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Para Santo Tomás como para Aristóteles, el psicólogo debía ocuparse de todo ser
vivo, el equivalente de la palabra psique es para ellos la vida. De manera que
Aristóteles y Santo Tomás se ocupaban del hombre, de los animales y de los
vegetales en sus estudios de psicología. No solamente se ocupaban de la vida
consciente sino de la vida subconsciente. Pero Descartes redujo el campo de lo
psíquico a lo consciente. De entonces para acá toda la cultura occidental, inclusive
en los Institutos Católicos, seglares o de religiosos se enseñó cartesianismo con el
nombre de escolástica. Con este telón de fondo del cartesianismo, o sea de una
psicología estrictamente reducida a lo consciente aparecen los trabajos de Freud y
en este sentido son muy novedosos y revolucionarios. Freud incorpora a la
Psicología el subconsciente y hace otra cosa muy importante: liberta a la psicología
del tributo que tenía que pagar a la histología y anatomía del sistema nervioso.
Todos ustedes pueden hacer el ensayo de visitar una biblioteca; (y en esto no hay
diferencias, si visitan a una biblioteca de un seminario o una biblioteca de una aldea
comunista) y toman un tratado de psicología. Lo primero que encuentran es un
estudio de la célula nerviosa, sobre la neurona, sobre el núcleo, sobre el
protoplasma, sobre los tejidos nerviosos y sobre un poco de cosas que consideraban
los tratadistas, no solamente como un vínculo muy importante en la psicología sino
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que era el A B C de la psicología. El estudiante no entraba a ocuparse de las
cuestiones psíquicas sin antes haberse enterado minuciosamente de las dendritas,
de los cilindroejes y de tantos datos más de neurología. Freud tuvo la libertad y la
audacia de hacer caso omiso de lo que era un mito, un dogma del cual nadie se
atrevía a dudar. Sin duda se fue al extremo de una prescindencia completa de la
neurología, hecho bastante extraño, dada la excelente formación neurológica que
tuvo antes de iniciar sus propias investigaciones psicoanalíticas, pero muy explicable
si se tiene en cuenta la tendencia que todo psicólogo tiene de irse al extremo del
idealismo o del organicismo cuando no posee con claridad la doctrina del
hilemorfismo.
La primera cosa que uno puede sacar en claro de la obra de Freud y de toda la obra
psicoanalítica es que no es lo mismo pensar a solas que pensar en compañía.
Parece un hecho vanal, pero es uno de los más positivos en su descubrimiento.
Freud no cayó en la cuenta de ello, influido seguramente por su mentalidad de un
individualista roussoniano. Freud fue hijo de su época, un discípulo de Rousseau y
todo su sistema psicológico está impregnado del supuesto de que los demás no
hacen sino echarle a perder a uno su propia vida con sus críticas, con sus censuras y
con sus normas, obligándole a reprimirse. Para Freud la sociedad fue siempre el
enemigo, el censor arbitrario, el frustrador de las tendencias naturales. Y sin
embargo, el primer experimento que le abrió su horizonte científico fue la curación de
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una histérica a quien él examinaba en compañía de Breuer; fue una mujer que,
conversando, pensando en voz alta en presencia de Freud y de Breuer, se conoció
mejor a sí misma, tuvo una actividad mental más penetrante y más productiva que la
de todo el tiempo en que había pensado sobre sí misma a solas. Esto que hubiera
debido ser la contestación fundamental, no solamente no la hizo Freud, ni ha sido
hecha, que yo sepa, por ningún psicoanalista ortodoxo; aún no he encontrado en
ninguna obra de psicología profunda, esta simple constatación de que cuando uno
piensa en presencia de otro, piensa mejor que cuando piensa a solas; que piensa, en
todo caso, de una manera más realista. Toda la práctica del psicoanálisis, está
basada sobre el hecho de que a una persona no le va lo mismo el pensar sola en su
propia vida que pensar en voz alta con un señor que está detrás oyendo lo que dice.
