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HISTORIA BÍBLICA http://www.mercaba.org/Mundi/1/biblia_2.

htm

I. Historia del pueblo de Israel

Palestina está sembrada de lugares con restos prehistóricos, que


llegan por lo menos hasta el penúltimo período interglaciar
(MindelRiss), si bien éste, a juzgar por los datos del nuevo método
del radiocarbono, sólo se remonta a unos 100 000 años.

1. Pero la historia de Israel no comienza aquí, sino a principios del


segundo milenio a.C.,con su primer patriarca Abraham. Es difícil
precisar en qué tiempo vivió. Habitó primeramente en Ur, en la
Mesopotamia inferior (Gén 11, 28-31). La rica civilización de la
tercera dinastía de Ur sin duda también atrajo hacia allí, entre otras
tribus nómadas, a la estirpe semítica de los teraquitas, procedentes
del Oeste (= Amurru). El culto de los dioses del país no dejó de
tener influjo sobre ella (Jos 24, 2). Durante las guerras que
siguieron a la caída de la tercera dinastía de Ur, la tribu emigró de
Harán a la Mesopotamja superior, es decir, a la llanura entre el
Tigris y el Éufrates. Varios nombres de los ascendientes de
Abraham y muchas narraciones de los once primeros capítulos del
libro del Génesis (p, ej., la construcción de la torre, el diluvio) llevan
aún los rasgos de la cultura y la mitología mesopotámicas. Hacia la
segunda fase de la edad media del bronce (sobre el 1850 a.C.),
«llamó> Dios a Abraham y lo sacó de la patria de Harán (Gén 12,
1). Como forastero y seminómada llegó a Canaán. En épocas de
sequía bajó de allí al feraz delta del Nilo, pero permaneció en
contacto con su patria mesopotámica.

Cuando más tarde Jacob, que recibió el nombre de Israel (Gén 32,
29), volvió de Mesopotamia con numerosos clanes, comenzó la
formación de una conciencia étnica. Cuando alrededor del año 1720
a.C, la raza mixta indoeuropeo-semítica de los hicsos se hizo con el
dominio de Egipto, «los hijos de Israel» o - lo que es más probable
-una parte de ellos pudieron establecerse en el país. Bajo la xviii
dinastía egipcia (desde el 1550 a.C. = último período de la edad de
bronce) Egipto se liberó de los dominadores extranjeros y el poder
de los faraones se fortaleció en forma antes desconocida. En el s.

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xirl a.C., sobre todo el faraón Ramsés II oprimió a los descendientes


de Jacob, que entretanto se habían multiplicado mucho. Sin duda
bajo su sucesor Merneptah apareció Moisés. En una estela de
victoria de Merneptah, erigida sobre el año 1220 a.C., por vez
primera se menciona a Israel por escrito como una tribu o parte de
un pueblo vencido.

2. Las tribus hasta entonces esclavizadas se sienten en el desierto


como pueblo escogido de Dios. Israel sabe en adelante que es el
pueblo vasallo de Yahveh, es decir, del Dios de Abraham, Israel y
Jacob, concebido como el gran rey. Entre Israel y Yahveh existió
desde ese momento una -> alianza sagrada. E1 pueblo se obligó
sobre todo a no dar culto a ningún otro dios junto a Yahveh. En lo
futuro, este --> monoteísmo práctico distinguirá a Israel de todos
los otros pueblos del próximo oriente. Aunque la ruta de la salida de
Egipto es insegura, el paso del mar Rojo puede situarse con buenas
razones en el extremo sur de los Lagos Amargos. Es, en cambio,
oscura la cuestión del número de israelitas que, hacia el final del s.
XIII a.C. ( = fin de la edad de bronce), entraron al mando de Josué
desde el este en Palestina; algunas tribus o partes de ellas pudieron
volver por otros caminos o quizá nunca emigraron hacia Egipto.

3. La entrada de los hijos de Israel en Palestina coincide con los


disturbios políticos que estallaron por todo el oriente próximo al
penetrar los «pueblos del mar». Éstos, bajo el nombre de «filisteos»
(de ahí viene el nombre de Palestina), en los dos siglos siguientes
fueron los enemigos mortales de las doce tribus. Esporádicamente
en la lucha con los filisteos y otros pueblos enemigos de los
alrededores surgieron caudillos carismáticos en las diversas tribus.
Por el hecho de que, sintiéndose investidos de poder, restablecían el
derecho y el orden, reciben el nombre de «jueces». Sin embargo, el
encuentro de la confederación de tribus con los filisteos, unidos
militar y políticamente, hizo que Israel clamara cada vez más
intensamente por un rey.

