aviación. Pero el error más
grande quizá fuera que no se alcanzó a ninguno de los submarinos estadouniden-
ses fondeados en el puerto en el momento del ataque. La flota combinada de
Yamamoto advertiría pronto las consecuencias de esos errores.
Un total de 350 aviones japoneses llevaron a cabo ataques contra el Utah, el
Raleigh, el Helena, el Arizona, el Nevada, el California, el West Virginia, el Okla-
homa y el Maryland. La flota estadounidense del Pacífico fue casi diezmada. Al
mismo tiempo, los ataques a las bases aéreas cercanas dañaron severamente el
material aéreo americano. La Base Aérea Naval de Kanehoe perdió treinta y tres
de sus treinta y seis naves aéreas Catalina PBY. Hyckam Field y la base de Ford
Island sufrieron grandes daños en las pistas de aterrizaje, en los aviones estacio-
nados en los aeródromos y en los barracones y edificios del Pabellón de Oficiales
Solteros que albergaban al personal militar.
Unos noventa y ocho barcos, aproximadamente la mitad de la flota estadouni-
dense del Pacífico, estaba en puerto en el momento del ataque. Milagrosamente,
la otra mitad de la flota se encontraba en otros lugares del Pacífico aquel aciago
día. Todos los portaaviones, la mayor parte de los cruceros pesados y más o me-
nos la mitad de los destructores estaban en el mar cuando tuvo lugar el ataque.
Esa feliz circunstancia ayudaría mucho a Estados Unidos cuando tuvieron que
responder, decididos a rehacerse.
La suerte, o la Providencia, desempeñó un papel fundamental aquel día para
Estados Unidos.
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