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SEMINARIO DE “TESTIMONIO”

Primera conferencia - abril 23 de 1951

Hernán Vergara Delgado

En la conversación de hace ocho días había insistido en el carácter social del


hombre, como el aspecto más desatendido por los psicólogos, filósofos y sociólogos,
durante lo que podemos llamar la era modera. Decía que lo que conocemos como
sociabilidad no puede considerarse como tal desde el punto de vista de la psicología
profunda; lo que llamamos sociabilidad, no es más que un intercambio de servicios,
no es más que la asociación de individuos con miras a la solución de problemas
individuales.

En esta concepción de la vida social, el hombre mismo en su mayor intimidad o


profundidad permanece aislado. Esta mentalidad es la que ha recibido el nombre de
PACTISTA, cuyos representantes más caracterizados son Rousseau, Hobbes y
Bertham. Para ellos la felicidad estaba en la soledad, pero la concurrencia de esos
hombres con otros, la competencia que se hacen en la lucha por la vida, ha llevado
al hombre a escoger entre la guerra y el pacto. Cuando el hombre es civilizado,
escoge el pacto. Todo pacto es un vínculo al cual ha llegado uno obligadamente,
contra su voluntad, en el cual hay una disminución del Yo y del cual naturalmente
tiende uno a libertarse.

Si el hombre entra en la sociedad obligadamente, la situación de soledad es una


situación óptima y tratará naturalmente de recuperar la soledad tan pronto como le
sea posible. Bajo esta aspiración de independizarse, de romper el vínculo que une a
unos hombres con otros tan pronto cono sea posible, se ha constituido la sociedad
moderna. Es un hecho evidente en la vida económica actual que cada hombre aspira
con el máximo de sus fuerzas a la independencia en el trabajo, a no tener que
subordinar sus puntos de vista, ni sus intereses ante otros. Más aún: en las
relaciones que la naturaleza exige que sean más profundas, en las que está más
acentuado el carácter de unión como es el matrimonio, ha predominado
notoriamente, en la civilización de Occidente, el criterio de no hacer uniones sin dejar
abierta la retirada, de no quemar las naves, de tener siempre prevista la posibilidad
de una ruptura. Es la mentalidad divorcista. Esta mentalidad ha predominado
también en las relaciones con Dios en la mentalidad religiosa y durante mucho
tiempo hay hombres que han permanecido creyentes bajo la sensación de que era
peligroso prescindir de Dios; que la vinculación a Dios era algo forzoso, algo que
podría traer daños si se rompe. Esta idea domina en los líderes antirreligiosos del
mundo Occidental, o sea de Rusia, Europa y América. El hombre occidental está en
trance de emanciparse de Dios, de la misma manera que el industrial inglés, que el
capitalista del siglo XIX soñó un momento que mediante la máquina podría
emanciparse del trabajador. La inteligencia y la voluntad de los hombres incrédulos
están en el esfuerzo máximo de la gestación de un mundo en el cual Dios no sea
más necesario; en esto no se hace sino aplicar a la relación religiosa la misma
tendencia que se ha aplicado al matrimonio, a la sociedad civil, a la sociedad
económica.

Algún psicólogo anotaba que si seguían predominando y extendiéndose las ideas de


Kafka sobre la maldad inevitable de los hombres, sobre la humillación de ser hijo,
vendrá un momento en que la humanidad hará un movimiento por la inseminación
artificial o por la partenogénesis para que los hijos no tengan que emplear su vida en
defenderse de la opresión del padre, ni tener que sentirse obligados a una cierta
gratitud y dependencia para con unos determinados seres que son sus padres. No
parece que esto sea una simple exageración, o una grosería, puesto que la prensa
se apresura siempre a recoger a grandes titulares las noticias sobre inseminación
artificial, o sobre posibilidades de partenogénesis en la humanidad. Sería, pues, una
última etapa a la que habría de llegar el hombre. Después de haber destruido a Dios
tendría aún que prescindir de los padres para alcanzar la completa libertad,
independizarse definitivamente de todo ser que pueda ser superior.