4. En la recién fundada monarquía davídica (desde el año 1000


a.C.), el contraste entre la tribu de Judá, de la que procede David,
y las tribus del Norte tiene raigambre realmente constitucional,
pues el primer rey, Saúl, fue elegido de la tribu de Benjamín. En el
poderoso reino fundado por David estas tensiones habían quedado
superadas en gran parte. Sin embargo, ya después de la muerte de
su hijo Salomón (990-930 a.C.), se dividió el reino. El reino del
Norte, el único que en adelante se llama Israel, recibió como
contrapartida al templo de Salomón en Jerusalén sus propios
santuarios en Bet-El y Dan. Allí se dio culto a Yahveh, según modelo

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sirobabilónico, bajo el símbolo de un novillo. Así, a la división política


se juntó la religiosa, e Israel estuvo expuesto en lo sucesivo al
influjo de los cultos cananeos de la fecundidad.

5. Quien hable de la caída del reino del Norte y luego también del
reino del Sur, tiene que considerar estos acontecimientos dentro del
marco de la evolución política de Mesopotamia. Bajo Tiglat-Piléser iii
(745-727 a.C.), Assur se fortaleció en la segunda mitad del s. viii
a.C. Los pueblos amenazados por él se unieron, bajo la dirección de
Damasco, en una liga antiasiria. Judá, que en la guerra
siro-efraimítica fue forzada por ellos a entrar en la liga, en momento
de apuro llamó en su auxilio a Tiglat-Piléser iii, y se hizo vasallo
tributario de Assur. En estos años de la «guerra de nervios»
apareció el profeta Isaías, que exhortó a la confianza en Yahveh. A
Tiglat-Piléser sucedió Salmanassar v. El último año de su reinado
(722 a.C.) cayó Samaría, capital del reino del Norte. Sargón ii
(722705) consumó la deportación de las tribus del Norte, iniciada ya
por Tiglat-Piléser. Entre tanto Egipto atizaba la hostilidad contra
Assur; Babilonia intentó sublevarse, y Judá, sometida aún a tributo,
flirteaba con el babilonio Merodak-Baladán (2 Re 20, 12). Sin
embargo, el rey asirio Senaquerib sometió primero (703 a.C.) a
Babilonia y se dirigió luego victoriosamente hacia el este; pero no
logró tomar la ciudad de Jerusalén (701 a.C.). En esta época es
posible una continua comparación de la historia bíblica con los
relatos asirios de guerras, contenidos en cilindros y prismas de
escritura cuneiforme. En el siguiente siglo vii a.C. los asirios están
ocupados con Egipto y Babilonia; Judá sigue siendo vasallo de
Assur, lo cual, sobre todo bajo el rey Manasés, tiene efectos
funestos en el aspecto religioso.

6. Hacia fines del s. vii a.C., bajo Nabopolassar, Babilonia se rebela


victoriamente junto con los medos contra Assur.

El año 612 a.C. cae Nínive, capital del imperio asirio, en manos de
los aliados. Nekó ii de Egipto quiso salir en ayuda del último rey
asirio, Assuruballit, derrotado y fugitivo. El rey Yosías, que pudo
llevar a cabo una reforma del culto en Judá y hasta en el reino del
Norte, desconocedor de la nueva situación de la política mundial le
salió al encuentro. Y el año 609 a.C. fue derrotado totalmente junto
a Meguiddó. Poco después Jerusalén era tomada por Nabucodonosor
ii (Nebukadnezar); según los datos de los textos babilónicos
cuneiformes esto sucedió el 15/16 de marzo del año 597 a.C. (cf. 2
Re 24, 10-16). El año 586 a.C. (cf. 2 Re 25, 8-11) siguió la
destrucción definitiva y la segunda deportación a la cautividad de
Babilonia. Por las tablillas cuneiformes babilónicas sabemos incluso

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las raciones de comida que se asignaban al cautivo rey de Judá. En


los últimos años antes de la catástrofe el profeta jeremías llamó al
pueblo a penitencia; en el exilio principalmente Ezequiel fortaleció a
sus compatriotas; y hacia el final del destierro el gran autor
desconocido de Is 40-55 consoló al pueblo humillado.

7. El año 539 a.C. cayó sin lucha la ciudad fortificada de Babilonia


en manos del rey persa Ciro. Con ello acababa en oriente la
dominación de dinastías semíticas. Desde este tiempo, Judea estuvo
bajo soberanía persa, helenística y, finalmente, romana. La
tolerancia religiosa de la nueva época hizo posible el retorno. La
tribu de Judá aprovechó la oportunidad. Fue la hora del nacimiento
del «judaísmo». En el futuro la fuerza de este pueblo, que desde el
destierro babilónico está disperso por todo el mundo (diáspora
judía), no radicaría en el poderío de una casa real, sino en el
sentimiento de responsabilidad religiosa de cada judío. A partir de
ese tiempo los judíos de la diáspora han hallado apoyo religioso en
las comunidades de las sinagogas.