Es muy extraño que los psicoanalistas, habiendo elaborado tantas ideas sobre
complejos, transferencias, simbolizaciones, etc. hayan pasado por alto el significado
profundo que tiene el hecho de que no es lo mismo monologar que pensar en
compañía. Porque lo que debe hacer el psicoanalista no es dialogar con el paciente
sino ser un testigo mudo, y cuanto más mudo mejor. El diálogo, sobre todo si es
polémico le está prohibido en la técnica psicoanalista. El que dialoga con su paciente
es un mal psicoterapeuta. Una de las cosas más difíciles para un psicoterapeuta es
saber cuando tiene que hablar y qué tiene que hablar; ese es el momento en que él
suele echar a perder generalmente su contacto con el paciente y su acción
psicoterapéutica.
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prácticas en la vida, es el desconocimiento receptivo de la mente humana, la práctica
psicoanalítica lo ha probado de una manera espléndida.
En efecto el paciente entra lleno del deseo de decirle cosas al médico, de producir en
él una determinada idea. Llega armado de argumentos exactamente como el
individuo que va a que le den un empleo o que va a hacer un negocio. Va lleno de
productividad, va dispuesto a demostrarle al médico que las cosas son de esta o cual
manera. Si el paciente da con un médico que no es psicoterapeuta a los pocos
minutos éste empezará a discutirle al paciente la objetividad de sus proposiciones y
desde luego no hará nada, porque ese paciente va con una avanzada o vanguardia
de hechos con los cuales se va a echarle humo en los ojos al médico para que éste
llegue a ver las cosas en la misa forma que él las está viendo; en general ningún
neurótico quiere verdaderamente resolver su problema, puesto que la neurosis suele
estar constituida por un problema que el paciente quiere resolver según los dictados
de su razón, pero no quiere resolver según los dictados de sus tendencias
subconscientes. Lo que el neurótico busca en realidad al consultar su caso es
quedar con la conciencia tranquila por haber querido solucionar su problema.
Lo que tiene que hacer el psicoanalista es retroceder ante esa agresión, retroceder
indefinidamente hasta que ésta agota su impulso. Si el paciente le gasta cuatro
sesiones hablando, hay que dejarle las cuatro sesiones hablar; algún día, se le
acabarán los argumentos. Es una estrategia en la cual hay que recibir al agresor
huyendo y dejarle que agote el fuego y todos sus cartuchos. Cuando ha terminado
aquello, el psicoanalista debe haber tenido una pantalla receptiva, una verdadera
cinta fotográfica, un grabador en el cual no se pierda absolutamente nada. Cuanto
más perfecta es la recepción que ha hecho el analista de la presentación que el otro
hace de sí mismo, tanto mejor podrá ayudarle al paciente. Aquí es donde el
psicoanalista no puede ser un hombre que por el hecho de estar mudo no esté
pensando; o por el hecho de no estar discutiendo las ideas o los argumentos al otro,
no esté con una receptividad mental. ¿Cuál es la actividad mental del psicoanalista?
No tener ninguna actividad productiva; suprimir toda productividad mental,
colocándose en pura receptividad. Esta es la virtud que distingue a un analista de
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otro y lo que hace que uno acierte y que el otro no acierte; que haya psicoanalistas
que en dos, tres o cuatro sesiones, logren una curación y que haya otros que
entretienen a un paciente cuatro años y al final el paciente está peor que cuando
empezó.
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subconsciencia y la inclinación hacia su rival en la conciencia. La ambivalencia es el
resultado de una elección sin escogencia. Hernán Cortés, quemando las naves que
le permitían la retirada, eliminó cualquier ambivalencia en su actitud y en la de sus
compañeros. Las quemó realmente y no se limitó a quitarlas de la vista. El neurótico
no ha quemado sus naves; el psicoanalista debe ayudarle a ponérselas a la vista
para darle ocasión de una verdadera escogencia. Una mente sana es una mente que
ha hecho sus escogencias, y ha podido escoger, porque ha recibido previamente los
dos términos del dilema.