La psicología moderna, especialmente la llamada psicología profunda, nos descubre


con una luz muy fuerte el error en que ha venido viviendo la humanidad al
desconocer el carácter social que el hombre tiene, no sólo por necesidad utilitaria o
pragmática, sino para realizar simplemente su condición de hombre. Este movimiento
llamado de psicología profunda comprende hoy varias escuelas, varias tendencias,
pero su origen, su cepa, fueron los trabajos de Freud. Hasta antes de Freud la
psicología había tenido como objeto de su estudio la vida consciente. Hasta antes de
Freud, digo refiriéndome a la era moderna, la era psicológica inaugurada por
Descartes, el cual hizo suspender la vigencia de la psicología de Santo Tomás de
Aquino y por tanto la psicología de Aristóteles.

Para Santo Tomás como para Aristóteles, el psicólogo debía ocuparse de todo ser
vivo, el equivalente de la palabra psique es para ellos la vida. De manera que
Aristóteles y Santo Tomás se ocupaban del hombre, de los animales y de los
vegetales en sus estudios de psicología. No solamente se ocupaban de la vida
consciente sino de la vida subconsciente. Pero Descartes redujo el campo de lo
psíquico a lo consciente. De entonces para acá toda la cultura occidental, inclusive
en los Institutos Católicos, seglares o de religiosos se enseñó cartesianismo con el
nombre de escolástica. Con este telón de fondo del cartesianismo, o sea de una
psicología estrictamente reducida a lo consciente aparecen los trabajos de Freud y
en este sentido son muy novedosos y revolucionarios. Freud incorpora a la
Psicología el subconsciente y hace otra cosa muy importante: liberta a la psicología
del tributo que tenía que pagar a la histología y anatomía del sistema nervioso.
Todos ustedes pueden hacer el ensayo de visitar una biblioteca; (y en esto no hay
diferencias, si visitan a una biblioteca de un seminario o una biblioteca de una aldea
comunista) y toman un tratado de psicología. Lo primero que encuentran es un
estudio de la célula nerviosa, sobre la neurona, sobre el núcleo, sobre el
protoplasma, sobre los tejidos nerviosos y sobre un poco de cosas que consideraban
los tratadistas, no solamente como un vínculo muy importante en la psicología sino

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que era el A B C de la psicología. El estudiante no entraba a ocuparse de las
cuestiones psíquicas sin antes haberse enterado minuciosamente de las dendritas,
de los cilindroejes y de tantos datos más de neurología. Freud tuvo la libertad y la
audacia de hacer caso omiso de lo que era un mito, un dogma del cual nadie se
atrevía a dudar. Sin duda se fue al extremo de una prescindencia completa de la
neurología, hecho bastante extraño, dada la excelente formación neurológica que
tuvo antes de iniciar sus propias investigaciones psicoanalíticas, pero muy explicable
si se tiene en cuenta la tendencia que todo psicólogo tiene de irse al extremo del
idealismo o del organicismo cuando no posee con claridad la doctrina del
hilemorfismo.

Cuando aquí se inventaron los inspectores de Educación Secundaria, yo tuve que


retirarme de la cátedra de psicología, porque todos los inspectores me reclamaban
que yo no incluía dentro de mi programa de psicología el sistema nervioso. Les decía
que no veía el por qué de incluir el sistema nervioso, pues lo mismo tendría que
incluir el sistema hepático, el sistema renal o el sistema linfático, porque del punto de
vista de la psicología aristotélica la misma parte toma en la vida psíquica una
glándula de secreción interna o la secreción antitóxica del hígado, que el sistema
nervioso; que era imposible acumular sobre un estudiante, con el pretexto de
enseñarle psicología, una multitud de conocimientos que requerían horas y cursos
especiales y que se estudiaban bajo denominaciones especiales de Fisiología o
Biología.

De manera que Freud, aparte de quitar al estudio de la psicología esa rémora de la


anatomía y la histología del sistema nervioso, introdujo el subconsciente como nuevo
campo de la psicología. Y Jung, avanzando un poco más introduce el inconsciente.
Después veremos la importancia que tienen para la recuperación del concepto
tomista de la psicología estas recuperaciones de terreno en el objeto material de la
psicología.