8. En el s. v a.C. los griegos contienen el avance persa hacia


occidente. En Palestina, entretanto, el pueblo judío se fortalece
dentro del marco exterior político de una satrapía persa. Se erige,
de momento en modestas proporciones, el segundo templo.
Nehemías, a mediados del s. v a.C., y Esdras, cuya acción sin duda
ha de situarse a principios del s. iv, renuevan el culto judío,
refuerzan la jerarquía y el sentimiento nacional y profundizan el
amor a las escrituras sagradas, que ahora se coleccionan y redactan
nuevamente.

9. Después de la victoria de Alejandro sobre Darío (333 a.C., junto


a Iso), el helenismo conquistó el oriente política, económica, cultural
y, en parte, incluso religiosamente. Sin embargo, entretanto el
pueblo judío se había fortalecido de nuevo, hasta tal punto que
pudo asimilar los nuevos motivos espirituales sin perder su
peculiaridad religiosa. En el s. iii a.C. los judíos de la diáspora
recibieron en Alejandría la traducción griega de los LXX. También
nació entonces la literatura sapiencial. En este tiempo de los
Diádocos, Palestina cambió por cinco veces de amo político.
Finalmente, después de la batalla de Paneion (la posterior Cesarea
de Filipo) el año 200 a.C. pasó de manos de los Ptolomeos, con
residencia en Alejandría, a las de los Seléucidas. Desde Antioquía de
Orontes mandaban éstos sobre Asia Menor, Siria y Mesopotamia;
pero, desde el 190 a.C., estuvieron expuestos a la presión del reino
de Pérgamo, aliado ya de Roma. Entonces, desde el año 170 a.C.,
Antíoco iv Epifanes, se volvió de nuevo contra Egipto, y quiso

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incorporar, aun cultural y religiosamente, al pueblo judío a su


estado nacional, más oriental que griego. Pudo desde luego
conquistar Jerusalén; pero en el país se levantó un movimiento
contra el extranjero.

10. El pueblo, acaudillado por el sacerdote Matatías, de Modín, y sus


cinco hijos, de los que judas recibió el sobrenombre de Macabeo
(«martilleador»), se levantó en guerra santa (167-164 a.C.). La
fiesta de la dedicación del templo (cf. In 10, 22) mantiene vivo
hasta hoy en el pueblo judío el recuerdo de la restauración del culto
monoteísta, exactamente tres años después de la profanación del
templo de Jerusalén el 25 de Kislév (cf. 1 Mac 1, 59 con 1 Mac 4,
52). El primer objetivo del levantamiento macabeo, el libre derecho
al ejercicio de la religión judía, se había conseguido. Ahora, a la
guerra de religión, siguió una guerra hábilmente dirigida estratégica
y diplomáticamente por el restablecimiento del poder judío en
Palestina y por la ampliación del territorio. Aprovechando
prudentemente las disensiones en Siria por la sucesión al trono y
lograda una alianza con Roma que había entretanto sometido a
Grecia, los Macabeos pudieron paso a paso desligarse del reino de
los Seléucidas. Desde el año 142 a.C. existió una nación judía,
políticamente independiente, bajo la dirección de Simón, que era a
la vez sumo sacerdote y caudillo militar y político. Enérgicamente en
la política, pero sin melindres en cuestiones de religión, esta
dinastía de los Hasmoneos, de reciente creación, rigió y agrandó el
estado judío hacia el sur (Edom) y sobre todo hacia el norte. Sólo
ahora (hacia el año 100 a.C.) se judaizó de nuevo Galilea, evacuada
bajo Tiglat-Piléser el 733 a.C. (cf. Mt 4, 15; 26, 73). Sin embargo, a
la muerte de Alejandro Yanneo, estalló la discordia en la casa de los
Hasmoneos; el general romano Pompeyo la aprovechó y, tras la
penetración en Siria, entro triunfante en Jerusalén el año 63 a.C.

