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Recuerda Leonardo Polo2 una definición de educación de ese gran pedagogo que
fue Tomás Alvira: «Ayudar a crecer». No sustituirle en esa tarea (hacer las cosas por
ellos, defenderles en exceso), pero tampoco abandonarles a su suerte. Ayudar. La
educación parte de la condición de menesterosidad del niño (del joven, del adulto),
quien educa se hace cargo de tal condición presentando su apoyo para ayudar.
Los que se dedican a educar tienen como ocupación esa función de ayuda. Su
tarea (tanto en padres como en profesores) es propiamente el hijo. La formación que
ellos reciben, los consejos que buscan, la experiencia acumulada, etc., se orientan hacia
el hijo quien a causa de su nacimiento prematuro, de la indefensión que necesita muchos
años para encontrar armas de autodefensa, nos está pidiendo socorro.
Si lo importante es el hijo debemos sacar dos consecuencias inmediatas. La
primera: el hombre que es hijo no se debe todo a sí mismo. La segunda: nadie puede
hacer las cosas solo, la autonomía radical no funciona. Ambas afirmaciones, como en
general las cuestiones filosóficas, caen en el terreno de lo evidente.
1− Que uno no se lo debe a sí mismo todo parece claro en la medida en que no
hemos escogido ni el momento de nuestro nacimiento, ni nuestra familia,
circunstancias, carácter, sexo, tendencias genéticas, etc. A veces se ha tratado de señalar
esto con la expresión «libertad situada». ¿Es el ser humano libre? Sí, pero en cierta
medida, pues sus condicionamientos (biológicos, culturales) son indudables; porque no
puede no elegir; porque su ser se da en un marco del que no sólo no puede escapar, sino
del que tampoco puede prescindir. Quizás estas determinaciones (el ‘estar situado’)
puedan parecer excesivas para un espíritu con vocación libre (¿mejor decir
desarraigada?) como el de la Modernidad, y tal vez por eso tantos seres humanos se
hayan empeñado en dejar el papel de hijos (desde el ‘superhombre’ de Nietzsche al
‘complejo de Edipo’ de Freud), en matar al padre, en ponerse a sí mismos como figura
paterna que los demás han de reverenciar aunque no les guste, aunque contradiga su
naturaleza (tal vez esto sea lo característico de los totalitarismos de todo cuño tan
propios del Siglo XX, el afán de sustituir al ‘Padre Dios’ por ‘papaíto Stalin’3).
1
Al usar el término tutor en este texto se hace referencia a la figura del ‘asesor personal’ que algunos
colegios ofrecen como una de sus ofertas educativas. La tarea de este asesor (denominado también
preceptor, según los colegios) es establecer una relación con el alumno, y después con los padres, de
manera que pueda ayudarle de manera directa a optimizar su tarea en la escuela, así como centrar otros
aspectos de la educación distintos al plano académico, como son la educación en las virtudes humanas
(generosidad, amistad, laboriosidad, etc.), la actitud en el hogar paterno y en la vida cristiana, en la
medida en que este aspecto sea uno de los característicos del centro en cuestión.
2
Algunas de las ideas que siguen se presentan en L. Polo, Ayudar a crecer, Eunsa, Pamplona 2006, un
libro sin duda desigual pero con algunas sugerencias interesantes.
3
Cf. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Tecnos, Madrid 2003.
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caso (del quién) que se tiene delante. Y, como ya se ha dicho, en educación el ideal sería
no contar nunca más allá de uno8.
¿De qué más maneras puede mejorar la profesionalidad? Guardar la autoridad,
preparar las entrevistas (disponer de tiempo), usar del arte de escuchar y de la capacidad
de empatía son los que ya se han dicho. Un último modo es cuidando la formación para
esa tarea. Esta formación se recibe por la experiencia (de modo que a mayor juventud
mayor debe ser la prudencia en un consejo, y siempre −no importa la edad− debería
evitarse la respuesta ‘carismática’ e improvisada que con frecuencia no consigue otra
cosa que el descrédito). Otra vía de formación está en el estudio, en la lectura de
trabajos pedagógicos, sobre relaciones familiares, de psicología. Una importancia
capital sería el conocimiento de principios de antropología filosófica (a fin de cuentas
quien se dedica a educar, a ‘ayudar a crecer’, es alguien empeñado en que los hombres
aprendan a ser quienes son para así poder serlo), especialmente la teoría aristotélica de
la virtud y nociones como persona, libertad, voluntad, sentimiento, etapas de desarrollo
psicológico, etc. Es decir, se pide al tutor la ambiciosa tarea de ser experto en
humanidad.
Es triste cuando se recibe la queja de unos padres porque los profesores de su
hijo, en los tres primeros años de colegio, no han sabido detectar un problema de
hiperactividad, falta de concentración, de integración en el grupo, discriminación, etc.