Después de referirme en esta forma a la importancia de la obra de Freud como


originaria de todo el movimiento de la llamada Psicología profunda, quiero ocuparme
en esta conversación solamente de algunos aspectos que me parece no han sido
destacados por los psicoanalistas, sean estos o no seguidores de Freud y que por lo
mismo merecen ser especialmente advertidos.

La primera cosa que uno puede sacar en claro de la obra de Freud y de toda la obra
psicoanalítica es que no es lo mismo pensar a solas que pensar en compañía.
Parece un hecho vanal, pero es uno de los más positivos en su descubrimiento.
Freud no cayó en la cuenta de ello, influido seguramente por su mentalidad de un
individualista roussoniano. Freud fue hijo de su época, un discípulo de Rousseau y
todo su sistema psicológico está impregnado del supuesto de que los demás no
hacen sino echarle a perder a uno su propia vida con sus críticas, con sus censuras y
con sus normas, obligándole a reprimirse. Para Freud la sociedad fue siempre el
enemigo, el censor arbitrario, el frustrador de las tendencias naturales. Y sin
embargo, el primer experimento que le abrió su horizonte científico fue la curación de

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una histérica a quien él examinaba en compañía de Breuer; fue una mujer que,
conversando, pensando en voz alta en presencia de Freud y de Breuer, se conoció
mejor a sí misma, tuvo una actividad mental más penetrante y más productiva que la
de todo el tiempo en que había pensado sobre sí misma a solas. Esto que hubiera
debido ser la contestación fundamental, no solamente no la hizo Freud, ni ha sido
hecha, que yo sepa, por ningún psicoanalista ortodoxo; aún no he encontrado en
ninguna obra de psicología profunda, esta simple constatación de que cuando uno
piensa en presencia de otro, piensa mejor que cuando piensa a solas; que piensa, en
todo caso, de una manera más realista. Toda la práctica del psicoanálisis, está
basada sobre el hecho de que a una persona no le va lo mismo el pensar sola en su
propia vida que pensar en voz alta con un señor que está detrás oyendo lo que dice.
Es muy extraño que los psicoanalistas, habiendo elaborado tantas ideas sobre
complejos, transferencias, simbolizaciones, etc. hayan pasado por alto el significado
profundo que tiene el hecho de que no es lo mismo monologar que pensar en
compañía. Porque lo que debe hacer el psicoanalista no es dialogar con el paciente
sino ser un testigo mudo, y cuanto más mudo mejor. El diálogo, sobre todo si es
polémico le está prohibido en la técnica psicoanalista. El que dialoga con su paciente
es un mal psicoterapeuta. Una de las cosas más difíciles para un psicoterapeuta es
saber cuando tiene que hablar y qué tiene que hablar; ese es el momento en que él
suele echar a perder generalmente su contacto con el paciente y su acción
psicoterapéutica.

A veces el enfermo ha estado hablando todo el tiempo y el psicoterapeuta no ha


dicho una sola palabra; sin embargo, el paciente se despide, dando las gracias por la
ayuda tan grande que se le ha dado.

Esta es la primera constatación. He querido traer aquí esta enseñanza de la práctica


psicoanalítica como la más notable, porque ella es una de las demostraciones del
carácter social que tiene el hombre. En efecto, si una actividad que parece ser la más
adecuada para poderse desarrollar a solas, como es el pensar uno sobre sí mismo,
se cumple mejor en compañía o en presencia de otro, que no a solas, es porque la
vida en sociedad tiene raíces muy profundas en la naturaleza humana. Este hecho
nos pone en el camino de una nueva prueba del carácter social del hombre.

Segunda comprobación. Sobre la cual no han reflexionado ni Freud, ni sus


seguidores; el hombre es tanto más normal cuanto más receptivo. Yo no tengo la
elocuencia para encarecer la importancia que tiene este descubrimiento. No me
explico cómo los psicoanalistas no han reflexionado sobre ello; cómo no han
profundizado hasta descubrir la fecundidad contenida en esta simple constatación de
que el hombre es un ser receptivo. El hombre es un ser que cuando se aleja de la
receptividad hacia la productividad pasa de lo normal a lo patológico. El hombre entra
a ser patológico en el momento que pasa de ser receptivo a ser productivo. Aquí nos
encontramos con una de las ideas aristotélicas más importantes y al mismo tiempo
más inadvertidas, no ya del mundo que ignora lo escolástico y que lo considera como
un fósil de museo, sino de los psicólogos católicos; una de las cosas en que el
pensamiento católico moderno es menos católico y da origen a falsas posiciones

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prácticas en la vida, es el desconocimiento receptivo de la mente humana, la práctica
psicoanalítica lo ha probado de una manera espléndida.