11. Veinte años más tarde, Herodes i, llamado el Grande, hijo de un


mayordomo idumeo, ambicioso y cruel, pero políticamente hábil,
logró de nuevo independizar hasta cierto punto la nación judía. El
año 40 a.C. fue coronado en el capitolio de Roma como «rey de los
judíos». Sin embargo, su poder fue constantemente limitado y
vigilado por Roma. A su muerte, el año 4 a.C. (-> cronología bíblica
bajo C) dividió su reino entre sus hijos: Arquelao, Filipo y Herodes
Antipas, que vino a ser el señor temporal de Jesús. Ya a los diez
años (6 d.C.), Arquelao fue depuesto por Roma a causa de su mal
gobierno (cf. Mt 2, 22). Como sucesor suyo, tomó los asuntos de
gobierno de Judea y Samaría el primer procurador romano Coponio.
Ordinariamente residía en la ciudad de Cesarea, que Herodes i
había erigido de nuevo junto al mar; pero los días de las grandes

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festividades se trasladaba a la capital religiosa de sus dominios, que


era Jerusalén. Bajo uno de sus sucesores Poncio Pilato (26-37 d.C.),
apareció públicamente Jesús de Nazaret. Según la cronología mejor
fundada, éste fue crucificado el viernes 7 de abril del año 30 por los
romanos a instigación de las autoridades judías. La fuente profana
más importante acerca de este acontecimiento es el historiador
romano Tácito, quien, hablando de la persecución de los
«cristianos» el año 64, dice: «Este nombre viene de Cristo, que,
bajo Tiberio, fue ejecutado por el procurador Poncio Pilato» (Ann.
xv, 44).

12. La época de los procuradores fue por breve tiempo interrumpida


(41-44 d.C.) por el reinado de Agripa i, rey judío y amigo del
emperador Calígula. A la muerte de Agripa, los procuradores
romanos se hicieron cargo de todo el país, incluso de Galilea. Aquí
precisamente estalló el año 66 d.C. la «primera guerra judía» (así
llamada para distinguirla de la «segunda», en los años 132-135
d.C.), que había de restablecer la soberanía de Dios sobre el
pueblo. Pero el año 70 d.C. Jerusalén fue conquistada por Tito y en
el templo destruido cesaron definitivamente los sacrificios cultuales;
con ello tomaba nuevo giro la historia de este pueblo. Ni aun los
historiadores judíos pueden desconocerlo. El naciente cristianismo
que al principio pasaba por una de tantas sectas judías, fue ahora
distinguido del judaísmo incluso entre los gentiles, pero él mismo se
sentía como el verdadero pueblo de Dios, como el nuevo Israel,
cuyo rey es Cristo, el Mesías prometido por los profetas (cf. Rom
11, 26; Ap 7, 4-8; 21, 12).

Benedikt Schwank

II. Concepción bíblica de la historia

El historiador E. Meyer ha hecho notar que «una verdadera


literatura histórica independiente sólo vio la luz entre los israelitas y
los griegos>. Se está de acuerdo en pensar que la historia, en el
sentido que tiene en nuestra cultura (-> historia e historicidad),
tuvo origen en dos puntos bastante alejados en el tiempo y en el
espacio, en la Grecia del s. v, con Heródoto y Tucídides, y, cinco 0
más siglos antes, en Israel, con el primer redactor del Génesis cuya
obra se pueda identificar, es decir, el anónimo designado como «el
Yahvista», y con el autor que narró la historia de la sucesión de
David por Salomón (2 Sam 9-20; 1 Re 1-2). Son los dos primeros
ejemplos de relatos históricos que abarcan cierto lapso de tiempo,
agrupan una cantidad de acontecimientos diversos, caracterizan la

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fisonomía propia de éstos y manifiestan su continuidad y su


encadenamiento. Y hacen esto mediante una consideración racional
y objetiva... de los diversos y complejos factores que determinan la
historia humana: el juego de los elementos naturales, de las
pasiones y de los caracteres, de las costumbres sociales, y del
designio y voluntad de Dios que lo dirige todo desde dentro con su
acción creadora. Estos dos relatos, el del establecimiento de un
pueblo en un país y el del establecimiento de una dinastía en su
trono, aun con sus dimensiones más modestas, y sobre un teatro
generalmente más restringido, pueden rivalizar por la claridad de su
diseño, por la verdad de los análisis y por la profundidad de la
mirada, tanto con el inmenso cuadro en que Herodoto sitúa frente a
frente el mundo fabuloso de oriente y el mundo completamente
nuevo de Grecia, como con el estudio político en que Tucídides
analiza las causas de la guerra del Peloponeso y el encadenamiento
de sus peripecias.

Por evidente que sea la superioridad de los relatos israelitas sobre


los de sus pueblos vecinos, no se puede afirmar con todo que la
originalidad de estas obras no guarda ninguna relación natural o
analogía con la cultura del oriente antiguo.