No se trata de que sea el educador quien diagnostique un posible problema psicológico,
porque él no es médico, pero sí que debe tener las herramientas para aconsejar la
pertinencia de una visita al especialista. A fin de cuentas, si todo efecto tiene su causa, y
se ve que un alumno o alumna no rinde suficientemente, o que su comportamiento
escapa de los parámetros de la normalidad (tristezas, cambios bruscos de humor,
violencia en casa o en la calle, falta de adaptación), ¿no se debería investigar qué es lo
que ocurre? De ese modo se ayuda. Con la indiferencia −en cambio− la profesionalidad
docente brilla por su ausencia9.
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Una salvedad compleja sería el ‘bien del grupo’ en el caso de un alumno con un proceso adolescente
especialmente difícil, unido quizás a la violencia, el consumo de drogas, abandono familiar, etc. ¿Qué
debe prevalecer allí, el conjunto del alumnado o el ideal educativo de sacar adelante a cada persona? Si
aplicamos el principio del bien común debería prevalecer el grupo (la manzana podrida deteriora todo el
cesto, hay una responsabilidad de defender a los más débiles, existe el principio de ‘defensa propia’); si
nos ponemos en la piel de la familia del sujeto problemático (o del propio muchacho o muchacha en su
madurez, una vez pasada la crisis, si se pasa) no hay duda de que habría que tratar de ayudarle a superar
su estado (si uno fuera el padre o la madre de esa persona, ¿qué querría que se hiciera con ella?; ¿y no
sería lo justo actuar del mismo modo con cualquier otro padre o madre?). De nuevo está el problema de
los recursos (¿a cuántos problemáticos se puede atender sin dañar a los normales, sin descuidarles?) si
bien la cuestión de la justicia y del sentido mismo de la tarea educativa se plantean con toda su crudeza:
¿la educación debe pretender sacar adelante a las personas complejas, o por el contrario su función es
buscar la excelencia de la mayoría, dejando fuera a los que ‘no quieren’ cultivarse? El problema puede
tratarse de otro modo: para un profesor es más gratificante y cómoda la normalidad que los casos
‘difíciles’. ¿Es ése un motivo para dejarlos de lado? ¿Hasta qué punto habría que insistir si el rechazo del
joven se mantiene? ¿Acaso los profesores deben terminar por convertirse en una suerte de ‘trabajadores
sociales’ o de vigilantes no armados, y los institutos o colegios en esos ‘centros de reclusión de día’ en
que con frecuencia parece que se han transformado? Son todas preguntas que sólo podrían responderse
aplicando la virtud de la prudencia, que chocan de frente con el problema educativo que se ha
radicalizado con la Logse, y que, qué duda cabe, necesitan de un amor a la profesión de la enseñanza que
sólo puede darse con una motivación del profesor por su tarea que no siempre parece posible. Para una
información pormenorizada sobre la situación de la enseñanza en España, F. López Rupérez, El legado
de la LOGSE, Gota a Gota, Madrid 2006. Cf. los cáusticos comentarios de libros como T. Sala, Crónica
de un profesor de secundaria, 2001 o XXX, La enseñanza fracasada, 2005.
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De este modo se ve claro que una de las tareas del tutor, del preceptor, es la de
tomar la iniciativa (adelantarse) para concertar una cita. Así, además de aprender a
adaptarse a una disciplina de trabajo en la que se incluye la conversación periódica con
alumnos y padres (sin improvisaciones), se consigue tener las conversaciones
preparadas.
San Josemaría Escrivá ofrecía a los educadores un consejo cargado de sabiduría.
Venía a decir que en la tarea docente lo primero son los padres, después los profesores,
en tercer lugar los alumnos. Ante este consejo un educador podría preguntarse si el
orden no debería ser el inverso, si no sería más lógico empezar por los alumnos.
Evidentemente no:
1- porque la educación es en primer lugar tarea de los padres, no del colegio, que
ofrece sólo una ayuda y nunca puede ser una delegación completa. De ese modo
interesa más llegar a la formación de los padres, que son los verdaderos formadores de
los alumnos;
2- porque si los padres no tiran en la misma dirección que lo que se dice en el
colegio se pierde el tiempo (justamente el bien del que más se carece en educación) y se
crearán tensiones en el interior de los alumnos. Dichas tensiones serán mayores en la
medida en que estos sean más pequeños, pues verán que lo que le plantean en un sitio
no coincide con lo que se vive en otro y caerán inevitablemente en una cierta ruptura de
confianza que probablemente se dirigirá contra los dos estamentos, la familia y el
colegio.
Si unos padres no apoyan la educación del hijo, o los valores que recibe en una
educación que han elegido libremente, habrá que hacerles ver lo contradictorio de su
posición al tiempo que deberán ser respetados. ¿Y si su actuación choca con el bien del
hijo, con lo que en justicia se le debe, al menos desde una educación que se funda en la
verdad, el bien y la belleza de la persona? De nuevo se trata de una cuestión
excesivamente difícil, si bien lo más probable es que haya que dejar que pase el tiempo:
formar al alumno según el ideal del centro educativo (pues por eso han optado por ese
modelo), ser paciente y dejar que las cosas sigan su curso.