¿Qué es lo que sucede entre un individuo que se hace psicoanalizar y su


psicoanalista? Es una cosa a la vez muy sencilla de comprender y muy difícil de
practicar. Tan sencillo de comprender que cualquier persona puede llegar a ser un
psicoanalista consumado, disponiendo solamente de una instrucción mediana; tan
difícil, que muy pocas personas llegan a ser psicoanalistas aún teniendo una
ilustración psicológica muy refinada. Lo que sucede entre el sujeto que va a consultar
a un psicoanalista, no en un “tete a tete” sino un espalda a espalda (el paciente se
recuesta en un diván y el psicoanalista se hace detrás), en una verdadera “metanoia”
o penitencia.

En efecto el paciente entra lleno del deseo de decirle cosas al médico, de producir en
él una determinada idea. Llega armado de argumentos exactamente como el
individuo que va a que le den un empleo o que va a hacer un negocio. Va lleno de
productividad, va dispuesto a demostrarle al médico que las cosas son de esta o cual
manera. Si el paciente da con un médico que no es psicoterapeuta a los pocos
minutos éste empezará a discutirle al paciente la objetividad de sus proposiciones y
desde luego no hará nada, porque ese paciente va con una avanzada o vanguardia
de hechos con los cuales se va a echarle humo en los ojos al médico para que éste
llegue a ver las cosas en la misa forma que él las está viendo; en general ningún
neurótico quiere verdaderamente resolver su problema, puesto que la neurosis suele
estar constituida por un problema que el paciente quiere resolver según los dictados
de su razón, pero no quiere resolver según los dictados de sus tendencias
subconscientes. Lo que el neurótico busca en realidad al consultar su caso es
quedar con la conciencia tranquila por haber querido solucionar su problema.

Si el médico es un psicoanalista ¿qué es lo que tiene que hacer? Lo que él haga es


lo que su paciente hará después. De allí que lo que el médico haga es
importantísimo.

Lo que tiene que hacer el psicoanalista es retroceder ante esa agresión, retroceder
indefinidamente hasta que ésta agota su impulso. Si el paciente le gasta cuatro
sesiones hablando, hay que dejarle las cuatro sesiones hablar; algún día, se le
acabarán los argumentos. Es una estrategia en la cual hay que recibir al agresor
huyendo y dejarle que agote el fuego y todos sus cartuchos. Cuando ha terminado
aquello, el psicoanalista debe haber tenido una pantalla receptiva, una verdadera
cinta fotográfica, un grabador en el cual no se pierda absolutamente nada. Cuanto
más perfecta es la recepción que ha hecho el analista de la presentación que el otro
hace de sí mismo, tanto mejor podrá ayudarle al paciente. Aquí es donde el
psicoanalista no puede ser un hombre que por el hecho de estar mudo no esté
pensando; o por el hecho de no estar discutiendo las ideas o los argumentos al otro,
no esté con una receptividad mental. ¿Cuál es la actividad mental del psicoanalista?
No tener ninguna actividad productiva; suprimir toda productividad mental,
colocándose en pura receptividad. Esta es la virtud que distingue a un analista de

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otro y lo que hace que uno acierte y que el otro no acierte; que haya psicoanalistas
que en dos, tres o cuatro sesiones, logren una curación y que haya otros que
entretienen a un paciente cuatro años y al final el paciente está peor que cuando
empezó.