1. La historia en el antiguo oriente

La preocupación por registrar y fijar el recuerdo de los


acontecimientos pasados ocupa un lugar importante en la cultura
del antiguo oriente. Dan testimonio de ello las inscripciones reales
en los palacios y en los templos, los anales recogidos por los
escribas y conservados en los archivos, las crónicas de los reinados,
las tablas cronológicas. Hasta el año 2000 poco más o menos esta
preocupación es sobre todo práctica, está orientada a las
necesidades de la administración.

A partir del año 2000 aparecen las primeras síntesis históricas,


destinadas a mantener vivo el pasado. Su finalidad es la de
legitimar el poder actual mostrando su continuidad con los poderes
anteriores. Así se compusieron catálogos de reyes y catálogos de
ciudades reales. Tales listas a veces se remontan más allá de los
tiempos históricos y del diluvio, hasta los tiempos en que los dioses
reinaban sobre la tierra.

La visión histórica que resulta de estas síntesis es una sucesión de


conquistas y de ruinas, de progresos y de decadencias, de periodos
de prosperidad y de catástrofes. La explicación de estas
alternancias es religiosa: dependen del mudable favor de los dioses,
favor que a su vez se explica por sus reacciones frente a la piedad o

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impiedad del soberano.

El valor histórico de estos documentos dista mucho de ser


despreciable. Sometidos a una critica seria, proporcionan a los
historiadores modernos cantidad de datos sólidos. Sin éstos habría
sido imposible escribir la historia del antiguo Egipto, la de Sumer y
de Akkad, la de Asiria o la de los hititas. Sin embargo, estos
documentos no constituyen nunca una historia de un reinado, de un
pueblo o de una ciudad. Las historias de Egipto o de Babilonia son
creaciones de la ciencia histórica moderna.

En efecto, estos monumentos históricos no son apenas más que


enumeraciones, sin verdadera unidad, sin continuidad interna, sin
profundidad humana. No cuentan la marcha de los acontecimientos,
no describen su fisonomía original, sino que se limitan a enumerar
la serie de gestas memorables de los soberanos, sus hazañas
guerreras, sus éxitos cinegéticos, sus conquistas políticas, sus
realizaciones administrativas y arquitectónicas, su munificencia con
los santuarios. A no ser que, inversamente, con el fin de justificar la
legitimidad de un conquistador o de un usurpador, enumeren la
serie de faltas y crímenes que atrajeron la venganza de los dioses.

Esta omnipresencia del rey, único personaje activo, no debe


atribuirse únicamente a orgullo, sino que puede ser indicio de una
auténtica piedad para con los dioses. Con frecuencia las
inscripciones triunfales están grabadas frente a las estatuas divinas,
señal de que están destinadas a ser leídas por los dioses. De todos
modos, esta manera de concentrar toda la acción en la sola persona
del rey, de reducir a todos los demás personajes al papel de
adversarios derrocados o de testigos maravillados, suprimiendo
todo conflicto humano, toda actitud personal, todo encuentro entre
los actores, todo riesgo de fracaso, nos conserva tan sólo el aspecto
más exterior de los acontecimientos, dejándolos sin enlace
coherente, sin verdadera inteligibilidad. Así nada impedía que se los
modificara o, como lo hacia corrientemente Ramsés ii en Egipto, se
borrara el nombre del soberano que había hecho grabar la
inscripción para sustituirlo por el suyo propio. Solamente algunas
inscripciones hititas de por los años 1300 a.C., en particular las de
Mursil ii y de Hattusil iii, a pesar de las rudezas del estilo y de las
torpezas de la narración, aparecen como los primeros esbozos de
una verdadera historia en el mundo oriental al evocar las peripecias
de una sucesión real, las maniobras diplomáticas y los cálculos
estratégicos de dichos príncipes.

A los mismos principios y a los mismos esquemas parecen obedecer


las elucubraciones históricas de los imperios persas y seléucidas. Se

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trata siempre de legitimar al monarca reinante y de mostrar que los


soberanos no obraron nunca como conquistadores y usurpadores,
sino como herederos legítimos, encargados por la divinidad de librar
a la tierra de . un señor indigno. Todo cambio de dinastía pretende
basarse en un vínculo de parentesco real o ficticio con la dinastía
precedente. La historia oficial de los aqueménidas ve en el imperio
persa el tercero (y definitivo) imperio del mundo, sucesor de los
imperios medos y asirios. Después de Alejandro, la tesis oficial de
los seléucidas sustituirá este esquema de los tres imperios por un
esquema cuadripartito. El apocalipsis de Daniel (Dan 2, 37-45)
vuelve este esquema contra los seléucidas, anunciando la venida de
un quinto imperio, el del Dios del cielo (2, 44; cf. 4, 32; 7, 14), el
que inaugura el Hijo del hombre.

