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II
Era una tarde tranquila, eso lo recuerdo bien. El sol brillaba con todo su
esplendor veraniego. Nos reunimos los cuatro para examinar la reciente
adquisición de Alejandro, un libro.
Se trataba del Libro de los Sueños de Magor Soffi, traducido al inglés por
H.P. Lovecraft. Estaba forrado en piel con tonalidades rojizas y bordes carcomidos
con el tiempo por las polillas. Las palabras aún se distinguían claramente.
Faltaban algunas hojas, las últimas diez de acuerdo al índice. No prestamos
atención a este pequeño detalle. De ello nos íbamos a arrepentir, pero entonces
no lo sabíamos.
El tema general versaba sobre Los Primordiales, seres míticos que existieron
antes del principio del tiempo, si se pudiera decir así, provenientes de dimensiones
desconocidas, perdidas; con una antigua religión, en la que adoraban a Sretk-Kbl,
el comedor de sueños.
En el centro se hallaba el libro abierto en las páginas del ritual. Yo recité las
primeras palabras: “Bradt suu dtnaa Sretk.Kbl rtus saa…”.
-“Poco después de iniciado el ritual, cuando recitaste las primeras frases, sentí
que todo cambiaba. La cadencia con que pronunciábamos las palabras me
produjeron sueño. Al acercarme a la frontera entre el sueño y la vigilia tuve la
sensación de que “algo” penetraba en mi mente.
Por fin pudimos vernos. El lugar de la cita era un pequeño bar cercano a la
casa a la casa de Juan. Algo había pasado con Alejandro, el cambio acontecido
en él resultaba aterrador; el rostro demacrado, la mirada perdida. No podía
mantener una conversación coherente, saltaba de una frase a otra sin ni siquiera
hacer una pausa. La memoria le fallaba, no recordaba ningún acontecimiento de
más allá de tres días; sólo una idea le obsesionaba, el permanecer despierto. Le
aterraba la idea de dormir, el solo hecho de parpadear le crispaba el rostro. Le
propusimos ir al médico pero se negó rotundamente a esto. Sin embargo, al
momento de separarnos, me suplicó que lo acompañara a su casa. El terror que
observé en su semblante me impidió negarme a ello.
Al llegar a su habitación noté que, lo que solía ser una viva muestra del
orden, se había convertido en un caos total: prendas de vestir esparcidas por
todos lados, trastes sucios diseminados por todo el lugar, comida ya podrida que
estaba sobre la estufa… Sólo una parte del mobiliario conservaba el orden, la
cama. Al parecer no se había utilizado en varios días, ni una pequeña arruga se
observaba en ella.
Los siguientes tres días no los recuerdo bien. Pasé la mayor parte del
tiempo estudiando la manera de vencer a Sretk-Kbl. Al cuarto día la esposa de
Juan me llamó para decirme que él había muerto. No mencionó la causa, además
que ni hacía falta. El círculo se cerraba sobre mí.
III
El doctor Abreu, director del servicio de salud mental, informó que algunas
de las personas muertas se quejaron de sufrir fuertes dolores de cabeza al igual
que horribles pesadillas, pero que no se observaban tendencias suicidas.