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A no ser que se tenga una visión de la tarea educativa meramente técnica (el profesor como
transmisor de conocimientos evaluables que no se implica con las personas que tiene delante), o que
se trabaje en un contexto en el que la actitud de padres y alumnos vaya en este sentido: asistir al
colegio porque es obligatorio, indiferencia a las llamadas del tutor, amenazas, prepotencia, etc. He
tratado de plantear el ideal clásico de educación en los trabajos «La idea de formación. Sobre el
binomio motivación y esfuerzo», « Paraísos perdidos, paraísos encontrados. Sobre la Universidad y
la pasión por la verdad» y «¿Cuál es el fin de la educación universitaria?», todos ellos en Javier
Aranguren, Paraísos encontrados, Eiunsa, Madrid 2004.
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Del mismo modo se agradece mucho el sentido del humor, tomarles quizás un
poco el pelo (a condición de que haya confianza), y con esa ocasión ir repartiendo
mensajes para cada uno de ellos. Es importante hablar siempre bien del chico o chica en
cuestión, no ser agoreros, destacar lo positivo, más aún en la medida en que el motivo
de la reunión pueda ser algún aspecto negativo o preocupante. El espíritu de enterrador
nunca construye, la negatividad o el nerviosismo no educan, se limitan a desanimar. A
la vez que hay que ser claros (llamar a las cosas por su nombre) es importante tener
pensadas sugerencias: no dejarles solos, no abandonarles en los momentos de necesidad,
aunque en ocasiones ese apoyo se deba limitar a un silencio compartido. Intentar que
hablen entre ellos, aprovechando quizás esos puntos humorísticos de ‘ataque’ («Me han
dicho que ayudas mucho en casa», «¿Es verdad que no eres nada posesiva con tus
hijos?») para que pongan al descubierto las cartas de sus fricciones, unificar así criterios
y plantar cara a los posibles problemas de comunicación en la pareja.
Como conclusión baste recordar algunos de los puntos que se han tocado en
estas páginas.
−El tutor o preceptor es un co-educador.
−El tutor o preceptor es líder en esa tarea: somos los profesionales
−Educamos sobre todo a los padres. Otra opción se acaba revelando como una
pérdida de tiempo. Esto es clave en Primaria: si en ese tiempo los padres no han entrado
al juego es posible que en la ESO y Bachillerato se haya llegado tarde.
−Ser siempre positivo, también en los gestos, modos de vestir, todo de voz:
desvelar la pasión por la educación en el propio modo de ser. Eso es la profesionalidad.
−Ser prudente. No en el sentido de centrarse en el cálculo, sino en el de cuidar
sobre todo el conocimiento de la persona de la que se habla y de sus circunstancias. En
este sentido parece adecuado evitar las grandes teorías y a cambio conocer el caso.
−Pedir ayuda. Un médico, ante determinados datos, se puede reservar un tiempo
de estudio. Es mejor esperar que improvisar un consejo que se convierta en mero lugar
común. A veces la frase que debería surgir de una conversación tendría que ser:
«Necesito estudiarlo un poco. Dejadme pensarlo. Si no os importa me gustaría hacer
alguna consulta sobre esto», siempre con la clara condición de guardar el secreto
natural que acompaña a este tipo de conversaciones, que obliga de forma grave a la
discreción, a evitar absolutamente cualquier tipo de comadreo (todo el prestigio, y fruto,
de una institución como la tutoría depende en parte de que se viva este sigilo, similar al
que tienen los abogados, médicos, sacerdotes). En toda petición de consejo se deben
evitar nombres, datos que pudieran identificar a esas personas, etc. Del mismo modo
nunca se debe comunicar a los padres un asunto que el hijo/hija haya confiado a su
tutor, a no ser que se cuente con el permiso explícito para ello12, y tampoco de los
padres al hijo.
12
A menudo se puede invitar a que el muchacho hable de ese tema con sus padres, de manera que así
pueda entrar en juego el tutor, mediar entre ellos, etc. Evidentemente nos referimos a asuntos de fuero
interno. Un problema de disciplina, de notas, no entra en esta categoría, al contrario, un mínimo de lealtad
con los padres lleva a comunicar todo lo que pueda ocurrir en este sentido. A veces es útil para no perder
la confianza del estudiante (teniendo en cuenta que la falta de madurez lleva con frecuencia a no entender
comportamientos evidentes para los adultos, y que pueden interpretar como deslealtad de su ‘persona de
confianza’ el que se haga saber a los padres un asunto disciplinario) que se dividan claramente las tareas
y que sea el Jefe de Estudios el que gestione todos los aspectos de disciplina, ausencias del aula, etc.
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