2. Los orígenes de la historia en Israel

Frente a estas construcciones a la vez monumentales y exangües, la


literatura de Israel ofrece en el s. ix ejemplos típicos de relatos
«históricos», suficientemente precisos para transmitir incluso al
historiador crítico el esbozo de la historia de Israel.

La solidez de estas historias no depende en primer lugar de una


calidad excepcional en la documentación. Los documentos israelitas
se componen y transmiten poco más o menos como en las cortes y
en las administraciones vecinas. El autor de los Libros de Samuel
utilizó sin duda archivos, los cuales estaban fatalmente orientados
según las corrientes políticas. Los redactores del --> Génesis
recogían tradiciones acerca de los patriarcas venidas de un pasado
muy lejano y forzosamente coloreadas por los acontecimientos
sobrevenidos en el ínterin. A los historiadores modernos les llama la
atención el color arcaico que conservan estos recuerdos y que es
buen indicio de su autenticidad. La inspiración bíblica no impide, sin
embargo, que esta transmisión sea humana y esté sujeta a
incidencias casuales.

Un factor parece haber sido decisivo en los orígenes de los escritos


históricos en Israel. P-stos no provienen de las cortes y de las
cancillerías, como los anales orientales, compuestos habitualmente
para gloria de los monarcas, sino de recuerdos que tienen por
centro a personajes conocidos de la historia del pueblo y que fueron
recogidos y transmitidos en relatos orales. Así se explican los
orígenes populares, anónimos y, por consiguiente, antiguos del
género histórico en Israel, orígenes que son muy anteriores a la
existencia de una corte y de una administración. Así se explica
también que la historia israelita adopte tan fácilmente y conserve
tanto tiempo la forma de relato biográfico, de ciclos agrupados en

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torno a una figura venerada: los patriarcas, Moisés, Samuel, David,


Elías y Eliseo. Y por eso se hace igualmente comprensible el
carácter vivo y dramático de esta historia.

Sin embargo, por ese solo hecho no se pueden explicar ni el origen


de la historia escrita en Israel ni las formas que ésta ha adoptado
en la B. El origen es de índole religiosa. La historia es la narración
de las gestas de Dios. La originalidad de una historia así entendida
manifiesta el carácter singular de este Dios.

También los anales y las crónicas de reyes tienen un carácter


religioso: exaltan el poder de los dioses protectores y vengadores.
Pero este poder se muestra en una sucesión de reacciones, unas
veces benévolas y otras temibles, explicables ya por el natural de
tales divinidades, ya por la manera como han sido tratadas por los
hombres. Estas reacciones son a veces caprichosas, pero pueden
también ser muy serias y muy puras; en todo caso siempre
descubren al lado del poder sobrehumano y de la inmensidad
cósmica cierta deficiencia y dependencia. Estos dioses obran por
reacción, se ven forzados a su acción, no son creadores; no pueden
ni comenzar realmente una empresa ni conducirla a su fin. Las
perpetuas ondulaciones de la historia son el reflejo de su impotencia
inicial: nada es definitivo ni en lo que precede ni en lo que sigue. No
hay diferencia real entre la historia actual y la historia mítica de los
orígenes, entre la historia de los hombres y la de los dioses. No hay
verdaderamente historia. A través de los siglos se desarrolla el
mismo drama, sólo cambian los personajes.

Muy distinto es el caso de Israel. La historia está aquí determinada


por un objetivo preciso, por un acontecimiento singular, fijado
desde el principio: la historia de la sucesión de David tiene su punto
de partida en la profecía de Natán (2 Sam 7); .y la historia del
establecimiento en Canaán tiene como base la promesa a Abraham.
Todas las narraciones históricas de la B. relatan el cumplimiento de
una palabra de Dios, ora se trate de una promesa, ora de una
amenaza. Este esquema es universal y vale para todas las
dimensiones: para un episodio aislado, como la victoria de Débora y
de Baraq sobre Siserá (Jue 4), para una biografía, como la de
David, y finalmente, para todo un período de la existencia de un
pueblo, desde la salida de Egipto hasta el establecimiento en
Palestina, o desde que David escaló el poder en Jerusalén hasta el
destierro del último de sus sucesores. Aquí hay verdadera historia,
pues se da un plan unitario. Y si bien es Dios el que concibe y
realiza totalmente este plan, sin embargo, lo realiza en nuestro
mundo por la conjugación de las fuerzas naturales, de las pasiones

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y los fines humanos, e incluso de las casualidades, creando así una


sucesión de episodios cuya verdad humana no se puede discutir.
Esta historia es nuestra historia y nosotros nos reconocemos en ella,
pero al mismo tiempo y sobre todo es la historia de aquel que la
dirige y la lleva a término, la historia sagrada del verdadero Dios.