Para ayudar al neurótico, es preciso que el psicoterapeuta lo reciba en su propia


mente; cualquier intento de hacer frente a las ideas y sentimientos del paciente,
aunque estos tengan una intención abiertamente hostil al médico, echa a perder la
influencia terapéutica. Al psicoanalista le está prohibido prohibirle al paciente tal o
cual opinión, tal o cual sentimiento. Debe comportarse con los propósitos del
enfermo, exactamente igual a como éste debe comportarse con sus propias
tendencias subconscientes. El neurótico tiene el derecho de decirle a su médico lo
que decía Horacio al aprendiz de poeta: “Si vis me flere, dolendum est primum ipsi
tibi”. Si quieres hacerme llorar, es preciso que llores tu primero. El neurótico se
curará, en la medida en que reciba las realidades cuya represión le han causado la
neurosis; y como cualquier realidad rechazada de la conciencia puede originar una
neurosis, para alcanzar la salud mental es preciso adquirir tan amplia receptividad
mental que a ningún hecho que pugne por llegar a la conciencia se le niegue acceso
a ella. Por razones de orden y método se establecerá un turno a las realidades que
pueden ser recibidas en la conciencia, pues la anarquía en esto echará a perder el
rendimiento metal, como lo observamos, per ejemplo, en la mentalidad anarquizada
del maníaco o del hebefrénico. Ese turno ha de ser establecido por una jerarquía de
realidades o valores, jerarquía que ha de tener algo en común para todos los
hombres y algo especial para cada hombre; ha de ser un concepto de la vida,
elaborado necesariamente por la actividad filosófica y religiosa. Sin embargo, la
condición esencial al éxito de estas actividades ordenadoras de la vida psíquica, es
la receptividad de la mente ante cualesquiera realidades.

Ahora bien, la psicología y la filosofía de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles, se


fundan en el carácter receptivo de los poderes cognoscitivos, tanto los que están
ordenados al conocimiento de los objetos materiales y concretos, como los que están
ordenados al conocimiento de las esencias o formas inmateriales y comunes a
muchos objetos. Tanto los sentidos que perciben las cualidades sensibles de los
objetos materiales, como la inteligencia, que percibe las esencias o formas
inteligibles, son fundamentalmente receptivos. Esta filosofía, en contraste con las
filosofías idealistas, nunca presenta a la mente como un poder fundamentalmente
creador o productivo. Lo que llamamos comúnmente “actividad creadora” es, en
realidad, una actividad de respuesta, de asentimiento al ser, de adhesión al ser, una
actividad que supone previamente la aceptación del ser en la mente. Es por lo tanto
una psicología impropicia en general a toda represión en cuanto represión. La
concurrencia ante dos valores u objetos de distinta magnitud o grado de ser, y ante
los cuales la mente se ve en el dilema de escoger, impone el rechazo de uno de los
términos del dilema, por cuanto escoger es prescindir. Pero este rechazo no es una
represión en el sentido psicoanalítico. Al contrario, la represión se produce cuando el
sujeto, puesto ante el dilema, mantiene su inclinación simultáneamente ante los
términos antagónicos, conservando la inclinación hacia uno de ellos en la

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subconsciencia y la inclinación hacia su rival en la conciencia. La ambivalencia es el
resultado de una elección sin escogencia. Hernán Cortés, quemando las naves que
le permitían la retirada, eliminó cualquier ambivalencia en su actitud y en la de sus
compañeros. Las quemó realmente y no se limitó a quitarlas de la vista. El neurótico
no ha quemado sus naves; el psicoanalista debe ayudarle a ponérselas a la vista
para darle ocasión de una verdadera escogencia. Una mente sana es una mente que
ha hecho sus escogencias, y ha podido escoger, porque ha recibido previamente los
dos términos del dilema.

Para demostrar la posición que en la psicología de Santo Tomás tiene la receptividad


como actitud básica de todo proceso psíquico normal, seria preciso: 1º, Dar una clara
idea de la diferencia entre lo activo o productivo, lo pasivo y lo receptivo, pues la
condición receptiva en el sentido que la mencionan Aristóteles y Santo Tomás, es
algo compuesto de productividad y de pasividad, pero distinto de una y otra
condición. 2º, Dar una clara idea de la teoría del conocimiento en esos filósofos y de
la posición primordial que el conocimiento ocupa en su teoría de la vida humana.
Ambos propósitos exigen y merecen un estudio detenido. Es lo que haré
próximamente.

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