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Elegía, la última novela de Philip Roth, es una miniatura espléndida que investiga la
dificultad de dotar de sentido a la existencia individual, sometidos como estamos a la
enfermedad, la decadencia y la muerte. Esas cuestiones universales se abordan a partir
de un personaje plenamente surgido de su mundo literario. Roth ha logrado expresar de
una forma repleta de fragancias complejas y sutiles unas preguntas que surgen entre las
entrañas de la vida.
Al mismo tiempo, de una manera extraña, junto a este capitalismo del consumo de
masas, persiste en muchos de sus poros, y con notable fuerza emocional en algunos
segmentos de la sociedad, la ilusión religiosa de una salvación que preservaría de la
muerte eterna. Es como si en los occidentales combinasen dos analgésicos distintos para
ocultar una verdad radical, la de la muerte.
Elegía constituye una evocación extremadamente honesta de lo que el tiempo hace con
un ser humano. La vida es, en su propia naturaleza, un proceso que conduce a la
decadencia, la cual se manifiesta en la enfermedad y en la vejez (No es una batalla, es
una masacre, viene a decir el protagonista de la novela). Pero la decadencia sólo es una
preparación del fin. Somos seres destinados a dejar de ser y, en cuanto tales, nada más
elegíaco que esa perdición, esa pérdida del ser, destino común de lo vivo. En tanto que
los individuos encarnan como un holograma la institución social, comparten con ella ese
ser dejando de ser. Toda creación es trágica, tiene un destino inevitable.
Un primer paso hacia la autonomía es negarse a ser engañado. “No aceptaba las
mistiticaciones acerca de la muerte y de Dios ni las obsoletas fantasías del paraíso. Sólo
existían nuestros cuerpos, hechos para vivir y morir de acuerdo con unas condiciones
decididas por los cuerpos que habían vivido y muerto antes que nosotros” (Elegía).
El origen etimológico griego de elegía remite a lo que es digno de ser recordado. ¿Hay
algo más digno de serlo que lo que se ha perdido para siempre? Por ello, la elegía
encuentra su pleno sentido cuando es acompañada por una comprensión atea de la
existencia. La elegía es el más genuino lamento de la tragedia humana, en la cual todo
se va a perder y todo se pierde para siempre.
La mirada humana elegíaca es la del dolor inefable ante el ayer, ante todo pasado.
Muchas grandes obras artísticas, literarias y cinematográficas particularmente, han
abordado esa pérdida definitiva de algo que fue y no es. Marcel Proust ha sido el
maestro universal de la elegía. Toda su obra es un inmenso tratado de carácter elegíaco,
donde al construir desde el presente del escritor el pasado evocado, muestra la
imposibilidad del sueño del arte de recuperar la vida. Pero en realidad el arte no es
recuperación sino creación y, por tanto, lo que hace una obra completamente genial
como la de Proust es construir el más majestuoso de los lamentos sobre la condición
humana, donde la elegía del individuo que fue y está dejando de ser complementa la de
una sociedad también perdida.
La democracia tiene una sustancia atea. El ethos democrático requiere esa convicción
íntima de que somos seres mortales, que construimos nuestra propia existencia y que
negamos la esperanza en ninguna forma de salvación. No existe un sentido
preconstituido, nosotros construimos sentido. Dado que estamos destinados a dejar de
ser, y estamos solos, ¡pensemos en como queremos y debemos vivir nosotros y los que
nos rodean!. La enfermedad de la sociedad contemporánea, insuficientemente
democrática, insuficientemente atea, es su creciente incapacidad para crear sentido
individual y colectivo.
Elegía, autonomía y ateísmo son conceptos destinados a que los seres humanos miren
de frente su destino.
La elegía es una forma artística propia de una mentalidad atea. Da cobertura al deseo del
combate imposible contra la muerte sin aceptar la ilusión religiosa. La elegía es el canto
a quienes lo pierden todo, a quienes saben que al perder la vida pierden cuanto tenían. A
quienes saben que cada existencia es un activo irrepetible. La elegía llora por nosotros y
nos ayuda, junto al ateísmo, a construir un mundo donde la belleza, la igualdad y la
libertad permitan una buena vida mientras nos llega el momento de dejar de ser.
Mientras tanto.
El breve libro de Roth evoca lo elegíaco de una forma noble, desde el dolor y desde la
comprensión.