Tras esta concepción propiamente histórica late la experiencia


religiosa fundamental de Israel, que es la experiencia de la ->
alianza. Los más antiguos relatos históricos de la B., como las
confesiones de Jos 24, 2-13 o de Dt 26, 5-9, son profesiones
litúrgicas de fe, fundadas en aquel acto decisivo de Dios que quedó
expresado en la alianza. Ahora bien, este acto es esencialmente
histórico, sobre todo porque constituye el punto final de una historia
anterior, a saber, la de la elección, y a la vez el punto de partida
para una historia posterior: la definitiva toma de posesión de la
tierra prometida.

La experiencia de la alianza no es solamente la experiencia de un


hecho único y sin par, sino también la de la dirección planificada de
una obra, la cual tiene un principio, una continuación y una
consumación en el tiempo y en toda la existencia del mundo. En la
Biblia hay historia porque en ella se trata de un acontecimiento
decisivo, el cual ha de ser conocido, entendido, transmitido y
retenido en la memoria.

3. De la historia de la alianza a la historia del mundo

La experiencia de la alianza, histórica desde sus orígenes, dio lugar


por un proceso normal a las grandes exposiciones históricas de la B.
Es casi imposible reconstruir las etapas de este proceso. Dicho
proceso probablemente consistió en agrupar y encadenar, a lo largo
de un hilo continuo, recuerdos y tradiciones en un principio
independientes, vinculados a grupos particulares, a santuarios
dispersos. Sin duda hay una parte de artificio en el relato
continuado que ofrece hoy el Hexateuco; este artificio se echa
particularmente de ver en el libro de los jueces, pero no se limita a
este libro. A pesar de estos artificios el relato es fundamentalmente
histórico y traduce el proceso real que dio origen al pueblo de Israel
y lo fijó en su tierra.

Pero la historia de Israel desborda a Israel, y esto en todas las


direcciones. Se remonta no sólo hasta la historia de Abraham, sino
hasta los orígenes del mundo. Este proceso es en apariencia
semejante al que en Sumer condujo a prolongar las listas de los
reinados y de las ciudades reales hasta más allá del diluvio, hasta el
tiempo en que los dioses reinaban sobre la tierra. Pero la postura

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espiritual es completamente diferente. En Sumer se trataba de


legitimar el poder actual derivándolo del poder originario. También
los escritos históricos de Israel, las del yahvista y las de la sucesión
de David, tienen el mismo fin, es decir, el de legitimar o el trono de
Salomón o la posesión de Palestina por Israel. Pero esta legitimidad
no se basa en la economía original; cuando se aduce esa
fundamentación, lo único que se pretende es atribuir un carácter
divino a los grandes imperios. En Israel, por el contrario, la
legitimidad se basa en un primer hecho sin explicación anterior y sin
precedente, en una iniciativa puramente divina que vino a romper el
curso normal de las cosas, en el hecho histórico de la elección
divina. La historia anterior a Abraham no es para el Génesis una
serie de sucesos naturales que se encaminen hacia Abraham
convirtiendo la vida de este patriarca en una repetición del
primigenio acontecer mítico. Más bien, la historia comienza con
Abraham, y el mundo constituye el escenario y contorno en el que
Dios creó y llamó a Abraham. Ese contorno tiene la misma
consistencia humana e histórica que la vocación de Israel y la
alianza.

La descripción de los orígenes que hallamos en los once primeros


capítulos del -> Génesis no ofrece al historiador ningún dato
histórico realmente utilizable; no se basa en documentos
conservados por milagro y ni siquiera en tradiciones privilegiadas.
Se trata de un cuadro artificial según el modelo de las imágenes
proporcionadas por los mitos orientales. Sin embargo, este cuadro
no es ya mítico, no describe un mundo irreal, medio humano y
medio divino; traza el marco real de una verdadera historia. Y este
marco lo constituye la humanidad como hecho histórico.

4. Los profetas y la historia del mundo.

La historia de Israel, que se realiza dentro de la historia de la


humanidad, converge con esta segunda en su punto final. Esta
convergencia, insinuada ya en la primera promesa a Abraham, pues
ésta ha de extenderse a < todas las naciones de la tierra» (Gén 12,
3), es anunciada por los profetas como un acontecimiento histórico
que se producirá con toda certeza en el futuro. El fin de la historia
de Israel será también el fin de la historia de los pueblos.

Los -> profetas se ocupan constantemente de la historia; se


interesan por ella desde dos puntos de vista diferentes y
complementarios. Por una parte están muy al corriente de la
historia pasada de su pueblo, y prestan suma atención a las
tradiciones religiosas sobre los patriarcas, sobre la salida de Egipto
y la conquista de Palestina; estos hechos constituyen para ellos un

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dato esencial. Por otra parte, observan con gran atención los
acontecimientos presentes y se esfuerzan por intuir en ellos su
significado para Israel. Pero esta doble dirección de la mirada no se
debe a la persuasión de que su saber acerca del pasado les da la
clave para la interpretación del presente, como si la acción actual de
Dios fuera la mera continuación de lo que él hizo en el pasado. Todo
lo contrario: entre las actuaciones del pasado y las decisiones del
presente existe las más de las veces una ruptura profunda: «No os
acordéis ya del pasado... he aquí que voy a hacer algo nuevo» (Is
43, 18s). El pasado no volverá ya; los pecados de Israel, por una
parte, y la fuerza inventiva de Dios, por otra, lo han abolido. Pero
del pasado, de su indudable historicidad subsiste una certeza
absoluta que constituye la ley de los profetas: puesto que Dios no
cesa de conducir a Israel, él está presente a lo largo de toda su
historia, lleva adelante su plan en el momento actual y lo conducirá
a feliz término. La historicidad de la experiencia más peculiar de
Israel mueve a los profetas a una localización religiosa del momento
histórico. Seguros de que Dios ha emprendido su obra y de que no
la abandonará, los profetas no sólo se sienten aprehendidos por
Dios y forzados a someter la propia vida al poder de su mano (Jer
15, 17 ), sino que además saben cómo la historia de su pueblo no
puede substraerse a la intervención divina y, por tanto, están
firmemente persuadidos de que llegará el acontecimiento decisivo,
el reinado de Dios sobre el mundo, si bien ellos sólo desde la lejanía
pueden intuir su forma.

5. La historia de Jesucristo

La historia de Jesucristo está enteramente en la línea de la


historiografía e interpretación de la historia en los cronistas y
profetas del AT, pero a la vez se presenta como un principio
radicalmente nuevo que supera en forma singular la historia
anterior del pueblo escogido y la lleva a la plenitud de su sentido.
Tiene afinidad con las historias reales del antiguo oriente y con las
historias de Israel por su intención de legitimar. Desde los primeros
días la predicación evangélica tiene por objeto mostrar cómo Dios
confirió a Jesús la soberanía que le corresponde sobre toda carne,
acreditándolo durante su vida con signos, librándole de la muerte,
poniéndole en posesión del Espíritu Santo (Act 2, 29-36 y par). En
la historiografía del NT se trata por tanto de descubrir el sentido de
una serie de acontecimientos históricos. Pero en este caso la serie
de los acontecimientos, por muy densa que sea, se reduce a
algunos años, y su testificación histórica no se apoya en recuerdos
más o menos lejanos, en archivos más o menos tendenciosos, sino
en el testimonio de discípulos que saben que están obligados a decir

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la verdad, por fidelidad a su Señor y al mismo tiempo por la


presencia de adversarios siempre dispuestos a sorprenderlos en
mentira. De todos modos, precisamente en los autores de los
testimonios evangélicos, hemos de advertir cómo ellos no escriben
historia en nuestro sentido actual, según la concepción de la historia
que se ha desarrollado desde el s. xtx. Más bien su historiografía
tiene un carácter kerygmático, es decir, los sucesos históricos son
actualizados para los oyentes del mensaje a la luz de la fe en el
Cristo que sigue viviendo pneumumáticamente en su Iglesia. Con lo
cual se abandona el plano del relato meramente histórico de
Jesucristo. No obstante, la historia ostenta en sumo grado el
carácter antimítico de toda la historia bíblica. La legitimación de
Cristo se apoya en la serie de acontecimientos de su vida, que a la
vez da sentido y consistencia a toda la historia de Israel y a sus
promesas.

La historia de Jesucristo es al mismo tiempo un tipo acabado de


historia humana. Ninguna otra hace que aparezcan mejor los
resortes de la historia, el enfrentamiento de las pasiones, el alcance
de las decisiones, la responsabilidad del hombre por su destino.
Ninguna otra revela más claramente cómo la historia de los
hombres, incluso allí donde es afirmado con plena conciencia y se
desarrolla autónomamente por sus propios resortes, permanece en
las manos de Dios y realiza sus designios.

Esta historia es definitiva. Realiza y sella todas las profecías. El


mundo no ha de esperar ninguna otra fuente de sentido. Este final
de la historia, lejos de disolver la consistencia de la historia
posterior, le da, por el contrario, su plenitud de sentido. Ahora la
acción del hombre adquiere todo su peso, y la historia adquiere su
más alta dimensión, la dimensión del Espíritu (historia de la
salvación).

Jacgues Guillet

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